FELIPE FERNANDEZ RAMOS
Un día, aquellos primeros seguidores de Jesús comenzaron a darse cuenta de que la cosa iba en serio. ¡Eran un grupo! Reducido y sin pretensiones, cierto, pero ¡un grupo! Y, como tal, con ansias de identidad propia, con deseos de diferenciación frente a otros grupos, con ganas de precisar sus características específicas. Naturalmente, ellos no tenían competencia para determinarlo. El grupo había sido convocado por Jesús. El debía saber lo que quería y para qué les había reunido. El debía tener claras las características que quería para su grupo. Lo mejor era preguntarle. Y lo hicieron. Para entender tanto el sentido de su pregunta como, sobre todo, el de la respuesta de Jesús, el padrenuestro debe ser situado en los diversos contextos en que fue pronunciado y transmitido.
Contexto en la vida de Jesús
La pregunta dirigida por aquellos primeros discípulos a Jesús, buscando su identidad propia, nos resulta extraña. Se interesan por la forma de orar. ¿Acaso no sabían hacerlo? Esto equivaldría a decir que aquellos primeros seguidores de Jesús, además de iliteratos e incultos, eran también al menos, religiosamente indiferentes. ¿Cómo podemos llamar a aquel que no sabe orar?. Y esto ya nos parece demasiado.
El enigma nos lo resuelve Lucas. Según la versión que él nos da del padrenuestro (Lc 11.1 ss) los discípulos no pidieron a Jesús que les enseñase a orar, de forma absoluta, sino que les enseñase a orar como el Bautista había enseñado a sus discípulos. Se establece una comparación. Y esto ya tiene sentido. La oración era una característica esencial de las sectas y grupos religiosos (fariseos, esenios, discípulos del Bautista… tenían, además de las comunes, su oración propia). En ella expresaban su concepción de Dios, del prójimo, del mundo… Y esto es exactamente lo que los discípulos piden a Jesús. No que les enseñe a orar. Eso, como buenos judíos, ya sabían hacerlo. Lo que le piden es una fórmula oracional que refleje su ser específico, la identidad del discipulado en el que se han enrolado, el modo de dirigirse a Dios y de comportarse con el prójimo, el denominador común y, al mismo tiempo, especificativo de los discípulos de Jesús, el elemento esencial que les aglutina, les une, les mantiene y refleja como cristianos.
Es absolutamente necesario tener en cuenta este contexto de la petición que aquel pequeño grupo de discípulos incipientes hace a Jesús para valorar el significado y trascendencia del padrenuestro. Las palabras —enseñanza que Jesús dirige a sus discípulos de todos los tiempos, con la finalidad de enseñarles lo que les caracteriza y especifica frente a otras creencias religiosas y, más aún, frente a actitudes arreligiosas— tienen la permanente actualidad del carnet de identidad. Eso pretende ser y eso es, en realidad, el padrenuestro para los cristianos: su carnet de identidad. Quien se pregunta por la identidad cristiana debe hacerlo desde una reflexión profunda y en confrontación directa con el padrenuestro.
Contexto en nuestros evangelios
Analizado el contexto en el que el padrenuestro fue enseñado –el contexto en la vida de Jesús, cuando el evangelio era sencillamente predicado—, es importante también tener en cuenta, para una valoración adecuada del mismo por nuestra parte, el contexto en el que actualmente lo leemos, el lugar preciso en el que fue colocado por los evangelistas, cuando el evangelio era ya una realidad vivida, una vivencia profunda.
El padrenuestro ha llegado a nosotros en una forma amplia, la de Mateo, y en otra forma más breve, la de Lucas. Como nadie se hubiese atrevido a abreviar esta enseñanza fundamental, central como veremos, hay que suponer que Lucas es quien nos transmite la versión más original. Mateo se permite ampliarla con la finalidad de aclararla. En la invocación inicial, Lucas dice sencillamente “Padre”, no Padre “nuestro”. Y es que él tradujo escuetamente el Abba, aunque, como veremos, también el Padre “nuestro” se halla incluido en el Abba escueto. Pues bien, en los dos evangelios mencionados el contexto es catequético.
En el evangelio de Mateo —dentro del sermón de la montaña— el padrenuestro se halla en un contexto de catequesis o didajé sobre la oración (Mt 6,5-15). Contexto que, a su vez, se halla encuadrado dentro de un marco más amplío, catequético también, en el que se enseña a los discípulos cómo deben realizar ellos las tres prácticas piadosoreligiosas sobre las que se ponía peculiar énfasis en su tiempo: la limosna, la oración y el ayuno. Por razones de simetría —recurso particularmente querido por Mateo— lo más importante aparece en el centro. Más importante y especificativo que la limosna y el ayuno es la oración. De ahí que la oración ocupe el lugar central, precedido de la limosna y seguido del ayuno.
En realidad este contexto del evangelio de Mateo, que analizamos, bien podría calificarse no sólo de catequético sino de la catequesis esencial para el discipulado cristiano: es una catequesis sobre la paternidad de Dios y la correspondiente filiación del hombre. Veamos:
A la hora de manifestarse como hombres religiosos y, más en concreto, como cristianos, el punto de referencia es el Padre celestial. Esto a modo de principio general: “Practicad vuestra justicia delante de los hombres no para que os vean; de otro modo no tendréis recompensa ante vuestro Padre, que está en los cielos” (Mt 6,1).
En relación con la limosna, el punto último de referencia debe ser también “el Padre, que ve en lo secreto…” (Mt 6,4).
En cuanto al ayuno, el punto de mira debe ser igualmente “el Padre, que ve en lo secreto…” (Mt 6,18).
En el tema de la oración, ese esencial punto de referencia es, por supuesto, “el Padre” (Mt 6,5-15).
A propósito de la oración específicamente cristiana, el padrenuestro, la palabra Padre aparece diez veces en dieciocho versículos: una al principio de la mencionada catequesis a modo de principio general; las nueve restantes (número impar) hacen colocar en el centro al padrenuestro, precedido de cuatro menciones de la palabra Padre y seguido de otras cuatro “ Ofrecemos a continuación esta presentación esquemática:
Mt 6,1: conducíos de tal forma que seáis dignos de la recompensa de vuestro Padre.
Mt 6,4: tu Padre te recompensará
Mt 6,6ª: ora a tu Padre
Mt 6,6b: tu Padre te recompensará
Mt 6,8: vuestro Padre
Mt 6,9: Padre nuestro, que estés en los cielos…
Mt 6,14: vuestro Padre
Mt 6,15: vuestro Padre
Mt 6,18a: tu Padre, que está en lo secreto
Mt 6,18b: tu Padre te recompensará.
Esta estadística y la consiguiente distribución simétrica, puestas al servicio del mensaje que Mateo quiere transmitimos, pretenden orientarnos de forma definitiva sobre lo esencial de esta catequesis, que es lo siguiente: Dios es Padre y lo es de forma comunitaria, el Padre “nuestro”. Dios es Padre de todos aquellos que rezan el padrenuestro. El nos recompensará. Lo está deseando. Nos recompensará porque es Padre. La única condición que impone para ello es que sus hijos se comporten como tales.
El contexto en el que Lucas nos transmite el padrenuestro no es menos significativo. La oración específicamente cristiana es colocada también por Lucas en el contexto de una catequesis sobre la oración (Lc 11,1-13). En abierta contraposición y en clara diferenciación frente a los demás, “vosotros debéis orar así: Padre,..” Como ilustración bien intencionada de esta oración nueva y característica de los discípulos de Jesús, añade Lucas en este contexto la parábola del amigo importuno, y culmina la catequesis colocando al Padre del cielo, en cuanto a disponibilidad de conceder lo mejor para sus hijos, muy por encima de cualquier padre terreno: “¡Cuánto más vuestro Padre celestial…!“ Desde este punto de vista está más que justificado hablar de la eficacia de la oración.
Si comparamos las dos versiones del padrenuestro (la de Mateo y la de Lucas) y sus respectivos contextos, podremos deducir una lección extraordinariamente importante para nosotros: la capacidad de adaptación que el mensaje cristiano tiene y el esfuerzo de adaptación que aquellos hombres hicieron en sus catequesis. La misma catequesis esencial, el mismo material catequético, tiene formas y contextos distintos, según los destinatarios de la misma (una es la forma para los discípulos judeo-cristianos y otra muy distinta para los étnico-cristianos). Las diferencias que tan fácilmente podemos constatar no nacieron en la pluma de los evangelistas sino en el uso catequético y litúrgico.
Contexto en el mundo judío contemporáneo
Lo dicho sobre la novedad y especificidad del padrenuestro caería por su base s¡ fuese forzado admitir lo que tan frecuentemente se dice en relación con el Dios anunciado por Jesús. Ninguna novedad en este punto. Absoluta continuidad con el Antiguo Testamento y con el judaísmo tardío. Incluso en cuanto al nombre o título de “Padre” dado a Dios. Este planteamiento nos obliga a distinguir dos puntos: el concepto general de Dios y el particular de Padre, en la predicación de Jesús.
Grandes características del Dios bíblico-judío
Partiendo del Antiguo Testamento, Dios es presentado y representado como una figura personal, sobrehumana e inquietante, cuya naturaleza es la del Señor dominante, cuyo actuar es incalculable a no ser desde su decisión de elegirse un pueblo. Una voluntad personal que pide obediencia a sus mandamientos y, en particular, se la pide a su pueblo, exigiéndole fidelidad a las cláusulas de la alianza.
Este Dios de la alianza es un Dios justo. Justicia que debe situarse, no simplemente en el terreno de un orden formal de justicia —tal como nosotros acostumbramos a entenderla— sino en el terreno de la recta relación entre Dios y el pueblo en el marco de la alianza. Pero este Dios es también misericordioso frente al que se halla dispuesto a la penitencia (Miq 7,9; Sal 78,38; Deut 6,12s): “Pero es misericordioso, y perdonaba la iniquidad, y no los exterminó; antes refrenó muchas veces su ira y no dejó que se desfogara toda su cólera” (Sal 78,38). “¡Yahvé, Yahvé!, Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34,6). Justicia y misericordia de Dios que se manifestará en su plenitud al fin de los días (Is 5,15s; 49,15).
En resumen, de sus actuaciones en la historia, Dios es imaginado como una voluntad libre que no puede ser calculada ni explicada, sino ante la que es necesario doblegarse y someterse, aunque el hombre deba contar siempre con la confianza que él nos brinda.
Este Dios, el Dios del Antiguo Testamento, es un Dios particularmente próximo a su pueblo: “¿Cuál es la nación que tiene dioses tan próximos a ella, como Yahvé, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?” (Deut 4,7). Esta idea de la proximidad de Dios es particularmente valorada y querida por el pueblo de Israel. Y esta idea de la proximidad de Dios se halla igualmente presente en el judaísmo. No es cierto, como a veces se ha afirmado, que en el judaísmo tardío se hubiese perdido el concepto de la proximidad de Dios. Pueden ser aducidos múltiples ejemplos en contra de esta afirmación. Un par de ellos pueden bastar: “Dios es distante y, al mismo tiempo, cercano… Va un hombre a la sinagoga y reza de forma susurrante detrás de una columna y Dios escucha su oración. Y así hace con todas sus criaturas. Está tan cercano a sus criaturas, como lo está la oreja de la boca.” “Si tú vienes a mí casa, yo voy a la tuya, y si tú no vienes a mi casa yo no voy a la tuya.”
Más aún. Se pone de relieve que el amor de Dios no establece distinción alguna entre el hombre y la mujer. He aquí un texto bien significativo:
“El amor de Dios no es como el de la carne y de la sangre. La carne y la sangre aman más a los niños que a las niñas… En Aquel que habló y el mundo fue hecho, las cosas no ocurren así. Su amor se dirige a lo masculino y a lo femenino, su amor se dirige a todo, según se dice: bueno es Yahvé para con todos, y sus ternuras sobre todas sus obras” (Sal 149,9).
El judaísmo tardío, contemporáneo y posterior a Jesús, sintió la proximidad de Dios. Sin embargo, sí debe decirse que, para dicho judaísmo, el tiempo presente no se halla bajo la acción salvadora de Dios, no se siente bajo la acción salvadora de Dios, es un tiempo vacío de la actuación divina en la historia de su pueblo (algo parecido a lo que ocurre en nuestros días). Se vive del recuerdo del pasado, ya que el espíritu de Yahvé se retiró de su pueblo al desaparecer los profetas Ageo, Zacarías y Malaquías. Se han contagiado de la misma mentalidad bíblica; a ella apunta la Biblia cuando se lamenta de la ausencia de Dios (Sal 77,9; 79,10).
Afirmación de la paternidad divina
Desde el tiempo de los profetas aparece el nombre de padre, aplicado a Yahvé, por la conducta de Yahvé frente a su pueblo: “Yo me pregunté: ¿cómo voy a contarte entre mis hijos y a darte una tierra escogida, una magnífica heredad, preciosa entre las preciosas de todas las gentes? Y me contestaba: llamándome ‘mí padre’ y no volviendo a apartarte de mí” (Jer 3,19).
Tampoco esto es una novedad. Esta designación debe ser considerada en el marco más amplio de la cultura del Próximo Oriente. En ella es frecuente la idea mitológica de que la divinidad es el padre de todos los hombres o de alguno de ellos. Pueblos, tribus, clanes y familias se presentan a sí mismos como descendientes de un antepasado divino. Esta mentalidad fue la que debió preocupar a Pilato cuando le dijeron que Jesús era o se hacía pasar por ser Hijo de Dios : “Cuando Pilato oyó estas palabras, temió más” (Jn 19,8).
La paternidad divina en el Antiguo Testamento se funda en que Yahvé es el “creador” (Deut 32,6). Y, en cuanto creador, Dios es el Señor y tiene derecho a esperar la obediencia. Por otra parte, siendo padre, no puede por menos que Dios sea misericordioso (Sal 103, 13s). En relación con esta paternidad de Dios (de la que se habla sólo quince veces en todo el Antiguo Testamento) es preciso notar lo siguiente:
Únicamente es afirmada en relación con el pueblo de Israel o con su rey.
Nunca es aplicada a una persona en particular ni a la humanidad en general.
Al comparar el concepto de la paternidad divina, de la que nos habla el Antiguo Testamento, con el concepto de la paternidad atribuida en el Próximo Oriente a la divinidad, las diferencias aparecen más profundas de lo que a primera vista pudiera parecer. En el Antiguo Testamento, Yahvé:
No es antepasado ni progenitor, sino creador.
La paternidad la tiene respecto a su pueblo, que es el primogénito, el elegido (Deut 14,1).
La elección está enraizada en una acción histórica, en la liberación a la que llevó a su pueblo desde la esclavitud a la libertad, en el éxodo.
La certeza de que Yahvé es padre e Israel es hijo no se funda, por tanto, ni en la mitología ni en la biología, sino en un único acto histórico de salvación, es decir en la soteriología. Incluso cuando esta paternidad divina se halla justificada pensando que Dios es el “creador” o “engendrador” estos términos se refieren a la acción histórica y electiva de Dios que se ha fijado en un pueblo concreto o en un rey determinado.
Aparte todos los antecedentes mencionados y otros posibles, es precisamente en los profetas donde el concepto de Padre, aplicado a Dios, adquirió su significado completo. La conciencia de esta paternidad se agudiza hasta el extremo de ser el hombre piadoso de Israel quien, por su cuenta, acude también a Yahvé llamándolo Padre, aunque una explicación de los textos se hace necesaria para no salirnos de los límites debidos: “Cuan benigno es un padre para con sus hijos, tan benigno es Dios para con los que le temen” (Sal 103,13). Nótese, sin embargo, que en el texto no tenemos una afirmación de la paternidad divina en relación con una persona individual, sino una comparación: Yahvé es comparado con un Padre.
Donde aparece este título de forma clara y terminante, pero en un nivel colectivo, es en el texto siguiente de Isaías: “Con todo tú eres nuestro padre. Abraham no nos conoció y nos desconoció Israel, pero tú, oh Yahvé, eres nuestro Padre…” (Is 63,16).
El judaísmo del tiempo de Jesús también conoce y utiliza este epíteto para designar a Dios. El rabino Eliezer decía: ‘¿En quién debemos confiar? En nuestro Padre, que está en el cielo”. Y la expresión “mi Padre en el cielo” o “nuestro Padre en el cielo” no es del todo rara en los rabinos.
Consiguientemente, ¿Jesús no aportó nada nuevo? Precisemos.
En cuanto al concepto de Dios, en general
Jesús se considera a sí mismo como enviado de Dios, anunciador e intérprete, con autoridad, de la voluntad divina. La presentación que el Nuevo Testamento hace de Dios está tan íntimamente ligada con la persona, la obra y la enseñanza de Jesús que, a pesar de los análisis más sutiles de las diversas tradiciones recogidas en los evangelios, difícilmente pueden establecerse las fronteras entre la teología y la cristología.
El Dios de Jesús no es un Dios nuevo, es el Dios de los “padres” (Mc 12,29; 12,26s). Quien confiesa a este único Dios, en el sentido en que es afirmado en Deut 6,4: “Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es el Dios único”, y añade el mandamiento del amor al prójimo (Lev 19,18), “no está lejos del reino de Dios”, dijo Jesús, aunque no tenga parte en él. Con ello se afirma que el reino de Dios todavía no es una realidad establecida, sino que tiene que realizarse y que el tiempo de Jesús es el momento en el que dicha realización se inicia.
En resumen, la fe en Dios no es una doctrina separable de la persona de Jesús, que cualquiera pudiera apropiarse, sino que se trata de algo tan importante que introduce a los creyentes en una comunión de vida para la cual Jesús es el camino, la verdad y la vida misma (Jn 14,6).
En cuanto a la paternidad de Dios
Las precisiones que tenemos que hacer son tan importantes que merecen capítulo aparte.
Dios, nuestro Padre, según Jesús
La novedad y originalidad del pensamiento de Jesús en este punto son mucho más profundas de lo que a primera vista pudiera parecer. Veamos sus características:
Jesús convierte en central, en verdadero centro de gravedad y gravitación, una designación de Dios que, aunque conocida en el Antiguo Testamento y en el judaísmo contemporáneo y posterior a él, no tiene ni mucho menos la importancia que adquiere en Jesús. La simple estadística nos sirve de argumento: dentro de los evangelios tenemos un total de ciento cuarenta y dos pasajes en los que Dios es designado como Padre. En el cuarto evangelio la palabra Padre llega a ser sinónima de Dios.
Esta gran novedad fue perfectamente captada por los primeros cristianos. Así lo demuestra el estudio del resto de la literatura del Nuevo Testamento. San Pablo utiliza el título en cuestión cuarenta veces y, como caso singular, junto a las expresiones corrientes como “Dios Padre” o “Dios, nuestro Padre”, nos ofrece una fórmula nueva “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Con ella pretende acentuar que Dios se ha manifestado como Padre en Jesucristo y, por eso, puede ser reconocido como tal únicamente en él.
Es importante señalar también que, tanto para Pablo como para Juan, el fundamento de la paternidad-divina es cristológico-soteriológico; le constituye en Padre la acción salvadora llevada a cabo por Dios en Cristo y por él.
Más importante es la forma. Según la versión más breve, la de Lucas, la invocación inicial fue simplemente “Padre” no Padre “nuestro”, y esta invocación, según Pablo (Rom 8,16; Gal 4,6) y según los evangelios (Mc 14,36) sonó simplemente Abba. Esta palabra no pertenecía al terreno religioso ni al argot oracional ni al formulario solemne de la oración en general. Era una palabra familiar, de la vida doméstica, con la que el niño pequeño, todavía balbuceante, y, posteriormente, también los hijos ya crecidos se dirigían a su padre. Esto significa que Jesús no se limita a colocar en el centro de su predicación y mensaje un nombre, el nombre de “Padre”, con el que también los judíos se dirigían a Dios. Esto significa algo muy distinto. Significa que Jesús aplica a Dios una expresión, un nombre tomado de la vida familiar, un nombre que nunca perdió su sentido familiar-doméstico. Así se pone de relieve el amor impresionante e inaudito de Dios a los hombres. Dios es Abba: la confianza del niño vacilante en la fortaleza del padre amoroso y el amor que el hijo ya crecido sigue expresando, al utilizar dicha palabra, para dirigirse a su padre.
En relación con este modo de dirigirse a Dios llamándolo Abba es necesario poner de relieve los matices siguientes:
La palabra tiene su origen en el lenguaje infantil (“cuando un niño es destetado aprende a decir abba, imma = papá, mamá”, dice el Talmud).
Posteriormente la palabra perdió su sentido original balbuceante del niño que comienza a hablar y era utilizada también por los hijos mayores para dirigirse a su padre, manteniendo, en todo caso, el tono familiar y cariñoso. En el Abba se reunieron matices distintos expresados de diversas formas, como “mi padre”, “el padre” y, a veces, “nuestro padre”, “su padre”. La palabra Abba podía expresar todas estas posibilidades. Siempre se suponía, sin embargo, el origen de la palabra en el lenguaje infantil.
La palabra no es utilizada nunca en el judaísmo (el texto que suele aducirse del rabino Hanin es más que dudoso y no es demostrativo en modo alguno) ni en la oración litúrgica ni en la personal para dirigirse a Dios. Hubiese sido una falta de respeto, una auténtica irreverencia, dirigirse a Dios con esta palabra tan familiar.
La palabra es utilizada siempre por Jesús en sus oraciones (excepción hecha de Mc 15,34, donde Jesús se dirige a Dios llamándolo “Dios”; al hacerlo así, Jesús está utilizando el Sal 22,2; es decir que le llama “Dios” porque así lo hace el salmo citado. Desde este punto de vista la excepción mencionada deja de serlo, ya no es excepción). Al hacerlo así Jesús nos enseña varias cosas:
La compenetración, familiaridad e intimidad que mantenía con Dios.
La revelación que únicamente a él le ha sido concedida: “Entonces tomó Jesús la palabra y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y discretos y se las has revelado a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te pareció bien. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo” (Mt 11,25-27). Por esta revelación, que únicamente a él le ha sido concedida, él es la última y definitiva palabra de Dios para los hombres.
La conciencia que él tenía, como Hijo, de su misión.
La diferencia que Jesús establece entre él y nosotros: distingue con toda claridad entre “mi Padre” y “vuestro Padre”. Nunca se une a sus discípulos dirigiéndose a Dios como “nuestro Padre”. El padrenuestro es la oración propia y específica de los discípulos. Sencillamente porque su unión con Dios es del todo singular. El es el revelador del Padre (Jn 1,18; 8,26ss; 12,49ss; 14,7.9). El, por ser el Hijo, concede a los discípulos la filiación divina
Al enseñar a sus discípulos el padrenuestro, como oración específicamente cristiana, Jesús expresa el deseo y el mandato de que también ellos se dirijan a Dios con la misma palabra con que él lo hizo. Pero en este deseo y este mandato para que llamemos a Dios Abba (Rom 8,15; Gal 4,6) se expresa la más profunda realidad cristiana: él nos hace participes de su condición de hijos. Condición filial que nosotros descubrimos gracias a la inspiración del Espíritu, como nos recuerda el apóstol Pablo.
Tan inaudito parecía todo esto que, tal vez por ello, aunque no sólo por ello, Mateo añadió a la palabra Abba la expresión “que estás en los cielos”. Quería decirnos que Dios, nuestro Abba, está, ciertamente, muy próximo a nosotros, pero sin olvidar la distancia que de él nos separa. La expresión, que estás en los cielos, acentúa, por tanto, la distancia entre Dios y el hombre.
Es cierto que el judaísmo palestinense nos ofrece ejemplos de los cuales se deduce que, también la persona individual, se dirigía a Dios como a su “padre del cielo”. Y esto constituye una novedad frente al Antiguo Testamento. No lo es menos, sin embargo, que esta relación personal, filial, tiene como presupuesto esencial la obediencia a los mandamientos divinos. De ahí que los rabinos enseñen que Dios extiende su paternidad únicamente a aquellos que cumplen la ley (la Torah). Dios es padre del justo, del que cumple su voluntad.
También es de notar que cuando se dirigen a Dios, incluso las personas concretas, lo hacen con el título doble de “nuestro padre, nuestro rey” = abbinu, malkenu. Y esto exige, a su vez, una serie de precisiones:
La invocación pone de relieve la majestad divina tanto o más que su paternidad.
Los testimonios se refieren únicamente a la oración litúrgica, que utilizaba la lengua hebrea, la lengua sagrada, que no era usada en la conversación diaria (cuando esto ocurre, el hebreo era ya lengua muerta).
De la precisión anterior se deduce que es la comunidad, considerada como un todo, la que se dirige a Dios como “nuestro Padre”. Hasta ahora nos faltan testimonios que demuestren que el judío piadoso se dirigiese a Dios llamándolo “Padre mío”. En el texto del Eclesiástico (Eclo 23,1.4) que, hasta ahora, era la única excepción conocida, la lectura correcta parece ser “Oh Dios de mi padre” (ver esta expresión en Ex 15,2) en lugar de “Oh Señor, Padre y dueño de mi vida”.
La novedad de Jesús se acentúa si tenemos en cuenta la característica siguiente: lo que Jesús dice sobre la paternidad de Dios
La relación paterno-filial no se limita al pueblo judío; se abre a todos los hombres. Jesús nunca llama a Dios “padre de Israel”. Por otra parte, tampoco esto significa que sea padre de todos los hombres, como ya apuntamos; y esto aunque sea el Dios único.
Esta abertura de la paternidad divina hacia todos los hombres aparece en los contextos en los que son eliminados los privilegios judíos:
También los “perros” participan en la mesa (Mc 7,27ss; los paganos son llamados “perros”, pero a partir de ahora pueden participar en la mesa con los hijos).
Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentaran a la mesa… mientras que los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas de afuera (Mt 8,11s).
El Padre hace lucir el sol y manda la lluvia sin establecer distinción de ninguna clase.
El que se adhiere a Jesús será recompensado por el Padre; no mediante una recompensa terrena, sino participando con él en la salud del reino de Dios (Lc 12,32). Esto quiere decir que, para Jesús, la filiación divina es, sobre todo, una promesa para el tiempo de la consumación. Así la existencia humana, la de aquellos que se esfuerzan por ser perfectos como el Padre celestial lo es (Mt 5,48) no se estrella inevitablemente contra la muerte, la aniquilación o la nada.
La paternidad de Dios se demuestra en su perdón, en que él perdona a los hombres (Mc 11,25). La verdadera necesidad del hombre frente a Dios es el pecado, la lejanía de Dios, la ruptura con él. Una necesidad absoluta que no encuentra remedio alguno en los recursos y posibilidades humanos (Mt 7,11; 12,34). Por eso manda Jesús a sus discípulos que, en la oración, pidan al Padre el perdón de los pecados (Mt 6,12).
Jesús no sólo afirma que Dios está dispuesto a perdonar, sino que nos lo presenta experimentando una gran alegría por la vuelta del pecador (Lc 15,1 ss). Lo mismo nos dice la parábola de los obreros enviados a la viña (Mt 20,1 ss). La parábola nos ofrece un magnífico retrato de Dios. En ella se nos dice que el Dios de Jesús, nuestro Dios, no es un Dios raquítico, que se limite a cumplir un contrato de trabajo, sino una personalidad magnánima y amante que trasciende, en su conducta, todos los contratos de trabajo y cuya bondad alcanza también a los que han trabajado menos. En última instancia, la retribución concedida tiene su último fundamento en la magnanimidad y en la pura gracia del Señor que la concede. Es importante, además, tener en cuenta dos precisiones:
Esta disponibilidad para el perdón no funciona mágicamente. Más aún, se convierte en actitud de juicio para todos aquellos que no tomen en serio la llamada y la exigencia de la conversión (Lc 13, 1-9 si no os convertís, todos igualmente pereceréis…”).
Esta disponibilidad para el perdón por parte del Padre no tiene su fundamento en el valor que tiene ante Dios el alma humana, como tantas veces y durante tanto tiempo se ha dicho; en último término esta disponibilidad para el perdón no se funda en nada, a no ser en el amor del Padre y ésta es la única verdad, que Jesús constata con absoluta seguridad. Lo mismo que ocurre con el tema de la elección. ¿Por qué ha tenido lugar la elección de un pueblo? ¿Qué razones pudieron determinar a Dios dicha elección? ¿En qué títulos se fundamentó? . “Si Yahvé se ha ligado con vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros un pueblo numeroso… pues sois el más pequeño de todos. Porque Yahvé os amó… os ha sacado de Egipto” (Deut 7,6s).
También el judaísmo afirmaba la disponibilidad del perdón por parte del Padre hacia el pecador. Pero de ella deducía esta consecuencia: si Dios ama a los pecadores, ¡cuánto más amará a los justos! En un viaje a Roma, a finales del siglo I, el rabino Akiba, ante el comentario y sollozos de sus compañeros al contemplar la belleza y el esplendor de la ciudad, recordando como contrapunto el estado lamentable de una Jerusalén destruida, comentó: “La destrucción de Jerusalén me produce alegría. Porque si Dios se porta así con los que le ofenden (alusión al estado floreciente de Roma), ¡cuánto más dará a los que cumplen su voluntad!” En el judaísmo era impensable una sentencia como ésta: “Dios recibe mayor alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Lc 15,7). En el judaísmo esto era sencillamente imposible de imaginar.
Más aún, esta actitud del Dios de Jesús es considerada como “caprichosa” por parte de los judíos. Recordemos la parábola de los obreros enviados a la viña. La mentalidad judía aparece con toda transparencia en una de sus parábolas, que es paralela a la de Mt 20,1ss, y que se contaba a propósito del texto siguiente del Levítico: “Yo volveré a vosotros mi rostro y os haré fecundos y os multiplicaré y mantendré mi alianza con vosotros” (Lev 26,9).
La parábola judía aludida dice así: “¿A quién compararé esta cuestión? A un rey que había contratado muchos obreros. Había, sin embargo, uno que había trabajado con él muchos días. Los obreros fueron al trabajo, para recibir el salario, y con ellos fue aquel obrero. El rey le dijo: Hablo contigo; a todos estos que han trabajado poco conmigo, les daré poco sueldo. A ti te daré una gran recompensa. Así también, los israelitas pidieron su recompensa a Dios en este mundo y también se la pidieron los pueblos del mundo. Y Dios habló a los israelitas: hijos míos, me dirijo a vosotros; estos pueblos del mundo han realizado poco trabajo conmigo; a ellos les daré una recompensa pequeña. A vosotros, en cambio, os daré una gran recompensa. “
La parábola ilustra lo que hemos afirmado anteriormente: no es posible, para la mentalidad judía, que la bondad de Dios equipare a los pecadores arrepentidos con los justos.
La paternidad divina implica necesariamente la llamada a la decisión. Una llamada a la decisión que no espera al tiempo último (recordemos que, para el judaísmo, el tiempo presente está vacío de la intervención de Dios), sino que se realiza aquí y ahora. Así comenzó Jesús su predicación: “Arrepentíos y creed en el evangelio” (Mc 1,15). ¿Qué significa esta llamada?
La llamada profética a la conversión del falso camino al camino de Dios era central en el judaísmo. Veamos, a modo de confirmación, las dos sentencias siguientes:
El rabino Eliezer ben Hyrkanos, a finales del siglo I, decía: “Convertíos un día antes de vuestra muerte.” Sus discípulos le replicaron: “¿Cómo podemos hacerlo si desconocemos el día de nuestra muerte?” “Precisamente por eso, porque desconocéis el día de vuestra muerte debéis convertiros hoy mismo, ya que podéis morir mañana.’
Y el rabino Simeón ben Jochai: “Si un hombre ha sido pecador durante toda su vida pero al final se convierte, Dios lo acoge.”
Jesús sigue esta misma línea del judaísmo, pero añade que todos sin excepción alguna necesitan convertirse: si no os convertís, todos igualmente pereceréis (Le 13,3.5) y, por consiguiente, que la conversión es la única actitud recia del hombre ante Dios (ahí tenemos la parábola del publicano y del fariseo que prueba con evidencia lo que estamos diciendo y que, además, a Dios no se le puede pasar la factura por las obras buenas que el hombre hace. Porque eso es lo que significa el relato de méritos presentado por el fariseo. La parábola condena su actitud).
Esta conversión es la que provoca la gran alegría del Padre. El evangelista Marcos resume la predicación de los misioneros enviados por Jesús en estas palabras: y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran (Mc 6,12).
Esta llamada a la conversión, dirigida ahora a todos. Determina o debe determinar toda la vida actual del hombre. El hijo, en cuanto tal, debe respetar y aceptar la voluntad del padre en todos los ámbitos de la vida. No basta con poner buena cara y modales correctos cuando la familia está sentada a la mesa. Es necesario trabajar responsablemente en la viña (Mt 21, 28ss). ¿Qué conducta alabó el padre; la del hijo que le dio buenas palabras pero no fue a trabajar a la viña = obediencia desobediente, o la del que se negó a ir pero después se arrepintió y fue = desobediencia obediente?
También el judaísmo admitía la necesidad de cumplir las exigencias de la ley de Dios como condición determinante de la suerte del hombre en el juicio futuro. Pero también aquí hay dos diferencias importantes en la enseñanza de Jesús:
La exigencia de la conversión es mucho más radical. Radicalidad que está motivada por la proximidad del Reino y su vinculación concreta con la persona de Jesús. La palabra de Jesús es inseparable de la conversión así como la verdadera conversión es inseparable de la persona de Jesús.
Jesús anuncia las exigencias de Dios de manera nueva y definitiva. Frente a la interpretación tradicional de la voluntad de Dios, Jesús aporta la revelación plena y definitiva (Mt 11, 25-27; 5, 21ss).
La paternidad divina, anunciada por Jesús, es liberadora. ¿Cómo podría aceptarse dicha paternidad ante la experiencia de que en este mundo Dios parece callado e inoperante, mientras domina el príncipe de este mundo, mientras los hombres están poseídos o bajo la posesión de Satanás?
El judaísmo esperaba el cese del dominio de estos poderes antidivinos para el tiempo de la irrupción de los días mesiánicos. Frente a esta esperanza, Jesús afirma: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 18). “Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20). “Nadie puede entrar en la casa de un fuerte y saquearla, si primero no ata al fuerte; sólo entonces podrá saquear la casa” (Mc 3, 27).
Aparte la dificultad que pueda tener la interpretación de los textos citados, una cosa es clara: en Jesús, en cuanto actuante en el tiempo presente, se realiza ya la superación del reino de Satanás. Dios, el Padre, que quiere regalar el Reino a sus hijos, actúa en el presente venciendo, a través de Jesús, los poderes antidivinos. Gracias al camino recorrido por Jesús, camino que deben recorrer sus discípulos, el príncipe de este mundo está fuera de combate. En la medida de su unión con Jesús, su discípulo se verá libre de tantos poderes que pretenden poseerlo: dioses o demonios, ídolos de diversos tipos como el dinero, el poder, la ambición, la seducción de cualquier forma, la misma ley que puede sofocar el espíritu, el pecado, la muerte.
La paternidad divina es creadora de comunión familiar. Jesús presenta al Padre no sólo como aquel que un día, nos perdonará, sino como quien ahora nos perdona. Esto es lo que quiere decir la participación de Jesús en la misma mesa con los publicanos y los pecadores (según la mentalidad judía, el hombre justo debía evitar su compañía).
Esta comunión de vida y de mesa le fue echada en cara a Jesús como la acusación más grave (Mc 2,15ss; Le 15, 1 s). Jesús contestó: “No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos, y no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.”
Esta sentencia de Jesús no significa que él reconozca hombres justos que no necesiten la conversión. Quiere decir que su misión se dirige a los pecadores, mientras que los fariseos que le atacan creen falsamente ser justos, que no necesitan de conversión y que, por ser justos, creen su obligación separarse de los pecadores. Ya hemos dicho que, para Jesús, todos sin excepción necesitamos la conversión y que ésta es la única actitud correcta del hombre ante Dios.
Jesús, con su conducta tan duramente criticada por los ‘justos”, quería afirmar lo siguiente: el amor de Dios a los pecadores no es simplemente un artículo teórico de fe, sino una realidad presente y actual. Dios realmente perdona e introduce en su vida, en comunión con él, al hombre, a todo hombre que a él se vuelve.
La experiencia del amor paternal de Dios crea comunión de vida con él y con los demás discípulos, con todos aquellos que rezan “Padre nuestro”. Además de ello, esta experiencia del amor paternal de Dios exige de los discípulos una actitud de apertura y ayuda a los demás hombres, aunque no sean discípulos, aunque no recen el padrenuestro (Mt 5,44ss; Lc 6,27-35).
La expresión “vuestro Padre” es usada por Jesús cuando se dirige a sus discípulos. Ella no quiere decir necesariamente que Dios sea el Padre de todos los hombres. Significa, más bien, que Dios ha vinculado su paternidad a una peculiar relación con él. Dios se manifiesta como Padre para sus discípulos mediante su misericordia (Lc 6,63), su bondad (Mt 5,45), su amor que perdona (Mc 11,25), su providencia (Mt 6,8), mediante la concesión de los bienes prometidos para el tiempo mesiánico (Mt 7,11), mediante la preparación de la salud escatológica (Lc 12,32).
Contexto en la liturgia cristiana
El contexto litúrgico en el que, desde muy pronto, fue situado el padrenuestro es altamente significativo y constituye una ayuda poderosa en orden a la comprensión y valoración del mismo.
Desde la didajé o doctrina de los Apóstoles a mediados del siglo primero, el padrenuestro aparece ya vinculado a la liturgia eucarística. Era como el enlace y puente de unión entre el bautismo y la eucaristía. Tal vez por eso, el padrenuestro, lo mismo que la eucaristía, fue custodiado por la ley del arcano; no se daba a conocer más que a los ya iniciados en el misterio cristiano; era confiado únicamente a los ya bautizados, no a los de fuera, ni siquiera a los catecúmenos.
Esta protección especial de que fue objeto el padrenuestro podemos comprobarla gracias a los criptogramas (palabras clave o palabras en clave) que se han encontrado en Pompeya —no son posteriores al año 79— que contienen la fórmula Pater noster con otras expresiones cristianas. Estos criptogramas han sido hallados también en un barrio de Budapest, datados entre el año 107 y el 108, así como en manuscritos y otras construcciones romanas de Oriente.
El grito-clamor Abba, Padre (Rom 8,15; Gal 4,6), parece ser una llamada de atención, un comienzo que exige ser continuado, como el inicio de la oración que debe seguir. Alguien, en la asamblea cristiana, decía Abba y todos juntos rezaban el padrenuestro completo. El hecho de haber conservado la fórmula aramea Abba junto a la griega ho patér indica que se trata del uso litúrgico: el vocablo arameo, empleado por el Señor mismo y conservado tan fielmente a causa de su significación muy peculiar, y su traducción griega yuxtapuesta nos habla de una costumbre catequética y litúrgica de conservar ambos términos o expresiones particularmente por razón de las asambleas litúrgicas, compuestas por judíos y griegos.
El carácter distintivo y especificativo del padrenuestro como oración de los cristianos se pone de relieve ya en la misma prescripción de la Didajé que manda rezar el padrenuestro tres veces al día. Ello quiere decir que el padrenuestro reemplazaba a la oración judía shema = “escucha, Israel…”, que debía rezarse tres veces al día.
Aunque el padrenuestro nos sirve perfectamente como oración personal y privada, su forma plural le hace particularmente apto para la oración litúrgica. Tiene características eclesiales. Es la oración de todos por todos.
Aquellos primeros cristianos supieron captar la proximidad del Abba con la cena del Señor. Precisamente por eso lo colocaron prácticamente en el mismo sitio en que hoy lo tenemos en nuestra liturgia, antes de la comunión. Y es que el padrenuestro es como la proclamación de la cena del Señor con todo su significado:
El Abba nos recuerda la oración de Jesús; es la oración cristiana de Getsemaní.
El Abba nos sitúa en el ambiente de la pasión.
El Abba nos evoca la nueva alianza que trae el Espíritu, gracias al cual podemos pronunciar el Abba.
El Abba nos recuerda nuestra filiación divina nuestra categoría de miembros de la nueva alianza.
La paternidad divina en el centro de la revelación de Jesús
La afirmación de la paternidad divina y nuestra consiguiente filiación deben provocar en nosotros la confianza inquebrantable en los cuidados paternales de Dios: “Vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis” (Mt 6,8.32). “¡Cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!” (Mt 7,11).
Entre estas dos sentencias tenemos el célebre pasaje en el que Jesús, para provocar la confianza de los discípulos en Dios, nos pone como ejemplos los lirios del campo y las aves del cielo (Mt 6,29-34; 10,29-31; Lc 12,24.27).
Lo menos que, a primera vista, puede decirse es que la comparación no es afortunada. ¿Cómo puede ser comparada la vida del hombre, que se construye por una actitud consciente y una constante decisión, con los lirios del campo o con las aves del cielo? Estas comparaciones, ¿no suponen una fe infantil en la providencia y un optimismo ingenuo, que desembocarían inevitablemente en resignación y pasividad inútiles?
Aparte de que el trabajo y el quehacer humanos se encuentran dentro del marco de la providencia, las comparaciones aludidas expresan la fe profunda de que el creador y redentor no se ha olvidado de su obra. La vida humana, desde el grado ínfimo de sus exigencias, alimento y vestido. Hasta la aspiración suprema de la salud y la vida inextinguibles, se halla bajo el cuidado del Padre. Las comparaciones anteriores se hacen para afirmar que Dios da mucho más, infinitamente más: no sólo los recursos naturales necesarios para la vida, no sólo la vida corporal, como piensan los paganos, los no creyentes, sino la vida divina: Dios nos da su paternidad. Nos da su paternidad y quiere que le pertenezcamos como hijos. Aquí está lo verdaderamente importante. ¿Cómo puede darse esta pertenencia?
La relación con Dios es cuestión del corazón. Dios quiere al hombre para sí, quiere que le pertenezca. Pero que le pertenezca como lo que es, como una persona. Dios quiere que el hombre le pertenezca como una persona pertenece a otra. Dios no nos quiere como objetos, sino como somos, como personas. Si esto es así, y es evidente desde la presentación que nos hace Jesús del Padre, debemos dar un paso más.
Una persona no puede pertenecer más que a aquel que la recibe como persona, a aquel que esté dispuesto a darse como persona. Ahora bien, ¿cómo puede una persona pertenecer a otra excluído, naturalmente, el caso de la esclavitud, en que la persona poseída deja de serlo y pasa a otra categoría, la de objeto?
Dicha pertenencia únicamente se realiza o se hace posible mediante actos o acciones estrictamente personales. Tal pertenencia únicamente ocurre cuando entran en acción la confianza, el amor, la fidelidad, la intimidad, la comunicación constante, la mutua entrega y la obediencia mutua, la disponibilidad para la renuncia y la capacidad de sacrificio por la otra persona. Pertenecer a otra persona significa vivir para aquél y de aquél (¡entiéndase rectamente!) a quien pertenecemos por la confianza, el amor, la fidelidad, la intimidad… Esta persona no se pertenece a sí misma, sino a aquella a la que se ha confiado (Rom 4,18). Quien verdaderamente ama y confía no vive ya de lo que él es o tiene, no vive desde sí y para sí, sino que vive de aquél y para aquél a quien ama y en quien confía. Quien verdaderamente ama y confía ha condenado inevitablemente el egoísmo y el egocentrismo, y su vida se construye y es vivida en la alteridad, en la relación con el otro y para su bien. La vida del que, de verdad, ama es apertura a la otra persona, búsqueda apasionada, sobresalto constante.
Dios nos quiere como personas. Pero, ¿es que podemos pertenecer a Dios como personas, teniendo en cuenta lo que acabamos de decir? No podríamos en modo alguno contando con nuestras posibilidades. Pero aquí entra la iniciativa divina. Lo que Dios nos da, precisamente para que le pertenezcamos como personas, es su paternidad, que él es nuestro Padre. Tomada en toda su amplitud y significado, éste es el resumen que Jesús nos hace de su Dios y de nuestro Dios: en el misterio de la paternidad divina se contiene y resume todo lo que pueda decirse de las relaciones de Dios con el hombre y en el misterio de la filiación adoptiva del hombre por parte de Dios se contiene y resume todo lo que pueda decirse de las relaciones del hombre con Dios. Nuestra liturgia diaria lo recoge así: Gracias a la enseñanza de Jesús, nos atrevemos a decir: Padre nuestro… (la liturgia latina era mucho más expresiva con su audemus dicere = tenemos la “osadía” de decir, aunque fuese menos exacto). Y ésta es la gran revelación hecha por Jesús a los pequeños (Mt 11,25-27).
Desde esta revelación central se armonizan perfectamente la exigencia y el don de Dios; que Dios sea un Dios exigente y dador-regalador. ¿Cómo? Sencillamente cayendo en la cuenta de que lo que Dios pide al hombre, las exigencias que le impone en su conducta, es exactamente lo que Dios da al hombre. Dios nunca exige sin haber dado previamente. El misterio de la exigencia es el mismo misterio del don que la hace posible. Por eso no podemos dar a Dios otra cosa distinta a la que ya le pertenece; lo que nos exige es lo que ya hemos recibido ampliado, es cierto, en los actos personales que ya mencionamos más arriba, como la confianza, el amor, la fidelidad, la entrega, la renuncia. Pero no olvidemos que la ampliación de este capital es posible únicamente porque él mismo es el banquero, el dueño de la bolsa, el que provoca la subida de las acciones.
Si se comprende lo que Dios da al hombre y lo que el hombre recibe de él, entonces se comprenderá por qué el Dios anunciado por Jesús, el Padre, aunque se muestre sobre todo como dador es, al mismo tiempo, un Dios exigente. Porque se trata no de algo que el hombre recibe de Dios, sino de la vida misma, de la existencia como persona ante Dios, que sólo existen y pueden existir por el amor, la confianza, la fidelidad, la intimidad…
¿Cómo puede ser esto? Jesús contestó el interrogante que le había formulado Nicodemo, diciendo: Esto es posible no por las vías de la razón ni de las posibilidades humanas. Esto es posible gracias a un nuevo nacimiento, nacimiento de arriba o de lo alto, nacimiento de Dios. Es el milagro del bautismo; es el milagro de la fe. A cuantos lo recibieron, a cuantos lo reciben, a cuantos creen en él porque recibir es sinónimo de creer en el cuarto evangelio, les da una segunda naturaleza, la facultad o poder de llegar a ser hijos de Dios. Esto es posible porque Dios ha cumplido la antigua promesa: “Yo seré para vosotros Padre y vosotros seréis para mi hijos” (2Cor 6,18, citando a 2Sam 7,14; Jer 31,9; Is 43,6). Esto es posible gracias a la acción del Espíritu, con cuyo impulso podemos descubrir y proclamar que Dios es nuestro Abba. Sin él no sería posible.
Poder decir “Padre nuestro” para dirigirnos a Dios significa:
Sentir dentro de nosotros la presencia operante de Jesús, el Hijo de Dios, gracias a la cual también nosotros somos hijos; sentirnos hijos en el Hijo, con el Hijo y por medio de él; sentir la alegría profunda de su presencia, una alegría que nadie puede quitarnos: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).
Sentir la cercanía, la presencia del Padre, que nos ve “en lo secreto”, y estremecerse al saber que es el mismo Padre que está en los cielos, el Dios trascendente y soberano, el totalmente otro, el absolutamente distinto y distante… que ha querido incorporarnos a su familia.
Sentir en nosotros la acción del Espíritu, que hace posible nuestro descubrimiento garantizando la veracidad del mismo; sentir que nuestro apocado espíritu se ve impulsado por el Espíritu de fuerza infinita a caminar hasta las alturas del cielo.
Sentirnos vinculados a la gran familia de los hijos de Dios, compartiendo las alegrías y penas de todos aquellos que, desde la misma fe, llamamos a Dios Padre “nuestro”; sentir la unión y corresponsabilidad con los discípulos de Jesús y con todos aquellos que son llamados a descubrir esta maravilla.
Sentir en nosotros la dignidad y distinción que Dios nos concede, la responsabilidad que esto conlleva, la disponibilidad para conducirnos de la manera digna que nuestra filiación divina impone.
Sentirnos vacilantes como el niño que pronuncia Abba y, al mismo tiempo, seguros por haber dado la mano a este Abba y apoyarse en él.
Sentir junto a la duda la certeza, junto a la angustia la seguridad, junto a la zozobra la firmeza, junto a la incertidumbre la fe, junto al vacío la plenitud, junto a la intranquilidad la paz, junto a la amenaza sombría de la muerte la alegría consoladora de la Vida.
Dios, ¿madre?
Llamar a Dios “madre” no suena bien o, al menos, disuena. Si, con absoluta brevedad, presentamos esta cuestión al final es porque creemos que no es ningún despropósito llamar a Dios “madre”. Determinados matices y rasgos divinos se hallan mejor reflejados en la madre que en el padre.
Para los orientales, en general, la palabra “padre”, aplicada a Dios, abarca mucho de lo que la palabra “madre” significa entre nosotros.
El profeta Isaías, con toda naturalidad, compara el amor de Yahvé con el de una madre: “Sión decía: Yahvé me ha abandonado y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Acaso puede una mujer olvidarse de su hijo de pecho y no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ellas se olvidasen, yo no me olvidaría” (Is 49,15).
Es la expresión más profunda, íntima y significativa de la ternura y amor divinos. Dios es una madre. Esta ternura y amor nosotros lo hemos vinculado a la idea de la paternidad de Dios. Pero, ¿no es lo característico de la madre? Debemos tener en cuenta, en relación con la comparación, lo siguiente:
Dios es un ser asexuado, no tiene sexo.
Cuando Dios habla al hombre y cuando el hombre habla de él, tienen que hacerlo desde las categorías vigentes.
Si, en lugar de una sociedad patriarcal, Israel hubiese tenido una concepción matriarcal no hay lugar a duda de que hubiese recurrido a la imagen de la madre en lugar de la del padre como término de comparación para expresar el amor y la ternura de Dios.
Lo mismo debe decirse de cualquier tipo de sociedad donde la mujer hubiese adquirido su mayoría de edad y el protagonismo que la corresponde. Naturalmente, una sociedad “machista” no puede permitir que Dios sea comparado con una madre.
Hoy comienza a abrirse paso esta idea; se habla frecuentemente de los sentimientos “maternales” de Dios. Nos alegramos de que sea así.
Juan Pablo I en el Ángelus del 10 de septiembre de 1978, al hacer referencia a la imagen de Dios, dijo: “Dios es padre, más aún es madre.”
Juan Pablo II en la Dives in misericordia, en la nota 52, dice algo importante en relación con esta denominación. Recoge y desarrolla los dos términos más importantes utilizados por el Antiguo Testamento para describir el amor y la misericordia de Dios. Nos interesa, sobre todo, lo que dice a propósito del segundo: “El segundo vocablo es rahamim. Este tiene un aspecto distinto del hesed. Mientras éste pone en evidencia los caracteres de la fidelidad hacia sí mismo y de la “responsabilidad del propio amor” (que son caracteres en cierto modo masculinos), rahamim, ya en su raíz, denota el amor de la madre (rehem = regazo materno). Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior; es una exigencia del corazón. Es una variante casi “femenina” de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar.
El Antiguo Testamento atribuye al Señor precisamente esos caracteres, cuando habla de él sirviéndose del término rahamim (a continuación cita a Is 49,15). Y añade: “Este amor, fiel e invencible, gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa en los textos veterotestamentarios de diversos modos…”
Resulta importante, desde otro punto de vista, otra frase: “En esta terminología se manifiesta claramente su original aspecto antropomórfico: al presentar la misericordia divina, los autores bíblicos se sirven de los términos que corresponden a la conciencia y a la experiencia del hombre contemporáneo suyo.” Es exactamente lo que nosotros dijimos más arriba: se habla de Dios desde las categorías vigentes.
Queremos citar todavía un párrafo más: “Y al igual que los profetas, recurramos al amor que tiene características maternas y, a semejanza de una madre, sigue a cada de sus hijos, a toda oveja extraviada… (VIII,15). ”
En resumen, Juan Pablo II no llama a Dios “madre”, aunque lo haga de forma equivalente. ¿No se atrevió a hacerlo? ¿Era demasiado “novedoso” como para ser recogido en una encíclica? En todo caso la equivalencia nos sirve y nos confirma en nuestro modo de ver las cosas. La imagen de la madre puede ser un buen complemento de la del padre a la hora de introducirnos en el misterio de un Dios que nos ama: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo Unigénito” (Jn 3,16).
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