José María Valverde
Nace en
Valencia de Alcántara, Cáceres, en 1926.
Estudia Filosofía en Madrid, en cuya Universidad se doctora. Poeta, traductor, profesor de estética. Profesor en Roma y catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona. En 1964 se exilia voluntariamente, por motivos políticos, en Estados Unidos y Canadá, donde fue catedrático de literatura española en Universidad de Trent, Canadá, y traductor e historiador literario.
Su estilo poético se caracteriza por la sencillez expresiva y la lengua castiza, buscando siempre la desnudez y la precisión léxica, casi coloquial, en lo que sigue la tradición de Antonio Machado. Esa ansia de depuración le llevó a extirpar numerosos poemas de sus compilaciones últimas, sucesivamente cada vez más reducidas. Sus preferencias métricas fueron por el arte mayor y el verso alejandrino.
Premio Nacional de poesía en 1949, Premio de la Crítica en 1962, Premio Ciutat de Barcelona. Muere en Madrid en 1996.
Estudia Filosofía en Madrid, en cuya Universidad se doctora. Poeta, traductor, profesor de estética. Profesor en Roma y catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona. En 1964 se exilia voluntariamente, por motivos políticos, en Estados Unidos y Canadá, donde fue catedrático de literatura española en Universidad de Trent, Canadá, y traductor e historiador literario.
Su estilo poético se caracteriza por la sencillez expresiva y la lengua castiza, buscando siempre la desnudez y la precisión léxica, casi coloquial, en lo que sigue la tradición de Antonio Machado. Esa ansia de depuración le llevó a extirpar numerosos poemas de sus compilaciones últimas, sucesivamente cada vez más reducidas. Sus preferencias métricas fueron por el arte mayor y el verso alejandrino.
Premio Nacional de poesía en 1949, Premio de la Crítica en 1962, Premio Ciutat de Barcelona. Muere en Madrid en 1996.
SALMO INICIAL
Señor, no
estás conmigo aunque te nombre siempre.
Estás allá,
entre nubes, donde mi voz no alcanza,
y si a veces
resurges, como el sol tras la lluvia,
hay noches
en que apenas logro pensar que existes.
Eres una
ciudad detrás de las montañas.
Eres un mar
lejano que a veces no se oye.
No estás
dentro de mí. Siento tu negro hueco
devorando mi
entraña, como una hambrienta boca.
Y por eso te
nombro, Señor, constantemente,
y por eso
refiero las cosas a tu nombre,
dándoles
latitud y longitud de Ti.
Si
estuvieras conmigo yo hablaría de cosas,
de cosas
nada más, sencillas y desnudas,
del cielo,
de la brisa, del amor y la pena.
Como un
feliz amante que dice sólo: «Mira
qué pájaro,
qué rosa, qué sol, qué tarde clara»,
y vierte así
en la luz de los nombres su amor.
Pero no. Tú
me faltas. Y te nombro por eso.
Te persigo
en el bosque detrás de cada tronco.
Te busco por
el fondo de las aguas sin luz.
¡Oh cosas,
apartaos, dadme ya su presencia
que tenéis
escondida en vuestro oscuro seno!
Marcado por
tu hierro vago por las llanuras,
abandonado,
inútil como una oveja sola…
Hombre de
Dios me llamo. Pero sin Dios estoy.
ORACIÓN POR NOSOTROS LOS POETAS
Señor, ¿qué
nos darás en premio a los poetas?
Mira, nada
tenemos, ni aun nuestra propia vida;
somos los
mensajeros de algo que no entendemos.
Nuestro
cuerpo lo quema una llama celeste;
si miramos,
es sólo para verterlo en voz.
No podemos
coger ni la flor de un vallado
para que sea
nuestra y nada más que nuestra,
ni tendernos
tranquilos en medio de las cosas,
sin pensar,
a gozarlas en su presencia sólo.
Nunca
sabremos cómo son de verdad las tardes,
libre de
nuestra angustia su desnuda belleza;
jamás
conoceremos lo que es una mujer
en sus
profundos bosques donde hay que entrar callado.
Tú no nos
das el mundo para que lo gocemos,
tú nos lo
entregas para que lo hagamos palabra.
Y después
que la tierra tiene voz por nosotros
nos quedamos
sin ella, con sólo el alma grande…
Ya ves que
por nosotros es sonora la vida,
igual que
por las piedras lo es el cristal del río.
Tú no has
hecho tu obra para hundirla en silencio,
en el
silencio huyente de la gente afanosa;
para vivirla
sólo, sin pararse a mirarla…
Por eso nos
has puesto a un lado del camino
con el único
oficio de gritar asombrados.
En nosotros
descansa la prisa de los hombres.
Porque, si
no existiéramos, ¿para qué tantas cosas
inútiles y
bellas como Dios ha creado,
tantos
ocasos rojos, y tanto árbol sin fruta,
y tanta
flor, y tanto pájaro vagabundo?
Solamente
nosotros sentimos tu regalo
y te lo
agradecemos en éxtasis de gritos.
Tú sonríes,
Señor, sintiéndote pagado
con nuestro
aplastamiento de asombro y maravilla.
Esto que nos
exalta sólo puede ser tuyo.
Sólo quien
nos ha hecho puede así destruirnos
en brazos de
una llama tan cruel y magnífica.
Tú que
cuidas los pájaros que dicen tu mensaje,
guarda en la
muerte nuestros cansados corazones;
dales paz,
esa paz que en vida les negaste,
bórrales el
doliente pensamiento sin tregua.
Tú nos darás
en Ti el Todo que buscamos;
nos darás a
nosotros mismos, pues te tendremos
para
nosotros solos, y no para cantarte.
SALMO DE LAS ROSAS
Oh rosas,
fieles rosas de mi jardín en mayo;
ya venís,
como siempre, a reposar mi angustia
con vuestro
testimonio de que Dios no me olvida.
Hubo un
tiempo en que yo creí perdido todo.
Pero vuestra
constancia no se enteró siquiera
y seguisteis
viniendo a acariciar mi frente
y a decirme
que el mundo seguía estando intacto.
Surgís
difícilmente lentas, de dentro a afuera,
como torres
de nubes que, imitando dragones,
se alzan en
el ocaso, saliendo de sí mismas;
o como un
sentimiento, tan nuestro y tan profundo,
que al
subirlo a la boca va espeso del esfuerzo,
arrastrando
en su parto los más hondos aromas.
¿Qué decís,
qué decís, bocas de Dios infantes?
¡Cuánto
trabajo os cuesta pronunciar la palabra
oliente y no
entendida! Os morís, fatigadas,
cuando
acaba, al decirla, vuestro oficio en la tierra.
Vuestra
belleza es eso: morir, pasar al vuelo.
Vuestro
aroma es la muerte. Y por eso enloquece.
Mas ¡qué
importa morir cuando se ha sido, y tanto!
Yo os doy la
eternidad que os quitaba el ser bellas.
Os tengo en
mi recuerdo lo mismo que en un libro,
evocándome
mayos, muchachas y ciudades,
al hallaros
de pronto, cuando paso las hojas.
Voy contando
mis años por relevos de rosas.
De rosas
repetidas, de eternidad de rosas
que me
animan, diciéndome que el Señor sigue en pie.
ORACIÓN DEL AMANECER EN LA CIUDAD
A esta hora
podemos encontrarte,
al andar por
las calles: todavía
tu gran
aliento en vela se oye, como
el de la
madre al fondo de la casa,
a la orilla
del hijo, contemplándole
igual que
una laguna en la espesura,
infundiéndole
amor; de su entresueño
mal
despierta, enviando al sueño niño
palabras,
besos, que entran y se quedan
para siempre
en lo más hondo del alma,
en la
secreta cámara del sueño.
Pronto
despertarán todos; ya vienen
de vuelta
por las sendas de los sueños,
y hay
nostalgia al volver, al dejar lejos
las regiones
del Padre, la mansión
de sombra
donde en Él se reposaba,
y desde
donde llegan sus adioses
todavía,
quedándose en las frondas,
extinguidos
de pronto en un recodo.
Hay
nostalgia al volver apresurados
para llegar
a tiempo ante la puerta
de la mañana
nueva, del trabajo.
Ya hay quien
está despierto a la tarea.
Obreros con
bufandas, ciegas botas,
gabanes de
revés, viejos paraguas,
se agrupan
torpemente, como a tientas,
hablando a
media voz, mientras aguardan
los primeros
tranvías, que les lleven
a las playas
del alba y la faena;
los tranvías
sonámbulos, con luces
purísimas,
alegres, inconscientes,
en la triste
negrura que se marcha.
Hay tabernas
con frío, que madrugan
a preparar
el día con su vino,
triste de
hambre, de obligación, de prisa;
encendidas,
igual que ojos abiertos
a la fuerza,
pese a un sueño infinito.
Las obras,
los escombros, los solares,
Los pozos
con un torno, junto a un charco
de cemento,
las tapias, la basura,
solos, son
la pregunta abandonada
del hombre
cuando el hombre se ha callado,
la inquietud
que prendemos en las cosas
al pasar, un
amargo polvo de alma.
La aurora,
con color de equivocada,
a golpes va
llegando, calle a calle,
como andando
de espaldas, no queriendo
mirar en
donde pisa. Pero el sol
lo besa
luego todo, como un ciego.
Y ahora
todos despiertan. Ya se acuerdan
de sus
nombres, del día que es, del mundo;
ya vuelven a
ponerse entre las manos
del dolor de
las fechas; ya se ocupan
de los
asuntos de hoy, de lo que espera.
Al
despertar, aún tienen en las manos
algo de
allá, del Padre. Y no lo miran;
mas de
pronto una ausencia, un leve vuelo,
les obliga a
mirar atrás, hacia esas
tierras,
tarde entrevistas, hacia el pórtico
que no puede
volverse a abrir, al sueño.
Y tú ya te
retiras. Todavía
vas por
alguna calle solitaria,
seguido por
el sol, poniendo el último
beso sobre
los párpados que se abren,
para que
tengan luego una disuelta
sensación de
dulzura sin memoria,
la huella de
tu estancia, el don del sueño…
EL UMBRAL
Mírala aquí
delante.
Es la playa
donde empieza el extraño
mar de la
realidad. Toma su mano breve
y déjate
llevar sin preguntar.
Esta mirada
dará
ya la habías
soñado; este cabello
rubio tiene
la luz de tu ilusión más niña,
y, sin
embargo, nada se parece.
No te sirve,
ahora tienes
que comenzar
por la primera letra.
Anda, llama
a tus sueños, amánsalos, resígnalos
a fermentar
y a hacerse de verdad.
Y tú, sal de
tu miedo
antiguo,
corazón, pasa el umbral
sin
agacharte, ten valor para la dicha,
acepta la
hermosura; ya eres hombre.
Échate a las
espaldas
tu cariño
empeñado en ser amor,
tu ceguedad,
tu mundo; toca a Dios en su peso,
única voz
que de Él podrás sentir.
Anda,
obedece y calla,
porque para
eso fuiste siempre niño
bueno y
sumiso; haciendo la costumbre y el símbolo
de esta
nueva obediencia más profunda.
Sí, ahora
eres digno
de la vida.
Hasta ella te ha elevado
tu soñar
doloroso de adolescencia, como
una oración
que pide lo que ignora.
Y no por
prepararte
—ya ves todo
qué extraño, qué distinto—,
sino por esa
gota de nobleza en los ojos
con que vas
a aprender la realidad.
DESPEDIDA ANTE EL TIEMPO
Madre, hoy
sé que he crecido sin salir
de tu seno,
que he andado por la sombra
de tus
montes hasta cumplir mi hombría,
que eres el
fondo de mi playa hundiéndose
hacia
mañana… Y al marchar me vuelvo
y empiezo a
verte, ahora que ya es tarde,
y comprendo
que estaba en ti, que todo
era bajo tus
alas lo que era,
milagrera
mamá en quien descansaban
la luz y la
tiniebla; que podías
ahuyentar el
horror; por quien el mundo
seguía
siendo un cuento, un uniforme
de aviador o
de capitán de barco.
Porque al
anochecer siempre mandabas
Dejar los
juegos, recoger la vida
y dormirnos
bajo tu mismo sueño.
y si volvía
a mi rincón, herido
el pecho
primerizo, con las lágrimas
sin pena, y
me encerraba en la congoja,
vendrías con
tu taza y tu cuidado,
a arroparme
mejor, a la pared
vuelto, como
a una nada de juguete.
El rociar de
mis días transcurridos
hacia allá,
como piedras en torrente,
tiene en
medio un menudo son, un hilo
que los
cose, engarzando las mañanas
y las
noches, oído en duermevela;
el perpetuo
rumor de tus pantuflas
besando el
suelo, de un rincón en otro,
santificando
el suelo, reviniéndolo
en un solo
latido, en una mano.
Hoy te veo,
por fin, igual que un mueble
que a
nuestro lado estaba envejeciendo,
hecho ya
carne nuestra, en su invisible
gris de
fidelidad, hasta que un día,
con la luz
de una muerte o de un viaje,
despierta,
se hace otro, y le miramos,
atónitos, su
juventud difunta
de adornos
que ha borrado la costumbre.
Y hoy veo en
ti tu niña antigua, aquella
de las amarillentas
cartulinas
que parece
un amor mío perdido,
esa muchacha
que murió una tarde
en que
buscaba flores por el prado,
anegada en
las inmutables aguas
de la
maternidad, detrás del tiempo,
viéndonos
desde allí venir jugando,
entrar
saltando… A veces, sin sentirlo,
dices viejas
palabras inservibles
que suenan
en tu ayer, a letra antigua,
las palabras
de aquella niña muerta.
Entre tus
manos hoy lo dejo todo
para entrar
a la vida más ligero,
a ti, que no
te cansas de guardarnos,
para si nos
perdemos de nosotros,
por si una
vez volvemos, y pedimos
de nuevo
comenzar; la ropa limpia,
la masa
original de nuestros nombres,
el fondo de
los días en tus arcas.
Todo está
aquí para que lo rescates
de su
enredo, mi armario de ilusión,
mi vida en
borrador, para que vayas
sacando en
limpio hacia el amor mis años,
hacia la
soledad, hacia el mañana,
mientras yo
voy andando por mi olvido.
Guárdame tú
mi niño, hoy que sonrío
un poco
avergonzado, temeroso
de
enternecerme ante mi imagen trémula;
esconde
entre tus sombras a mi niño
miedoso de
los perros y el demonio,
el niño que
crecía muy deprisa
devorando
los días, inventándolos
antes de que
llegaran, pensativo,
siempre en
convalecencia, navegando
la
enciclopedia, en alta mar de sueños;
niño que
parecía estar cumpliendo
años de
huerfanito, y no los suyos;
lleno de
gravedad, de metafísica;
que acabó de
ser niño, cuando aún
le quedaba
dolor de niño, un vasto
dolor que le
venía siempre grande,
sobrándole
de un día para otro,
de un año
para otro, de la infancia
para la
juventud. Guárdame, madre,
mi resto de
dolor, la primer llaga,
abierta
todavía, y que hoy no puedo
regresar a
cegar; ponlo en tus brazos
y cúrame el
pasado con caricias,
bésame en el
ayer, entra a callar
la pena,
viva aún, de lo olvidado.
Guárdame mi
retrato de muchacho
lúgubre, de
silencio y pesadillas,
de tercas
discusiones, abrasándome
las
palabras, cegándome la vida;
de nublado
pensar y andar sesgado,
con miedo de
mi voz, asustadizo
de mi
mirada… Mi retrato grave,
sobre el que
ahora alumbro una sonrisa,
al volverme
y mirarme en el reflejo,
adolescente
rígido, absoluto,
denso,
napoleónico, obstinado,
meticuloso
en el soñar, consciente;
envuelto en
mi respeto, revestido
de mí mismo,
ministro de mí mismo,
avaro de mí
mismo, aprovechándome
hasta el
céntimo… Y lleno de ternura
amistosa y
burlona, te lo entrego
a ti, que no
te cansas de guardarnos,
de conservar
imágenes, mirándolas
cegarse poco
a poco, ser memoria…
Madre, hoy
querría hablar, quiero inventar
mi palabra
ante ti, que nunca tuve,
porque
siempre he callado; he sido el niño
absorto, el
niño esquivo a la caricia,
que tiene en
carne viva la mirada.
Sí, porque
siempre he estado allá, remoto,
como
escondiéndome en mi propio espectro,
viéndote lejanísima,
lo mismo
que en los
gemelos al revés, de niño,
asomándome
hasta mis propios ojos
como a una
cerradura; mi ojo izquierdo,
en la mesa,
más hecho a ti, a tu lado,
mi sonrisa
habitada sólo a medias…
Ahora
querría hablarte y ya no puedo,
me ensordecen
las olas del mañana,
el mugido
del mar que está inundándome,
y me
pregunto, silencioso, cómo
va a ser el
aire cuando no lo vea
por ti, como
el cristal de la ventana;
cómo será el
dormir y el despertar
sin tu dulce
fantasma en lo escondido
de la casa;
cómo va a ser entonces
asomarme a
otros ojos donde quiero
dejar mi
amor, hundido en su laguna,
y ver tu
ausencia haciéndomelos graves,
maternales,
definitivos, últimos;
cómo será el
rezar, arrodillarme
con la
oración de siempre, y advertir
que son
palabras tuyas, las primeras,
que has
dejado en mi boca hasta la muerte…
MÁS ALLÁ DEL
UMBRAL
(HISTORIA DE
NUESTRO AMOR)
Softly my
Future climbs the stair,
I fumble at
my childhood’s prayer—
So soon to be
a child no more!
Eternity, I’m
coming, Sir,—
Master, Tve
seen that face before.
EMILY DICKINSON
Ya sé, ya sé
que estaba amaneciendo
y en la
neblina y en tus vagos párpados
empezaba la
tierra, todavía
menos
costumbre que ilusión, brotada
de un poso
de campanas y de soles
madrugados
de tu niñez. Cercando
el despertar con voz de caracola,
casi
haciéndote daño, la esperanza
desbordada y
sin rostro, igual que todas
las mañanas,
cantaba por tus venas
como un
golpe de miel ebria, disuelto
al caer
dentro de tu corazón.
Niña desobediente
a los deberes
de ser
mujer, la cifra de tus años,
obstinada en
tu infancia, en alargarla,
a esa hora
sentías tú la vida
golosamente
retrasada, entera,
palpada como
fruta que da lástima
morder, por
no romper la tersa piel.
Pero al
salir un poco más a flote,
de súbito,
entre el vaho rumoroso
de mares, de
ciudades y de puentes,
sentiste que
perdía pie un latido,
que te había
llamado una voz nueva
con un
nombre más grave, más secreto
e
ineludible: el nombre de tu muerte;
que un
pájaro augural se había oído
y un viento
del amor, por un instante,
vino a
cubrir el ruido de las olas.
Como si
amanecieras a un domingo
más solemne,
aguardado largamente,
mirándolo
acercarse, y conversándolo,
y al
comprender que es hoy, que ya no cabe
más ilusión,
entonces lo temieras,
lo quisieras
dejar para otro día,
aplazarlo
hasta nunca, por el miedo
a su cansado
atardecer, la vuelta
de la tarde
hacia el lunes, recontando
lo que por
fin fue todo lo soñado;
así sentiste
el corazón, con vértigo
alzarse
contra el tiempo, rebelarse
contra su
mismo peso de manzana,
venido sin
remedio hacia unas manos.
No era ya un
nombre de hombre, ni mis ojos
en solemne
esperar el sacrificio,
no era mi
voz quebrada, tal de un niño
que pide una
limosna de ser grande
y de tener
dolores de varón,
sino que
viste atrás el hado, el tiempo,
la seria
obligación de vida y tránsito.
Al fin,
habrías de cumplir tus años
sin
demorarlos más; y recibías
al destino
con tus trajes de niña,
hasta acabar
de usarlos, por vez última.
Pensaste: «Y
esto es todo. Mis inmensos
sueños son
esto, igual que si muriera.»
Yo entré
casi con pena, deteniéndome
ante ti, en
tu país de luz antigua,
estremecido
de respeto, viendo
tu casa,
donde siempre es Navidades,
tu verano
descalzo, siempre el mismo,
en que
regresas a tu origen quieto,
tu crecer
junto al mar, en sus raíces.
Ea, todo
acabó. Pues todo sigue
pero ya no
es la misma tu mirada.
Como si
hubieras puesto un nuevo espejo,
hay una
doble luz hoy en tu cuarto.
Llegó el
amor a saltear tus reinos
de inmóvil
sol, y no por los caminos
por que se
viene y va hasta los inviernos;
ha venido
del lado de la playa,
vagabundo,
bajando desde el monte
donde se oía
el mundo por la tarde.
Ahora sabes
qué inútil fue volverte
a la pared,
a atar el hilo roto,
querer
resucitar viejos muñecos,
con mano
dulce sujetar el alma.
Yo te vi
someterte poco a poco,
quitarte la
corona de ilusiones,
descender
del sitial de libertad
a querer sin
querer; he contemplado
tu primera
sonrisa temerosa,
distraída,
volviéndose a luchar
contigo
misma y el amor naciente,
como asomada
a una ventana, pero
escuchando
hacia dentro de la casa „
los pasos de
alguien que entra; yo sé cómo
alguna vez,
al tiempo de tu risa
se veía
cruzar un pez de sombra
bajo tus
ojos de agua abierta y dará.
Ya bajas y
gozosamente aceptas
tu parte de
dolor y amor. Colocas
mi mano
sobre tu cabeza y dices:
«Heme aquí.
Cúmplase en los dos lo escrito.»
Pero nunca
hay morir. Inesperada
vida, como
al pasar de un valle a otro,
nos envuelve
y se impone lentamente.
Yo soy igual
que tú. Yo tuve miedo
antes
también, y, mira: ahora rebusco
hasta lo más
pequeño y olvidado
de mí para
traerlo a que se queme
en ti. Tras
el primer escalofrío,
como al caer
una cadena de ancla
por su
escobén, con roce helado y súbito,
se abre
luego el silencio en anchos cercos
y reina la
mañana sobre el barco,
así
despierto ahora a la luz nueva,
así siento
inundarse en otra sangre,
casi ajena,
mi corazón, y palpo,
atónito, el
milagro, aún sin verlo,
porque mis
ojos todavía empiezan
a aprender
de las manos. Todo llega
a la
oblación en caravana alegre:
antes, mucho
nombraba yo a la muerte
con mi
primera voz, y hoy no nace falta;
su sello de
verdad definitiva
lo pones tú
en mis cosas. Para ti
he crecido
de niño con sospecha
de un
destino, y he estado preparando
con tiempo
mi ternura y mi palabra,
mi antigua
sumisión enardecida;
meditando
qué fueran unos ojos,
empeñado en
hacerme digno, en cada
paso, como
si ya me vieras; siempre
vestido para
el viaje, y todo en orden.
Aquí lo
tienes, échalo en la hoguera
que nos tapa
la oscuridad del bosque.
Ven, muerte
mía, muerte de ojos daros,
y al
hundirme en tus aguas dame vida,
vuelve a
acunarme, cántame el nacer
con tu voz,
que no se oye de tan pura,
ábreme la
mirada al nuevo día,
ábreme la
mirada al nuevo ota,
depone su
verdad. Ya, más difuntos,
andamos por
un sudo más secreto;
aprendiendo
a ser dos, vamos errando
descalzos
por lo oscuro de la casa,
por donde al
retumbar la voz se nota
que alguien
vela en silencio, mientras mana
la esperanza
en tinieblas, como fuente
que no se
oye, mas todo lo enternece;
descendemos
a nuestra roca viva
donde se
posa el pie de Cristo, el peso
consolador
de Dios, como una mano
en la frente
del niño ciego; donde
nos empieza
a nacer todos los días
nuestro
Cristo de dos, resucitando,
multiplicado,
el mundo, que se extiende
ahora con
más montes y más tierras.
Y hoy que
vamos creyendo en otros días,
juntando más
amor para mañana,
y ponemos
despacio en una hucha
los besos
ahorrados, le decimos
a Cristo que
es la hora de que llegue,
hoy que
empieza a ser todo verdadero,
para que lo
conviva y lo recoja;
que ya puede
venir a compartir
nuestro pan
de esperanzas, y a sentarse
con nosotros,
ahora que tenemos
un rincón,
entre dos almas, sin viento,
y una cuna
de manos enlazadas;
que bajo
nuestro techo de palabras
habite con
los dos, para que se haga
verdad lo
que decimos, y aprendamos
a estar
cerca, y dejados en su sombra,
a ver la paz
y a hablar y oír más bajo;
que sobra
voz, ya siempre sobra voz…
Elegía a la fotografía de una muchacha desconocida
Tendrías quince años cuando quedaste inmóvil
aquí, en la cartulina de suavísima niebla.
Te vuelves a mirarnos -con unos ojos negros,
dulces, hondos y frescos como grutas-
desde el escorzo grácil de tu cuerpo.
Dime, ¿de dónde viene tu mirada?
Habla de cosas dulces y pequeñas,
de tu vida, tu casa,
tu piso, bosque umbroso de sueños y recuerdos,
-tú eres la cierva blanca en su espesura-,
el balcón donde ves pasar las nubes,
los viejos y borrosos retratos de la sala,
las butacas de verde terciopelo gastado,
el piano, negro, mudo, con ecos, -como un pozo-,
y el bullir y las voces, apagadas
y vagas, de la sombra en los rincones...
(¡Ay tus sueños de niña!
¡Cómo están en el fondo de tus ojos
muriendo dulcemente!
Estrenabas la vida;
aquel día morías y nacías.
Y aquí, en este retrato,
frente al blanco camino,
dejaste tu niñez en la mirada.)
Esa luz que ha quedado contigo prisionera
en tu clara laguna,
es la luz que conservan
las cosas de la abuela puestas en la vitrina.
Ya te habrás olvidado. ¡Qué muerta estás aquí!
¿Dónde estarás ahora?
...Días, calles, olvidos, amores y tristezas,
relojes, calendarios, trajes, cuerpos, ventanas,
tejas, lluvias, tarjetas, zapatos ya gastados,
tranvías, ruedas, nubes, sueños, tardes, mañanas,
inviernos y veranos, rosas secas, revistas,
muertos, libros, silencios, músicas, risas, llantos,
arroyos y caminos, montañas, bosques, mares,
y un montón de minutos iguales como arenas
me separan de ti.
Pero en mi orilla queda tu retrato olvidado.
Tendrías quince años cuando quedaste inmóvil
aquí, en la cartulina de suavísima niebla.
Te vuelves a mirarnos -con unos ojos negros,
dulces, hondos y frescos como grutas-
desde el escorzo grácil de tu cuerpo.
Dime, ¿de dónde viene tu mirada?
Habla de cosas dulces y pequeñas,
de tu vida, tu casa,
tu piso, bosque umbroso de sueños y recuerdos,
-tú eres la cierva blanca en su espesura-,
el balcón donde ves pasar las nubes,
los viejos y borrosos retratos de la sala,
las butacas de verde terciopelo gastado,
el piano, negro, mudo, con ecos, -como un pozo-,
y el bullir y las voces, apagadas
y vagas, de la sombra en los rincones...
(¡Ay tus sueños de niña!
¡Cómo están en el fondo de tus ojos
muriendo dulcemente!
Estrenabas la vida;
aquel día morías y nacías.
Y aquí, en este retrato,
frente al blanco camino,
dejaste tu niñez en la mirada.)
Esa luz que ha quedado contigo prisionera
en tu clara laguna,
es la luz que conservan
las cosas de la abuela puestas en la vitrina.
Ya te habrás olvidado. ¡Qué muerta estás aquí!
¿Dónde estarás ahora?
...Días, calles, olvidos, amores y tristezas,
relojes, calendarios, trajes, cuerpos, ventanas,
tejas, lluvias, tarjetas, zapatos ya gastados,
tranvías, ruedas, nubes, sueños, tardes, mañanas,
inviernos y veranos, rosas secas, revistas,
muertos, libros, silencios, músicas, risas, llantos,
arroyos y caminos, montañas, bosques, mares,
y un montón de minutos iguales como arenas
me separan de ti.
Pero en mi orilla queda tu retrato olvidado.
...Tendrías quince años. Yo,
entonces, estaría
paseando mis sueños de niño no sé dónde.
¿Dónde estarás ahora?
Oh muchacha lejana que quizá hubiera amado
de no ser por el tiempo, el tiempo... siempre el tiempo...
paseando mis sueños de niño no sé dónde.
¿Dónde estarás ahora?
Oh muchacha lejana que quizá hubiera amado
de no ser por el tiempo, el tiempo... siempre el tiempo...
DONDE DIOS
SE COMPLACE
(TRES
RETRATOS Y UN HIMNO)
«… y al
vecino, como a vosotros mismos».
(2)
Mientras
pueda enhebrar la aguja, dice,
no se piensa
quejar. Miseria limpia,
faena,
cuando la hay, en otras casas
de ruido y
lumbre, y todo para qué;
como en
playa de otoño por la tarde
suena a
frío. El torrente ya ha menguado
volviéndole
la espalda. No tendrá
carta, y al
cementerio ya hace mucho
que no sabe
el tranvía. Aquí está, en medio
de la
pobreza hiriente y gritadora
del
vecinaje, andando en su silencio,
fregando su
silencio y su oquedad,
sin una mota
nunca. Pasan trenes
entre las
latas y ladrillos, silban,
insisten,
relojeros, en la rueda
del tiempo,
que no saca agua del pozo.
No hay
recuerdos. Es sólo un peso ciego
como una
losa sin grabar. El alma
no está
educada para recordar;
la arena se
ha tragado rostros, lejos
o muertos,
quién lo piensa. Pero siempre
hay que
coser las viejas medias, siempre
zurcir la vida, hervir el pucherito;
alguien hay
que, invisible, está comiendo
con la boca
mellada, con el diente
de oro de
mejores tiempos, alguien
la lleva por
el pan, se está arropando
en su
mantón, latiendo en su vacío,
y en alto la
sostiene, como el viento
cuando se
hace alma y voz de la hojarasca.
LA MAÑANA
En la
mañana, en su fino y mojado
aire, subes
y vuelves a la casa,
con el latir
de gente, y los trabajos;
te corona el
rumor del mercadillo,
y el
carpintero habrá sacado el pote
pegajoso a
la puerta, y dará golpes,
y el
triciclo de carga va llevando
la buena
nueva, porque tú me llegas
con tu
cesto, cargada de milagros;
te acompaña
la leche, como un niño
que anda
mal, que se tiende y que se mancha,
el queso,
denso espacio de pureza
concretada y
punzante, y el fulgor
antiguo del
aceite, la verdura
aún viva,
sorprendida mientras duerme,
las patatas
mineras y pesadas
de querencia
de suelo, los tomates
con fresco
escalofrío; los pedazos
crueles de
la carne, y un aroma
noble de pan
por todo, y su contacto
rugoso de
herramienta. Ya se inunda
mi faro
pensativo de riquezas,
de materias
preciosas; considero
la textura
del vino y de la fruta,
estudio mi
lección de olores: noto
que todo se
hace yo porque lo traes
a entrar en
mí, y estamos en la mesa
elevados,
las cosas y nosotros,
en el nombre
del mundo, como pobre
desayuno de
Dios, a que nos coma.
DE UNA VIDA
DE SANTO
Sobre su
nombre y nacimiento
hasta el día
de hoy no están
las
historias de acuerdo: fue
desconocido
y vulgar.
Cuantos le
hablaban, le olvidaban
en seguida,
para quedar
sin darse
cuenta otro poco
más alegres,
más en paz.
Quién nos le
pinta encerrado
en mística
soledad;
quién dice
que habitó en el ruido,
dejó familia
y ganó el pan.
Sólo nos
consta que solía,
al salir de
su portal,
mirar el
color del cielo
y,
tropezando, suspirar.
Que le
gustaba andar despacio,
ir silbando
a ver pasar
la gente, y
tenía algunas
dulces
manías que cultivar.
Sin pensarlo
mucho, rezaba
con
costumbre de olvido ya,
confiaba y
se distraía
en la vida y
su zumbar.
Murió, y
despertó asombrado
al
encontrarse santo allá;
riega
milagros pequeños
que a nadie
dan nada que hablar.
LA VOCACIÓN DE SAN MATEO
(Mat 9,
9.)
—Siempre me
gustó el orden. Yo no tengo
fuerzas para
vivir a la aventura.
Hipócritas,
solían acusarme
de mi poco
dinero, rebañado
a fuerza de
esperar, de perseguir
al moroso,
gritando entre sus niños,
de tener
buena letra. ¿Y por qué no?
¿Por cuál
justicia van ellos a hablar?
Solo, con
malhumores digestivos,
débil, fue
mi refugio aquella mesa
con el
papel, los sellos, la balanza
temblorosa,
y la ley. Yo no sacaba
más de lo
acostumbrado. (No me importa
ya, que todo
pasó, pero conservo
mi hábito
antiguo de equidad exacta.)
El Imperio
Romano y los poderes
de
reyezuelos lagoteros, todo
se apoyó en
mis columnas de sobadas
monedas.
Desde el fondo de la tierra,
desde el
olivo anciano, desde el flaco
cabrito y la
tinaja en paz, venía
rodando el
disco tibio, con un rostro
laureado. Y
luego, nítidos montones
de tañido
preciso, sudorosos,
y el mundo
hacia delante, y yo tranquilo.
Pero una
tarde vino el que decían,
el que
hablaba a las gentes. Yo sabía,
pero eso no
era para mi; era cosa
del mundo de
allá fuera, de las grandes
verdades y
mentiras, de las muertes
y los
amores, de las intemperies.
Ni lo pensé;
un revuelo por la plaza,
varios
camellos más, una inquietud
de
vendedores de agua. El hombre célebre,
con su cara
de bueno enflaquecido,
apareció, y
cruzaba con su tropa
de pobretes.
Y yo ya le
olvidaba,
y seguía mi
suma, pero no:
llegó a mí,
y dijo: «Sígueme», pasando
sin mirar
hacia atrás. Yo ¿qué iba a hacer?
Yo siempre
he obedecido, yo no supe;
me levanté,
queriendo preguntarle,
¿Qué más da?
Ya llevo
varios meses; todavía
no le he
podido hablar a solas, pero
se me olvida
qué le iba a preguntar.
Él ya cuenta
conmigo; ¿qué más da?
Si yo estaba
sentado, es porque nadie
pensó en mi
nombre; nadie me quería.
Siento el
desorden, pero ¿qué más da?
Las viejas campanas
Oigo viejas campanas que llegan del pasado,
campanas de la tarde en los pueblos tranquilos...
Campanas que no he visto, y ahora están cantándome
desde los dulces valles del pasado difunto.
Venid conmigo, entrad a la sombra que llega.
Cantad, pues sois tan leves que no puede decirse
si sois un sueño muerto o si es que estáis distantes,
porque la lejanía confunde espacio y tiempo.
Éste es el tiempo triste de nacer con recuerdos.
Cuando yo vine al mundo, habían muerto cosas
que he crecido esperando. Y yo no lo sabía,
las suponía cerca, tal vez tras de mi casa,
tal vez tras de esos montes a donde van los pájaros.
Y el rumor del poniente era su voz remota.
No sé, yo no sé qué eran las cosas que esperaba.
Sé que era algo sencillo. Eran dulzuras mínimas.
Quizá mañanas claras, quizá rumor de fuentes,
quizá campos amigos donde Dios paseaba,
o era el amor, a salvo del viento de la historia,
o el conversar despacio de las cosas sabidas...
Oigo viejas campanas que llegan del pasado,
campanas de la tarde en los pueblos tranquilos...
Campanas que no he visto, y ahora están cantándome
desde los dulces valles del pasado difunto.
Venid conmigo, entrad a la sombra que llega.
Cantad, pues sois tan leves que no puede decirse
si sois un sueño muerto o si es que estáis distantes,
porque la lejanía confunde espacio y tiempo.
Éste es el tiempo triste de nacer con recuerdos.
Cuando yo vine al mundo, habían muerto cosas
que he crecido esperando. Y yo no lo sabía,
las suponía cerca, tal vez tras de mi casa,
tal vez tras de esos montes a donde van los pájaros.
Y el rumor del poniente era su voz remota.
No sé, yo no sé qué eran las cosas que esperaba.
Sé que era algo sencillo. Eran dulzuras mínimas.
Quizá mañanas claras, quizá rumor de fuentes,
quizá campos amigos donde Dios paseaba,
o era el amor, a salvo del viento de la historia,
o el conversar despacio de las cosas sabidas...
POR QUÉ HABLABA ASÍ JESÚS
(Mat., 13, 10-15)
—Leyendas les conté. ¿De qué podían
servirles los discursos de razones,
disueltos, sin raíz en la memoria,
como espuma de voz? Cuando bajaba
la tarde, era el momento de alejarles:
igual que el sol, caía mi parábola
redonda y de oro entre sus manos; algo
para llevar a casa intacto, y luego
repartirlo a los otros que quedaron
junto al fuego, esperando las noticias
de la plaza del pueblo, y del curioso
forastero.
No fueron mis palabras
de retumbar iluso, definiendo
qué es y qué no es, creando una penumbra
de pozo en que caer hasta el engaño
de la entrada del mundo; no arrullé
el sueño del saber con las palabras
hechas para otra cosa; no encendí
bengalas de colores en lo oscuro
irremediable. Yo conté, bendije,
maldije, prometí, lancé preguntas,
recé: hablé como El Hombre.
Se llevaban
mis monedas rodando por el mundo,
mis historias pequeñas con la estampa
de un sembrador con pájaros, o de una
vieja barriendo, o de un rey que casaba
a su hijo, muy dorado y en colores;
y como con billetes, cada uno
les sacaba una cosa, un pan, un paño,
echándolas enteras adelante.
Yo les daba mis cuentos, mi palabra
que podía ser llave de la vida
al de ojo puro y corazón derecho;
pero también ser trampa de oro, dura
piedra que masticar, para el henchido
de su propio saber, que la pondría
al trasluz, sopesándola, dudando
si tirarla.
Pues ya lo dijo el otro:
«Oiréis sin entender, y miraréis
sin ver.» Para eso hablaba con
historias;
para que el que tenía, recibiera
hasta abundar, y el vano en sus entrañas
perdiese hasta lo poco que tenía:
su orgullo de saber, y se quedara
dando vueltas al guijarro enigmático,
royendo el duro hueso de mi verbo:
la fábula que a todos divertía
y encendía; para él ciega y cerrada
como el túnel de la condenación.
RESUCITADO EN LA TIERRA
(Mat., 28, 9-10.)
—Mucho tiempo he tenido un cuerpo
triste,
el traje de trabajo humano; ahora
voy estrenando el traje del domingo
que todos llevarán, resucitados.
El mío es el primero: me lo pruebo
despacio, solitario, acostumbrándome
ante el espejo inmenso de los montes
y el mar y el cielo, atónitos, callados.
Los árboles, los pájaros, las piedras
se estremecen al verme: ¿ya es la hora
de encenderse también, dejar k queja,
su hundido afán, su llanto de materia,
y ser gloria final en mi reinado
para que el mundo muera luego en paz?
Ya estaba encariñado con el otro
cuerpo: viejo, arrugado, con que el alma
creció en acuerdo dulce de avenirse
a las miserias mutuas, apegándose
a cada rozadura de la vida
como en unos zapatos convividos.
Pero ahora le premio en nuevo ser.
Ésta es la misma barba que ha brotado
como la zarza en la vereda, intacta,
turbia de sol, de polvo y de sequía;
hoy es el cercó de mi gloria, donde
se esfuma lentamente mí fulgor.
Aquí siguen mis pies, casi de leño
a fuerza de caminos, ya invadidos
de piedra, en callo duro, minerales
que entran por mi sustancia y me hacen
árbol;
ahora la tierra en ellos se humedece
de cielo y luz, y aprende así a esperar.
Aquí tengo mí cuerpo, sordo y blanco,
como un pan escondido en la alacena,
mi ciudad minuciosa de canales
y plazas, y aire y jugos, siempre en
vela:
laborioso, descansa y goza ahora,
buen obrero en su fiesta, y queda sólo
entregado a su hermosa perfección,
hecho un himno de huesos bien trabados,
y carne que parece de alma, a fuerza
de saberse hacer justa, en cada sitio,
como debe de ser: ya se ha hecho música,
un canto de colores y de espacio
que ante mi Padre siempre quedará.
Los ojos que me vieran, cegarían:
tendré que disfrazarme, y apagando
mi luz, saldré del bosque de mi gloria;
iré a comer con mis hermanos tristes
y así verán que no soy un fantasma,
un espíritu viudo entre las brisas.
Allí les dejaré mi testamento:
mi palabra en sus manos, que la
esparzan,
el abrazo final, sin hablar casi:
no les deslumbre y mate mi secreto,
mis alas y mi risa de inmortal.
HIMNO PARA GLORIAR A MI ESPOSA
(«Creo en la resurrección de la carne.»)
Siempre que vuelve por tus ojos
un viento de tus años de niña a
atravesar,
y te llama un paisaje
que empezaste y dejaste a la mitad;
siempre que un cielo y una playa
de otro tiempo, te insisten con
nostalgia de allá,
y querrías volver
a esos recuerdos donde has muerto ya,
no llores, sino calla y oye
cómo vive en tu cuerpo, cómo en tu carne
va
todo lo que has vivido,
en tu carne que nunca morirá.
Grabado está en tus huesos cada
dolor, cada ilusión que ha cruzado tu
edad:
por tu cuerpo de días
resucitado, a Dios entreverás.
Y en esa huella de la vida,
como están dos pisadas en una sola,
igual
la huella de mi nombre
al golpe del amor ha de quedar.
Ante el Señor, tu nuevo cuerpo
hará de mí más luz entre su claridad:
iré en lo que fue tuyo,
reflejado en tu nombre de cristal.
Y tu figura, como un cántico,
cruzará de eco en eco toda la eternidad,
sonando por tus hijos
de rostro en rostro, por siempre jamás.
ANIMAL DOMÉSTICO
Furtivo, el gato da un salto y se mete
tras los libros; desaparece. Inquieto,
saco unos tomos, rompo su secreto:
guarda un trapo, papeles, el carrete
de una cinta de máquina… Es un nido,
no de gato, una choza un poco humana,
el sueño torpe de un mejor mañana,
es un tanteo lento y prohibido…
El gato y yo, a los ojos nos miramos,
turbados, con vergüenza. Vuelve afuera
¿te enajenó el vivir de humanos restos?
Por más que te contagies de tus amos
tú no podrás subir desde tu esfera.
Ya es tarde: el hombre soy yo: no hay más puestos.
ARISTÓTELES
Alzó la mano y dijo: —Yo os lo explicaré todo,
sin los viejos relatos de la niñez del mundo:
por qué giran los astros, por qué rugen las olas,
la rara anatomía de la ballena, el caso
de la tenaz sordera de las dulces abejas.
Pero antes, un momento: para más certidumbre
recordemos qué es eso de hablar y discurrir,
y el Sí y el No, y las sendas del pensamiento en blanco—.
Entonces tapó un velo de niebla el Universo:
en vez de los paisajes, surgieron los fantasmas
potentes del concepto, chocando sus espadas;
las durísimas vigas del ente matemático
tendieron su palacio sobre el limpio vacío;
y al fondo, el horizonte vibraba con el canto
quieto, enloquecedor, de la Última Palabra,
del puro Ser, allende Creador o creación,
y verdad o mentira, y presencia o futuro;
el fin de abiertas fauces; la catarata inmensa
que hunde la realidad en brazos de la Nada.
Algo quiso añadir; fue a nombrar la justicia,
las cosas de los hombres, las leyes y los jefes.
Pero aquellos espectros emplazaban al mundo.
Asustados, callaron todos por varios siglos.
TOMA DE CONCIENCIA
Primero, era un mandato de cruzada
arcangélica
contra el hervor en marcha de puños en
la calle:
entre un vago tufillo a iglesias
incendiadas,
el miedo a que se hundiera el buen pasar
modesto
nublaba a la familia en torno a la camilla.
Luego… mejor callar de la lucha civil.
El cadáver que sigue creciéndome en la
espalda,
más mío a cada vez, como muerto a mis
manos.
Tras eso, años de hundirme en confuso
vacío:
por un lado surgía el asco a los
magnates,
mientras duraba el pánico a oír: ¡Ya
están ahí!
Pero en medio de todo, dejando
apocalipsis,
otra cosa apremiaba: el dolor silenciado
de la gente con hambre, del pisoteado
pobre,
del injuriado oscuro, del invisible en
mugre.
Eran las estadísticas crónicas de
sudores,
en cada porcentaje resonaban gemidos,
y, al volver la mirada a la historia,
los textos
de lisonjas heráldicas se borraban en
llantos.
Por si no era bastante eso de ser poeta,
acechando en escucha la vida ajena y propia,
lo mismo que un espía, otra maldición
vino
sobre mí: entre la charla bien educada,
el té,
de pronto, me han mirado como a un perro
rabioso.
Y aún más; tampoco puedo cambiar de
apocalipsis:
a cada cual le peso su porción de
maldades
y su poco de méritos, según se
desvanece.
Seré traidor para unos, blando para los
otros,
abierto a un porvenir sin asiento ni
gloria,
quizá colaborando, pero siempre mal
visto,
progresista gruñón, mesurado extremista…
En lo de «amar al prójimo» entra este
gris cansancio.
SOBRE MI IMPOSIBILIDAD DE ESCRIBIR UNA
«ELEGÍA MADRILEÑA»
J’ai
changé. Comme vous.
Mais d’une autre maniere. VERLAINE
Mais d’une autre maniere. VERLAINE
¿Y cómo no escribir una «Elegía
Madrileña», si llego a mi ciudad
de niño y de muchacho, desde lejos,
tras años de cambiar gentes y lenguas,
unos días, fugaz, desconocido,
forastero en mi tierra, en vacaciones?
Si sólo fuera el tiempo, cantaría:
los churros en el mármol del café,
ciertas calles y tiendas remansadas
en la edad en que odié la camiseta,
las escasas reliquias que no nubla
el vaho de los coches recién hechos;
o, igual que ayer, la luz de la mañana
por un balcón, doblada en un reflejo
dorado en la pared, en lenta fuga,
fueran pasto bastante a mi elegía.
Y podría ponerle como fondo
del despertar primero al estar vivo
el ruido de tranvías herrumbrosos
al píe del viejo piso, y los pregones;
y hasta quizá, mirando desde ahora,
despierto a lo social, algo diría
recordando el dolor de las criadas,
con las que convivíamos los niños,
con odio y con apego, como náufragos,
en su jungla de cháchara y refranes,
y el soplo de su afán de hombre llenando
nuestra infancia de vagas suciedades
—ellas, con los soldados, en el parque,
miraban de reojo nuestros juegos,
su dura ligazón de servidumbre—.
¿Y el golpe de los versos, levantados,
arrebatándome desde los libros
al país de los sueños, en la sombra,
al fondo del pasillo y sus rumores?
¿Y luego, los tanteos del amor,
paseado en el alma por las calles,
que entonces consentían ir soñando
o leyendo al andar por las aceras?
(De repente, otro barrio se me nada
íntimo y delicado; aun su más triste
carbonería se volvía nítida,
con la luz de los ojos esperados.)
Madrid destartalado de mi infancia,
ciudad del farolero y los barquillos,
y, después, del amor, ¡cómo no darte
mi verso, hoy entre niebla de motores,
si te veo y no estoy, como un fantasma!
Si «se canta» —es verdad— «lo que se
pierde»,
¡cómo no he de cantarte en lo remoto
del ayer, imposible aunque te toque!
Pero no puedo: al verte en tu bullicio,
desarrollista y pobretón a un tiempo,
reconozco, más próspero y más duro,
rigiendo tu vivir, algo de entonces,
que nunca aparecía en mi lenguaje,
pero hoy, al encontrarte, sé que estaba
en mí y que con el paso de los años
se me ha vuelto una piedra en la
conciencia,
una vergüenza; aquel poder antiguo
gobernando la vida ante mis pasos
—el destino y el sueldo de mi padre,
las notas del colegio, los deberes,
y aun la misma oración a Dios, manchada
de miedo al pobre, sorda a su murmullo—;
cuanto reverencié, en mi clase media,
girando bajo el soplo imperativo
del oráculo oculto entre los bosques
del poder y el dinero, entre espesuras
de palabras sublimes y ancestrales;
esto que, renovado y viejo a un tiempo,
hoy veo cómo rueda y manda y gasta
en relumbrón de bares, y se impone
en los televisores, y somete
a su interés la misma rebeldía,
la lírica más tierna de los jóvenes,
el cansancio irritado del que corre,
siempre a medio dormir, tras sus
empleos;
aquel sentido, entonces sin un nombre,
pero fuerte y celoso, y que hoy me duele
más porque era lo mío, mis raíces,
por mucho que quisiera renegarlo
al ver que me lo das, Madrid,
triunfante.
Tarde es para acusar a aquel mi niño,
ansioso y débil, o a mi adolescente,
vehemente y cobarde al mismo tiempo:
han ganado los míos, los que quise
que me salvaran cuando en mis principios
me entró miedo a los vientos del mañana.
Madrid es suyo, y yo crecí con ellos.
No fui nunca inocente. Lo fingía,
sospechando, allá al fondo, algo muy
sucio.
Y hoy que me lo confieso, no consigo
redimirlo en poesía, y verte sólo,
Madrid, limpio en mi ayer. Te cantaría
tras el agua del tiempo que no vuelve,
pero lo que hoy al verte toma nombre
me pone contra mí. Se me ha partido
la raíz de la voz; no es mía aquella
con que eché a hablar. Un áspero
silencio
me come aquel pasado y mi Madrid.
Se acabaron las puras elegías,
el lírico cantar a mi niñez.
LA PALABRA HECHA CARNE
un mensaje que emplaza
toda palabra nuestra, y amena2a
transfigurarla en luz abrasadora:
que el ser se mostraría
sustentado en palabra, no en la mía
ni de nadie, una voz sin ley ni cuenta,
flotando en el silencio de allá atrás,
la palabra de siempre, que jamás
dice un nombre de aquel que en ella alienta;
sola voz soberana
que hizo nacer la humana,
pero que, al dirigirse a nuestro oído,
dejó su son de mares y de vientos,
hecha carne en un hombre sin fulgor
que dijo poco, «amor», y algunos cuentos,
y murió perseguido
a manos de la gente,
sólo con el rumor
de que resucitó furtivamente.
Quedo callado ante ese desafío:
¿tanto digo, y es nada?
Mi palabra, que da el ser a lo mío,
¿en otra estará envuelta, enajenada?
¿Es verdad eso? Siento
terror a tal locura, a tan violento
lenguaje, a tal amor
acechando detrás de este dolor
que es vivir y la cárcel que es el ser.
Sé que fuera el creer
renunciar a mi lengua y a mi vida,
pero me hiere esa palabra clara
y sé que, aun antes ya de ser creída,
valdría echar mil vidas en su hoguera,
aunque un sueño tan sólo resultara.
Y ¿quién iba a soñar de esa manera
que vuelve del revés el pensamiento
y nos deja sin habla y sin aliento?
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