JOB O LA REBELIÓN DESDE EL
MAL
No es lo mismo tratar del dolor y del sufrimiento que hablar
desde el dolor y desde el sufrimiento. No tiene la misma relevancia una
reflexión filosófica sobre el dolor, desde una postura cómoda y serena de quien
la hace, que el grito desgarrado de quien sufre la tragedia dolorosa,
frecuentemente irracional e incluso absurda.
Los filósofos podrán escribir profundos y bellos discursos
sobre el mal en cuanto sufrimiento, como se ha hecho frecuentemente a lo largo
de la historia, pero sus especulaciones nos dejan fríos y nos convencen poco.
Sin embargo, cuando alguien nos lo cuenta desde su propia experiencia, sentimos
la fuerza misteriosa de encontrarnos ante un misterio que rebasa el poder de la
comprensión racional. De ahí la importancia y atracción de los personajes que
han encarnado y transmitido esa zona oscura del sufrimiento, y han logrado
describirlo y expresarlo como experiencia dramática y como razón o sinrazón de
la existencia.
Uno de esos personajes fascinantes y misteriosos, que habla
desde el sufrimiento con pasión y rebeldía, es Job, al que han recurrido con
admiración tantos pensadores, escritores y artistas, y del que se han hecho las
más extrañas y extraviadas interpretaciones.
Job se ha convertido en un prototipo singular del dolor
humano y sigue siendo un personaje insoslayable cuando se quiere abordar el
tema del mal y del sufrimiento. Ante las preguntas de porqué el mal y quién es
el culpable del mal y del sufrimiento, sobre todo de los inocentes, quedamos mudos
y sin respuestas convincentes. Y muchos discursos sobre el tema estarían mejor
si no se hicieran o se hicieran de otro modo.
Job era «hombre piadoso, justo y honrado, religioso y
apartado del mal» (Job 1,1). Tenía todas las condiciones humanas para ser feliz
y, de hecho, lo era. Gozaba de bienestar corporal y de gran prosperidad
económica, incluso tenía buen número de hijos e hijas, bellos y felices. Un
padre de familia orgulloso y socialmente encumbrado. Hombre de éxito y de
prestigio.
Dios se siente orgulloso de su siervo singular. Incluso se
ufana de él en una sorprendente y concurrida reunión en el cielo que él
presidía. «Un día fueron los ángeles y se presentaron al Señor; entre ellos
llegó también Satanás» (1,6). Reunión que da mucho que pensar y reflexionar,
porque entre los ángeles buenos estarían también los malos, es decir, los
demonios, pues es de suponer que Satanás iría con su tropa y su séquito, que no
debe ser pequeño.
Se presume y se deja entrever que en esta reunión, Satanás
llevaría a Dios el cuento de que en el mundo todo iba muy mal. Algo parecido
como hizo la serpiente con Eva, exagerando. «Si tú, Dios, has creado
todos los seres, ¿por qué allá abajo las cosas van tan mal», insinuaría
malignamente el diablo.
Aquí nos encontramos con una sorpresa, por no decir un
desconcierto: si Dios es el bien absoluto y el diablo el mal radical, ¿por qué
Dios entra en diálogo con lo demoníaco? Podemos intuir que en este encuentro se
da un desafío y se entra en un juego en el que hay un experimento y una prueba,
por no decir una complicidad. Ese experimento es Job.
Para desmentir al diablo de que en el mundo no todo va
fatal, Dios le presenta el ejemplo de Job, modelo de hombre bueno y apartado
del mal. Pero Satanás aprovecha la ocasión para provocar a Dios. Por eso le
espeta: «¿Y crees tú que la religión es desinteresada?» (1,9). Claro, no
va a ser bueno Job si tu le has protegido y mimado, le has dado buena salud,
buena economía, estupendos hijos y le has regalado todo lo mejor. Así cualquiera
es bueno. «Pero tócale sus intereses y te apuesto a que te maldecirá en
tu cara» (cf. 1,10-11).
Parece muy audaz y atrevido el diablo, pero Dios entra en el
juego o cae en la trampa. Y llega el experimento. ¿Es solo un juego, un
experimento o una apuesta de Dios con la complicidad del diablo? Sea como
fuere, lo cierto es que Dios dialoga y hace una especie de contrato con lo
satánico, con el mal, con lo oscuro. Dios en Job juega con el límite demoníaco.
Este Satanás no se presenta aquí como un adversario de Dios
sino simplemente como un provocador y un escéptico ante las certezas divinas.
Es un tanteador, porque sondea, y un provocador, porque incita. No ofrece el
rostro de un ser demoniaco sino de fiscal y acusador, que actúa con permiso y
encargo divinos.
Dios hace una especie de apuesta y deposita toda su
confianza en el hombre Job, porque conoce su piedad y su verdad, mientras
Satanás apuesta por la persuasión de que esa piedad es interesada y Job cederá
ante la presión del sufrimiento. Satanás no discute que Job sea bueno y
piadoso. Lo que se discute y se cuestiona son los motivos de su piedad y
bondad. Detrás de toda esa provocación está la cuestión de si es posible ser
bueno y apartado del mal si ello no se hace por gran interés y buena recompensa.
Esa es la cuestión. Si para Dios todo es gratuito, para el diablo nada hay
gratuito y nada se hace sin factura. Tal vez eso de la gratuidad sea un buen
criterio para valorar la calidad de las acciones y de los hechos, tanto a nivel
divino como humano.
Con el permiso divino, el diablo aniquila los bienes de Job y más tarde destruye a sus hijos, pero no tiene el permiso para tocar su persona. Ante tanta desgracia, Job soporta con gran entereza la noticia del desastre familiar y económico:
Con el permiso divino, el diablo aniquila los bienes de Job y más tarde destruye a sus hijos, pero no tiene el permiso para tocar su persona. Ante tanta desgracia, Job soporta con gran entereza la noticia del desastre familiar y económico:
Desnudo salí del vientre
de mi madre
y desnudo volveré a él.
El Señor me lo dio,
el Señor me lo quitó;
bendito sea el nombre del Señor (1,21).
Radical sumisión a la providencia. Sin embargo, Satanás es
insaciable, no se para ahí y pone otro desafío más audaz, diciendo que, si se
toca directamente la persona del interesado, ciertamente que maldecirá a su
creador, pues sigue insistiendo en que la piedad y la bondad son siempre
interesadas y egoístas. Entonces le dijo Dios: «Haz lo que quieras con
él, pero respétale la vida» (2,6). Inmediatamente «Satanás se marchó e hirió a
Job con llagas malignas desde la planta del pie a la coronilla» (2,7). Ante
esta situación horrorosa de dolor y sufrimiento, Job no hizo nada insensato
contra Dios (2,10), aunque comienza a quejarse de su destino: «Muera el día en
que nací», «que ese día se vuelva tiniebla», «¿por qué al salir del
vientre no morí o perecí al salir de las entrañas?» , «vivo sin paz y sin
descanso entre continuos sobresaltos», etc. (cf. 3,3-26). Ante tanto dolor acumulado
en su cuerpo y en su espíritu, le sobreviene además el dolor del abandono de la
sociedad y de la familia. Pero un sinsabor y amargura especiales y dolorosos le
llegan de su mujer, que no solo no se compadece ni lo ayuda ni lo comprende,
sino que incluso llega a desearle la muerte: «¿Todavía persistes en tu
honradez? Maldice a Dios y muérete» (2,9). Personaje siniestro es esa mujer.
La mujer de Job, sin nombre, es más radical y perversa que
Satanás, ya que le incita a la muerte, mientras que aquél se limita solo a
deteriorarlo físicamente. Puede pensarse que el diablo tentó a la esposa de Job
para lograr lo que a él no se le permitió. Aquí la mujer no invita al eros
sino al nirvana, no estimula la creación sino la destrucción, no es
portadora de vida sino de muerte. La mujer pierde aquí su papel de esposa y de
madre, para convertirse en tirana y fatal y con ello muestra la zona más oscura
y perversa que la habita. No obstante, Job defiende su inocencia y se pregunta
el porqué del mal que padece, pues lo considera injusto, ya que él no se lo
merece. Esta queja se va acentuando hasta convertirse en una acusación, en un
proceso contra Dios en el momento en que le visitan tres amigos y le abordan su
situación desde una teología del Dios justo.
La tesis de estos apologistas de Dios, y teólogos de turno,
es que todo el mal del mundo, como los padecimientos de Job, es un castigo de
Dios por las injusticias y pecados. Por eso exhortan a. su amigo que reconozca
sus faltas y pecados, y admita su responsabilidad. Que no se empeñe en defender
su inocencia, pues es culpable. Si Job sufre, la culpa es suya.
Job se rebela contra las tesis de sus amigos, al mismo
tiempo que los acusa de sus convencionalismos y doctrinas de manual. El acepta
el sufrimiento pero no admite ser culpable y, por tanto, defiende su inocencia.
Por eso dice: «Soy inocente; no me importa la vida, desprecio la
existencia» (9,21). Después, la palabra de ese cristo doliente sube de tono y
acusa a Dios de que él haya permitido un mundo moralmente desordenado: «Dios acaba con inocentes y culpables; si una calamidad siembra muerte
repentina, él se burla de la desgracia del inocente; deja la tierra en poder de
los malvados y venda los ojos a los gobernantes: ¿quién sino él lo hace?»
(9,22-24). Ahora su problema se vuelve problema del mundo y el dolor se
transforma en un problema teológico, en una cuestión contra Dios por causa del
mal.
Ante la defensa que sus amigos hacen de Dios, de ser justo y
defensor del bien, mientras que el mal es efecto del pecado y, por
consiguiente, el hombre debe reconocer su culpabilidad, Job acusa a Dios del
desorden moral del mundo. ¿Por qué viven bien y triunfan los malos e impíos? Se
divierten, lo pasan bien en esta vida y no sufren el hambre de los pobres, a
los que los ricos los oprimen. los malos y desvergonzados «hacen suspirar a la
gente en la ciudad y dejan gimiendo el alma de sus víctimas, pero Dios no los
destruye [...] . Al amanecer del alba se levanta el asesino y abusa de los
pobres y necesitados; y por la noche es como un ladrón» (24,12.14). Ello nos
conduce a la conclusión de que «el malo se conserva en el día de la
depravación y permanece en el día de la ira» (21,30). Dios hace perecer a los
justos e injustos, pero el justo no recibe ninguna recompensa y se apolilla
como un árbol podrido.
Contra todo esto, argumentan los teólogos defendiendo con
firmeza el orden del mundo pues ha sido creado por Dios. El mal solo puede ser
un castigo. Por tanto, Job ha de confesar su culpa. Mientras los amigos hablan
de un Dios justo, Job logra descubrir la justicia divina en otra perspectiva.
No es que Dios sea injusto, arbitrario y caprichoso. Lo que sí queda claro es
que su comportamiento no está en la lógica de pecado y castigo, como causa y
efecto, ya que Dios aparece como un ser insondable. Pero Job insiste en
defender su inocencia y hace un proceso a Dios y una apelación: «Pues quiero
dirigirme al Todopoderoso, deseo discutir con Dios», «he preparado mi defensa y
sé que soy inocente» (27,6), «que me pese Dios en balanza sin trampa y
comprobará mi honradez» (31, 6), «porque callar ahora sería morir» (13,19).
Job se defiende a brazo partido y se dirige a Dios para ser
escuchado, pero siente que está lejos y se esconde, guarda silencio y espera.
Este Dios se ha retirado de tal manera que parece como si no existiera. El
hombre doliente siente la gran desesperanza por la lejanía de Dios, pues «tú destruyes la esperanza del hombre» (14,19). Es la gran prueba del
alejamiento y del silencio de Dios. No obstante, Job sigue confiando en él:
«incluso si Dios me mata, espero en él» (13,15). Job se mantiene piadoso y
confiado en su Dios a pesar de todas las contrariedades y sufrimientos en los
que vive. Pero su devoción ya no se basa en razones, sino más bien en el abismo
del misterio.
Todos los males físicos que Job padece, se convierten para
él en un gran mal moral, porque los experimenta como un destino injusto. En un
mismo punto convergen y se confunden la experiencia dramática del mal y la
imagen de un Dios misterioso e incomprensible. El Dios escondido, que ya no es
como era.
Pero al final del drama de Job entra en acto la presencia
del Dios ausente y hace oír su voz compareciendo desde la tormenta, pero elude
responder a las acusaciones de Job, como asimismo hace caso omiso de los
discursos de defensa de los teólogos del orden divino en el mundo. Las últimas
palabras que Job dirige a Dios son el reconocimiento del límite humano frente
al abismo divino: «Hablé de grandezas que no entendía, de maravillas que
superan mi comprensión […] . Te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis
ojos» (42,3.5). Impresionante testimonio. La experiencia trágica del dolor,
asumida desde la sinceridad y afrontada con heroísmo, ofrece la compensación de
comprender el misterio de la propia existencia.
Se habla de la escuela del dolor, pero solo puede ser
escuela cuando quien lo sufre es un maestro. Adorno solía decir que todo se
resume en la idea nueva de que hacer hablar al sufrimiento es la base de la
verdad. En este sentido, Job es un maestro y un profeta de ese misterio
incomprensible del mal y del dolor, esa zona negativa y oscura que puede
transformarse en luz y verdad. Job es el inspirador de una filosofía realista y
del desencanto, pero también la superación del mismo desencanto. El representa
y simboliza la encarnación de la bondad, el castigo injusto y el gran escándalo
religioso y ético del mal.
Este personaje del Antiguo Testamento anticipa al gran
protagonista del Nuevo Testamento, Cristo, quien encarna la máxima inocencia
junto con el máximo suplicio. También en la pasión de Cristo surgen tantas
preguntas de las que aún esperamos respuesta: ¿por qué tanta maldad contra un
hombre bueno y bienhechor de la humanidad?, ¿por qué un castigo tan cruel?,
¿por qué asumió aquel martirio de la cruz, si podía haberlo evitado?, ¿por qué
el abandono del Padre?, etc. Los teólogos y especialistas han dado y siguen
dando explicaciones, que solo se quedan en respuestas que estimulan nuevas
preguntas. Respuestas que a veces oscurecen más que aclaran. El dolor y el mal
no son problemas sino misterio y el misterio no se aclara con la razón sino con
la intuición y la inmersión en él.
Para María Zambrano la verdadera estructura de la tragedia
occidental no la encontramos en los clásicos griegos (Esquilo, Sófocles y
Eurípides) sino en el libro de Job, el santo que resiste en soledad y con clara
conciencia de toda suerte de males. La vida sobre todo es un ejercicio de
resistencia.
Job representa una profunda situación humana más que un caso
particular o la situación de un grupo o pueblo. Y por ello, un óptimo recurso
para justificar dramáticas situaciones y afrontar problemas vitales como los
del mal, la existencia de Dios, el porqué de la existencia humana, el sentido
de la vida, etc. La prueba que Dios somete a Job y su silencio hasta el final
inclinan a algunos al deísmo y a interpretar la existencia de un Dios alejado y
desentendido del mundo. Para no pocos el dolor absurdo y el problema del mal
son causa de ateísmo.
Se suele citar el famoso dilema que Epicuro planteaba sobre
la existencia de Dios y la existencia del mal: o Dios puede y no quiere evitar
el mal, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es
omnipotente. Pero no hay que olvidar que Epicuro era un atomista y materialista
de la escuela de Demócrito y, por tanto, muy lejos mental y espiritualmente del
universo religioso de Job.
En el libro de Job está claro que su protagonista se agarra
a Dios, porque tiene la pasión por él y en el consiste su mismo ser y existir,
su ser y su deber. En él la imagen de un mundo justo queda rota, pero las
motivaciones por las que se aferra a Dios ponen en crisis aspectos muy
importantes de la moral y del comportamiento religioso. La actitud piadosa de
Job triunfa sobre el ateísmo, que se puede dar en la misma religión.
Desde este horizonte general que hemos presentado con la
figura y el mensaje del libro de Job, se revela un personaje excepcional que,
al mismo tiempo que plantea un proceso a Dios, es también una oración pero una
oración en el sufrimiento. Es muy importante subrayar esto, porque ese tipo de
oración lleva a un encuentro privilegiado con Dios, oración a la que tal vez la
teología no ha considerado suficientemente.
El dolor y el sufrimiento de Job son representativos de las
más variadas formas de sufrimiento humano: dolor físico, abandono social y
familiar, soledad afectiva, angustia, persecución, locura, enfermedades
incurables, etc. Pero los tres amigos que visitan a Job, que tratan de darle
razones del porqué del mal, son un ejemplo que hacen reflexionar por su
actitud, sus argumentos y sus teorías religiosas muy discutibles e incluso
equivocadas. Ellos exponen con convencimiento lo que se define como moral de la
retribución y de la recompensa, es decir, que los que respetan y cumplen las
normas y la ley, son felices y, por el contrario, los que las violan, padecen
el mal como consecuencia. Si Job sufre es porque ha pecado y es culpable por su
conducta.
Puestas tales premisas, la conclusión es lógica. La cuestión
está en saber si los presupuestos de los que parten esos teólogos son
verdaderos o no. Y Job los rechaza y los desenmascara. El conoce mejor que
ellos la ley y es consciente de ser inocente de la responsabilidad moral que le
atribuyen sus amigos. Reconoce que sus argumentos no son falsos, pero no son
religiosos sino que más bien son idolátricos, porque, al poner como base la
moral de la retribución, se tiende con ello a identificar a Dios con la ley, y
la moral queda reducida a una especie de técnica.
El Dios que presentan aquellos amigos es un Dios justiciero
y garante del orden del mundo, lo que no le diferencia mucho del mundo o el
mundo puede considerarse como dios (deus ex machina) . Lo cierto es que
el mal y los sufrimientos que padece Job, no entran en la perspectiva del pensamiento
técnico, pues no hay correspondencia entre el mal padecido y el mal merecido.
El Dios de Job no es el Dios-Ley de los moralistas y de los expertos. Es el
Dios creador y, creándole a él, entra en un proyecto en el que el mal tiene su
significado.
Job tiene clara conciencia de haber sido creado y por ello
tiene un proyecto. Y la prueba que padece forma parte de ese proyecto del
creador. El dolor y los sufrimientos no se deben a una culpabilidad suya sino a
liberarse de la moral de retribución y, a través de ellos, descubrir el
verdadero rostro del Dios revelado. En este sentido el mismo dolor puede
transformarse en una teofanía y un encuentro con Dios. Si el mal viene de lo
alto, es una palabra que tiene su significación y que él necesita descubrir. Job
ha intuido genialmente que desde su inocencia debe luchar incondicionalmente
contra el mal y ahí está la fuerza de su resistencia al mismo mal para
trasformar al mundo.
Desde el momento en que sabe y confiesa que Dios es el
creador, nada le parece imposible, ni siquiera la misma muerte. El sufrimiento
se descubre corno un misterio incomprensible. De ahí que en la conclusión del
libro se diga: «Reconozco que lo puedes todo y ningún plan es irrealizable para
ti —yo el que empañó tus designios con palabras sin sentido—; hablé de grandezas
que no entendía, de maravillas que superan mi comprensión» (42,2-3). Por eso,
abriéndose a la esperanza, exclama al final: «Yo sé que mi Defensor está vivo y
que yo veré a Dios con mi propia carne» (19,25).
Job se aferra a Dios, pues tiene fuerte pasión por su
creador y renunciar a él sería renunciar a sí mismo. La imagen de un mundo
justo queda destruida. Pero, si él se aparta de Dios, también se destruye como
hombre. En esta perspectiva el abandono de Dios sería el abandono del propio
hombre y la traición a Dios supone una traición a sí mismo. Solo se puede comprender
el entramado de la existencia entrando en el misterio de Dios.
Pero hay que descubrir y encontrar no al deus ex machina
sino al Dios revelado, que se manifiesta a quien se abre a él, aunque sea
objeto de experimentos nada fáciles de entender y asimilar. La piedad no puede
ser un negocio sino una actitud de agradecimiento y de esperanza en el creador
que no defrauda.
El mensaje de Job es universal, con fuerte densidad
religiosa. Ahí reside la gran dificultad de entenderle desde un lenguaje no
religioso, como se ha intentado en tantas ocasiones. De todos modos, aquí está
este fascinante personaje, que pone en cuestión los fundamentos de la
existencia e invita a pensar contracorriente y a encarnar las posibilidades
humanas, incluso las más contradictorias, porque tienen significación.
El libro de Job es un drama con mucha pasión y poca acción.
El protagonista es un inconformista con la idea de un Dios convencional y con
la doctrina tradicional de la moral de retribución. Opone un hecho a los
principios, el hombre concreto a una idea abstracta. Es un libro que queda como
desafío en el tiempo, especialmente moderno y sobre todo actual.
Libro sorprendente y un tanto escandaloso, no apto para
conformistas. Al leerlo, uno se siente interpelado, porque es tentador y
provocador, al que no se puede comprender si no se toma partido a favor o en
contra de su mensaje. Es un libro existencial, que fascina corno las grandes
confesiones de los personajes más insignes que hayan existido en la realidad o
hayan sido creados por la fantasía de los escritores. Job se ha convertido en
un mito con significación viviente y universal.
José Antonio Merino
"El mal y la aventura de la libertad"
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SAN AGUSTÍN Y EL MAL COMO DESORDEN
En el tema del mal y de la libertad es necesario recurrir a
san Agustín, hombre genial y autor de referencia en los problemas
existenciales. Pensador profundo, que parte del paganismo y concluye en el
cristianismo. Fue un maestro bisagra entre dos corrientes doctrinales que han
vertebrado la cultura occidental. Tanto el cristianismo actual como el neopaganismo
de nuestro tiempo, cara a cara y en mutua incomprensión, pueden verse
reflejados e iluminados en la gran problemática existencial y filosófica que
encarnó y transmitió de forma singular el obispo de Hipona a través de su
persona y de sus escritos. Su pensamiento filosófico-teológico ha sido
inspirador no solo en el Medioevo y en los teólogos actuales, sino también en
muchos filósofos de la modernidad. Valgan como ejemplo Leibniz y Kant, por
citar solo dos muy significativos en este terreno escabroso del tema del mal.
Para la comprensión del mal y de la libertad en este autor,
hay que seguir sus mismos pasos existenciales, sus diversas experiencias
personales, su contacto con las escuelas filosóficas del tiempo, su profunda
insatisfacción humana, su anhelo de búsqueda de un más, su conversión y,
finalmente, la articulación de su pensamiento filosófico-teológico. Es decir,
en Agustín la comprensión de estos temas hay que analizarlos como un proceso
vital en su biografía.
Su madre, cristiana, y su padre, pagano, forjaron en su hijo
un espíritu dinámico y contradictorio. Apasionado por apurar las delicias de la
vida y profundamente insatisfecho y decepcionado de lo que recibía del mundo,
hombre vital, visceral y de mente superior, su inteligencia penetrante y sagaz
nunca pudo acallar los impulsos de su corazón. Difícilmente se podrá encontrar
otra persona con conjunción tan fecunda de razón y corazón, de pensamiento y de
acción, como este norteafricano.
Su impulso de búsqueda de la verdad iba unido a su gran
aspiración hacia la felicidad. Según él, la persona que se bate en la
existencia, que piensa y filosofa ¿por qué lo hace? Para lograr la vita beata
(una de sus obras) y alcanzar la felicidad. «Para el hombre no hay ninguna
causa del filosofar sino para ser feliz» escribe en la Ciudad de Dios.
Era un gran mendicante y buscador de felicidad en sí, en los
otros y en Dios. Buscó la felicidad en sí mismo tratando de acercarse al ideal
del propio perfeccionamiento. Para ello entró en las artes de su tiempo y
disfrutó de la música, del teatro y de la danza, pasando pronto a la retórica,
a la filosofía y al derecho. Con toda esa riqueza cultural menospreciaba el
cristianismo, al que juzgaba «pobre y de bajo nivel», religión para gente sin
relieve. «Pero yo rehuía mezclarme con esa gente sencilla». Se consideraba un
aristócrata del espíritu, no apto para mezclarse con gente inferior a su rango.
Buscaba la felicidad en los otros: en amigos y en mujeres.
Protagonista de historias de amor, de las que su padre estaba orgulloso porque
veía en su hijo un formidable hombre de la tierra. El dinero, la fama, sobresalir, la diversión y el amor eran su impuso
natural. Cultivó encuentros y contactos con círculos destacados culturalmente y
de prestigio social. Tal vez por todo ello le gustara de joven el maniqueísmo,
en el que veía un naturalismo que le iba bien.
El maniqueísmo, tal y como Agustín lo recibió, interpretaba
el mundo como campo en conflicto entre fuerzas o poderes buenos y malos. Otra
cosa que encontró aquí es la lucha y el antagonismo entre fuerzas originarias
de la vida. Esas fuerzas escondidas y misteriosas limitan la capacidad de la
libertad y la responsabilidad del hombre. Y ello servía de gran excusa si no
para el libertinaje al menos como justificación de la acción inmoral, dado que
la causa del mal podía atribuirse a poderes extraños y a una naturaleza mala.
Por eso escribirá después de su conversión:
Entonces yo interpretaba
que no somos nosotros los que pecamos, sino qué sé yo qué otra naturaleza actúa
en nosotros, y mi orgullo se alegraba de no ser culpable.
Curiosamente, Agustín superó el maniqueísmo no por mediación
de la fe cristiana, sino a través de la reflexión racional sobre el poder de la
libertad humana y la responsabilidad personal. Ese convencimiento de libertad y
responsabilidad personales lo llevaron a separarse del maniqueísmo, que servía
de gran excusa para justificar la propia culpabilidad. Como profundo pensador
no podía evadir el tema de la propia responsabilidad echando la culpa a Otro.
Si eso fuera así, entonces la persona es un simple objeto más de la naturaleza.
La dignidad de la persona exige la grandeza de la libertad para el bien y para el
mal, para gozar y padecer, para crear y para destruir. Todo acto importante
implica la responsabilidad, si pretende ser humano. Y aceptando la libertad y
la responsabilidad personal, el determinismo maniqueo salta por los aires.
Agustín era un personalista y no podía admitir que sus
acciones no fueran suyas sino de una naturaleza oculta y activa, pues negar la
propia responsabilidad significa negar la propia dignidad humana. Se puede
desear lo malo no simplemente porque lo consideramos bueno para nosotros, como
se defendía en la filosofía antigua, sino que podemos escoger una acción mala
sencillamente porque es mala, porque deseamos experimentar el mal y por el
placer de transgredir.
En las Confesiones se narra un hecho, aparentemente ingenuo
y trivial pero muy significativo, que aclara la intención de ensayar una prueba
para experimentar el mal por el mal. Nos dice que de joven saqueó un peral y
subraya que no robaba las peras para disfrutar de ellas, sino porque le seducía
la transgresión de la ley. Quería el mal porque era mal: «Robaba porque
me repugnaba la justicia y me atraía el pecado».
A esta acción tan anecdótica podrían añadirse otras mucho
más serias y profundas. Pero lo que se trata de resaltar aquí son los
presupuestos falsos del maniqueísmo y demostrar que con la libertad se puede
perturbar el orden de la vida. Agustín ataca al maniqueísmo recurriendo no
tanto a principios metafísicos de escuelas filosóficas sino a la libre libertad
y a la intención libre de transgredir por el gusto de experimentar el mal.
Agustín sondea en su propia interioridad y descubre allí la
razón misma del mal. Se podrá querer el mal por razones personales y egoístas,
pero es la libertad la que nos impulsa hacia arriba o hacia abajo, hacia el
bien o hacia el mal, la que nos sublima o la que nos envilece. Agustín, gran
especialista de la exploración de la intimidad, descubre en su espíritu
fuerzas contradictorias para el bien y para el mal. Por consiguiente, no hay
que buscar la razón de las acciones en algo exterior y previo a la existencia
sino en la profundidad del espíritu humano. La causa del bien como del mal
radica en el hombre mismo.
Agustín sigue buscando la felicidad, pues tiene un corazón
atormentado e insatisfecho. Ha buscado la felicidad en sí y en los otros, pero
siente profunda insatisfacción. Sabe que quien mata el anhelo, mata la
persona; y sigue buscando desde la profunda insatisfacción. Viaja, lee,
escucha, tiene encuentros con personas relevantes en el mundo de la cultura
hasta concluir en la conversión, en el encuentro personal con el Dios de la
Biblia. Es el retorno a los ecos de su madre.
Descubre y experimenta a Dios como impulso primario de
felicidad para saciar la aspiración ilimitada. Se aleja de las alegrías del
mundo no por desprecio, sino porque las siente incompletas y limitadas. No lo
llenan. La conversión a Dios arranca de un deseo y experiencia de felicidad,
para lo cual el mundo le resulta insuficiente.
Su deseo de Dios era visceral y apasionado, no un sucedáneo
o compensación como intentan demostrar ciertas psicologías alejadas del
espíritu o desconocedoras de la profundidad del ser humano. La razón por la que
Agustín se orienta hacia Dios es el deseo de más felicidad y la fuerza del
amor. Así lo expresa en las Confesiones:
Mi peso es mi amor;
él me lleva
doquiera que soy llevado.
Para el personaje de Hipona Dios no es una proyección, ni
una neurosis ni una alienación, sino la respuesta más completa a las profundas
aspiraciones de la persona.
La trascendencia ha penetrado en la inmanencia, lo divino se
ha insertado en lo humano. Y, cuando el hombre rechaza lo divino, se
deshumaniza. Dios no está más allá de mí, sino que habita en mi mismidad, es
más profundo que mi mismo ser, en lenguaje agustiniano. Dios no es un añadido o
algo extraño al hombre sino su mismo fundamento. Por eso, el ateísmo despoja la
base profunda del hombre.
Al abrirse y sumergirse en Dios, descubre y experimenta en
su interioridad una inédita dimensión de apertura hasta entonces desconocida.
Ha experimentado la plenitud de su ser como apertura infinita y con ello entran
en crisis los demás aspectos y ofertas de la vida. Por ello, el hombre es un
ser abierto a la trascendencia y se empobrece cuando se encierra en sí mismo.
Cerrarse a la trascendencia es una traición a uno mismo,
porque ella pertenece a su misma esencia en cuanto ser abierto al infinito.
Ahora el punto de referencia no es uno mismo ni el mundo sino Dios. Y con ello
se aclara la dimensión del mal, que primariamente no tiene nada que ver con la
moral, pues me trata de algo más serio, como es la ruptura de una relación con
el propio fundamento de la existencia. El mal afecta no tanto a la conciencia,
sino que es más profundo, pues es una falta de ser.
El negarse abrirse a Dios es una especie de caída con el no
ser, un replegarse en sí mismo, un mirar a otra parte, un acto de
desreligación, un defecto de ser. El hombre mediante su libertad puede dejar
caerse de Dios. Y esta caída es mala no tanto moralmente cuanto
existencialmente:
porque el hombre actuando
contra el orden de la naturaleza,
se aparta del ser
supremo
y se dirige a otro menor.
En el pecado, el hombre se traiciona a sí mismo y es una
caída en el abismo de la oscuridad en cuanto alejamiento de Dios, plena luz.
Desde esta perspectiva es como podremos afrontar el problema
del mal, que tiene doble vertiente. Una, moral, es decir, el mal como
responsabilidad ética o como pecado. ¿De dónde surge la mala voluntad, si el
hombre ha sido creado por Dios? Otra ontológica, pues, si Dios ha creado todo
desde la bondad, ¿por qué el mal físico en el mundo? ¿Cómo justificar el mal,
si Dios es la causa de todo, tanto del mundo como del hombre?
Veamos, en primer lugar, el mal moral o pecado, y cómo
Agustín trata de explicar su causa. Para este maestro, la causa principal del
mal/pecado ciertamente es la libertad personal. Pero se deja entrever un
trasfondo negativo en el pensamiento agustiniano, que tal vez le provenga de su
experiencia joven con el maniqueísmo, que quedó en él como una especie de larva
inconsciente y activa. Es su teoría del pecado original, del que es ciertamente
el teólogo/arquitecto. El obispo de Hipona tuvo que enfrentarse con el
optimismo de los pelagianos, que rechazaban la necesidad de la gracia para
poder salvarse. Según Pelagio, el hombre es lo suficientemente bueno para que
pueda prescindir de esa ayuda especial, llamada gracia. Agustín da diversos
argumentos filosófico-teológicos para defender el pecado original y la
necesidad de la gracia, pero se apoya abiertamente en lo que llama la miseria
humana, especialmente la de los niños:
Ya veis [pelagianos]
cómo vuestra herejía naufraga en las aguas de la miseria infantil [...].
Apoyados en el testimonio de la Escritura y de la miseria humana, se demuestra
la existencia del pecado original.
Así escribía a su contrincante Julián de Eclana. La teoría
agustiniana del pecado original, de tono muy pesimista, tuvo enorme peso en la
teología, catequesis, predicación y moral posteriores e, incluso, en la cultura
y en las artes occidentales. Siglos después, su discípulo Lutero dará un paso
más, hasta propagar la tesis de la corrupción de la naturaleza humana, que tuvo
gran resonancia en la filosofía y teología alemanas. Ese pesimismo
antropológico se ha difundido como una espina en el espíritu y como un
tormento en las almas. Ese cristianismo así interpretado entraba en conflicto
con el progreso de las ciencias y de las artes modernas, que acentúan el
optimismo natural.
Para explicar el mal físico del mundo, Agustín no recurre al
clásico argumento de causa y efecto, pues, si se sigue la línea de la causa
eficiente, inevitablemente se llegaría al mismo Dios y se le cuestionaría. Él
propone el esquema de causa eficiente y causa deficiente. La causa deficiente
es la que impide el efecto de una causa. Es una especie de interferencia, que
obstruye, debilita o amortigua la causa eficiente.
Esclarece esta tesis recurriendo al ejemplo de las
tinieblas. Estas no tienen causa alguna, sino que son la ausencia del efecto
luz. Lo mismo que las tinieblas, el mal físico no tiene ser propio alguno, sino
que es un defecto de ser, tanto de bien como de luz. Aquí salta nuevamente el
tema de la nada en la creación. Todo lo creado de la nada significa que no
tiene duración eterna y, por consiguiente, es perecedero, caduco y destinado a
desaparecer. Es lo que filosóficamente se llama «contingente», opuesto a
lo eterno y necesario.
San Agustín definía el mal como aquello que daña o perjudica
(id quod nocet). Para él toda la historia de la cultura es una ardua y
larga reflexión sobre el mal, frontal cita con él y titánica lucha contra él.
El mal no es algo tangencial y periférico a la existencia humana, sino una
dimensión que nos excede.
El maestro norteafricano abordó el tema del mal sobre todo
en sus escritos De ordine y De libero arbitrio, que han servido de modelo hasta
los filósofos Leibniz y Kant. El De ordine se inicia exponiendo las
dificultades para la comprensión del orden de las cosas por causa de la
presencia activa del mal. El orden expresa y traduce el concepto universal de
armonía, vinculada a la idea de belleza, que, siguiendo los pasos de Platón,
se eleva a lo inteligible partiendo de lo sensible. Se logra el sentido de la
armonía contemplando el todo y no solo las partes.
El orden es la profunda esencia de las cosas y de los seres
naturales, y remite al conocimiento del autor de la naturaleza. Por eso, el
orden pertenece tanto al ser como al conocer. Representa la ley profunda de
las cosas y seres naturales, que connota incluso un significado moral, social y
político. A este orden cósmico se opone el mal como desorden radical. El mal
parece desmentir paradójicamente el orden universal en el mundo natural, pero
de forma especial en los seres humanos. De ahí la gran contradicción: mientras
en los seres que no tienen razón se da la razón de orden, sin embargo en los
seres que gozan de la razón parece ser como si no la tuvieran. Aquí el mal es
un desorden dentro del orden, una disonancia dentro de la armonía, una forma
irracional dentro de la dinámica de la misma razón.
Pero el orden de las cosas naturales no puede ser desmentido
por la malicia del hombre. Si no logramos ver el orden más allá del mal, es por
nuestra incapacidad de comprender la totalidad de la creación. La categoría de
orden es primaria y el mal se presenta como aquello que disturba el orden. En
último termino, el orden es expresión de la Providencia y con ella se
identifica. Puede decirse que el orden no nace del caos sino que existe el
desorden porque hay orden.
La visión agustiniana de la
vida hay que leerla desde el horizonte de la totalidad que lleva por nombre el
de ordo amoris, es decir, todo lo existente está entrelazado mediante
lazos vinculantes, en donde el amor es la fuerza principal y vinculante. El
universo es un grandioso ámbito que viene del amor y tiende hacia el amor. El ordo
amoris es el resultado y la expresión de una inmensa dimensión
interrelacional tanto de origen corno de finalidades. Si Dios es amor y ha
creado por amor, el ser humano debe configurar su existencia desde este
dinamismo, creando siempre nuevas y elevadas formas de unidad y de armonía,
evitando el desorden que lo representa y es causa
del mal.
José Antonio Merino
"El mal y la aventura de la libertad"
CRUCE 25
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