JOSÉ ROMÁN FLECHA
Quisiera
dividir la exposición de esta petición en tres partes. La primera más bien
antropológica, partiría de nuestra propia experiencia de hombres. Versará sobre
las dificultades que experimentamos los hombres de hoy para repetir, con
hondura y verdad, la petición “hágase tu voluntad en la tierra como en el
cielo.”
La segunda
parte preguntará, a la luz de la Palabra de Dios, qué piensa el Señor sobre
esta petición. Intentará rastrear en la Biblia el sentido del cumplimiento de
la voluntad de Dios.
La tercera
parte, en fin, procurará resumir qué significa la voluntad de Dios en nuestra
vida cristiana de hoy, al tiempo que abrirá algunas perspectivas para la
teología de la Iglesia, la teología moral, la vida comprometida y la oración
del cristiano.
Dificultades para rezar: “Hágase tu voluntad”
En el tiempo
de nuestros estudios, o bien en la lectura particular, muchos de nosotros hemos
saboreado aquellos hermosos versos de Juan Ramón Jiménez que en este primer
centenario de su nacimiento reclama de nuevo nuestra atención:
“Lo que Vos queráis, Señor;
sea lo que Vos queráis.
Si queréis que entre las rosas
ría hacia los matinales
resplandores de la vida,
sea lo que Vos queráis.
Si queréis que, entre los cardos,
sangre hacia las insondables
sombras de la noche eterna,
sea lo que Vos queráis.
Gracias si queréis que mire,
gracias si queréis cegarme;
gracias por todo y por nada;
sea lo que Vos queráis.
Lo que Vos queráis, Señor;
sea lo que Vos queráis.“
La intuición
del poeta de Moguer une en este breve poema, en primer lugar, la aceptación de
la voluntad de Dios al reconocimiento de su señorío. No se puede aceptar la
voluntad de Dios si uno no se acerca a Dios sabiendo y aceptando, desde la más
desnuda sinceridad, que El es el Señor.
El poeta
vislumbra luego como vinculadas al misterio universal de la vida y de la
muerte, las situaciones personales de alegría y de dolor, de caricia y de
pinchazo, de nostalgia y de plenitud, en las que la voluntad de Dios se
manifiesta y es aceptada.
En un tercer
momento, el poeta descubre que la aceptación de la voluntad de Dios va siempre
unida al reconocimiento de la absoluta gratuidad de lo que El nos da y, por
tanto, al sentimiento de la gratitud con que respondemos a su decisión. No se
puede orar diciendo “hágase tu voluntad” si uno no vive en el mundo de la
gracia, en el mundo de la merced y de las realidades recibidas: de las
realidades “dadas”.
En cuarto
lugar, el poema de Juan Ramón descansa en ese verso, casi místico, que centra
la voluntad de Dios no en los caminos de las cosas que se reciben, sino en la
pauta del dador de esos dones. “Gracias por todo y por nada” gracias no por lo
que me das, sino porque eres Tú. En el fondo, decir “hágase tu voluntad” va más
allá de preguntar ¿cuál es tu voluntad y cuáles son los caminos que me exiges?.
Decir “hágase tu voluntad” equivale a murmurar: “Me pongo en tus manos porque
eres Tú”. Y quizá eso sea lo más difícil para el hombre de hoy.
No siempre
resulta fácil repetir esta petición del padrenuestro. Y no siempre resulta
cómodo interiorizar esta intuición del poeta. Las actitudes del hombre o del
orante se hacen aquí problemáticas, unas veces por carta de más y otras veces
por carta de menos.
Pseudo-adaptación a la voluntad de Dios
Pecamos
contra esta petición, en primer lugar, por una especie de pseudo-adaptación que
nos lleva a creer de verdad que estamos cumpliendo la voluntad de Dios. Esto
ocurre a veces por razones que podríamos llamar ontológicas y en otras
ocasiones por razones prácticas.
La principal
de las razones ontológicas de esta pseudoadaptación a la voluntad de Dios se
manifiesta en el fenómeno del fatalismo. Pensamos que estamos cumpliendo la
voluntad de Dios porque sabemos —y estamos convencidos— que al final terminará
por imponerse de forma mecánica e imbatible el querer divino.
El fatalismo
tiene mil rostros ciertamente. Hay un fatalismo que en el fondo depende de una
especie de panteísmo —¡y está bien de moda!— que presenta al ser y el acontecer
finito como absorbido en un único principio absoluto y divino, que en su
necesidad absoluta anula las libertades de los hombres. Está de moda en poemas
y está de moda en muchos libros que leemos como si fueran representativos de la
espiritualidad cristiana y no lo son.
Pero otras
veces el fatalismo se nos mete en la vida por los caminos de una concepción
antropomórfica de Dios casi tirano —como los viejos dioses de la mitología
griega—, un Dios al que hay que “aplacar” para que, por puro milagro, desista
de descargar sus contenidas iras sobre nosotros. Entonces le decimos “hágase tu
voluntad”, con cuidado, con miedo de que descargue sobre nosotros su terror.
Pero si
existe un fatalismo por razones ontológicas, también se da una pseudo-adaptación
a la voluntad de Dios por razones prácticas o éticas, que cristalizan con
frecuencia en la magia.
La magia es
aparentemente, lo más parecido a la religión y por eso nosotros la introducimos
con frecuencia de matute en la vida religiosa. La magia intenta “domesticar” a
Dios para someterlo a nuestra voluntad, mientras que la religión se centra en
la oferta desinteresada de nuestra voluntad para participar en la voluntad del
Señor. En la magia, el hombre se hace la falsa ilusión de creer que está orando,
cuando en realidad está intentando amarrar a Dios al puerto de sus propias
posibilidades y deseos.
Situado en
los terrenos de la magia, el hombre busca la voluntad de Dios en los elementos
naturales, en las cosas, más que en los acontecimientos, más que en las
decisiones del corazón. De ahí que el hombre “religioso” ofrezca a veces la
impresión de que vive una obediencia a Dios, alienante e inhibida de sus
compromisos terrenos. No es observando el temblor de las hojas de encina como
se descubre la voluntad de lo Alto. Eso queda para las antiguas pitonisas y
sibilas. Los profetas del Dios vivo descubren su voluntad en el lamento y en la
festiva celebración de los hombres.
Rechazo de la voluntad de Dios
Pero si
podemos pecar contra la voluntad de Dios por el camino de la pseudo-adaptación,
hay que subrayar que también podemos pecar por el camino contrario: el del
franco rechazo.
También la
repulsa puede deberse a razones ontológicas: porque vivimos en una especie de
prometeísmo que encumbra al hombre como si fuera el único protagonista de la
peripecia cósmica de este mundo. Parodiando el anuncio del ángel a los
pastores, el célebre loco de La gaya ciencia de Nietzsche anuncia la “buena
nueva” de la muerte de Dios, “el Dios que lo vigilaba todo, e incluso al hombre”.
Ese Dios estaba estorbando la vida de los hombres.
Ese
prometeísmo que se nos ha metido en las venas en el mundo de hoy quizá nos
venga ya del nominalismo medieval que interpreta la libertad como la única
clave para la intelección del hombre. Mientras Tomás de Aquino piensa que las
cosas que ha mandado Dios —su voluntad— las ha mandado porque eran buenas ya
para el hombre —y su ética se resuelve en un antropocentrismo—, el nominalismo
de Guillermo de Ockam piensa exactamente lo contrario: algo es bueno o es malo
porque ha sido mandado por Dios. De ahí a concebir la voluntad de Dios como una
nueva tiranía, no hay más que un paso. De ahí a concebir, al modo protestante,
la justificación como algo extrínseco al hombre, hay otro paso. Y de ahí a considerar
la voluntad de Dios —o los mandamientos como una “ley” impuesta desde fuera,
como una heteronomía, hay el tercer paso…, en el cual han sido educados los
hombres de nuestra generación.
Por ese
camino nominalista, Dios termina por ser un adversario del superhombre. De ahí
que el hombre —el superhombre, sí se quiere— esté obligado ontológicamente a
rechazar la voluntad de Dios para ser él mismo.
Otras veces
la razón ontológica del prometeísmo contemporáneo viene por el difícil
equilibrio entre “autonomía” y “heteronomía”. Buscar las razones de la
moralidad en mí mismo, eso es la autonomía. Es bueno o malo lo que yo decida
que es bueno o malo, independientemente de la voluntad de nadie. Según la
heteronomía, es bueno o malo lo que me han dicho los demás: mis padres y
educadores, la sociedad en la que vivo o los medios de difusión. Si el primer
camino lleva al individualismo ético, el segundo lleva al mimetismo alienante.
El verdadero desafío consiste en la “teonomía”: creer que algo es bueno o es
malo porque Dios ha hecho así al hombre y conoce bien la materia y el anhelo de
lo que está hecho. Creer que la voluntad de Dios nunca es opuesta a la más
honda voluntad del hombre, sino que es el sustento y la apoyatura necesaria
para que la voluntad del hombre se autorrealice…, realizada por Dios.
Pero el
rechazo de la voluntad de Dios, si llega por razones ontológicas, por llamarlas
de alguna manera, viene también con frecuencia por razones prácticas o éticas
que se resumen en la rebeldía ante la voluntad de un Dios que se nos muestra
injusto y opresor. “Después de Auschwitz”,
ha escrito el rabino norteamericano Richard Rubenstein, “no puedo seguir creyendo en el Dios de Israel… Si es cierto que hay
un Dios providente que interviene directamente en el proceso histórico, los
campos de concentración son indudablemente la negación de ese Dios”.
El misterio
del dolor inaceptable, injustificable, insobornable, hace que los hombres de
hoy, ante un niño con tumor cerebral, exclamen: “¡No puedo aceptar la voluntad
de Dios!”. Incluso para los hombres que quisieran creer en un Dios benévolo y
cercano, el rechazo es una opción ética: una especie de teodicea práctica que
no quiere ver a Dios mezclado en la inexplicabilidad y el sinsentido del dolor.
Por tanto, decir “hágase tu voluntad” es cuando menos una banalidad y cuando
más, una blasfemia.
Pero el
rechazo viene también porque los rayos de la voluntad benévola de Dios quedan
oscurecidos por aquellos hombres que tenían que hacernos palpable y amable la
misma voluntad de Dios. ¡Demasiadas veces se nos han impuesto humillaciones en
nombre del querer de Dios!.
Queda
oscurecida la voluntad de un Dios Padre por las nubes de la malevolencia humana
entre los hermanos, por las nubes de la zancadilla profesional, de los celos,
de la trampa, de la exclusión que afirma: “Este no era de los nuestros… o no
nos interesa que sea de los nuestros.” ¿Con qué cara va uno a rezar entonces:
“Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”?.
Por un
camino o por el otro, en aparente mimetismo con la voluntad de Dios o en clara
repulsa de los designios divinos, es difícil para muchos aceptar la voluntad
del Señor –Señor, digo—, en su grandeza y acariciante cercanía, en su majestad
y en su ternura.
¿Por qué? O
bien porque abandonamos todo esfuerzo ante la fuerza invasora y
todo-constructora de esa voluntad inmutable, cayendo en el quietismo; o bien
porque excluimos la voluntad de Dios del programa de nuestros esfuerzos,
considerando a Dios el enemigo del hombre, como si su proyecto sobre el mundo fuera
incompatible con el proyecto humano sobre este mundo “nuestro”, que es también
y prioritariamente un mundo “suyo”.
Por un
camino o por otro, olvidamos con frecuencia que “no hay mayor alegría que la de
obedecer la voluntad de Dios…, porque en el fondo de nosotros mismos no
deseamos sino lo que desea Dios”, como ha hecho decir a San Francisco el
escritor Niko Kazantzakis en su obra El
pobre de Asís.
La voluntad de Dios en la Escritura
En el
fatalismo, la magia, el prometeísmo y la rebeldía hemos visto cuatro actitudes ante
la voluntad de Dios que se hacen realidad en la experiencia humana, en la
nuestra. Y Dios, ¿qué tiene que decir a todo esto? ¿Qué dice la Palabra de Dios
sobre la voluntad de Dios?
La voluntad de Dios en el Antiguo
Testamento
Este Jesús
que nos invita a orar diciendo hágase tu voluntad es miembro y heredero de un
pueblo que ha vivido en la atmósfera de la voluntad salvadora de Dios: un
pueblo que se sabe nacido de una decisión voluntaria de un Dios que quiere
liberar a su pueblo de la esclavitud (cf. Ex 3, 712). El teólogo brasileño
Rubem A. Alves ha escrito que “el pueblo
de Israel no podía ver su liberación ni como resultado de su determinación de
ser libre ni como siendo posible por las circunstancias. No se había liberado a
sí mismo: se le había forzado a ser libre”.
Ese pueblo
estaba tan oprimido —así es la paradoja— que Dios ha tenido que obligarlo a
soñar en la libertad. Dios ha tenido que obligarlo a ser libre. La voluntad de
Dios termina imponiéndose, porque su voluntad es que seamos nosotros mismos,
aun cuando nosotros no aceptemos ser nosotros mismos, aun cuando nosotros nos
hayamos vendido a las cebollas de Egipto y a la opresión del país explotador
(cf. Ex 14,11; 16,3).
Jesús es
heredero de un pueblo que sabe que la voluntad de Dios, sin embargo, no libera
al pueblo mismo de la tentación de realizarse según su decisión y de
preguntarse a veces sobre los difíciles caminos de la voluntad de Dios. Es
impresionante aquel texto de Ezequiel (18,25) en el que el profeta recoge la
pregunta amargada, dolorida, de su pueblo: “¿Es
justo el proceder de Dios?” y con su pueblo Ezequiel, como cualquier hombre
del mundo de hoy se pregunta si la voluntad de Dios será tan santa y tan
benévola como él ha creído.
Y sin
embargo, de la mano del libro santo, el pueblo sabe que es libre para escoger o
la bendición o la maldición (Dt 11,26), que la voluntad de Dios no es opresora
ni alienante. Por eso sabe el pueblo que debe rechazar las excusas del
fatalista que piensa haber hecho el mal bajo la coacción de Dios (cf. Eclo 15,
11-12.15). Si Dios brinda su voluntad, no por eso obliga: sigue dejando libre
al hombre.
Por eso sabe
el pueblo que el Señor es un Dios benévolo, que quiere a su pueblo (Sal 44,4).
Y lo quiere —las imágenes más bellas se acumulan en la Palabra de Dios— como el
dueño de una viña ama a sus vides y sus zarcillos 5,2), como el pastor cuida de
la oveja perniquebrada (Ez 34,16), como el padre quiere a su hijo y lo levanta
a la altura de sus mejillas (Os 11,4), como el esposo ama a la esposa aunque le
sea infiel (Ez 16). Y aún parecería que el Señor respeta el ritmo de su pueblo,
como el novio ante el sueño de la novia, según el Cantar de los Cantares: “No despertéis a mi amor, hasta que a ella
le plazca” (2,7).
La voluntad
de Dios en el Antiguo Testamento se muestra como dádiva y ternura, como respeto
del ritmo de los hombres, como oferta de una alternativa de salvación. Así se
entiende que este pueblo pueda rezar así en los salmos: “Enséñame a hacer tu
voluntad” (Sal 53,10). O que confíese: “Heme aquí que vengo. Se me ha prescrito
en el rollo del libro hacer tu voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me complazco en
lo profundo de mis entrañas”, como dice el Salmo 40 (8-9) en un texto repetido
con hondura cristológica por la carta a los Hebreos (10,5-7).
Cristo y la voluntad del Padre
Heredero de
un pueblo nacido y guiado por la voluntad de Dios, Jesús nos revela la hondura
de la voluntad del Padre con sus palabras y con su diaria aceptación. Pero no
se limita a revelarla, sino que la cumple.
Jesús nos
dice, en primer lugar, que ha sido voluntad del Padre revelar a los pequeños el
secreto escondido en Dios, es decir su plan sobre este mundo (Mt 11, 25), o
conceder a los pequeños el don del reino (Lc 12,32).
Jesús nos
dice, además, que sólo entran en la libertad gozosa de ese reino los que
“hacen” la voluntad del Padre, no los que se limitan a musitar “¡ Señor,
Señor!” (Mt 7, 21). Se coloca así en la línea de Isaías que había ya criticado
al pueblo que honra al Señor solamente con sus labios (Is 29,13).
Jesús nos
dice, en fin, que los hombres que cumplen la voluntad del Padre forman una
especie de nueva familia: se convierten en su hermano, su hermana o su madre
(Mt 12, 50). Los hombres que intentan cumplir la voluntad de Dios forman una
familia más grande, más amplia, más fuerte, que las familias enraizadas en la
sangre. Los hombres que intentan aceptar y realizar la voluntad de Dios hacen
brotar una nueva fraternidad, una nueva solidaridad, una nueva exigencia sobre
el mundo.
Jesús nos
revela la voluntad del Padre con sus propias acciones. Ya en su bautismo exige
al Bautista que le permita bajar al río porque es necesario que ambos cumplan
la justicia de Dios que preside el plan de salvación (Mt 3,15).
La fidelidad
en la búsqueda de la voluntad del Padre es lo que lleva a Jesús a lo alto del Tabor
para, en la compañía de los apóstoles más queridos, en el silencio y la soledad
del monte que significa la cercanía de Dios, en la oscuridad de la nube que
significa la velación y la revelación de Dios al mismo tiempo, buscar los
secretos caminos que Dios guarda para su propio hijo (Lc 9, 28-36).
La
transfiguración es quizá el episodio máximo de la aceptación de la voluntad de
Dios. Al monte, Jesús ha subido a soñar, a refrescar las utopías; al monte ha
subido a recordar la esperanza, a meditar sobre su propia identidad, es decir,
a preguntarse cuál es la voluntad de Dios sobre su vida. El cuadro de la
transfiguración, pintado por Rafael, presenta en el plano superior a Jesús
inundado de luz. En la mitad inferior del cuadro se desarrolla la súplica
dramática del padre del niño epiléptico (cf. Lc 9, 37-43). No se sube al monte
para quedarse allí a vivir. Se sube al monte a buscar la leña para los hogares
del valle. Jesús ha ido al monte a descubrir los horizontes de la voluntad del
Padre. Y al valle baja a realizarla. Porque en el valle están el dolor, la
lucha y el encuentro con el espíritu del mal: la exigencia de convertir en
carnalidad y lucha la voluntad del Padre.
En el
evangelio de Lucas, Jesús descubre a los discípulos que caminan hacia Emaús que
los padecimientos del Mesías entraban en un plan previsto por la Escritura
(“era necesario” Lc 24, 26; cf. Lc 9, 22; 18,31).
Pero Jesús
no sólo nos revela el itinerario de la voluntad del Padre, sino que pone todo
su esmero en cumplirla. Aceptar la voluntad de “el que lo envió”, como” dice el
evangelio de Juan, es su alimento y el secreto sostén de su vida (4,34). En
realidad, Jesús no busca otra cosa: “Yo
no puedo hacer nada por mi cuenta…, no busco mi voluntad, sino la voluntad del
que me ha enviado” (Jn 5,30), dice Jesús a los judíos después de la
curación de un enfermo en la piscina de los soportales.
Por eso
puede decir Jesús: “El que me ha enviado
está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a
él” (Jn 8,29).
Esta
voluntad del Padre, dice él explícitamente, es que Jesús suscite las fuerzas de
la resurrección y de la vida en los que se acercan a él (Jn 6,38). El
cumplimiento libre de esa voluntad es para Jesús la señal de que el Padre le
ama: dar la vida libremente es el “encargo” que le ha dado el Padre (Jn 10,
17-18).
Los hombres
de hoy que leemos este texto desde nuestro bagaje nominalista nos decimos
extrañados: Si es libre, no puede ser un encargo o un mandamiento, y si es
mandamiento no puede ser libre. Jesús sabe que es posible una entrega libre a
la voluntad del Padre, que es la que realiza los planes del Padre en este
mundo.
Pero, si
volvemos a los evangelios sinópticos, veremos que ni la libertad ni la
disponibilidad suprimen el conflicto que le hace hablar de “lo que yo quiero” y
“lo que tú quieres” (Mc 14,36). El conflicto solamente será superado en la
oración: en una oración agónica a medio camino entre la soledad y el
sentimiento de la cercanía del Padre: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”
(Lc 22,42).
Pero aún hay
algo que resulta sorprendente. En un momento, por lo menos en un momento,
parece que la voluntad de Jesús ha quedado sin cumplirse: “Jerusalén,
Jerusalén… cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne
a sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido” (Mt 23,37). Nosotros que
nos consideramos frustrados y alejados de la autorrealización personal si no se
cumple nuestra voluntad, tenemos el testimonio apasionante de este hombre-Jesús
que alguna vez reconoce en público que no se ha cumplido su propia voluntad.
La voluntad de Dios en la oración del
padrenuestro
Teniendo
todo esto en cuenta, ¿Qué significa en el padrenuestro la petición “hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo”?
Fijémonos un
momento en el verbo hágase, aun con el riesgo de bordear la pedantería. Al
acercarse al texto griego del padrenuestro uno se sorprende de que no se
utilice el verbo “poiein” que significa “hacer” en el sentido más real de la
palabra. En ese caso habría que traducir: “sea hecha tu voluntad”. “El sentido
sería que si la voluntad de Dios son los mandamientos, el cumplir los hombres
los mandamientos, la voluntad de Dios era hecha”1 Ese verbo parece reservarse
exclusivamente a Jesús (cf. Jn 4,34).
En estos
tiempos de prometeísmo, esta traducción resultaría abiertamente halagadora para
nuestro orgullo de hombres que a veces piensan estar haciendo un favor a Dios, “construyendo”
su reino.
El verbo que
se utiliza es “guenezéto” que podría traducirse más adecuadamente por uno de
estos giros: “que se realice, que sobrevenga, que acontezca” tu voluntad, aun
contra la decisión o el gusto de la voluntad propia, como en la oración
angustiosa del huerto (cf. Mt 26,42). El mismo verbo se encuentra en el libro
de los Hechos de los Apóstoles cuando los amigos suplican a Pablo que no suba a
Jerusalén, donde será apresado. Ante la obstinada decisión del Apóstol, los
amigos exclaman: “Que se haga la voluntad de Dios” (Hch 21,14).
El empleo
del mismo verbo que se usa en el padrenuestro parece indicar que la voluntad de
Dios se realizará aun con una cierta independencia respecto a la voluntad de
los hombres. Sin embargo, esta intuición, que parece desafiar la pretendida
nobleza de nuestra voluntad, subraya la grandeza del don de Dios: El ha querido
invitarnos a unirnos al carro triunfante de su voluntad en este mundo. Dios
tiene un plan sobre este mundo y lo va a realizar, no sabemos cómo ni sabemos
cuándo, pero ha tenido la magnanimidad de invitar al hombre a participar en esa
gloriosa empresa, como bien intuyó San Ignacio de Loyola en una célebre
meditación de sus Ejercicios Espirituales.
Fijémonos
ahora en la palabra “voluntad”. La voluntad de Dios podría traducirse en el
padrenuestro, también de una forma demasiado ética, como preceptos positivos o
mandamientos. Así se utiliza, por ejemplo, en la parábola de los dos hijos
enviados a trabajar en la viña: uno cumple la voluntad, es decir la orden, del
Padre y el otro no (cf. Mt 21, 28-31). En este sentido nos encontraríamos
bastante cerca de la moral de cuño nominalista, a que antes aludíamos.
Pero podría
entenderse aquí la “voluntad” de Dios como el plan salvador de Dios, por el que
Pablo bendice al Señor en el prólogo de la carta a los Efesios: la voluntad de
Dios es “recapitular todo en Cristo, llamándonos a ser hijos” (cf. Ef 1,
6.10.12).
Rezar “hágase
tu voluntad” significa por tanto pedir que acontezca, que se realice el esquema
de Dios sobre este mundo. Dios tiene, en efecto, un proyecto, una maqueta para
la edificación de este mundo. Ha ¡do revelando ese proyecto a lo largo de los
tiempos y, últimamente, por medio de su Hijo. Si fuéramos a preguntarle a Dios:
“;Qué plan, qué voluntad tienes sobre este mundo?”, El podría responder tomando
a préstamo las palabras de Pilato: “He aquí el hombre, tal y como yo lo he
soñado”. “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado”, como afirma el Concilio Vaticano II (G.S., 22) con expresión
recordada por Juan Pablo II en su encíclica Redentor del hombre (n. 8). Cristo
es la última palabra de Dios sobre el mundo, la voluntad de Dios que pedimos se
cumpla en este mundo.
Fijémonos,
en tercer lugar, en la segunda parte de esta petición: “así en la tierra como
en el cielo”.
En una
cultura en la que no existe una palabra abstracta para designar el universo, la
explicitación cielos y tierra puede indicar nuestro deseo de que el plan de
Dios, en Cristo, se haga acontecimiento vivo y gozoso sobre la creación entera
que pregona su esplendor (cf. Sal 19).
Pero la
expresión parece proponer a los hombres el modelo de los espíritus angélicos
que cumplen la voluntad de Dios en el cielo, en un sentido semejante al que
sugería la primera interpretación del “hágase” (cf. Sal 103, 17-22).
La expresión
podría ser un eco de la literatura apocalíptica de los tiempos de Jesús. Según
esos escritos, el plan de Dios está inscrito de antemano en unas tabletas
celestes como para orientar el doble plano por el que se desarrolla la
historia. La historia se cumple en este mundo, en esta tierra, y se cumple en
el cielo de forma paralela. El ideal del mundo se realiza cuando las dos
historias coinciden. Estaríamos bastante cerca de la interpretación de la
voluntad de Dios como su designio salvador sobre el mundo.
Pero la
expresión podría finalmente ser entendida, como ya sugería Orígenes, como una
especie de coletilla de las tres peticiones anteriores:
- Santificado sea tu nombre, en la tierra como en
el cielo.
- Venga a nosotros tu reino, en la tierra como en
el cielo.
- Hágase tu
voluntad, en la tierra como en el cielo.
Esta
interpretación tan hermosa, que comprende la expresión como una especie de
respuesta antifonal, unifica las tres peticiones. Con diferentes palabras, los
creyentes piden incansablemente a su Dios que muestre su paternidad sobre la
historia y la peripecia humana.
En resumen,
rezar “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” es pedirle a Dios que
se muestre como Señor de nuestro acontecer, que no nos deje caer en perdedoras
idolatrías, que nos permita colaborar en su plan sobre el mundo.
Rezar “hágase
tu voluntad” significa entonces confesar que Dios tiene un plan sabio,
razonable y justo, sobre este mundo que El gobierna.
Rezar “hágase
tu voluntad” significa que no admitimos que este mundo sea un cuento imbécil
contado por un idiota, por recordar la célebre expresión de Shakespeare.
Rezar “hágase
tu voluntad” significa que nos comprometemos a no frustrar el esquema de Dios
sobre el mundo: que nos comprometemos a seguir fielmente los ideales y las
opciones de vida asumidas por Jesús.
La voluntad
de Dios en los escritos apostólicos
Los
discípulos primeros entendieron que la voluntad de Dios era un tema importante
en el mensaje de Jesús. Es un tema importante en el mensaje de Jesús. Es
admirable comprobar la cantidad de veces que la expresión se repite a lo largo del Nuevo Testamento.
Recordemos solamente algunos ejemplos.
Pablo
recuerda a los cristianos de Tesalónica que la voluntad de Dios es que vivan el
camino de la santificación (1 Tes 4, 3) y que vivan en una perpetua acción de
gracias (1 Tes 5, 18). Y Pedro subraya en la primera carta que la voluntad de
Dios es nuestra paciencia, que no es la simple bonachonería, sino la capacidad
de aguante en la esperanza y en la responsabilidad, la tenacidad fiel en el
compromiso asumido, en la vocación aceptada (1 Pe 3, 17). Voluntad de Dios es
que nos mantengamos en la buena conducta (1 Pe 2, 15).
Pero además
el Nuevo Testamento subraya dos grandes tareas del hombre ante la voluntad de
Dios.
La primera
tarea del cristiano consiste en discernir la voluntad de Dios. Tanto en el
primer encuentro del cristianismo con el helenismo como en las demás
encrucijadas de la historia, al cristiano se le ofrecen con frecuencia diversos
esquemas de mundo, diferentes ideales y escalas de valores. Un nuevo canto de sirenas
que ofrecen teorías y orientaciones prácticas como si fueran la voluntad última
y definitiva de Dios. Y el cristiano tendrá siempre que discernir lo que es
bueno, lo que es perfecto, lo que place a Dios, sin dejarse engañar por las
idolatrías de turno (Rom 12, 2), hasta llegar al “pleno conocimiento de su
voluntad, sabiduría e inteligencia espiritual” (Col 1,19).
Pero apoyado
en la riqueza de su experiencia de fariseo enamorado de la Ley, y tras vivir
sobre las raíces de la Ley de Moisés, Pablo subraya que para discernir la
voluntad de Dios no basta conocer la letra de la Ley (Rom 2,8). Si la voluntad
de Dios se ha hecho presencia en Jesús el Cristo, hay que abrirse a la obra del
Espíritu de Jesús que nos va descubriendo caminos. No discernirá la voluntad de
Dios quien se sepa las palabras de la Ley, sino quien tenga un corazón
peregrino, un corazón poroso al Espíritu, quien se abra al huracán del vendaval
de Dios, que es el Espíritu que ha movido a Jesús.
Pero tarea
del cristiano es, además, practicar la voluntad de Dios. El autor de la carta a
los Hebreos desea a sus lectores: “Que el Dios de la paz os disponga con toda
clase de bienes para cumplir su voluntad, realizando él en nosotros lo que es
agradable a sus ojos, por medio de Jesucristo” (Heb 13,21).
Y si parece
difícil aceptar y poner en práctica el esquema de Dios sobre este mundo, Pablo,
con una expresión admirable, nos recuerda que es Dios el que activa en nosotros
ese querer y ese actuar que sobrepasan la buena voluntad (Flp 2,13). Hasta el
ser fíeles a la voluntad de Dios es una gracia de Dios, cercano y afectuoso, es
don del Señor que llama, acompaña y premia.
En resumen,
el hombre que acepta la voluntad de Dios no se pierde sino que se gana. No se
evade del mundo en una nebulosa de “opio religioso”, sino que se acerca a la
herida y al lamento del mundo. No se escapa de esta tierra, sino que se inclina
sobre sus surcos y barrancas. No renuncia a su historia, sino que se incorpora
al plan de Dios sobre la historia.
El hombre
que acepta la voluntad de Dios no se desentiende de los hombres sus vecinos,
sino que acepta a los hombres como hermanos, acepta que sólo es posible la
fraternidad, si se admite una paternidad común. En un mundo donde todos nos
invitan a sentirnos hermanos, ¿cómo podemos caer en la hipocresía de admitir
una hermandad si no tenemos un Padre? ¿Cómo se puede decir que nos aceptamos
como hermanos cuando no somos capaces de decir al único Padre: hágase tu
voluntad?
Habría que
repetir aquí la célebre oración de Romano Guardini:
“Tú has puesto en mis manos el honor de tu voluntad. La
palabra de tu revelación dice que me respetas y que te confías a mí y que me
das la dignidad y responsabilidad. Concédeme la santa mayoría de edad que es
capaz de aceptar la ley que tú guardas y de asumir las responsabilidades que tú
me transfieres. Ten despierto mi corazón para que esté ante ti en todo momento
y haz que mi actuación se convierta en ese dominio y en esa obediencia a la que
tú me has llamado. “
La voluntad de Dios en la vida cristiana
Quisiera
ahora reflexionar sobre algunas de las consecuencias que se derivan de esta
aceptación de la voluntad de Dios tanto para la teología de la Iglesia como
para la teología moral, tanto para la actividad del hombre como para el talante
de la vida espiritual del cristiano.
La voluntad
de Dios y la teología de la Iglesia
En primer
lugar, rezar “hágase tu voluntad” supone un cambio para nuestra concepción de
la Iglesia. No se puede decir con verdad “hágase tu voluntad” y seguir pensando
y viviendo en la Iglesia de la misma manera.
Decir “hágase
tu voluntad” supone para la Iglesia, nacída de la voluntad de su Señor, la
obligación de ocuparse y preocuparse por discernir entre los signos de los
tiempos —entre el asesinato y el hambre, entre la caricia y la ofrenda— las
señales que manifiestan la voluntad de su Esposo y Señor. La Iglesia tendrá que
discernir cuál es la voluntad de Dios: qué espera Dios de ella en este final del
siglo XX. ¿Cuál es la voluntad de Dios para la comunidad de creyentes
desparramada por el mundo? ¿Cuáles son los signos que en este mundo nuestro
tienen que manifestar que de verdad intentamos ser fíeles a la voluntad de
Dios? ; Ir a las Cruzadas y a la conquista del Santo Sepulcro, como en la Edad
Media?.¿Ofrecernos para la redención de los cautivos, como meritoriamente
hicieron algunos cristianos al comienzo de la Edad Moderna? ¿Enseñar en
nuestros colegios tal vez? ¿Dar un giro a nuestra enseñanza religiosa,
reaprendiendo de verdad la tarea evangelizadora y catequética de la Iglesia?
¿Acercándonos sencilla y cordialmente, servidora, diacónicamente a la comunidad
necesitada de nuestro servicio y de nuestras manos? La Iglesia que reza “hágase
tu voluntad” tiene que preguntarse dónde están hoy los necesitados, dónde están
aquellos hombres a los que hay que testimoniar hoy los caminos de la voluntad
de Dios.
Pero si he
hablado de la Iglesia nacida de la voluntad del Señor, también la Iglesia
enviada por la voluntad de su Señor tendrá que anunciar a todos los hombres esa
voluntad de Dios que es que todos los hombres se salven y vengan al
conocimiento de la verdad por encima de razas y culturas, de clases y de
opiniones (cf. 1 T1 Tim 2,4). No se puede rezar “hágase tu voluntad” sin tener
un corazón misionero. Porque la voluntad de Dios es que los hombres que dicen
creer en él —pensemos en el libro de Jonás— transmitan esa fe activa y
comprometidamente.
Nacida de la
voluntad de su Señor y enviada por voluntad de su Señor, la Iglesia es también
diariamente convocada por la voluntad de su Señor. Por eso deberá suplicar
constantemente el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero deberá también
celebrar el cumplimiento de su voluntad. Lo celebra como una fiesta, que para
ella el hecho de que acontezca y se lleve a plenitud la voluntad de Dios es el
mayor gozo y la mayor fuente de celebración.
La Iglesia
celebra que la voluntad de Dios se vaya cumpliendo —digámoslo con dolor y
alegría— aun por caminos que ella, la Iglesia, no siempre es capaz de
comprender. Por caminos de persecución y
de llanto, por caminos de exclusión y de martirio que ella recuerda y
experimenta cuando vive en itinerante fidelidad. La Iglesia celebra y da
gracias porque la voluntad de Dios se va cumpliendo hasta por caminos de sangre
y de desgarro dentro de la misma Iglesia.
La voluntad
de Dios y la teología moral
Desde
siempre, los creyentes han entendido la tarea ética de evitar el mal y realizar
el bien como una obediencia a una voluntad de Dios que se manifiesta
fundamentalmente en unos mandamientos, en unas normas. Pero conviene aclarar,
aunque sea brevemente, este presupuesto.
Rezar “hágase
tu voluntad” supone que la moral cristiana no brota de una autonomía de
criterios. No es bueno o malo lo que yo digo ser bueno o malo. No soy yo quien
define los límites entre el bien y el mal. Los creyentes creen que la voluntad
de Dios marca los caminos para la ética cristiana. No se puede formular ni
vivir una moral cristiana desde la autonomía de criterios. La moral cristiana
no cae en el orgullo de autoabastecerse de sus propios principios, de sus
propios criterios, de sus propias decisiones, de su propia voluntad. La moral
cristiana nace y vive de la escucha de la voluntad de su Señor florecida en la
comunidad creyente.
Pero la
moral cristiana tampoco se fundamenta en la heteronomía que se ajusta a
criterios o principios impuestos por las manipulaciones externas que, a su
antojo, deciden lo que es bueno y lo que es malo. La moral cristiana no depende
de autoritarismos externos, del tipo que sean; no puede caer en esa esclavitud.
Se podría
aducir el ejemplo de tantas imposiciones, más o menos justificadas. O el
ejemplo de algunos informes de ética sexual, construidos sobre criterios
sociológicos que parecen suponer la validez de una deducción como ésta: así es
como actúa la mayoría, luego así es como se debe actuar.
La moral
cristiana no es heterónoma. Para la fundamentación del bien o del mal no se
basa en la opinión de una mayoría, ni en la voz de los medios de comunicación,
ni en la palabra de los grupos de presión… aunque esa mayoría, esos medios o
esos grupos sean “religiosos“.
Se ha dicho
que la moral cristiana es teónoma. Nace, en efecto, de la atención a la palabra
de Dios. Nace de la escucha (cf. Dt 5,1; 6,4). Se enraíza en la voluntad de su
Señor que no prohíbe el mal de forma caprichosa ni impone el bien dé forma caprichosa,
sino que realiza el bien de la criatura, desde la criatura, para la criatura.
Nadie mejor nuestro Dios conoce lo que es bueno para el hombre que ha creado y
re-creado en Jesucristo.
¿Cómo se
puede concebir la moral cristiana como una imposición del capricho de Dios?
Quizá solamente desde los presupuestos nominalistas a los que me refería al
principio.
La voluntad
de Dios y la actividad del hombre
La
aceptación de la voluntad de Dios, que convertimos en plegaria en el
padrenuestro, supone una piedra de toque para la sinceridad de nuestra
actividad en el mundo. En su obra Las verdaderas riquezas, Jean Giono abominaba
del cristiano que pretende poder vivir su alegría en soledad: ‘en su beatitud,
atraviesa las batallas con una rosa en la mano…” Hemos sido acusados de vivir
en otra galaxia: pendientes del más allá, olvidaríamos el más acá; pendientes
de la voluntad de Dios olvidaríamos las demandas de la voluntad de los hombres.
Si nos han acusado de todo esto, es porque no rezábamos bien el padrenuestro.
Rezar “hágase tu voluntad” exige centrar bien nuestra acción en este mundo.
El cristiano
que reza “hágase tu voluntad” sabe que él no se inventa los caminos de su
fidelidad cristiana, sino que los acepta en gratitud y en adorante atención.
Cuando se desprende de sus sandalias, como Francisco de Asís, responde como él,
aduciendo un único motivo: “Lo dice aquí, lo dice el Libro.”
El cristiano
actúa, y actúa de un modo determinado, porque el Señor le pide que actúe.
Después de rezar “hágase tu voluntad”, sabe que no puede quedarse con los
brazos cruzados. Sabe que tendrá que desprenderse de sandalias y bastones,
ponerse en camino, compartir el pan y anunciar la palabra… hasta que el Señor
vuelva.
El cristiano
que reza “hágase tu voluntad” entiende que aceptar la voluntad de Dios no le
exime del trabajo abnegado y sereno, esperanzado y generoso, en la construcción
de un mundo que le fue entregado con nostalgias de paraíso: “… creced,
multiplicaos, llenad la tierra, sometedla, dominad…” (Gn 1,28). Esa es la
voluntad de Dios desde el principio.
Pero también
refleja la voluntad de Dios el otro aviso: del fruto del árbol no comáis…” (Gn
3,3). La presencia activa del hombre en este mundo se desarrolla bajo el signo
de la ambigüedad. Su acción lo plenifica, pero puede también alienarlo, en
lugar de hacerlo un dios como sugiere la voz del mal.
El cristiano
sabe que la voluntad de Dios lo invita a construir, apasionada y
arriesgadamente, ese paraíso para el que ha sido creado; ese paraíso que es
lugar de partida y meta a la que ha de encaminarse; ese paraíso que es
nostalgia y promesa, recuerdo y esperanza.
El cristiano
que reza “hágase tu voluntad” sabe que, lejos por igual del activismo
prometeico y del pietismo evasivo, ha de intentar orar y actuar para que la
voluntad de Dios amanezca sobre el horizonte de la historia.
El cristiano
sabe que su voluntad ha de imponerse en el esfuerzo, como si todo dependiese de
él. Pero sabe que ha de suplicar el cumplimiento de la voluntad de Dios, como
si de suplicar el cumplimiento de la voluntad de Dios, como si todo dependiese
de su Señor.
La voluntad de
Dios y el talante cristiano
Casi sin
darse cuenta, los cristianos parecen contar con la voluntad de Dios a la hora
de despedirse o de trazar planes y marcarse plazos en su vida: “Hasta mañana,
si Dios quiere”; “Nos veremos cuando Dios quiera”. Pero ¿qué talante espiritual
supone esta coletilla, si se pronuncia consciente y sinceramente?
El cristiano
sabe experiencialmente que la aceptación de la voluntad de Dios es fuente de
gozo. La aceptación de la voluntad de Dios no puede convertirlo en un hombre
triste, porque ni la más fuerte voluntad humana es capaz de amar más
apasionadamente la peripecia humana de lo que la ama el mismo Dios. Nadie me
ama a mí, hombre, tanto como me ama Dios. Ni yo mismo.
Por tanto,
decir “hágase tu voluntad” es ponerme en la mejor de las manos; es hacer la
mayor profesión de alegría que se puede hacer en este mundo. El creyente, como
Pablo, sabe de quién se ha fiado (cf. 2 Tim 1,12).
Si he
hablado del gozo, tengo que recordar ahora la valentía o entereza que también
acompaña a la esperanza cristiana, según la carta a los Hebreos (3,6). El
cristiano sabe que la aceptación de la voluntad de Dios es fuente no de un gozo
beato y estúpido sino de una alegría valiente y osada, que la voluntad de Dios
no anula sino que espolea el esfuerzo de la voluntad de los hombres. Para los
hombres que rezan con sinceridad “hágase tu voluntad” la oración no es morfina
sino aguijón.
Y por fin,
los cristianos que rezan “hágase tu voluntad”, los cristianos que dicen con
verdad “¡hasta mañana si Dios quiere!”, los que aman, aceptan y realizan la
voluntad del Padre, solamente esos cristianos viven en la paz del corazón, que
es regalo del Espíritu. En aquella paz del corazón que parece desbordar de la
experiencia de los hombres que han rezado como Carlos de Foucauld:
me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras.
Sea lo que sea.
Te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo
con tal que tu voluntad
se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te encomiendo mi alma,
te la entrego
con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo
y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.
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