Nacido en 1929 en el seno de una familia de la
alta burguesía castellana, su padre se trasladó a Barcelona para
trabajar en la Compañía de Tabacos de Filipinas. Gil de Biedma
estudió Derecho en Barcelona y en Salamanca, donde obtuvo la
licenciatura en dicha materia. Su poesía evoluciona desde los primeros poemas
intimistas de Las afueras al compromiso social de Compañeros de
viaje. Al mismo tiempo es una poesía que evita constantemente
el surrealismo y busca la contemporaneidad y la racionalidad a toda
costa a través de un lenguaje coloquial, si bien desnudo de toda referencia
innecesaria. Verdadero exponente de lo que se suele denominar una doble vida,
Biedma desarrolla actividades empresariales (su padre le introdujo en el
negocio tabaquero familiar) y al mismo tiempo coquetea intelectualmente con
el marxismo y su vida interior queda por completo marcada por su
condición de homosexual, circunstancia que, en el seno de su
profundo pesimismo, le va a llevar a vivir al límite toda una serie de
experiencias íntimas autodestructivas.
En 1974, Biedma padeció una crisis que le lleva a dejar
la vida literaria y se recluye en un férreo nihilismo. El determinismo de
una sociedad incapaz de cambiar su historia y el conformismo y desencanto que
impregna el mundo intelectual de izquierdas después de la transición a la
democracia le abocaron a la desesperación.
En su obra poética recurrió al coloquialismo y a la ironía
para destacar asuntos sociales y existenciales y, aún cuando no es muy extensa
(siempre prefirió la calidad a la cantidad), se ha considerado como una de las
más interesantes de su generación, la de los llamados poetas sociales de
la España de los años 50. (Resumen de la biografía tomado de wikipedia).
SORPRENDIESE
en la luz el crecimiento
de la luz, o
escuchase a las sirenas
cómo cantan
guirnaldas de cadenas,
o viese
acaso el brusco ayuntamiento
de dos
delfines… Mas un rompimiento
hendió los
aires, y gritar apenas
pudo: las
nubes, como pan morenas,
le
arrebataron en descendimiento.
Cuando ya
no, cuando la torrentera.
Una torre
clamando se derrumba.
Rompe mejor
la voz contra las fauces.
Cuando saben
los dientes a madera,
cuando el
lecho se vuelve hacia la tumba,
cuando el
cuerpo nos vuelve hacia sus cauces.
Compañeros de viaje
Amistad a lo
largo.
Pasan lentos
los días
y muchas
veces estuvimos solos.
Pero luego
hay momentos felices
para dejarse
ser en amistad.
Mirad:
somos
nosotros.
Un destino
condujo diestramente
las horas, y
brotó la compañía.
Llegaban
noches. Al amor de ellas
nosotros
encendíamos palabras,
las palabras
que luego abandonamos
para subir a
más:
empezamos a
ser los compañeros
que se
conocen
por encima
de la voz o de la seña.
Ahora sí.
Pueden alzarse
las gentiles
palabras
-ésas que ya
no dicen cosas-,
flotar
ligeramente sobre el aire;
porque
estamos nosotros enzarzados
en mundo,
sarmentosos
de historia
acumulada,
y está la
compañía que formamos plena,
frondosa de
presencias.
Detrás de
cada uno
vela su casa,
el campo, la distancia.
Pero callad.
Quiero
deciros algo.
Sólo quiero
deciros que estamos todos juntos.
A veces, al
hablar, alguno olvida
su brazo
sobre el mío,
y yo aunque
esté callado doy las gracias,
porque hay
paz en los cuerpos y en nosotros.
Quiero
deciros cómo todos trajimos
nuestras
vidas aquí, para contarlas.
Largamente,
los unos con los otros
en el rincón
hablamos, tantos meses!
Que nos
sabemos bien, y en el recuerdo
el júbilo es
igual a la tristeza.
Para
nosotros el dolor es tierno.
Ay el
tiempo! Ya todo se comprende.
Las afueras
I
La noche se
afianza
sin respiro,
lo mismo que un esfuerzo.
Más
despacio, sin brisa
benévola que
en un instante aviva
el dudoso
cansancio, precipita
la solución
del sueño.
Desde luces
iguales
un alto muro
de ventanas vela.
Carne a
solas insomne, cuerpos
como la mano
cercenada yacen,
se asoman,
buscan el amor del aire
-y la brasa
que apuran ilumina
ojos donde
no duerme
la ansiedad,
la infinita esperanza con que aflige
la noche,
cuando vuelve.
II
Quién? Quién
es el dormido?
Si me callo,
respira?
Alguien está
presente
que duerme
en las afueras.
Las afueras
son grandes,
abrigadas,
profundas.
Lo sé pero,
no hay quién
me sepa
decir más?
Están casi a
la mano
y anochece
el camino
sin decirnos
en dónde
querríamos
dormir.
Pasa el
viento. Le llamo?
Si subiera
al salón
familiar del
octubre
el templado
silencio
se
aterraría.
Y quizá me
asustara
yo también
si él me dice
irreparablemente
quién duerme
en las afueras.
III
Ciudad ya
tan lejana!
Lejana junto
al mar: tardes de puerto
y desamparo
errante de los muelles.
Se
obstinarán crecientes las mareas
por las
horas de allá.
Y serán un
rumor,
un palpito
que puja endormeciéndose,
cuando
asoman las luces de la noche
sobre el mar.
Más, cada
vez más honda
conmigo vas,
ciudad,
como un amor
hundido,
irreparable.
A veces ola
y otra vez silencio.
IV
Os acordáis.
Los años aurorales
como el
tiempo tranquilos, pura infancia
vagamente
asistida por el mundo.
La noche aún
materna protegía.
Veníamos del
sueño, y un calor,
un sabor
como a noche originaria
se demoraba
sobre nuestros labios,
humedeciendo,
suavizando el día.
Pero algo a
veces nos solicitaba.
El cuerpo, y
el regreso del verano,
la tarde
misma, demasiado vasta.
¿En qué
mañana, os acordáis, quisimos
asomarnos al
pozo peligroso
en el
extremo del jardín? Duraba
el agua
quieta, igual que una mirada
en cuyo
fondo vimos nuestra imagen.
Y un súbito
silencio recayó
sobre el
mundo, azorándonos.
V
De noche,
cuando
desciendas.
Pero es
inútil, nunca
he de volver
a donde tú
nacías ya
con forma de recuerdo.
Quizá
súbitamente crece
la sangre.
Crece la sangre
hasta mucho
más lejos que aquel brazo.
Nadie más
que la mano desarmada,
la tenue
palma
y este
dolor.
VI
Como la
noche no
quiero que
tú desciendas,
no quiero
cumplimiento
sino
revelación.
Desciende
hasta mis ojos
veloz, como
la lluvia.
Como el
furioso rayo,
irrumpe
restallando
mientras
quedan las cosas
bajo la luz
inmóviles.
Que no
quiero la dulce
caricia
dilatada,
sino ese
poderoso
abrazo en
que romperme.
VIl
Mirad la
noche del adolescente.
Atrás
quedaron las solicitudes
del día, su
familia de temores,
y la
distancia pasa en avenida
de memorias
o tumbas sin ciudad,
arrabales
confusos lentamente
apagados. La
noche se afianza
-hasta los
cielos cada vez, contigua
la sien late
en el centro.
Bajo
espesura de rumor la ausencia
se difunde y
regresa hacia los ojos
sin sueño
abiertos, sensitivos. Algo
que debe de
ser brisa, como un rastro
de frescura
borrándose, se exhala
desde el
balcón por donde entró la noche.
Sus
sigilosos dedos de tiniebla
rozan la
piel exasperada, buscan
las yemas
retraídas de los párpados.
Y la noche
se llega hasta los ojos,
inquiere las
inmóviles pupilas,
golpea en lo
más tierno que aún resiste
en el
instante de ceder, irrumpe
cuerpo
adentro, la noche, derramada,
y corre
despertando cavidades
retenidas,
sustancias, cauces secos,
lo mismo que
un torrente de mercurio,
y se disipa
recorriendo cuerpo.
Es ella
misma cuerpo, carne, párpado
adelgazado
hasta el dolor, latido
de mucha
suerte insomne,
forma
sensible de la ausencia –ciego
de noche
absorta, gira el pensamiento.
Y la rosa de
rejalgar, allí
donde fue la
memoria, se levanta,
cabeza de
corrientes hacia el sueño
total del
otro lado de la noche.
VIII
De pronto,
mediodía.
Y se olvida
el camino que trajimos
y aquel,
acaso anhelo.
Más allá de
los puentes,
alta, sobre
la tierra prometida,
la ciudad
cegadora se agrupaba
lo mismo que
un cristal innumerable.
Jardines
levantados
sobre la
brusca margen de rompientes,
jardines
intramuros recogiéndose,
asomaban
follajes hacia el mar.
Allí, bajo
los nobles eucaliptos
-ya casi
piel, de tierna, la corteza
descansa en
paz el extranjero muerto.
IX
¿Fue posible
que yo no te supiera
cerca de mí,
perdido en las miradas?
Los ojos me
dolían de esperar.
Pasaste.
Si
apareciendo entonces
me hubieras
revelado
el país
verdadero en que habitabas!
Pero pasaste
como un Dios
destruido.
Sola,
después, de lo negro surgía
tu mirada.
X
Nos reciben
las calles conocidas
y la tarde
empezada, los cansados
castaños
cuyas hojas, obedientes,
ruedan bajo
los pies del que regresa,
preceden,
acompañan nuestros pasos.
Interrumpiendo
entre la muchedumbre
de los que a
cada instante se suceden,
bajo la
prematura opacidad
del cielo,
que converge hacia su término,
cada uno se
interna olvidadizo,
perdido en
sus cuarteles solitarios
del invierno
que viene. ¿Recordáis
la destreza
del vuelo de las aves,
el júbilo y
los juegos peligrosos,
la
intensidad de cierto instante, quietos
bajo el
cielo más alto que el follaje?
Si por lo
menos alguien se acordase,
si alguien
súbitamente acometido
se acordase…
La luz usada deja
polvo de
mariposa entre los dedos.
XI
Un cadáver
sin dueño
transita por
los años
hacia el
país tranquilo
de la tierra
de nadie.
Claridad de
otra paz
sin muerte,
lejanía.
Los ojos ya
no duelen.
Contemplan,
olvidados,
mientras que
dulcemente
va fluyendo
el cansancio.
Como un arma
de guerra,
corazón
enterrado.
Este
silencio es fuente
y este
páramo es árbol,
sombra
profunda. Aquel
resplandor
no es ocaso.
XII
Casi me
alegra
saber que
ningún camino
pudo
escaparse nunca.
Visibles y
lejanas
permanecen
intactas las afueras.
Arte poética
A Vicente
Aleixandre
La nostalgia
del sol en los terrados,
en el muro
color paloma de cemento
-sin embargo
tan vivido- y el frío
repentino
que casi sobrecoge.
La dulzura,
el calor de los labios a solas
en medio de
la calle familiar
igual que un
gran salón, donde acudieran
multitudes
lejanas como seres queridos.
Y sobre todo
el vértigo del tiempo,
el gran
boquete abriéndose hacia dentro del alma
mientras
arriba sobrenadan promesas
que
desmayan, lo mismo que si espumas.
Es sin duda
el momento de pensar
que el hecho
de estar vivo exige algo,
acaso
heroicidades –o basta, simplemente,
alguna
humilde cosa común
cuya corteza
de materia terrestre
tratar entre
los dedos, con un poco de fe?
Palabras,
por ejemplo.
Palabras de
familia gastadas tibiamente.
Al final
Vista por
vez primera, todavía
misteriosa
de casi recordada.
Será como en
París, que me perdía
hasta dar en
alguna encrucijada
que de
pronto después reconocía:
si la has
visto mil veces… Será nada
más que, a
la vuelta de otro día, verte
desembocado
en medio de la muerte.
Noches del
mes de junio
A Luís
Cernuda
Alguna vez
recuerdo
ciertas
noches de junio de aquel año,
casi
borrosas, de mi adolescencia
(era en mil
novecientos me parece
cuarenta y
nueve)
porque en ese mes
sentía
siempre una inquietud, una angustia pequeña
lo mismo que
el calor que empezaba,
nada más
que la
especial sonoridad del aire
y una
disposición vagamente afectiva.
Eran las
noches incurables
y la calentura.
Las altas
horas de estudiante solo
y el libro
intempestivo
junto al
balcón abierto de par en par (la calle
recién
regada desaparecía
abajo, entre
el follaje iluminado)
sin un alma
que llevar a la boca.
Cuántas
veces me acuerdo
de vosotras,
lejanas
noches del
mes de junio, cuántas veces
me saltaron
las lágrimas, las lágrimas
por ser más
que un hombre, cuánto quise
morir
o soñé con
venderme al diablo,
que nunca me
escuchó.
Pero también
la vida nos
sujeta porque precisamente
no es como
la esperábamos.
Infancia y
confesiones
A Juan
Goytisolo
Cuando yo
era más joven
(bueno, en
realidad, será mejor decir
muy joven)
algunos años antes
de conoceros
y
recién llegado
a la ciudad,
a menudo
pensaba en la vida.
Mi familia
era bastante
rica y yo estudiante.
Mi infancia
eran recuerdos de una casa
con escuela
y despensa y llave en el ropero,
de cuando
las familias
acomodadas,
como su
nombre indica,
veraneaban infinitamente
en Villa
Estefanía o en La Torre
del Mirador
y más allá
continuaba el mundo
con senderos
de grava y cenadores
rústicos,
decorado de hortensias pomposas,
todo ligeramente
egoísta y caduco.
Yo nací
(perdonadme)
en la edad
de la pérgola y el tenis.
La vida, sin
embargo, tenía extraños límites
y lo que es
más extraño: una cierta tendencia
retráctil.
Se contaban
historias penosas.
Inexplicables
sucedidos
dónde no se
sabía, caras tristes,
sótanos fríos
como templos.
Algo sordo
perduraba a
lo lejos
y era
posible, lo decían en casa,
quedarse ciego
de un escalofrío.
De mi
pequeño reino afortunado
me quedó
esta costumbre de calor
y una
imposible propensión al mito.
De ahora en
adelante
Como después
de un sueño,
no acertaría
a decir en
qué instante sucedió.
Llamaban.
Algo, ya
comenzado, no admitía espera.
Me sentí
extraño al principio,
lo reconozco
–tantos años
que pasaron
igual que si en la luna…
Decir
exactamente qué buscaba,
mi esperanza
cuál fue, no me es posible
decirlo ahora,
porque en un
instante
determinado todo
vaciló: llamaban.
Y me sentí
cercano.
Un poco de
aire libre,
algo tan
natural como un rumor
crece si se
le escucha de repente.
Pero ya
desde ahora siempre será lo mismo.
Porque de
pronto el tiempo se ha colmado
y no da para
más. Cada mañana
trae, como
dice Auden, verbos irregulares
que es
preciso aprender, o decisiones
penosas y
que aguardan examen.
Todavía
hay quien
cuenta conmigo. Amigos míos,
o mejor: compañeros,
necesitan,
quieren lo
mismo que yo quiero
y me quieren
a mí también, igual
que yo me
quiero.
Así que
apenas puedo recordar
qué fue de
varios años de mi vida,
o adónde iba
cuando desperté
y no me
encontré solo.
LA HISTORIA
PARA TODOS
Fue esta
mañana misma,
en mitad de
la calle.
yo esperaba
con los
demás, al borde de la señal de cruce,
y de pronto
he sentido como un roce ligero,
como casi
una súplica en la manga.
Luego,
Mientras precipitadamente
atravesaba,
La visión de
unos ojos terribles, exhalados
Yo no sé
desde qué vacío doloroso.
Ocurre que
esto sucede
demasiado a
menudo.
Y sin embargo,
al menos en
algunos de nosotros,
queda una
estela de malestar furtivo,
un cierto
sentimiento de culpabilidad.
Recuerdo
también, en
una hermosa tarde
que regresaba
a casa… Una mujer
se desplomó
a mi lado replegándose
sobre sí
misma, silenciosamente
y con una
increíble lentitud –la tuve
por las
axilas, un momento el rostro,
viejo, casi
pegado al mío.
Luego, sin
comprender aún,
incorporó unos
ojos donde nada
se leía,
sino la pura privación
que me daba
las gracias.
Me volví
penosamente a
verla calle abajo.
No sé cómo
explicarlo, es
lo mismo que
si todo,
lo mismo que
si el mundo alrededor
estuviese parado
pero continuase
en movimiento
cínicamente,
como
si nada,
como si nada fuese verdad.
Cada
aparición
que pasa,
cada cuerpo en pena
no anuncia
muerte, dice que la muerte estaba
ya entre
nosotros sin saberlo.
Vienen
de allá, del
otro lado del fondo sulfuroso,
de las
sordas
minas del
hambre y de la multitud.
y ni
siquiera saben quiénes son:
desenterrados
vivos.
El miedo sobreviene
El miedo
sobreviene en oleada
inmóvil. De
repente, aquí,
se insinúa:
las construcciones
conocidas, las posibles
consecuencias
previstas (que no excluyen
lo peor),
todo el
lento dominio de la inteligencia
y sus
alternativas decisiones, todo
se ofusca en
un instante.
Y sólo queda
la raíz,
algo como
una antena dolorosa
caída no se
sabe, palpitante.
Lágrima
No veían la
lágrima.
Inmóvil
en el centro
de la visión, brillando,
demasiado
pesada para rodar por mejilla de hombre,
inmensa,
decían que
una nube, pretendían, querían
no verla
sobre la
tierra oscurecida,
brillar
sobre la tierra oscurecida.
Ved en
cambio a los hombres que sonríen,
los hombres
que aconsejan la sonrisa.
Vedlos
presurosos,
que acuden.
Frente a la
sorda realidad
peroran,
recomiendan, imponen confianza.
Solícitos,
ofrecen sus servicios. Y sonríen,
sonríen.
Son los
viles
propagandistas
diplomados
de la
sonrisa sin dolor, los curanderos
sin honra.
La lágrima
refleja
sólo un
brillo furtivo
que apenas
espejea.
La descubre
la sed,
apenas, de
los ojos
sobre los
doloridos
utensilios
humanos
-igual como
descubre
el río que,
invisible,
espejea en
las hojas
movidas-,
pero a veces
en cambio,
levantada,
manifiesta,
terrible,
es un mar
encendido
que hace
daño a los ojos,
y su brillo
feroz
y dura
transparencia
se ensaña en
la sonrisa
barata de
esos hombres
ciegos, que
aun sonríen
como
ventanas rotas.
He ahora el
dolor
de los
otros, de muchos,
dolor de
muchos otros, dolor de tantos hombres,
océanos de
hombres que los siglos arrastran
por los
siglos, sumiéndose en la historia.
Dolor de
tantos seres injuriados,
rechazados,
retrocedidos al último escalón,
pobres
bestias
que avanzan
derrengándose por un camino hostil,
sin saber
donde van o quién los manda,
sintiendo a
cada paso detrás suyo ese ahogado resuello
y en la nuca ese vaho caliente que es el vértigo
del
instinto, el miedo a la estampida,
animal
adelante, hacia adelante, levantándose
para caer
aún, para rendirse
al fin, de bruces,
y entregar
el alma
porque ya
no pueden
más con ella.
Así es el
mundo
y así los
hombres. Ved
nuestra
historia, ese mar,
ese inmenso
depósito de sufrimiento anónimo,
ved cómo se
recoge
todo en él: injusticias
calladamente
devoradas, humillaciones, puños
a escondidas
crispados
y llantos,
conmovedores llantos inaudibles
de los que
nada esperan ya de nadie…
Todo, todo
aquí se recoge, se atesora, se suma
bajo el
silencio oscuramente,
germina
para brotar
adelgazado en lágrima,
lágrima
transparente igual que un símbolo,
pero
reconcentrada, dura, diminuta
como gota
explosiva, como estrella
libre,
terrible por los aires, fulgurante, fija,
único
pensamiento de los que la contemplan
desde la tierra
oscurecida,
desde esta
tierra todavía oscurecida.
Moralidades
En el nombre
de hoy
En el nombre
de hoy, veintiséis
de abril y
mil novecientos
cincuenta y
nueve, domingo
de nubes con
sol, a las tres
-según
sentencia del tiempo
de la tarde
en que doy principio
a este
ejercicio en pronombre primero
del
singular, indicativo,
y asimismo
en el nombre del pájaro
y de la
espuma del almendro,
del mundo,
en fin, que habitamos,
voy a deciros
lo que entiendo.
Pero antes
de ir adelante
desde esta
página quiero
enviar un
saludo a mis padres,
que no me
estarán leyendo.
Para ti, que
no te nombro,
amor mío –y ahora
hablo en serio-,
para ti, sol
de los días
y noches,
maravilloso
gran premio
de mi vida,
de toda la
vida, qué puedo
decir, ni
qué quieres que escriba
a la puerta
de estos versos?
Finalmente a
los amigos,
compañeros de
viaje,
y sobre
todos ellos
a vosotros,
Carlos, Ángel,
Alfonso y
Pepe, Gabriel
Y Gabriel,
Pepe (Caballero)
y a mi
sobrino Miguel,
Joseagustín
y Blas de Otero,
a vosotros
pecadores
como yo, que
me avergüenzo
de los palos
que no me han dado,
señoritos de
nacimiento
por mala
conciencia escritores
de poesía
social,
dedico
también un recuerdo,
y a la
afición en general.
Apología y
petición
Y qué decir
de nuestra madre España,
este país de
todos los demonios
en donde el
mal gobierno, la pobreza
no son, sin
más, pobreza y mal gobierno
sino un
estado místico del hombre,
la
absolución final de nuestra historia?
De todas las
historias de la Historia
sin duda la
más triste es la de España,
porque
termina mal. Como si el hombre,
harto ya de
luchar con sus demonios,
decidiese
encargarles el gobierno
y la administración
de su pobreza.
Nuestra
famosa inmemorial pobreza,
cuyo origen
se pierde en las historias
que dicen
que no es culpa del gobierno
sino
terrible maldición de España,
triste
precio pagado a los demonios
con hambre y
con trabajo de sus hombres.
A menudo he
pensado en esos hombres,
a menudo he
pensado en la pobreza
de este país
de todos los demonios.
Y a menudo
he pensado en otra historia
distinta y
menos simple, en otra España
en donde sí
que importa un mal gobierno.
Quiero creer
que nuestro mal gobierno
es un vulgar
negocio de los hombres
y no una
metafísica, que España
debe y puede
salir de la pobreza,
que es
tiempo aún para cambiar su historia
antes que se
la lleven los demonios.
Porque
quiero creer que no hay demonios.
Son hombres
los que pagan al gobierno,
los empresarios
de la falsa historia,
son hombres
quienes han vendido al hombre,
los que le
han convertido a la pobreza
y
secuestrado la salud de España.
Pido que
España expulse a esos demonios.
Que la
pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el
hombre el dueño de su historia.
De aquí a la
eternidad
Ya soy
dichoso, ya soy feliz
Porque triunfante
llegué a Madrid.
Llegué a
Madrid.
La
viejecita, CORO.
Lo primero,
sin duda, es este ensanchamiento
de la
respiración, casi angustioso.
Y la
especial sonoridad del aire,
como una
gran campana en el vacío,
acercándome
olores
de jara de
la sierra,
más
perfumados por la lejanía,
y de tantos
veranos juntos
de mi niñez.
Luego está
la glorieta
preliminar,
con su pequeño intento de jardín,
mundo
abreviado, renovado y puro
sin
demasiada convicción, y al fondo
la
previsible estatua y el pórtico de acceso
a la
magnífica avenida,
a la famosa
capital.
Y la vida,
que adquiere
carácter panorámico,
inmensidad
de instante también casi angustioso
-como de
amanecer en campamento
o portal de
belén-, la vida va espaciándose
otra vez
bajo el cielo enrarecido
mientras que
aceleramos.
Porque hay
siempre algo más, algo espectral
como invisiblemente
sustraído,
y sin
embargo verdadero.
Yo pienso en
zonas lívidas, en calles
o en caminos
perdidos hacia pueblos
a io lejos,
igual que en un belén,
y vuelvo a
ver esquinas de ladrillo injuriado
y pasos a
nivel solitarios, y miradas
asomándose a
vernos, figuras diminutas
que se
quedan atrás para siempre, en la memoria,
como peones
camineros.
Y esto es
todo, quizás. Alrededor
se ciernen
las fachadas, y hay gentes en la acera
frente al
primer semáforo.
Cuando el
rojo se apague torceremos
a la
derecha,
hacia los
barrios bien establecidos
de una vez
para todas, con marquesas
y cajistas
honrados de insigne tradición.
Ya estamos
en Madrid, como quien dice.
A una dama
muy joven, separada
En un año
que has estado
casada,
pechos hermosos,
amargas encontraste
las flores
del matrimonio.
Y una buena
mañana
la dulce
libertad
elegiste impaciente,
como un
escolar.
Hoy vestida
de corsario
en los bares
se te ve
con seis
amantes por banda
—Isabel,
niña Isabel-,
sobre un
taburete erguida,
radiante,
despeinada
por un
viento sólo tuyo,
presidiendo la
farra.
De quién, al
fin de una noche,
no te habrás
enamorado
por quererte
enamorar!
¿No has
aprendido, inocente,
que en
tercera persona
los bellos
sentimientos
son historias
peligrosas?
que la
sinceridad
con que te
has entregado
no la
comprenden ellos,
niña Isabel.
Ten cuidado.
Porque
estamos en España.
Porque son
uno y lo mismo
los memos de
tus amantes,
el bestia de
tu marido.
Un día de
difuntos
Ahora que
han pasado nueve meses
y que el
invierno quedó atrás,
en estas
tardes últimas de julio
pesarosas,
cuando la luz color de acero
nos refugia
en los sótanos,
quiero yo
recordar un cielo azul de octubre
puro y
profundo de Madrid,
y un día
dedicado a la mejor memoria
de aquellos,
cuyas vidas
son materia
común,
sustancia y
fundamento de nuestra libertad
más allá de
los límites estrechos de la muerte.
Éramos unos
cuantos
intelectuales,
compañeros jóvenes,
los que
aquella mañana lentamente avanzábamos
entre la
multitud, camino de los cementerios,
pasada ya la
hilera de los cobrizos álamos
y los
desmontes suavizados
por el
continuo régimen de lluvias,
hacia el lugar
en que la carretera
recta
apuntaba al corazón del campo.
Donde nos
detuvimos,
junto a las
grandes verjas historiadas,
a mirar el
gran río de la gente
por la
avenida al sol, que se arremolinaba
para luego
perderse en los rincones
de la
Sacramental, entre cipreses.
Aunque
nosotros íbamos más lejos.
Sólo unos
pocos pasos
nos separaban
ya.
Y entramos
uno a uno, en silencio,
como si
aquel recinto
despertase
en nosotros un sentimiento raro,
mezcla de
soledad,
de
solidaridad, que no recuerdo nunca
haber
sentido en otro cementerio.
Porque no
éramos muchos, es verdad,
en el campo
sin cruces donde unos españoles
duermen
aparte el sueño,
encomendados
sólo a la esperanza humana,
a la memoria
y las generaciones,
pero algo
había uniéndonos a todos.
Algo vivo y
humilde después de tantos años,
como aquellas
cadenas de claveles rojos
dejadas por
el pueblo
al pie del
monumento a Pablo Iglesias,
como
aquellas palabras:
te acuerdas,
María, cuántas banderas…
dichas en
voz muy baja por una voz de hombre.
Y era la
afirmación de aquel pasado,
la configuración
de un porvenir
distinto y
más hermoso.
Bajo la luz,
al aire
libre del
extrarradio, allí permanecíamos
no sé
cuántos instantes
una pequeña
multitud callada.
Ahora que
han pasado nueve meses,
a vosotros,
paisanos
del pueblo
de Madrid, intelectuales,
pintores y
escritores amigos,
mientras
fuera oscurece imperceptiblemente,
quiero yo
recordaros.
Porque
pienso que en todos la imagen de aquel día,
la visión de
aquel sol
y de aquella
cabeza de español yacente
vivirán como
un símbolo, como una invocación
apasionada
hacia el futuro, en los momentos malos.
Ribera de
los alisos
Los pinos
son más vicios.
Sendero
abajo,
sucias de
arena y rozaduras
igual que
mis rodillas cuando niño,
asoman las
raíces.
Y allá en el
fondo el río entre los álamos
completa como
siempre este paisaje
que yo
quiero en el mundo,
mientras que
me devuelve su recuerdo
entre los
más primeros de mi vida.
Un pequeño
rincón en el mapa de España
que me sé de
memoria, porque fue mi reino.
Podría
imaginar
que no ha
pasado el tiempo,
lo mismo que
a seis años, a esa edad
en que el
dormir descansa verdaderamente,
con los ojos
cerrados
y despierto
en la cama, las mañanas de invierno.
Imaginaba un
día del verano anterior.
Con el olor
profundo de
los pinos.
Pero están
estos cambios apenas perceptibles,
en las
raíces, o en el sendero mismo,
que me
fuerzan a veces a deshacer lo andado.
Están estos
recuerdos, que sirven nada más
para morir
conmigo.
Por lo menos
la vida en el colegio
era un
indicio de lo que es la vida.
Y sin
embargo, son estas imágenes
-una noche a
caballo, el nacimiento
terriblemente
impuro de la luna,
o la visión
del río apareciéndose
hace ya
muchos años, en un mes de setiembre,
la
exaltación v el miedo de estar solo
cuando va a
atardecer-,
antes que
otras ningunas,
las que
vuelven y tienen un sentido
que no sé
bien cuál es.
La
intensidad
de un fogonazo,
puede que solamente,
y también
una antigua inclinación humana
por
confundir belleza y significación.
Imágenes
hermosas de una historia
que no es
toda la historia.
Demasiado me
acuerdo de los meses de octubre,
de las
vueltas a casa ya de noche, cantando,
con el
viento de otoño cortándonos los labios,
y de la
excitación en el salón de arriba
junto al
fuego encendido, cuando eran familiares
el ritmo de
la casa y el de las estaciones,
la dulzura
de un orden artificioso y rústico,
como los
personajes
en el papel
de la pared.
Sueño de los
mayores, todo aquello.
Sueño de su
nostalgia de otra vida más noble,
de otra edad
exaltándoles
hacia una
eternidad de grandes fincas,
más allá de
su miedo a morir ellos solos.
Así fui,
desde niño, acostumbrado
al ejercicio
de la irrealidad,
y todavía,
en la melancolía
que de
entonces me queda,
hay rencor
de conciencia engañada,
resentimiento
demasiado vivo
que ni el
silencio y la soledad lo calman,
aunque acaso
también algo más hondo
traigan al
corazón.
Como el latido
de los
pinares, al pararse el viento,
que se
preparan para oscurecer.
Algo que ya
no es casi sentimiento,
una disposición
de afinidad
profunda
con la
naturaleza y con los hombres,
que hasta la
idea de morir parece
bella y
tranquila. Igual que este lugar.
Poemas póstumos
Contra Jaime
Gil de Biedma
De qué
sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás
un sótano más negro
que mi
reputación –y ya es decir-,
poner
visillos blancos
y tomar
criada,
renunciar a
la vida de bohemio,
si vienes
luego tú, pelmazo,
embarazoso
huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de
colmena, inútil, cacaseno,
con tus
manos lavadas,
a comer en
mi plato y a ensuciar la casa?
Te acompañan
las barras de los bares
últimos de
la noche, los chulos, las floristas,
las calles
muertas de la madrugada
v los
ascensores de luz amarilla
cuando
llegas, borracho,
y te paras a
verte en el espejo
la cara
destruida,
con ojos
todavía violentos
que no
quieres cerrar. Y si te increpo,
te ríes, me
recuerdas el pasado
y dices que
envejezco.
Podría
recordarte que ya no tienes gracia.
Que tu
estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se
tienen más de treinta años,
y que tu
encantadora
sonrisa de
muchacho soñoliento
-seguro de
gustar- es un resto penoso,
un intento
patético.
Mientras que
tú me miras con tus ojos
de verdadero
huérfano, y me lloras
y me
prometes ya no hacerlo.
Si no fueses
tan puta!
Y si yo no
supiese, hace ya tiempo,
que tú eres
fuerte cuando yo soy débil
y que eres
débil cuando me enfurezco…
De tus
regresos guardo una impresión confusa
de pánico,
de pena y descontento,
y la
desesperanza
y la
impaciencia y el resentimiento
de volver a
sufrir, otra vez más,
la
humillación imperdonable
de la
excesiva intimidad.
A duras
penas te llevaré a la cama,
como quien
va al infierno
para dormir
contigo.
Muriendo a
cada paso de impotencia,
tropezando con
muebles
a tientas,
cruzaremos el piso
torpemente
abrazados, vacilando
de alcohol y
de sollozos reprimidos.
Oh innoble
servidumbre de amar seres humanos,
y la más
innoble
que es
amarse a sí mismo!
Conversación
Los muertos
pocas veces libertad
alcanzáis a
tener, pero la noche
que
regresáis es vuestra,
vuestra
completamente.
Amada mía,
remordimiento mío,
la nuit c’est
toi cuando estoy solo
y vuelves
tú, comienzas
en tus
retratos a reconocerme.
¿Qué daño me
recuerda tu sonrisa?
¿Y cuál
dureza mía está en tus ojos?
¿Me
tranquilizas porque estuve cerca
de ti en
algún momento?
La parte de
tu muerte que me doy,
la parte de
tu muerte que yo puse
de mi
cosecha, cómo poder pagártela…
Ni la parte
de vida que tuvimos juntos.
Cómo poder
saber que has perdonado,
conmigo sola
en el lugar del crimen?
Cómo poder
dormir, mientras que tú tiritas
en el rincón
más triste de mi cuarto?
Amor más
poderoso que la vida
La misma
calidad que el sol en tu país,
saliendo entre
las nubes:
alegre y
delicado matiz en unas hojas,
fulgor en un
cristal, modulación
del apagado
brillo de la lluvia.
La misma
calidad que tu ciudad,
tu ciudad de
cristal innumerable
idéntica y
distinta, cambiada por el tiempo:
calles que
desconozco y plaza antigua
de pájaros
poblada,
la plaza en
que una noche nos besamos.
La misma
calidad que tu expresión,
al cabo de
los años,
esta noche
al mirarme:
esta noche
al mirarme:
la misma
calidad que tu expresión
y la
expresión herida de tus labios.
Amor que
tiene calidad de vida,
amor sin
exigencia de futuro,
presente del
pasado,
amor más
poderoso que la vida:
perdido y
encontrado.
Encontrado,
perdido…
«De
senectute»
Y nada temí
más que mis cuidados. GÓNGORA
No es el
mío. , este tiempo.
Y aunque tan
mío sea ese latir de pájaros
afuera en el
jardín,
su profusión
en hojas pequeñas, removiéndome
igual que
intimaciones,
no dice ya lo
mismo.
Me despierto
como quien
oye una respiración
obscena. Es
que amanece.
Amanece otro
día en que no estaré invitado
ni a un momento
feliz. Ni a un arrepentimiento
que, por no
ser antiguo,
-ah,
Seigneur, donnez-moi la forcé et le courage!
invite de
verdad a arrepentirme
con algún
resto de sinceridad.
Ya nada temo
más que mis cuidados.
De la vida
me acuerdo, pero dónde está.
PALABRAS Y
DISTANCIA
CARLOS,
querido amigo, lejano y tan presente
en la tarde
de junio cuando callado trazo
estos
últimos versos: todavía reciente
la memoria
está en ellos y palpita un abrazo.
Mira el alma
las nubes, las montañas extremas,
el río,
luego retorna alerta y minuciosa
hacia el
claro paisaje que habitan tus poemas,
hacia ese
Mar pausado que en su interior reposa;
y allí donde
el azul inexpugnable aprieta
cóncavos
cielos altos sobre ligero viento
mira nacer
un pueblo sobre la tierra neta
donde en
historia y mito se transfigura el cuento.
Levanta en
el recuerdo su ley, su poderío,
Calafell. En
la linde de la mar y del monte
brota la piedra
en gradas, la madera en navío,
en ánfora la
arcilla, la luz en horizonte.
¡Contigo,
quién hablara junto a la orilla nuestra!
Mas ya en
verso sereno mi desamparo fragua:
una concha
desnuda late y canta en mi diestra.
Oigo el vasto fervor unánime del agua.
Fuerte, gentil, henchida, la vela se despliega
rasante sobre el sesgo veloz de los delfines.
¡Feliz Argos pequeño, navecilla tan ciega!
Las islas abolidas entreabren sus confines.
Tensa de maniobra la vibrante espesura
se agrupa de la carne. Corazones oscuros
la sangre, despeñada batiéndose, apresura,
voces que centellean, bellos cuerpos impuros.
Mas ya todo se apaga. Sólo el presente asiste
aquí, junto a otras aguas, en el verde ribazo.
¡Adiós cielos marinos! Ya la memoria es triste.
¡Adiós, Carlos, amigo! Sólo queda el abrazo.
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