Rubens |
Los Evangelios conservan palabras de Jesús que resultan
difíciles de comprender. Aun en el supuesto de que esas palabras, que el
Evangelio pone en boca de Jesús, contengan aplicaciones o reinterpretaciones de
las primeras comunidades cristianas, no hay duda de que en el origen está el
pensamiento, la palabra y la actitud de Jesús ante distintas situaciones de la
vida. Son muchos los cristianos que cuando leen el Evangelio quieren entender
mejor esos palabras de Jesús. Y no pocos lectores de Selecciones así nos lo
han sugerido. El presente artículo ayuda a entender mejor una de esas palabras de
Jesús. De su autor, nuestro revista ha publicado recientemente otros artículos
caracterizados por su intención hermenéutica: ayudar a comprender términos o
pasajes difíciles de la Biblia (véase ST n° 133, 1995, 61-64; n° 136, 1995,
321-324).
Ariel Álvarez;
Didascalia 49 (1995) 17-21.
Ordenó Jesús amar a los enemigos?.
El Sermón de lo montaña (Mt 5- 7) es, sin duda, el más
revolucionario y exigente de los pronunciados por Jesús. En él afirma que una
mirada puede ser adúltera (5,27-28), que una palabra puede ser un dardo
envenenado (5,21 - 22) y que a una bofetada hay que responder ofreciendo la
otra mejilla (5,39). En ninguna parte como aquí pone Jesús tan alto el listón
de sus exigencias.
Pero el asombro llega a su colmo cuando un poco más adelante
exclama Jesús: «Os han enseñado que se mandó: Amarás a tu prójimo y odiarás a
tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os
persiguen» (5,43-44).
Si no lo hubiera dicho Jesús, nos parecería absurdo. Aun
así, cuesta creerlo. ¿Es posible mandar amar? ¿mandar que sintamos afecto por
otro? Si el afecto es espontáneo, ¿cómo se nos puede obligar a ello? Además:
¿cómo amar a alguien que es nuestro enemigo?
El amor sexual
Hay que averiguar qué quiso decir Jesús y así sabremos qué
es lo que exigió a sus seguidores cuando les mandó amar a los enemigos.
El problema radica en que hay distintos, tipos de amor y en
castellano los expresamos todos con el mismo verbo amar. En cambio, en griego
—lengua en que fueron compuestos los Evangelios— para ello existen cuatro
verbos distintos.
Erao (de donde derivan eros y erótico) significa amar en
sentido sexual. Se emplea para referirse a la atracción mutua del hombre y la
mujer. Así, en el libro de Ester leemos: «El rey Asuero amó (erao) a Ester más
que a las otras mujeres» (2,17).
El verbo erao se emplea, pues, en griego para describir el
amor romántico y sexual.
El amor familiar
Stergo expresa en griego el amor familiar, el cariño de los
padres con sus hijas e hijos y de éstas y éstos con sus padres.
Así, leemos en Platón: «El niño ama (stergo) a quienes lo
han traído al mundo y es amado por ellos». Y S. Pablo emplea un compuesto
de stergo cuando pide a los cristianos de Roma: «Como buenos hermanos, sed
cariñosos (stergo) unos con otros, rivalizando en la estima mutua» (Rm 12,10).
Pablo usa a propósito este verbo, pues considera que los cristianos forman una
familia.
Stergo se refiere, pues, al amor de familia, ese amor que no
se merece, porque brota naturalmente de los lazos de parentesco.
El amor de amistad
Fíleo expresa el amor de amistad, el afecto cálido que se
siente entre dos amigos. Sería más apropiado traducirlo por el castellano
querer. Así, cuando Lázaro, el amigo de Jesús, enfermó, sus hermanas le
mandaron recado: «Señor, aquél a quien tú quieres (fileo) está enfermo» (Jn I
1,2).Y, al no encontrar el cadáver de Jesús en la tumba, María Magdalena corre en
busca de Pedro y del «otro discípulo, a quien Jesús quería (fileo) » (Jn 20,2).
Filos (amigo) es un derivado de fileo muy usado en el NT.
Así, en la parábola del hijo pródigo el hijo mayor se queja a su padre de que
nunca le ha dado un cabrito para hacer una fiesta con sus «amigos» (filos) (Lc
15,19).Y en un pasaje del discurso de despedida, Jesús repite hasta tres veces
el término filos, referido a sus discípulos: «Os llamo amigos» (Jn 15,13-15).
En griego se reserva, pues, generalmente el verbo fileo para
el amor de amistad, que supone reciprocidad.
El amor de caridad
El cuarto y último verbo es agapao y expresa el amor de
benevolencia, el amor capaz de dar y de mantenerse dando sin esperar nada en
retorno. Es el amor totalmente desinteresado. De este verbo se deriva la
palabra ágape (amor de caridad).
S. Juan emplea el verbo al comenzar el relato de la última
Cena: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado (agapao) a los suyos, los amó (agapao) hasta el extremo»
(Jn 13,1).Y más adelante afirma: «No hay amor (ágape) más grande que dar la
vida por los amigos (filos) (Jn 15,13).
En este cuarto tipo de amor, no importa lo que una persona
puede hacer o hacernos ni la forma como nos trate. Siempre tendremos la
posibilidad de amarle, que no consiste en sentir algo por ella, sino en hacer
algo por ella.
Así pues, el amor de ágape no consiste en lo afectivo, sino
en lo efectivo: es el amor teologal, el amor total.
A orillas del Tiberíades
Para traducir los cuatro verbos griegos tenemos, pues, prácticamente
una única palabra: amar. Esto hace que no acabemos de comprender el sentido de
algunos pasajes del Evangelio.
Ejemplo clásico: el episodio en el que Jesús resucitado se
aparece a sus discípulos junto al lago de Tiberíades y come con ellos (Jn
21,1-23). Tras el almuerzo, Jesús preguntó a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me
amas más que éstos?». Pedro le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te amo».
Luego por segunda vez le preguntó Jesús: «Simón, hijo de Juan ¿me amas?». Y
Pedro contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te amo» Y preguntó por tercera vez:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Y el relato evangélico prosigue diciendo: «A
Pedro le dolió que le preguntara tres veces si le amaba y le contestó: Señor,
tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». En su lengua original, este relato
contiene un juego de palabras apenas traducible al castellano.
En efecto, en la primera y segunda pregunta el original
griego usa agapao (21,15.16). A ambas preguntas Pedro contesta con fileo. O
sea: Jesús le pregunta a Pedro si le ama con el amor total, el amor que compromete la vida
sin esperar recompensa. Y Pedro, que días antes le había negado y se sabía
débil, responde humildemente con un fileo, menos pretencioso. No se siente
capaz del amor supremo de agapao.
En la tercera y última pregunta se produce un cambio. Jesús,
que nunca exige más de lo que uno puede y que sabe esperar, le pregunta: Pedro,
¿me amas como un amigo?. Entonces Pedro se siente identificado con la respuesta
y responde en los mismos términos. Jesús lo acepta, pero le predice que su amor
madurará hasta llegar a ser un amor total que le llevará a dar la vida por el
Maestro (21,18-19). Todo esto sólo es posible comprenderlo teniendo en cuenta
el original griego.
Lo que manda Jesús
En la frase en la que Jesús manda amar a los enemigos no
sale ni erao ni stergo ni fileo, sino agapao. Con esta precisión podremos
comprender mejor la frase.
Jesús nunca exigió que amaramos a nuestros enemigos del
mismo modo que amamos a nuestros seres queridos o a nuestros amigos. Si hubiera
querido esto los evangelistas hubieran empleado otros verbos.
El amor que Jesús exige aquí es otro. Es el ágape, que no
consiste en un sentimiento. Si se tratara de un afecto, no sólo sería un
mandato imposible de cumplir, sino también absurdo: nadie puede obligarnos a
sentir afecto.
El amor que Jesús exige consiste en una actitud, una
determinación que pertenece a la voluntad. Invita a amar incluso en contra de
los sentimientos que experimentamos instintivamente. El amor que nos exige no
obliga a sentir afecto por quien nos ha ofendido ni a devolver la amistad a
quien nos ha defraudado. Lo que sí pide es la capacidad para ayudar y prestar
un servicio a aquél que un día nos ofendió.
Jesús lo aclara
El mismo Jesús explica el alcance del amor a los enemigos
con tres apostillas en la versión lucana del Sermón de la montaña (Lc ,
6,27-28).
En primer lugar dice: «Haced el bien a los que os odian». O
sea: devolved bien por mal. Es lo que S. Pablo, citando P 25,21-22 les recuerda
a los cristianos de Roma: «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene
sed, dale de beber; así le sacarás los colores a la cara». Y concluye: «No te
dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien» (Rm 12,20-21).
En segundo lugar añade: «Bendecid a los que os maldicen».
Bendecir es decir bien, hablar bien de alguien. O sea: aunque digan mal de
vosotros, no digáis mal de ellos. Naturalmente no se trata de mentir, alabando
a quien no se lo merece. Sino de no responder con la misma moneda hablando mal
de ellos.
En tercer lugar agrega: «Rezad por los que os injurian».
Orar por alguien que lo necesita es pedirle a Dios que le dé su gracia. Y esto
es también bueno para nosotros. Sobre todo, porque no se puede rezar por
alguien y seguir albergando contra él resentimiento. Orar por alguien que nos
ha injuriado es la mejor manera de aliviar nuestras propias heridas interiores.
Es también rezar por nosotros.
Perdón y olvido
Queda por aclarar una cuestión. Mucha gente se siente
culpable porque perdona, pero no olvida. ¿Es que el perdón entraña el olvido?.
La respuesta es: no. Porque la memoria actúa independientemente de nuestra
voluntad. La prueba está en que a veces queremos recordar y no lo logramos. Lo
mismo sucede con el olvido: hay cosas que no podemos olvidarlas, por más que
queramos.
Cuando la ofensa es muy grave y la persona tiene buena
memoria, difícilmente la olvidará. En esto no hay culpa alguna: el perdón no implica el olvido. Uno puede perdonar
y seguir recordando.
Lo que sí debe evitarse es traer a la memoria constantemente
y por propia voluntad los recuerdos desagradables. Esto sería una manera
enfermiza de recordar.
La razón última
¿Por qué los cristianos hemos de amar a los enemigos y
adoptar con ellos una actitud de servicio? Jesús lo explica: así nos pareceremos
más a Dios: «Para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol
sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
Esta actitud de Dios puede resultar desconcertante. Una
antigua leyenda judía explica muy bien esa actitud de Dios: el porqué de la
misma y el desconcierto que causa. Cuenta la leyenda que, cuando los egipcios,
persiguiendo a los israelitas durante el éxodo, se hundieron en las aguas del
Mar Rojo, los ángeles entonaron canticos de alegría. Pero Dios los hizo callar
y les reprochó: «La obra de mis manos acaba de perecer ahogada en el mar: ¿cómo
cantáis un himno de júbilo?».
El amor de Dios es así de universal. Él está siempre
dispuesto a ayudar a todos los hombres, sean creyentes o ateos, le amen o le
ofendan.Y así debe ser también nuestro amor. Es el único modo de hacernos
semejantes a él.
Condensó:
JORDI CASTILLERO
JORDI CASTILLERO
Mientras la persona no sea capaz de amarse a sí misma, de
reconciliarse con sus limitaciones, de aceptar sus sombras y desajustes
interiores, tampoco podrá amar al prójimo con sus deficiencias y sus fallos.YJesús vuelve a insistir en esta verdad cuando responde al escriba sobre cuál
es el primero de todos los mandamientos. Después de hacer referencia al
conocido texto del Deuteronomio (6,4-5) (…) añade de forma explícita: «El
segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31). En este caso, el
amor a uno mismo posibilita y condiciona el amor a los demás.
El amor propio no es un regalo de la naturaleza, que se nos
ofrece sin ningún tipo de colaboración personal, como sucede con el egoísmo. Buscar lo que a uno le agrada, le gusta, le conviene o le interesa, sin tener
en cuenta otros valores comunitarios, no requiere ningún aprendizaje, pues de
forma espontánea cada cual selecciona en función de su propio interés. Pero a
una experiencia como ésta no hay derecho a adjetivarla de «amorosa». Se trata
de un egoísmo vulgar, que destruye cualquier tipo de comunión o encuentro.
La verdadera experiencia amorosa, por el contrario, supone
una aceptación cálida, comprensiva, benévola, no exenta de una cierta dosis de
humor, que abraza con realismo la verdad que cada cual descubre en su corazón y
que se detecta también, con sus múltiples imperfecciones, en el interior de las
otras personas. Y es aquí, en este abrazo de reconciliación con todo lo que uno
es y lleva colgado a la espalda de su existencia, y no simplemente con lo que
uno sueña ser, donde el amor se convierte en un arte y exige una pedagogía
adecuada.
E. LÓPEZ AZPITARTE,
El difícil arte de amarse a sí mismo,
Sal Terrae
El difícil arte de amarse a sí mismo,
Sal Terrae