domingo, 31 de enero de 2016

Moralidad y Amor de Dios. Charles E. Curran



Moralidad y Amor de Dios
Charles E. Curran

Colección: 
TEOLOGÍA PARA TODOS
EDITORIAL «SAL TERRAE»

Introducción

Moralidad y amor de Dios —‘¿hay alguna conexión entre estas dos cosas?— Moralidad y castidad se toman generalmente como sinónimos. En el lenguaje corriente, moralidad suele referirse a la conducta sexual. En terminología legal, una persona arrestada por una acusación moral es un delincuente sexual. Recientemente un hombre de negocios, que había estado envuelto en asuntos fraudulentos, murió en nuestra nación. Una mujer, buena católica, hizo el siguiente comentario: “Es verdad que había hecho algunos negocios sucios, pero cualquiera diría a juzgar por lo que esta gente dice de él que fue un inmoral”.
¿Qué significa moralidad para el común de los católicos? Para el católico adulto, vivir según la moral cristiana no significa más que ir a misa los domingos, no comer carne los viernes y cumplir el sexto mandamiento. Para el niño, el problema de la obediencia a su padre, madre y maestro ocupa el lugar del sexto mandamiento.
A pesar de esta común interpretación, las palabras de Cristo al joven rico son bien claras. “El primero de todos los mandamientos es…: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Este es el primer mandamiento. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mayor que éstos no hay mandamiento alguno”. (Mc. 12, 29-31).
San Pablo insiste sobremanera en el hecho de que la caridad o amor de Dios es la más importante de todas las virtudes. “Pues el amor es el cumplimiento de la Ley” (Rom 13, 10). “Pero por encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es vínculo de perfección… Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús” (Col 3, 14-17). La Escritura nos dice claramente que el amor es la virtud más grande, que debe guiar y dirigir todas nuestras otras acciones. Veamos ahora cómo esto hay que aplicarlo a nuestras vidas.

EL HOMBRE OBRA MOVIDO POR UN FIN

Todo hombre actúa con un propósito o fin. Consideremos nuestras propias acciones. Jugamos a los bolos o nadamos para descansar. Trabajamos para ganarnos la vida. Rezamos para dar gracias a Dios o para pedirle algún beneficio. Hay fines o metas que son más importantes que otras. Determinan un vasto campo de nuestra actividad. El boxeador desea ganar un combate. Consecuentemente, se abstiene del tabaco y del alcohol; corre todos los días cinco millas; realiza arduos ejercicios; se retira temprano. Tiene un estricto plan de entrenamiento que dirige todas sus actividades en orden a alcanzar un fin: ganar la lucha.
La muchacha que quiere ser enfermera aprende a tratar con la gente; se acostumbra a ver sangre; renuncia a muchas diversiones y pasatiempos para dedicarse más enteramente a su profesión.
Siempre obramos para obtener un fin o, como dicen algunos pensadores, un valor. Pero en este mundo hay muchas clases de fines o valores. El hombre organiza su vida de acuerdo con un fin concreto y a él dirige toda su actividad. El boxeador y la enfermera son ejemplos de esta tendencia del hombre. ¿Cuál es el más importante de estos valores? ¿Cuál es el único fin al cual el hombre debe orientar toda su actividad?

EL FIN ÚLTIMO DEL HOMBRE

Sabemos por la razón y por la fe que el hombre es una creatura. Dios le trajo a la existencia. Dios mismo es la perfección suma: es el ser absoluto, la verdad y la bondad absolutas. A través de la maravilla de la creación Dios permite a otras creaturas participar de su perfecto ser, verdad y bondad. Dios es la causa primera y el fin último de todas las creaturas.
Si Dios es el último fin del hombre, su meta o propósito en esta vida debe ser tender hacia Dios, buscarle. ¿Cómo hemos de buscar a nuestro Creador? Por las primeras páginas de la Biblia sabemos que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. El hombre es imagen de Dios precisamente porque puede llevar su propia vida. Todas las creaturas inferiores, plantas y animales, se dirigen necesariamente al fin que les ha sido asignado por el Creador de la naturaleza. En cambio el hombre dirige sus acciones libremente por medio de su entendimiento y voluntad, las potencias de su elevada naturaleza. Ordenar conscientemente toda su actividad hacia el supremo fin de la unión con Dios: he ahí la ley de ser de la más excelsa creatura sobre la tierra.
Ley que, naturalmente, el hombre experimenta dentro de sí mismo. El hombre esta insatisfecho; busca su propia plenitud; pero ¿dónde hallarla? Sea cual fuere aquello que pueda completamente llenarle es lo que el hombre busca con más ansia en este mundo. Pero nada de lo de este mundo cumple su deseo. Los ricos no son felices; los ambiciosos nunca están satisfechos; el lujurioso está constantemente buscando nuevas formas de placer. Las cosas de este mundo no tienen consistencia.
Para satisfacer su propio ser el hombre debe superar esta inquietud, que está tan arraigada en su misma naturaleza. Por más que sepa, siempre tiene una nueva pregunta que hacer. ¿Por qué? Por intensos y numerosos que sean sus amores, nunca está satisfecho. Su inquietud no se calmará hasta que su inteligencia conozca a la verdad infinita y su voluntad ame a la suma bondad. San Agustín ha expresado con intenso dramatismo esta ley de la naturaleza humana: “Nos has hecho para Ti, oh Señor, y nuestro corazón no descansará hasta reposar en Ti”.
La perfección del hombre consiste en alcanzar su último fin. Cuanto más estrechamente se une el hombre con Dios, tanto más se perfecciona a sí mismo. Es más hombre. Profundiza y enriquece su propia personalidad al participar más y más del perfecto ser, verdad y bondad de Dios, su último fin.

COMO ALCANZAR ESE FIN

Hay que tener en primer lugar una idea de lo que se pretende. Después se debe contar con la necesaria aptitud para lograr ese fin. Una persona con mal oído nunca podrá llegar a ser otro Caruso. Un pobre muchacho con una pierna de madera no podrá ser jamás otro Míckey Mantle (1). El hombre tiene que poseer la capacidad de alcanzar su último fin.

(1)   Conocido jugador de base-ball de los EE. UU.


EL ÚLTIMO FIN DEL HOMBRE: UN AMIGO

Al crear Dios al hombre, no tenía por qué entrar con él en una relación íntima de tú a tú. Dios no necesita de nada ni de nadie, y, sin embargo, ha destinado al hombre a una completa y perfecta amistad consigo mismo en el cielo. Esa amistad comenzó ya en la tierra cuando Dios concedió al hombre participar de su propia vida. Amistad que debería haber crecido hasta alcanzar su cénit en la felicidad del cielo. Desgraciadamente, por el pecado original el hombre rechazó el don de la divina amistad. Sin él, estábamos condenados a una vida de frustración. Éramos incapaces de alcanzar el último fin.
Pero no empequeñezcamos el amor de Dios al hombre. De tal manera ha amado Dios al mundo que envió su Hijo unigénito para restablecer la amistad que el hombre había despreciado. Dios se hizo hombre. Creador se hizo creatura. Más aún, Dios dio su misma vida por la redención del hombre muriendo sobre la cruz en el Calvario. “Nadie tiene mayor amor que aquel que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
El amor y amistad de Dios producen en el hombre un cambio completo. Cristo lo llamó renacimiento. Con este renacer Cristo no quiere decir que el hombre tenga que nacer de nuevo del seno de su madre. Se refiere a un renacimiento espiritual, realizado por el agua y el Espíritu Santo (Jn 3). San Pablo sigue esta enseñanza de Cristo cuando llama al cristiano hombre nuevo, nueva creación.
¿Cuál es la forma concreta de esta nueva existencia del cristiano? Hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios. El primer capítulo del evangelio de San Juan subraya este punto: “Pero a todos los que le recibieron les dio la potestad de ser hechos hijos de Dios; a aquellos que creen en su nombre: que no de la sangre, ni de la voluntad camal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos” (Jn 1, 12-13). San Pablo dice: “El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Pero si somos hijos, también herederos: verdaderamente herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom 8, 16-17). “De manera que ya no es siervo, sino hijo; y si hijo, heredero por la gracia de Dios” (Gal 4, 7). Siendo como somos sus hijos, podemos llamar a Dios padre nuestro.
La vida divina, Dios mismo, habita en nosotros. Somos ramas injertadas en la viña vivificadora que es Dios (Jn 15). Nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo que habita en nosotros (1 Cor 6, 19). El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que hemos recibido (Rom 5, 5). Jesús mismo prometió que El y el Padre vendrían a hacer su morada permanente en los que le amaran. (Jn. 14, 23).
Aquí en esta vida el hombre no goza de la perfecta unión con Dios. San Juan nos lo recuerda: “Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser” (1 Jn. 3, 2). San Pablo destaca la misma idea: “Ahora vemos como en un espejo de una manera obscura, pero entonces cara a cara. Ahora, conozco parcialmente, pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Cor 13, 12). Sobre la tierra no gustamos sino un anticipo de la perfecta amistad que tendremos en el cielo.

EL AMOR: EL CAMINO DEL HOMBRE A DIOS

Dios, nuestro creador y último fin, se hace nuestro padre y amigo. El último fin del hombre no es algo: es Alguien. Pero hemos visto que el hombre necesita la fuerza requerida para alcanzar su destino último. ¿Tiene el hombre el poder de unirse con Dios como con un amigo, como con su último fin?
El amor es la fuerza que inclina al hombre a buscar a Dios sobre todas las cosas. El amor es una dedicación, una consagración, una entrega total de sí a otro. Amor es la fuerza más poderosa en la vida humana, pues el hombre subordina toda otra actividad a las exigencias del amor. Toda su actividad está dictada por el amor.
¿Posee el hombre semejante amor intenso de Dios? La respuesta es un sí categórico, pero solamente porque Dios tuvo a bien dar al hombre tal poder. Puesto que Dios ha querido hacer al hombre su amigo aun aquí en la tierra, el hombre puede ya desde ahora tender hacia la perfecta unión de amistad en el cielo. Desde que el hombre experimenta ya una unión, aunque imperfecta, con Dios, verdaderamente presente dentro de él, tiende a fortalecer esa unión. El amor engendra amor. La amistad de Dios y sus incesantes dones urgen al hombre a fortalecer esa amistad y le dan la fuerza necesaria para lograrlo. El amor del hombre a Dios es una respuesta agradecida al amor de Dios para con el hombre. El hombre puede amar a Dios sólo porque Dios le ha amado primero y le ha dado el poder de llegar a una perfecta unión con Dios, su padre y amigo.
El amor ordena las acciones del hombre, pero no queremos decir que el hombre se sienta constreñido o forzado por las demandas del amor. El amor es una fuerza vital, un dinamismo existente en el mismo centro de la personalidad humana. El amor es unión y dedicación a Dios. Una tal fuerza en las raíces mismas del ser humano se desborda por su misma naturaleza en acción. La palabra “desborda” no es suficientemente expresiva para indicar la tendencia del amor a manifestarse a sí mismo. El amor arde en deseos de obrar. No puede ser retenido.

LA MORALIDAD ESTA BASADA EN EL AMOR

Por tanto la moralidad no reside en la observación de ciertas leyes o reglas. La moralidad no está fundada en la idea de Dios como supremo legislador y juez. La moralidad está basada en el amor. El hombre se entrega completamente a su último fin, un fin que es Alguien. Existe una relación personal entre Dios y el hombre a través de Cristo. Los actos del hombre manifiestan e intensifican esta unión con Dios, que existe de manera imperfecta en esta vida. Espoleado por el amor, el hombre participa más y más de la vida misma de Dios hasta que su amistad alcance el cénit en el cielo.
Amando de esta manera a Dios, el hombre colma los más profundos anhelos de su personalidad. La ley de ser de todas las creaturas es tender hacia su último fin. La ley de ser del hombre es tender hacia una unión de perfecta amistad con Dios, su último fin. Para el hombre la ley de ser se convierte en ley de amor.


LOS SACRAMENTOS, CANALES DEL AMOR DE DIOS

¿Cómo desciende el amor de Dios al hombre? ¿Cómo participa el hombre de la vida divina que le ha sido ganada por la redención de Cristo? Los sacramentos son los canales del amor de Dios, que comunican la vida divina y la filiación adoptiva a aquellos que están dispuestos a recibirlos. El bautismo es el sacramento que nos hace hijos de Dios y herederos del cielo. En los demás sacramentos la vida divina existente ya en nosotros es alimentada, o reengendrada, si hemos tenido la desgracia de perderla. El amor del hombre es, por tanto, una respuesta al amor de Dios que le es dado en los sacramentos.
La naturaleza exacta del don de Dios en cada sacramento nos es dada a conocer por el signo sensible, las palabras o ceremonias más importantes del sacramentó. Los sacramentos producen la gracia que ellos significan. ¡Qué importante conocer el exacto significado de cada sacramento! El hombre debe conocer la naturaleza del don que ha recibido para que pueda así responder adecuadamente y colaborar con Dios. Por ejemplo, el derramar agua en el bautismo significa que el hombre es purificado del pecado. Consecuentemente, el cristiano bautizado ha de responder a la gracia del sacramento esforzándose por evitar todo pecado en su vida. La unción con el aceite en la confirmación significa un fortalecerse en preparación para la batalla. Por consiguiente, el cristiano confirmado debe responder al don de la fortaleza siendo un testigo de su fe y soldado de Jesucristo.

UN PROBLEMA DE PALABRAS

Hemos visto que el amor o caridad es lo que une al hombre con Dios, su último fin y amigo. Desgraciadamente, el uso corriente de la palabra amor no corresponde a este significado. Con frecuencia el amor se restringe únicamente al campo de las emociones. Ciertamente hablamos del amor como de algo que proviene del corazón, pero esta es nuestra manera de decir que es el acto humano más intenso. Guiado por la luz de la fe, el ser humano se consagra y dedica a sí mismo y todas sus actividades a Dios. El amor nace del fondo mismo de la naturaleza espiritual del hombre.
Hoy existe otra errónea concepción, muy corriente, del amor. Se le reduce a lo sexual. La relación entre sexo y amor es falsamente entendida. El acto sexual sólo tiene sentido en tanto en cuanto es una expresión externa del amor conyugal existente entre marido y mujer. Frecuentemente los jóvenes, en determinada edad, quieren excusar sus contactos sexuales diciendo que se ven impulsados de esa manera a demostrar su amor por una chica. Sin embargo no es ése el verdadero amor. No es más que amor propio y egoísmo. El tal joven está buscando exclusivamente su propio placer, mientras que el amor no busca su propia satisfacción. El amor es una donación de sí mismo a otro.
Ejemplo más perfecto de amor nos le dio el mismo Cristo. Su vida entera, coronada por su muerte en cruz, fue un acto de amor. En su donación no hubo nada de amor propio o de egoísmo. Cristo se entregó a sí mismo por la gloria del Padre y la salvación del mundo.
Caridad es otra palabra empleada a menudo para expresar la unión del hombre con Dios, su último fin. Sin embargo, esta palabra ha perdido en gran parte su pleno significado. Generalmente no dice más que hablar bien del vecino, o algo semejante. Sentidos verdaderos, sí, de esta palabra, pero secundarios y derivados. La caridad es ante todo una fuerza sobrenatural dada al hombre para que se entregue a sí mismo a Dios y a El dirija todas sus acciones.

¿EGOÍSMO?

Quizá quede todavía la duda de si el amor del hombre a Dios estará dictado por motivos de egoísmo. El hombre está convencido de que como creatura racional sólo puede hallar su perfecta felicidad dándose a Dios. Hemos afirmado una y otra vez que la amistad siempre creciente del hombre con Dios profundiza y enriquece su propia personalidad. Así pues, el amor aparece como una forma egoísta de buscar el hombre su propia felicidad.
El verdadero amor no puede ser egoísta. El hombre se entrega a Dios a causa de la bondad y perfección de Dios. Como consecuencia, sin embargo, no tiene por qué negar su propia felicidad. La razón primordial del cristiano al amar a Dios no es hacerse feliz, sino ensalzar la gloria de Dios. No obstante, al darse a sí mismo, el hombre se encuentra. Así lo dijo Cristo: “El que encuentra su vida la perderá, y el que pierde su vida por mi causa la encontrará… Pues el que quisiere salvar su vida la perderá; pero el que pierde su vida por mi causa la hallará” (Mt 10, 39; 16, 25).
Muchos libros se han escrito en un intento de explicar esta sorprendente paradoja. Recordemos que sólo Dios es el perfecto ser, verdad y bondad. El hombre recibe su ser —un ser creado, dependiente, imperfecto— de Dios. Dios puede –ser comparado al todo y el hombre a una parte. Todo lo que es bueno para el todo es también bueno para la parte. Todo lo que es bueno para España es bueno para mí porque soy ciudadano de esta nación. Al trabajar por el bien de mi país, estoy trabajando por mi propio bienestar. Un soldado que lucha por su patria lo hace con la esperanza de que después de la guerra su país será un lugar más apto para vivir él y su familia. Y con todo no es egoísta. Es un héroe de la patria que arriesga su vida por su país.
Es posible que alguien objete que el hombre no puede evitar amarse a sí mismo. Ciertamente el hombre debe amarse a sí mismo, pero debe amarse por lo que en realidad es. El hombre no es el ser más perfecto ni el más importante. Sólo Dios es el ser perfecto, y por tanto el último fin de todos los demás seres. El hombre debe amar a Dios en primer lugar y sobre todas las cosas, pero al hacerlo se ama también a sí mismo como a ser imperfecto. Uniéndose a Dios participa más y más del amor y perfecciones divinas. Amando a Dios más que a cualquier otra cosa el hombre se ama a sí mismo en lo que es. El cristianismo reconoce el amor legítimo de sí mismo, pero subordinado, por su misma naturaleza, al amor de Dios.

NO HAY LEY PARA EL CRISTIANO

La moralidad consiste en intensificar constantemente nuestra unión de amistad con Dios. Consciente de ello, San Pablo afirma que no hay en adelante ley (habla de la ley judía de su tiempo) para el cristiano. “Hermanos, habéis sido llamados a la libertad… Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Gal 5, 13, 18). El apóstol de los gentiles declara a los romanos: “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rom 6, 14). Y en la misma carta sigue diciendo que el cristiano unido a la muerte y resurrección de Cristo está muerto para la ley y liberado de ella. San Pablo establece claramente que el cristiano no está bajo la ley.
Pero el apóstol de los gentiles va más allá. “¿Pues a qué la ley? La ley fue añadida en vista de las transgresiones” (Gal 3, 19). En la carta a los Romanos menciona la misma idea: “La ley intervino porque abundará la falta” (Rom 5, 20).
San Pablo insiste en el hecho de que él nunca hubiera conocido lo que era pecado de no ser por la ley. "No he conocido el pecado sino por la ley. Y yo hubiera ignorado lo que es lujuria si la ley no me hubiera dicho: No tendrás malos deseos. Pero, aprovechando la ocasión, el pecado produjo en mí por medio del precepto toda suerte de concupiscencia: pues sin la ley el pecado estaba muerto. En otro tiempo yo vivía sin ley; pero cuando vino el precepto, el pecado revivió mientras que yo he muerto, y resultó que el precepto hecho para la vida me condujo a la muerte. Pues el pecado, tomando ocasión del precepto, me sedujo y por su medio me mató” (Rom 7, 7-11).
En la misma carta a los Romanos sigue explicando lo que quiere decir. La ley en sí es algo bueno santo y justo; pero ha llegado a ser ocasión de pecado. La ley dice al hombre lo que debe hacer, pero no le da la fuerza para hacerlo. La ley le dice lo que es pecado, pero le deja inerme para evitarlo. Por eso San Pablo rechaza la ley. Aunque habla expresamente de la ley judía, su argumento es válido para toda ley. Las reglas y ordenaciones proporcionan al egoísta una nueva oportunidad de pecar.

PERO HAY UNA LEY PARA EL CRISTIANO

San Pablo rechaza la ley porque es incapaz de cumplir su objetivo. La ley no confiere al hombre fuerza para observar sus preceptos. Sin embargo, el cristiano no es libre de cometer pecado. “Pues ¿qué? ¿Hemos de pecar porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? De ninguna manera” (Rm 6, 15). ¿Cuál es entonces la ley conforme a la cual debe el cristiano dirigir sus acciones? ¿Qué es lo que determina si una acción es buena o mala? ¿Cómo sé si un acto es pecado?
Hay quien piensa que San Pablo ha destruido completamente la ley y no ha puesto nada en su lugar. Esto es falso. En su carta a los Romanos, Pablo menciona explícitamente la ley del cristiano: “Pues la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8, 2). Pablo dice que la nueva ley es la ley del Espíritu. Identifica la ley del Espíritu y la ley de gracia. “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rm 6, 14).
¿Qué clase de ley es la ley del Espíritu, la ley de gracia? Generalmente asociamos la palabra ley a un código de reglas o prescripciones establecidas en orden a gobernar nuestra conducta: los diez mandamientos, ordenaciones acerca del pago de impuestos, leyes de tráfico. Sin embargo, la ley del Espíritu no es un código de leyes concretas. Es una fuerza vital, interna, dinámica, que existe dentro de nosotros. Es el Espíritu Santo que habita actualmente en nuestro interior.
La ley interior, propuesta por San Pablo, es la ley del amor. Si en el centro mismo de su personalidad el hombre, por medio del amor, está unido a Dios, si se esfuerza por estrechar cada vez más su amistad con El, sus acciones deberán expresar e intensificar este dinamismo interno del amor. Un amigo de Dios obrará como amigo de Dios. Demuestra con obras su amor.
San Pablo nos enseña que los impulsos del amor y del Espíritu son la causa de nuestras buenas obras: “Por tanto digo: caminad en el Espíritu, y no tendréis peligro de satisfacer los deseos de la carne. Pues la carne lucha contra el espíritu, y el espíritu contra la carne… Pero el fruto del Espíritu es: caridad, gozo, paz, Ionganimidad, amabilidad, bondad, confianza, modestia, continencia… Si el Espíritu es nuestra vida, obremos también por El” (Gal 5, 16-25).
San Pablo alude frecuentemente a la libertad de aquellos que viven bajo la nueva ley. La nueva ley es una fuerza dinámica, llena de energía, fundada en la amistad. No nos sentimos forzados a hacer un favor a un amigo, sino que lo hacemos voluntaria y alegremente. Sin necesidad de ser constreñidos o violentados, actuamos espontánea, libremente. El amor, por su misma naturaleza, es una donación libre de sí mismo, el don más precioso que el hombre puede hacer.

LAS SITUACIONES CONCRETAS

Descendamos a los hechos concretos. ¿Cómo sé lo que es bueno y lo que es malo? ¿A qué me impulsa la amistad divina en cada circunstancia particular? ¿Qué me prohíbe hacer la amistad de Dios en un momento determinado?
Recordemos que la existencia del hombre, como creatura e hijo que es de Dios, pende únicamente del amor de Dios hacia él. Todo lo que el hombre es o tiene, viene como libre don de la divina bondad. Un amor agradecido exige que el hombre emplee su existencia y los demás dones de Dios de acuerdo con el plan del donante. Si alguien recibe una camisa nueva como regalo, no se pone a lavar el coche con ella. Sería un insulto para el donante y la mejor manera de romper la amistad. Considerando el don en sí mismo, podemos descubrir cómo quiere Dios que usemos de él.

LA LEY NATURAL

¿Qué es ley natural? Es el plan de Dios con respecto al hombre en cuanto dado a conocer en el mismo ser natural del hombre. Toda creatura debe actuar de acuerdo con su naturaleza para cumplir su destino. Todos los actos que son conforme a su naturaleza y a su tendencia hacia el fin último son buenos. Los actos que no corresponden a su naturaleza ni le ayudan para obtener el último fin son malos. Los animales y demás formas inferiores de existencia actúan necesariamente de acuerdo con su naturaleza. El hombre debe dirigir consciente y libremente su propia actividad en conformidad con su naturaleza y último fin.
Los tratadistas dividen generalmente los preceptos de la ley natural en tres categorías:
  1. La primera categoría comprende aquellas reglas de conducta que son principios en sí evidentes, v. g. hay que hacer el bien y evitar el mal.
  2.  El segundo grupo consta de aquellas reglas de conducta que están íntimamente relacionadas con los primeros principios, v. g. incluso un niño puede comprender que ha de honrar y obedecer a sus padres. De la misma manera, todos los hombres ven que está mal apoderarse de aquello que no les pertenece. Generalmente hablando, los diez mandamientos pertenecen a esta categoría de principios secundarios de la ley natural.
  3. La tercera categoría agrupa aquellas reglas de conducta que no están tan estrechamente vinculadas con los primeros principios, v. g. requiere mucho tiempo y reflexión dilucidar si una complicada operación médica en determinada parte del cuerpo debe o no debe ser llevada a cabo.


OTRAS LEYES

Además de la ley natural, hay otras clases de leyes. Pueden ser hechas por la autoridad civil o eclesiástica. El hombre por naturaleza es un ser social. Para alcanzar su último fin debe vivir y colaborar con sus compañeros los hombres. Pertenece a la ley civil determinar cómo debe obrar de acuerdo con el bien común de la sociedad. No porque el hombre tenga un automóvil propio crea que puede conducirle sin consideración alguna hacia otros conductores o peatones, o por ser propietario de un terreno, edificar una fábrica o una casa para apartamentos en ese lugar. Cuando esas leyes están hechas por la autoridad competente para dirigir la actividad de todos hacia el bien de la sociedad toda, obligan en conciencia. San Pablo en su carta a los Romanos recuerda a sus lectores sus deberes y responsabilidades civiles como un asunto de conciencia. (Rm. 13).
En el así llamado orden sobrenatural, en el que el hombre vive, Dios puede directamente o a través de sus ministros revelar otras leyes para su pueblo. Naturalmente estas leyes divinas son de la mayor importancia. En el Antiguo Testamento encontramos los diez mandamientos, así como otras muchas leyes acerca de la religión y de los sacrificios. En el Nuevo Testamento hallamos leyes específicas; los Apóstoles tuvieron que resolver el problema de si los cristianos podían o no comer la carne que había sido sacrificada a los dioses paganos.

UNA OBJECIÓN

¿Hay necesidad de todas estas diferentes leyes? ¿Tiene el hombre que ser cargado de todas estas reglas y prescripciones? ¿No dice San Pablo que los cristianos están libres de la ley? Pablo dice claramente que ningún código de leyes nos obliga; no obstante, el mismo Pablo dio muchas leyes y reglas a los cristianos. Llegó a prescribir una ley a propósito de una cuestión tan pequeña como el llevar las mujeres velo en la iglesia.
En su enseñanza, San Pablo admite que el pecador necesita múltiples leyes. Así escribe a su colaborador Timoteo: “La ley no fue hecha para el justo, sino para el injusto” (1 Tim 1, 9). Toda vez que el pecador no tiene dentro de sí la vida del Espíritu ni la interior ley del amor, necesita otras leyes que guíen su actividad. A todas esas leyes las agrupamos bajo el término común de ley externa. El pecador necesita de la ley externa que reemplace a la interior ley de la amistad divina. Para el pecador la ley externa es un imperfecto sustitutivo de la ley interior. Sin amor de Dios es incapaz de obedecer lo mandado por la ley. La ley externa dice al hombre lo que tiene que hacer, pero no le da la capacidad de hacerlo. La ley exterior se convierte así en ocasión de pecado para el hombre.
Toda la finalidad de la ley externa es conducir al pecador a la interior ley del amor de Dios. La ley externa lleva a cabo su propósito de una manera desconcertante. Al hacer que el pecador caiga en la cuenta de sus propios pecados, la ley externa descubre el estado miserable e infeliz en que vive. Y al conocer su triste condición, el hombre busca a tientas la mano de amistad que Dios le tiende.

IMPORTANCIA SECUNDARIA DE LA LEY EXTERNA

¿Tiene necesidad el justo de esta ley externa? Mismo Pablo contesta afirmativamente. La amistad del justo con Dios no es todavía perfecta. Sufre aún las consecuencias del pecado original: tendencias dentro de sí mismo que quieren hacer de él. No de Dios, el fin último de su existencia. San Pablo describe vívidamente la condición presente del hombre como una lucha entre el espíritu y la carne. Las insinuaciones del amor propio pueden ser muy sutiles. En ocasiones, será muy difícil distinguirlas de las mociones del amor divino. Consecuentemente, el justo necesita de ley externa: preceptos concretos dados a conocer por Dios, los diez mandamientos, la ley natural, la ley eclesiástica y civil. Pero la primera ley del cristiano será siempre la interior ley de la caridad.
Justo necesita la ley externa solamente en cuanto expresión concreta de las exigencias de la ley interior. Corrientemente se manifiesta la ley externa en principios generales que obligan a todos los hombres. Un cristiano que obra de acuerdo con esos principios generales satisface el mínimum exigido por la interior ley del amor. El amor de Dios pide por lo menos esto. Pero el amor no es algo estático. Crece y se ahonda constantemente. La ley externa, por su misma esencia, no puede expresar todas las exigencias del amor de Dios. Además, cada hombre posee un grado diferente de amistad con Dios; a unos se les pide más que a otros. La ley externa tiene valor en cuanto determina el área dentro de la cual actúa la divina amistad. La ley externa, no obstante, es secundaria comparada con la interior: es meramente expresión suya. Más aún, la ley externa no alcanza a expresar la tendencia y el dinamismo del amor hacia una unión cada vez más íntima. 
Muchos ejemplos ilustran la importancia primaria de la ley interna. La amistad de Dios puede impulsar a un hombre a hacer cosas heroicas que de ninguna manera están mandadas por la ley externa. Si alguien está seguro de que Dios le llama a la vida sacerdotal o religiosa, el amor exige que tome tal estado de vida aunque no haya ninguna ley externa que lo ordene. Para precisar las mociones del amor de Dios en una situación determinada, hay que considerar cuidadosamente los dones confiados a cada uno por Dios en esas circunstancias. El hombre enamorado de Dios debe sintonizarse a la escucha de la llamada divina y responder a ella con generosidad.
Otro defecto de la ley meramente externa es que no da la gracia de cumplirla. Esta era la dificultad de la ley judía. El hombre no es capaz de observar la ley si no es amigo de Dios. La ley natural en sí es una ley interior que responde a la misma esencia del hombre. Sin embargo, todo hombre, como consecuencia del pecado original, siente que los preceptos de la ley natural le oprimen y coartan su autoexpresión más bien que la colman. Mientras considere a la ley como un obstáculo de su libertad y una restricción de su albedrío, no podrá observarla. La ley externa debe ser tenida en lo que realmente es: una oportunidad de expresar nuestro amor a Dios, una ocasión de demostrarle nuestra amistad. No se trata de cuánto puedo tomar, sino de cuánto puedo dar.
La importancia primordial de la interna ley del amor es el distintivo característico de la moralidad cristiana. Todas las leyes externas —divina, natural, eclesiástica y civil— sólo tienen sentido en cuanto que ayudan al hombre a vivir la interior ley del amor.

LA CONCIENCIA: ¿PUEDO O NO PUEDO?

¿Qué me dicta la conciencia? La conciencia me dice si una acción concreta es buena o mala. Es el juicio que el hombre hace de la moralidad de sus actos. La conciencia aplica la ley a mi caso particular. La ley es general, abstracta, impersonal. La conciencia, en cambio, es individual, concreta y personal. ¿Puedo o no puedo? La conciencia es un dictado de la razón que me dice lo que debo hacer aquí ahora. No es un juicio aislado. Es una parte vital del hombre, que bajo la inclinación del amor tiende hacia una unión personal y de amistad con Dios. La conciencia me indica lo que el amor de Dios pide de mí en una situación dada.
Mostramos el amor hacia un amigo haciéndole un regalo. Elegimos aquellos regalos que sean más del agrado de nuestros amigos. No podemos demostrarles nuestra amistad regalándoles lo que no les gusta. El regalar por Navidad es un verdadero problema. ¿Le gustara a Jaime esta camisa? ¿Y de qué color? ¿Qué estilo? ¿Qué género? La intención no es lo único que cuenta. Si realmente queremos expresar nuestra amistad con un regalo, nos esforzaremos en que ese regalo guste al amigo.
Apliquemos ahora el principio de dar a nuestra vida moral. Nuestros actos expresan y aumentan nuestro amor a Dios. Debemos, por tanto, asegurarnos de que nuestra acción es agradable a Dios. No podemos mostrarle nuestro amor dándole algo que no le agrada. La conciencia tiene la tarea de determinar si nuestra acción es agradable a Dios. Para descubrir las demandas de la ley interior, la conciencia debe tener en cuenta la ley externa y las circunstancias concretas de nuestra vida. Tal consideración exige tiempo y puede incluso requerir el prudente consejo de alguien que sepa más acerca de esto que nosotros.
Un hombre anciano que está muriendo lentamente de cáncer piensa en cometer suicidio, o, como se dice hoy, eutanasia. Se encuentra en una situación angustiosa: es una carga para su familia, un tormento para sí mismo, una rémora en la sociedad. La conciencia finalmente le dice que el suicidio nunca puede ser expresión de amistad para con Dios. El suicidio nunca agrada a Dios, pues va contra la ley de la misma vida, creada por Dios. El suicidio siempre es ilícito.
Hay, sin embargo, relativamente pocas acciones que la conciencia juzgue ser siempre buenas o siempre malas. La conciencia, con ayuda de la prudencia, deberá considerar todas las circunstancias para decidir si una acción determinada es o no agradable a Dios. Dar mil pesetas a las misiones es bueno. Sin embargo Juan necesita ese dinero para comprar a su familia la comida y el vestido necesarios. El amor de Dios pide que Juan gaste el dinero en su familia, aunque no pueda contribuir a la obra misional. El verdadero amor pide que el hombre emplee sus energías lo mejor que pueda para estar seguro de que ofrece a Dios algo que le es grato.

EL PECADO

Ordinariamente entendemos por pecado todo acto que viola alguna de las leyes de Dios. El pecado es una acción por la que rompemos nuestra amistad con Dios. Por lo tanto, dejamos de tender hacia la unión con El como meta y fin último de nuestra vida.
Es interesante notar que en la Biblia se dice generalmente “pecado” en singular y no en plural. San Pablo habla del pecado como hostilidad hacia Dios (Rom 8, 7). Este sentido del pecado en la Sagrada Escritura se refiere al hábito o estado de pecado más bien que a actos concretos pecaminosos. El hombre en pecado, en el corazón de su mismo ser, deja de estar en unión con Dios. Deja de tener a Dios dentro de sí y de tender hacía la unión perfecta en el cielo con su amigo y último ti fin. Se coloca a sí mismo en el lugar de Dios. Desea algo sólo porque le atrae. Tiende a sí en vez de a Dios. Es su último fin. Se ama a sí y no a Dios. Este es el verdadero estado de pecado.
Y este estado o hábito se manifiesta al exterior por las acciones pecaminosas del hombre. Actos pecaminosos que ahondan y refuerzan el estado de pecado en el alma. El proceso se convierte en un círculo vicioso. El pecado es lo opuesto del amor. El pecado es unión consigo mismo, mientras que el amor es unión con Dios. El pecado dirige toda su actividad hacia sí; el amor la dirige hacia Dios. El estado de pecado se manifiesta en actos de maldad; el estado de amistad se manifiesta en actos de amor. Los actos malos intensifican el hábito de pecado; los actos buenos, en cambio, el hábito del amor.
Todo pecado es en su base un pecado de egoísmo. Apunta hacia el hombre como su último fin. Quizá la forma más común de pecado entre la gente sea el pecado contra el sexto mandamiento. Semejante hecho es fácil de explicar. Entre todos los placeres que el hombre se puede procurar, el gozo sexual es uno de los más intensos; y, por otra parte, uno de los más fáciles de satisfacer. Sean cuales fueren nuestros pecados (orgulio, codicia, lujuria, ira, gula, envidia o pereza), fundamentalmente todos son pecados de orgullo y egoísmo. Proceden de aquel estado corrompido del hombre, que pretende hacer de sí mismo y no de Dios su último fin y la meta de su vida.
El pecado venial no destruye nuestra unión de amistad con Dios. No proviene de un amor desordenado a sí mismo como a último fin y meta. El justo sigue dirigiendo toda su actividad hacia una perfecta unión con Dios en los cielos. Sin embargo el pecado venial es una señal de aviso. Indica que nuestro amor a Dios no es tan fuerte como debiera ser. Nos previene contra un futuro peligro. Pecados veniales continuados engendran una actitud de endurecimiento que puede conducir finalmente a la total ruptura de nuestra amistad con Dios.

EL AMOR Y LAS DEMÁS VIRTUDES

¿No hemos puesto demasiado énfasis al hablar del amor? ¿Podemos ignorar las demás virtudes: prudencia, justicia, fortaleza, templanza? Tales virtudes tienen su puesto en la vida del cristiano, pero no son las más importantes. Su finalidad es regular y controlar los distintos apetitos o tendencias del hombre. Por ejemplo, la paciencia modera nuestro genio. Sin embargo, el amor inclina al hombre hacia su último fin. El amor debe dirigir a las demás virtudes y a sus actos hacia el fin último del hombre. Es la fuerza directriz de todas las acciones del hombre. El boxeador que se entrena con vistas a un campeonato ha puesto su fin en ganar. Este deseo unifica y dirige toda su actividad: ejercicios gimnásticos, saltos, carreras, combates previos.
¿Cuál es el papel de la fe en esta búsqueda de la divina amistad? La fe es el puente hacia el amor. No podemos buscar lo que no conocemos. La fe nos revela que Dios ha ofrecido al hombre la mano de su amistad en esta vida y la unión perfecta en el cielo. La fe está íntimamente unida con el amor. Están tan estrechamente relacionados que San Pablo emplea indistintamente las dos palabras.
El amor tiene un doble objeto: Dios y el prójimo. No podemos amar a Dios y al mismo tiempo odiar al prójimo. Debemos amar al Cristo completo, al cuerpo místico de Cristo con todos sus miembros. Jesucristo nos enseñó que hay un único amor verdadero, que abraza a Dios y al prójimo. En un único acto de amor perfecto, Jesús se entregó totalmente a Dios, su Padre, y a la humanidad sobre la cruz del Calvario.
Desde Belén hasta el Calvario todas las acciones de Cristo son pruebas vivientes para la razón y la revelación. Cristo nos enseña que la moralidad cristiana es algo más que una relación de súbdito a señor; o de gobernado a gobernante, o de creatura a creador. Cristo nos enseña que la moralidad cristiana es una relación personal de tú a tú. LA MORALIDAD CRISTIANA ES AMOR.



Cuestiones para un círculo de estudio

  1. ¿Qué significa moralidad para el común de los católicos?
  2. ¿Cuáles son, según Cristo, los dos principales mandamientos?
  3. ¿Qué quería decir San Pablo al hablar del amor como del cumplimiento de la ley?
  4. ¿Cuál es el único fin al cual el hombre debe dirigir toda su actividad?
  5. ¿Cómo ha mostrado Dios su amor para con el hombre?
  6.  ¿Qué significan las palabras de Cristo “nacer de nuevo”? ¿Cuáles son los efectos de este renacimiento?
  7. Explica cómo posee el hombre la fuerza necesaria para alcanzar su último fin.
  8. ¿Qué entendemos al decir que el amor es una consagración?
  9. ¿Qué relación existe entre amor y obras?
  10. ¿Cuáles son los principales canales del amor de Dios hacia nosotros?
  11. ¿Qué es lo que nos une a Dios?
  12. Menciona algunas concepciones erróneas del amor.
  13. ¿El amor de Dios es ciego?
  14. ¿Cuál es el ejemplo perfecto de amor?
  15. Distingue los significados derivados y esenciales de la palabra caridad.
  16. ¿El amor a Dios es egoísta?
  17. ¿Qué dice San Pablo acerca de los cristianos y la ley?
  18. ¿Cuál es la ley del Espíritu?
  19. ¿Qué es ley natural? ¿En qué categorías se divide?
  20. ¿Qué son leyes civiles y eclesiásticas?
  21. ¿Cuál es la finalidad de la ley externa?
  22. ¿Da la ley al hombre fuerza cara cumplirla?
  23. ¿Qué es la conciencia? Ejemplos.
  24. ¿Cómo definirías la esencia del pecado? ¿Qué sentido tiene en la Escritura?
  25. Explica brevemente por qué la moralidad cristiana es amor.