jueves, 25 de junio de 2015

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. José Román Flecha.



Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
JOSÉ ROMÁN FLECHA

Quisiera dividir la exposición de esta petición en tres partes. La primera más bien antropológica, partiría de nuestra propia experiencia de hombres. Versará sobre las dificultades que experimentamos los hombres de hoy para repetir, con hondura y verdad, la petición “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.”
La segunda parte preguntará, a la luz de la Palabra de Dios, qué piensa el Señor sobre esta petición. Intentará rastrear en la Biblia el sentido del cumplimiento de la voluntad de Dios.
La tercera parte, en fin, procurará resumir qué significa la voluntad de Dios en nuestra vida cristiana de hoy, al tiempo que abrirá algunas perspectivas para la teología de la Iglesia, la teología moral, la vida comprometida y la oración del cristiano.


Dificultades para rezar: “Hágase tu voluntad” 

En el tiempo de nuestros estudios, o bien en la lectura particular, muchos de nosotros hemos saboreado aquellos hermosos versos de Juan Ramón Jiménez que en este primer centenario de su nacimiento reclama de nuevo nuestra atención: 

“Lo que Vos queráis, Señor;
sea lo que Vos queráis.
Si queréis que entre las rosas
ría hacia los matinales
resplandores de la vida,
sea lo que Vos queráis.
Si queréis que, entre los cardos,
sangre hacia las insondables
sombras de la noche eterna,
sea lo que Vos queráis.
Gracias si queréis que mire,
gracias si queréis cegarme;
gracias por todo y por nada;
sea lo que Vos queráis.
Lo que Vos queráis, Señor;
sea lo que Vos queráis.

La intuición del poeta de Moguer une en este breve poema, en primer lugar, la aceptación de la voluntad de Dios al reconocimiento de su señorío. No se puede aceptar la voluntad de Dios si uno no se acerca a Dios sabiendo y aceptando, desde la más desnuda sinceridad, que El es el Señor.
El poeta vislumbra luego como vinculadas al misterio universal de la vida y de la muerte, las situaciones personales de alegría y de dolor, de caricia y de pinchazo, de nostalgia y de plenitud, en las que la voluntad de Dios se manifiesta y es aceptada.
En un tercer momento, el poeta descubre que la aceptación de la voluntad de Dios va siempre unida al reconocimiento de la absoluta gratuidad de lo que El nos da y, por tanto, al sentimiento de la gratitud con que respondemos a su decisión. No se puede orar diciendo “hágase tu voluntad” si uno no vive en el mundo de la gracia, en el mundo de la merced y de las realidades recibidas: de las realidades “dadas”.
En cuarto lugar, el poema de Juan Ramón descansa en ese verso, casi místico, que centra la voluntad de Dios no en los caminos de las cosas que se reciben, sino en la pauta del dador de esos dones. “Gracias por todo y por nada gracias no por lo que me das, sino porque eres Tú. En el fondo, decir “hágase tu voluntad” va más allá de preguntar ¿cuál es tu voluntad y cuáles son los caminos que me exiges?. Decir “hágase tu voluntad” equivale a murmurar: “Me pongo en tus manos porque eres Tú”. Y quizá eso sea lo más difícil para el hombre de hoy.
No siempre resulta fácil repetir esta petición del padrenuestro. Y no siempre resulta cómodo interiorizar esta intuición del poeta. Las actitudes del hombre o del orante se hacen aquí problemáticas, unas veces por carta de más y otras veces por carta de menos.


Pseudo-adaptación a la voluntad de Dios 

Pecamos contra esta petición, en primer lugar, por una especie de pseudo-adaptación que nos lleva a creer de verdad que estamos cumpliendo la voluntad de Dios. Esto ocurre a veces por razones que podríamos llamar ontológicas y en otras ocasiones por razones prácticas.

La principal de las razones ontológicas de esta pseudoadaptación a la voluntad de Dios se manifiesta en el fenómeno del fatalismo. Pensamos que estamos cumpliendo la voluntad de Dios porque sabemos —y estamos convencidos— que al final terminará por imponerse de forma mecánica e imbatible el querer divino.
El fatalismo tiene mil rostros ciertamente. Hay un fatalismo que en el fondo depende de una especie de panteísmo —¡y está bien de moda!— que presenta al ser y el acontecer finito como absorbido en un único principio absoluto y divino, que en su necesidad absoluta anula las libertades de los hombres. Está de moda en poemas y está de moda en muchos libros que leemos como si fueran representativos de la espiritualidad cristiana y no lo son.
Pero otras veces el fatalismo se nos mete en la vida por los caminos de una concepción antropomórfica de Dios casi tirano —como los viejos dioses de la mitología griega—, un Dios al que hay que “aplacar” para que, por puro milagro, desista de descargar sus contenidas iras sobre nosotros. Entonces le decimos “hágase tu voluntad”, con cuidado, con miedo de que descargue sobre nosotros su terror.
Pero si existe un fatalismo por razones ontológicas, también se da una pseudo-adaptación a la voluntad de Dios por razones prácticas o éticas, que cristalizan con frecuencia en la magia.
La magia es aparentemente, lo más parecido a la religión y por eso nosotros la introducimos con frecuencia de matute en la vida religiosa. La magia intenta “domesticar a Dios para someterlo a nuestra voluntad, mientras que la religión se centra en la oferta desinteresada de nuestra voluntad para participar en la voluntad del Señor. En la magia, el hombre se hace la falsa ilusión de creer que está orando, cuando en realidad está intentando amarrar a Dios al puerto de sus propias posibilidades y deseos.
Situado en los terrenos de la magia, el hombre busca la voluntad de Dios en los elementos naturales, en las cosas, más que en los acontecimientos, más que en las decisiones del corazón. De ahí que el hombre “religioso” ofrezca a veces la impresión de que vive una obediencia a Dios, alienante e inhibida de sus compromisos terrenos. No es observando el temblor de las hojas de encina como se descubre la voluntad de lo Alto. Eso queda para las antiguas pitonisas y sibilas. Los profetas del Dios vivo descubren su voluntad en el lamento y en la festiva celebración de los hombres.

Rechazo de la voluntad de Dios 

Pero si podemos pecar contra la voluntad de Dios por el camino de la pseudo-adaptación, hay que subrayar que también podemos pecar por el camino contrario: el del franco rechazo.
También la repulsa puede deberse a razones ontológicas: porque vivimos en una especie de prometeísmo que encumbra al hombre como si fuera el único protagonista de la peripecia cósmica de este mundo. Parodiando el anuncio del ángel a los pastores, el célebre loco de La gaya ciencia de Nietzsche anuncia la “buena nueva” de la muerte de Dios, “el Dios que lo vigilaba todo, e incluso al hombre. Ese Dios estaba estorbando la vida de los hombres.
Ese prometeísmo que se nos ha metido en las venas en el mundo de hoy quizá nos venga ya del nominalismo medieval que interpreta la libertad como la única clave para la intelección del hombre. Mientras Tomás de Aquino piensa que las cosas que ha mandado Dios —su voluntad— las ha mandado porque eran buenas ya para el hombre —y su ética se resuelve en un antropocentrismo—, el nominalismo de Guillermo de Ockam piensa exactamente lo contrario: algo es bueno o es malo porque ha sido mandado por Dios. De ahí a concebir la voluntad de Dios como una nueva tiranía, no hay más que un paso. De ahí a concebir, al modo protestante, la justificación como algo extrínseco al hombre, hay otro paso. Y de ahí a considerar la voluntad de Dios —o los mandamientos como una “ley” impuesta desde fuera, como una heteronomía, hay el tercer paso…, en el cual han sido educados los hombres de nuestra generación.
Por ese camino nominalista, Dios termina por ser un adversario del superhombre. De ahí que el hombre —el superhombre, sí se quiere— esté obligado ontológicamente a rechazar la voluntad de Dios para ser él mismo.
Otras veces la razón ontológica del prometeísmo contemporáneo viene por el difícil equilibrio entre “autonomía y “heteronomía”. Buscar las razones de la moralidad en mí mismo, eso es la autonomía. Es bueno o malo lo que yo decida que es bueno o malo, independientemente de la voluntad de nadie. Según la heteronomía, es bueno o malo lo que me han dicho los demás: mis padres y educadores, la sociedad en la que vivo o los medios de difusión. Si el primer camino lleva al individualismo ético, el segundo lleva al mimetismo alienante. El verdadero desafío consiste en la “teonomía”: creer que algo es bueno o es malo porque Dios ha hecho así al hombre y conoce bien la materia y el anhelo de lo que está hecho. Creer que la voluntad de Dios nunca es opuesta a la más honda voluntad del hombre, sino que es el sustento y la apoyatura necesaria para que la voluntad del hombre se autorrealice…, realizada por Dios.
Pero el rechazo de la voluntad de Dios, si llega por razones ontológicas, por llamarlas de alguna manera, viene también con frecuencia por razones prácticas o éticas que se resumen en la rebeldía ante la voluntad de un Dios que se nos muestra injusto y opresor. “Después de Auschwitz”, ha escrito el rabino norteamericano Richard Rubenstein, “no puedo seguir creyendo en el Dios de Israel… Si es cierto que hay un Dios providente que interviene directamente en el proceso histórico, los campos de concentración son indudablemente la negación de ese Dios”.
El misterio del dolor inaceptable, injustificable, insobornable, hace que los hombres de hoy, ante un niño con tumor cerebral, exclamen: “¡No puedo aceptar la voluntad de Dios!”. Incluso para los hombres que quisieran creer en un Dios benévolo y cercano, el rechazo es una opción ética: una especie de teodicea práctica que no quiere ver a Dios mezclado en la inexplicabilidad y el sinsentido del dolor. Por tanto, decir “hágase tu voluntad” es cuando menos una banalidad y cuando más, una blasfemia.
Pero el rechazo viene también porque los rayos de la voluntad benévola de Dios quedan oscurecidos por aquellos hombres que tenían que hacernos palpable y amable la misma voluntad de Dios. ¡Demasiadas veces se nos han impuesto humillaciones en nombre del querer de Dios!.
Queda oscurecida la voluntad de un Dios Padre por las nubes de la malevolencia humana entre los hermanos, por las nubes de la zancadilla profesional, de los celos, de la trampa, de la exclusión que afirma: “Este no era de los nuestros… o no nos interesa que sea de los nuestros.” ¿Con qué cara va uno a rezar entonces: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”?.
Por un camino o por el otro, en aparente mimetismo con la voluntad de Dios o en clara repulsa de los designios divinos, es difícil para muchos aceptar la voluntad del Señor –Señor, digo—, en su grandeza y acariciante cercanía, en su majestad y en su ternura.
¿Por qué? O bien porque abandonamos todo esfuerzo ante la fuerza invasora y todo-constructora de esa voluntad inmutable, cayendo en el quietismo; o bien porque excluimos la voluntad de Dios del programa de nuestros esfuerzos, considerando a Dios el enemigo del hombre, como si su proyecto sobre el mundo fuera incompatible con el proyecto humano sobre este mundo “nuestro”, que es también y prioritariamente un mundo “suyo.
Por un camino o por otro, olvidamos con frecuencia que “no hay mayor alegría que la de obedecer la voluntad de Dios…, porque en el fondo de nosotros mismos no deseamos sino lo que desea Dios”, como ha hecho decir a San Francisco el escritor Niko Kazantzakis en su obra El pobre de Asís.

La voluntad de Dios en la Escritura

En el fatalismo, la magia, el prometeísmo y la rebeldía hemos visto cuatro actitudes ante la voluntad de Dios que se hacen realidad en la experiencia humana, en la nuestra. Y Dios, ¿qué tiene que decir a todo esto? ¿Qué dice la Palabra de Dios sobre la voluntad de Dios?

La voluntad de Dios en el Antiguo Testamento 

Este Jesús que nos invita a orar diciendo hágase tu voluntad es miembro y heredero de un pueblo que ha vivido en la atmósfera de la voluntad salvadora de Dios: un pueblo que se sabe nacido de una decisión voluntaria de un Dios que quiere liberar a su pueblo de la esclavitud (cf. Ex 3, 712). El teólogo brasileño Rubem A. Alves ha escrito que “el pueblo de Israel no podía ver su liberación ni como resultado de su determinación de ser libre ni como siendo posible por las circunstancias. No se había liberado a sí mismo: se le había forzado a ser libre”.
Ese pueblo estaba tan oprimido —así es la paradoja— que Dios ha tenido que obligarlo a soñar en la libertad. Dios ha tenido que obligarlo a ser libre. La voluntad de Dios termina imponiéndose, porque su voluntad es que seamos nosotros mismos, aun cuando nosotros no aceptemos ser nosotros mismos, aun cuando nosotros nos hayamos vendido a las cebollas de Egipto y a la opresión del país explotador (cf. Ex 14,11; 16,3).
Jesús es heredero de un pueblo que sabe que la voluntad de Dios, sin embargo, no libera al pueblo mismo de la tentación de realizarse según su decisión y de preguntarse a veces sobre los difíciles caminos de la voluntad de Dios. Es impresionante aquel texto de Ezequiel (18,25) en el que el profeta recoge la pregunta amargada, dolorida, de su pueblo: “¿Es justo el proceder de Dios?” y con su pueblo Ezequiel, como cualquier hombre del mundo de hoy se pregunta si la voluntad de Dios será tan santa y tan benévola como él ha creído.
Y sin embargo, de la mano del libro santo, el pueblo sabe que es libre para escoger o la bendición o la maldición (Dt 11,26), que la voluntad de Dios no es opresora ni alienante. Por eso sabe el pueblo que debe rechazar las excusas del fatalista que piensa haber hecho el mal bajo la coacción de Dios (cf. Eclo 15, 11-12.15). Si Dios brinda su voluntad, no por eso obliga: sigue dejando libre al hombre.
Por eso sabe el pueblo que el Señor es un Dios benévolo, que quiere a su pueblo (Sal 44,4). Y lo quiere —las imágenes más bellas se acumulan en la Palabra de Dios— como el dueño de una viña ama a sus vides y sus zarcillos 5,2), como el pastor cuida de la oveja perniquebrada (Ez 34,16), como el padre quiere a su hijo y lo levanta a la altura de sus mejillas (Os 11,4), como el esposo ama a la esposa aunque le sea infiel (Ez 16). Y aún parecería que el Señor respeta el ritmo de su pueblo, como el novio ante el sueño de la novia, según el Cantar de los Cantares: “No despertéis a mi amor, hasta que a ella le plazca” (2,7).
La voluntad de Dios en el Antiguo Testamento se muestra como dádiva y ternura, como respeto del ritmo de los hombres, como oferta de una alternativa de salvación. Así se entiende que este pueblo pueda rezar así en los salmos: “Enséñame a hacer tu voluntad” (Sal 53,10). O que confíese: “Heme aquí que vengo. Se me ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me complazco en lo profundo de mis entrañas”, como dice el Salmo 40 (8-9) en un texto repetido con hondura cristológica por la carta a los Hebreos (10,5-7).

Cristo y la voluntad del Padre

Heredero de un pueblo nacido y guiado por la voluntad de Dios, Jesús nos revela la hondura de la voluntad del Padre con sus palabras y con su diaria aceptación. Pero no se limita a revelarla, sino que la cumple.
Jesús nos dice, en primer lugar, que ha sido voluntad del Padre revelar a los pequeños el secreto escondido en Dios, es decir su plan sobre este mundo (Mt 11, 25), o conceder a los pequeños el don del reino (Lc 12,32).
Jesús nos dice, además, que sólo entran en la libertad gozosa de ese reino los que “hacen” la voluntad del Padre, no los que se limitan a musitar “¡ Señor, Señor!” (Mt 7, 21). Se coloca así en la línea de Isaías que había ya criticado al pueblo que honra al Señor solamente con sus labios (Is 29,13).
Jesús nos dice, en fin, que los hombres que cumplen la voluntad del Padre forman una especie de nueva familia: se convierten en su hermano, su hermana o su madre (Mt 12, 50). Los hombres que intentan cumplir la voluntad de Dios forman una familia más grande, más amplia, más fuerte, que las familias enraizadas en la sangre. Los hombres que intentan aceptar y realizar la voluntad de Dios hacen brotar una nueva fraternidad, una nueva solidaridad, una nueva exigencia sobre el mundo.

Jesús nos revela la voluntad del Padre con sus propias acciones. Ya en su bautismo exige al Bautista que le permita bajar al río porque es necesario que ambos cumplan la justicia de Dios que preside el plan de salvación (Mt 3,15).
La fidelidad en la búsqueda de la voluntad del Padre es lo que lleva a Jesús a lo alto del Tabor para, en la compañía de los apóstoles más queridos, en el silencio y la soledad del monte que significa la cercanía de Dios, en la oscuridad de la nube que significa la velación y la revelación de Dios al mismo tiempo, buscar los secretos caminos que Dios guarda para su propio hijo (Lc 9, 28-36).
La transfiguración es quizá el episodio máximo de la aceptación de la voluntad de Dios. Al monte, Jesús ha subido a soñar, a refrescar las utopías; al monte ha subido a recordar la esperanza, a meditar sobre su propia identidad, es decir, a preguntarse cuál es la voluntad de Dios sobre su vida. El cuadro de la transfiguración, pintado por Rafael, presenta en el plano superior a Jesús inundado de luz. En la mitad inferior del cuadro se desarrolla la súplica dramática del padre del niño epiléptico (cf. Lc 9, 37-43). No se sube al monte para quedarse allí a vivir. Se sube al monte a buscar la leña para los hogares del valle. Jesús ha ido al monte a descubrir los horizontes de la voluntad del Padre. Y al valle baja a realizarla. Porque en el valle están el dolor, la lucha y el encuentro con el espíritu del mal: la exigencia de convertir en carnalidad y lucha la voluntad del Padre.
En el evangelio de Lucas, Jesús descubre a los discípulos que caminan hacia Emaús que los padecimientos del Mesías entraban en un plan previsto por la Escritura (“era necesario” Lc 24, 26; cf. Lc 9, 22; 18,31).

Pero Jesús no sólo nos revela el itinerario de la voluntad del Padre, sino que pone todo su esmero en cumplirla. Aceptar la voluntad de “el que lo envió”, como” dice el evangelio de Juan, es su alimento y el secreto sostén de su vida (4,34). En realidad, Jesús no busca otra cosa: “Yo no puedo hacer nada por mi cuenta…, no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,30), dice Jesús a los judíos después de la curación de un enfermo en la piscina de los soportales.
Por eso puede decir Jesús: “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8,29).
Esta voluntad del Padre, dice él explícitamente, es que Jesús suscite las fuerzas de la resurrección y de la vida en los que se acercan a él (Jn 6,38). El cumplimiento libre de esa voluntad es para Jesús la señal de que el Padre le ama: dar la vida libremente es el “encargo” que le ha dado el Padre (Jn 10, 17-18).
Los hombres de hoy que leemos este texto desde nuestro bagaje nominalista nos decimos extrañados: Si es libre, no puede ser un encargo o un mandamiento, y si es mandamiento no puede ser libre. Jesús sabe que es posible una entrega libre a la voluntad del Padre, que es la que realiza los planes del Padre en este mundo.
Pero, si volvemos a los evangelios sinópticos, veremos que ni la libertad ni la disponibilidad suprimen el conflicto que le hace hablar de “lo que yo quiero” y “lo que tú quieres” (Mc 14,36). El conflicto solamente será superado en la oración: en una oración agónica a medio camino entre la soledad y el sentimiento de la cercanía del Padre: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).
Pero aún hay algo que resulta sorprendente. En un momento, por lo menos en un momento, parece que la voluntad de Jesús ha quedado sin cumplirse: “Jerusalén, Jerusalén… cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido” (Mt 23,37). Nosotros que nos consideramos frustrados y alejados de la autorrealización personal si no se cumple nuestra voluntad, tenemos el testimonio apasionante de este hombre-Jesús que alguna vez reconoce en público que no se ha cumplido su propia voluntad.

La voluntad de Dios en la oración del padrenuestro

Teniendo todo esto en cuenta, ¿Qué significa en el padrenuestro la petición “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”?
Fijémonos un momento en el verbo hágase, aun con el riesgo de bordear la pedantería. Al acercarse al texto griego del padrenuestro uno se sorprende de que no se utilice el verbo “poiein” que significa “hacer” en el sentido más real de la palabra. En ese caso habría que traducir: “sea hecha tu voluntad”. “El sentido sería que si la voluntad de Dios son los mandamientos, el cumplir los hombres los mandamientos, la voluntad de Dios era hecha”1 Ese verbo parece reservarse exclusivamente a Jesús (cf. Jn 4,34).  
En estos tiempos de prometeísmo, esta traducción resultaría abiertamente halagadora para nuestro orgullo de hombres que a veces piensan estar haciendo un favor a Dios, “construyendo” su reino.
El verbo que se utiliza es “guenezéto” que podría traducirse más adecuadamente por uno de estos giros: “que se realice, que sobrevenga, que acontezca” tu voluntad, aun contra la decisión o el gusto de la voluntad propia, como en la oración angustiosa del huerto (cf. Mt 26,42). El mismo verbo se encuentra en el libro de los Hechos de los Apóstoles cuando los amigos suplican a Pablo que no suba a Jerusalén, donde será apresado. Ante la obstinada decisión del Apóstol, los amigos exclaman: “Que se haga la voluntad de Dios” (Hch 21,14).
El empleo del mismo verbo que se usa en el padrenuestro parece indicar que la voluntad de Dios se realizará aun con una cierta independencia respecto a la voluntad de los hombres. Sin embargo, esta intuición, que parece desafiar la pretendida nobleza de nuestra voluntad, subraya la grandeza del don de Dios: El ha querido invitarnos a unirnos al carro triunfante de su voluntad en este mundo. Dios tiene un plan sobre este mundo y lo va a realizar, no sabemos cómo ni sabemos cuándo, pero ha tenido la magnanimidad de invitar al hombre a participar en esa gloriosa empresa, como bien intuyó San Ignacio de Loyola en una célebre meditación de sus Ejercicios Espirituales.

Fijémonos ahora en la palabra “voluntad”. La voluntad de Dios podría traducirse en el padrenuestro, también de una forma demasiado ética, como preceptos positivos o mandamientos. Así se utiliza, por ejemplo, en la parábola de los dos hijos enviados a trabajar en la viña: uno cumple la voluntad, es decir la orden, del Padre y el otro no (cf. Mt 21, 28-31). En este sentido nos encontraríamos bastante cerca de la moral de cuño nominalista, a que antes aludíamos.
Pero podría entenderse aquí la “voluntad” de Dios como el plan salvador de Dios, por el que Pablo bendice al Señor en el prólogo de la carta a los Efesios: la voluntad de Dios es “recapitular todo en Cristo, llamándonos a ser hijos” (cf. Ef 1, 6.10.12).
Rezar “hágase tu voluntad” significa por tanto pedir que acontezca, que se realice el esquema de Dios sobre este mundo. Dios tiene, en efecto, un proyecto, una maqueta para la edificación de este mundo. Ha ¡do revelando ese proyecto a lo largo de los tiempos y, últimamente, por medio de su Hijo. Si fuéramos a preguntarle a Dios: “;Qué plan, qué voluntad tienes sobre este mundo?”, El podría responder tomando a préstamo las palabras de Pilato: “He aquí el hombre, tal y como yo lo he soñado”. “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, como afirma el Concilio Vaticano II (G.S., 22) con expresión recordada por Juan Pablo II en su encíclica Redentor del hombre (n. 8). Cristo es la última palabra de Dios sobre el mundo, la voluntad de Dios que pedimos se cumpla en este mundo.

Fijémonos, en tercer lugar, en la segunda parte de esta petición: “así en la tierra como en el cielo”.
En una cultura en la que no existe una palabra abstracta para designar el universo, la explicitación cielos y tierra puede indicar nuestro deseo de que el plan de Dios, en Cristo, se haga acontecimiento vivo y gozoso sobre la creación entera que pregona su esplendor (cf. Sal 19).
Pero la expresión parece proponer a los hombres el modelo de los espíritus angélicos que cumplen la voluntad de Dios en el cielo, en un sentido semejante al que sugería la primera interpretación del “hágase” (cf. Sal 103, 17-22).
La expresión podría ser un eco de la literatura apocalíptica de los tiempos de Jesús. Según esos escritos, el plan de Dios está inscrito de antemano en unas tabletas celestes como para orientar el doble plano por el que se desarrolla la historia. La historia se cumple en este mundo, en esta tierra, y se cumple en el cielo de forma paralela. El ideal del mundo se realiza cuando las dos historias coinciden. Estaríamos bastante cerca de la interpretación de la voluntad de Dios como su designio salvador sobre el mundo.
Pero la expresión podría finalmente ser entendida, como ya sugería Orígenes, como una especie de coletilla de las tres peticiones anteriores:
- Santificado sea tu nombre, en la tierra como en el cielo.
- Venga a nosotros tu reino, en la tierra como en el cielo.
- Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Esta interpretación tan hermosa, que comprende la expresión como una especie de respuesta antifonal, unifica las tres peticiones. Con diferentes palabras, los creyentes piden incansablemente a su Dios que muestre su paternidad sobre la historia y la peripecia humana.

En resumen, rezar “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” es pedirle a Dios que se muestre como Señor de nuestro acontecer, que no nos deje caer en perdedoras idolatrías, que nos permita colaborar en su plan sobre el mundo.
Rezar “hágase tu voluntad” significa entonces confesar que Dios tiene un plan sabio, razonable y justo, sobre este mundo que El gobierna.
Rezar “hágase tu voluntad” significa que no admitimos que este mundo sea un cuento imbécil contado por un idiota, por recordar la célebre expresión de Shakespeare.
Rezar “hágase tu voluntad” significa que nos comprometemos a no frustrar el esquema de Dios sobre el mundo: que nos comprometemos a seguir fielmente los ideales y las opciones de vida asumidas por Jesús.

La voluntad de Dios en los escritos apostólicos

Los discípulos primeros entendieron que la voluntad de Dios era un tema importante en el mensaje de Jesús. Es un tema importante en el mensaje de Jesús. Es admirable comprobar la cantidad de veces que la expresión  se repite a lo largo del Nuevo Testamento. Recordemos solamente algunos ejemplos.
Pablo recuerda a los cristianos de Tesalónica que la voluntad de Dios es que vivan el camino de la santificación (1 Tes 4, 3) y que vivan en una perpetua acción de gracias (1 Tes 5, 18). Y Pedro subraya en la primera carta que la voluntad de Dios es nuestra paciencia, que no es la simple bonachonería, sino la capacidad de aguante en la esperanza y en la responsabilidad, la tenacidad fiel en el compromiso asumido, en la vocación aceptada (1 Pe 3, 17). Voluntad de Dios es que nos mantengamos en la buena conducta (1 Pe 2, 15).

Pero además el Nuevo Testamento subraya dos grandes tareas del hombre ante la voluntad de Dios.
La primera tarea del cristiano consiste en discernir la voluntad de Dios. Tanto en el primer encuentro del cristianismo con el helenismo como en las demás encrucijadas de la historia, al cristiano se le ofrecen con frecuencia diversos esquemas de mundo, diferentes ideales y escalas de valores. Un nuevo canto de sirenas que ofrecen teorías y orientaciones prácticas como si fueran la voluntad última y definitiva de Dios. Y el cristiano tendrá siempre que discernir lo que es bueno, lo que es perfecto, lo que place a Dios, sin dejarse engañar por las idolatrías de turno (Rom 12, 2), hasta llegar al “pleno conocimiento de su voluntad, sabiduría e inteligencia espiritual” (Col 1,19).
Pero apoyado en la riqueza de su experiencia de fariseo enamorado de la Ley, y tras vivir sobre las raíces de la Ley de Moisés, Pablo subraya que para discernir la voluntad de Dios no basta conocer la letra de la Ley (Rom 2,8). Si la voluntad de Dios se ha hecho presencia en Jesús el Cristo, hay que abrirse a la obra del Espíritu de Jesús que nos va descubriendo caminos. No discernirá la voluntad de Dios quien se sepa las palabras de la Ley, sino quien tenga un corazón peregrino, un corazón poroso al Espíritu, quien se abra al huracán del vendaval de Dios, que es el Espíritu que ha movido a Jesús.
Pero tarea del cristiano es, además, practicar la voluntad de Dios. El autor de la carta a los Hebreos desea a sus lectores: “Que el Dios de la paz os disponga con toda clase de bienes para cumplir su voluntad, realizando él en nosotros lo que es agradable a sus ojos, por medio de Jesucristo” (Heb 13,21).
Y si parece difícil aceptar y poner en práctica el esquema de Dios sobre este mundo, Pablo, con una expresión admirable, nos recuerda que es Dios el que activa en nosotros ese querer y ese actuar que sobrepasan la buena voluntad (Flp 2,13). Hasta el ser fíeles a la voluntad de Dios es una gracia de Dios, cercano y afectuoso, es don del Señor que llama, acompaña y premia.

En resumen, el hombre que acepta la voluntad de Dios no se pierde sino que se gana. No se evade del mundo en una nebulosa de “opio religioso”, sino que se acerca a la herida y al lamento del mundo. No se escapa de esta tierra, sino que se inclina sobre sus surcos y barrancas. No renuncia a su historia, sino que se incorpora al plan de Dios sobre la historia.
El hombre que acepta la voluntad de Dios no se desentiende de los hombres sus vecinos, sino que acepta a los hombres como hermanos, acepta que sólo es posible la fraternidad, si se admite una paternidad común. En un mundo donde todos nos invitan a sentirnos hermanos, ¿cómo podemos caer en la hipocresía de admitir una hermandad si no tenemos un Padre? ¿Cómo se puede decir que nos aceptamos como hermanos cuando no somos capaces de decir al único Padre: hágase tu voluntad?
Habría que repetir aquí la célebre oración de Romano Guardini:
“Tú has puesto en mis manos el honor de tu voluntad. La palabra de tu revelación dice que me respetas y que te confías a mí y que me das la dignidad y responsabilidad. Concédeme la santa mayoría de edad que es capaz de aceptar la ley que tú guardas y de asumir las responsabilidades que tú me transfieres. Ten despierto mi corazón para que esté ante ti en todo momento y haz que mi actuación se convierta en ese dominio y en esa obediencia a la que tú me has llamado. “

La voluntad de Dios en la vida cristiana 

Quisiera ahora reflexionar sobre algunas de las consecuencias que se derivan de esta aceptación de la voluntad de Dios tanto para la teología de la Iglesia como para la teología moral, tanto para la actividad del hombre como para el talante de la vida espiritual del cristiano.


La voluntad de Dios y la teología de la Iglesia 

En primer lugar, rezar “hágase tu voluntad” supone un cambio para nuestra concepción de la Iglesia. No se puede decir con verdad “hágase tu voluntad” y seguir pensando y viviendo en la Iglesia de la misma manera.

Decir “hágase tu voluntad” supone para la Iglesia, nacída de la voluntad de su Señor, la obligación de ocuparse y preocuparse por discernir entre los signos de los tiempos —entre el asesinato y el hambre, entre la caricia y la ofrenda— las señales que manifiestan la voluntad de su Esposo y Señor. La Iglesia tendrá que discernir cuál es la voluntad de Dios: qué espera Dios de ella en este final del siglo XX. ¿Cuál es la voluntad de Dios para la comunidad de creyentes desparramada por el mundo? ¿Cuáles son los signos que en este mundo nuestro tienen que manifestar que de verdad intentamos ser fíeles a la voluntad de Dios? ; Ir a las Cruzadas y a la conquista del Santo Sepulcro, como en la Edad Media?.¿Ofrecernos para la redención de los cautivos, como meritoriamente hicieron algunos cristianos al comienzo de la Edad Moderna? ¿Enseñar en nuestros colegios tal vez? ¿Dar un giro a nuestra enseñanza religiosa, reaprendiendo de verdad la tarea evangelizadora y catequética de la Iglesia? ¿Acercándonos sencilla y cordialmente, servidora, diacónicamente a la comunidad necesitada de nuestro servicio y de nuestras manos? La Iglesia que reza “hágase tu voluntad” tiene que preguntarse dónde están hoy los necesitados, dónde están aquellos hombres a los que hay que testimoniar hoy los caminos de la voluntad de Dios.

Pero si he hablado de la Iglesia nacida de la voluntad del Señor, también la Iglesia enviada por la voluntad de su Señor tendrá que anunciar a todos los hombres esa voluntad de Dios que es que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad por encima de razas y culturas, de clases y de opiniones (cf. 1 T1 Tim 2,4). No se puede rezar “hágase tu voluntad” sin tener un corazón misionero. Porque la voluntad de Dios es que los hombres que dicen creer en él —pensemos en el libro de Jonás— transmitan esa fe activa y comprometidamente.
Nacida de la voluntad de su Señor y enviada por voluntad de su Señor, la Iglesia es también diariamente convocada por la voluntad de su Señor. Por eso deberá suplicar constantemente el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero deberá también celebrar el cumplimiento de su voluntad. Lo celebra como una fiesta, que para ella el hecho de que acontezca y se lleve a plenitud la voluntad de Dios es el mayor gozo y la mayor fuente de celebración.
La Iglesia celebra que la voluntad de Dios se vaya cumpliendo —digámoslo con dolor y alegría— aun por caminos que ella, la Iglesia, no siempre es capaz de comprender.  Por caminos de persecución y de llanto, por caminos de exclusión y de martirio que ella recuerda y experimenta cuando vive en itinerante fidelidad. La Iglesia celebra y da gracias porque la voluntad de Dios se va cumpliendo hasta por caminos de sangre y de desgarro dentro de la misma Iglesia.


La voluntad de Dios y la teología moral 

Desde siempre, los creyentes han entendido la tarea ética de evitar el mal y realizar el bien como una obediencia a una voluntad de Dios que se manifiesta fundamentalmente en unos mandamientos, en unas normas. Pero conviene aclarar, aunque sea brevemente, este presupuesto.

Rezar “hágase tu voluntad” supone que la moral cristiana no brota de una autonomía de criterios. No es bueno o malo lo que yo digo ser bueno o malo. No soy yo quien define los límites entre el bien y el mal. Los creyentes creen que la voluntad de Dios marca los caminos para la ética cristiana. No se puede formular ni vivir una moral cristiana desde la autonomía de criterios. La moral cristiana no cae en el orgullo de autoabastecerse de sus propios principios, de sus propios criterios, de sus propias decisiones, de su propia voluntad. La moral cristiana nace y vive de la escucha de la voluntad de su Señor florecida en la comunidad creyente.
Pero la moral cristiana tampoco se fundamenta en la heteronomía que se ajusta a criterios o principios impuestos por las manipulaciones externas que, a su antojo, deciden lo que es bueno y lo que es malo. La moral cristiana no depende de autoritarismos externos, del tipo que sean; no puede caer en esa esclavitud.
Se podría aducir el ejemplo de tantas imposiciones, más o menos justificadas. O el ejemplo de algunos informes de ética sexual, construidos sobre criterios sociológicos que parecen suponer la validez de una deducción como ésta: así es como actúa la mayoría, luego así es como se debe actuar.
La moral cristiana no es heterónoma. Para la fundamentación del bien o del mal no se basa en la opinión de una mayoría, ni en la voz de los medios de comunicación, ni en la palabra de los grupos de presión… aunque esa mayoría, esos medios o esos grupos sean “religiosos“.

Se ha dicho que la moral cristiana es teónoma. Nace, en efecto, de la atención a la palabra de Dios. Nace de la escucha (cf. Dt 5,1; 6,4). Se enraíza en la voluntad de su Señor que no prohíbe el mal de forma caprichosa ni impone el bien dé forma caprichosa, sino que realiza el bien de la criatura, desde la criatura, para la criatura. Nadie mejor nuestro Dios conoce lo que es bueno para el hombre que ha creado y re-creado en Jesucristo.
¿Cómo se puede concebir la moral cristiana como una imposición del capricho de Dios? Quizá solamente desde los presupuestos nominalistas a los que me refería al principio.

La voluntad de Dios y la actividad del hombre
 
La aceptación de la voluntad de Dios, que convertimos en plegaria en el padrenuestro, supone una piedra de toque para la sinceridad de nuestra actividad en el mundo. En su obra Las verdaderas riquezas, Jean Giono abominaba del cristiano que pretende poder vivir su alegría en soledad: ‘en su beatitud, atraviesa las batallas con una rosa en la mano…” Hemos sido acusados de vivir en otra galaxia: pendientes del más allá, olvidaríamos el más acá; pendientes de la voluntad de Dios olvidaríamos las demandas de la voluntad de los hombres. Si nos han acusado de todo esto, es porque no rezábamos bien el padrenuestro. Rezar “hágase tu voluntad” exige centrar bien nuestra acción en este mundo.

El cristiano que reza “hágase tu voluntad” sabe que él no se inventa los caminos de su fidelidad cristiana, sino que los acepta en gratitud y en adorante atención. Cuando se desprende de sus sandalias, como Francisco de Asís, responde como él, aduciendo un único motivo: “Lo dice aquí, lo dice el Libro.”
El cristiano actúa, y actúa de un modo determinado, porque el Señor le pide que actúe. Después de rezar “hágase tu voluntad”, sabe que no puede quedarse con los brazos cruzados. Sabe que tendrá que desprenderse de sandalias y bastones, ponerse en camino, compartir el pan y anunciar la palabra… hasta que el Señor vuelva.

El cristiano que reza “hágase tu voluntad” entiende que aceptar la voluntad de Dios no le exime del trabajo abnegado y sereno, esperanzado y generoso, en la construcción de un mundo que le fue entregado con nostalgias de paraíso: “… creced, multiplicaos, llenad la tierra, sometedla, dominad…” (Gn 1,28). Esa es la voluntad de Dios desde el principio.
Pero también refleja la voluntad de Dios el otro aviso: del fruto del árbol no comáis…” (Gn 3,3). La presencia activa del hombre en este mundo se desarrolla bajo el signo de la ambigüedad. Su acción lo plenifica, pero puede también alienarlo, en lugar de hacerlo un dios como sugiere la voz del mal.
El cristiano sabe que la voluntad de Dios lo invita a construir, apasionada y arriesgadamente, ese paraíso para el que ha sido creado; ese paraíso que es lugar de partida y meta a la que ha de encaminarse; ese paraíso que es nostalgia y promesa, recuerdo y esperanza.

El cristiano que reza “hágase tu voluntad” sabe que, lejos por igual del activismo prometeico y del pietismo evasivo, ha de intentar orar y actuar para que la voluntad de Dios amanezca sobre el horizonte de la historia.
El cristiano sabe que su voluntad ha de imponerse en el esfuerzo, como si todo dependiese de él. Pero sabe que ha de suplicar el cumplimiento de la voluntad de Dios, como si de suplicar el cumplimiento de la voluntad de Dios, como si todo dependiese de su Señor.

La voluntad de Dios y el talante cristiano

Casi sin darse cuenta, los cristianos parecen contar con la voluntad de Dios a la hora de despedirse o de trazar planes y marcarse plazos en su vida: “Hasta mañana, si Dios quiere”; “Nos veremos cuando Dios quiera”. Pero ¿qué talante espiritual supone esta coletilla, si se pronuncia consciente y sinceramente?

El cristiano sabe experiencialmente que la aceptación de la voluntad de Dios es fuente de gozo. La aceptación de la voluntad de Dios no puede convertirlo en un hombre triste, porque ni la más fuerte voluntad humana es capaz de amar más apasionadamente la peripecia humana de lo que la ama el mismo Dios. Nadie me ama a mí, hombre, tanto como me ama Dios. Ni yo mismo.
Por tanto, decir “hágase tu voluntad” es ponerme en la mejor de las manos; es hacer la mayor profesión de alegría que se puede hacer en este mundo. El creyente, como Pablo, sabe de quién se ha fiado (cf. 2 Tim 1,12).
Si he hablado del gozo, tengo que recordar ahora la valentía o entereza que también acompaña a la esperanza cristiana, según la carta a los Hebreos (3,6). El cristiano sabe que la aceptación de la voluntad de Dios es fuente no de un gozo beato y estúpido sino de una alegría valiente y osada, que la voluntad de Dios no anula sino que espolea el esfuerzo de la voluntad de los hombres. Para los hombres que rezan con sinceridad “hágase tu voluntad” la oración no es morfina sino aguijón.

Y por fin, los cristianos que rezan “hágase tu voluntad”, los cristianos que dicen con verdad “¡hasta mañana si Dios quiere!”, los que aman, aceptan y realizan la voluntad del Padre, solamente esos cristianos viven en la paz del corazón, que es regalo del Espíritu. En aquella paz del corazón que parece desbordar de la experiencia de los hombres que han rezado como Carlos de Foucauld:

Padre,
me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras.
Sea lo que sea.
Te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo
con tal que tu voluntad
se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te encomiendo mi alma,
te la entrego
con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo
y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.

martes, 23 de junio de 2015

Venga a nosotros tu reino. Félix García López.

Venga a nosotros tu reino
FÉLIX GARCÍA LÓPEZ

Seguramente muchos lectores habrán tenido la oportunidad de visitar Tierra Santa; y probablemente la mayoría, sino todos, habrán visto, al menos en fotografía, lugares tan santos y entrañables para un cristiano como el monte de los Olivos, el Calvario, el lugar de la Ascensión, etc. Recordarán que en Jerusalén, sobre la cima del monte de los Olivos, muy cerca del lugar tradicional de la Ascensión de Jesús a los cielos, se conserva una gruta en la que, según una tradición cristiana, Jesús se retiraba con sus discípulos para instruirles y para orar.
Ya en los primeros siglos del cristianismo se bautizó a esta cueva con el nombre de “Gruta de las enseñanzas”. Posteriormente los cruzados la denominaron “Gruta del Pater”, por considerar que Jesús enseñó allí por primera vez el padrenuestro o que allí lo recitó con frecuencia.
Gruta del Pater” o “Gruta de las enseñanzas”, ambos nombres se adaptan muy bien a las tradiciones evangélicas sobre el padrenuestro. El evangelista Lucas presenta así los hechos:
“Y se dio e! caso de que estaba Jesús en un sitio rezando y cuando acabó le dijo uno de sus discípulos: ‘Señor, enséñanos a rezar, como también Juan enseñó a sus discípulos’. Jesús les dijo: cuando recéis decid: Padre nuestro…’” (Lc 11, 1ss).
Tres veces se repite, en estas fórmulas introductorias al padrenuestro, el verbo “rezar” y dos veces el verbo “enseñar”. El padrenuestro nace, según esta tradición evangélica, como una auténtica oración y como una verdadera enseñanza.
Que naciera o no en una gruta, nada dicen expresamente los evangelistas, sí bien algo pudiera inferirse en este sentido del evangelio de Mateo. En las palabras que preceden al padrenuestro, Mateo recoge las siguientes enseñanzas de Jesús:
“Cuando recéis no seáis como los hipócritas, que son amigos de rezar en pie en las sinagogas… En cambio, tú cuando reces entra en tu habitación… y reza a tu padre en lo oculto… así: ‘Padre nuestro…’ “ (Mt 6, 5ss).
El padrenuestro surge, pues, como un modelo de oración, a petición de los discípulos de Jesús. El esquema de esta oración es bien sencillo; después de una invocación, siguen dos series de deseos-peticiones: en la primera, de amplios horizontes, se pide la implantación a nivel cósmico de los designios de Dios; la segunda mira a las necesidades personales de los discípulos.
Para percatarnos mejor de las amplias perspectivas de la primera serie de peticiones, entre las que se encuentra el ‘venga a nosotros tu reino”, conviene que nos fijemos en la invocación de la introducción: “Padre nuestro que estás en los cielos” y en la última petición “hágase tu voluntad así en la tierra como en los cielos”. Cielos y tierra son, evidentemente, dos dimensiones cósmicas, que constituyen el marco de la primera parte del padrenuestro. Entre estos dos puntos se halla encuadrada, como elemento central, la petición “venga a nosotros tu reino”. En ella se desea y se pide que el reino de los cielos venga a nosotros, que estamos en la tierra. Nuevamente se dan cita aquí las dos dimensiones señaladas.

¿Qué reino?
Pero… ¿cuál es la verdadera naturaleza de ese reino, cuya venida se desea y se pide en el padrenuestro? ¿A qué realidad hacía referencia Jesús cuando invitaba a sus discípulos a orar al Padre diciendo: “venga a nosotros tu reino”? Y ¿qué entenderían los discípulos al escuchar estas palabras de labios de su Maestro?
Para responder adecuadamente a estas preguntas tenemos que examinar las enseñanzas de Jesús sobre el reino de Dios y las creencias y las esperanzas de los discípulos, y de una buena parte del pueblo de Israel, acerca de una intervención del Señor con el fin de implantar su reino en el mundo.
Como los primeros discípulos, también nosotros queremos ahora seguir los pasos de Jesús; y lo vamos a hacer poniéndonos a la escucha del Maestro, rememorando sus palabras, dejando que sus enseñanzas (acompañadas de algunos comentarios) discurran poco a poco por nuestra mente y que desciendan a nuestro corazón. Que esa palabra de Dios, siempre viva y operante, fecunde una vez más nuestro espíritu de hijos de Dios que nos hace clamar: “Padre, venga a nosotros tu reino”.
De todas las enseñanzas de Jesús, a lo largo de los tres años de su ministerio público en Palestina, el mensaje sobre la venida del reino de Dios es, sin duda alguna, el central; en torno a él se aglutinan los demás. La idea del “reino de Dios” o su equivalente “reino de los cielos” es como la osatura que sustenta toda la predicación de Jesús. (Nada más normal, por tanto, que la petición “venga a nosotros tu reino” ocupe el centro del padrenuestro en el que se sintetiza, en cierta manera, la predicación del Maestro.)
La enseñanza de Jesús llegaba en un momento en el que el pueblo de Israel esperaba y ansiaba ardientemente la aparición del reino de Dios. Para comprender estas esperanzas y estos anhelos del pueblo conviene echar una rápida ojeada a la historia de Israel, es decir, a la historia del pueblo que vio nacer a Jesús y en el cual se arraiga su mensaje sobre el reino de Dios.
La verdad es que el pueblo de Israel tenía una experiencia relativamente larga de lo que era un reino. Efectivamente, la monarquía israelita surgió en el siglo XI a.de C. con Saúl y perduró hasta el siglo VI, concretamente hasta el año 587 a. de C., fecha de la conquista de Jerusalén, de la destrucción del templo y de la deportación a Babilonia.
En la etapa anterior a la monarquía, el pueblo de Israel estaba acostumbrado a pensar en términos de una teocracia, en la que Yahvé era el verdadero rey de Israel. Esta idea pervivió durante la monarquía y aún después de su desaparición. La monarquía en Israel surgió, no sin fuertes oposiciones, para hacer frente al peligro filisteo. En su mismo nacimiento, el pueblo albergaba una gran esperanza: verse liberado de las amenazas de las otras naciones. Bien pronto el rey David tradujo esta esperanza en una realidad, al dominar a los filisteos y ensanchar considerablemente las fronteras de su reino. Esto provocó una reacción favorable a la monarquía, particularmente al rey David, en quien vieron el lugarteniente de Dios, a su ungido o mesías, al representante legítimo de Dios en la tierra.
 En David, Dios había llevado a feliz término las promesas hechas en otro tiempo a los patriarcas; y a David se ligaba ahora una nueva promesa divina. Yahvé, por medio del profeta Natán, hacía llegar al rey David este oráculo: Tu casa y tu realeza permanecerán firmes para siempre ante Mí: tu trono será estable por siempre” (2 Sam 7, 16).
Esta promesa y este privilegio, concedido por Dios a David, no era exclusivamente personal, sino que era una prerrogativa de todos los sucesores de David en el trono. Consiguientemente, las creencias y las esperanzas del pueblo de Israel, relativas a la venida del reino de Dios y a la salvación del pueblo, se canalizaron normalmente a través de la dinastía davídica; es decir, sería un rey del linaje de David quien aportaría la liberación definitiva al pueblo de Israel. El desarrollo de los acontecimientos en el reino de Israel, escenario de sucesivas crisis y fracasos políticos, incitó constantemente a profetas de Israel a interrogarse sobre el sentido exacto del oráculo de Natán.
Algunos profetas pensaron que este oráculo no era válido para la dinastía de David en su conjunto e indistintamente, sino que había de ser entendido en el sentido de un rey ideal y de un reino ideal más o menos lejano. La caída de Jerusalén, esto es, el fin de la monarquía, reforzaría considerablemente esta interpretación. Después de este desastre nacional, Israel difícilmente podía esperar un resurgimiento político por sus propias fuerzas. Cuanto menor era esta esperanza tanto mayor era la expectación de una intervención futura de Dios a favor de su pueblo.
Esto hizo que paulatinamente se fuera perfilando, en el horizonte político y religioso de Israel, la figura ideal de un Mesías, de un príncipe de la paz. Se actualizaba así la promesa a David, pero con proporciones sobrehumanas, al esperar un rey cuyo glorioso principio y cuya paz no tendría fin en el trono de David y en su reino (cf. Is 9, 1ss).
Este rey ideal —diseñado en el libro de Isaías y en otros textos proféticos— era el Enmanuel, en quien los evangelistas descubrirían a Jesús, el Mesías, el Cristo, el hijo de David. A su persona y a la época en que vivió, a su palabra y a su obra vamos a dedicar ahora algunas reflexiones.

En tiempos de Jesús
La esperanza de Israel en la venida del reino de Dios era tan viva como heterogénea. Israel llevaba ya varios siglos sometido al dominio de otras naciones. Deseaba ardientemente verse liberado de sus opresores, concretamente de la dominación romana; aguardaba con ansia el momento en que Dios congregara y rigiera de nuevo a Israel, más aún, de que Dios gobernara toda la tierra por medio de su ungido o mesías.
Esta esperanza estaba muy difundida en los medios populares y de ella nos ha quedado constancia en los evangelios y en otros escritos de la época. 

Los mismos discípulos de Jesús esperaban la llegada de un reino justo, sí, pero meramente humano y terreno; aguardaban que Jesús restaurara el reino de Israel. Lucas dice que los discípulos de Jesús “creían que el reino de Dios —entendido como la restauración nacional de Israel— iba a aparecer inmediatamente” (Lc 19, 11).
Quizá por esto los discípulos comenzaron a preocuparse por los puestos. Un buen día:
“Se acercaron a Jesús Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, a decirle: Maestro, queremos que nos hagas lo que te pidamos. El les dijo: ‘¿Qué queréis que yo os haga?’ Ellos le dijeron: ‘Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en el esplendor de tu reino’. Pero Jesús les dijo: ‘No sabéis qué pedís…’ (Mc 10, 35ss). 

En la última cena, hablando Jesús con sus apóstoles de la proximidad del reino, éstos discutían entre sí sobre quién sería el mayor. Jesús aprovechó esta ocasión para enseñarles cómo los reyes de las naciones las dominan y cómo entre los apóstoles no tiene que ser así: el mayor ha de servir al menor y el que manda ha de comportarse como el que sirve (Lc 22, 24ss).
Pero la lección de Jesús no bastaría, como tampoco había sido suficiente todo el largo período de su predicación y enseñanza. Los discípulos seguían pensando que Jesús iba a erigir un reino político-religioso, de tipo nacional, un reino que, si era necesario, se impondría por la fuerza y se defendería con las armas. De aquí que los discípulos que estaban junto a Jesús en el huerto de Getsemaní, en la noche del prendimiento, le preguntaron: “Señor, ¿atacamos a espada?” (Lc 22, 49). Y Pedro desenvainó la espada e hirió a un esclavo del sumo sacerdote (cf. Jn 18, 10).
Después de la muerte y de la resurrección de Jesús, los discípulos de Emaús manifiestan las esperanzas que se habían forjado acerca del reino predicado por Jesús: “Nosotros esperábamos –dicen— que fuera El (Jesús) quien iba a liberar a Israel” (Lc 24, 21).
Incluso en el momento de la Ascensión se expresa una esperanza de este tipo en la pregunta de los discípulos a Jesús: “¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?” (Hch 1, 6). 

Esta esperanza religioso-nacional de los discípulos de Jesús —y de una buena parte del pueblo— se daba la mano con la idea-esperanza en Jesús, hijo de David, a quien Dios daría el trono de su padre.
Mateo abre su evangelio con estas palabras: “genealogía de Jesucristo, hijo de David” (Mt 1, 1) y Lucas, al presentar el anuncio del ángel a María, hace referencia explícita al oráculo de Natán:
“Mira, dice el ángel a María, concebirás en tu seno, y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús. El será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de su padre David, reinará sobre la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 31-33).

Por su parte, el evangelista Marcos transmite la aclamación de la multitud con ocasión de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén: “Bendito el reino que viene de nuestro padre David” (11, 11).
En realidad, Jesús nunca rehusó el título mesiánico “hijo de David”, pero probó sobradamente, con sus palabras y con sus obras, que este título, por sí solo, no bastaba para expresar el misterio de su persona y de su misión.
Para no incurrir en algún malentendido, Jesús pedía a los enfermos, que le aclamaban como “hijo de David”, que mantuvieran en secreto el hecho de su curación. Tal vez quería prevenir Jesús que las masas populares o algún grupo más extremista confiriera a su filiación davídica un alcanee político. El reinado de Dios, predicado por Jesús, no consistía, ciertamente, en una teocracia nacional, de tipo religioso-político. Jesús tenía una concepción muy distinta del reino de Dios; cuál fuera esta concepción es lo que ahora vamos a considerar.

El cumplimiento de la promesa
Marcos coloca al comienzo de la vida pública de Jesús un texto programático en el que se sintetiza toda la predicación del Señor sobre el reino de Dios.
“Después que Juan fue entregado, Jesús fue a Galilea, predicando el evangelio de Dios y diciendo: se ha cumplido el tiempo y ha llegado el reino de Dios. Arrepentíos y creed al evangelio” (1, 14-15). 

Lucas, en cambio, encabeza la predicación de Jesús con un episodio bastante diferente, pero que tiene también un valor programático. Este evangelista presenta así los hechos:
‘Llegó Jesús a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró en la sinagoga en día de sábado, y se levantó a leer. Se le entregó el volumen del profeta Isaías Y al desplegar el volumen encontró el pasaje donde estaba escrito:
‘El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ungió;
me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a predicar liberación a los cautivos y vista a los ciegos;
a enviar en libertad a los oprimidos,
a predicar un año de gracia del Señor.’

Cuando enrolló el volumen y lo entregó al ministro, se sentó. En la sinagoga, los ojos de todos estaban clavados en él. Y empezó a decirles: ‘Hoy se ha cumplido esta escritura ante este auditorio’ “ (Lc 4, 16-21). 

Una nueva era
Tanto Marcos como Lucas, pese a las muchas diferencias existentes entre ellos, coinciden en señalar que con Jesús comienza una nueva era, al realizarse lo que durante tanto tiempo se había estado esperando y preanunciando: ‘el tiempo se ha cumplido”; “hoy se cumple esta escritura”. La nueva etapa de la historia de la salvación aparece en este discurso programático de Jesús misteriosamente vinculada a su persona, a su palabra y a su obra. Con la aparición de Jesús se ha cumplido el tiempo, el reino ha llegado Por eso, “preguntado por los fariseos cuándo llegaba el reino de Dios, Jesús les respondió:… el reino de Dios está entre vosotros” (Le 17, 20s). A los mismos fariseos, que le acusaban de expulsar a los demonios gracias a Belcebú, príncipe de los demonios, Jesús les responde que El expulsa los demonios gracias al Espíritu de Dios, lo cual —añade— es un signo manifiesto de que el Reino de Dios ha llegado (cf. Mt 12, 24ss). Es decir, mediante su obra Jesús derriba un reinado, el de Belcebú, y erige otro, el de Dios.
Esta presencia del reino, sin embargo, no impide a Jesús invitar a sus discípulos a orar al Padre diciendo: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6,10; Le 11, 2), la más clara expresión, quizá, del carácter futuro-escatológico del reino. Pero ¿cómo se explica que el reino de Dios existe ya y, sin embargo, aún se espera su venida?


El reino de Dios es una realidad presente, pero es también y sobre todo una realidad futura
Característico y decisivo en el mensaje de Jesús es proclamar el reino escatólogico de Dios como un reino cercano a los hombres. En Cristo Jesús, Dios salió al encuentro de los hombres; en el Hijo de Dios se unieron los cielos y la tierra, lo humano y lo divino, operándose así la cercanía del reino de Dios. “Con su palabra y con su acción, Jesús se adueña del hoy y hace de él el presente en el que se toman las decisiones del futuro definitivo”1.
El reino de Dios apunta hacia un futuro ya amanecido, pero aún por venir. El reino de Dios está presente en Jesús y en su obra, pero únicamente como anticipo de lo venidero.
“El reino de los cielos —decía el mismo Jesús— es parecido a un grano de mostaza que un hombre coge para sembrarlo en su campo; es la más pequeña de todas las semillas, pero, una vez desarrollado, es mayor que las hortalizas, y se hace un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo van a anidar en sus ramas’ (Mt 13, 31-32).
El reino de los cielos está ya presente en Jesús, pero tan sólo germinalmente lo mismo que el árbol se contiene en el grano, sin que aún haya alcanzado su pleno desarrollo, de forma que hay que esperar su consumación en el futuro.

La cercanía del reino de Dios en Jesús
Esta cercanía refleja también en todos los que habiendo reconocido esta presencia del reino de Dios en Jesús optan por seguirle. Es decir, la presencia del reino de los cielos no sólo se hace manifiesta en Jesús, sino también en sus discípulos, en su Iglesia (cf. Mt 16,18).
La Iglesia tiene la misión de testimoniar en la tierra la llegada del reino de los cielos. Los discípulos de Jesús han de ser sus testigos hasta lo último de la tierra (cf. Hch 1,8). Sí, testigos del reino o testigos de Jesús; cambia la expresión, pero la realidad viene a ser la misma.
Efectivamente, por su muerte y su resurrección, el Jesús predicador pasó a ser el Cristo predicado. Después de su muerte y su resurrección, Dios exaltó al Señor Jesús a su derecha (cf. Hch 2,32ss; Flp 2,9ss), ejerciendo así un reinado salvador por medio del Mesías glorificado. Jesús, en cuanto Cristo y Señor, pasó a ocupar el centro de la predicación apostólica. De aquí que ser testigos del reino de Dios o ser testigos de Jesús sea una misma realidad. En la perspectiva neotestamentaria, Jesús es rey sobre todo a partir de su resurrección y de su manifestación gloriosa. Consiguientemente, la Iglesia apostólica tiende a situar el reino de Dios y de Cristo, en su totalidad, al final de los tiempos.

Un reino de servicio
La resurrección de Jesús y el envío del Espíritu transformaron completamente a los Apóstoles. A la luz del Espíritu, los Apóstoles penetraron en el misterio pascual y en el verdadero sentido de la obra realizada por Dios en Cristo Jesús.  Comprendieron los discípulos la verdadera naturaleza del reino de Dios proclamado por Jesús. Pedro se dio cuenta que el reino de Dios no era de este mundo y que no era preciso defenderlo con la espada. Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, reconocieron en Jesús un libertador de una talla infinitamente superior al restaurador del reino de Israel que ellos se habían imaginado. Los Apóstoles que en la última cena se disputaban los primeros puestos en el reino se convencieron finalmente de que lo más importante en el reino de Dios no es sobresalir y dominar, sino servir; que servir es reinar. Esta fe y esta convicción pospascuales movieron a los primeros discípulos a optar definitivamente por Cristo, a consagrar su vida a la causa del reino, esto es, al servicio de Dios mediante el servicio a los hombres. Un servicio desinteresado y sin reservas, pues “nadie puede servir a Dios y a Mammón” (Mt 6,24). El auténtico servicio al reino de Dios es incompatible con el servicio al reino de este mundo. El antiguo pueblo de Dios, esclavo en Egipto, suplicaba a Faraón que soltara sus amarras y le permitiera ir al desierto para “servir” a su Dios (cf. Ex 5ss). La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, tiene que liberarse de todos los impedimentos de este mundo para desempeñar libremente su misión al servicio del reino de Dios.
‘Jesús, dice un teólogo actual, exige del hombre que se decida radicalmente por Dios. La opción es inequívoca: Dios y su señorío o el mundo y su señorío… Jesús mismo abandonó familia y profesión, hogar y patria. Y a otros hombres los sacó de sus vinculaciones familiares y sociales para que lo siguieran como discípulos. Pero no a todos invitó a dejar la familia, la profesión y la patria. No fue un revolucionario social. A todos, sin embargo, a cada uno en particular, invitó a la radical decisión: ¿A qué se quiere pegar, en definitiva, el corazón, a Dios o a los bienes de este mundo?”.

 La exigencia de amar a Dios con todo el corazón v al prójimo como a sí mismo constituye la quintaesencia de la ética del reino.
Creo que la Iglesia actual, como la Iglesia apostólica, los cristianos de hoy, al igual que los primeros discípulos de Jesús, todos los aquí presentes necesitamos constantemente de una revisión de nuestros criterios y de una adaptación a los grandes principios y a las grandes exigencias del reino. De un reajuste de nuestras concepciones, a la luz del Espíritu, para no reducir el reino de Dios a nuestras propias medidas e intereses para penetrar en el verdadero espíritu del reino de Dios y del Señor Jesús. A los discípulos de Emaús, Jesús no les pidió que renunciasen a sus proyectos humanos y a sus esperanzas concretas. Jesús les escuchó a lo largo del camino y se interesó por sus propios discípulos de Emaús se dijeron uno a otro: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino, cuando nos abría el sentido de fas Escrituras?” (Lc 24, 32).
Haciéndose eco de la fuerza de atracción ejercida por la palabra de Jesús no sólo sobre sus discípulos, sino también sobre todos aquellos que le escuchaban, un teólogo de nuestros días se pregunta: “¿por qué seducía la predicación de Jesús por su pureza, limpieza y claridad y, sin embargo, fue rechazada por la mayoría del pueblo y precisamente por sus dirigentes político-religiosos?” A esta cuestión el mismo teólogo responde aduciendo como razón el hecho de que el reino de Dios anunciado por Jesús “no es reino de poder político y de bienes terrenos, sino el señorío de Dios, que supone conversión y fe…”. Esta respuesta toca uno de los puntos centrales de la doctrina del reino. Efectivamente, en los umbrales de su vida pública, Jesús comenzó proclamando no sólo la llegada del reino de Dios, sino también las exigencias de este reino. Jesús decía: “El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios ha llegado; convertíos y creed al Evangelio” (Mc 1,15)
Desde aquel “primer” discurso de Jesús hasta nuestros días, esta invitación apremiante del Maestro no ha dejado de repetirse entre los hombres. Cada Miércoles de Ceniza, en los umbrales de la Cuaresma, la Iglesia recuerda a sus fieles este imperativo programático de Jesús, esta llamada ineludible a vivir la ética del reino de Dios. Mientras la mano del sacerdote traza la cruz sobre la frente de los cristianos, a prenden de nuevo aquellas palabras: “convertíos y creed al Evangelio”.
“La conversión y la fe, precisa un buen exégeta alemán, son en Jesús sólo dos caras de una misma postura fundamental. Sólo quien se convierte puede formarse la creencia de que el tiempo de salud ha llegado ya, y que el reino de Dios en su plenitud está ya a las puertas; y esta misma fe constituye de nuevo una conversión, puesto que incluye el reconocimiento de la culpabilidad ante Dios, así como la necesidad de salud, pero también la disposición para cumplir la voluntad de Dios conforme a los postulados radicales de Jesús” .

La conversión exige una transformación de la mente y del corazón, inclinados al dominio y a la autosuficiencia; autosuficiencia que lleva a construirse su propio reino, a instalarse en él y a olvidar el reino de Dios. Convertirse significa abandonar la propia suficiencia y la falsa seguridad en sí mismo para apoyarse en Dios, de la misma manera que el niño busca el apoyo y la seguridad en su padre. En cierta ocasión, relata el evangelista Mateo, “se acercaron los discípulos a Jesús diciendo: ¿quién será el más grande en el reino de los cielos? El, llamando a sí un niño, le puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 1-3). “Volver a hacerse niños” supone un cambio total en la vida del hombre adulto. Esta imagen empleada por el mismo Jesús toca el centro del sentido de la conversión, esencial en cualquier momento de la vida del cristiano. “Volver a hacerse niños“ significa aprender de nuevo a decir “papá”, Abba, en el sentido ya explicado. Convertirse, por tanto, significa aprender de nuevo a decir Abba, a depositar toda la confianza en el Padre celestial, a regresar al hogar paterno y a los brazos del Padre. La conversión del hijo pródigo consiste en hallar el camino para regresar al hogar paterno y a los brazos de su padre (cf. Lc 15, 11ss).
La conversión y la fe urgidas por Jesús como condición indispensable para tener parte en el reino de Dios, hacen que el hombre entre, ya desde ahora, en comunión con Dios y que eleve su corazón al Padre para pedirle con confianza filial “venga a nosotros tu reino”, anhelando la comunión definitiva con Dios, el reino consumado, la unión con su Rey en la gloria (cf. Lumen Gentium, 5).
La petición “venga a nosotros tu reino” apunta claramente al reino último, al reino ya consumado al final de los tiempos, a la gloria eterna. La Iglesia vive y realiza su misión en el mundo presente, pero es escatológica por su destino. Los cristianos por su bautismo resucitan con Cristo y participan ya en la tierra de su soberanía en los cielos.
“Dondequiera que haya hombres que se atrevan a pedir a su Padre celestial con confianza de niños y en nombre de Cristo la revelación de su gloria y que se digne concedernos aquí el pan de vida, y la cancelación de nuestras deudas, se está realizando, ya desde ahora, el reino soberano de Dios sobre las vidas de sus hijos… . “

Venga a nosotros tu reino
Al llegar al término de nuestro camino, tras las huellas de Jesús, a la escucha de su mensaje sobre el reino de Dios, volvemos con gusto al punto de partida: a Jerusalén, la ciudad santa, a la “Gruta de las enseñanzas” o “Gruta del Pater”, “cuna” de esa hermosa oración, de rasgos profundamente humanos y de dimensiones verdaderamente cósmicas, en la que se dan cita el cielo y la tierra. Pues, cada vez que suplicamos al Padre “venga a nosotros tu reino’ le estamos pidiendo que el reino de los cielos se haga presenté en la tierra, que El salga a nuestro encuentro en su Hijo Jesucristo, que envíe la fuerza del Espíritu para que nos ayude a seguir caminando hacia la patria prometida, hacia los nuevos cielos y la nueva tierra, anunciados en la segunda carta de San Pedro y contemplados por el autor del Apocalipsis (cf. 2 Pe 3,13; Ap 21,1). Allí, en los nuevos cielos y en la nueva tierra, reside la verdadera Jerusalén, nuestra madre, la patria definitiva de todos los rescatados (cf. Gal 4, 24 ss; Ap 21, 1-22, 5).
En la espera y esperanza, en el ansia y anhelo de contemplar un día esos cielos nuevos y la nueva tierra y de sentarnos con Cristo en la Jerusalén celeste, para tomar parte en el banquete del reino (cf. Lc 22, 28-30), que el Padre tiene reservado para los que le aman y guardan sus mandamientos, desde lo profundo de nuestro corazón seguimos clamando: “Venga a nosotros tu reino.”