Moralidad
y Amor de Dios
Charles
E. Curran
Colección:
TEOLOGÍA PARA TODOS
TEOLOGÍA PARA TODOS
EDITORIAL
«SAL TERRAE»
Introducción
Moralidad y amor de Dios —‘¿hay
alguna conexión entre estas dos cosas?— Moralidad y castidad se toman
generalmente como sinónimos. En el lenguaje corriente, moralidad suele
referirse a la conducta sexual. En terminología legal, una persona arrestada
por una acusación moral es un delincuente sexual. Recientemente un hombre de
negocios, que había estado envuelto en asuntos fraudulentos, murió en nuestra
nación. Una mujer, buena católica, hizo el siguiente comentario: “Es verdad que
había hecho algunos negocios sucios, pero cualquiera diría a juzgar por lo que
esta gente dice de él que fue un inmoral”.
¿Qué significa moralidad para el
común de los católicos? Para el católico adulto, vivir según la moral cristiana
no significa más que ir a misa los domingos, no comer carne los viernes y
cumplir el sexto mandamiento. Para el niño, el problema de la obediencia a su
padre, madre y maestro ocupa el lugar del sexto mandamiento.
A pesar de esta común interpretación,
las palabras de Cristo al joven rico son bien claras. “El primero de todos los
mandamientos es…: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Este es el primer
mandamiento. Y el segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo. Mayor que éstos no hay mandamiento alguno”. (Mc. 12, 29-31).
San Pablo insiste sobremanera en el
hecho de que la caridad o amor de Dios es la más importante de todas las
virtudes. “Pues el amor es el cumplimiento de la Ley” (Rom 13, 10). “Pero por
encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es vínculo de perfección… Y
todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor
Jesús” (Col 3, 14-17). La Escritura nos dice claramente que el amor es la
virtud más grande, que debe guiar y dirigir todas nuestras otras acciones.
Veamos ahora cómo esto hay que aplicarlo a nuestras vidas.
EL HOMBRE OBRA MOVIDO POR UN FIN
Todo hombre actúa con un propósito o
fin. Consideremos nuestras propias acciones. Jugamos a los bolos o nadamos para
descansar. Trabajamos para ganarnos la vida. Rezamos para dar gracias a Dios o
para pedirle algún beneficio. Hay fines o metas que son más importantes que
otras. Determinan un vasto campo de nuestra actividad. El boxeador desea ganar
un combate. Consecuentemente, se abstiene del tabaco y del alcohol; corre todos
los días cinco millas; realiza arduos ejercicios; se retira temprano. Tiene un
estricto plan de entrenamiento que dirige todas sus actividades en orden a
alcanzar un fin: ganar la lucha.
La muchacha que quiere ser enfermera
aprende a tratar con la gente; se acostumbra a ver sangre; renuncia a muchas
diversiones y pasatiempos para dedicarse más enteramente a su profesión.
Siempre obramos para obtener un fin
o, como dicen algunos pensadores, un valor. Pero en este mundo hay muchas
clases de fines o valores. El hombre organiza su vida de acuerdo con un fin
concreto y a él dirige toda su actividad. El boxeador y la enfermera son ejemplos
de esta tendencia del hombre. ¿Cuál es el más importante de estos valores?
¿Cuál es el único fin al cual el hombre debe orientar toda su actividad?
EL FIN ÚLTIMO DEL HOMBRE
Sabemos por la razón y por la fe que
el hombre es una creatura. Dios le trajo a la existencia. Dios mismo es la
perfección suma: es el ser absoluto, la verdad y la bondad absolutas. A través
de la maravilla de la creación Dios permite a otras creaturas participar de su
perfecto ser, verdad y bondad. Dios es la causa primera y el fin último de
todas las creaturas.
Si Dios es el último fin del hombre,
su meta o propósito en esta vida debe ser tender hacia Dios, buscarle. ¿Cómo
hemos de buscar a nuestro Creador? Por las primeras páginas de la Biblia
sabemos que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. El hombre es
imagen de Dios precisamente porque puede llevar su propia vida. Todas las
creaturas inferiores, plantas y animales, se dirigen necesariamente al fin que
les ha sido asignado por el Creador de la naturaleza. En cambio el hombre
dirige sus acciones libremente por medio de su entendimiento y voluntad, las
potencias de su elevada naturaleza. Ordenar conscientemente toda su actividad
hacia el supremo fin de la unión con Dios: he ahí la ley de ser de la más
excelsa creatura sobre la tierra.
Ley que, naturalmente, el hombre
experimenta dentro de sí mismo. El hombre esta insatisfecho; busca su propia
plenitud; pero ¿dónde hallarla? Sea cual fuere aquello que pueda completamente
llenarle es lo que el hombre busca con más ansia en este mundo. Pero nada de lo
de este mundo cumple su deseo. Los ricos no son felices; los ambiciosos nunca
están satisfechos; el lujurioso está constantemente buscando nuevas formas de
placer. Las cosas de este mundo no tienen consistencia.
Para satisfacer su propio ser el
hombre debe superar esta inquietud, que está tan arraigada en su misma
naturaleza. Por más que sepa, siempre tiene una nueva pregunta que hacer. ¿Por
qué? Por intensos y numerosos que sean sus amores, nunca está satisfecho. Su
inquietud no se calmará hasta que su inteligencia conozca a la verdad infinita
y su voluntad ame a la suma bondad. San Agustín ha expresado con intenso
dramatismo esta ley de la naturaleza humana: “Nos has hecho para Ti, oh Señor,
y nuestro corazón no descansará hasta reposar en Ti”.
La perfección del hombre consiste en
alcanzar su último fin. Cuanto más estrechamente se une el hombre con Dios,
tanto más se perfecciona a sí mismo. Es más hombre. Profundiza y enriquece su
propia personalidad al participar más y más del perfecto ser, verdad y bondad
de Dios, su último fin.
COMO ALCANZAR ESE FIN
Hay que tener en primer lugar una
idea de lo que se pretende. Después se debe contar con la necesaria aptitud
para lograr ese fin. Una persona con mal oído nunca podrá llegar a ser otro
Caruso. Un pobre muchacho con una pierna de madera no podrá ser jamás otro
Míckey Mantle (1). El hombre tiene que poseer la capacidad de alcanzar su
último fin.
(1) Conocido jugador de base-ball de los EE. UU.
EL ÚLTIMO FIN DEL HOMBRE: UN AMIGO
Al crear Dios al hombre, no tenía por
qué entrar con él en una relación íntima de tú a tú. Dios no necesita de nada
ni de nadie, y, sin embargo, ha destinado al hombre a una completa y perfecta
amistad consigo mismo en el cielo. Esa amistad comenzó ya en la tierra cuando
Dios concedió al hombre participar de su propia vida. Amistad que debería haber
crecido hasta alcanzar su cénit en la felicidad del cielo. Desgraciadamente,
por el pecado original el hombre rechazó el don de la divina amistad. Sin él,
estábamos condenados a una vida de frustración. Éramos incapaces de alcanzar el
último fin.
Pero no empequeñezcamos el amor de
Dios al hombre. De tal manera ha amado Dios al mundo que envió su Hijo unigénito
para restablecer la amistad que el hombre había despreciado. Dios se hizo
hombre. Creador se hizo creatura. Más aún, Dios dio su misma vida por la
redención del hombre muriendo sobre la cruz en el Calvario. “Nadie tiene mayor
amor que aquel que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
El amor y amistad de Dios producen en
el hombre un cambio completo. Cristo lo llamó renacimiento. Con este renacer
Cristo no quiere decir que el hombre tenga que nacer de nuevo del seno de su
madre. Se refiere a un renacimiento espiritual, realizado por el agua y el
Espíritu Santo (Jn 3). San Pablo sigue esta enseñanza de Cristo cuando llama al
cristiano hombre nuevo, nueva creación.
¿Cuál es la forma concreta de esta
nueva existencia del cristiano? Hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios. El
primer capítulo del evangelio de San Juan subraya este punto: “Pero a todos los
que le recibieron les dio la potestad de ser hechos hijos de Dios; a aquellos
que creen en su nombre: que no de la sangre, ni de la voluntad camal, ni de la
voluntad de varón, sino de Dios son nacidos” (Jn 1, 12-13). San Pablo dice: “El
mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.
Pero si somos hijos, también herederos: verdaderamente herederos de Dios y
coherederos con Cristo” (Rom 8, 16-17). “De manera que ya no es siervo, sino
hijo; y si hijo, heredero por la gracia de Dios” (Gal 4, 7). Siendo como somos
sus hijos, podemos llamar a Dios padre nuestro.
La vida divina, Dios mismo, habita en
nosotros. Somos ramas injertadas en la viña vivificadora que es Dios (Jn 15).
Nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo que habita en nosotros (1 Cor
6, 19). El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que hemos recibido (Rom 5, 5). Jesús mismo prometió que El y el Padre
vendrían a hacer su morada permanente en los que le amaran. (Jn. 14, 23).
Aquí en esta vida el hombre no goza
de la perfecta unión con Dios. San Juan nos lo recuerda: “Carísimos, ahora
somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser” (1
Jn. 3, 2). San Pablo destaca la misma idea: “Ahora vemos como en un espejo de
una manera obscura, pero entonces cara a cara. Ahora, conozco parcialmente,
pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Cor 13, 12). Sobre la tierra no
gustamos sino un anticipo de la perfecta amistad que tendremos en el cielo.
EL AMOR: EL CAMINO DEL HOMBRE A DIOS
Dios, nuestro creador y último fin,
se hace nuestro padre y amigo. El último fin del hombre no es algo: es Alguien.
Pero hemos visto que el hombre necesita la fuerza requerida para alcanzar su
destino último. ¿Tiene el hombre el poder de unirse con Dios como con un amigo,
como con su último fin?
El amor es la fuerza que inclina al
hombre a buscar a Dios sobre todas las cosas. El amor es una dedicación, una
consagración, una entrega total de sí a otro. Amor es la fuerza más poderosa en
la vida humana, pues el hombre subordina toda otra actividad a las exigencias
del amor. Toda su actividad está dictada por el amor.
¿Posee el hombre semejante amor
intenso de Dios? La respuesta es un sí categórico, pero solamente porque Dios
tuvo a bien dar al hombre tal poder. Puesto que Dios ha querido hacer al hombre
su amigo aun aquí en la tierra, el hombre puede ya desde ahora tender hacia la
perfecta unión de amistad en el cielo. Desde que el hombre experimenta ya una
unión, aunque imperfecta, con Dios, verdaderamente presente dentro de él,
tiende a fortalecer esa unión. El amor engendra amor. La amistad de Dios y sus
incesantes dones urgen al hombre a fortalecer esa amistad y le dan la fuerza
necesaria para lograrlo. El amor del hombre a Dios es una respuesta agradecida
al amor de Dios para con el hombre. El hombre puede amar a Dios sólo porque
Dios le ha amado primero y le ha dado el poder de llegar a una perfecta unión
con Dios, su padre y amigo.
El amor ordena las acciones del
hombre, pero no queremos decir que el hombre se sienta constreñido o forzado
por las demandas del amor. El amor es una fuerza vital, un dinamismo existente
en el mismo centro de la personalidad humana. El amor es unión y dedicación a
Dios. Una tal fuerza en las raíces mismas del ser humano se desborda por su
misma naturaleza en acción. La palabra “desborda” no es suficientemente
expresiva para indicar la tendencia del amor a manifestarse a sí mismo. El amor
arde en deseos de obrar. No puede ser retenido.
LA MORALIDAD ESTA BASADA EN EL AMOR
Por tanto la moralidad no reside en
la observación de ciertas leyes o reglas. La moralidad no está fundada en la
idea de Dios como supremo legislador y juez. La moralidad está basada en el
amor. El hombre se entrega completamente a su último fin, un fin que es
Alguien. Existe una relación personal entre Dios y el hombre a través de Cristo.
Los actos del hombre manifiestan e intensifican esta unión con Dios, que existe
de manera imperfecta en esta vida. Espoleado por el amor, el hombre participa
más y más de la vida misma de Dios hasta que su amistad alcance el cénit en el
cielo.
Amando de esta manera a Dios, el
hombre colma los más profundos anhelos de su personalidad. La ley de ser de
todas las creaturas es tender hacia su último fin. La ley de ser del hombre es
tender hacia una unión de perfecta amistad con Dios, su último fin. Para el
hombre la ley de ser se convierte en ley de amor.
LOS SACRAMENTOS, CANALES DEL AMOR DE DIOS
¿Cómo desciende el amor de Dios al
hombre? ¿Cómo participa el hombre de la vida divina que le ha sido ganada por
la redención de Cristo? Los sacramentos son los canales del amor de Dios, que
comunican la vida divina y la filiación adoptiva a aquellos que están
dispuestos a recibirlos. El bautismo es el sacramento que nos hace hijos de
Dios y herederos del cielo. En los demás sacramentos la vida divina existente
ya en nosotros es alimentada, o reengendrada, si hemos tenido la desgracia de
perderla. El amor del hombre es, por tanto, una respuesta al amor de Dios que
le es dado en los sacramentos.
La naturaleza exacta del don de Dios
en cada sacramento nos es dada a conocer por el signo sensible, las palabras o
ceremonias más importantes del sacramentó. Los sacramentos producen la gracia
que ellos significan. ¡Qué importante conocer el exacto significado de cada
sacramento! El hombre debe conocer la naturaleza del don que ha recibido para
que pueda así responder adecuadamente y colaborar con Dios. Por ejemplo, el
derramar agua en el bautismo significa que el hombre es purificado del pecado.
Consecuentemente, el cristiano bautizado ha de responder a la gracia del
sacramento esforzándose por evitar todo pecado en su vida. La unción con el
aceite en la confirmación significa un fortalecerse en preparación para la
batalla. Por consiguiente, el cristiano confirmado debe responder al don de la
fortaleza siendo un testigo de su fe y soldado de Jesucristo.
UN PROBLEMA DE PALABRAS
Hemos visto que el amor o caridad es
lo que une al hombre con Dios, su último fin y amigo. Desgraciadamente, el uso
corriente de la palabra amor no corresponde a este significado. Con frecuencia
el amor se restringe únicamente al campo de las emociones. Ciertamente hablamos
del amor como de algo que proviene del corazón, pero esta es nuestra manera de
decir que es el acto humano más intenso. Guiado por la luz de la fe, el ser
humano se consagra y dedica a sí mismo y todas sus actividades a Dios. El amor
nace del fondo mismo de la naturaleza espiritual del hombre.
Hoy existe otra errónea concepción,
muy corriente, del amor. Se le reduce a lo sexual. La relación entre sexo y
amor es falsamente entendida. El acto sexual sólo tiene sentido en tanto en
cuanto es una expresión externa del amor conyugal existente entre marido y
mujer. Frecuentemente los jóvenes, en determinada edad, quieren excusar sus
contactos sexuales diciendo que se ven impulsados de esa manera a demostrar su
amor por una chica. Sin embargo no es ése el verdadero amor. No es más que amor
propio y egoísmo. El tal joven está buscando exclusivamente su propio placer,
mientras que el amor no busca su propia satisfacción. El amor es una donación
de sí mismo a otro.
Ejemplo más perfecto de amor nos le
dio el mismo Cristo. Su vida entera, coronada por su muerte en cruz, fue un
acto de amor. En su donación no hubo nada de amor propio o de egoísmo. Cristo
se entregó a sí mismo por la gloria del Padre y la salvación del mundo.
Caridad es otra palabra empleada a
menudo para expresar la unión del hombre con Dios, su último fin. Sin embargo,
esta palabra ha perdido en gran parte su pleno significado. Generalmente no
dice más que hablar bien del vecino, o algo semejante. Sentidos verdaderos, sí,
de esta palabra, pero secundarios y derivados. La caridad es ante todo una
fuerza sobrenatural dada al hombre para que se entregue a sí mismo a Dios y a
El dirija todas sus acciones.
¿EGOÍSMO?
Quizá quede todavía la duda de si el
amor del hombre a Dios estará dictado por motivos de egoísmo. El hombre está
convencido de que como creatura racional sólo puede hallar su perfecta
felicidad dándose a Dios. Hemos afirmado una y otra vez que la amistad siempre
creciente del hombre con Dios profundiza y enriquece su propia personalidad.
Así pues, el amor aparece como una forma egoísta de buscar el hombre su propia
felicidad.
El verdadero amor no puede ser
egoísta. El hombre se entrega a Dios a causa de la bondad y perfección de Dios.
Como consecuencia, sin embargo, no tiene por qué negar su propia felicidad. La
razón primordial del cristiano al amar a Dios no es hacerse feliz, sino
ensalzar la gloria de Dios. No obstante, al darse a sí mismo, el hombre se
encuentra. Así lo dijo Cristo: “El que encuentra su vida la perderá, y el que
pierde su vida por mi causa la encontrará… Pues el que quisiere salvar su vida
la perderá; pero el que
pierde su vida por mi causa la hallará” (Mt 10, 39; 16, 25).
Muchos libros se han escrito en un
intento de explicar esta sorprendente paradoja. Recordemos que sólo Dios es el
perfecto ser, verdad y bondad. El hombre recibe su ser —un ser creado,
dependiente, imperfecto— de Dios. Dios puede –ser comparado al todo y el hombre
a una parte. Todo lo que es bueno para el todo es también bueno para la parte.
Todo lo que es bueno para España es bueno para mí porque soy ciudadano de esta
nación. Al trabajar por el bien de mi país, estoy trabajando por mi propio
bienestar. Un soldado que lucha por su patria lo hace con la esperanza de que
después de la guerra su país será un lugar más apto para vivir él y su familia.
Y con todo no es egoísta. Es un héroe de la patria que arriesga su vida por su
país.
Es posible que alguien objete que el
hombre no puede evitar amarse a sí mismo. Ciertamente el hombre debe amarse a
sí mismo, pero debe amarse por lo que en realidad es. El hombre no es el ser
más perfecto ni el más importante. Sólo Dios es el ser perfecto, y por tanto el
último fin de todos los demás seres. El hombre debe amar a Dios en primer lugar
y sobre todas las cosas, pero al hacerlo se ama también a sí mismo como a ser
imperfecto. Uniéndose a Dios participa más y más del amor y perfecciones
divinas. Amando a Dios más que a cualquier otra cosa el hombre se ama a sí
mismo en lo que es. El cristianismo reconoce el amor legítimo de sí mismo, pero
subordinado, por su misma naturaleza, al amor de Dios.
NO HAY LEY PARA EL CRISTIANO
La moralidad consiste en intensificar
constantemente nuestra unión de amistad con Dios. Consciente de ello, San Pablo
afirma que no hay en adelante ley (habla de la ley judía de su tiempo) para el
cristiano. “Hermanos, habéis sido llamados a la libertad… Si sois guiados por
el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Gal 5, 13, 18). El apóstol de los gentiles
declara a los romanos: “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rom 6,
14). Y en la misma carta sigue diciendo que el cristiano unido a la muerte y
resurrección de Cristo está muerto para la ley y liberado de ella. San Pablo establece
claramente que el cristiano no está bajo la ley.
Pero el apóstol de los gentiles va
más allá. “¿Pues a qué la ley? La ley fue añadida en vista de las
transgresiones” (Gal 3, 19). En la carta a los Romanos menciona la misma idea:
“La ley intervino porque abundará la falta” (Rom 5, 20).
San Pablo insiste en el hecho de que
él nunca hubiera conocido lo que era pecado de no ser por la ley. "No he
conocido el pecado sino por la ley. Y yo hubiera ignorado lo que es lujuria si
la ley no me hubiera dicho: No tendrás malos deseos. Pero, aprovechando la
ocasión, el pecado produjo en mí por medio del precepto toda suerte de
concupiscencia: pues sin la ley el pecado estaba muerto. En otro tiempo yo
vivía sin ley; pero cuando vino el precepto, el pecado revivió mientras que yo
he muerto, y resultó que el precepto hecho para la vida me condujo a la muerte.
Pues el pecado, tomando ocasión del precepto, me sedujo y por su medio me mató”
(Rom 7, 7-11).
En la misma carta a los Romanos sigue
explicando lo que quiere decir. La ley en sí es algo bueno santo y justo; pero
ha llegado a ser ocasión de pecado. La ley dice al hombre lo que debe hacer,
pero no le da la fuerza para hacerlo. La ley le dice lo que es pecado, pero le
deja inerme para evitarlo. Por eso San Pablo rechaza la ley. Aunque habla
expresamente de la ley judía, su argumento es válido para toda ley. Las reglas
y ordenaciones proporcionan al egoísta una nueva oportunidad de pecar.
PERO HAY UNA LEY PARA EL CRISTIANO
San Pablo rechaza la ley porque es
incapaz de cumplir su objetivo. La ley no confiere al hombre fuerza para
observar sus preceptos. Sin embargo, el cristiano no es libre de cometer
pecado. “Pues ¿qué? ¿Hemos de pecar porque no estamos bajo la ley sino bajo la
gracia? De ninguna manera” (Rm 6, 15). ¿Cuál es entonces la ley conforme a la
cual debe el cristiano dirigir sus acciones? ¿Qué es lo que determina si una
acción es buena o mala? ¿Cómo sé si un acto es pecado?
Hay quien piensa que San Pablo ha
destruido completamente la ley y no ha puesto nada en su lugar. Esto es falso.
En su carta a los Romanos, Pablo menciona explícitamente la ley del cristiano:
“Pues la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús me ha liberado de la
ley del pecado y de la muerte” (Rm 8, 2). Pablo dice que la nueva ley es la ley
del Espíritu. Identifica la ley del Espíritu y la ley de gracia. “No estáis
bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rm 6, 14).
¿Qué clase de ley es la ley del
Espíritu, la ley de gracia? Generalmente asociamos la palabra ley a un código
de reglas o prescripciones establecidas en orden a gobernar nuestra conducta:
los diez mandamientos, ordenaciones acerca del pago de impuestos, leyes de tráfico.
Sin embargo, la ley del Espíritu no es un código de leyes concretas. Es una
fuerza vital, interna, dinámica, que existe dentro de nosotros. Es el Espíritu
Santo que habita actualmente en nuestro interior.
La ley interior, propuesta por San
Pablo, es la ley del amor. Si en el centro mismo de su personalidad el hombre,
por medio del amor, está unido a Dios, si se esfuerza por estrechar cada vez
más su amistad con El, sus acciones deberán expresar e intensificar este
dinamismo interno del amor. Un amigo de Dios obrará como amigo de Dios.
Demuestra con obras su amor.
San Pablo nos enseña que los impulsos
del amor y del Espíritu son la causa de nuestras buenas obras: “Por tanto digo:
caminad en el Espíritu, y no tendréis peligro de satisfacer los deseos de la
carne. Pues la carne lucha contra el espíritu, y el espíritu contra la carne…
Pero el fruto del Espíritu es: caridad, gozo, paz, Ionganimidad, amabilidad, bondad,
confianza, modestia, continencia… Si el Espíritu es nuestra vida, obremos
también por El” (Gal 5, 16-25).
San Pablo alude frecuentemente a la
libertad de aquellos que viven bajo la nueva ley. La nueva ley es una fuerza
dinámica, llena de energía, fundada en la amistad. No nos sentimos forzados a
hacer un favor a un amigo, sino que lo hacemos voluntaria y alegremente. Sin
necesidad de ser constreñidos o violentados, actuamos espontánea, libremente.
El amor, por su misma naturaleza, es una donación libre de sí mismo, el don más
precioso que el hombre puede hacer.
LAS SITUACIONES CONCRETAS
Descendamos a los hechos concretos.
¿Cómo sé lo que es bueno y lo que es malo? ¿A qué me impulsa la amistad divina
en cada circunstancia particular? ¿Qué me prohíbe hacer la amistad de Dios en
un momento determinado?
Recordemos que la existencia del
hombre, como creatura e hijo que es de Dios, pende únicamente del amor de Dios
hacia él. Todo lo que el hombre es o tiene, viene como libre don de la divina
bondad. Un amor agradecido exige que el hombre emplee su existencia y los demás
dones de Dios de acuerdo con el plan del donante. Si alguien recibe una camisa
nueva como regalo, no se pone a lavar el coche con ella. Sería un insulto para
el donante y la mejor manera de romper la amistad. Considerando el don en sí
mismo, podemos descubrir cómo quiere Dios que usemos de él.
LA LEY NATURAL
¿Qué es ley natural? Es el plan de
Dios con respecto al hombre en cuanto dado a conocer en el mismo ser natural
del hombre. Toda creatura debe actuar de acuerdo con su naturaleza para cumplir
su destino. Todos los actos que son conforme a su naturaleza y a su tendencia
hacia el fin último son buenos. Los actos que no corresponden a su naturaleza
ni le ayudan para obtener el último fin son malos. Los animales y demás formas
inferiores de existencia actúan necesariamente de acuerdo con su naturaleza. El
hombre debe dirigir consciente y libremente su propia actividad en conformidad
con su naturaleza y último fin.
Los tratadistas dividen generalmente
los preceptos de la ley natural en tres categorías:
- La primera categoría comprende aquellas reglas de conducta que son principios en sí evidentes, v. g. hay que hacer el bien y evitar el mal.
- El segundo grupo consta de aquellas reglas de conducta que están íntimamente relacionadas con los primeros principios, v. g. incluso un niño puede comprender que ha de honrar y obedecer a sus padres. De la misma manera, todos los hombres ven que está mal apoderarse de aquello que no les pertenece. Generalmente hablando, los diez mandamientos pertenecen a esta categoría de principios secundarios de la ley natural.
- La tercera categoría agrupa aquellas reglas de conducta que no están tan estrechamente vinculadas con los primeros principios, v. g. requiere mucho tiempo y reflexión dilucidar si una complicada operación médica en determinada parte del cuerpo debe o no debe ser llevada a cabo.
OTRAS LEYES
Además de la ley natural, hay otras
clases de leyes. Pueden ser hechas por la autoridad civil o eclesiástica. El
hombre por naturaleza es un ser social. Para alcanzar su último fin debe vivir
y colaborar con sus compañeros los hombres. Pertenece a la ley civil determinar
cómo debe obrar de acuerdo con el bien común de la sociedad. No porque el
hombre tenga un automóvil propio crea que puede conducirle sin consideración
alguna hacia otros conductores o peatones, o por ser propietario de un terreno,
edificar una fábrica o una casa para apartamentos en ese lugar. Cuando esas
leyes están hechas por la autoridad competente para dirigir la actividad de
todos hacia el bien de la sociedad toda, obligan en conciencia. San Pablo en su
carta a los Romanos recuerda a sus lectores sus deberes y responsabilidades
civiles como un asunto de conciencia. (Rm. 13).
En el así llamado orden sobrenatural,
en el que el hombre vive, Dios puede directamente o a través de sus ministros
revelar otras leyes para su pueblo. Naturalmente estas leyes divinas son de la
mayor importancia. En el Antiguo Testamento encontramos los diez mandamientos,
así como otras muchas leyes acerca de la religión y de los sacrificios. En el
Nuevo Testamento hallamos leyes específicas; los Apóstoles tuvieron que
resolver el problema de si los cristianos podían o no comer la carne que había
sido sacrificada a los dioses paganos.
UNA OBJECIÓN
¿Hay necesidad de todas estas
diferentes leyes? ¿Tiene el hombre que ser cargado de todas estas reglas y
prescripciones? ¿No dice San Pablo que los cristianos están libres de la ley?
Pablo dice claramente que ningún código de leyes nos obliga; no obstante, el
mismo Pablo dio muchas leyes y reglas a los cristianos. Llegó a prescribir una
ley a propósito de una cuestión tan pequeña como el llevar las mujeres velo en
la iglesia.
En su enseñanza, San Pablo admite que
el pecador necesita múltiples leyes. Así escribe a su colaborador Timoteo: “La
ley no fue hecha para el justo, sino para el injusto” (1 Tim 1, 9). Toda vez
que el pecador no tiene dentro de sí la vida del Espíritu ni la interior ley
del amor, necesita otras leyes que guíen su actividad. A todas esas leyes las
agrupamos bajo el término común de ley externa. El pecador necesita de la ley
externa que reemplace a la interior ley de la amistad divina. Para el pecador
la ley externa es un imperfecto sustitutivo de la ley interior. Sin amor de
Dios es incapaz de obedecer lo mandado por la ley. La ley externa dice al
hombre lo que tiene que hacer, pero no le da la capacidad de hacerlo. La ley
exterior se convierte así en ocasión de pecado para el hombre.
Toda la finalidad de la ley externa
es conducir al pecador a la interior ley del amor de Dios. La ley externa lleva
a cabo su propósito de una manera desconcertante. Al hacer que el pecador caiga
en la cuenta de sus propios pecados, la ley externa descubre el estado miserable
e infeliz en que vive. Y al conocer su triste condición, el hombre busca a
tientas la mano de amistad que Dios le tiende.
IMPORTANCIA SECUNDARIA DE LA LEY EXTERNA
¿Tiene necesidad el justo de esta ley
externa? Mismo Pablo contesta afirmativamente. La amistad del justo con Dios no
es todavía perfecta. Sufre aún las consecuencias del pecado original:
tendencias dentro de sí mismo que quieren hacer de él. No de Dios, el fin
último de su existencia. San Pablo describe vívidamente la condición presente
del hombre como una lucha entre el espíritu y la carne. Las insinuaciones del
amor propio pueden ser muy sutiles. En ocasiones, será muy difícil
distinguirlas de las mociones del amor divino. Consecuentemente, el justo
necesita de ley externa: preceptos concretos dados a conocer por Dios, los diez
mandamientos, la ley natural, la ley eclesiástica y civil. Pero la primera ley
del cristiano será siempre la interior ley de la caridad.
Justo necesita la ley externa
solamente en cuanto expresión concreta de las exigencias de la ley interior.
Corrientemente se manifiesta la ley externa en principios generales que obligan
a todos los hombres. Un cristiano que obra de acuerdo con esos principios
generales satisface el mínimum exigido por la interior ley del amor. El amor de
Dios pide por lo menos esto. Pero el amor no es algo estático. Crece y se
ahonda constantemente. La ley externa, por su misma esencia, no puede expresar
todas las exigencias del amor de Dios. Además, cada hombre posee un grado
diferente de amistad con Dios; a unos se les pide más que a otros. La ley
externa tiene valor en cuanto determina el área dentro de la cual actúa la
divina amistad. La ley externa, no obstante, es secundaria comparada con la
interior: es meramente expresión suya. Más aún, la ley externa no alcanza a
expresar la tendencia y el dinamismo del amor hacia una unión cada vez más
íntima.
Muchos ejemplos ilustran la
importancia primaria de la ley interna. La amistad de Dios puede impulsar a un
hombre a hacer cosas heroicas que de ninguna manera están mandadas por la ley
externa. Si alguien está seguro de que Dios le llama a la vida sacerdotal o
religiosa, el amor exige que tome tal estado de vida aunque no haya ninguna ley
externa que lo ordene. Para precisar las mociones del amor de Dios en una
situación determinada, hay que considerar cuidadosamente los dones confiados a
cada uno por Dios en esas circunstancias. El hombre enamorado de Dios debe
sintonizarse a la escucha de la llamada divina y responder a ella con
generosidad.
Otro defecto de la ley meramente
externa es que no da la gracia de cumplirla. Esta era la dificultad de la ley
judía. El hombre no es capaz de observar la ley si no es amigo de Dios. La ley
natural en sí es una ley interior que responde a la misma esencia del hombre.
Sin embargo, todo hombre, como consecuencia del pecado original, siente que los
preceptos de la ley natural le oprimen y coartan su autoexpresión más bien que
la colman. Mientras considere a la ley como un obstáculo de su libertad y una
restricción de su albedrío, no podrá observarla. La ley externa debe ser tenida
en lo que realmente es: una oportunidad de expresar nuestro amor a Dios, una
ocasión de demostrarle nuestra amistad. No se trata de cuánto puedo tomar, sino
de cuánto puedo dar.
La importancia primordial de la
interna ley del amor es el distintivo característico de la moralidad cristiana.
Todas las leyes externas —divina, natural, eclesiástica y civil— sólo tienen
sentido en cuanto que ayudan al hombre a vivir la interior ley del amor.
LA CONCIENCIA: ¿PUEDO O NO PUEDO?
¿Qué me dicta la conciencia? La
conciencia me dice si una acción concreta es buena o mala. Es el juicio que el
hombre hace de la moralidad de sus actos. La conciencia aplica la ley a mi caso
particular. La ley es general, abstracta, impersonal. La conciencia, en cambio,
es individual, concreta y personal. ¿Puedo o no puedo? La conciencia es un
dictado de la razón que me dice lo que debo hacer aquí ahora. No es un juicio
aislado. Es una parte vital del hombre, que bajo la inclinación del amor tiende
hacia una unión personal y de amistad con Dios. La conciencia me indica lo que
el amor de Dios pide de mí en una situación dada.
Mostramos el amor hacia un amigo
haciéndole un regalo. Elegimos aquellos regalos que sean más del agrado de
nuestros amigos. No podemos demostrarles nuestra amistad regalándoles lo que no
les gusta. El regalar por Navidad es un verdadero problema. ¿Le gustara a Jaime
esta camisa? ¿Y de qué color? ¿Qué estilo? ¿Qué género? La intención no es lo
único que cuenta. Si realmente queremos expresar nuestra amistad con un regalo,
nos esforzaremos en que ese regalo guste al amigo.
Apliquemos ahora el principio de dar
a nuestra vida moral. Nuestros actos expresan y aumentan nuestro amor a Dios.
Debemos, por tanto, asegurarnos de que nuestra acción es agradable a Dios. No
podemos mostrarle nuestro amor dándole algo que no le agrada. La conciencia
tiene la tarea de determinar si nuestra acción es agradable a Dios. Para
descubrir las demandas de la ley interior, la conciencia debe tener en cuenta
la ley externa y las circunstancias concretas de nuestra vida. Tal
consideración exige tiempo y puede incluso requerir el prudente consejo de
alguien que sepa más acerca de esto que nosotros.
Un hombre anciano que está muriendo
lentamente de cáncer piensa en cometer suicidio, o, como se dice hoy,
eutanasia. Se encuentra en una situación angustiosa: es una carga para su
familia, un tormento para sí mismo, una rémora en la sociedad. La conciencia
finalmente le dice que el suicidio nunca puede ser expresión de amistad para
con Dios. El suicidio nunca agrada a Dios, pues va contra la ley de la misma
vida, creada por Dios. El suicidio siempre es ilícito.
Hay, sin embargo, relativamente pocas
acciones que la conciencia juzgue ser siempre buenas o siempre malas. La
conciencia, con ayuda de la prudencia, deberá considerar todas las
circunstancias para decidir si una acción determinada es o no agradable a Dios.
Dar mil pesetas a las misiones es bueno. Sin embargo Juan necesita ese dinero
para comprar a su familia la comida y el vestido necesarios. El amor de Dios
pide que Juan gaste el dinero en su familia, aunque no pueda contribuir a la
obra misional. El verdadero amor pide que el hombre emplee sus energías lo
mejor que pueda para estar seguro de que ofrece a Dios algo que le es grato.
EL PECADO
Ordinariamente entendemos por pecado
todo acto que viola alguna de las leyes de Dios. El pecado es una acción por la
que rompemos nuestra amistad con Dios. Por lo tanto, dejamos de tender hacia la
unión con El como meta y fin último de nuestra vida.
Es interesante notar que en la Biblia
se dice generalmente “pecado” en singular y no en plural. San Pablo habla del
pecado como hostilidad hacia Dios (Rom 8, 7). Este sentido del pecado en la Sagrada
Escritura se refiere al hábito o estado de pecado más bien que a actos
concretos pecaminosos. El hombre en pecado, en el corazón de su mismo ser, deja
de estar en unión con Dios. Deja de tener a Dios dentro de sí y de tender hacía
la unión perfecta en el cielo con su amigo y último ti fin. Se coloca a sí
mismo en el lugar de Dios. Desea algo sólo porque le atrae. Tiende a sí en vez
de a Dios. Es su último fin. Se ama a sí y no a Dios. Este es el verdadero
estado de pecado.
Y este estado o hábito se manifiesta
al exterior por las acciones pecaminosas del hombre. Actos pecaminosos que
ahondan y refuerzan el estado de pecado en el alma. El proceso se convierte en
un círculo vicioso. El pecado es lo opuesto del amor. El pecado es unión
consigo mismo, mientras que el amor es unión con Dios. El pecado dirige toda su
actividad hacia sí; el amor la dirige hacia Dios. El estado de pecado se
manifiesta en actos de maldad; el estado de amistad se manifiesta en actos de
amor. Los actos malos intensifican el hábito de pecado; los actos buenos, en
cambio, el hábito del amor.
Todo pecado es en su base un pecado
de egoísmo. Apunta hacia el hombre como su último fin. Quizá la forma más común
de pecado entre la gente sea el pecado contra el sexto mandamiento. Semejante
hecho es fácil de explicar. Entre todos los placeres que el hombre se puede
procurar, el gozo sexual es uno de los más intensos; y, por otra parte, uno de
los más fáciles de satisfacer. Sean cuales fueren nuestros pecados (orgulio,
codicia, lujuria, ira, gula, envidia o pereza), fundamentalmente todos son
pecados de orgullo y egoísmo. Proceden de aquel estado corrompido del hombre,
que pretende hacer de sí mismo y no de Dios su último fin y la meta de su vida.
El pecado venial no destruye nuestra
unión de amistad con Dios. No proviene de un amor desordenado a sí mismo como a
último fin y meta. El justo sigue dirigiendo toda su actividad hacia una
perfecta unión con Dios en los cielos. Sin embargo el pecado venial es una
señal de aviso. Indica que nuestro amor a Dios no es tan fuerte como debiera
ser. Nos previene contra un futuro peligro. Pecados veniales continuados
engendran una actitud de endurecimiento que puede conducir finalmente a la
total ruptura de nuestra amistad con Dios.
EL AMOR Y LAS DEMÁS VIRTUDES
¿No hemos puesto demasiado énfasis al
hablar del amor? ¿Podemos ignorar las demás virtudes: prudencia, justicia,
fortaleza, templanza? Tales virtudes tienen su puesto en la vida del cristiano,
pero no son las más importantes. Su finalidad es regular y controlar los
distintos apetitos o tendencias del hombre. Por ejemplo, la paciencia modera
nuestro genio. Sin embargo, el amor inclina al hombre hacia su último fin. El
amor debe dirigir a las demás virtudes y a sus actos hacia el fin último del hombre.
Es la fuerza directriz de todas las acciones del hombre. El boxeador que se
entrena con vistas a un campeonato ha puesto su fin en ganar. Este deseo
unifica y dirige toda su actividad: ejercicios gimnásticos, saltos, carreras,
combates previos.
¿Cuál es el papel de la fe en esta
búsqueda de la divina amistad? La fe es el puente hacia el amor. No podemos
buscar lo que no conocemos. La fe nos revela que Dios ha ofrecido al hombre la
mano de su amistad en esta vida y la unión perfecta en el cielo. La fe está
íntimamente unida con el amor. Están tan estrechamente relacionados que San
Pablo emplea indistintamente las dos palabras.
El amor tiene un doble objeto: Dios y
el prójimo. No podemos amar a Dios y al mismo tiempo odiar al prójimo. Debemos
amar al Cristo completo, al cuerpo místico de Cristo con todos sus miembros.
Jesucristo nos enseñó que hay un único amor verdadero, que abraza a Dios y al
prójimo. En un único acto de amor perfecto, Jesús se entregó totalmente a Dios,
su Padre, y a la humanidad sobre la cruz del Calvario.
Desde Belén hasta el Calvario todas
las acciones de Cristo son pruebas vivientes para la razón y la revelación.
Cristo nos enseña que la moralidad cristiana es algo más que una relación de
súbdito a señor; o de gobernado a gobernante, o de creatura a creador. Cristo
nos enseña que la moralidad cristiana es una relación personal de tú a tú. LA
MORALIDAD CRISTIANA ES AMOR.
Cuestiones para un círculo de estudio
- ¿Qué significa moralidad para el común de los católicos?
- ¿Cuáles son, según Cristo, los dos principales mandamientos?
- ¿Qué quería decir San Pablo al hablar del amor como del cumplimiento de la ley?
- ¿Cuál es el único fin al cual el hombre debe dirigir toda su actividad?
- ¿Cómo ha mostrado Dios su amor para con el hombre?
- ¿Qué significan las palabras de Cristo “nacer de nuevo”? ¿Cuáles son los efectos de este renacimiento?
- Explica cómo posee el hombre la fuerza necesaria para alcanzar su último fin.
- ¿Qué entendemos al decir que el amor es una consagración?
- ¿Qué relación existe entre amor y obras?
- ¿Cuáles son los principales canales del amor de Dios hacia nosotros?
- ¿Qué es lo que nos une a Dios?
- Menciona algunas concepciones erróneas del amor.
- ¿El amor de Dios es ciego?
- ¿Cuál es el ejemplo perfecto de amor?
- Distingue los significados derivados y esenciales de la palabra caridad.
- ¿El amor a Dios es egoísta?
- ¿Qué dice San Pablo acerca de los cristianos y la ley?
- ¿Cuál es la ley del Espíritu?
- ¿Qué es ley natural? ¿En qué categorías se divide?
- ¿Qué son leyes civiles y eclesiásticas?
- ¿Cuál es la finalidad de la ley externa?
- ¿Da la ley al hombre fuerza cara cumplirla?
- ¿Qué es la conciencia? Ejemplos.
- ¿Cómo definirías la esencia del pecado? ¿Qué sentido tiene en la Escritura?
- Explica brevemente por qué la moralidad cristiana es amor.
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