miércoles, 5 de julio de 2017

El problema del mal en el mundo. Sayés.



José A. Sayés
Dios existe
Editorial EDAPOR
1982









EL PROBLEMA DEL MAL

La existencia del mal en el mundo ha aparecido a lo largo de los siglos como un obstáculo para creer en Dios. ¿Cómo se puede conciliar la existencia de un Dios creador, todopoderoso y bueno, con el hecho de la existencia del mal en el mundo?. Desde hace siglos el problema del mal pesa en la conciencia de muchos como un obstáculo contra la fe en Dios.
Berdiaev, converso a la fe cristiana, no veía personalmente en la existencia del mal un obstáculo para llegar a la fe en Dios, pero no dejaba de advertir que para muchos era el gran escándalo: 
<<La conciencia racionalista del hombre contemporáneo juzga que la existencia del mal y del sufrimiento es el principal obstáculo para la fe en Dios y el argumento más importante en favor del ateísmo. Parece difícil conciliar la existencia de Dios, del dispensador clementísimo y omnipotente, con la existencia del mal, tan temible y poderoso en nuestro mundo. Este argumento, el único serio, se ha hecho clásico. Los hombres pierden la fe en Dios y en el sentido divino del mundo, porque observan que el mal triunfa, porque experimentan sufrimientos carentes de sentido, engendrados por dicho mal>>.
Ya antes de Berdiaev otro compatriota suyo y ferviente creyente, Dostoiewsky, había expresado el problema del mal en términos parecidos. A propósito de la tentación de Cristo en el desierto escribía: <<Las piedras y los panes equivalen al actual problema social, a nuestro ambiente. No se trata de una profecía, esto ha existido siempre... Tú eres el hijo de Dios, por consiguiente tú lo puedes todo... Ordena que la tierra de ahora en adelante produzca sin trabajo, enseña a los hombres una ciencia y un orden que asegure el futuro de su vida, ¿no ves tú que los principales vicios y males humanos nacen del hambre, del frío, de la miseria y de la imposible lucha por la existencia? He aquí el primer problema que el espíritu del mal había planteado a Cristo>>.
Dostoiewsky expone en estas palabras el escándalo que el problema del mal representa para los hombres.

1) ¿Qué es el mal?

Al tratar el problema del mal en confrontación con la existencia de Dios es preciso definir antes, con la mayor objetividad y desapasionamiento, qué es el mal. Esto resulta difícil cuando sentimos el mal en nuestra propia carne, pues cuando el mal destila su veneno en nosotros es difícil analizar las cosas objetivamente, pero aquí es necesario hacerlo así, precisamente porque queremos basar la existencia de Dios en razones objetivas y no en sentimientos irracionales.
Los clásicos definían el mal como privación de un bien debido, privación de lo que es debido a un sujeto. Así lo definía Santo Tomás y, antes que él, los grandes padres de la Iglesia. Decía San Agustín: <<Alejándome de la verdad, yo pensaba que iba a su encuentro: porque no pensaba que el mal es la privación de un bien>>; <<el mal no es una sustancia, porque si fuera una sustancia sería bueno>>.
El mal es la privación de un bien debido. El que yo no tenga alas no es un mal; la ceguera en cambio es un mal, porque me priva de un bien debido, que es la vida.
Siendo una privación, el mal no tiene una entidad autónoma, sino que, como tal privación, es una carencia que padece algo que de suyo es bueno. Un hombre cojo, por ejemplo, carece de ciertas facultades que tiene un hombre normal, pero la carencia que padece (la cojera) se da en un hombre que, por 1o demás, es bueno. Es decir, no se da un mal absoluto, una cojera (por seguir el ejemplo) que exista en sí misma. El mal es siempre una privación que se da en algo que, por lo demás, es bueno. Pensemos en el demonio: a pesar de su maldad moral, el demonio, en cuanto criatura
inteligente, no deja de ser una criatura ontológicamente buena. El mal no subsiste en sí mismo.
Siendo esto así, no se da un mal absoluto, no puede existir un mal que sea el mal por esencia y causa de todo mal. Por consiguiente, no cabe establecer dos principios absolutos, el principio absoluto del bien y el principio absoluto del mal, como pretendía el dualismo maniqueo. Esta concepción dualista, venida a Occidente desde Persia, y que prende en el maniqueísmo y en sectas medievales como los cátaros y albigenses, es incompatible con la creencia en un Dios creador. Si las cosas de este mundo son creadas por Dios, en cuanto tales criaturas son buenas, y el mal no podrá ser otra cosa que las carencias que padecen cosas que de suyo son buenas. Como dice Journet, esta definición del mal como privación se ha elaborado bajo un cielo cristiano, bajo la fe en un dios creador.

2) El mal explicable

Antes de hablar del mal como escándalo ante Dios, Creador omnipotente y bueno, es preciso hacer una observación para encuadrar en su justa medida el escándalo que experimentamos por la existencia del mal, y no levantar farisaicamente la mano contra el cielo.
Se trata de caer en la cuenta de que una gran parte del mal que padece el hombre proviene del mismo hombre. Sobre este punto se podrían escribir varios volúmenes dedicados todos ellos a la responsabilidad del hombre ante el mal del mundo.
Los antiguos siempre pensaron que las principales calamidades que azotan a la humanidad son la peste, la guerra y el hambre.
Pues bien, cada vez más, a medida que la humanidad progresa, vamos cayendo en la cuenta de que el responsable de gran cantidad de enfermedades que asolan hoy en día al hombre es el mismo hombre. Limitándonos a algunas consideraciones, podríamos decir que las enfermedades que más muertes causan hoy en día a la humanidad son las que provienen de la sobrealimentación, las enfermedades del corazón, por ejemplo. Los pueblos atiborrados de comida mueren, en un gran porcentaje, por el colesterol y el ácido úrico. Por lo que respecta al cáncer, cada vez más se sospecha, y se conoce incluso, el influjo de la contaminación y de los colorantes que tienen los alimentos. Por lo que afecta a las enfermedades de los pueblos pobres, no cabe duda de que hoy en día una enfermedad como la tuberculosis es totalmente  curable y que sus causas se deben a la infraalimentación y a las condiciones de vida o alojamiento.
Hoy en día, con los recursos de los que disponemos, el hombre es absolutamente responsable del hambre en el mundo y hoy, como ayer, sigue siendo responsable único de la guerra.
Con estas consideraciones no pretendemos decir que el hombre sea responsable de todos los males que le afectan, de todas las enfermedades que le oprimen o de todas las desgracias que le aplastan, pero tenemos que darnos cuenta de que resulta sarcástico acusar al Creador, cuando nosotros somos asesinos, verdugos y explotadores de nuestros propios hermanos.
Otro tipo de mal que tampoco puede ser utilizado como pretexto contra Dios es el mal de la naturaleza en el sentido que explico a continuación. Me refiero a los males que experimenta la naturaleza misma y que son necesarios para el mantenimiento de la misma naturaleza. Es lógico, por ejemplo que la hierba deje de existir en aras a la alimentación de los animales. En este caso podemos decir que Dios Creador no sólo permite, sino que quiere indirectamente el <<mal>> para el bien total de la naturaleza. Nadie se escandaliza de un mal tan relativo y tan lógico.

3) El mal, inexplicable

El problema comienza cuando hablamos del mal que afecta injustamente al hombre, del mal que el hombre no causa de ninguna manera o que, causado por ciertos hombres, afecta injustamente a otros. Aquí no vale hablar, como en el caso anterior, de un mal que sea permitido en favor del todo. El hombre, ciertamente, es una parte del cosmos; pero es mucho más, es un centro personal, un todo personal que da incluso sentido a la marcha ascensional del cosmos, como si todo el mundo culminase precisamente en el hombre.
Aquí no vale justificar el mal del hombre como precio exigido por el bien del cosmos.
Hay una escena en La Peste de Camus que enmarca bien el problema al que nos referimos. La ciudad de Orán queda invadida por la peste y queda totalmente aislada con el fin de evitar el contagio. La peste se va cebando en sus habitantes, que van cayendo uno tras otro. En este contexto se entrecruzan dos personajes; el médico ateo Rieux (en el que podemos ver la figura de Camus) que, sin creer en Dios, se dedica a hacer el bien posible, y el jesuita Peneloux, que desde el púlpito de la catedral defiende la tesis de que el mal que padece la ciudad es justo castigo de Dios por los
pecados de los hombres.
Hay un momento en que el médico y el religioso jesuita se juntan ambos a cada lado de la casa de un niño afectado por la peste y que está en trance de morir acosado por dolores insufribles. En este momento el médico pregunta al padre jesuita: <<¿también este niño sufre como precio de sus pecados?> >, y es el momento en el que el protagonista (no olvidemos que representa a Camus) dice: <<estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados>>.
Este es el encuadre del problema. Pensemos en el caso de un niño subnormal, que, aparte de estar privado de sus facultades normales, hace sufrir a sus padres. ¿Es esto compatible con la existencia de un Dios omnipotente y bueno?. Y el dilema es tan claro como clásico: O Dios puede evitar este mal y no lo hace (y en ese caso no es un Dios bueno), o no puede evitado (y ello es signo de que no es omnipotente).
Llegados ya al filo del problema se impone precisar lo mejor posible la respuesta.

4) La respuesta de la razón

A veces oímos decir que el misterio del mal no encuentra en la razón contestación alguna, por lo que hay que recurrir a la revelación con el fin de obtener la respuesta adecuada. Indudablemente el misterio del mal no encuentra respuesta acabada y satisfactoria sino en la revelación, pero la razón puede y debe mostrar cómo la existencia del mal no elimina de suyo la necesidad de un Dios creador, aunque no sepa conciliar la existencia de ambos.
La razón puede mostrar con claridad, aunque no sepa explicarlo, que la existencia del mal no elimina la necesidad de la existencia de Dios. La razón tiene que reconocer que no sabe cómo conjugar los dos factores del problema, Dios y el mal, pero tiene que admitir que la existencia de uno (el mal) no elimina la necesidad de la existencia de Dios y por ello la razón quedará abierta a la posibilidad de una revelación de Dios, en la que Dios mismo dé respuesta acabada al problema del mal. Veamos cómo el mal no elimina la existencia de Dios.
Decíamos antes que el mal es la privación de un bien debido y que, como tal, se da en un ser que, por lo demás, es bueno. Recordemos el caso de la ceguera u otro cualquiera. El mal se da siempre como privación en algo que de suyo es bueno. Siendo esto así, se comprende que, por mucho mal que haya en el mundo, seguirá existiendo el bien y, por mucho desorden que exista, seguirá existiendo el orden. El mal hará que el bien y el orden de este mundo sean menores de lo que nosotros hubiéramos deseado; pero no podrá hacer desaparecer del todo el bien, el orden y la belleza, y este bien, este orden y esta belleza seguirán reclamando un Dios creador que explique y dé razón de su existencia. Con otras palabras, cuando hablamos del mal, olvidamos que, por mucho mal y desorden que existan en este mundo, seguirá existiendo el bien y el orden, y que éstos necesariamente seguirán reclamando la existencia de Dios. Nunca el mal del mundo conseguirá ser tan absoluto que destruya toda huella de bien y de orden, porque, por definición, el mal se da como privación en algo que, por lo demás, es bueno. Un niño subnormal tiene defectos, pero estos defectos no dejan de existir en un organismo que, por lo demás, es bueno. Un niño subnormal tiene defectos, pero no deja de tener sentimientos humanos y bellos, En una palabra, siempre queda en el mundo la maravilla del orden y de la perfección. En nuestro mundo asolado por el hambre, la guerra, la injusticia, hay, a pesar de todo, un orden tan maravilloso que nos fascina y una belleza que nos sobrecoge. Basta tener los ojos abiertos. De la misma manera que la madre de un niño subnormal sabe apreciar los valores y los sentimientos que, a pesar de todo, se dan en su hijo, la razón humana debe admitir que pasar del mal, existe en el mundo un orden tan maravilloso, que no puede provenir del hombre mismo. y puede asimismo comprender que este mundo, en lo que tiene de orden y en su propia existencia, no se explica por sí mismo y necesita la existencia de un Dios creador. Además, no podemos olvidar que toda enfermedad que padece el hombre proviene del influjo de causas naturales, que obran según su propia naturaleza y sus propias leyes. El hombre  es una parte del cosmos y está sometido a sus leyes. El problema nace cuando uno piensa que Dios podría evitar el mal y no lo hace.
Como decimos, la razón no sabrá conjugar estas dos realidades: Dios y el mal. Pero sabe que el mal no elimina a Dios. A este respecto decía un hombre lleno de buen sentido, J. Balmes:
<<El mal existe, es cierto; pero la providencia existe también, no es menos cierto; en apariencia son dos cosas que no pueden existir juntas, pero puesto que tú sabes ciertamente que existen, esta apariencia de contradicción no te basta para negar esa existencia. Lo que debes hacer, pues, es buscar el modo con que pueda desaparecer esa contradicción, y en caso de que no te sea posible, considerar que esta imposibilidad nace de la debilidad de tus alcances>> .
En consecuencia, lo que debe hacer una persona razonable es preguntar si Dios en alguna parte ha hablado y nos ha explicado el porqué y el para qué de la existencia del mal. La razón, que sabe que la existencia de mal no elimina la necesidad de Dios como explicación del orden y de la misma existencia de este mundo, debe estar atenta a ver si ese Dios creador se ha revelado en alguna parte.
Hay, pues, una luz para la razón. La oscuridad del mal no es tal que apague la luz de un mundo que de suyo es bueno y bello, y de un Dios creador del mismo. Hay que aprovechar la luz que tenemos y caminar con ella, preguntando si en alguna parte Dios mismo ha dado más luz al problema. No se puede dejar de avanzar porque no tengamos plena luz. Tenemos luz suficiente para caminar y buscar la luz definitiva. Naturalmente, si el mal que sufrimos tuviera la última y definitiva palabra, no sería posible creer en Dios. Si un niño tuviese que ser subnormal durante toda la eternidad, yo no creería en Dios, porque sería una prueba de la impotencia divina; pero si la revelación nos dice que el mal que padece ese niño no tiene la última palabra, y que incluso Dios puede sacar de él bienes superiores, entonces la razón humana habrá quedado plenamente satisfecha. La omnipotencia y la bondad divinas quedarían a salvo, si supiéramos que Dios permite el mal para sacar el bien.

5) La respuesta de la revelación

Dijimos en un principio que examinaríamos el problema de Dios desde la razón. Así lo hemos hecho hasta ahora e incluso hemos mostrado que la existencia de Dios viene exigida por un mundo que de suyo es bueno, y que sigue reclamando una razón de su existencia. Con todo, la respuesta satisfactoria al problema del mal no se puede lograr sino desde la revelación. Permitaseme apelar aquí a la revelación cristiana. No importa tanto que en este momento cambiemos de método; lo que importa es encontrar la verdad. Sólo la revelación cristiana nos da una respuesta cumplida al problema del mal. Podríamos reducir a cinco principios lo que nos dice sobre ello:
- Dios no quiso el dolor.
- El hombre es causa del pecado y del dolor.
- El mal injusto no tiene la palabra definitiva.
- Dios tolera el mal para sacar bienes superiores de él.
- El verdadero mal es el pecado.

Dios no quiso el dolor

El dolor no lo hizo Dios. El libro del Génesis nos cuenta cómo Dios lo hizo todo bien y libró al hombre del aguijón del dolor y de la muerte.
El hombre, de suyo, es de materia sensible y por ello está sujeto a la corrosión y al roce del dolor y, por supuesto, al aguijón de la muerte, es algo que de suyo pertenece a la ley de la corporalidad, que envejece y sufre la influencia del ambiente. Si, por ejemplo, una serpiente me pica y me mata, esto es algo lógico, que un agnóstico aceptaría como ley de vida.
El problema comienza cuando creemos en un Dios que es bueno y no evita tales cosas. Pero he aquí que Dios en sus planes primeros creó al hombre para hacerle partícipe de su felicidad, y, con sus dones preternaturales, le preservó del dolor y de la muerte. El mismo trabajo humano no aparece en el Génesis como un castigo, sino como la posibilidad de cooperar en la obra de la creación, sometiéndola al servicio del hombre. El trabajo aparece como la realización de la perfecta unidad entre el hombre y la naturaleza. No es fruto de una maldición, sino la llamada a una vocación digna de la inteligencia del hombre. El pecado del hombre fue lo que ocasionó la fatiga del trabajo.
Dios creó para hacer feliz al hombre. Ese fue su plan. Dios no quiso el dolor.

El hombre, causa del pecado y del dolor

La revelación nos ha mostrado de dónde proviene el mal. En primer lugar es preciso decir que, según la revelación, el mal que sufre cada persona en particular no va unido necesariamente
a su propio pecado, como pretendía la mentalidad tradicional en el Antiguo Testamento. En el libro de Job se desmiente la tesis de que los padecimientos son fruto y castigo de los pecados del que sufre. Elifaz, Bildad y Sofar defienden contra Job la tesis tradicional de que los sufrimientos que padece el hombre provienen de sus propios pecados. Job, por el contrario, apela a su inocencia y se somete al juicio de un Dios que aflige misteriosamente al justo.
 En el Nuevo Testamento todavía quedan huellas de la mentalidad tradicional. Ante el ciego de nacimiento que curó Jesucristo, preguntan sus discípulos si pecó él o sus padres para nacer ciego (Jn 9,2). A ello responde Jesucristo diciendo que no pecó ni él ni sus padres La misma doctrina de Jesucristo aparece respecto al hundimiento de la torre de Siloé en el que perecieron 18 personas. En este caso Jesucristo advierte que no por ello deben ser consideradas estas personas como más pecadoras que los demás habitantes de Jerusalén (Lc 13,4).
Según la revelación, el sufrimiento tiene su origen frontal en el pecado de Adán, en el pecado del primer hombre, que libremente rechazó la amistad infinita de Dios. El primer hombre, provisto de libertad, rechazó un amor infinito, con una decisión que encerraba en definitiva el deseo de ser el centro del universo. No nos compete estudiar aquí las dimensiones del pecado original. Baste recordar que por revelación sabemos que, en razón de nuestra solidaridad misteriosa con Adán, hemos nacido no sólo en pecado, sino con las consecuencias del pecado: enfermedad, dolor y muerte. Para aceptar, esto es preciso recordar que el pecado y sus consecuencias, lo mismo que la hondura y la seriedad del amor de Dios, sólo desde Dios pueden ser comprendidos en su profundidad. Sólo cuando nos acercamos a la profundidad del amor de Dios, se vislumbra la profundidad del pecado como ofensa a él. En la cruz de Cristo podemos comprender el alcance dramático del pecado humano como ofensa a Dios en persona.  La cruz y el dolor de Cristo son, antes que nada, una muestra clara de la hondura del pecado humano como ofensa a Dios.
El mal injusto no tiene la última palabra

Pero esta cruz de Cristo es al mismo tiempo la respuesta más grande que se haya dado jamás al problema del mal. Dios mismo en persona viene en la cruz a llenar con su presencia el dolor humano. La cruz de Cristo nos enseña en primer lugar que Dios nos ama incluso cuando nos encontraríamos en una situación dolorosa e insoportable. Ante el Dios de la cruz no se puede dudar, porque nos muestra un Dios que no es ajeno al dolor. Todo dolor humano, cuando se vive desde la fe en Cristo, tiene así el contrapunto de su presencia amorosa. Lo trágico del dolor, lo verdaderamente angustioso, es sufrido a solas, y lo trágico del dolor queda suprimido cuando se sufre con Cristo y en Cristo.
Pero hay más; la cruz de Cristo es la victoria sobre el dolor. Por la resurrección de Cristo, de la que un día participaremos también nosotros, sabemos que no hay dolor injusto que sea definitivo. La resurrección de Cristo proclama la victoria definitiva sobre el dolor y la muerte. Proclama y anuncia a todo el mundo que el mal está definitivamente vencido, que el mal no tiene la última palabra, puesto que 1a etapa definitiva de nuestra salvación en el cielo desconocerá el azote del mal y del dolor, ya que nos espera definitivamente el triunfo y el gozo sin límites. Esta es en el fondo la suerte definitiva para los que aceptan la redención de Cristo. Dios nos ha creado sobre todo para permitirnos gozar un cielo eterno en el que no habrá sombra alguna de sufrimiento. ¡Creados para una felicidad eterna!
No creemos en el fondo que la meta de nuestra vida sea el cielo o, si lo creemos, estamos más bien resignados a ir a él, lamentando que un día tengamos que dejar nuestra tierra. Es increíble hasta qué punto hemos perdido la esperanza cristiana. ¡Estamos resignados a ir al cielo! No esperamos en él, no soñamos con él.
No sé dónde leí algo que puede servir de comparación ilustrativa. En un campo de concentración nazi, ante el panorama de una prisión de por vida, un prisionero consiguió habituarse a la vida increíble de aquel lugar. Trabó amistad con uno de los centinelas y no tuvo escrúpulos en denunciar ciertos hechos de sus compañeros. A cambio, se le asignó un trabajo menos duro y consiguió el privilegio de algunos cigarrillos. De este modo había sabido sacar partido de una situación insoportable.
Pues bien, este prisionero fue el único que no gozó con la llegada de la liberación. La libertad auténtica no era para él libertad. Nunca la había esperado, tampoco la podía disfrutar ni compartir, pues había vendido la amistad de sus compañeros al precio de unos cigarrillos.
A veces, da la impresión de que con nuestro amor a la tierra vendemos el cielo al precio de unos cigarrillos.
Es curioso que en múltiples ocasiones se utiliza la existencia del mal en el mundo como arma contra el cristianismo, cuando, según la doctrina cristiana la finalidad última del hombre no es otra que el gozo eterno en el cielo, y no la instalación perfecta en este mundo. La finalidad del cristianismo, fundamental y primordialmente, es de tipo sobrenatural y trascendente, de tal modo que, si lo despojamos de esta vocación última, lo hacemos ininteligible. El cristianismo no ha pretendido jamás que la finalidad última del hombre sea, en expresión de Tresmontant, instalarse lo más cómodamente posible en este planeta para pasar felizmente el resto de nuestros días en una casita con jardín. Es cierto que el amor por los demás nos debe llevar a suprimir en la medida de lo posible el mal que el hombre padece. Así lo hizo Cristo con sus curaciones y así lo debemos hacer nosotros creando un mundo más justo y habitable.
Pero no podemos olvidar que Cristo realizaba sus milagros como signo de un orden superior, que es el orden de la gracia. En la curación del paralítico de la que nos habla San Marcos (2,1-12) Jesucristo lo cura de la parálisis como signo de una curación más honda, que es el perdón de los pecados. Cristo, que curaba las enfermedades del hombre, que se compadecía por el dolor de éstos y que tendía su mano amorosa a toda necesidad humana, decía: <<Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura>> (Mt 6, 33), y por añadidura entiende Cristo el comer y el vestir.
Por eso el cristiano sabe que; antes y después de nuestro trabajo por los demás, queda siempre la vida en Dios, la vida de la gracia, como fundamento de una esperanza sin límites. Las bienaventuranzas no son un insulto contra el hombre, no son una renuncia al progreso, son la proclamación de la alegría por encima de todo progreso y por encima de toda situación humana, incluida la del dolor, porque no hay fracaso humano para el que tiene la esperanza puesta en Cristo.
Finalmente es claro que la existencia de la muerte no es algo que se pueda objetar contra el cristianismo. Cristo resucitado ha vencido definitivamente a la muerte, y con Cristo el creyente espera en su propia resurrección. La muerte no puede ser sentida como una injusticia por aquél que sabe que es un paso hacia una vida de felicidad. Por eso si alguien tiene derecho a la alegría es el cristiano. <<¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? >>. Así canta la pascua cristiana.
Así, pues, no es objeción válida contra el cristianismo la existencia del mal y del dolor que hacen que este mundo no pueda ser la instalación perfecta del hombre. Ser la objeción válida contra el cristianismo la existencia de un mal injusto que fuese definitivo; no la existencia de un mal que no es definitivo y que incluso Dios puede permitir para conseguir bienes mayores.

Dios tolera el mal para sacar bienes superiores

Como decimos, el mal no puede ser motivo de escándalo, si Dios se puede servir de él para sacar bienes superiores. Una vez que el mal apareció en el mundo Dios podía haberlo suprimido, pero prefirió aprovechardo para sacar de él bienes mayores. Dios aprovecha el mal para sus planes de bendición y misericordia. Decía San Agustín que ni el mal ni el pecado los había tolerado Dios si no fuera tan grande su omnipotencia y su bondad que aún del mal pudiera sacar el bien: <<Dios ha juzgado que sacar el bien del mal es mejor que no permitir la existencia de algún mal>>.
Cuando tengamos la perspectiva del cielo, veremos cómo ciertos acontecimientos, que nosotros juzgamos como males, sirvieron para nuestra salvación. Dios, que lo ve todo, tiene una lógica que a nosotros, hombres de poca fe, nos parece a veces inaceptable. Nos falta la perspectiva de Dios.

El verdadero mal es el pecado

El verdadero mal para el cristiano es el pecado (mal moral), el oponerse libremente a la amistad paternal de Dios, rechazándola hasta el fin. Pero el pecado es el precio de la libertad. Si Dios se expuso al riesgo del pecado, es porque ha querido darnos el don magnífico de libertad, y no podría ser de otro modo, porque sólo el amor que nace de la libertad es auténtico amor. Dios quiere que el hombre se realice en el amor, y el amor responsable y consciente implica necesariamente el ejercicio de nuestra libertad. Donde no hay libertad, no hay amor verdadero.
El misterio del pecado tiene, pues, su raíz última en el misterio de nuestra libertad; libertad con la que todo hombre puede llegar a ser mezquino, ruin y miserable, o virtuoso, héroe y santo. El hombre es capaz de odiar, de matar por tonterías, de traicionar lo más sagrado, de ultrajar lo más venerable, y es también capaz de sacrificarse por los demás, de servir sin precio, de perdonar hasta el  más noble, lo más bello, lo más limpio.
El hombre elige y con ello elige su destino eterno. Nos asusta que el hombre pueda elegir su destino eterno y es que, en el fondo, nos asusta nuestra libertad; libertad que sólo Dios puede crear y que nadie respeta como él, incluso cuando paga en la cruz sus consecuencias.