RAMÓN LÓPEZ VELARDE
(1905 1921) (Jerez de García
Salinas, Zacatecas, 5 de junio de 1888, Ciudad de México, 19 de junio de 1921) murió joven, a los treinta y tres años, pero dejó tras de sí una obra lírica de gran influencia en la poesía mexicana contemporánea. Como apunta José Luis Martínez, el editor de sus Obras, lo encaminaron a la Estigia “dos de esas fuerzas malignas de las ciudades que tanto temiera: el vaticinio de una gitana que le anunció la muerte por asfixia y un paseo nocturno, después del teatro y la cena, en que pretendió oponerse al frío del valle, sin abrigo, porque quería seguir hablando de Montaigne”. Poco después de su muerte, los parientes de López Velarde encontraron, en uno de los bolsillos de su última chaqueta, tres hojas pequeñas repletas de palabras sueltas. Ninguna imagen puede resumir mejor Ia tarea del poeta, que observa, recopila y, poco a poco, va levantando sus palabras, sus rimas, sobre el bastidor de una estrofa, de una tradición, de un aliento espiritual. En esa lista postuma encontramos algunas expresiones que luego aparecerán en “La suave Patria”, el último poema que corrigió, publicado en la revista El Maestro el mismo mes de su fallecimiento.
Salinas, Zacatecas, 5 de junio de 1888, Ciudad de México, 19 de junio de 1921) murió joven, a los treinta y tres años, pero dejó tras de sí una obra lírica de gran influencia en la poesía mexicana contemporánea. Como apunta José Luis Martínez, el editor de sus Obras, lo encaminaron a la Estigia “dos de esas fuerzas malignas de las ciudades que tanto temiera: el vaticinio de una gitana que le anunció la muerte por asfixia y un paseo nocturno, después del teatro y la cena, en que pretendió oponerse al frío del valle, sin abrigo, porque quería seguir hablando de Montaigne”. Poco después de su muerte, los parientes de López Velarde encontraron, en uno de los bolsillos de su última chaqueta, tres hojas pequeñas repletas de palabras sueltas. Ninguna imagen puede resumir mejor Ia tarea del poeta, que observa, recopila y, poco a poco, va levantando sus palabras, sus rimas, sobre el bastidor de una estrofa, de una tradición, de un aliento espiritual. En esa lista postuma encontramos algunas expresiones que luego aparecerán en “La suave Patria”, el último poema que corrigió, publicado en la revista El Maestro el mismo mes de su fallecimiento.
En vida, tan solo
publicó dos obras, ambas de poesía. La sangre devota (1916) y Zozobra (1919),
si bien dejó ordenadas otras tantas, una de crónicas, El minutero (1923), y
otra de poemas, El son del corazón (1932). Aunque principalmente debe su fama y
reconocimiento a la poesía, López Velarde es un magnífico cronista.
Dentro de la historia de la poesía hispanoamericana la
figura de López Velarde se presenta como una isla situada en algún lugar entre
el Modernismo y la Vanguardia, aunque su poesía nunca renuncia del todo a
cierto regusto decimonónico, a caballo entre el Romanticismo y el Realismo. Xavier Villaurrutia, compatriota suyo, dice que la poesía de López Velarde es "la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasequibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante las llamadas del erotismo, de la religiosidad y de la muerte."
ROSA MÍSTICA
Del fondo de
mi alma oscura
van hasta ti
mis dolores
como una
sarta de flores
de
empobrecida blancura.
Del ensueño
a la luz pura,
en capilla
de colores,
comulgué con
tus amores
en un cáliz
de amargura
Al reír mis
quince años
de los
pesares huraños,
tu amor
imposible vino
a traerme la
tristeza
del monje
que oculto reza
en el
claustro capuchino.
La muerte
ama con el vago
amor y las
ansias puras
con que ama
las alburas
de las
estrellas, el lago.
Del invierno
al frío halago,
en las
gavetas oscuras
besan a las
sepulturas
las flores
del jaramago.
Y con afán
imposible
ama la yedra
flexible,
en el cálido
misterio
de las
paredes ruinosas,
las
ramazones musgosas
del vetusto
monasterio.
Así también,
alma mía,
en una
muerte profunda,
de mi pasión
moribunda,
la yerta
melancolía.
Te adoro con
la sombría
nostalgia
meditabunda
que en el
recuerdo se inunda
de tu pasada
alegría.
Se consume
tu existencia
como el olor
de una esencia;
y en el litúrgico
llanto,
como
responso de muerte,
tan solo
puedo quererte
con amor de
camposanto.
Conservas,
mustios despojos
de la
pretérita gracia,
tus
palideces de acacia
y el carmín
de tus sonrojos.
Fui, al
besar tus labios rojos,
claveles de
aristocracia,
alumno de la
desgracia
en la
escuela de tus ojos.
En el dulce
misticismo
de un
simbólico bautismo
inundaron mi
cabeza
tus manos
espirituales
con los
divinos raudales
de tu
inefable tristeza.
ALEJANDRINOS
ECLESIÁSTICOS
Tú,
Fuensanta, me libras de los lazos del mal;
queman mi
boca exangüe de Isaías los carbones;
por ti me
dan los cielos profundas contriciones
y el ensueño
me otorga su gracia episcopal.
Para comer
las viandas del convite nupcial
en que se
han desposado nuestros dos corazones,
tomo el
báculo y ciño mis pies y mis riñones
cual se
hacía en las fiestas del Cordero Pascual.
Las llaves
con que he abierto tu corazón, mis llaves
sagradas son
las mismas de Pedro el Pescador;
y mis
alejandrinos, por tristes y por graves,
son como
los versículos profetices de un canto,
y hasta las
doce horas de mis días de amor
serán los
doce frutos del Espíritu Santo.
c. 1910
LA SANGRE
DEVOTA (1916)
EN EL REINADO DE LA PRIMAVERA
A Josefa de
los Ríos
(17 de marzo
de 1880-7 de mayo de 1917)
Amada, es
Primavera.
Fuensanta,
es que florece
la
eclesiástica unción de la cuaresma.
Hay un
alivio dulce
en las almas
enfermas,
porque abril
con sus auras les va dando
la sensación
de la convalecencia.
Se viste el
cielo del mejor azul
y de rosas
la tierra,
y yo me
visto con tu amor… ¡Oh gloria
de estar
enamorado, enamorado,
ebrio de
amor a ti, novia perpetua,
enloquecidamente
enamorado,
como quince
años, cual pasión primera!
Y con la
dicha de palomas que huyen
del convento
en que estaban prisioneras
y se van
lejos, bajo la promesa
azul del
firmamento
y sobre la
florida de la tierra,
así vuelan a
verte en otros climas
—¡oh santa,
oh amadísima, oh enferma!—
estos versos
de infancia que brotaron
bajo el
imperio de la Primavera.
VIAJE AL
TERRUÑO
A Enrique
Fernández Ledesma
INVITACIÓN
De tu
magnífico traje
recogeré la
basquiña
cuando te
llegues, oh niña,
al estribo
del carruaje.
Esperando
para el viaje
la tarde
tiene desmayos
y de sus
últimos rayos
la luz mortecina
ondea
en la lujosa
librea
de los
corteses lacayos.
No temas:
por los senderos
polvosos y
desolados,
te velarán
mis cuidados,
galantes
palafreneros.
Y cuando con
mil luceros
en opulento
derroche
se venga
encima la noche,
obsequiará
tus oídos
con sus
monótonos ruidos
la serenata
del coche.
EN CAMINO
Al fin te ve
mi fortuna
ir, a mi
abrigo amoroso,
al buen
terruño oloroso
en que se
meció tu cuna.
Los fulgores
de la luna,
desteñidos
oropeles,
se cuajan en
tus broqueles,
y van por la
senda larga,
orgullosos
de su carga,
los
incansables corceles.
De la noche
en el arcano
llega al
éxtasis la mente
si beso
devotamente
los pétalos
de tu mano.
En la
blancura del llano
una fantasía
rara
las lagunas
comparara,
azuladas y
tranquilas,
con tus
azules pupilas
en la nieve
de tu cara.
La aurora su
lumbre viva
manda al
cárdeno celaje
y al
empolvado carruaje
un rayo de
luz furtiva.
Surge la
ciudad nativa:
en sus
lindes, un bohío
parece ver
que del río
el cristal
rompen las ruedas,
y entre
mudas alamedas
se recata el
caserío.
Como níveo
relicario
que ocultan
los naranjales,
del coche
por los cristales,
¿no
distingues el Santuario?
Del esbelto
campanario
salen y
rayan los cielos
las palomas
con sus vuelos,
cual si las
torres, mi vida,
te dieran la
bienvenida
agitando sus
pañuelos.
LLEGADA
Por las
tapias la verdura
del jazmín
cuelga a la calle,
y respira
todo el valle
melancólica
ternura.
Aromarán la
frescura
de tus
carrillos sedeños
los jardines
lugareños,
y en las
azules mañanas
llegarán a
tus ventanas,
en enjambre,
los ensueños.
Escucharás,
amor mío,
girando en
eterna danza,
la
interminable romanza
de las
hojas… Y en el frío
mes de
diciembre sombrío,
en el
patriarcal sosiego
del hogar,
mi dulce ruego
ha de loar
tu belleza
cabe la muda
tristeza
del caserón
solariego.
Esparcirán
sus olores
las
pudibundas violetas
y habrá
sobre tus macetas
las mismas
humildes flores:
la misma
charla de amores
que su
diálogo desgrana
en la
discreta ventana,
y siempre
llamando a misa
el bronce,
loco de risa,
de la
traviesa campana.
A tus
plácidos hogares
irán las
venturas viejas
como vienen
las abejas
a buscar los
colmenares.
Y mi cariño
en tus lares
verás como
se acurruca
libre de
pompa caduca,
al
estrecharte mi abrazo
en el
materno regazo
de la
aromosa tierruca.
A LA GRACIA
PRIMITIVA DE LAS ALDEANAS
Hambre y sed
padezco: Siempre me he negado
a
satisfacerlas en los turbadores
gozos de
ciudades —flores de pecado—
esta hambre
de amores y esta sed de ensueño
que se
satisfagan en el ignorado
grupo de
muchachas de un lugar pequeño.
Vasos de
devoción, arcas piadosas
en que el
amor jamás se contamina;
jarras cuyas
paredes olorosas
dan al agua
frescura campesina…
Todo eso
sois, muchachas cortijeras
amigas del
buen sol que os engalana,
que
adivináis las cosas venideras
cual hacerlo
pudiese una gitana.
Amo vuestros
hechizos provincianos,
muchachas de
los pueblos, y mi vida
gusta beber
del agua contenida
en el hueco
que forman vuestras manos.
Pláceme en
los convites campesinos,
cuando la
sombra juega en los manteles,
veros dar la
locura de los vinos,
pan de
alegría y ramos de claveles.
En el
encanto cíe la humilde calle
sois a un
tiempo, asomadas a la reja,
son de
esquilas, la alternada queja
de las
palomas, y el olor del valle.
Buenas
mozas: no abrigo más empeños
que oír
vuestras canciones vespertinas,
llegando a
confundirme en las esquinas
entre el
grupo de novios lugareños.
Mi hambre de
amores y mi sed de ensueño
que se
satisfagan en el ignorado
grupo de
doncellas de un lugar pequeño.
EN LAS
TINIEBLAS HÚMEDAS.
En las alas
oscuras de la racha cortante
me das, al
mismo tiempo, una pena y un goce:
algo como la
helada virtud de un seno blando,
algo en que se
confunden el cordial refrigerio
y el glacial
desamparo de un lecho de doncella.
He aquí que
en la impensada tiniebla de la muda
ciudad, eres
un lampo ante las fauces lóbregas
de mi
apetito; he aquí que en la húmeda tiniebla
de la
lluvia, trasciendes a candor como un lino
recién
lavado, y hueles, como él, a cosa casta;
he aquí que
entre las sombras regando estás la esencia
del pañolín
de lágrimas de alguna buena novia.
Me embozo en
la tupida oscuridad, y pienso
para ti
estos renglones, cuya rima recóndita
has de
advertir en una pronta adivinación
porque son
como pétalos nocturnos, que te llevan
un mensaje
de un singular calosfrío;
y en las
tinieblas húmedas me recojo, y te mando
estas
sílabas frágiles en tropel, como ráfaga
de misterio,
al umbral de tu espíritu en vela.
Toda tú te
deshaces sobre mí como una
escarcha, y
el traslúcido meteoro prolóngase
fuera del
tiempo; y suenan tus palabras remotas
dentro de
mí, con esa intensidad quimérica
de un reloj
descompuesto que da horas y horas
en una
cámara destartalada…
¿OUE SERÁ LO
OUE ESPERO?
Tus otoños
me arrullan
en coro de
quimeras obstinadas;
vas en mí
cual la venda va en la herida;
en bienestar
de placidez me embriagas;
la luna
lugareña va en tus ojos,
¡oh blanda
que eres entre todas blanda!,
y no sé
todavía
qué
esperarán de ti mis esperanzas.
Si vas
dentro de mí, como una inerme
doncella por
la zona devastada
en que ruge
el pecado, y si las fieras
atónitas se
echan cuando pasas;
si has sido
menos que una melodía
suspirante,
que flota sobre el ánima,
y más que
una pía salutación;
si de tu
pecho asciende una fragancia
de limón,
cabalmente refrescante
e
inicialmente ácida;
si mi voto
es que vivas dentro de una
virginidad
perenne y aromática,
vuélvese un
hondo enigma
lo que de ti
persigue mi esperanza.
¿Qué me está
reservado
de tu
persona etérea? ¿Qué es la arcana
promesa de
tu ser? Quizá el suspiro
de tu propio
existir; quizá la vaga
anunciación
penosa de tu rostro;
la cadencia
balsámica
que eres tú
misma, incienso y voz de armónium
en la tarde
llovida y encalmada…
De toda ti
me viene
la melodiosa
dádiva
que me
brindó la escuela
parroquial,
en una hora ya lejana,
en que unas
voces núbiles
y lentas
ensayaban,
en un solfeo
cristalino y simple,
una lección
de Eslava.
Y de ti y de
la escuela
pido el
cristal, pido las notas llanas,
para
invocarte, ¡oscura
y radiosa
esperanza!
Con una a
colmada de presentes,
con una a
impregnada
del licor de
un banquete espiritual:
¡ara mansa,
ala diáfana, alma blanda,
fragancia
casta y acida!
LA TÓNICA
TIBIEZA
¿Cómo será
esta sed constante de veneros
femeninos,
de agua que huye y que regresa?
¿Será este
afán perenne, franciscano o polígamo?
Yo no sé si
está presa
mi devoción
en la alta
locura del
primer
teólogo que
soñó con la primera infanta,
o si,
atávicamente, soy árabe sin cuitas
que siempre
está de vuelta de la cruel continencia
del
desierto, y que en medio de un júbilo de huríes,
las halla a
todas bellas y a todas favoritas.
No sé… Mas
que en la hora reseca e impotente
de mi vejez,
no falte la tónica tibieza
mujeril,
providente
con los
reyes caducos que ligaban las hoces
de Israel, y
cantaban
en salmos, y
dormían sobre pieles feroces.
UN LACÓNICO
GRITO…
Yo te digo: “Alma
mía, tú saliste
con vestido
nupcial de la plomiza
eternidad,
como saldría un ala
del nimbus
que se eriza
de rayos; y
mañana has de volver
al metálico
nimbus,
llevando,
entre tus velos virginales,
mi ánima
impoluta
y mi cuerpo
sin males”.
Mas mi
labio, que osa
decir palabras
de inmortalidad,
ha de pudrir
en la húmeda
tiniebla de
la fosa.
Mi corazón
te dice: “Rosa intacta,
vas dibujada
en mí con un dibujo
incólume, e
irradias en mi sombra
como un
diamante en un raso de lujo”.
Mi corazón
olvida
que engendrará
al gusano
mayor, en
una asfixia corrompida.
Siempre que
inicio un vuelo
por encima
de todo,
un demonio
sarcástico maulla
y me
devuelve al lodo.
Tú misma,
blanca ala que te elevas
en mi
horizonte, con la compostura
beata de las
palomas de los púlpitos.
Y que has
compendiado en tu blancura
un anhelo
infinito,
solo serás
en breve
un lacónico
grito
y un
desastre de plumas, cual rizada
y dispersada
nieve.
A LA PATRONA
DE MI PUEBLO
Señora:
llego a Ti
desde las
tenebrosas anarquías
del
pensamiento y la conducta, para
aspirar los
naranjos
de elección,
que florecen
en tu atrio,
con una
nieve
nupcial… Y entro
a tu
Santuario, como un herido
a las hondas
quietudes hospicianas
en que solo
se escucha
el toque
saludable de una esquila.
Vestida de
luto eres,
Nuestra
Señora de la Soledad,
un triángulo
sombrío
que preside
la lúcida neblina
del valle;
la arboleda que se arropa
de las
cocinas en el humo lento;
la
familiaridad de las montañas;
el caserío
de estallante cal;
el bienestar
oscuro del rebaño,
y la dicha
radiante de los hombres.
Señora:
cuando ingreso a la comarca
que riges
con tus lágrimas benévolas,
y va la
diligencia fatigosa
sobre la
sierra, y van los postillones
cantando
bienandanza o desamor,
súbita surge
la lección esbelta
y firme de
tus torres, y saludo
desde lejos
tu altar.
Tú me tienes
comprado en alma y cuerpo.
Cuando la
pesarosa
dueña ideal
de mi primer suspiro
recurre
desolada
a tus
plantas, y llora mansamente,
nunca has
dejado de envolverla en el
descanso de
tus hijas predilectas.
Me acuerdo
de una tarde
en que, como
una reina
que acaba de
abdicar,
salía por el
atrio de naranjos
y llevaba en
la frente
el lucero
novísimo
de tu
consolación.
Confortándola
a Ella, Tú me obligas
como si con
la orla
dorada de tu
manto
agitases un
soplo
del Paraíso
a flor de mi conciencia.
Porque
siempre un lucero
va a nacer
de tus manos
para la hora
en que Ella
te implore,
Tú me tienes
comprado en
cuerpo y alma.
En las
noches profanas
de novenario
(orquestas
difusas, y
cohetes
vividos, y
tertulias
de los
viejos, y estrados
de señoritas
sobre
la regada
banqueta)
Hay en tus
torres ágiles
una policromía
de faroles
de papel,
que simulan
en la
tiniebla comarcana un tenue
y vertical
incendio.
Y yo anhelo,
Señora,
que en mi tiniebla pongas para siempre
una rojiza
aspiración, hermana
del inmóvil
incendio de tus torres,
y que me
dejes ir
mi última
década
o gotoso, y
ya trémulo,
para
elevarte mi oración asmática
junto al
mismo cancel
que oyó mi
prez valiente,
en aquella
alborada en que soñé
prender a un
blanco pecho
una fecunda
rama de azahar.
ZOZOBRA
(1919)
EL VIEJO
POZO
EL viejo
pozo de mi vieja casa
sobre cuyo
brocal mi infancia tantas veces
se clavaba
de codos, buscando el vaticinio
de la
tortuga, o bien el iris de los peces,
es un
compendio de ilusión
y de
históricas pequeñeces.
Ni tortuga,
ni pez; solo el venero
que mantiene
su estrofa concéntrica en el agua
y que dio fe
del ósculo primero
que por 1850
unió las bocas
de mi abuelo
y mi abuela… ¡Recurso lisonjero
con que los
generosos hados
dejan caer
un galardón fragante
encima de
los desposados!
Besarse, en
un remedo bíblico, junto al pozo,
y que la
boca amada trascienda a fresco gozo
de manantial,
y que el amor se profundice,
en la pareja
que lo siente,
como el
hondo venero providente…
En la pupila
líquida del pozo
espejábanse,
en años remotos, los claveles
de una
maceta; más la arquitectura
ágil de las
cabezas de dos o tres corceles,
prófugos del
corral; más la rama encorvada
de un
durazno; y en época de mayor lejanía
también se
retrataban en el pozo
aquellas
adorables señoras en que ardía
la devoción
católica y la brasa de Eros;
suaves
antepasadas, cuyo pecho lucía
descotado, y
que iban, con tiesura y remilgo,
a
entrecerrar los ojos a un palco a la zarzuela,
con peinados
de torre y con vertiginosas
peinetas de
carey. Del teatro a la Vela
Perpetua, ya
muy lisas y muy arrebujadas
en la
negrura de sus mantos.
Evoco, todo
trémulo, a estas antepasadas
porque heredé
de ellas el afán temerario
de mezclar
tierra y cielo, afán que me ha metido
en tan
graves aprietos en el confesonario.
En una mala
noche de saqueo y de política
que los
beligerantes tuvieron como norma
equivocar la
fe con la rapiña, al grito
de “¡Religión
y Fueros!” y “¡Viva la Reforma!”,
una de mis
geniales tías,
que tenía
sus ideas prácticas sobre aquellas
intempestivas
griterías,
y que en
aquella lucha no siguió otro partido
que el de
cuidar los cortos ahorros de mi abuelo,
tomó cuatro
talegas y con un decidido
brazo las
arrojó en el pozo, perturbando
la
expectación de la hora ingrata
con un
estrépito de plata.
Hoy cuentan
que mi tía se aparece a las once
y que,
cumpliendo su destino
de tesorera
fiel, arroja sus talegas
con un
ahogado estrépito argentino.
Las paredes
del pozo, con un tapiz de lama
y con un
centelleo de gotas cristalinas,
eran como el
camino de esperanza en que todos
hemos
llorado un poco… Y aquellas peregrinas
veladas de
mayo y de junio
mostráronme
del pozo el secreto de amor:
preguntaba
el durazno: “¿Quién es Ella?”,
y el pozo,
que todo lo copiaba, respondía
no copiando
más que una sola estrella.
El pozo me
quería senilmente; aquel pozo
abundaba en
lecciones de fortaleza, de alta
discreción,
y de plenitud…
Pero hoy,
que su enseñanza de otros tiempos me falta,
comprendo que
fui apenas un alumno vulgar
con aquel
taciturno catedrático,
porque en mi
diario empeño no he podido lograr
hacerme
abismo y que la estrella amada,
al asomarse
a mí, pierda pisada.
EL MINUTO
COBARDE
A Saturnino
Horran
En estos
hiperbólicos minutos
en que la
vida sube por mi pecho
como una
marea de tributos
onerosos, la
plétora de vida
se resuelve
en renuncia capital
y en miedo
se liquida.
Mi
sufrimiento es como un gravamen
de rencor, y
mi dicha como cera
que se
derrite siempre en jubileos,
y hasta mi
mismo amor es como un tósigo
que en la
raíz del corazón prospera.
Cobardemente
clamo, desde el centro
de mis
intensidades corrosivas,
a mi
parroquia, al ave moderada,
a la flor
quieta y a las aguas vivas.
Yo quisiera
acogerme a la mesura,
a la
estricta conciencia y al recato
de aquellas
cosas que me hicieron bien…
Anticuados
relojes del Curato
cuyas pesas
de cobre
se
retardaban, con intención pura,
por
aplazarme indefinidamente
la primera
amargura.
Obesidad de
aquellas lunas que iban
rodando,
dormilonas y coquetas,
por un
absorto azul
sobre los
árboles de las banquetas.
Fatiga
incierta de un incierto piano
en que un
tema llorón se decantaba,
con insomnio
y desgano,
a favor del
obtuso centinela
y contra la
salud del hortelano.
Santos de
piedra que en el atrio exponen
su casulla
de piedra a la herejía
del recio
temporal.
Garganta
criolla de Carmen García
que mandaba
su canto hasta las calles
envueltas en
perfume vegetal.
Cromos
bobalicones,
colgados por
estímulo a la mesa,
y que muestran
sandías y viandas
con
exageraciones
pictóricas;
exánimes gallinas,
y conejos en
quienes no hizo sangre
lo comedido
de los perdigones.
Canteras
cuyo vértice poroso
destila el
agua, con paciente escrúpulo,
en el monjil
reposo
del comedor,
a cada golpe neto
con que las
gotas, simples y tardías,
acrecen el
caudal noches y días.
Acudo a la
justicia original
de todas
estas cosas;
mas en mi
pecho siguen germinando
y mi
violento espíritu se halla
nostálgico
de sus jaculatorias
y del pío
metal de su medalla.
TIERRA
MOJADA..
Tierra
mojada de las tardes líquidas
en que la
lluvia cuchichea
y en que se
reblandecen las señoritas, bajo
el redoble
del agua en la azotea…
Tierra
mojada de las tardes olfativas
en que un
afán misántropo remonta las lascivas
soledades
del éter, y en ellas se desposa
con la
ulterior paloma de Noé;
mientras se
obstina el tableteo
del rayo,
por la nube cenagosa..;
Tarde
mojada, de hálitos labriegos,
en la cual
reconozco estar hecho de barro,
porque en
sus llantos veraniegos,
bajo el
auspicio de la media luz,
el alma se
licúa sobre los clavos
de su cruz…
Tardes en
que el teléfono pregunta
por consabidas
náyades arteras,
que salen
del baño al amor
a volcar en
el lecho las fatuas cabelleras
y a
balbucir, con alevosía y con ventaja,
húmedos y
anhelantes monosílabos,
según que la
llovizna acosa las vidrieras…
Tardes como
una alcoba submarina
con su lecho
y su tina;
tardes en
que envejece una doncella
ante el
brasero exhausto de su casa,
esperando a
un galán que le lleve una brasa;
tardes en
que descienden
los ángeles,
a arar surcos derechos
en
edificantes barbechos;
tardes de
rogativa y de cirio pascual;
tardes en
que el chubasco
me induce a
enardecer a cada una
de las
doncellas frígidas con la brasa oportuna;
tardes en
que, oxidada
la voluntad,
me siento
acólito del
alcanfor,
un poco pez
espada
y un poco
San Isidro Labrador…
EL MENDIGO
Soy el
mendigo cósmico y mi inopia es la suma
de todos los
voraces ayunos pordioseros;
mi alma y mi
carne trémulas imploran a la espuma
del mar y al
simulacro azul de los luceros.
El cuervo
legendario que nutre al cenobita
vuela por mi
Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo
transporta una flor inaudita,
otro lleva
en el pico a la mujer de Adán,
y sin verme
siquiera, los tres cuervos se van.
Prosigue
descubriendo mi pupila famélica
más panes y
más lindas mujeres y más rosas
en el bando
de cuervos que en la jornada célica
sus picos
atavía con las cargas preciosas,
y encima de
mi sacro apetito no baja
sino un
pétalo, un rizo prófugo, una migaja.
Saboreo mi
brizna heteróclita, y siente
mi sed la
cristalina nostalgia de la fuente,
y la pródiga
vida se derrama en el falso
festín y en
el suplicio de mi hambre creciente,
como una
cornucopia se vuelca en un cadalso.
EL CANDIL
A Alejandro
Quijano
En la cúspide
radiante
que el metal
de mi persona
dilucida y
perfecciona,
y en que una
mano celeste
y otra de
tierra me fincan
sobre la
sien la corona;
en la orgía
matinal
en que me
ahogo en azul
y soy como
un esmeril
y central y
esencial como el rosal;
en la gloria
en que melifluo
soy
activamente casto
porque lo
vivo y lo inánime
se me ofrece
gozoso como pasto;
en esta
mística gula
en que mi
nombre de pila
es una
candente cabala
que todo lo
engrandece y lo aniquila;
he
descubierto mi símbolo
en el candil
en forma de bajel
que cuelga
de las cúpulas criollas
su cristal
sabio y su plegaria fiel.
¡Oh candil,
oh bajel, frente al altar
cumplimos,
en dúo recóndito,
un solo mandamiento:
venerar!
Embarcación
que iluminas
a las
piscinas divinas:
en tu
irisada presencia
mi humanidad
se esponja y se anaranja,
porque en la
muda eminencia
están
anclados contigo
el vuelo de
mis gaviotas
y el humo
sollozante de mis flotas.
¡Oh candil,
oh bajel: Dios ve tu pulso
y sabe que
te anonadas
en las
cúpulas sagradas
no por
decrépito ni por insulso!
Tu alta
oración animas
con el genio
de los climas.
Tú conoces
el espanto
de las islas
de leprosos,
el domicilio
polar
de los
donjuanescos osos,
la magnética
bahía
de los
deliquios venéreos,
las garzas
ecuatoriales
cual
escrúpulos aéreos,
y por ello
ante el Señor
paralizas tu
experiencia
como el olor
que da tu mejor flor.
Paralelo a
tu quimera,
cristalizo sin
sofismas
las brasas
de mi ígnea primavera,
enarbolo mi
júbilo y mi mal
y suspendo
mis llagas como prismas.
Candil, que
vas como yo
enfermo de
lo absoluto,
y enfilas la
experta proa
a un dorado
archipiélago sin luto;
candil,
hermético esquife:
mis sueños
recalcitrantes
enmudecen
cual un cero
en tu
cristal marinero,
inmóviles,
excelsos y adorantes.
DISCO DE NEWTON
Omnicromía de la tarde amena…
El alma, a la sordina,
y la luz, peregrina,
y la ventura, plena,
y la Vida, un hada
que por amar está desencajada.
Firmamento plomizo.
En el ocaso, un rizo
de azafrán.
Un ángel que derrama su tintero.
La brisa, cual refrán
lastimero.
En el áureo deliquio del collado,
hálito verde, cual respiración
de dragón.
Y el valle fascinado
impulsa al ósculo a que se remonte
por los tragaluces del horizonte.
Tiempo confidencial,
como el dedal
de las desahuciadas bordadoras
que enredan su monólogo fatal
en el ovillo de las huecas horas.
Confidencia que fuiste
en la mano de ayer
veta de rosicler,
un alpiste
y un perfume de Orsay.
Tarde, como un ensayo
de dicha, entre los pétalos de mayo;
tarde, disco de Newton, en que era
omnícroma la primavera
y la Vida un hada
en un pasivo amor desencajada…
DISCO DE NEWTON
Omnicromía de la tarde amena…
El alma, a la sordina,
y la luz, peregrina,
y la ventura, plena,
y la Vida, un hada
que por amar está desencajada.
Firmamento plomizo.
En el ocaso, un rizo
de azafrán.
Un ángel que derrama su tintero.
La brisa, cual refrán
lastimero.
En el áureo deliquio del collado,
hálito verde, cual respiración
de dragón.
Y el valle fascinado
impulsa al ósculo a que se remonte
por los tragaluces del horizonte.
Tiempo confidencial,
como el dedal
de las desahuciadas bordadoras
que enredan su monólogo fatal
en el ovillo de las huecas horas.
Confidencia que fuiste
en la mano de ayer
veta de rosicler,
un alpiste
y un perfume de Orsay.
Tarde, como un ensayo
de dicha, entre los pétalos de mayo;
tarde, disco de Newton, en que era
omnícroma la primavera
y la Vida un hada
en un pasivo amor desencajada…
EL SON DEL
CORAZÓN (1932)
Una música
íntima no cesa,
porque transida
en un abrazo de oro
la Caridad
con el Amor se besa.
¿Oyes el
diapasón del corazón?
Oye en su
nota múltiple el estrépito
de los que
fueron y de los que son.
Mis hermanos
de todas las centurias
reconocen en
mí su pausa igual,
sus mismas
quejas y sus propias furias.
Soy la
fronda parlante en que se mece
el pecho
germinal del bardo druida
con la selva
por diosa y por querida.
Soy la
alberca lumínica en que nada,
como perla
debajo de una lente,
debajo de
las linfas, Scherezada.
Y soy el
suspirante cristianismo
al hojear
las bienaventuranzas
de la virgen
que fue mi catecismo.
Y la nueva
delicia, que acomoda
sus hipnotismos
de color de tango
al figurín y
al precio de la moda.
La redondez
de la Creación atrueno
cortejando a
las hembras y a las cosas
con el
clamor pagano y nazareno.
¡Oh Psiquis,
oh mi alma: suena a son
moderno; a
son de selva, a son de orgía
y a son
mariano, el son del corazón!