(Madrid, 1891 - Boston, 1951) Poeta español, miembro de la
Generación del 27, en la que destacó como poeta del amor. Profundo intelectual
y humanista, Salinas estudió las carreras de derecho y de filosofía y letras.
Fue lector de español en la Universidad de París entre 1914 y 1917, año en que
se doctoró en letras. Catedrático de lengua y literatura españolas en las
universidades de Sevilla y Murcia. Trabajó como lector de español en Cambridge.
Emigró a Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte. Poeta subjetivo, heredero
de la tradición amorosa de Garcilaso de la Vega y de Gustavo
Adolfo Bécquer, el gran tema de su poesía fue el amor, a través del cual matizó
y recreó la realidad y los objetos. Fruto de su apasionada relación con la
profesora norteamericana Katherine Whitmore celebra el amor que da sentido al
mundo. El amor de su lírica no es atormentado y sufrido; es una fuerza
prodigiosa que da sentido a la vida (La voz a ti debida, 1933; Razón de
amor, 1936 y Largo lamento, 1939). Utiliza elementos métricos muy tenues y
leves (metros cortos, con asonancias de una gran flexibilidad, que subrayan el
ritmo interno de las metáforas, las ideas y la fluida elocución), halla su
mejor representación en "La voz a ti debida", obra que ha influido
profundamente en la poesía española.
Suelo. Nada más.
Suelo. Nada menos.
Y que te baste con eso.
Porque en el suelo los pies hincados,
en los pies torso derecho,
en el torso la testa firme,
y allá, al socaire de la frente,
la idea pura, y en la idea pura
el mañana, la llave
—mañana— de lo eterno.
Suelo. Ni más ni menos.
Y que te baste con eso.
Mis ojos ven en el árbol
el fruto redondo y fresco.
Mis manos se van certeras
a cogerlo. Pero tú,
pero tú, mano de ciego,
¿qué estás haciendo?
La mano da vueltas, vueltas
por el aire; si se posa
sobre cosa material,
huye tras palpo suave,
sin llegar nunca a cogerla.
Siempre abierta. Es que no sabe
cerrarse, es que tiene
ambiciones más profundas
que las de los ojos, tiene
ambiciones de esa bola
imperfecta de este mundo,
buen fruto para una mano
de ciego, ambición de luz,
eterna ambición de asir
lo inasidero.
Cuando se cansa de inútiles
devaneos, tristemente,
se va en busca de su hermana
y se entrecruzan las manos
del ciego.
Y sólo así se están quietas,
enclavijadas,
asidas ansia con ansia
y deseo con deseo.
Mano de ciego no es ciega:
una voluntad la manda,
no los ojos de su dueño.
Cigarra que estás cantando
en un rincón ignorado
del árbol que me da sombra,
no tengo ningún deseo
de saber cuál es la rama,
de tantas que me cobijan,
en que apoyas tu cantar.
Y no me importa si existes,
y no me importa si existe
algo más que ese vaivén
de tu lanzadera, esos
hilillos áureos y tensos
con que tejes el cordaje
de ese barco mañanero
de la mañana de agosto,
barco de los rumbos dulces
que no lleva a ningún puerto.
Estoy sentado al sol en la puerta de casa,
sin otra compañía que la sombra
de mí mismo tendida por el suelo.
La criatura extraña
que entre el sol de setiembre y yo creamos,
sabe cosas de mí que yo no sé.
Me define de modos muy distintos,
es más ágil que yo y en tanto lucho
por dar con el secreto del movimiento
se hace tenue y vaga como la noche exige
o se precisa como verso de mármol
si así lo quiere el sol.
Yo me veo bien claro:
lo de fuera de mí, sol o luna, y aquello
que yo soy, haz y envés,
la sombra lo junta y expresa.
¿Pero de qué me sirve?
Si la miro en demanda ansiosa de conciencia,
es burlona, enflaquece risiblemente o hace
de todo yo una bola grotesca.
Y por eso la mato cada día
entrándome en la casa, toda sombra sin sombras,
asesino pueril y Caín de burla.
Primero te olvidé en tu voz.
Si ahora hablases aquí,
a mi lado,
preguntaría yo: «¿Quién es?».
Luego, se me olvidó de ti tu paso.
Si una sombra se esquiva
entre el viento, de carne,
ya no sé si eres tú.
Te deshojaste toda lentamente,
delante de un invierno: la sonrisa,
la mirada, el color del traje, el número
de los zapatos.
Te deshojaste aún más:
se te cayó tu carne, tu cuerpo.
Y me quedó tu nombre, siete letras, de ti.
Y tú viviendo,
desesperadamente agonizante,
en ellas, con alma y cuerpo.
Tu esqueleto, sus trazos,
tu voz, tu risa, siete letras, ellas.
Y decirlas tu solo cuerpo ya.
Se me olvidó tu nombre.
Las siete letras andan desatadas;
no se conocen.
Pasan anuncios en tranvías; letras
se encienden en colores a la noche,
van en sobres diciendo
otros nombres.
Por allí andarás tú,
disuelta ya, deshecha e imposible.
Andarás tú, tu nombre, que eras tú,
ascendido
hasta unos cielos tontos,
en una gloria abstracta de alfabeto.
Suelo. Nada más.
Suelo. Nada menos.
Y que te baste con eso.
Porque en el suelo los pies hincados,
en los pies torso derecho,
en el torso la testa firme,
y allá, al socaire de la frente,
la idea pura, y en la idea pura
el mañana, la llave
—mañana— de lo eterno.
Suelo. Ni más ni menos.
Y que te baste con eso.
Mis ojos ven en el árbol
el fruto redondo y fresco.
Mis manos se van certeras
a cogerlo. Pero tú,
pero tú, mano de ciego,
¿qué estás haciendo?
La mano da vueltas, vueltas
por el aire; si se posa
sobre cosa material,
huye tras palpo suave,
sin llegar nunca a cogerla.
Siempre abierta. Es que no sabe
cerrarse, es que tiene
ambiciones más profundas
que las de los ojos, tiene
ambiciones de esa bola
imperfecta de este mundo,
buen fruto para una mano
de ciego, ambición de luz,
eterna ambición de asir
lo inasidero.
Cuando se cansa de inútiles
devaneos, tristemente,
se va en busca de su hermana
y se entrecruzan las manos
del ciego.
Y sólo así se están quietas,
enclavijadas,
asidas ansia con ansia
y deseo con deseo.
Mano de ciego no es ciega:
una voluntad la manda,
no los ojos de su dueño.
Cigarra que estás cantando
en un rincón ignorado
del árbol que me da sombra,
no tengo ningún deseo
de saber cuál es la rama,
de tantas que me cobijan,
en que apoyas tu cantar.
Y no me importa si existes,
y no me importa si existe
algo más que ese vaivén
de tu lanzadera, esos
hilillos áureos y tensos
con que tejes el cordaje
de ese barco mañanero
de la mañana de agosto,
barco de los rumbos dulces
que no lleva a ningún puerto.
Estoy sentado al sol en la puerta de casa,
sin otra compañía que la sombra
de mí mismo tendida por el suelo.
La criatura extraña
que entre el sol de setiembre y yo creamos,
sabe cosas de mí que yo no sé.
Me define de modos muy distintos,
es más ágil que yo y en tanto lucho
por dar con el secreto del movimiento
se hace tenue y vaga como la noche exige
o se precisa como verso de mármol
si así lo quiere el sol.
Yo me veo bien claro:
lo de fuera de mí, sol o luna, y aquello
que yo soy, haz y envés,
la sombra lo junta y expresa.
¿Pero de qué me sirve?
Si la miro en demanda ansiosa de conciencia,
es burlona, enflaquece risiblemente o hace
de todo yo una bola grotesca.
Y por eso la mato cada día
entrándome en la casa, toda sombra sin sombras,
asesino pueril y Caín de burla.
MUERTES
Primero te olvidé en tu voz.
Si ahora hablases aquí,
a mi lado,
preguntaría yo: «¿Quién es?».
Luego, se me olvidó de ti tu paso.
Si una sombra se esquiva
entre el viento, de carne,
ya no sé si eres tú.
Te deshojaste toda lentamente,
delante de un invierno: la sonrisa,
la mirada, el color del traje, el número
de los zapatos.
Te deshojaste aún más:
se te cayó tu carne, tu cuerpo.
Y me quedó tu nombre, siete letras, de ti.
Y tú viviendo,
desesperadamente agonizante,
en ellas, con alma y cuerpo.
Tu esqueleto, sus trazos,
tu voz, tu risa, siete letras, ellas.
Y decirlas tu solo cuerpo ya.
Se me olvidó tu nombre.
Las siete letras andan desatadas;
no se conocen.
Pasan anuncios en tranvías; letras
se encienden en colores a la noche,
van en sobres diciendo
otros nombres.
Por allí andarás tú,
disuelta ya, deshecha e imposible.
Andarás tú, tu nombre, que eras tú,
ascendido
hasta unos cielos tontos,
en una gloria abstracta de alfabeto.
CERO
Y esa Nada, ha causado muchos llantos,
Y Nada fue instrumento de la Muerte,
Y Nada vino a ser muerte de tantos.
FRANCISCO DE QUEVEDO
Ya maduró un nuevo cero
que tendrá su devoción.
ANTONIO MACHADO
I
Invitación al llanto. Esto es un llanto,
ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero —autor de nadas,
obra del hombre—, un cero, cuando estalla.
Cayó ciega. La soltó,
la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan
a la Tierra sus primores
desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría. Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas
—márgenes de nubes blancas—
de las tierras de la Tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante, ¿quién
le tiene lástima? Lástima
de una pompa de jabón
irisada, que se quiebra;
o en la arena de la playa
un crujido, un caracol
roto
sin querer, con la pisada.
Pero esa altura tan alta
que ya no la quieren pájaros,
le ciega al querer su causa
con mil aires transparentes.
Invisibles se le vuelven
al mundo delgadas gracias:
La azucena y sus estambres,
colibríes y sus alas,
las venas que van y vienen,
en tierno azul dibujadas,
por un pecho de doncella.
¿Quién va a quererlas
si no se las ve de cerca?
Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.
Nada.
Al principio
no vio casi nada. Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
¿Arrebañados corderos?
¿Vedijas, copos de lana?
Eso sería...
¡Qué peso se le quitaba!
Eso sería: una imagen
que regresa.
Veinte años, atrás, un niño.
Él era un niño —allá atrás—
que en estíos campesinos
con los corderos jugaba
por el pastizal. Carreras,
topadas, risas, caídas
de bruces sobre la grama,
tan reciente de rocío
que la alegría del mundo
al verse otra vez tan claro,
le refrescaba la cara.
Sí; esas blancuras de ahora,
allá abajo
en vellones dilatadas,
no pueden ser nada malo:
rebaños y más rebaños
serenísimos que pastan
en ancho mapa de tréboles.
Nada malo. Ecos redondos
de aquella inocencia doble
veinte años atrás: infancia
triscando con el cordero
y retazos celestiales,
del sol niño con las nubes
que empuja, pastora, el alba.
Mientras,
detrás de tanta blancura
en la Tierra —no era mapa—
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.
II
Muerto inicial y víctima primera:
lo que va a ser y expira en los umbrales
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias!
Heráldicas palabras voladoras
—«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»— nuncios de dichas
colman el aire, lo vuelven promesa.
Pero la anunciación jamás se cumple:
la que aguardaba el éxtasis, doncella,
se quedará en su orilla, para siempre
entre su cuerpo y Dios alma suspensa.
¡Qué de esparcidas ruinas de futuro
por todo alrededor, sin que se vean!
Primer beso de amantes incipientes.
¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo?
¿Podrán los labios repetirlo? Vuelan
hacia el segundo beso; más que beso,
claridad quieren, buscan la certeza
alegre de su don de hacer milagros
donde las bocas férvidas se encuentran.
¿ Por qué si ya los hálitos se juntan
los labios a posarse nunca llegan?
Tan al borde del beso, no se besan.
Obediente al ardor de un mediodía
la moza muerde ya la fruta nueva.
La boca anhela el más celado jugo;
del anhelo no pasa. Se le niega
cuando el labio presiente su dulzura
la condensada dentro, primavera,
pulpas de mayo, azúcares de junio,
día a día sumados a la almendra.
Consumación feliz de tanta ruta,
último paso, amante, pie en el aire,
que trae amor adonde amor espera.
Tiembla Julieta de Romeos próximos,
ya abre el alma a Calixto, Melibea.
Pero el paso final no encuentra suelo.
¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla,
si ya es nada Verona, y si no hay huerto?
De imposibles se vuelve la pareja.
¿Y esa mano —¿de quién?—, la mano trunca
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana,
que buscas en el rosal la única abierta,
y cuando ya la alcanza por el tallo
se desprende, dejándose a la rosa,
sin conocer los ojos de su dueña?
¡Cimeras alegrías tremolantes,
gozo inmediato, pasmo que se acerca:
la frase más difícil, la penúltima,
la que lleva, derecho, hasta el acierto,
perfección vislumbrada, nunca nuestra!
¡Imágenes que inclinan su hermosura
sobre espejos que nunca las reflejan!
¡Qué cadáver ingrávido: una mañana
que muere al filo de su aurora cierta!
Vísperas son capullos. Sí, de dichas;
sí, de tiempo, futuros en capullos.
¡Tan hermosas, las vísperas!
¡Y muertas!
III
¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?
Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede. Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.
¡Tanto afinar la gracia de los fustes
contra la selva tenebrosa alzados
de donde el miedo viene al alma, pánico!
Junto a un altar de azul, de ola y espuma,
el pensar y la piedra se desposan;
el mármol, que era blanco, es ya blancura.
Alborean columnas por el mundo,
ofreciéndole un orden a la aurora.
No terror, calma pura da este bosque,
de noble savia pórtico.
Vientos y vientos de dos mil otoños
con hojas de esta selva inmarcesible
quisieran aumentar sus hojarascas.
Rectos embisten, curvas les engañan.
Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda?
No pájaros, sus copas, procesiones
de doncellas mantienen en lo alto,
que atraviesan el tiempo, sin moverse.
Este espacio que no era más que espacio
a nadie dedicado, aire en vacío,
la lenta cantería lo redime
piedras poniendo, de oro, sobre piedras,
de aquella indiferencia sin plegaria.
Fiera luz, la del sumo mediodía,
claridad, toda hueca, de tan clara
va aprendiendo, ceñida entre altos muros
mansedumbres, dulzuras; ya es misterio.
Cantan coral callado las ojivas.
Flechas de alba cruzan por los santos
incorpóreos, no hieren, les traen vida
de colores. La noche se la quita.
La bóveda, al cerrarse abre más cielo.
Y en la hermosura vasta de estos límites
siente el alma que nada la termina.
Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora
el torno la conduce hasta su auge:
suave concavidad, nido de dioses.
Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas
en su seno se posan. A esta crátera
ojos, siempre sedientos, a abrevarse
vienen de agua de mito, inagotable.
Guarda la copa en este fondo oscuro
callado resplandor, eco de Olimpo.
Frágil materia es, mas se acomodan
los dioses, los eternos, en su círculo.
Y así, con lentitud que no descansa,
por las obras del hombre se hace el tiempo
profusión fabulosa. Cuando rueda
el mundo, tesorero, va sumando
—en cada vuelta gana una hermosura—
a belleza de ayer, belleza inédita.
Sobre sus hombros gráciles las horas
dádivas imprevistas acarrean.
¿Vida? Invención, hallazgo, lo que es
hoy a las cuatro, y a las tres no era.
Gozo de ver que si se marchan unas
trasponiendo la ceja de la tarde,
por el nocturno alcor otras se acercan.
Tiempo, fila de gracias que no cesa.
¡Qué alegría, saber que en cada hora
algo que está viniendo nos espera!
Ninguna ociosa, cada cual su don;
ninguna avara, todo nos lo entregan.
Por las manos que abren somos ricos
y en el regazo, Tierra, de este mundo
dejando van sin pausa
novísimos presentes: diferencias.
¿Flor? Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor!
Todo, en lo igual, distinto: primavera.
Cuando se ve la Tierra amanecerse
se siente más feliz. La luz que llega
a estrecharle las obras que este día
la acrece su plural. ¡Es más diversa!
IV
El cero cae sobre ellas.
Ya no las veo, a las muchas,
las bellísimas, deshechas,
en esa desgarradora
unidad que las confunde,
en la nada, en la escombrera.
Por el escombro busco yo a mis muertos;
más me duele su ser tan invisibles.
Nadie los ve: lo que se ve son formas
truncas; prodigios eran, singulares,
que retornan, vencidos, a su piedra.
Muertos añosos, muertos a lo lejos,
cadáveres perdidos,
en ignorado osario perfecciona
la Tierra, lentamente, su esqueleto.
Su muerte fue hace mucho. Esperanzada
en no morir, su muerte. Ánima dieron
a masas que yacían en canteras.
Muchas piedras llenaron de temblores.
Mineral que camina hacia la imagen,
misteriosa tibieza, ya corriendo
por las vetas del mármol,
cuando, curva tras curva, se le empuja
hacia su más, a ser pecho de ninfa.
Piedra que late así con un latido
de carne que no es suya, entra en el juego
—ruleta son las horas y los días—:
el jugarse a la nada, o a lo eterno
el caudal de sus formas confiado:
el alma de los hombres, sus autores.
Si es su bulto de carne fugitivo,
ella queda detrás, la salvadora
roca, hija de sus manos, fidelísima,
que acepta con marmóreo silencio
augusto compromiso: eternizarlos.
Menos morir, morir así: transbordo
de una carne terrena a bajel pétreo
que zarpa, sin más aire que le impulse
que un soplo, al expirar, último aliento.
Travesía que empieza, rumbo a siempre;
la brújula no sirve, hay otro norte
que no confía a mapas su secreto;
misteriosos pilotos invisibles,
desde tumbas los guían, mareantes
por aguja de fe, según luceros.
Balsa de dioses, ánfora.
Naves de salvación con un polícromo
velamen de vidrieras, y sus cuentos
mármol, que flota porque vista de Venus.
Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo
inmóviles, con proas tajadoras
auroras y crepúsculos, espumas
del tumbo de los años; años, olas
por los siglos alzándose y rompiendo.
Peripecia suprema día y noche,
navegar tesonero
empujado por racha que no atregua:
negación del morir, ansia de vida,
dando sus velas, piedras, a los vientos.
Armadas extrañísimas de afanes,
galeras, no de vivos, no de muertos,
tripulaciones de querencias puras,
incansables remeros,
cada cual con su remo, lo que hizo,
soñando en recalar en la celeste
ensenada segura, la que está
detrás, salva, del tiempo.
V
¡Y todos, ahora, todos,
qué naufragio total, en este escombro!
No tibios, no despedazados miembros
me piden compasión, desde la ruina:
de carne antigua voz antigua, oigo.
Desgarrada blancura, torso abierto,
aquí, a mis pies, informe.
Fue ninfa geométrica, columna.
El corazón que acaban de matarle,
Leucipo, pitagórico,
calculador de sueños, arquitecto,
de su pecho lo fue pasando a mármoles.
Y así, edad tras edad, en estas cándidas
hijas de su diseño
su vivir se salvó. Todo invisible,
su pálpito y su fuego.
Y ellas abstractos bultos se fingían,
pura piedra, columnas sin misterio.
Más duelo, más allá: serafín trunco,
ángel a trozos, roto mensajero.
Quebrada en seis pedazos
sonrisa, que anunciaba, por el suelo.
Entre el polvo guedejas
de rubia piedra, pelo tan sedeño
que el sol se lo atusaba a cada aurora
con sus dedos primeros.
Alas yacen usadas a lo altísimo,
en barro acaba su plumaje célico.
(A estas plumas del ángel desalado
encomendó su vuelo
sobre los siglos el hermano Pablo,
dulce monje cantero).
Sigo escombro adelante, solo, solo.
Hollando voy los restos
de tantas perfecciones abolidas.
Años, siglos, por siglos acudieron
aquí, a posarse en ellas; rezumaban
arcillas o granitos,
linajes de humedad, frescor edénico.
No piso la materia; en su pedriza
piso al mayor dolor, tiempo deshecho.
Tiempo divino que llegó a ser tiempo
poco a poco, mañana tras su aurora,
mediodía camino de su véspero,
estío que se junta con otoño,
primaveras sumadas al invierno.
Años que nada saben de sus números,
llegándose, marchándose sin prisa,
sol que sale, sol puesto,
artificio diario, lenta rueda
que va subiendo al hombre hasta su cielo.
Piso añicos de tiempo.
Camino sobre anhelos hechos trizas,
sobre los días lentos
que le costó al cincel llegar al ángel;
sobre ardorosas noches,
con el ardor ardidas del desvelo
que en la alta madrugada da, por fin,
con el contorno exacto de su empeño...
Hollando voy las horas jubilares:
triunfo, toque final, remate, término
cuando ya, por constancia o por milagro,
obra se acaba que empezó proyecto.
Lo que era suma en un instante es polvo.
¡Qué derroche de siglos, un momento!
No se derrumban piedras, no, ni imágenes;
lo que se viene abajo es esa hueste
de tercos defensores de sus sueños.
Tropa que dio batalla a las milicias
mudas, sin rostro, de la nada; ejército
que matando a un olvido cada día
conquistó lentamente los milenios.
Se abre por fin la tumba a que escaparon;
les llega aquí la muerte de que huyeron.
Ya encontré mi cadáver, el que lloro.
Cadáver de los muertos que vivían
salvados de sus cuerpos pasajeros.
Un gran silencio en el vacío oscuro,
un gran polvo de obras, triste incienso,
canto inaudito, funeral sin nadie.
Yo sólo le recuerdo, al impalpable,
al NO dicho a la muerte, sostenido
contra tiempo y marea: ése es el muerto.
Soy la sombra que busca en la escombrera.
Con sus siete dolores cada una
mil soledades vienen a mi encuentro.
Hay un crucificado que agoniza
en desolado Gólgota de escombros,
de su cruz separado, cara al cielo.
Como no tiene cruz parece un hombre.
Pero aúlla un perro, un infinito perro
—inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?—,
voz clamante entre ruinas por su Dueño.
FIGURACIONES
2
Parecen nubes. Veleras,
voladoras, lino, pluma,
al viento, al mar, a las ondas
—parecen el mar— del viento,
al nido, al puerto, horizontes,
certeras van como nubes.
Parecen rumbos. Taimados
los aires soplan al sesgo,
el sur equivoca al norte,
alas, quillas, trazan rayas,
—aire, nada, espuma, nada—,
sin dondes. Parecen rumbos.
Parece el azar. Flotante
en brisas, olas, caprichos,
¡qué disimulado va,
tan seguro, a la deriva
querenciosa del engaño!
¡Qué desarraigado, ingrávido,
entre voces, entre imanes,
entre orillas, fuera, arriba,
suelto! Parece el azar.
VOCACIÓN
4
Abrir los ojos. Y ver
sin falta ni sobra, a colmo
en la luz clara del día
perfecto el mundo, completo.
Secretas medidas rigen
gracias sueltas, abandonos
fingidos, la nube aquella,
el pájaro volador,
la fuente, el tiemblo del chopo.
Está bien, mayo, sazón.
Todo en el fiel. Pero yo...
u, de sobra. A mirar,
y nada más que a mirar
la belleza rematada
que ya no te necesita.
Cerrar los ojos. Y ver
incompleto, tembloroso,
de será o de no será,
—masas torpes, planos sordos—
sm luz, sin gracia, sin orden
un mundo sin acabar,
necesitado, llamándome
a mí, o a ti, o a cualquiera
que ponga lo que le falta,
que le dé la perfección.
En aquella tarde clara,
en aquel mundo sin tacha,
escogí:
el otro.
Cerré los ojos.
DON DE LA MATERIA
Entre la tiniebla densa
el mundo era negro: nada.
Cuando de un brusco tirón
—forma recta, curva forma—
le saca a vivir la llama.
Cristal, roble, iluminados,
¡qué alegría de ser tienen,
en luz, en líneas, ser
en brillo y veta vivientes!
Cuando la llama se apaga,
fugitivas realidades,
esa forma, aquel color,
se escapan.
¿Viven aquí o en la duda?
Sube lenta una nostalgia
no de luna, no de amor,
no de infinito. Nostalgia
de un jarrón sobre una mesa.
¿Están?
Yo busco por donde estaban.
Desbrozadora de sombras
tantea la mano. A oscuras
vagas huellas, sigue el ansia.
De pronto, como una llama
sube una alegría altísima
de lo negro: la luz del tacto.
Llegó al mundo de lo cierto.
Toca el cristal, frío, duro,
toca la madera, áspera.
¡Están!
La sorda vida perfecta,
sin color, se me confirma,
segura, sin luz, la siento:
realidad profunda, masa.
EL POEMA
Y ahora, aquí está frente a mí.
Tantas luchas que ha costado,
tantos afanes en vela,
tantos bordes de fracaso
junto a este esplendor sereno
ya son nada, se olvidaron.
Él queda, y en él, el mundo,
la rosa, la piedra, el pájaro,
aquéllos , los del principio,
de este final asombrados.
¡Tan claros que se veían,
y aún se podía aclararlos!
Están mejor; una luz
que el sol no sabe, unos rayos
los iluminan, sin noche,
para siempre revelados.
Las claridades de ahora
lucen más que las de mayo.
Si allí estaban, ahora aquí;
a más transparencia alzados.
¡Qué naturales parecen,
qué sencillo el gran milagro!
En esta luz del poema,
todo,
desde el más nocturno beso
al cenital esplendor,
todo está mucho más claro.
AFÁN
No, no me basta, no.
Ni ese azul en delirio
celeste sobre mí,
cúspide de lo azul.
Ni esa reiteración
cantante de la ola,
espumas afirmando,
síes, síes sin fin.
Ni tantos irisados
primeros de las nubes
—ópalo, blanco y rosa—,
tan cansadas de cielo
que duermen en las conchas.
No, no me bastan, no.
Colmo, tensión extrema,
suma de la belleza
el mundo, ya no más.
Y yo más.
Más azul que el azul
alto. Más afirmar
amor, querer, que el sí
y el sí y el sí.
La tarde, ya en el límite
de dar, de ser,
agota sus reservas:
gozos, colores, triunfos;
me descubre los fondos
de mares y de glorias,
se estira, vibra, tiembla,
no puede más.
Lo sé, se va a romper
si yo le grito esto
que ya le estoy gritando
irremisiblemente
a golpes:
«Tú, ya no más; yo, más».
LA VOZ A TI DEBIDA (1933)
Si por detrás de las gentes
te busco.
No en tu nombre, si lo dicen,
no en tu imagen, si la pintan.
Detrás, detrás, más allá.
Por detrás de ti te busco.
No en tu espejo, no en tu letra,
ni en tu alma.
Detrás, más allá.
También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.
Por encontrarte. Helar
de vivir en ti, y en mí,
y en los otros.
Vivir va detrás de todo,
al otro lado de todo
—por encontrarte—,
como si fuese morir.
¡QUÉ GRAN VÍSPERA EL MUNDO!
No había nada hecho.
Ni materia, ni números,
ni astros, ni siglos, ni nada.
El Carbón no era negro
ni la rosa era tierna.
Nada era nada, aún.
¡Qué inocencia creer
que fue el pasado de otros
y en otros tiempo, ya
irrevocable, siempre!
No, el pasado era nuestro:
no tenía ni nombre.
Podíamos llamarlo
a nuestro gusto: estrella,
colibrí, teorema,
en vez de así, «pasado»;
quitarle su veneno.
un gran viento soplaba
hacia nosotros minas,
continentes, motores.
¿Minas de qué? Vacías.
Estaban aguardando
nuestro primer deseo,
para ser enseguida
de cobre, de amapolas.
Las ciudades, los puertos
flotaban sobre el mundo,
sin sitio todavía:
esperaban que tú
les dijeses: «Aquí»,
para lanzar los barcos,
las máquinas, las fiestas.
Máquinas impacientes
de sin destino, aún;
porque harían la luz
si tú se lo mandabas,
o las noches de otoño
si las querías tú.
Los verbos, indecisos,
te miraban los ojos
como los perros fieles,
trémulos. Tu mandato
iba a marcarles ya
sus rumbos, sus acciones.
¿Subir? Se estremecía
su energía ignorante.
¿Sería ir hacia arriba
«subir»? ¿E ir hacia dónde
sería «descender»?
Con mensajes a antípodas,
a luceros, tu orden
iba a darles conciencia
súbita de ser,
de volar o arrastrarse.
El gran mundo vacío,
sin empleo, delante
de ti estaba: su impulso
se lo darías tú.
Y junto a ti, vacante,
por nacer, anheloso,
con los ojos cerrados,
preparado ya el cuerpo
el dolor y el beso,
con la sangre en su sitio,
yo, esperando
—av, si no me mirabas
a que tú me quisieses
y me dijeras: «Ya».
AMOR, AMOR, CATÁSTROFE.
¡Qué hundimiento del mundo!
Un gran horror a techos
quiebra columnas, tiempos;
los reemplaza por cielos
intemporales. Andas, ando
por entre escombros
de estíos y de inviernos
derrumbados. Se extinguen
las normas y los pesos.
Toda hacia atrás la vida
se va quitando siglos,
frenética, de encima;
desteje, galopando,
su curso, lento antes;
se desvive de ansia
de borrarse la historia,
de no ser más que el puro
anhelo de empezarse
otra vez. El futuro
se llama ayer. Ayer
oculto, secretísimo,
que se nos olvidó
y hay que reconquistar
con la sangre y el alma,
detrás de aquellos otros
ayeres conocidos.
¡Atrás y siempre atrás!
¡Retrocesos, en vértigo,
por dentro, hacia el mañana!
¡Que caiga todo! Ya
lo siento apenas. Vamos,
a fuerza de besar,
inventando las ruinas
del mundo, de la mano
tú y yo
por entre el gran fracaso
de la flor y del orden.
Y ya siento entre tactos,
entre abrazos, tu piel
que me entrega el retorno
al palpitar primero,
sin luz, antes del mundo,
total, sin forma, caos.
¡QUÉ DÍA SIN PECADO!
La espuma, hora tras hora,
infatigablemente,
fue blanca, blanca, blanca.
Inocentes materias,
los cuerpos y las rocas
—desde cénit total
mediodía absoluto—
estaban
viviendo de la luz,
y por la luz y en ella.
Aún no se conocían
la conciencia y la sombra.
Se tendía la mano
a coger una piedra,
una nube, una flor,
un ala.
Y se las alcanzaba
a todas, porque era
antes de las distancias.
El tiempo no tenía
sospechas de ser él.
Venía a nuestro lado,
sometido y elástico.
para vivir despacio,
de prisa, le decíamos:
«Para», o «Echa a correr».
Para vivir, vivir
sin más, tú le decías:
«Vete.»
entonces nos dejaba
ingrávidos, flotantes
en el puro vivir
sm sucesión,
salvados de motivos,
de orígenes, de albas.
Ni volver la cabeza
ni mirar a lo lejos
aquel día supimos
tú y yo. No nos hacía
falta. Besarnos, sí.
Pero con unos labios
tan lejos de su causa,
que lo estrenaban todo,
beso, amor, al besarse,
sin tener que pedir
perdón a nadie, a nada.
No quiero que te vayas te busco.
No en tu nombre, si lo dicen,
no en tu imagen, si la pintan.
Detrás, detrás, más allá.
Por detrás de ti te busco.
No en tu espejo, no en tu letra,
ni en tu alma.
Detrás, más allá.
También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.
Por encontrarte. Helar
de vivir en ti, y en mí,
y en los otros.
Vivir va detrás de todo,
al otro lado de todo
—por encontrarte—,
como si fuese morir.
¡QUÉ GRAN VÍSPERA EL MUNDO!
No había nada hecho.
Ni materia, ni números,
ni astros, ni siglos, ni nada.
El Carbón no era negro
ni la rosa era tierna.
Nada era nada, aún.
¡Qué inocencia creer
que fue el pasado de otros
y en otros tiempo, ya
irrevocable, siempre!
No, el pasado era nuestro:
no tenía ni nombre.
Podíamos llamarlo
a nuestro gusto: estrella,
colibrí, teorema,
en vez de así, «pasado»;
quitarle su veneno.
un gran viento soplaba
hacia nosotros minas,
continentes, motores.
¿Minas de qué? Vacías.
Estaban aguardando
nuestro primer deseo,
para ser enseguida
de cobre, de amapolas.
Las ciudades, los puertos
flotaban sobre el mundo,
sin sitio todavía:
esperaban que tú
les dijeses: «Aquí»,
para lanzar los barcos,
las máquinas, las fiestas.
Máquinas impacientes
de sin destino, aún;
porque harían la luz
si tú se lo mandabas,
o las noches de otoño
si las querías tú.
Los verbos, indecisos,
te miraban los ojos
como los perros fieles,
trémulos. Tu mandato
iba a marcarles ya
sus rumbos, sus acciones.
¿Subir? Se estremecía
su energía ignorante.
¿Sería ir hacia arriba
«subir»? ¿E ir hacia dónde
sería «descender»?
Con mensajes a antípodas,
a luceros, tu orden
iba a darles conciencia
súbita de ser,
de volar o arrastrarse.
El gran mundo vacío,
sin empleo, delante
de ti estaba: su impulso
se lo darías tú.
Y junto a ti, vacante,
por nacer, anheloso,
con los ojos cerrados,
preparado ya el cuerpo
el dolor y el beso,
con la sangre en su sitio,
yo, esperando
—av, si no me mirabas
a que tú me quisieses
y me dijeras: «Ya».
AMOR, AMOR, CATÁSTROFE.
¡Qué hundimiento del mundo!
Un gran horror a techos
quiebra columnas, tiempos;
los reemplaza por cielos
intemporales. Andas, ando
por entre escombros
de estíos y de inviernos
derrumbados. Se extinguen
las normas y los pesos.
Toda hacia atrás la vida
se va quitando siglos,
frenética, de encima;
desteje, galopando,
su curso, lento antes;
se desvive de ansia
de borrarse la historia,
de no ser más que el puro
anhelo de empezarse
otra vez. El futuro
se llama ayer. Ayer
oculto, secretísimo,
que se nos olvidó
y hay que reconquistar
con la sangre y el alma,
detrás de aquellos otros
ayeres conocidos.
¡Atrás y siempre atrás!
¡Retrocesos, en vértigo,
por dentro, hacia el mañana!
¡Que caiga todo! Ya
lo siento apenas. Vamos,
a fuerza de besar,
inventando las ruinas
del mundo, de la mano
tú y yo
por entre el gran fracaso
de la flor y del orden.
Y ya siento entre tactos,
entre abrazos, tu piel
que me entrega el retorno
al palpitar primero,
sin luz, antes del mundo,
total, sin forma, caos.
¡QUÉ DÍA SIN PECADO!
La espuma, hora tras hora,
infatigablemente,
fue blanca, blanca, blanca.
Inocentes materias,
los cuerpos y las rocas
—desde cénit total
mediodía absoluto—
estaban
viviendo de la luz,
y por la luz y en ella.
Aún no se conocían
la conciencia y la sombra.
Se tendía la mano
a coger una piedra,
una nube, una flor,
un ala.
Y se las alcanzaba
a todas, porque era
antes de las distancias.
El tiempo no tenía
sospechas de ser él.
Venía a nuestro lado,
sometido y elástico.
para vivir despacio,
de prisa, le decíamos:
«Para», o «Echa a correr».
Para vivir, vivir
sin más, tú le decías:
«Vete.»
entonces nos dejaba
ingrávidos, flotantes
en el puro vivir
sm sucesión,
salvados de motivos,
de orígenes, de albas.
Ni volver la cabeza
ni mirar a lo lejos
aquel día supimos
tú y yo. No nos hacía
falta. Besarnos, sí.
Pero con unos labios
tan lejos de su causa,
que lo estrenaban todo,
beso, amor, al besarse,
sin tener que pedir
perdón a nadie, a nada.
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida —¡qué transporte ya!—, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida —¡qué transporte ya!—, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.
¡QUÉ DE BESOS INMENSOS,
órbitas celestiales,
se apoyan
-maravilla, milagro—
en aires, en ausencias,
en papeles, en nada!
Roca descansa en roca,
cuerpos yacen en cunas,
en tumbas: ni las islas
nos engañan, ficciones
de falsos paraísos,
flotantes sobre el agua.
Pero a ti, a ti, memoria
de un ayer que fue carne
tierna, materia viva,
y que ahora ya no es nada
más que peso infinito,
gravitación, ahogo,
dime, ¿quién te sostiene
si no es la esperanzada
soledad de la noche?
A ti, afán de retorno,
anhelo de que vuelvan
invariablemente,
exactas a sí mismas,
las acciones más nuevas
que se llaman futuro,
¿quién te va a sostener?
Signos y simulacros
trazados en papeles
blancos, verdes, azules,
querrían ser tu apoyo
eterno, ser tu suelo,
tu prometida tierra.
Pero, luego, más tarde,
se rompen —unas manos—,
se deshacen, en tiempo,
polvo, dejando sólo
vagos rastros fugaces,
recuerdos, en las almas.
¡Sí, las almas, finales!
¡Las últimas, las siempre
elegidas, tan débiles,
para sostén eterno
de los pesos más grandes!
Las almas, como alas
sosteniéndose solas
a fuerza de aleteo
desesperado, a fuerza
de no pararse nunca,
de volar, portadoras
por el aire, en el aire,
de aquello que se salva.
¿Y SI NO FUERAN LAS SOMBRAS
sombras? ¿Si las sombras fueran
—yo las estrecho, las beso,
me palpitan encendidas
entre los brazos—
cuerpos finos y delgados,
todos miedosos de carne?
¿Y si hubiese
otra luz más en el mundo
para sacarles a ellas,
cuerpos ya de sombra, otras
sombras más últimas, sueltas
de color, de forma, libres
y que no se viesen ya
y que hubiera que buscarlas
a ciegas, por entre cielos,
desdeñando ya las otras,
sin escuchar ya las voces
de esos cuerpos disfrazados
de sombras, sobre la tierra?
¿LAS OYES CÓMO PIDEN REALIDADES,
ellas, desmelenadas, fieras,
ellas, las sombras que los dos forjamos
en este inmenso lecho de distancias?
Cansadas ya de infinitud, de tiempo
sin medida, de anónimo, heridas
por una gran nostalgia de materia,
piden límites, días, nombres.
No pueden
vivir así ya más: están al borde
del morir de las sombras, que es la nada.
Acude, ven, conmigo.
Tiende tus manos, tiéndeles tu cuerpo.
Los dos les buscaremos
un color, una fecha, un pecho, un sol.
Que descansen en ti, sé tú su carne.
Se calmará su enorme ansia errante,
mientras las estrechamos
ávidamente entre los cuerpos nuestros
donde encuentren su pasto y su reposo.
Se dormirán al fin en nuestro sueño
abrazado, abrazadas. Y así luego,
al separarnos, al nutrirnos sólo
de sombras, entre lejos,
ellas
tendrán recuerdos ya, tendrán pasado
de carne y hueso,
el tiempo que vivieron en nosotros.
Y su afanoso sueño
de sombras, otra vez, será el retorno
a esta corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su infinito.
SIN VOZ, DESNUDA
Sin armas. Ni las dulces
sonrisas, ni las llamas
rápidas de la ira.
Sin armas. Ni las aguas
de la bondad sin fondo,
ni la perfidia, corvo pico.
Nada. Sin armas. Sola.
Ceñida en tu silencio.
«Sí» y «no», «mañana» y «cuando»,
quiebran agudas puntas
de inútiles saetas
en tu silencio liso
sin derrota ni gloria.
¡Cuidado!, que te mata
—fría, invencible, eterna—
eso, lo que te guarda,
eso, lo que te salva,
el filo del silencio que tú aguzas.
Poesía
¿Tú sabes lo que eres
de mí?
¿Sabes tú el nombre?
No es
el que todos te llaman
esa palabra usada
que se dicen las gentes,
si besan o se quieren,
porque ya se lo han dicho
otros que se besaron.
Yo no lo sé, lo digo,
se me asoma a los labios
como una aurora virgen
de la que no soy dueño.
Tú tampoco lo sabes,
lo oyes. Y lo recibe
tu oído igual que el silencio
que nos llega hasta el alma
sin saber de qué ausencias
de ruidos está hecho.
¿Son letras, son sonidos?
Es mucho más antiguo.
Lengua de paraíso,
sones primeros, vírgenes
tanteos de los labios,
cuando, antes de los números,
en el aire del mundo
se estrenaban los nombres
de los gozos primeros.
Que se olvidaban luego
para llamarlo todo
de otro modo al hacerlo
otra vez nuevo son
para el júbilo nuevo.
En ese paraíso
de los tiempos del alma,
allí, en el más antiguo,
es donde está tu nombre.
Y aunque yo te lo llamo
en mi vida, a tu vida,
con mi boca, a tu oído,
en esta realidad,
como él no deja huella
en memoria ni en signo,
y apenas lo percibes,
nítido y momentáneo,
a su cielo se vuelve
todo alado de olvido,
dicho parece en sueños,
sólo en sueños oído.
Y así, lo que tú quieres,
cuando yo te lo diga
no podrá serlo nadie,
nadie podrá decírtelo.
Porque ni tú ni yo
conocemos su nombre
que sobre mi desciende,
pasajero de labios,
huésped
fugaz de los oídos
cuando desde mi alma
lo sientes en la tuya,
sin poderlo aprender,
sin saberlo yo mismo.
VOLVERSE SOMBRA
Estoy triste esta noche
porque soy lo que soy, como los árboles
que esclavizados a su tronco sufren
tanto a los lados de las carreteras
por esas pobres vidas
que podrían matar, si hay algún choque.
Estoy tan triste porque soy un hombre,
porque el hombre hace daño,
hace daño, hace daño.
Y eso sólo se sabe
en las noches de enero como esta,
en que la nieve quita
todas sus ilusiones al futuro,
y el mundo ya sin labios
parece todo blanco una conciencia,
que grita fríamente esa luz cruda
que nos callamos tantos años
con la complicidad de muchos besos.
Un pájaro enjaulado me lo dijo:
el daño que hace el hombre a tantos pájaros
porque su canto es dulce
se llama jaula.
Una lámina triste de agua inmóvil
me lo dijo:
el daño que hace el hombre al agua,
orgía de sí misma, bailarina de oficio,
es pararla.
Entre cuatro paredes
la corta su destino y por las tardes
acude a los jardines
a hablar con sus amigas
de tanta pobre muerta allí extendida
con los ojos abiertos: los estanques.
Y el daño que hace el hombre
a los seres más tiernos
que nos arrancan siempre lágrimas
porque los vemos,
tan sólo con mirarlos a los ojos
—igual que a las gacelas y a las diosas—
a ellos y a su destino al mismo tiempo
está en enamorarse. Se llama amor.
Como la nieve es el confesionario
en donde la blancura,
esa indulgencia triste nos escucha
la noche entera, voy a confesarme:
nunca le robé al aire
un vuelo, ni su cántico;
no he hecho daño a las aves.
Nunca metí una mano en un arroyo
por no romperle su querencia al agua.
Pero a ti te he hecho daño, te he querido.
Tu hermosura empezó, yo hice lo otro:
el gran daño de amarte
que tú constantemente me perdonas.
Yo te he hecho daño. Tengo manos, míralas.
Cuando se quiere con los brazos,
sus músculos fatales,
con las manos, y sus dedos duros y sus uñas,
las estrellas más candidas se asustan:
ya no hay jazmín seguro en los jardines,
ni seno a salvo en pecho de doncella.
Mis manos y mis brazos te han querido.
¡Cuántas veces mis manos
se quedaron tranquilas, en paz, puras,
saciadas de su sed por lo infinito,
tan sólo acariciándote las alas
que disimulan ciertas formas tuyas!
Y fueron ya manos felices, sí, manos felices
por tu gran parecido con la luna
cuando está llena y se la ve que tiene
un matiz sonrosado, el de tu carne.
Tengo unos labios. Mira. Yo recuerdo
que antes de conocerte,
es decir cuando Dios
no había separado todavía
la tierra de los mares,
tú andabas por tus labios,
yo por los míos, como si anduviéramos
por dos caminos diferentes.
Despacio yo, como indeciso día
que no renuncia a sol, a nube o viento,
sin saber lo que quiere, hasta que al fin
la noche le decide a la negrura.
Deprisa tú, saltando, tan derecha
como un aliento, que jamás vacila
porque hay que respirar. (Lo que vacila
está en el pecho, sí, pero a otro lado).
Hasta que un día en que el azul estío
pareció no tener más herederos,
tus labios se olvidaron que eran tuyos
exactamente en ese punto mismo
del espacio y del tiempo
en que dejé por siempre de acordarme
de que los míos eran míos.
Desde entonces
no son míos ni tuyos, son ya nuestros,
y no hay para nosotros
más que un camino: el beso
que empezó aquella tarde y que termina
en una duda de si termina.
Perdóname en los labios,
si es que me has perdonado ya en las manos.
Y yo tengo un amor. Sí, míralo:
si traes los ojos con que yo te amo
y si las condiciones atmosféricas
permiten distinguir rayos de rayos,
a los cinco minutos de estar juntos
acaso puedas verle
cerrándote muy bien todos los huecos
del alma por donde entran
recuerdos de mazurkas y de valses:
porque el amor que yo te ofrezco es
como una oscuridad al principio y exige
cerrar el paso a tantas luces fáciles
para encontrar la suya, en las entrañas.
Tengo, tuve un amor. Y eso no es culpa
tuya, ni mía ni de nadie.
¿A quien podría echársele
la culpa de la sangre
por las venas oscuras o de esa
palabra que inventamos entre sueños?
Y como no hay amor ni ave que puedan
estar de vuelo siempre,
y toda ala de querer o pájaro
necesita posarse, te hice sufrir.
Por la misma razón que muchos pájaros
hacen sufrir a alguna rama,
mi amor se fue a posar en una fecha
que por curioso azar, tan inocente
como es el sino de la golondrina,
fue la misma en que tú
pusiste entre mis ojos y tu alma
la forma con que el mundo te distingue
de entre todas las otras fantasías
que quieren parecerse a ti y fracasan.
Y por eso empezó el terrible daño
que hacen las manos y los labios
sobre todo las almas, cuando piden
amor y amor, a un día y a otro día:
necesitadas almas, como ojos
que al abrirse, mañana tras mañana,
si no está allí la luz lloran de pena.
Ese daño que abril hace sufrir
a los jardines por la sed que tiene
de encontrar otra rosa entre las rosas.
Conocido dolor
que tanto nos fatiga
cuando ya son las once
y se quiere dormir en paz, tranquilos,
aunque sea en almohadas vacías
que no autorizan a esperar la aurora
tan confiadamente
como cuando se duerme
en la marea alta de algún pecho.
Perdóname en mi alma que te quiso,
si ya me perdonaste manos, labios.
Y ahora, después de confesarla tanto,
he cogido la nieve
y la he visto morir, de mi calor,
la prematura muerte que a la nieve
salva de la desgracia. Pero antes,
al borde ya de su asunción al agua,
me dio un consejo y tengo que seguirle,
porque es de agonizante, es decir claro:
volverme sombra.
Volverse sombra es dulce para todos
los que han llorado por quererse tanto
al borde de un arroyo o en un coche.
Es dulce para el cuerpo suicida
que se deshace porque nazca ella.
Las manos de la sombra
pueden llamarse así, manos, tan sólo
porque acarician
con el tacto sin daño que jamás
aprendieron las manos corporales.
Las almas de las sombras
lo único ya que piden a lo amado
es irlo acompañando
tan delicadamente
que ya no duela nunca
estar solo o no estarlo,
y es porque no se sabe si lo estamos.
Su claro privilegio
es romper soledades en los labios
con que el amor las quiebra, nuevo beso.
Volverme sombra, sí,
porque la sombra no hace nunca daño.
O hace ese daño apenas perceptible,
hermano en su dulzura de los céfiros,
recordar, recordar sombras de sombras,
echar de menos lo que hacía daño,
y amar el dolor que nos hicimos,
y que ahora ya se llama de otro modo.
Y por eso no llores, si algún día
a la hora de la cita a que acudimos
con la puntualidad de lo astronómico,
en esa calle tan dorada siempre
por el derroche de oro del anuncio,
sientes, en vez del beso,
una aparente soledad y el trémulo
saludo que inclinándose
hacen las sombras por el aire
a aquello que han amado antes de serlo.
El aire ya es apenas respirable
¿Tú sabes lo que eres
de mí?
¿Sabes tú el nombre?
No es
el que todos te llaman
esa palabra usada
que se dicen las gentes,
si besan o se quieren,
porque ya se lo han dicho
otros que se besaron.
Yo no lo sé, lo digo,
se me asoma a los labios
como una aurora virgen
de la que no soy dueño.
Tú tampoco lo sabes,
lo oyes. Y lo recibe
tu oído igual que el silencio
que nos llega hasta el alma
sin saber de qué ausencias
de ruidos está hecho.
¿Son letras, son sonidos?
Es mucho más antiguo.
Lengua de paraíso,
sones primeros, vírgenes
tanteos de los labios,
cuando, antes de los números,
en el aire del mundo
se estrenaban los nombres
de los gozos primeros.
Que se olvidaban luego
para llamarlo todo
de otro modo al hacerlo
otra vez nuevo son
para el júbilo nuevo.
En ese paraíso
de los tiempos del alma,
allí, en el más antiguo,
es donde está tu nombre.
Y aunque yo te lo llamo
en mi vida, a tu vida,
con mi boca, a tu oído,
en esta realidad,
como él no deja huella
en memoria ni en signo,
y apenas lo percibes,
nítido y momentáneo,
a su cielo se vuelve
todo alado de olvido,
dicho parece en sueños,
sólo en sueños oído.
Y así, lo que tú quieres,
cuando yo te lo diga
no podrá serlo nadie,
nadie podrá decírtelo.
Porque ni tú ni yo
conocemos su nombre
que sobre mi desciende,
pasajero de labios,
huésped
fugaz de los oídos
cuando desde mi alma
lo sientes en la tuya,
sin poderlo aprender,
sin saberlo yo mismo.
RAZÓN DE AMOR
Aquí
en esta orilla blanca
del lecho donde duermes,
estoy al borde mismo
de tu sueño. Si diera
un paso más, caería
en sus ondas, rompiéndolo
como un cristal. Me sube
el calor de tu sueño
hasta el rostro. Tu hálito
te mide la andadura
del soñar: va despacio.
Un soplo alterno, leve,
me entrega ese tesoro
exactamente: el ritmo
de tu vivir soñando.
Miro. Veo la estofa
de que está hecho tu sueño.
La tienes sobre el cuerpo
como coraza ingrávida.
Te cerca de respeto.
A tu virgen te vuelves
toda entera, desnuda,
cuando te vas al sueño.
En la orilla se paran
las ansias y los besos:
esperan, ya sin prisa,
a que abriendo los ojos
renuncies a tu ser
invulnerable. Busco
tu sueño. Con mi alma
doblada sobre ti,
las miradas recorren,
traslúcida, tu carne
y apartan dulcemente
las señas corporales,
por ver si hallan detrás
las formas de tu sueño.
No lo encuentran. Y entonces
pienso en tu sueño. Quiero
descifrarlo. Las cifras
no sirven, no es secreto.
Es sueño y no misterio.
Y de pronto, en el alto
silencio de la noche,
un sonar mío empieza
al borde de tu cuerpo;
en él el tuyo siento
Tú dormida, yo en vela,
hacíamos lo mismo.
No había que buscar:
tu sueño era mi sueño.
LA FELICIDAD INMINENTE
Miedo, temblor en mí, en mi cuerpo;
temblor como de árbol cuando el aire
viene de abajo y entra en él por las raíces,
y no mueve las hojas, ni se le ve.
Terror terrible, inmóvil.
Es la felicidad. Está ya cerca.
Pegando el oído al cielo se la oiría
en su gran marcha subceleste, hollando nubes.
Ella, la desmedida, remotísima,
se acerca aceleradamente,
a una velocidad de luz de estrella,
y tarda
todavía en llegar porque procede
de más allá de las constelaciones.
Ella, tan vaga e indecisa antes,
tiene escogido cuerpo, sitio y hora.
Me ha dicho: «Voy». Soy ya su destinada presa.
Suyo me siento antes de su llegada,
como el blanco se siente de la flecha,
apenas deja el arco, por el aire.
No queda el esperarla
indiferentemente, distraído,
con los ojos cerrados y jugando
a adivinar, entre los puntos cardinales,
cuál la prohijará. Siempre se tiene
que esperar a la dicha con los ojos
terriblemente abiertos:
insomnio ya sin fin si no llegara.
Por esa puerta por la que entran todos
franqueará su paso lo imposible,
vestida de un ser más que entre en mi cuarto.
En esta luz y no en luces soñadas,
en esta misma luz en donde ahora
se exalta en blanco el hueco de su ausencia,
ha de lucir su forma decisiva.
Dejará de llamarse
felicidad, nombre sin dueño. Apenas
llegue se inclinará sobre mi oído
y me dirá: «Me llamo...»
La llamaré así, siempre, aun no sé cómo,
y nunca más felicidad.
Me estremece
un gran temblor de víspera y de alba,
porque viene derecha, toda, a mí.
Su gran tumulto y desatada prisa
este pecho eligió para romperse en él,
igual que escoge cada mar
su playa o su cantil donde quebrarse.
Soy yo, no hay duda; el peso incalculable
que alas leves transportan y se llama
felicidad, en todos los idiomas
y en el trino del pájaro,
sobre mí caerá todo,
como la luz del día entera cae
sobre los dos primeros ojos que la miran.
Escogido estoy ya para la hazaña
del gran gozo del mundo
de soportar la dicha, de entregarla
todo lo que ella pide, carne, vida,
todo lo que ella pide, carne, viaa,
de acostumbrarme a su caricia indómita,
a su rostro tan duro, a sus cabellos
desmelenados,
a la quemante lumbre, beso, abrazo,
entrega destructora de su cuerpo.
Lo fácil en el alma es lo que tiembla
al sentirla venir. Para que llegue
hay que irse separando, uno por uno,
de costumbres, caprichos,
hasta quedarnos
vacantes, sueltos,
al vacar primitivo del ser recién nacidos,
para ella.
Quedarse bien desnudos,
tensas las fuerzas vírgenes
dormidas en el ser, nunca empleadas,
que ella, la dicha, sólo en el anuncio
de su ardiente inminencia galopante,
convoca y pone en pie.
Porque viene a luchar su lucha en mí.
Veo su doble rostro,
su doble ser partido, como el nuestro,
las dos mitades fieras, enfrentadas.
En mi temblor se siente su temblor,
su gran dolor de la unidad que sueña,
imposible unidad, la que buscamos,
ella en mí, en ella yo. Porque la dicha
quiere también su dicha.
Desgarrada, en dos, llega con el miedo
de su virginidad inconquistable,
anhelante de verse conquistada.
Me necesita para ser dichosa,
lo mismo que a ella yo.
Lucha entre darse y no, partida alma;
su lidiar
lo sufrimos nosotros al tenerla.
Viene toda de amiga
porque soy necesano a su gran ansia
de ser
algo más que la idea de su vida;
como la rosa, vagabunda rosa
necesita posarse en un rosal,
y hacerle así feliz, al florecerse.
Pero a su lado, inseparable doble,
una diosa humillada se retuerce,
toda enemiga de la carne esa
en que viene a buscar mortal apoyo.
Lucha consigo.
Los elegidos para ser felices
somos tan sólo carne
donde la dicha libra su combate.
Quiere quedarse e irse, se desgarra,
por sus heridas nuestra sangre brota,
ella, inmortal, se muere en nuestras vidas,
y somos los cadáveres que deja.
Viva, ser viva, en algo humano quiere,
encarnarse, entregada; pero al fondo
su indomable altivez de diosa pura
en el último don niega la entrega,
si no es por un minuto, fugacísima.
si no es por un minuto, fugacísima.
En un minuto sólo, pacto,
se la siente total y dicha nuestra.
Rendida en nuestro cuerpo,
ese diamante lúcido y soltero
que en los ojos le brilla,
rodará rostro abajo, tibio par,
mientras la boca dice: «Tenme».
Y ella, divino ser, logra su dicha
sólo cuando nosotros la logramos
en la tierra, prestándola
los labios que no tiene. Así se calma
un instante su furia. Y ser felices
es el hacernos campo de sus paces.
VOLVERSE SOMBRA
Estoy triste esta noche
porque soy lo que soy, como los árboles
que esclavizados a su tronco sufren
tanto a los lados de las carreteras
por esas pobres vidas
que podrían matar, si hay algún choque.
Estoy tan triste porque soy un hombre,
porque el hombre hace daño,
hace daño, hace daño.
Y eso sólo se sabe
en las noches de enero como esta,
en que la nieve quita
todas sus ilusiones al futuro,
y el mundo ya sin labios
parece todo blanco una conciencia,
que grita fríamente esa luz cruda
que nos callamos tantos años
con la complicidad de muchos besos.
Un pájaro enjaulado me lo dijo:
el daño que hace el hombre a tantos pájaros
porque su canto es dulce
se llama jaula.
Una lámina triste de agua inmóvil
me lo dijo:
el daño que hace el hombre al agua,
orgía de sí misma, bailarina de oficio,
es pararla.
Entre cuatro paredes
la corta su destino y por las tardes
acude a los jardines
a hablar con sus amigas
de tanta pobre muerta allí extendida
con los ojos abiertos: los estanques.
Y el daño que hace el hombre
a los seres más tiernos
que nos arrancan siempre lágrimas
porque los vemos,
tan sólo con mirarlos a los ojos
—igual que a las gacelas y a las diosas—
a ellos y a su destino al mismo tiempo
está en enamorarse. Se llama amor.
Como la nieve es el confesionario
en donde la blancura,
esa indulgencia triste nos escucha
la noche entera, voy a confesarme:
nunca le robé al aire
un vuelo, ni su cántico;
no he hecho daño a las aves.
Nunca metí una mano en un arroyo
por no romperle su querencia al agua.
Pero a ti te he hecho daño, te he querido.
Tu hermosura empezó, yo hice lo otro:
el gran daño de amarte
que tú constantemente me perdonas.
Yo te he hecho daño. Tengo manos, míralas.
Cuando se quiere con los brazos,
sus músculos fatales,
con las manos, y sus dedos duros y sus uñas,
las estrellas más candidas se asustan:
ya no hay jazmín seguro en los jardines,
ni seno a salvo en pecho de doncella.
Mis manos y mis brazos te han querido.
¡Cuántas veces mis manos
se quedaron tranquilas, en paz, puras,
saciadas de su sed por lo infinito,
tan sólo acariciándote las alas
que disimulan ciertas formas tuyas!
Y fueron ya manos felices, sí, manos felices
por tu gran parecido con la luna
cuando está llena y se la ve que tiene
un matiz sonrosado, el de tu carne.
Tengo unos labios. Mira. Yo recuerdo
que antes de conocerte,
es decir cuando Dios
no había separado todavía
la tierra de los mares,
tú andabas por tus labios,
yo por los míos, como si anduviéramos
por dos caminos diferentes.
Despacio yo, como indeciso día
que no renuncia a sol, a nube o viento,
sin saber lo que quiere, hasta que al fin
la noche le decide a la negrura.
Deprisa tú, saltando, tan derecha
como un aliento, que jamás vacila
porque hay que respirar. (Lo que vacila
está en el pecho, sí, pero a otro lado).
Hasta que un día en que el azul estío
pareció no tener más herederos,
tus labios se olvidaron que eran tuyos
exactamente en ese punto mismo
del espacio y del tiempo
en que dejé por siempre de acordarme
de que los míos eran míos.
Desde entonces
no son míos ni tuyos, son ya nuestros,
y no hay para nosotros
más que un camino: el beso
que empezó aquella tarde y que termina
en una duda de si termina.
Perdóname en los labios,
si es que me has perdonado ya en las manos.
Y yo tengo un amor. Sí, míralo:
si traes los ojos con que yo te amo
y si las condiciones atmosféricas
permiten distinguir rayos de rayos,
a los cinco minutos de estar juntos
acaso puedas verle
cerrándote muy bien todos los huecos
del alma por donde entran
recuerdos de mazurkas y de valses:
porque el amor que yo te ofrezco es
como una oscuridad al principio y exige
cerrar el paso a tantas luces fáciles
para encontrar la suya, en las entrañas.
Tengo, tuve un amor. Y eso no es culpa
tuya, ni mía ni de nadie.
¿A quien podría echársele
la culpa de la sangre
por las venas oscuras o de esa
palabra que inventamos entre sueños?
Y como no hay amor ni ave que puedan
estar de vuelo siempre,
y toda ala de querer o pájaro
necesita posarse, te hice sufrir.
Por la misma razón que muchos pájaros
hacen sufrir a alguna rama,
mi amor se fue a posar en una fecha
que por curioso azar, tan inocente
como es el sino de la golondrina,
fue la misma en que tú
pusiste entre mis ojos y tu alma
la forma con que el mundo te distingue
de entre todas las otras fantasías
que quieren parecerse a ti y fracasan.
Y por eso empezó el terrible daño
que hacen las manos y los labios
sobre todo las almas, cuando piden
amor y amor, a un día y a otro día:
necesitadas almas, como ojos
que al abrirse, mañana tras mañana,
si no está allí la luz lloran de pena.
Ese daño que abril hace sufrir
a los jardines por la sed que tiene
de encontrar otra rosa entre las rosas.
Conocido dolor
que tanto nos fatiga
cuando ya son las once
y se quiere dormir en paz, tranquilos,
aunque sea en almohadas vacías
que no autorizan a esperar la aurora
tan confiadamente
como cuando se duerme
en la marea alta de algún pecho.
Perdóname en mi alma que te quiso,
si ya me perdonaste manos, labios.
Y ahora, después de confesarla tanto,
he cogido la nieve
y la he visto morir, de mi calor,
la prematura muerte que a la nieve
salva de la desgracia. Pero antes,
al borde ya de su asunción al agua,
me dio un consejo y tengo que seguirle,
porque es de agonizante, es decir claro:
volverme sombra.
Volverse sombra es dulce para todos
los que han llorado por quererse tanto
al borde de un arroyo o en un coche.
Es dulce para el cuerpo suicida
que se deshace porque nazca ella.
Las manos de la sombra
pueden llamarse así, manos, tan sólo
porque acarician
con el tacto sin daño que jamás
aprendieron las manos corporales.
Las almas de las sombras
lo único ya que piden a lo amado
es irlo acompañando
tan delicadamente
que ya no duela nunca
estar solo o no estarlo,
y es porque no se sabe si lo estamos.
Su claro privilegio
es romper soledades en los labios
con que el amor las quiebra, nuevo beso.
Volverme sombra, sí,
porque la sombra no hace nunca daño.
O hace ese daño apenas perceptible,
hermano en su dulzura de los céfiros,
recordar, recordar sombras de sombras,
echar de menos lo que hacía daño,
y amar el dolor que nos hicimos,
y que ahora ya se llama de otro modo.
Y por eso no llores, si algún día
a la hora de la cita a que acudimos
con la puntualidad de lo astronómico,
en esa calle tan dorada siempre
por el derroche de oro del anuncio,
sientes, en vez del beso,
una aparente soledad y el trémulo
saludo que inclinándose
hacen las sombras por el aire
a aquello que han amado antes de serlo.
LO INÚTIL
Me haces falta en la vida
porque no eres el pan
nuestro de cada día.
Porque no se te triza con los dientes
y así se lleva al cuerpo nueva fuerza
con que pedir mañana, lo que ayer:
lo mismo, otra vez pan, hasta la muerte.
Me haces falta
porque tú no te empiezas en las uvas
y acabas en delirio o en mentira.
Porque no eres el vino
en que unos hombres desenamorados
encuentran las palabras
de amor, las que les dicen
a un espectro de amiga descotada
en trescientos salones, de once a doce.
Embriaguez que tú inspiras es hermana
de balanza en el fiel o mediodía.
Me haces falta
porque no eres la luz amanecida
a la hora que la anuncian los diarios,
la luz que hiere al despertar los ojos
siempre en la misma cicatriz, ayer.
Tan de pronto te alumbras, imprevista,
que hay que esperarte, sin saber por cuál
oscuridad vendrás, dolor o noche.
Me haces falta
porque no se distingue tu materia.
No eres del raso o de los terciopelos
que el gran dolor consuelan del desnudo.
No del metal que ciñe en cerco de aire
para que no se escapen
las promesas del día de las bodas.
Ni eres, casi tampoco, de tu carne.
El inocente tacto
—ilusión antiquísima y con guantes
de que el mundo es tangible y se le toca—,
en el marfil atina con el canto,
en el metal con las precisas letras,
con el amor en la trémula mano.
Pero a ti no te acierta, y de buscarte
vacío todo vuelve, y derrotado.
Me haces falta
porque no eres un techo, ni los muebles,
ni lecho blando ni candada puerta.
Me amparas sin confines ni tejado.
En templanza infinita me cobijas
como en marzo, al final, el aire, al pájaro.
Me haces falta
porque a ti nunca te cortejan jueces
en busca de verdades, ni el filósofo.
Nunca tienes razón, y asi no matas.
Ni hay angustiado al que le des la prueba
de que existe en el mundo
algo más que un afán de que algo exista.
Innecesaria pura, puro exceso,
tú, la invisible sobra de las cuentas
que el mundo se va echando,
contable triste, siglo a siglo historia,
sin ti todos se pasan.
Menos yo. Yo que sé
que tú, la demasía, tú la sobra,
en estos cortos cálculos del suelo,
eres, en una altísima
celeste matemática
que los astros aprenden por las noches
y nunca el hombre, exacta-
mente lo que me falta.
Y todo está entendido:
el sino de la vida es lo incompleto.
EL AIRE YA ES APENAS RESPIRABLE
Me haces falta en la vida
porque no eres el pan
nuestro de cada día.
Porque no se te triza con los dientes
y así se lleva al cuerpo nueva fuerza
con que pedir mañana, lo que ayer:
lo mismo, otra vez pan, hasta la muerte.
Me haces falta
porque tú no te empiezas en las uvas
y acabas en delirio o en mentira.
Porque no eres el vino
en que unos hombres desenamorados
encuentran las palabras
de amor, las que les dicen
a un espectro de amiga descotada
en trescientos salones, de once a doce.
Embriaguez que tú inspiras es hermana
de balanza en el fiel o mediodía.
Me haces falta
porque no eres la luz amanecida
a la hora que la anuncian los diarios,
la luz que hiere al despertar los ojos
siempre en la misma cicatriz, ayer.
Tan de pronto te alumbras, imprevista,
que hay que esperarte, sin saber por cuál
oscuridad vendrás, dolor o noche.
Me haces falta
porque no se distingue tu materia.
No eres del raso o de los terciopelos
que el gran dolor consuelan del desnudo.
No del metal que ciñe en cerco de aire
para que no se escapen
las promesas del día de las bodas.
Ni eres, casi tampoco, de tu carne.
El inocente tacto
—ilusión antiquísima y con guantes
de que el mundo es tangible y se le toca—,
en el marfil atina con el canto,
en el metal con las precisas letras,
con el amor en la trémula mano.
Pero a ti no te acierta, y de buscarte
vacío todo vuelve, y derrotado.
Me haces falta
porque no eres un techo, ni los muebles,
ni lecho blando ni candada puerta.
Me amparas sin confines ni tejado.
En templanza infinita me cobijas
como en marzo, al final, el aire, al pájaro.
Me haces falta
porque a ti nunca te cortejan jueces
en busca de verdades, ni el filósofo.
Nunca tienes razón, y asi no matas.
Ni hay angustiado al que le des la prueba
de que existe en el mundo
algo más que un afán de que algo exista.
Innecesaria pura, puro exceso,
tú, la invisible sobra de las cuentas
que el mundo se va echando,
contable triste, siglo a siglo historia,
sin ti todos se pasan.
Menos yo. Yo que sé
que tú, la demasía, tú la sobra,
en estos cortos cálculos del suelo,
eres, en una altísima
celeste matemática
que los astros aprenden por las noches
y nunca el hombre, exacta-
mente lo que me falta.
Y todo está entendido:
el sino de la vida es lo incompleto.
EL AIRE YA ES APENAS RESPIRABLE
El aire ya es apenas respirable
porque no me contestas:
tú sabes bien que lo que yo respiro
son tus contestaciones. Y me ahogo.
La primera pregunta que te hice
fue cuando tú tenías
los brazos apoyados
en una barandilla de recuerdos,
una tarde inclinada
sobre ese lago azul que llevas dentro,
mirando a cuatro dudas
con plumaje de penas,
tan blancas y calladas como cisnes,
que lo surcaban, sin moverlo casi.
Tú mirabas la estampa
confusa de ti misma, te veías
en ella reflejada
pero con tal temblor, tan insegura
de tu propio existir, de lo que eras,
que te marchaste huyendo
a buscar en tu armario algún vestido
de denso terciopelo, y a probártelo.
Como está hecho a medida,
meter el cuerpo en él
es persuadirse unos instantes
por el consolador
y ajustado contacto de la tela,
de que se vive y de que somos algo
más que un reflejo trémulo
del que tenemos miedo, en aquel lago.
Y yo te pregunté: «¿Buscamos juntos?
Lo que se quiere hallar
en un agua tan vaga y tan borrosa
hay que buscarlo,
por el aire hacia arriba.
Porque en lo hondo de un lago lo que hay siempre
es la copia de un ángel o de un dios,
la figura de un ser que allí se mira,
desde su verdadero ser celeste.
Y hay que buscarlo donde está; si buscas
como otras engañadas hacia abajo,
sólo te encontrarás ramas o piedras,
limo blando y sortijas oxidadas.
¿Quieres, di, que vayamos por los años,
los años del futuro, como cielos,
en busca de tu ángel?
¿Quieres que sea yo tu compañero
para lo mismo que en las golondrinas
un ala es compañera de otra ala?12
Yo saldré por la vía
más rápida que haya,
dentro de un radiograma, si me aceptas».
Comprendo tu silencio. La pregunta
la hice a seis mil kilómetros
y como hablé muy bajo
para que sólo tú me oyeses,
no me pudiste oír. Y continúas
probándote vestidos que te calman.
La segunda pregunta la escribí
el mes de octubre, en una hoja del árbol
que hay cerca de tu casa. Tú sentías
el otoño llegar, aquella tarde,
en grandes cantidades
de viento gris y de proyectos vagos,
apenas defendida
por una fe tan leve en tu calor
como la seda de tus medias.
Tu paso acelerado contra el aire
se hacía la ilusión de que corriendo,
a primeros de octubre,
se llega antes a la primavera.
Yo te escribí: «Tengo un verano
que se abre, sólo, cuando dos personas
que aman lo verde y tienen miedo al frío
al mismo tiempo llaman a su puerta.
No hay más invierno que la soledad.
Lo que funde la nieve es un amor
que se sirve del sol como su intérprete.
Toma mi brazo, acéptame este modo
sencillo de abolir, al mismo tiempo,
invierno y soledad, llamado amarse.
¿Quieres que entremos
en esa fiesta de las claridades
que empieza al iniciarse una pareja,
donde gracias a ciertas
sutiles transparencias y trasluces
de carne o de cristal, siempre anochece
mucho, mucho más tarde que en el mundo,
y la aurora coincide
con el primer deseo de la luz?».
El árbol entregó oportunamente
mi mensaje a tus pies. ¿Tú no recuerdas
una hoja que cayó cuando pasabas,
un rumor tierno por el suelo,
con las silabas rotas de tu nombre
apenas susurradas, y un rodar
de materia muy leve, sobre piedras,
que iba detrás de ti, para salvarte
de tantas inclemencias solitarias?
Nunca me has contestado. Estoy seguro
de que, por no ir pensando en mí, la confundiste
con cualquier hoja de esas
que editan por millones los otoños
para hacer propagandas de lo ausente.
La tercera pregunta te la hice,
estando cerca, sí, muy cerca.
Abrazados estábamos.
Nuestro techo era abrazo,
las paredes y el suelo abrazo eran,
de ese color intenso
con que lo pinta todo el abrazarse.
Abrazo fue la puerta por que entramos.
La ventana era abrazo.
La noche, sus praderas,
el rebaño de mansos rascacielos
pastando estrellas con el cuello erguido,
a través del abrazo lo veíamos.
La visión era abrazo y oír abrazo.
Y estaban los sentidos
tan apretados unos contra otros
brindando a nuestra unión sus diferencias,
que hasta entonces mis ojos
no habían visto lo que vio el abrazo.
Por eso yo te pregunté sin voz,
sólo estrechando aun más contra mi pecho
el cuerpo que los cielos me prestaban,
si tú sabías escribir
promesas con los ojos
y si en la hoja primera
del primer pliego de la aurora tu
me querrías trazar
cualquier palabra, por ejemplo: «eterno».
Mi afán era saber
cómo es tu letra cuando el alma escribe.
Tú no me has respondido. Lo comprendo.
Te habías ya dormido allí en mi pecho;
y mi pregunta como un ala se deshizo
al chocar con los ojos ya cerrados.
Algunas de sus plumas o palabras
—promesa, aurora, eterno— te rozaron
el alma, sí, pero tan levemente
que tú, creyendo que eran
uno de tantos sueños sin pregunta,
nunca has pensado en responder a un sueño.