FÉLIX GARCÍA LÓPEZ
Seguramente
muchos lectores habrán tenido la oportunidad de visitar Tierra Santa; y
probablemente la mayoría, sino todos, habrán visto, al menos en fotografía,
lugares tan santos y entrañables para un cristiano como el monte de los Olivos,
el Calvario, el lugar de la Ascensión, etc. Recordarán que en Jerusalén, sobre
la cima del monte de los Olivos, muy cerca del lugar tradicional de la
Ascensión de Jesús a los cielos, se conserva una gruta en la que, según una
tradición cristiana, Jesús se retiraba con sus discípulos para instruirles y
para orar.
Ya en los
primeros siglos del cristianismo se bautizó a esta cueva con el nombre de
“Gruta de las enseñanzas”. Posteriormente los cruzados la denominaron “Gruta del Pater”, por considerar que
Jesús enseñó allí por primera vez el padrenuestro o que allí lo recitó con
frecuencia.
“Gruta del Pater” o “Gruta de las enseñanzas”, ambos nombres se adaptan muy bien a las
tradiciones evangélicas sobre el padrenuestro. El evangelista Lucas presenta
así los hechos:
“Y se dio e! caso de que estaba Jesús
en un sitio rezando y cuando acabó le dijo uno de sus discípulos: ‘Señor,
enséñanos a rezar, como también Juan enseñó a sus discípulos’. Jesús les dijo:
cuando recéis decid: Padre nuestro…’” (Lc 11, 1ss).
Tres veces
se repite, en estas fórmulas introductorias al padrenuestro, el verbo “rezar” y
dos veces el verbo “enseñar”. El padrenuestro nace, según esta tradición
evangélica, como una auténtica oración y como una verdadera enseñanza.
Que naciera
o no en una gruta, nada dicen expresamente los evangelistas, sí bien algo
pudiera inferirse en este sentido del evangelio de Mateo. En las palabras que
preceden al padrenuestro, Mateo recoge las siguientes enseñanzas de Jesús:
“Cuando recéis no seáis como los hipócritas, que son amigos
de rezar en pie en las sinagogas… En cambio, tú cuando reces entra en tu
habitación… y reza a tu padre en lo oculto… así: ‘Padre nuestro…’ “ (Mt 6,
5ss).
El
padrenuestro surge, pues, como un modelo de oración, a petición de los
discípulos de Jesús. El esquema de esta oración es bien sencillo; después de
una invocación, siguen dos series de deseos-peticiones: en la primera, de
amplios horizontes, se pide la implantación a nivel cósmico de los designios de
Dios; la segunda mira a las necesidades personales de los discípulos.
Para
percatarnos mejor de las amplias perspectivas de la primera serie de
peticiones, entre las que se encuentra el ‘venga a nosotros tu reino”, conviene
que nos fijemos en la invocación de la introducción: “Padre nuestro que estás
en los cielos” y en la última petición “hágase tu voluntad así en la tierra
como en los cielos”. Cielos y tierra son, evidentemente, dos dimensiones
cósmicas, que constituyen el marco de la primera parte del padrenuestro. Entre
estos dos puntos se halla encuadrada, como elemento central, la petición “venga
a nosotros tu reino”. En ella se desea y se pide que el reino de los cielos
venga a nosotros, que estamos en la tierra. Nuevamente se dan cita aquí las dos
dimensiones señaladas.
¿Qué reino?
Pero… ¿cuál
es la verdadera naturaleza de ese reino, cuya venida se desea y se pide en el
padrenuestro? ¿A qué realidad hacía referencia Jesús cuando invitaba a sus
discípulos a orar al Padre diciendo: “venga a nosotros tu reino”? Y ¿qué
entenderían los discípulos al escuchar estas palabras de labios de su Maestro?
Para
responder adecuadamente a estas preguntas tenemos que examinar las enseñanzas
de Jesús sobre el reino de Dios y las creencias y las esperanzas de los discípulos,
y de una buena parte del pueblo de Israel, acerca de una intervención del Señor
con el fin de implantar su reino en el mundo.
Como los
primeros discípulos, también nosotros queremos ahora seguir los pasos de Jesús;
y lo vamos a hacer poniéndonos a la escucha del Maestro, rememorando sus
palabras, dejando que sus enseñanzas (acompañadas de algunos comentarios)
discurran poco a poco por nuestra mente y que desciendan a nuestro corazón. Que
esa palabra de Dios, siempre viva y operante, fecunde una vez más nuestro
espíritu de hijos de Dios que nos hace clamar: “Padre, venga a nosotros tu
reino”.
De todas las
enseñanzas de Jesús, a lo largo de
los tres años de su ministerio público en Palestina, el mensaje sobre la venida del reino de Dios es, sin duda
alguna, el central; en torno a él se aglutinan los demás. La idea del “reino de
Dios” o su equivalente “reino de los cielos” es como la osatura que sustenta
toda la predicación de Jesús. (Nada más normal, por tanto, que la petición
“venga a nosotros tu reino” ocupe el centro del padrenuestro en el que se
sintetiza, en cierta manera, la predicación del Maestro.)
La enseñanza
de Jesús llegaba en un momento en el que el pueblo de Israel esperaba y ansiaba
ardientemente la aparición del reino de Dios. Para comprender estas esperanzas
y estos anhelos del pueblo conviene echar una rápida ojeada a la historia de
Israel, es decir, a la historia del pueblo que vio nacer a Jesús y en el cual
se arraiga su mensaje sobre el reino de Dios.
La verdad es
que el pueblo de Israel tenía una experiencia relativamente larga de lo que era
un reino. Efectivamente, la monarquía israelita surgió en el siglo XI a.de C.
con Saúl y perduró hasta el siglo VI, concretamente hasta el año 587 a. de C.,
fecha de la conquista de Jerusalén, de la destrucción del templo y de la
deportación a Babilonia.
En la etapa
anterior a la monarquía, el pueblo de Israel estaba acostumbrado a pensar en
términos de una teocracia, en la que Yahvé era el verdadero rey de Israel. Esta
idea pervivió durante la monarquía y aún después de su desaparición. La
monarquía en Israel surgió, no sin fuertes oposiciones, para hacer frente al
peligro filisteo. En su mismo nacimiento, el pueblo albergaba una gran
esperanza: verse liberado de las amenazas de las otras naciones. Bien pronto el
rey David tradujo esta esperanza en una realidad, al dominar a los filisteos y
ensanchar considerablemente las fronteras de su reino. Esto provocó una
reacción favorable a la monarquía, particularmente al rey David, en quien
vieron el lugarteniente de Dios, a su ungido o mesías, al representante
legítimo de Dios en la tierra.
En David, Dios había llevado a feliz término
las promesas hechas en otro tiempo a los patriarcas; y a David se ligaba ahora
una nueva promesa divina. Yahvé, por medio del profeta Natán, hacía llegar al
rey David este oráculo: Tu casa y tu realeza permanecerán firmes para siempre
ante Mí: tu trono será estable por siempre” (2 Sam 7, 16).
Esta promesa
y este privilegio, concedido por Dios a David, no era exclusivamente personal,
sino que era una prerrogativa de todos los sucesores de David en el trono.
Consiguientemente, las creencias y las esperanzas del pueblo de Israel,
relativas a la venida del reino de Dios y a la salvación del pueblo, se
canalizaron normalmente a través de la dinastía davídica; es decir, sería un
rey del linaje de David quien aportaría la liberación definitiva al pueblo de
Israel. El desarrollo de los acontecimientos en el reino de Israel, escenario
de sucesivas crisis y fracasos políticos, incitó constantemente a profetas de
Israel a interrogarse sobre el sentido exacto del oráculo de Natán.
Algunos
profetas pensaron que este oráculo no era válido para la dinastía de David en
su conjunto e indistintamente, sino que había de ser entendido en el sentido de
un rey ideal y de un reino ideal más o
menos lejano. La caída de Jerusalén, esto es, el fin de la monarquía,
reforzaría considerablemente esta interpretación. Después de este desastre
nacional, Israel difícilmente podía esperar un resurgimiento político por sus
propias fuerzas. Cuanto menor era esta esperanza tanto mayor era la expectación
de una intervención futura de Dios a favor de su pueblo.
Esto hizo
que paulatinamente se fuera perfilando, en el horizonte político y religioso de
Israel, la figura ideal de un Mesías, de un príncipe de la paz. Se actualizaba
así la promesa a David, pero con proporciones sobrehumanas, al esperar un rey
cuyo glorioso principio y cuya paz no tendría fin en el trono de David y en su
reino (cf. Is 9, 1ss).
Este rey
ideal —diseñado en el libro de Isaías y en otros textos proféticos— era el
Enmanuel, en quien los evangelistas descubrirían a Jesús, el Mesías, el Cristo,
el hijo de David. A su persona y a la época en que vivió, a su palabra y a su
obra vamos a dedicar ahora algunas reflexiones.
En tiempos de Jesús
La esperanza
de Israel en la venida del reino de Dios era tan viva como heterogénea. Israel
llevaba ya varios siglos sometido al dominio de otras naciones. Deseaba
ardientemente verse liberado de sus opresores, concretamente de la dominación
romana; aguardaba con ansia el momento en que Dios congregara y rigiera de
nuevo a Israel, más aún, de que Dios gobernara toda la tierra por medio de su
ungido o mesías.
Esta
esperanza estaba muy difundida en los medios populares y de ella nos ha quedado
constancia en los evangelios y en otros escritos de la época.
Los mismos
discípulos de Jesús esperaban la llegada de un reino justo, sí, pero meramente
humano y terreno; aguardaban que Jesús restaurara el reino de Israel. Lucas
dice que los discípulos de Jesús “creían que el reino de Dios —entendido como
la restauración nacional de Israel— iba a aparecer inmediatamente” (Lc 19, 11).
Quizá por
esto los discípulos comenzaron a preocuparse por los puestos. Un buen día:
“Se acercaron a Jesús Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo,
a decirle: Maestro, queremos que nos hagas lo que te pidamos. El les dijo:
‘¿Qué queréis que yo os haga?’ Ellos le dijeron: ‘Concédenos sentarnos uno a tu
derecha y el otro a tu izquierda en el esplendor de tu reino’. Pero Jesús les
dijo: ‘No sabéis qué pedís…’ (Mc 10, 35ss).
En la última cena, hablando Jesús con sus
apóstoles de la proximidad del reino, éstos discutían entre sí sobre quién
sería el mayor. Jesús aprovechó esta ocasión para enseñarles cómo los reyes de
las naciones las dominan y cómo entre los apóstoles no tiene que ser así: el
mayor ha de servir al menor y el que manda ha de comportarse como el que sirve
(Lc 22, 24ss).
Pero la
lección de Jesús no bastaría, como tampoco había sido suficiente todo el largo
período de su predicación y enseñanza. Los discípulos seguían pensando que
Jesús iba a erigir un reino político-religioso, de tipo nacional, un reino que,
si era necesario, se impondría por la fuerza y se defendería con las armas. De
aquí que los discípulos que estaban junto a Jesús en el huerto de Getsemaní, en
la noche del prendimiento, le preguntaron: “Señor, ¿atacamos a espada?” (Lc 22,
49). Y Pedro desenvainó la espada e hirió a un esclavo del sumo sacerdote (cf.
Jn 18, 10).
Después de
la muerte y de la resurrección de Jesús, los discípulos de Emaús manifiestan
las esperanzas que se habían forjado acerca del reino predicado por Jesús:
“Nosotros esperábamos –dicen— que fuera El (Jesús) quien iba a liberar a
Israel” (Lc 24, 21).
Incluso en
el momento de la Ascensión se expresa una esperanza de este tipo en la pregunta
de los discípulos a Jesús: “¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de
Israel?” (Hch 1, 6).
Esta
esperanza religioso-nacional de los discípulos de Jesús —y de una buena parte
del pueblo— se daba la mano con la idea-esperanza en Jesús, hijo de David, a
quien Dios daría el trono de su padre.
Mateo abre
su evangelio con estas palabras: “genealogía de Jesucristo, hijo de David” (Mt
1, 1) y Lucas, al presentar el anuncio del ángel a María, hace referencia
explícita al oráculo de Natán:
“Mira, dice el ángel a María, concebirás en tu seno, y darás
a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús. El será grande, se llamará Hijo
del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de su padre David, reinará sobre
la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 31-33).
Por su
parte, el evangelista Marcos transmite la aclamación de la multitud con ocasión
de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén: “Bendito el reino que viene de
nuestro padre David” (11, 11).
En realidad,
Jesús nunca rehusó el título mesiánico
“hijo de David”, pero probó sobradamente, con sus palabras y con sus obras,
que este título, por sí solo, no bastaba para expresar el misterio de su
persona y de su misión.
Para no
incurrir en algún malentendido, Jesús pedía a los enfermos, que le aclamaban
como “hijo de David”, que mantuvieran en secreto el hecho de su curación. Tal
vez quería prevenir Jesús que las masas populares o algún grupo más extremista
confiriera a su filiación davídica un alcanee político. El reinado de Dios,
predicado por Jesús, no consistía, ciertamente, en una teocracia nacional, de
tipo religioso-político. Jesús tenía una concepción muy distinta del reino de
Dios; cuál fuera esta concepción es lo que ahora vamos a considerar.
El cumplimiento de la promesa
Marcos
coloca al comienzo de la vida pública de Jesús un texto programático en el que
se sintetiza toda la predicación del Señor sobre el reino de Dios.
“Después que Juan fue entregado, Jesús fue a Galilea,
predicando el evangelio de Dios y diciendo: se ha cumplido el tiempo y ha
llegado el reino de Dios. Arrepentíos y creed al evangelio” (1, 14-15).
Lucas, en
cambio, encabeza la predicación de Jesús con un episodio bastante diferente,
pero que tiene también un valor programático. Este evangelista presenta así los
hechos:
‘Llegó Jesús a Nazaret, donde se había criado, y según su
costumbre entró en la sinagoga en día de sábado, y se levantó a leer. Se le
entregó el volumen del profeta Isaías Y al desplegar el volumen encontró el
pasaje donde estaba escrito:
‘El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ungió;
me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a predicar liberación a los cautivos y vista a los ciegos;
a enviar en libertad a los oprimidos,
a predicar un año de gracia del Señor.’
Cuando enrolló el volumen y lo entregó al ministro, se sentó.
En la sinagoga, los ojos de todos estaban clavados en él. Y empezó a decirles:
‘Hoy se ha cumplido esta escritura ante este auditorio’ “ (Lc 4, 16-21).
Una nueva era
Tanto Marcos
como Lucas, pese a las muchas diferencias existentes entre ellos, coinciden en
señalar que con Jesús comienza una nueva era, al realizarse lo que durante
tanto tiempo se había estado esperando y preanunciando: ‘el tiempo se ha
cumplido”; “hoy se cumple esta escritura”. La nueva etapa de la historia de la
salvación aparece en este discurso programático de Jesús misteriosamente
vinculada a su persona, a su palabra y a su obra. Con la aparición de Jesús se ha
cumplido el tiempo, el reino ha llegado Por eso, “preguntado por los fariseos
cuándo llegaba el reino de Dios, Jesús les respondió:… el reino de Dios está
entre vosotros” (Le 17, 20s). A los mismos fariseos, que le acusaban de
expulsar a los demonios gracias a Belcebú, príncipe de los demonios, Jesús les
responde que El expulsa los demonios gracias al Espíritu de Dios, lo cual
—añade— es un signo manifiesto de que el Reino de Dios ha llegado (cf. Mt 12,
24ss). Es decir, mediante su obra Jesús derriba un reinado, el de Belcebú, y
erige otro, el de Dios.
Esta
presencia del reino, sin embargo, no impide a Jesús invitar a sus discípulos a
orar al Padre diciendo: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6,10; Le 11, 2), la más
clara expresión, quizá, del carácter futuro-escatológico del reino. Pero ¿cómo
se explica que el reino de Dios existe ya y, sin embargo, aún se espera su
venida?
El reino de Dios es una realidad presente,
pero es también y sobre todo una realidad futura
Característico
y decisivo en el mensaje de Jesús es proclamar el reino escatólogico de Dios
como un reino cercano a los hombres. En Cristo Jesús, Dios salió al encuentro
de los hombres; en el Hijo de Dios se unieron los cielos y la tierra, lo humano
y lo divino, operándose así la cercanía del reino de Dios. “Con su palabra y
con su acción, Jesús se adueña del hoy y hace de él el presente en el que se
toman las decisiones del futuro definitivo”1.
El reino de
Dios apunta hacia un futuro ya amanecido, pero aún por venir. El reino de Dios
está presente en Jesús y en su obra, pero únicamente como anticipo de lo
venidero.
“El reino de los cielos —decía el mismo Jesús— es parecido a
un grano de mostaza que un hombre coge para sembrarlo en su campo; es la más
pequeña de todas las semillas, pero, una vez desarrollado, es mayor que las
hortalizas, y se hace un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo van
a anidar en sus ramas’ (Mt 13, 31-32).
El reino de
los cielos está ya presente en Jesús, pero tan sólo germinalmente lo mismo que
el árbol se contiene en el grano, sin que aún haya alcanzado su pleno
desarrollo, de forma que hay que esperar su consumación en el futuro.
La cercanía del reino de Dios en Jesús
Esta
cercanía refleja también en todos los que habiendo reconocido esta presencia
del reino de Dios en Jesús optan por seguirle. Es decir, la presencia del reino
de los cielos no sólo se hace manifiesta en Jesús, sino también en sus discípulos, en su Iglesia (cf. Mt
16,18).
La Iglesia
tiene la misión de testimoniar en la tierra la llegada del reino de los cielos.
Los discípulos de Jesús han de ser sus testigos hasta lo último de la tierra
(cf. Hch 1,8). Sí, testigos del reino o testigos de Jesús; cambia la expresión,
pero la realidad viene a ser la misma.
Efectivamente,
por su muerte y su resurrección, el
Jesús predicador pasó a ser el Cristo predicado. Después de su muerte y su
resurrección, Dios exaltó al Señor Jesús a su derecha (cf. Hch 2,32ss; Flp
2,9ss), ejerciendo así un reinado salvador por medio del Mesías glorificado.
Jesús, en cuanto Cristo y Señor, pasó a ocupar el centro de la predicación
apostólica. De aquí que ser testigos del reino de Dios o ser testigos de Jesús
sea una misma realidad. En la perspectiva neotestamentaria, Jesús es rey sobre
todo a partir de su resurrección y de su manifestación gloriosa.
Consiguientemente, la Iglesia apostólica tiende a situar el reino de Dios y de
Cristo, en su totalidad, al final de los tiempos.
Un reino de servicio
La resurrección de Jesús y el envío del
Espíritu transformaron completamente a los Apóstoles. A la luz del
Espíritu, los Apóstoles penetraron en el misterio pascual y en el verdadero
sentido de la obra realizada por Dios en Cristo Jesús. Comprendieron los discípulos la verdadera
naturaleza del reino de Dios proclamado por Jesús. Pedro se dio cuenta que el
reino de Dios no era de este mundo y que no era preciso defenderlo con la
espada. Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, reconocieron en Jesús un
libertador de una talla infinitamente superior al restaurador del reino de
Israel que ellos se habían imaginado. Los Apóstoles que en la última cena se
disputaban los primeros puestos en el reino se convencieron finalmente de que
lo más importante en el reino de Dios no es sobresalir y dominar, sino servir; que servir es reinar. Esta fe y esta
convicción pospascuales movieron a los primeros discípulos a optar
definitivamente por Cristo, a consagrar su vida a la causa del reino, esto es,
al servicio de Dios mediante el servicio a los hombres. Un servicio
desinteresado y sin reservas, pues “nadie puede servir a Dios y a Mammón” (Mt
6,24). El auténtico servicio al reino de Dios es incompatible con el servicio
al reino de este mundo. El antiguo pueblo de Dios, esclavo en Egipto, suplicaba
a Faraón que soltara sus amarras y le permitiera ir al desierto para “servir” a
su Dios (cf. Ex 5ss). La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, tiene que liberarse de
todos los impedimentos de este mundo para desempeñar libremente su misión al
servicio del reino de Dios.
‘Jesús, dice un teólogo actual, exige del hombre que se
decida radicalmente por Dios. La opción es inequívoca: Dios y su señorío o el
mundo y su señorío… Jesús mismo abandonó familia y profesión, hogar y patria. Y
a otros hombres los sacó de sus vinculaciones familiares y sociales para que lo
siguieran como discípulos. Pero no a todos invitó a dejar la familia, la
profesión y la patria. No fue un revolucionario social. A todos, sin embargo, a
cada uno en particular, invitó a la radical decisión: ¿A qué se quiere pegar,
en definitiva, el corazón, a Dios o a los bienes de este mundo?”.
La exigencia de amar a Dios con todo el
corazón v al prójimo como a sí mismo constituye la quintaesencia de la ética
del reino.
Creo que la Iglesia actual, como la Iglesia
apostólica, los cristianos de hoy, al igual que los primeros discípulos de
Jesús, todos los aquí presentes necesitamos constantemente de una revisión de
nuestros criterios y de una adaptación a los grandes principios y a las grandes
exigencias del reino. De un reajuste de nuestras concepciones, a la luz del
Espíritu, para no reducir el reino de Dios a nuestras propias medidas e
intereses para penetrar en el verdadero espíritu del reino de Dios y del Señor
Jesús. A los discípulos de Emaús, Jesús no les pidió que renunciasen a sus
proyectos humanos y a sus esperanzas concretas. Jesús les escuchó a lo largo
del camino y se interesó por sus propios discípulos de Emaús se dijeron uno a
otro: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el
camino, cuando nos abría el sentido de fas Escrituras?” (Lc 24, 32).
Haciéndose
eco de la fuerza de atracción ejercida por la palabra de Jesús no sólo sobre
sus discípulos, sino también sobre todos aquellos que le escuchaban, un teólogo
de nuestros días se pregunta: “¿por qué seducía la predicación de Jesús por su
pureza, limpieza y claridad y, sin embargo, fue rechazada por la mayoría del
pueblo y precisamente por sus dirigentes político-religiosos?” A esta cuestión
el mismo teólogo responde aduciendo como razón el hecho de que el reino de Dios
anunciado por Jesús “no es reino de poder político y de bienes terrenos, sino
el señorío de Dios, que supone conversión y fe…”. Esta respuesta toca uno de
los puntos centrales de la doctrina del reino. Efectivamente, en los umbrales
de su vida pública, Jesús comenzó proclamando no sólo la llegada del reino de
Dios, sino también las exigencias de este reino. Jesús decía: “El tiempo se ha
cumplido, el reino de Dios ha llegado; convertíos y creed al Evangelio” (Mc
1,15)
Desde aquel “primer”
discurso de Jesús hasta nuestros días, esta invitación apremiante del Maestro
no ha dejado de repetirse entre los hombres. Cada Miércoles de Ceniza, en los
umbrales de la Cuaresma, la Iglesia recuerda a sus fieles este imperativo
programático de Jesús, esta llamada ineludible a vivir la ética del reino de
Dios. Mientras la mano del sacerdote traza la cruz sobre la frente de los
cristianos, a prenden de nuevo aquellas palabras: “convertíos y creed al
Evangelio”.
“La conversión y la fe, precisa un buen exégeta alemán, son
en Jesús sólo dos caras de una misma postura fundamental. Sólo quien se
convierte puede formarse la creencia de que el tiempo de salud ha llegado ya, y
que el reino de Dios en su plenitud está ya a las puertas; y esta misma fe
constituye de nuevo una conversión, puesto que incluye el reconocimiento de la
culpabilidad ante Dios, así como la necesidad de salud, pero también la
disposición para cumplir la voluntad de Dios conforme a los postulados
radicales de Jesús” .
La
conversión exige una transformación de la mente y del corazón, inclinados al
dominio y a la autosuficiencia; autosuficiencia que lleva a construirse su
propio reino, a instalarse en él y a olvidar el reino de Dios. Convertirse
significa abandonar la propia suficiencia y la falsa seguridad en sí mismo para
apoyarse en Dios, de la misma manera que el niño busca el apoyo y la seguridad
en su padre. En cierta ocasión, relata el evangelista Mateo, “se acercaron los
discípulos a Jesús diciendo: ¿quién será el más grande en el reino de los
cielos? El, llamando a sí un niño, le puso en medio de ellos y dijo: En verdad
os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el
reino de los cielos” (Mt 18, 1-3). “Volver a hacerse niños” supone un cambio
total en la vida del hombre adulto. Esta imagen empleada por el mismo Jesús
toca el centro del sentido de la conversión, esencial en cualquier momento de
la vida del cristiano. “Volver a hacerse niños“ significa aprender de nuevo a
decir “papá”, Abba, en el sentido ya explicado. Convertirse, por tanto,
significa aprender de nuevo a decir Abba, a depositar toda la confianza en el
Padre celestial, a regresar al hogar paterno y a los brazos del Padre. La
conversión del hijo pródigo consiste en hallar el camino para regresar al hogar
paterno y a los brazos de su padre (cf. Lc 15, 11ss).
La
conversión y la fe urgidas por Jesús como condición indispensable para tener
parte en el reino de Dios, hacen que el hombre entre, ya desde ahora, en
comunión con Dios y que eleve su corazón al Padre para pedirle con confianza
filial “venga a nosotros tu reino”, anhelando la comunión definitiva con Dios,
el reino consumado, la unión con su Rey en la gloria (cf. Lumen Gentium, 5).
La petición “venga
a nosotros tu reino” apunta claramente al reino último, al reino ya consumado
al final de los tiempos, a la gloria eterna. La Iglesia vive y realiza su
misión en el mundo presente, pero es escatológica por su destino. Los
cristianos por su bautismo resucitan con Cristo y participan ya en la tierra de
su soberanía en los cielos.
“Dondequiera que haya hombres que se atrevan a pedir a su
Padre celestial con confianza de niños y en nombre de Cristo la revelación de
su gloria y que se digne concedernos aquí el pan de vida, y la cancelación de
nuestras deudas, se está realizando, ya desde ahora, el reino soberano de Dios
sobre las vidas de sus hijos… . “
Venga a nosotros tu reino
Al llegar al
término de nuestro camino, tras las huellas de Jesús, a la escucha de su
mensaje sobre el reino de Dios, volvemos con gusto al punto de partida: a
Jerusalén, la ciudad santa, a la “Gruta de las enseñanzas” o “Gruta del Pater”,
“cuna” de esa hermosa oración, de rasgos profundamente humanos y de dimensiones
verdaderamente cósmicas, en la que se dan cita el cielo y la tierra. Pues, cada
vez que suplicamos al Padre “venga a nosotros tu reino’ le estamos pidiendo que
el reino de los cielos se haga presenté en la tierra, que El salga a nuestro
encuentro en su Hijo Jesucristo, que envíe la fuerza del Espíritu para que nos
ayude a seguir caminando hacia la patria prometida, hacia los nuevos cielos y
la nueva tierra, anunciados en la segunda carta de San Pedro y contemplados por
el autor del Apocalipsis (cf. 2 Pe 3,13; Ap 21,1). Allí, en los nuevos cielos y
en la nueva tierra, reside la verdadera Jerusalén, nuestra madre, la patria
definitiva de todos los rescatados (cf. Gal 4, 24 ss; Ap 21, 1-22, 5).
En la espera
y esperanza, en el ansia y anhelo de contemplar un día esos cielos nuevos y la
nueva tierra y de sentarnos con Cristo en la Jerusalén celeste, para tomar
parte en el banquete del reino (cf. Lc 22, 28-30), que el Padre tiene reservado
para los que le aman y guardan sus mandamientos, desde lo profundo de nuestro
corazón seguimos clamando: “Venga a nosotros tu reino.”
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