1. Entender la situación como kairós
La situación religiosa y eclesial se ha complicado en Europa. El número de practicantes habituales, pero también el de bautismos, confesiones, matrimonios y ordenaciones sacerdotales, ha disminuido casi por doquier. Especialmente preocupante es el bajo porcentaje de niños y jóvenes que participan con regularidad en la vida eclesial. Al mismo tiempo avanza la secularización de la vida social, y este desarrollo parece encaminarnos hacia un pluralismo religioso.
Nada de lo anterior es razón para el desaliento. Existe también un renovado interés por la religión y el cristianismo. De ello son indicio no solo las cifras de participantes en grandes eventos eclesiales extraordinarios, tales como las Jornadas Eclesiales tanto católicas como protestantes (los famosos Katholikentage y Kirchentage alemanes), las Jornadas Mundiales de la Juventud y las audiencias generales en la Plaza de San Pedro, sino también el creciente interés de muchas personas por tomarse días de retiro y reflexión espiritual. Existen resurgimientos espirituales y nuevos movimientos espirituales de un dinamismo hasta cierto punto asombroso. Hay quien habla incluso de un renacimiento de la religión. Aunque este último fenómeno es ambivalente, de lo que no cabe duda es de que en Europa la religión y el cristianismo no han llegado ni mucho menos a su fin.
Así, la actual situación se caracteriza por la simultaneidad de desarrollos en parte contradictorios. Ninguno de ellos obedece sin más a una inexorable necesidad. Todo depende más bien de qué hagamos nosotros de esta compleja situación. La cuestión está en si seremos capaces o no de entender y configurar la situación como kairós, esto es, como hora o momento de Dios.
2. Resurgimientos duraderos en el siglo XX
Antes de abordar la pregunta: ¿cómo podemos lograr eso?, hemos de preguntarnos: ¿cómo hemos llegado a esta situación? Sin conocimiento del pasado no hay futuro. Cuando a raíz de la Primera Guerra Mundial se vino abajo el antiguo orden burgués de Europa y en el viejo continente estalló una profunda crisis cultural, surgieron movimientos de renovación cuya influencia aún sigue dejándose notar. El movimiento de jóvenes volvió a la sazón la espalda al estilo de vida burgués y buscó de nuevo la naturalidad y la comunidad. En el ámbito eclesial, este movimiento se alió con el incipiente movimiento litúrgico y con el movimiento bíblico. Sobre todo en Francia se produjo un redescubrimiento de los Padres de la Iglesia. Todos estos nuevos comienzos partieron de una reflexión sobre el origen y el centro de la vida eclesial. Prepararon lo que luego se abriría paso en el concilio Vaticano II. Romano Guardini acuñó entonces la conocida frase: «La Iglesia ha despertado en las almas».
Donde más avanzó la secularización fue en Francia. Como respuesta a la constatación: “France, pays de mission, nacieron la Mission de France y la Mission de París”. El cardenal de París Emmanuel Célestin Suhard escribió la profética carta pastoral Essor ou déclin de l'Eglise [Resurgimiento o declive de la Iglesia, 1947]. Los curas obreros se esforzaron por hacerse de nuevo presentes en el mundo obrero, distanciado de la vida eclesial. También en nuestro país algunos perspicaces teólogos empezaron a hablar, ya antes de la Segunda Guerra Mundial y luego durante la contienda, de Alemania como país de misión. Entre ellos habría que mencionar al jesuita Alfred Delp, ejecurado por los nacionalsocialistas a causa de sus convicciones; y por parte protestante, al teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, asimismo ejecutado por los nazis, y al filósofo Josef Pieper.
El llamamiento a la renovación no pasó inadvertido en Roma. El papa Pío XII, en importantes e instructivas encíclicas sobre la Iglesia, la exégesis bíblica y la liturgia, así como con las primeras reformas litúrgicas (sobre todo de la vigilia pascual), hizo suyos importantes objetivos de los movimientos de reforma. Estos se abrieron paso definitivamente con el papa Juan XXIII. Aún recuerdo vivamente qué gran entusiasmo suscitó en nosotros el hecho de que en la tarde del 25 de enero de 1959 se difundiera por radio -en aquel entonces todavía no existía la televisión- la noticia de que el papa Juan XXIII había anunciado ese día en la basílica de San Pablo Extramuros la revisión del derecho canónico, la celebración de un sínodo romano y la convocatoria de un concilio ecuménico. Casi nadie contaba con ello. Sin embargo, el concilio no cayó sin más del cielo. Llevaba tiempo preparándose en los corazones y las mentes de muchas de las personas comprometidas en los movimientos de renovación.
3. El concilio Vaticano II como carta magna para caminar hacia el futuro
El concilio Vaticano II (1962-1965) fue, sin duda, el acontecimiento más importante de la historia de la Iglesia en el siglo XX. Obsequió a la Iglesia católica con una renovación según el espíritu de la liturgia y a partir de los orígenes bíblicos y patrísticos, y puso en marcha un proceso de reforma que en la centuria pasada no tiene parangón en ninguna otra Iglesia cristiana. Los dieciséis documentos del Concilio, en parte muy abarcadores y de gran relevancia, pueden ser calificados con razón de carta magna para el caminar de la Iglesia hacia el siglo XXI y el tercer milenio.
Así y todo, el concilio Vaticano II no debe ser mitificado. Es necesario interpretar de forma cuidadosa los documentos del Concilio conforme a las reglas de la hermenéutica teológica comúnmente validas. El papa Juan XXIII y los padres conciliares no perseguían una nueva Iglesia que rompiera con la tradición, sino una Iglesia renovada según el espíritu del mensaje cristiano revelado de una vez por todas, transmitido en la tradición viva y permanentemente válido.
El mensaje del Concilio no es meramente eclesiológico, sino cristológico. Reza: «Lumen gentium... Christus» [La luz de los pueblos es Cristo]. Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 8,12) que resplandece en la oscuridad e ilumina a todos los hombres (cf. Jn 1,5.9). “Él es la clave, el centro y el fin, el alfa y la omega de la entera historia de la humanidad”. Solo en razón de esta convicción cristológica resultan comprensibles la reforma de la liturgia, la renovación bíblica, el fomento de la participación de los laicos, el ecumenismo, el diálogo interreligioso, etc. Al margen de ella, todo lo que acabamos de enumerar permanece suspendido en el aire y corre el peligro de convertirse en un conjunto de «voluntariosos» proyectos que surtan un efecto contrario al deseado. En el Concilio no se pusieron los cimientos de una nueva Iglesia, sino de un nuevo modo de ser la Iglesia una, santa, católica y apostólica. En consecuencia, el Concilio no debe ser reducido a las reformas por él introducidas. Únicamente en el contexto de una renovación de la fe puede actualizarse su potencial de futuro, generando una perspectiva esperanzadora.
4. Luces y sombras del desarrollo posconciliar
Desde el Concilio hasta nuestros días ha habido muchos desarrollos positivos: una espiritualidad de más intenso cuño bíblico, una celebración más viva de la eucaristía, la activación de los laicos, la aproximación ecuménica, una nueva relación con el judaísmo, el diálogo interreligioso, la interacción con el mundo moderno... Tampoco se pueden pasar por alto, ciertamente, malentendidos y abusos, ni la pérdida de brío o el decrecimiento numérico. El Concilio abrió las puertas y las ventanas de la Iglesia, pero desde fuera no solo ha entrado en ella aire fresco, sino también algo de aire cargado. Así, los esperanzados sueños de aquel entonces únicamente se han realizado en parte. Es necesaria una recepción más amplia y profunda del Concilio. Esto se percibe asimismo en la recientemente reavivada confrontación con corrientes tradicionalistas.
Carece de sentido echar al Concilio la culpa de algunos malentendidos y abusos, como si todo lo acontecido después de él tuviera su origen en el propio Vaticano II. Es cierto que éste no logró contener, a diferencia de lo que muchos esperaban, el proceso de deseclesialización que ya estaba en marcha. Pero al reconocer la existencia de una laicidad o secularidad legítima, liberó de falsos problemas la confrontación con los afanes de emancipación surgidos en especial después de 1968, estableciendo una suerte de «línea de contención», desde la que fue posible llevar a cabo con mayores posibilidades de éxito la confrontación con el laicismo y el secularismo, que entretanto se habían tornado intolerantes y agresivos. Se puede discutir sobre si el vaso está medio lleno o medio vacío.
Quien esté convencido de que la Iglesia y los concilios son guiados por el Espíritu de Dios no se dejará arrebatar la esperanza de que lo sembrado por el Concilio aún ha de brotar, al igual que la semilla sembrada en la tierra en otoño únicamente brota después de un frío invierno y luego solo da fruto al cabo de un lento crecimiento. Es posible aplicar a la Iglesia, mutatis mutandis, la antigua máxima campesina de que en invierno no hay que impacientarse, sino esperar serenamente. Ello puede preservarnos de volver a arar la tierra en una, por así decir, reforma de la reforma. O por expresarlo con la Biblia, hay que esperar hasta la siega, a fin de no arrancar con la cizaña también el trigo bueno (cf. Mt 13,29).
5. El enfoque actual: el problema de Dios
El Concilio habla de la Iglesia como Iglesia peregrina, que se encuentra en camino y precisa de continua renovación. El aggiornamento conciliar, esto es, la modernización de la Iglesia y su tradición incluye cambio de mentalidad, renovación y reforma. Esto ha desencadenado una disputa intraeclesial entre «conservadores» y «progresistas». Tal controversia no nos ayuda ya a avanzar; ha sido dejada atrás por el desarrollo de los acontecimientos. El futuro de la Iglesia no se decide en si uno piensa de forma más conservadora o más progresista en este o aquel punto. El planteamiento se ha tornado más fundamental. No se trata de esta o aquella reforma, sino de la totalidad. Lo decisivo es el problema de Dios. Para muchos, Dios es hoy el gran ausente y desconocido. Martin Buber habla del eclipse de Dios en nuestro tiempo. La época del eclipse de Dios es también, sin embargo, la época de numerosos buscadores de Dios, de numerosas personas que están en camino como peregrinos y se ponen interiormente en marcha en actitud de búsqueda e interrogación.
La mayor dificultad a la hora de aproximarse al problema de Dios radica en el indiferentismo ampliamente extendido en la presenté situación posmoderna. No solo el cristianismo, sino todos los «grandes relatos» y cosmovisiones, también el ateísmo, han devenido sospechosos y problemáticos para muchos de nuestros contemporáneos. Los ateos sinceramente convencidos de su posición constituyen hoy ya un golpe de fortuna pastoral. Con ellos al menos se puede discutir. El problema no lo representa tanto el ateísmo cuanto la indiferencia religiosa. Para muchos, Dios no parece tener ya ninguna utilidad a la hora de responder a los interrogantes de la vida. Ya no discuten sobre la fe, sino que se limitan a encogerse de hombros y decir: «No creo en nada y no echo nada en falta».
De ahí que muchos sacerdotes y laicos comprometidos hayan cedido al desaliento. Preocupados, se preguntan: ¿qué debemos hacer ahora? Una vuelta atrás nostálgica y restauradora serviría de tan poco como una mera operación de imagen, la mejora del prestigio social de la Iglesia y unas cuantas reformas, en sí del todo pertinentes. Y con más razón aún: el activismo frenético y la organización de eventos siempre nuevos que rápidamente se desvanecen como humo, lejos de suponer un avance, no pasan de ser movimientos circulares. Es como pisar el acelerador a fondo cuando el motor está en punto muerto.
Si es cierto que el problema de Dios representa el problema fundamental y que anunciar el mensaje de Dios es nuestra principal tarea, entonces no puede tratarse sino de conducir hacia una relación personal con Dios tanto a las personas que se llaman a sí mismas cristianas como a aquellas que de momento se encuentran tan solo en proceso de búsqueda. O expresado de forma tradicional: el reto consiste en suscitar en unas y otras la fe, la esperanza y la caridad. Karl Rahner lo plasmó hace años en una fórmula mil veces citada: «El cristiano del futuro será un “místico”, es decir, una persona que ha “experimentado” algo, o no será cristiano». Karl Rahner habla de la tarea de la mistagogía, de guiar a las personas hacia el misterio del Dios misterioso, inefable.”
6. La nueva evangelización como programa
Me gustaría expresar este mismo objetivo con ayuda de un concepto de cuño bíblico que ha llegado a ser fundamental en el reciente uso lingüístico de la Iglesia: la «nueva evangelización». Este es, a mi juicio, el concepto clave y la visión para la pastoral de hoy y de mañana. Lo importante en la actualidad sigue siendo lo mismo que perseguía el apóstol Pablo en su actividad misionera, a saber, llevar a la gente desde los ídolos esclavizadores —de los que también hoy existen no pocos, si bien bajo formas distintas y nuevas- al Dios vivo y verdadero, así como a la verdadera libertad de los hijos de Dios (cf. Hch 14,15; 1 Tes 1,9).
Ya el papa Pablo VI, en su programática exhortación apostólica Acerca de la evangelización en el mundo contemporáneo, caracterizó la evangelización como la auténtica identidad de la Iglesia. El papa Juan Pablo II convocó una y otra vez a la nueva evangelización. En el escrito que yo considero su testamento pastoral, Al concluir el gran jubileo del año 2000, condensó este programa en tan solo tres palabras: «Repartire da Cristo» [Partir de nuevo desde Cristo]. El Consejo de Conferencias Episcopales Europeas (CCEE) asumió gustosamente este tema. Los obispos alemanes lo hicieron suyo en el otoño de 2004.
El programa Repartire da Cristo no es otra cosa que lo que desde siempre ha sido y debe ser el origen y el centro de la vida cristiana y eclesial. Es lo que Francisco de Asís le pidió al papa Inocencio III, a saber, vivir según el Evangelio. A pesar de ello, este programa no les gusta a todos. Con entusiasmo lo han asumido sobre todo los nuevos movimientos espirituales; otros, en cambio, lo miran de reojo con recelo y lo tildan de reaccionario. Temen que la nueva evangelización no sea más que una nueva forma de la antigua indoctrinación y exigen reformas concretas. No obstante, antes de llevar a cabo reparaciones parciales, es necesario asegurar y consolidar los cimientos sobre los que descansa la casa que es la Iglesia. Pero la Iglesia no tiene otro fundamento que el Evangelio de Jesucristo. Este es su fundamento, su fuente, su criterio permanente.
Solo una renovación que nazca del Evangelio puede conferirnos nuevo brío, nuevo aliento y nueva esperanza. La propia Iglesia debe ser evangelizada, a fin de poder evangelizar. Únicamente en virtud del Evangelio puede llegar a ser una «Iglesia que se edifica para el futuro».
De:
El Evangelio de Jesucristo
WALTER KASPER
SAL TERRAE
El Evangelio de Jesucristo
WALTER KASPER
SAL TERRAE
No hay comentarios:
Publicar un comentario