lunes, 4 de abril de 2016

¿Mandó Jesús amar a los enemigos?

Rubens
MANDÓ JESÚS AMAR A LOS ENEMIGOS? 

Los Evangelios conservan palabras de Jesús que resultan difíciles de comprender. Aun en el supuesto de que esas palabras, que el Evangelio pone en boca de Jesús, contengan aplicaciones o reinterpretaciones de las primeras comunidades cristianas, no hay duda de que en el origen está el pensamiento, la palabra y la actitud de Jesús ante distintas situaciones de la vida. Son muchos los cristianos que cuando leen el Evangelio quieren entender mejor esos palabras de Jesús. Y no pocos lectores de Selecciones así nos lo han sugerido. El presente artículo ayuda a entender mejor una de esas palabras de Jesús. De su autor, nuestro revista ha publicado recientemente otros artículos caracterizados por su intención hermenéutica: ayudar a comprender términos o pasajes difíciles de la Biblia (véase ST n° 133, 1995, 61-64; n° 136, 1995, 321-324).
Ariel Álvarez; 
Didascalia 49 (1995) 17-21.


Ordenó Jesús amar a los enemigos?.

El Sermón de lo montaña (Mt 5- 7) es, sin duda, el más revolucionario y exigente de los pronunciados por Jesús. En él afirma que una mirada puede ser adúltera (5,27-28), que una palabra puede ser un dardo envenenado (5,21 - 22) y que a una bofetada hay que responder ofreciendo la otra mejilla (5,39). En ninguna parte como aquí pone Jesús tan alto el listón de sus exigencias.
Pero el asombro llega a su colmo cuando un poco más adelante exclama Jesús: «Os han enseñado que se mandó: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (5,43-44).
Si no lo hubiera dicho Jesús, nos parecería absurdo. Aun así, cuesta creerlo. ¿Es posible mandar amar? ¿mandar que sintamos afecto por otro? Si el afecto es espontáneo, ¿cómo se nos puede obligar a ello? Además: ¿cómo amar a alguien que es nuestro enemigo? 

El amor sexual 

Hay que averiguar qué quiso decir Jesús y así sabremos qué es lo que exigió a sus seguidores cuando les mandó amar a los enemigos.
El problema radica en que hay distintos, tipos de amor y en castellano los expresamos todos con el mismo verbo amar. En cambio, en griego —lengua en que fueron compuestos los Evangelios— para ello existen cuatro verbos distintos.
Erao (de donde derivan eros y erótico) significa amar en sentido sexual. Se emplea para referirse a la atracción mutua del hombre y la mujer. Así, en el libro de Ester leemos: «El rey Asuero amó (erao) a Ester más que a las otras mujeres» (2,17).
El verbo erao se emplea, pues, en griego para describir el amor romántico y sexual. 

El amor familiar 

Stergo expresa en griego el amor familiar, el cariño de los padres con sus hijas e hijos y de éstas y éstos con sus padres.
Así, leemos en Platón: «El niño ama (stergo) a quienes lo han traído al mundo y es amado por ellos». Y S. Pablo emplea un compuesto de stergo cuando pide a los cristianos de Roma: «Como buenos hermanos, sed cariñosos (stergo) unos con otros, rivalizando en la estima mutua» (Rm 12,10). Pablo usa a propósito este verbo, pues considera que los cristianos forman una familia.
Stergo se refiere, pues, al amor de familia, ese amor que no se merece, porque brota naturalmente de los lazos de parentesco. 

El amor de amistad 

Fíleo expresa el amor de amistad, el afecto cálido que se siente entre dos amigos. Sería más apropiado traducirlo por el castellano querer. Así, cuando Lázaro, el amigo de Jesús, enfermó, sus hermanas le mandaron recado: «Señor, aquél a quien tú quieres (fileo) está enfermo» (Jn I 1,2).Y, al no encontrar el cadáver de Jesús en la tumba, María Magdalena corre en busca de Pedro y del «otro discípulo, a quien Jesús quería (fileo) » (Jn 20,2).
Filos (amigo) es un derivado de fileo muy usado en el NT. Así, en la parábola del hijo pródigo el hijo mayor se queja a su padre de que nunca le ha dado un cabrito para hacer una fiesta con sus «amigos» (filos) (Lc 15,19).Y en un pasaje del discurso de despedida, Jesús repite hasta tres veces el término filos, referido a sus discípulos: «Os llamo amigos» (Jn 15,13-15).
En griego se reserva, pues, generalmente el verbo fileo para el amor de amistad, que supone reciprocidad. 
 
El amor de caridad 

El cuarto y último verbo es agapao y expresa el amor de benevolencia, el amor capaz de dar y de mantenerse dando sin esperar nada en retorno. Es el amor totalmente desinteresado. De este verbo se deriva la palabra ágape (amor de caridad).
S. Juan emplea el verbo al comenzar el relato de la última Cena: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado (agapao) a los suyos, los amó (agapao) hasta el extremo» (Jn 13,1).Y más adelante afirma: «No hay amor (ágape) más grande que dar la vida por los amigos (filos) (Jn 15,13).
En este cuarto tipo de amor, no importa lo que una persona puede hacer o hacernos ni la forma como nos trate. Siempre tendremos la posibilidad de amarle, que no consiste en sentir algo por ella, sino en hacer algo por ella.
Así pues, el amor de ágape no consiste en lo afectivo, sino en lo efectivo: es el amor teologal, el amor total. 

A orillas del Tiberíades 

Para traducir los cuatro verbos griegos tenemos, pues, prácticamente una única palabra: amar. Esto hace que no acabemos de comprender el sentido de algunos pasajes del Evangelio.
Ejemplo clásico: el episodio en el que Jesús resucitado se aparece a sus discípulos junto al lago de Tiberíades y come con ellos (Jn 21,1-23). Tras el almuerzo, Jesús preguntó a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?». Pedro le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Luego por segunda vez le preguntó Jesús: «Simón, hijo de Juan ¿me amas?». Y Pedro contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te amo» Y preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Y el relato evangélico prosigue diciendo: «A Pedro le dolió que le preguntara tres veces si le amaba y le contestó: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». En su lengua original, este relato contiene un juego de palabras apenas traducible al castellano.
En efecto, en la primera y segunda pregunta el original griego usa agapao (21,15.16). A ambas preguntas Pedro contesta con fileo. O sea: Jesús le pregunta a Pedro si le ama con el amor total, el amor que compromete la vida sin esperar recompensa. Y Pedro, que días antes le había negado y se sabía débil, responde humildemente con un fileo, menos pretencioso. No se siente capaz del amor supremo de agapao.
En la tercera y última pregunta se produce un cambio. Jesús, que nunca exige más de lo que uno puede y que sabe esperar, le pregunta: Pedro, ¿me amas como un amigo?. Entonces Pedro se siente identificado con la respuesta y responde en los mismos términos. Jesús lo acepta, pero le predice que su amor madurará hasta llegar a ser un amor total que le llevará a dar la vida por el Maestro (21,18-19). Todo esto sólo es posible comprenderlo teniendo en cuenta el original griego. 

Lo que manda Jesús 

En la frase en la que Jesús manda amar a los enemigos no sale ni erao ni stergo ni fileo, sino agapao. Con esta precisión podremos comprender mejor la frase.
Jesús nunca exigió que amaramos a nuestros enemigos del mismo modo que amamos a nuestros seres queridos o a nuestros amigos. Si hubiera querido esto los evangelistas hubieran empleado otros verbos.
El amor que Jesús exige aquí es otro. Es el ágape, que no consiste en un sentimiento. Si se tratara de un afecto, no sólo sería un mandato imposible de cumplir, sino también absurdo: nadie puede obligarnos a sentir afecto.
El amor que Jesús exige consiste en una actitud, una determinación que pertenece a la voluntad. Invita a amar incluso en contra de los sentimientos que experimentamos instintivamente. El amor que nos exige no obliga a sentir afecto por quien nos ha ofendido ni a devolver la amistad a quien nos ha defraudado. Lo que sí pide es la capacidad para ayudar y prestar un servicio a aquél que un día nos ofendió. 

Jesús lo aclara 

El mismo Jesús explica el alcance del amor a los enemigos con tres apostillas en la versión lucana del Sermón de la montaña (Lc , 6,27-28).
En primer lugar dice: «Haced el bien a los que os odian». O sea: devolved bien por mal. Es lo que S. Pablo, citando P 25,21-22 les recuerda a los cristianos de Roma: «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; así le sacarás los colores a la cara». Y concluye: «No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien» (Rm 12,20-21).
En segundo lugar añade: «Bendecid a los que os maldicen». Bendecir es decir bien, hablar bien de alguien. O sea: aunque digan mal de vosotros, no digáis mal de ellos. Naturalmente no se trata de mentir, alabando a quien no se lo merece. Sino de no responder con la misma moneda hablando mal de ellos.
En tercer lugar agrega: «Rezad por los que os injurian». Orar por alguien que lo necesita es pedirle a Dios que le dé su gracia. Y esto es también bueno para nosotros. Sobre todo, porque no se puede rezar por alguien y seguir albergando contra él resentimiento. Orar por alguien que nos ha injuriado es la mejor manera de aliviar nuestras propias heridas interiores. Es también rezar por nosotros. 

Perdón y olvido 

Queda por aclarar una cuestión. Mucha gente se siente culpable porque perdona, pero no olvida. ¿Es que el perdón entraña el olvido?. La respuesta es: no. Porque la memoria actúa independientemente de nuestra voluntad. La prueba está en que a veces queremos recordar y no lo logramos. Lo mismo sucede con el olvido: hay cosas que no podemos olvidarlas, por más que queramos.
Cuando la ofensa es muy grave y la persona tiene buena memoria, difícilmente la olvidará. En esto no hay culpa alguna: el perdón no implica el olvido. Uno puede perdonar y seguir recordando.
Lo que sí debe evitarse es traer a la memoria constantemente y por propia voluntad los recuerdos desagradables. Esto sería una manera enfermiza de recordar. 

La razón última 

¿Por qué los cristianos hemos de amar a los enemigos y adoptar con ellos una actitud de servicio? Jesús lo explica: así nos pareceremos más a Dios: «Para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
Esta actitud de Dios puede resultar desconcertante. Una antigua leyenda judía explica muy bien esa actitud de Dios: el porqué de la misma y el desconcierto que causa. Cuenta la leyenda que, cuando los egipcios, persiguiendo a los israelitas durante el éxodo, se hundieron en las aguas del Mar Rojo, los ángeles entonaron canticos de alegría. Pero Dios los hizo callar y les reprochó: «La obra de mis manos acaba de perecer ahogada en el mar: ¿cómo cantáis un himno de júbilo?».
El amor de Dios es así de universal. Él está siempre dispuesto a ayudar a todos los hombres, sean creyentes o ateos, le amen o le ofendan.Y así debe ser también nuestro amor. Es el único modo de hacernos semejantes a él.
Condensó: 
JORDI CASTILLERO

Mientras la persona no sea capaz de amarse a sí misma, de reconciliarse con sus limitaciones, de aceptar sus sombras y desajustes interiores, tampoco podrá amar al prójimo con sus deficiencias y sus fallos.YJesús vuelve a insistir en esta verdad cuando responde al escriba sobre cuál es el primero de todos los mandamientos. Después de hacer referencia al conocido texto del Deuteronomio (6,4-5) (…) añade de forma explícita: «El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31). En este caso, el amor a uno mismo posibilita y condiciona el amor a los demás.
El amor propio no es un regalo de la naturaleza, que se nos ofrece sin ningún tipo de colaboración personal, como sucede con el egoísmo. Buscar lo que a uno le agrada, le gusta, le conviene o le interesa, sin tener en cuenta otros valores comunitarios, no requiere ningún aprendizaje, pues de forma espontánea cada cual selecciona en función de su propio interés. Pero a una experiencia como ésta no hay derecho a adjetivarla de «amorosa». Se trata de un egoísmo vulgar, que destruye cualquier tipo de comunión o encuentro.
La verdadera experiencia amorosa, por el contrario, supone una aceptación cálida, comprensiva, benévola, no exenta de una cierta dosis de humor, que abraza con realismo la verdad que cada cual descubre en su corazón y que se detecta también, con sus múltiples imperfecciones, en el interior de las otras personas. Y es aquí, en este abrazo de reconciliación con todo lo que uno es y lleva colgado a la espalda de su existencia, y no simplemente con lo que uno sueña ser, donde el amor se convierte en un arte y exige una pedagogía adecuada. 
E. LÓPEZ AZPITARTE, 
El difícil arte de amarse a sí mismo, 
Sal Terrae