A quien leyere
Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstanda de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.
No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente —¿qué significa esencialmente?— el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el sur, de quintas con verjas.
En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
J. L. B.
Buenos Aires, 18 de agosto de 1969
Ajedrez
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?
La lluvia
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.
Los espejos
Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita
Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso no alarman.
Alhambra
Grata la voz del agua
a quien abrumaron negras arenas,
grato a la mano cóncava
el mármol circular de la columna,
gratos los finos laberintos del agua
entre los limoneros,
grata la música del zéjel,
grato el amor y grata la plegaria
dirigida a un Dios que está solo,
grato el jazmín.
Vano el alfanje
ante las largas lanzas de los muchos,
vano ser el mejor.
Grato sentir o presentir, rey doliente,
que tus dulzuras son adioses,
que te será negada la llave,
que la cruz del infiel borrará la luna,
que la tarde que miras es la última.
El reloj de arena
Está bien que se mida con la dura
Sombra que una columna en el estío
Arroja o con el agua de aquel río
En que Heráclito vio nuestra locura
El tiempo, ya que al tiempo y al destino
Se parecen los dos: la imponderable
Sombra diurna y el curso irrevocable
Del agua que prosigue su camino.
Está bien, pero el tiempo en los desiertos
Otra substancia halló, suave y pesada,
Que parece haber sido imaginada
Para medir el tiempo de los muertos.
Surge así el alegórico instrumento
De los grabados de los diccionarios,
La pieza que los grises anticuarios
Relegarán al mundo ceniciento
Del alfil desparejo, de la espada
Inerme, del borroso telescopio,
Del sándalo mordido por el opio
Del polvo, del azar y de la nada.
¿Quién no se ha demorado ante el severo
Y tétrico instrumento que acompaña
En la diestra del dios a la guadaña
Y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso
Deja caer la cautelosa arena,
Oro gradual que se desprende y llena
El cóncavo cristal de su universo.
Hay un agrado en observar la arcana
Arena que resbala y que declina
Y, a punto de caer, se arremolina
Con una prisa que es del todo humana.
La arena de los ciclos es la misma
E infinita es la historia de la arena;
Así, bajo tus dichas o tu pena,
La invulnerable eternidad se abisma.
No se detiene nunca la caída
Yo me desangro, no el cristal. El rito
De decantar la arena es infinito
Y con la arena se nos va la vida.
En los minutos de la arena creo
Sentir el tiempo cósmico: la historia
Que encierra en sus espejos la memoria
O que ha disuelto el mágico Leteo.
El pilar de humo y el pilar de fuego,
Cartago y Roma y su apretada guerra,
Simón Mago, los siete pies de tierra
Que el rey sajón ofrece al rey noruego,
Todo lo arrastra y pierde este incansable
Hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
De tiempo, que es materia deleznable.
Soneto del vino
¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
conjunción de los astros, en qué secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y singular idea de inventar la alegría?
Con otoños de oro la inventaron. El vino
fluye rojo a lo largo de las generaciones
como el río del tiempo y en el arduo camino
nos prodiga su música, su fuego y sus leones.
En la noche del júbilo o en la jornada adversa
exalta la alegría o mitiga el espanto
y el ditirambo nuevo que este día le canto
otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.
Un ciego
No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
no sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.
Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro.
Repito que he perdido solamente
la vana superficie de las cosas.
El consuelo es de Milton y es valiente,
Pero pienso en las letras y en las rosas.
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.
Soy
Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.
Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.
Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,
del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.
CORONEL SUÁREZ
Alta en el alba se alza la severa
faz de metal y melancolía.
Un perro se desliza por la acera.
Ya no es de noche y no es aún de día.
Suárez mira su pueblo y la llanura
ulterior, las estancias, los potreros,
los rumbos que fatigan los reseros,
el paciente planeta que perdura.
Detrás del simulacro te adivino,
oh joven capitán que fuiste el dueño
de esa batalla que torció el destino:
Junín, resplandeciente como un sueño.
En un confín del vasto Sur persiste
esa alta cosa, vagamente triste.
BUENOS AIRES
Antes yo te buscaba en tus confines
que lindan con la tarde y la llanura
y en la verja que guarda una frescura
antigua de cedrones y jazmines.
En la memoria de Palermo estabas,
en su mitología de un pasado
de baraja y puñal y en el dorado
bronce de las inútiles aldabas,
con su mano y sortija. Te sentía
en los patios del Sur y en la creciente
sombra que desdibuja lentamente
su larga recta, al declinar el día.
Ahora estás en mí. Eres mi vaga
suerte, esas cosas que la muerte apaga.
ALGUIEN
Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
BALTASAR GRACIÁN
Laberintos, retruécanos, emblemas,
helada y laboriosa nadería,
fue para este jesuita la poesía,
reducida por él a estratagemas.
No hubo música en su alma; sólo un vano
herbario de metáforas y argucias
y la veneración de las astucias
y el desdén de lo humano y sobrehumano.
No lo movió la antigua voz de Homero
ni esa, de plata y luna, de Virgilio;
no vio al fatal Edipo en el exilio
ni a Cristo que se muere en un madero.
A las claras estrellas orientales
que palidecen en la vasta aurora,
apodó con palabra pecadora
gallinas de los campos celestiales.
Tan ignorante del amor divino
como del otro que en las bocas arde,
lo sorprendió la Pálida una tarde
leyendo las estrofas del Marino.
Su destino ulterior no está en la historia;
librado a las mudanzas de la impura
tumba el polvo que ayer fue su figura,
el alma de Gracián entró en la gloria.
¿Qué habrá sentido al contemplar de frente
los Arquetipos y los Esplendores?
quizá lloró y se dijo: Vanamente
busqué alimento en sombras y en errores.
¿Qué sucedió cuando el inexorable
sol de Dios, La Verdad, mostró su fuego?
Quizá la luz de Dios lo dejó ciego
en mitad de la gloria interminable.
Sé de otra conclusión. Dado a sus temas
minúsculos, Gracián no vio la gloria
y sigue resolviendo en la memoria
laberintos, retruécanos y emblemas.
A UN VIEJO POETA
Caminas por el campo de Castilla
y casi no lo ves. Un intrincado
versículo de Juan es tu cuidado
y apenas reparaste en la amarilla
puesta del sol. La vaga luz delira
y en el confín del Este se dilata
esa luna de escarnio y de escarlata
que es acaso el espejo de la Ira.
Alzas los ojos y la miras. Una
memoria de algo que fue tuyo empieza
y se apaga. La pálida cabeza
bajas y sigues caminando triste,
sin recordar el verso que escribiste:
Y su epitafio la sangrienta luna.
CRISTO EN LA CRUZ
Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
Los tres maderos son de igual altura.
Cristo no está en el medio. Es el tercero.
La negra barba pende sobre el pecho.
El rostro no es el rostro de las láminas.
Es áspero y judío. No lo veo
y seguiré buscándolo hasta el día
último de mis pasos por la tierra.
El hombre quebrantado sufre y calla.
La corona de espinas lo lastima.
No lo alcanza la befa de la plebe
que ha visto su agonía tantas veces.
La suya o la de otro. Da lo mismo.
Cristo en la cruz. Desordenadamente
piensa en el reino que tal vez lo espera,
piensa en una mujer que no fue suya.
No le está dado ver la teología,
la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
las catedrales, la navaja de Occam,
la púrpura, la mitra, la liturgia,
la conversión de Guthrum por la espada,
la Inquisición, la sangre de los mártires,
las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
el Vaticano que bendice ejércitos.
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas
y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado. (Esa sentencia
la escribió un irlandés en una cárcel.)
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.
¿De qué puede servirme que aquel hombre
haya sufrido, si yo sufro ahora?
EDGAR ALLAN POE
Pompas del mármol, negra anatomía
que ultrajan los gusanos sepulcrales,
del triunfo de la muerte los glaciales
símbolos congregó. No los temía.
Temía la otra sombra, la amorosa,
las comunes venturas de la gente;
no lo cegó el metal resplandeciente
ni el mármol sepulcral sino la rosa.
Como del otro lado del espejo
se entregó solitario a su complejo
destino de inventor de pesadillas.
Quizá, del otro lado de la muerte,
siga erigiendo solitario y fuerte
espléndidas y atroces maravillas.
EL HACEDOR
Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.
LÍMITES
Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
La muerte me desgasta, incesante.
LA CIFRA
La amistad silenciosa de la luna
(cito mal a Virgilio) te acompaña
desde aquella perdida hoy en el tiempo
noche o atardecer en que tus vagos
ojos la descifraron para siempre
en un jardín o un patio que son polvo.
¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día,
podrá decirte verdaderamente:
No volverás a ver la clara luna,
Has agotado ya la inalterable
suma de veces que te da el destino.
Inútil abrir todas las ventanas
del mundo. Es tarde. No darás con ella.
Vivimos descubriendo y olvidando
esa dulce costumbre de la noche.
Hay que mirarla bien. Puede ser la última.
LOS ENIGMAS
Yo que soy el que ahora está cantando
seré mañana el misterioso, el muerto,
el morador de un mágico y desierto
orbe sin antes ni después ni cuándo.
Así afirma la mística. Me creo
indigno del Infierno o de la Gloria,
pero nada predigo. Nuestra historia
cambia como las formas de Proteo.
¿Qué errante laberinto, qué blancura
ciega de resplandor será mi suerte,
cuando me entregue el fin de esta aventura
la curiosa experiencia de la muerte?
Quiero beber su cristalino Olvido,
ser para siempre; pero no haber sido.
GÓNGORA
Marte, la guerra. Febo, el sol. Neptuno,
el mar que ya no pueden ver mis ojos
porque lo borra el dios. Tales despojos
han desterrado a Dios, que es Tres y es Uno,
de mi despierto corazón. El hado
me impone esta curiosa idolatría.
Cercado estoy por la mitología.
Nada puedo. Virgilio me ha hechizado.
Virgilio y el latín. Hice que cada
estrofa fuera un arduo laberinto
de entretejidas voces, un recinto
vedado al vulgo, que es apenas, nada.
Veo en el tiempo que huye una saeta
rígida y un cristal en la corriente
y perlas en la lágrima doliente.
Tal es mi extraño oficio de poeta.
¿Qué me importan las befas o el renombre?
Troqué en oro el cabello, que está vivo.
¿Quién me dirá si en el secreto archivo
de Dios están las letras de mi nombre?
Quiero volver a las comunes cosas:
el agua, el pan, un cántaro, unas rosas...
UN LECTOR
Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
Mis noches están llenas de Virgilio;
haber sabido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
la otra cara secreta de la moneda.
Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
me di al estudio del lenguaje de hierro
que usaron mis mayores para cantar
espadas y soledades,
y ahora, a través de siete siglos,
desde la Última Thule,
tu voz me llega, Snorri Sturluson.
El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
a mis años, toda empresa es una aventura
que linda con la noche.
No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
la tarea que emprendo es ilimitada
y ha de acompañarme hasta el fin,
no menos misteriosa que el universo
y que yo, el aprendiz.
UN LOBO
Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.
Es el último lobo de Inglaterra.
Odín y Thor lo saben. En su alta
casa de piedra un rey ha decidido
acabar con los lobos. Ya forjado
ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
Lobo sajón, has engendrado en vano.
No basta ser cruel. Eres el último.
Mil años pasarán y un hombre viejo
te soñará en América. De nada
puede servirte ese futuro sueño.
Hoy te cercan los hombres que siguieron
por la selva los rastros que dejaste,
furtivo y gris en la penumbra última.
1964
I
Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.
II
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
El mar
Antes que el
sueño (o el terror) tejiera
mitologías y
cosmogonías,
antes que el
tiempo se acuñara en días,
el mar, el
siempre mar, ya estaba y era.
¿Quién es el
mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo
ser que roe los pilares
de la tierra
y es uno y muchos mares
y abismo y
resplandor y azar y viento?
Quien lo
mira lo ve por vez primera,
siempre. Con
el asombro que las cosas
elementales
dejan, las hermosas
tardes, la
luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el
mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que
sucede a la agonía.
Poema del
cuarto elemento
El dios a
quien un hombre de la estirpe de Atteo
Apresó en
una playa que el bochorno lacera,
Se convirtió
en león, en dragón, en pantera,
En un árbol
y en agua. Porque el agua es Proteo.
Es la nube,
la irrecordable nube, es la gloria
Del ocaso
que ahonda, rojo, los arrabales;
Es el
Maelstrom que tejen los vórtices glaciales,
Y la lágrima
inútil que doy a tu memoria.
Fue, en las
cosmogonías, el origen secreto
De la tierra
que nutre, del fuego que devora,
De los
dioses que rigen el poniente y la aurora.
(Así lo
afirman Séneca y Tales de Mileto,)
El mar y la
moviente montaña que destruye
A la nave de
hierro sólo son tus anáforas,
Y el tiempo
irreversible que nos hiere y que huye,
Agua, no es
otra cosa que una de tus metáforas.
Fuiste, bajo
ruinosos vientos, el laberinto
Sin muros ni
ventana, cuyos caminos grises
Largamente
desviaron el anhelado Ulíses,
A la Muerte
segura y al Azar indistinto.
Brillas como
las crueles hojas de los alfanjes,
Hospedas,
como el sueño, monstruos y pesadillas.
Los
lenguajes del hombre te agregan maravillas
Y tu fuga se
llama el Eufrates o el Ganges.
(Afirman que
es sagrada el agua del postrero,
Pero como
los mares urden oscuros canjes
Y el planeta
es poroso, también es verdadero
Afirmar que
todo hombre se ha bañado en el Ganges.)
De Quincey,
en el tumulto de los sueños, ha visto
Empedrarse
tu océano de rostros, de naciones;
Has aplacado
el ansia de las generaciones,
Has lavado
la carne de mi padre y de Cristo.
Agua, te lo
suplico. Por este soñoliento
Enlace de
numéricas palabras que te digo,
Acuérdate de
Borges, tu nadador, tu amigo.
No faltes a
mis labios en el postrer momento.
Para las
seis cuerdas
Un cuchillo
en el norte
Allá por el
Maldonado,
Que hoy
corre escondido y ciego..
Allá por el
barrio gris
Que cantó el
pobre Carriego,
Tras una
puerta entornada
Que da al
patio de la parra,
Donde las
noches oyeron
El amor de
la guitarra,
Habrá un
cajón y en el fondo
Dormirá con
duro brillo,
Entre esas
cosas que el tiempo
Sabe
olvidar, un cuchillo.
Fue de aquel
Saverio Suárez,
Por más
mentas el Chileno,
Que en
garitos y elecciones
Probó siempre
que era bueno.
Los chicos,
que son el diablo,
Lo buscarán
con sigilo
Y probarán
en la yema
Si no se ha
mellado el filo.
Cuántas
veces habrá entrado
En la carne
de un cristiano
Y ahora está
arrumbado y solo,
A la espera
de una mano,
Que es
polvo. Tras el cristal
Que dora, un
sol amarillo,
A través de
años y casas,
Ya te estoy
viendo, cuchillo.
Elogio de la
sombra
Heráclito
El segundo
crepúsculo.
La noche que
se ahonda en el sueño.
La
purificación y el olvido.
El primer
crepúsculo.
La mañana
que ha sido el alba.
El día que
fue la mañana.
El día
numeroso que será la tarde gastada.
El segundo
crepúsculo.
Ese otro
hábito del tiempo, la noche.
La
purificación y el olvido.
El primer
crepúsculo…
El alba
sigilosa y en el alba
la zozobra
del griego.
¿Qué trama
es ésta
del será,
del es y del fue?
¿Qué río es
éste
por el cual
corre el Ganges?
¿Qué río es
este cuya fuente es inconcebible?
¿Qué río es
éste
que arrastra
mitologías y espadas?
Es inútil
que duerma.
Corre en el
sueño, en el desierto, en un sótano.
El río me
arrebata y soy ese río.
De una
materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo.
Acaso el
manantial está en mí.
Acaso de mí
sombra
surgen,
fatales e ilusorios, los días.
Poema de los dones
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la
noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una
historia griega)
muere un rey entre fuentes y
jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas
cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá
dado
los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.
(De «El Hacedor»)
Los enigmas
Yo que soy el que ahora está cantando
seré mañana el misterioso, el muerto,
el morador de un mágico y desierto
orbe sin antes ni después ni cuándo.
Así afirma la mística. Me creo
indigno del Infierno o de la Gloria,
pero nada predigo. Nuestra historia
cambia como las formas de Proteo.
¿Qué errante laberinto, qué blancura
ciega de resplandor será mi suerte,
cuando me entregue el fin de esta aventura
la curiosa experiencia de la muerte?
Quiero beber su cristalino Olvido,
ser para siempre; pero no haber sido.
(De «El otro, el mismo»
ELOGIO DE LA SOMBRA
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
ELOGIO DE LA SOMBRA
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
LÍMITES
una
habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya
por última vez, indiferente
y
sin adivinarlo, sometido
a
quien prefija omnipotentes normas
y
una secreta y rígida medida
a
las sombras, los sueños y las formas
que
destejen y tejen esta vida.
Si
para todo hay término y hay tasa
y
última vez y nunca más y olvido
¿Quién
nos dirá de quién, en esta casa,
sin
saberlo, nos hemos despedido?
Tras
el cristal ya gris la noche cesa
y
del alto de libros que una trunca
sombra
dilata por la vaga mesa,
alguno
habrá que no leeremos nunca.
Hay
en el Sur más de un portón gastado
con
sus jarrones de mampostería
y
tunas, que a mi paso está vedado
como
si fuera una litografía.
Para
siempre cerraste alguna puerta
y
hay un espejo que te aguarda en vano;
la
encrucijada te parece abierta
y
la vigila, cuadrifonte, Jano.
Hay,
entre todas tus memorias,
una
que se ha perdido irreparablemente;
no
te verán bajar a aquella fuente
ni
el blanco sol ni la amarilla luna.
No
volverá tu voz a lo que el persa
dijo
en su lengua de aves y de rosas,
cuando
al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras
decir inolvidables cosas.
¿Y
el incesante Ródano y el lago,
todo
ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan
perdido estará como Cartago
que
con fuego y con sal borró el latino.
Creo
en el alba oír un atareado
rumor
de multitudes que se alejan;
son
los que me ha querido y olvidado;
espacio,
tiempo y Borges ya me dejan.
Arte
Poética
Mirar
el río hecho de tiempo y agua
y
recordar que el tiempo es otro río,
saber
que nos perdemos como el río
y
que los rostros pasan como el agua.
Sentir
que la vigilia es otro sueño
que
sueña no soñar y que la muerte
que
teme nuestra carne es esa muerte
de
cada noche, que se llama sueño.
Ver
en el día o en el año un símbolo
de
los días del hombre y de sus años,
convertir
el ultraje de los años
en
una música, un rumor, y un símbolo,
ver
en la muerte el sueño, en el ocaso
un
triste oro, tal es la poesía
que
es inmortal y pobre. La poesía
vuelve
como la aurora y el ocaso.
A
veces en las tardes una cara
nos
mira desde el fondo de un espejo;
el
arte debe ser como ese espejo
que
nos revela nuestra propia cara.
También
es como el río interminable
que
pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito
inconstante, que es el mismo
y
es otro, como el río interminable.
UNA
DESPEDIDA
Tarde
que socavó nuestro adiós.
Tarde
acerada y deleitosa y monstruosa como un
ángel
oscuro.
Tarde
cuando vivieron nuestros labios en la desnuda
intimidad
de los besos.
El
tiempo inevitable se desbordaba sobre el abrazo inútil.
Prodigábamos
pasión juntamente, no para nosotros
sino
para la soledad ya inmediata.
Nos
rechazó la luz; la noche había llegado con urgencia.
Fuimos
hasta la verja en esa gravedad de la sombra
que
ya el lucero alivia.
Como
quien vuelve de un perdido prado yo volví de
tu
abrazo.
como
quien vuelve de un país de espadas yo volví
de
tus lágrimas.
Tarde
que dura vívida como un sueño
entre
las otras tardes.
Después
yo fui alcanzando y rebasando
Everness
Sólo
una cosa no hay. Es el olvido.
Dios,
que salva el metal, salva la escoria
y
cifra en su profética memoria
las
lunas que serán y las que han sido
Ya
todo está. Los miles de reflejos
que
entre los dos crepúsculos del día
tu
rostro fue dejando en los espejos
y
los que irá dejando todavía.
Y
todo es una parte del diverso
cristal
de esa memoria, el universo;
no
tienen fin sus arduos corredores
y
las puertas se cierran a tu paso;
sólo
del otro lado del ocaso
verás
los Arquetipos y Esplendores.
El
enamorado
Lunas,
marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas
y la línea de Durero,
las
nueve cifras y el cambiante cero,
debo
fingir que existen esas cosas.
Debo
fingir que en el pasado fueron
Persépolis
y Roma y que una arena
sutil
midió la suerte de la almena
que
los siglos de hierro deshicieron.
Debo
fingir las armas y la pira
de
la epopeya y los pesados mares
que
roen de la tierra los pilares.
Debo
fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo
tú eres. Tú, mi desventura
y
mi ventura, inagotable y pura.
El
Golem
Si
(como el griego afirma en el Cratilo)
el
nombre es arquetipo de la cosa,
en
las letras de rosa está la rosa
y
todo el Nilo en la palabra Nilo.
Y,
hecho de consonantes y vocales,
habrá
un terrible Nombre, que la esencia
cifre
de Dios y que la Omnipotencia
guarde
en letras y sílabas cabales.
Adán
y las estrellas lo supieron
en
el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen
los cabalistas) lo ha borrado
y
las generaciones lo perdieron.
Los
artificios y el candor del hombre
no
tienen fin. Sabemos que hubo un día
en
que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en
las vigilias de la judería.
No
a la manera de otras que una vaga
sombra
insinúan en la vaga historia,
aún
está verde y viva la memoria
de
Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento
de saber lo que Dios sabe,
Judá
León se dio a permutaciones
de
letras y a complejas variaciones
y
al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
la
Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre
un muñeco que con torpes manos
labró,
para enseñarle los arcanos
de
la Letras, del Tiempo y del Espacio.
El
simulacro alzó los soñolientos
párpados
y vio formas y colores
que
no entendió, perdidos en rumores
y
ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente
se vio (como nosotros)
aprisionado
en esta red sonora
de
Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha,
Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El
cabalista que ofició de numen
a
la vasta criatura apodó Golem;
estas
verdades las refiere Scholem
en
un docto lugar de su volumen.)
El
rabí le explicaba el universo:
Esto
es mi pie; esto el tuyo; esto la soga
y
logró, al cabo de años, que el perverso
barriera
bien o mal la sinagoga.
Tal
vez hubo un error en la grafía
o
en la articulación del Sacro Nombre;
a
pesar de tan alta hechicería,
no
aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Sus
ojos, menos de hombre que de perro
y
harto menos de perro que de cosa,
seguían
al rabí por la dudosa
penumbra
de las piezas del encierro.
Algo
anormal y tosco hubo en el Golem,
ya
que a su paso el gato del rabino
se
escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero,
a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando
a su Dios manos filiales,
las
devociones de su Dios copiaba
o,
estúpido y sonriente, se ahuecaba
en
cóncavas zalemas orientales.
El
rabí lo miraba con ternura
y
con algún horror. ¿Cómo (se dijo)
pude
engendrar este penoso hijo
y
la inacción dejé, que es la cordura?
¿Por
qué di en agregar a la infinita
serie
un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja
que en lo eterno se devana,
di
otra causa, otro efecto y otra cuita?
En
la hora de la angustia y de luz vaga,
en
su Golem los ojos detenía.
¿Quién
nos dirá las cosas que sentía
Dios,
al mirar a su rabino en Praga?
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