Nació en 1947 en Northampton, Massachusetts. Es profesora de creación literaria en la Universidad de Albany (SUNY).
"Sus segmentos en prosa alcanzan un nivel de intensidad y concisión que
los sitúa en las inmediaciones de la poesía o la iluminación filosófica.
Uno de sus más rendidos admiradores, Jonathan Franzen, trató de zanjar
el asunto, refiriéndose a ella como “una suerte de Proust del relato
breve”. Obtuvo la
concesión del Premio Internacional Man Booke." (De la entrevista en El País de Eduardo Lago).
Ha publicado seis libros de cuentos habitualmente breves (o brevísimos), con un toque de humor, entre los que destacan: The Thirteenth Woman and Other Stories (1976), Break It Down (1986) o Varieties of Disturbance (2007). Han aparecido varias antologías suyas; y en 2009 recopiló sus cuentos en The Collected Stories of Lydia Davis, traducida al español.
Se dice que sus relatos son poéticos, filosóficos, prosas varias o
simplemente retratos de vidas a menudo derrotadas. Conocida asimismo
como crítica literaria.
Davis es miembro de la American Academy of Arts and Sciences
desde 2005. Ganó el MacArthur Fellows Program, de 2003; y fue finalista
del National Book Award Fiction, en 2007. Por sus traducciones ha sido
galardonada en Francia. (De Wikipedia).
Aquí hay un enlace a un trabajo sobre ella de Alicia Guerrero:
http://www.thecult.es/libros/escribir-una-historia.html
http://www.thecult.es/libros/escribir-una-historia.html
Historia
Vuelvo a
casa después del trabajo y encuentro su mensaje: que no viene, que tiene
trabajo. Volverá a llamar. Espero, y a las nueve voy adonde vive, veo su coche,
pero él no está en casa. Llamo a la puerta de su apartamento y a todas las
puertas de garaje, porque no sé cuál es su puerta de garaje. Nadie responde.
Escribo una nota, la releo, escribo otra nota y la pego en su puerta. En casa no
me tranquilizo, y lo único que puedo hacer, aunque tengo mucho que hacer porque
mañana salgo de viaje, es tocar el piano. Vuelvo a llamar por teléfono a las
once menos cuarto y está en casa. Ha ido al cine con su antigua novia, que
continúa allí. Dice que ahora me llama. Espero. Me siento por fin y escribo en
mi cuaderno que cuando me llame o venga a casa, o no venga, me enfadare, y
tendré que vérmelas con él o con mi rabia, y eso podría ser estupendo, porque
la rabia es siempre un gran consuelo, como descubrí con mi marido. Y entonces
sigo escribiendo, en tercera persona y en pasado, que indudablemente ella
siempre ha necesitado un amor, aunque fuera un amor difícil. Antes de que me dé
tiempo a terminar de escribir, llama. Cuando llama, son poco más de las once y
media. Discutimos hasta las doce, casi. Todo lo que dice es contradictorio: por
ejemplo, dice que no ha querido verme porque quería trabajar y, más aún, porque
quería estar solo, pero ni ha trabajado ni ha estado solo. No encuentro forma
de que resuelva ninguna de sus contradicciones y, cuando la conversación
empieza a sonarme a una de las muchas que mantuve con mi marido, me despido y
cuelgo. Acabo de escribir lo que había empezado a escribir, aunque ya no
parezca verdad que la rabia sea un gran consuelo.
Lo llamo
otra vez cinco minutos más tarde para decirle que lamento toda la discusión, y
que lo quiero, pero no contesta. Repito la llamada cinco minutos más tarde,
pensando que quizá hubiera ido al garaje y ya haya vuelto, pero sigue sin
contestar. Pienso en la posibilidad de coger el coche e ir otra vez adonde vive
y mirar en el garaje a ver si está trabajando allí, porque allí tiene su mesa y
sus libros y allí es donde lee y escribe. Estoy en camisón, son más de las doce
y al día siguiente tengo que salir a las cinco de la mañana. A pesar de eso, me
visto y hago el kilómetro y medio largo que hay hasta su casa. Tengo miedo de
llegar y encontrarme delante de su casa otros coches que no había visto antes y
que uno de ellos sea el de su antigua novia. En el camino de entrada veo dos
coches que antes no estaban, uno de ellos I ap« está allí. A pie, doy la vuelta
al pequeño edificio, hasta la parte de atrás, donde tiene su apartamento, y
miro por la ventana: hay luz, pero no puedo ver nada con claridad porque están
las persianas a medio echar y los cristales empañados. Pero en la habitación
las cosas no están como estaban por la mosquitera y llamo. Espero. Nadie
contesta. Cierro la puerta y voy a inspeccionar los garajes. Ahora la puerta se
abre a mis espaldas, mientras me alejo, y sale él. No puedo verlo bien porque
el pasaje al que da su puerta está a oscuras, y lleva ropa oscura, y la poca
luz que hay está a sus espaldas. Se me acerca y me abraza sin hablar, y pienso
que no habla no porque la emoción se lo impida sino porque está preparando lo
que va a decir. Me suelta, da una vuelta a mi alrededor y se adelanta hacia los
coches que hay aparcados a la puerta de los garajes.
Mientras
andamos dice «mira», y mi nombre, y espero que me diga que ella está allí y
también que todo ha terminado entre nosotros. Pero no lo dice, y tengo la
sensación de que iba a decir algo parecido, por lo menos a decir que ella
estaba allí, y de que luego, por alguna razón, lo ha pensado mejor. En vez de
eso, dice que todos los desencuentros de esta noche han sido por su culpa, y
que lo siente. Apoya la espalda en la puerta del garaje, la luz le da en la
cara, y yo estoy frente a él, de espaldas a la luz. En cierto momento me
abraza, tan de repente que mi cigarrillo encendido se aplasta contra la puerta
del garaje, detrás de él. Sé por qué estamos fuera y no en su casa, pero no se
lo pregunto hasta que todo se arregla entre nosotros. Entonces dice: «Ella no
estaba aquí cuando te llamé. Volvió después.» Dice que la única razón de que
esté aquí es que tiene un problema y que él es el único con quien puede hablar
del asunto. Luego dice: «No lo entiendes, ¿verdad?»
Intento
aclararme la situación.
Fueron al
cine y después volvieron a su casa y entonces llamé yo y luego ella se fue y él
me devolvió la llamada y discutimos y luego lo llamé yo dos veces más pero él
había salido a comprar cerveza (dice) y entonces he cogido el coche y
entretanto él ha vuelto de comprar cerveza y ella también ha vuelto y estaba en
su apartamento y por eso estábamos hablando en la puerta del garaje. Pero ¿cuál
es la verdad? ¿Es posible que los dos volvieran en el corto espacio de tiempo
que media entre mi última llamada y mi llegada a la casa? ¿O la verdad es que,
mientras él me llamaba, ella esperaba fuera, o en el garaje, o en su propio
coche, y que luego él la invitó otra vez a entrar, y que, cuando el teléfono
sonó con mi segunda y mi tercera llamada, él lo dejó sonar, sin contestar,
porque estaba harto de mí y harto de discusiones? Y ni siquiera creo que
saliera a por cerveza.
El hecho de
que no me diga siempre la verdad, me hace dudar de su sinceridad en
determinados momentos, y entonces intento aclarar si lo que me dice es verdad o
no, y a veces veo clarísimamente que no es verdad y a veces no lo sé ni lo
sabré nunca, y a veces, sólo por el hecho de que me repite lo mismo una y otra
vez, me convenzo de que es verdad porque no creo que repitiera tantas veces una
mentira. Quizá la verdad no importe, pero quisiera conocerla, aunque sólo sea
para llegar a alguna conclusión sobre cuestiones como: si está enfadado conmigo
o no; si lo está, cuánto; si sigue queriéndola o no; si la quiere, cuánto; si
me quiere o no; cuánto; hasta qué punto es capaz de engañarme con sus actos y,
después de los actos, con sus palabras.
La espina
Hace muchos
años, mi marido y yo vivíamos en París y traducíamos libros de arte. Todo lo
que ganábamos lo gastábamos en el cine y en comida. Casi siempre íbamos a ver
películas americanas antiguas, que allí estaban muy de moda, y comíamos mucho
en la calle porque los restaurantes eran baratos entonces, y ninguno de los dos
guisábamos muy bien.
Una noche,
sin embargo, preparé para cenar filetes de pescado. En teoría, los filetes no
tenían espinas, pero en uno debía de haber quedado una espina pequeña, porque
mi marido se la tragó. Se le clavó en la garganta. Era algo que nunca nos había
pasado a ninguno de los dos, aunque la posibilidad nos preocupara siempre. Le
di pan, se bebió muchos vasos de agua, pero la espina estaba bien hincada, y no
se movía.
Horas
después, el dolor se había intensificado y mi marido se sentía cada vez más
preocupado, así que salimos del apartamento y nos lanzamos a las oscuras calles
de París en busca de ayuda. Nos dirigimos, primero, al entresuelo de una enfermera
que no vivía muy lejos, y la enfermera nos mandó al hospital. Anduvimos un rato
y encontramos el hospital en la rue de Vaugirard. Era antiguo y bastante oscuro, como si ya no
tuviera mucha actividad.
Dentro,
esperé en una silla plegable, en un amplio pasillo cerca de la entrada,
mientras mi marido, tras una puerta cerrada, se sentaba entre varias enfermeras
que querían ayudarle, pero lo único que hacían era echarle un spray en la
garganta y luego retrocedían y se reían, y él también se reía, tanto como
podía. No sé de qué se reían.
Por fin
llegó un médico joven y nos llevó a mi marido a mí a través de pasillos
desiertos y dos zonas del oscuro hospital, hasta un ala vacía donde había otra
sala de reconocimiento en la que disponía de instrumental especializado. El
ángulo de curvatura de cada instrumento era distinto, pero todos acababan en la
misma especie de garfio. Bajo una única fuente de luz, en la sala en sombras,
insertó instrumento tras instrumento en la garganta de mi marido, trabajando
con intenso interés y entusiasmo. Cada vez que insertaba un nuevo instrumento,
mi marido sufría una arcada y agitaba las manos en el aire.
El médico
extrajo por fin la minúscula espina de pescado y la mostró con orgullo. Los
tres sonreímos y lo celebramos.
El doctor
nos condujo de vuelta por los pasillos vacíos, hasta la entrada abovedada, que
había sido construida para recibir a los carruajes tirados por caballos. Nos
quedamos allí un momento, charlando, mirando las calles vacías del barrio, y
luego nos estrechamos la mano, y mi marido y yo nos fuimos a casa.
Más de diez
años han pasado desde entonces, y mi marido y yo hemos seguido distintos
caminos, pero, de vez en cuando, cuando nos vemos, recordamos a aquel joven médico.
«Un gran médico judío», dice mi marido, que también es judío.
Algunos de
mis defectos
Dijo que yo
tenía cosas que desde el principio no le habían gustado. No lo dijo de una
manera desagradable. El no es una persona desagradable, por lo menos a
propósito. Lo dijo porque yo pretendía que me explicara el motivo para cambiar
tan de repente su opinión sobre mí.
Quizá les
pregunte a sus amigos lo que piensan sobre el asunto, porque ellos lo conocen
mejor que yo. Lo conocen desde hace más de quince años, mientras que yo sólo lo
conozco desde hace diez meses. Les tengo aprecio, y ellos parecen tenérmelo a
mí, aunque no nos conozcamos muy bien. Lo que me gustaría es comer o tomar una
copa con, por lo menos, dos o tres de ellos, y hablar de él hasta hacerme una
idea más precisa de cómo es.
Es fácil
llegar a conclusiones falsas sobre la gente. Ahora comprendo que durante todos
estos meses sólo he llegado a conclusiones falsas sobre él. Por ejemplo, cuando
creía que iba a ser desagradable conmigo, era agradable. Y, cuando creía que
iba a ser cariñoso, sólo era educado. Cuando pensaba que le fastidiaría oír mi
voz al teléfono, a él le gustaba. Cuando creía que se iba a pelear porque lo
había tratado con frialdad, deseaba estar conmigo más que nunca y no reparaba
en sacrificios ni en gastos con tal de pasar un rato juntos. Entonces, cuando ya pensaba que era el hombre
que me convenía, él, inesperadamente, dio la relación por terminada.
No me
esperaba la decisión, aunque durante el último mes yo notaba cómo se iba
alejando. Por ejemplo, no escribía con la misma frecuencia que antes, y además,
cuando estábamos juntos, me decía más cosas desagradables que nunca. Cuando se
fue, yo ya sabía lo que él pensaba. Se tomó un mes para reflexionar, y yo sabía
que existía un cincuenta por ciento de posibilidades de que me dijera por fin
lo que acabó diciéndome.
Supongo que
no me esperaba la decisión por las esperanzas que albergaba entonces, por lo
que soñaba para él y para mí: los sueños de siempre sobre una casa preciosa y
unos niños preciosos y los dos juntos, trabajando en la casa al anochecer
mientras los niños dormían, y más sueños, sobre los viajes que haríamos juntos,
y cómo aprendería yo a tocar el banjo o la mandolina, para acompañarlo, porque
tiene una maravillosa voz de tenor. Ahora, cuando me imagino tocando el banjo o
la mandolina, la idea me parece ridícula.
Todo acabó
de la siguiente manera: me llamó por teléfono un día en el que no solía
llamarme y me dijo que por fin había tomado una decisión. Luego me dijo que, a
causa de que le había costado mucho llegar a una conclusión, había redactado
algunas notas sobre lo que iba a decir, y me preguntó si me importaba que me
las leyera. Le dije que sí que me importaba. Me dijo que por lo menos debería
mirarlas de vez en cuando mientras me hablaba.
Entonces
habló de un modo muy razonable sobre las mínimas posibilidades de que fuéramos
felices juntos, y sobre convertir lo nuestro en simple amistad antes de que
fuera demasiado tarde. Le dije que estaba hablando de mí como si fuera un
neumático viejo que amenaza con estallar como si fuera un neumático viejo que
amenaza con estallar en plena autovía. Eso le hizo gracia.
Hablamos
sobre lo que había sentido por mí en distintos momentos, y sobre lo que había
sentido yo por él en distintos momentos, y parece que nuestros sentimientos no
casaban demasiado bien. Luego, cuando quise saber exactamente qué había sentido
por mí desde el principio, intentando descubrir en realidad el punto máximo que
sus sentimientos habían alcanzado, hizo esa afirmación rotunda a propósito de
que yo tenía cosas que desde el principio no le habían gustado. No pretendía
ser desagradable, sólo rotundamente claro. Le dije que no le preguntaría a qué
cosas se refería, pero ya sabía yo que acabaría reflexionando sobre el asunto.
No me gustó
oír que yo tenía cosas que le fastidiaban. Era espantoso oír que determinadas
cosas mías no le habían gustado jamás a alguien a quien yo quería. También él,
por supuesto, tenía cosas que a mí no me gustaban, por ejemplo, la afectación
con que introducía frases extranjeras en las conversaciones, pero, aunque yo
había notado esas cosas, nunca se lo había dicho de un modo tan terminante.
Pero, si me empeño en ser lógica, debo reconocer que quizá yo tenga algunos
defectos, al fin y al cabo. El problema es saber cuáles son.
Durante
varios días, después de hablar, intenté pensar en el asunto, y vislumbré varias
posibilidades. Quizá no hablaba lo suficiente. A él le gusta mucho hablar y le
gusta la gente que habla mucho. Yo no soy demasiado habladora, o, por lo menos,
no tanto como a él parece gustarle. Se me ocurre alguna buena idea de vez en
cuando, pero me falta información. Sólo puedo extenderme a propósito de cosas
aburridas. Quizá le he hablado en exceso de lo que debería comer. Me preocupa
cómo se alimenta la gente, y les digo lo que deberían comer, lo que es una
lata, algo que a mi marido tampoco le gustó nunca. Quizá mencioné a mi marido
con demasiada frecuencia, de modo que creyó que yo seguía pensando en mi
marido, lo que no es verdad. Quizá le irritaba no poder besarme en la calle,
por miedo a que mis gafas le saltaran un ojo, o a lo mejor simplemente no le
gustaba estar con una mujer que usaba gafas, o no le gustaba tener que mirarme
a los ojos siempre a través de esos cristales azulados. O no le gustaba la gente
que apunta cosas en fichas, dietas alimenticias en fichas pequeñas y resúmenes
de argumentos en fichas grandes. Es algo que ni siquiera me gusta a mí, y lo
hago sin parar. Sólo es una manera de intentar ordenar mi vida. Pero puede que
alguna de esas fichas cayera en sus manos.
No se me
ocurrían otras cosas que pudieran haberlo fastidiado desde el principio. Por
fin llegué a la conclusión de que jamás sería capaz de adivinar las cosas que a
él le resultaban un fastidio. Imaginara lo que imaginara, seguramente no
acertaría. Y, de todas formas, no iba a seguir intentando identificar mis
defectos, porque, aunque adivinara cuáles eran, sería incapaz de ponerles
remedio.
Más
adelante, en el curso de la conversación, quiso decirme lo entusiasmado que
estaba con su nuevo plan para el verano. Ya que no iba a pasarlo conmigo, había
decidido viajar a Venezuela, para ver a unos amigos que hacían investigaciones
antropológicas en la selva. Le dije que no quería oír nada de eso.
Mientras
hablábamos por teléfono, yo bebía un poco de vino que había sobrado de una gran
fiesta que acababa de dar. Inmediatamente después de colgar, volví a descolgar
el teléfono e hice una serie de llamadas, y mientras hablaba acabé una de las
botellas de vino empezadas y empecé otra, de un vino más dulce, y también acabé
con ella. Llamé primero a alguna gente de la ciudad y luego, cuando ya era
demasiado tarde para llamar, llamé a algunos conocidos de California y, cuando
se hizo demasiado tarde para seguir llamando a California, llamé a alguien de
Inglaterra. Que acababa de despertarse y no estaba de muy buen humor.
Entre una
llamada y la siguiente me asomaba a la ventana y miraba la luna, que, aun
estando en cuarto creciente. Brillaba de un modo extraordinario, y pensaba en
él, y me preguntaba cuándo dejaría de pensar en él cada vez que viera la luna.
La razón por la que pensaba en él cada vez que veía la luna era que, durante
los cinco días y cuatro noches que habíamos pasado juntos la primera vez, hubo
luna creciente y luego luna llena, las noches eran claras, estábamos en el
campo, donde se ve más el cielo, y cada noche, tarde o temprano, salíamos a
pasear juntos, en parte para alejarnos de los varios miembros de nuestras
familias que se alojaban en la casa y en parte por disfrutar de los prados y de
los bosques a la luz de la luna. El camino de tierra que bajaba de la casa
hasta el bosque estaba lleno de baches y piedras, así que íbamos tropezando el
uno contra el otro, cada vez más apretados en los brazos del otro. Hablábamos
de lo agradable que sería sacar una cama al prado y dormir bajo la luna.
La siguiente
vez que hubo luna llena, yo estaba de vuelta en la ciudad y la miré desde la
ventana de un apartamento nuevo. Pensé que había pasado una luna desde que
habíamos estado juntos, y que había pasado muy despacio. Desde entonces, cada
vez que había luna llena y brillaba sobre los árboles del jardín, altos y
frondosos, y sobre el alquitrán de los tejados planos y, luego, sobre los
árboles desnudos y la nieve del invierno, pensé que había pasado otro mes, unas
veces rápido y otras veces despacio. Me gustaba contar los meses así.
Era como si
él y yo contáramos el tiempo que pasaba, esperando que pasara y llegara el día
en que volveríamos a estar juntos. Éste fue uno de los motivos por los que dijo
que no podía seguir con lo nuestro. Y puede que tenga razón, no es demasiado
tarde para que nos convirtamos en simples amigos, y así de vez en cuando
hablará conmigo a larga distancia, casi siempre sobre su trabajo o mi trabajo,
y me dará buenos consejos o un plan de acción cuando lo necesite, y entonces se
llamará a sí mismo algo así como mi «éminence grise».
Cuando
terminé de hablar por teléfono, estaba demasiado mareada para irme a dormir,
por el vino, así que puse la televisión y vi algunas películas de crímenes,
alguna comedia, y por fin un programa sobre gente rara procedente de todo el
país. Apagué el televisor a las cinco, cuando había ya luz en el cielo, y me
dormí sin darme cuenta.
Es verdad
que, cuando la noche terminó, ya no me preocupaban mis defectos lo más mínimo.
A esa hora de la mañana, habitualmente consigo abstraerme de todo, como si
estuviera en una dársena, rodeada de agua, donde no me abrumara ese tipo de
preocupaciones. Pero siempre habrá un momento, ese día o un par de días
después, en que volveré a plantearme esa difícil cuestión, una vez o muchas
veces, una pregunta inútil en el fondo, porque no soy yo quien puede
responderla, y cualquier otro que lo intente propondrá una respuesta distinta,
aunque obviamente la suma de todas las respuestas quizá sea la correcta,
admitiendo que exista una respuesta correcta para una pregunta así.
Dos hermanas
Aunque todos
desean que no suceda, y aunque sería mucho mejor que no sucediera, a veces
sucede: nace una segunda hija y hay dos hermanas.
Por
supuesto, cualquier hija, que llora en el momento de nacer, sólo es un fracaso,
y es acogida por el padre con un peso en el corazón, puesto que el hombre
quería hijos. Vuelve a intentarlo: vuelve a ser una hija. Y esta vez es peor,
pues es la segunda hija; luego viene la tercera, e incluso la cuarta. El padre
es desgraciado entre hembras. Vive, desesperado, entre sus fracasos.
Afortunado
es el hombre que tiene un hijo y una hija, aunque corre un gran riesgo al
intentar tener otro hijo. El más afortunado es el hombre que tiene sólo hijos,
pues puede insistir, hijo tras hijo, hasta que llegue la hija, y tendrá todos
los hijos que desee y, además, una hijita que adorne la mesa. Y, si la hija no
llega nunca, ya tiene una mujer, en su esposa, la madre de sus hijos. Él no
lleva un hombre dentro. Dentro sólo lleva a su mujer. Ella, que no tiene mujer,
quizá desee una hija, pero sus deseos apenas son audibles. Porque ya ella es
una hija, aunque probablemente no vivan sus padres.
La hija
sola, la única hermana entre muchos hermanos, oye la voz de su familia y se
siente satisfecha consigo misma y feliz. Admiran su delicadeza y sosiego frente
a la brutalidad y la capacidad de destrucción de sus hermanos. Pero, cuando son
dos hermanas, una es más fea y más desgarbada que la otra, una es menos
inteligente, una es más promiscua. Incluso cuando todas las mejores cualidades
coinciden en una sola hermana, como sucede con mucha frecuencia, esa hermana no
será feliz, porque la otra, como una sombra, seguirá sus éxitos con envidia.
Dos hermanas
se hacen mujeres en momentos distintos y se desprecian por ser tan infantiles.
Se pelean, se sofocan. Si hay una sola hija, siempre será Angela, pero, cuando
son dos, pierden el nombre y, como resultado, se vuelven más tercas.
Las hermanas
suelen casarse. A una el marido de la otra le parece vulgar. La otra usa a su
marido como un escudo contra su hermana y contra el marido de la hermana, a
quien teme por su ingenio agudísimo. Aunque las dos hermanas se esfuerzan en
ser amigas para que sus hijos tengan primos, a menudo se sienten dos extrañas.
Sus maridos
las decepcionan. Sus hijos son un fracaso y malgastan el amor de las madres en
ciudades de segunda fila. Fuerte como el hierro, lo único que perdura es el
odio entre las dos hermanas. Resiste, mientras sus maridos se marchitan,
mientras sus hijos desertan.
Juntas en la
misma jaula, las dos hermanas contienen su furia. Tienen la misma cara.
Dos
hermanas, vestidas de negro, van juntas a comprar, muertos los maridos, muertos
los hijos en alguna guerra; están tan acostumbradas al odio que ya ni lo notan.
Alguna vez son cariñosas la una con la otra, porque olvidan.
Pero la
costumbre de muchos años amarga, ya difuntas, las caras de las dos hermanas.
La madre
La chica escribió
un cuento. «Sería mucho mejor si escribieras una novela», dijo su madre. La
chica construyó una casa de muñecas. «Sería mucho mejor si fuera una casa de
verdad», dijo la madre. La chica hizo un cojín para su padre. «¿No hubiera sido
más útil un edredón?», dijo la madre. La chica excavó un pequeño hoyo en el
jardín. «Sería mucho mejor si excavaras uno grande», dijo la madre. La chica
excavó un gran hoyo y, dentro, se echó a dormir. «Sería mucho mejor si te
durmieras para siempre», dijo la madre.
Terapia
Me mudé a la
ciudad justo antes de Navidad. Estaba sola, algo nuevo para mí. ¿Dónde había
acabado mi marido? Vivía en una habitación minúscula al otro lado del río, en
una zona de naves industriales.
Me había
trasladado desde el campo, donde la gente, pálida y calmosa, me miraba como a
una extraña, y donde hablar no servía de mucho.
Después de
Navidad la nieve cubrió las aceras. Luego la nieve se derritió. Incluso así, me
costaba mucho trabajar, aunque después, por unos días, me resultó más fácil. Mi
marido se mudó al mismo barrio que yo, para poder nuestro hijo más a menudo.
Aquí, en la
ciudad, también pasé mucho tiempo sin amigos. Al principio, lo único que hacía
era sentarme en una silla y quitarme pelos y polvo de la ropa. Luego me
levantaba, me desperezaba y volvía a sentarme. Por la mañana tomaba café y
fumaba. Por la tarde tomaba té y fumaba y me acercaba a la ventana e iba y
venía de un cuarto a otro.
A veces, por
un momento, pensaba que sería capaz < hacer algo. Luego pasaba el momento y
quería moverme, pero no podía.
En el campo,
un día, vi que no podía moverme. Primero me arrastré por la casa y luego del
porche al jardín, y luego al garaje, donde por fin mi cerebro empezó a dar
vueltas como una mosca. Allí estaba yo, de pie sobre una mancha de aceite. Me
di razones para salir del garaje, pero ninguna era lo suficientemente buena.
Se hizo de
noche, los pájaros callaron, los coches dejaron de pasar, todo se retiró a la
oscuridad, y entonces me moví.
Lo único
aprovechable de aquel día fue la decisión de no contarle a determinadas
personas lo que me había pasado. Se lo conté a alguien, por supuesto, y de
inmediato. Pero no le interesó. Por entonces no le interesaba mucho nada que se
refiriera a mí, y menos mis problemas.
Creía que en
la ciudad volvería a leer. Estaba cansada de sentirme incómoda conmigo misma.
Luego, cuando empecé a leer, no leí sólo un libro, sino muchos a la vez: una
biografía de Mozart, un ensayo sobre los cambios marinos y otros que ahora no
recuerdo.
Mi marido se
animó ante estos signos de actividad, y se sentaba y me hablaba, respirándome
en la cara hasta que me sentía exhausta. Quería ocultarle lo complicada que era
mi vida.
Puesto que
no olvidaba inmediatamente lo que leía, pensé que mi mente recuperaba su
fortaleza. Anotaba los hechos que creía que no debía olvidar. Pasé seis semanas
leyendo y luego dejé de leer.
A mediados
del verano, volví a perder el coraje. Empecé a ir al médico. Al principio no
estaba contenta con él y pedí cita con otro médico, una mujer, aunque no dejé
al primer médico.
La consulta
de la mujer estaba en una calle cara, cerca de Gramercy Park. Toqué el timbre.
Para mi sorpresa no abrió ella la puerta, sino un hombre con pajarita. El
hombre estaba verdaderamente enfadado porque yo había tocado su timbre.
En aquel
momento la mujer salió de su consulta y los dos médicos se pusieron a discutir.
El hombre estaba furioso porque los pacientes de la mujer tocaban siempre el
timbre de su puerta. Yo estaba entre los dos. Después de aquella visita no volví.
Durante
semanas no le dije a mi médico que había probado con otro. Pensaba que podía
herir sus sentimientos Me equivocaba. En aquellos días me fastidiaba que se
dejara maltratar e insultar sin fin mientras siguiera pagándole sus honorarios.
Protestó: «Sólo me dejo insultar hasta cierto punto.»
Después de
cada sesión, decidía no volver. Tenía distintos motivos. La consulta estaba en
una vieja casa que, oculta tras otros edificios e invisible desde la calle, se
levantaba en un jardín lleno de senderos, puertas y parterres. De vez en
cuando, al entrar o salir de la casa, veía una figura extraña que bajaba las
escaleras o desaparecía detrás de una puerta. Era un hombre bajo y robusto con
una maraña de pelo negro en la cabeza, embutido en una camisa blanca abotonada
hasta el cuello. Cuando nos cruzábamos, nos mirábamos pero su cara permanecía
inexpresiva, aunque estuviera yo allí, subiendo las escaleras. Ese hombre me
perturbaba, sobre todo porque no entendía qué relación podía tener con el
médico. A mitad de cada sesión oía una voz de hombre que gritaba una sola
palabra al pie de las escaleras: «Gordon.»
Otra razón
por la que no quería seguir viendo a mi medico era que no tomaba notas. Yo
pensaba que debía tomar notas y recordar todo lo referente a mi familia: que mi
hermano vivía solo en la ciudad, en un apartamento de una habitación; que mi
hermana era viuda con dos hijas; que mi padre era muy nervioso, exigente, y se
ofendía con facilidad, y que mi madre me criticaba incluso más que mi padre.
Creí que mi médico estudiaría sus notas después de cada sesión. En vez de eso,
bajaba corriendo las escaleras tras de mí para hacerse un café en la cocina. Yo
consideraba que semejante comportamiento mostraba una falta de seriedad por su
parte.
Se reía de
algunas cosas que yo le decía, y eso me indignaba. Pero, cuando le decía otras
que yo consideraba divertidas, ni siquiera sonreía. Decía cosas desagradables
sobre mi madre, y me daban ganas de llorar, por ella y por algunos momentos
felices de mi infancia. Lo peor de todo era que a menudo se hundía en su
sillón, suspiraba y parecía distraído.
Asombrosamente,
cada vez que le decía lo incómoda y desgraciada que hacía que me sintiera, me
caía más simpático. Pasados unos meses, ya no necesitaba repetírselo.
Me parecía mucho
el tiempo transcurrido entre una visita y otra, y volvía a verlo. Sólo había
pasado una semana, pero en una semana siempre suceden muchas cosas. Por
ejemplo, tenía una auténtica pelea con mi hijo un día, a la mañana siguiente la
dueña de la casa me presentaba un aviso de desahucio, y por la tarde mi marido
y yo teníamos una larga y desesperada conversación y llegábamos a la conclusión
de que jamás nos reconciliaríamos.
Pero tenía
muy poco tiempo en cada sesión para decir lo que quería. Quería decirle al
médico que mi vida me parecía bastante curiosa. Le conté cómo me había engañado
la dueña de la casa; que mi marido tenía dos novias, celosas una de la otra,
pero no de mí; que mis parientes políticos me insultaban por teléfono; que los
amigos de mi marido no me hacían ni caso, y que yo seguía tropezando en la
calle y golpeándome contra las paredes. Cada cosa que le decía me daba ganas de
reír. Pero, hacia el final de la hora, le contaba también que si me encontraba
cara a cara con otra persona no podía hablar. Había siempre un muro. «¿Hay
ahora un muro entre usted y yo?», me preguntaba. No, ya no había muro.
Mi médico me
miraba, pero no me veía. Oía mis palabras y, al mismo tiempo, oía otras
palabras. Me desmontó y volvió a montarme de otra forma y me enseñó el
resultado. Hacía. La verdad ya no estaba clara. Por su causa, yo ya no sabía
cuáles eran mis sentimientos. Un enjambre de razones revoloteaba en torno a mi
cabeza, zumbando. Me ensordecía, y siempre estaba confusa.
Al final del
otoño, mis movimientos se hicieron más lentos y dejé de hablar, y a principios
del nuevo año per* prácticamente la capacidad de razonar. Cada vez era más
lenta, hasta el punto de que apenas me movía. Mi médico oía el ruido sordo de
mis pasos en las escaleras, y me decía que se había preguntado si tendría las
fuerzas suficientes para llegar arriba.
En aquel
tiempo sólo veía el lado oscuro de todo. Odiaba a los ricos y me fastidiaban
los pobres. El ruido de los niños jugando me irritaba y el silencio de la gente
mayor me incomodaba. En mi odio hacia el mundo, anhelaba la protección del
dinero, pero no tenía dinero. A mi alrededor sólo había mujeres gritando.
Soñaba con un asilo apacible en el campo.
Seguí
observando el mundo. Tenía dos ojos, pero había perdido la inteligencia y las
palabras. Poco a poco mi sensibilidad se extinguía. No me quedaba capacidad de
emocionarme o entusiasmarme, ni amor.
Entonces
llegó la primavera. Estaba tan acostumbrada al invierno que me sorprendió ver
hojas en los árboles.
Gracias a mi
médico, las cosas empezaron a cambiar. Me sentía menos vulnerable. Ya no tenía
la sensación permanente de que ciertas personas iban a humillarme.
Volví a
reírme con las cosas divertidas. Me reía y me paraba a pensar: Es verdad, no me
he reído en todo el invierno. En realidad, llevo un año sin reírme. Durante un
año he hablado tan bajo que nadie entendía lo que decía. Ahora los conocidos
parecían menos apesadumbrados al oír mi voz por teléfono.
Aún tenía
miedo, porque sabía que un paso en falso podía dejarme sin defensas. Pero
volvía a sentir entusiasmo. Podía pasar la tarde sola. Volví a leer libros y a
anotar cosas. Cuando oscurecía, salía a la calle y me paraba a ver escaparates
y, al darme la vuelta, en mi alegría chocaba con la gente que tenía cerca,
mujeres siempre, que miraban vestidos. Otra vez en marcha, tropezaba con el
bordillo.
Puesto que
estaba mejor, pensé, pronto acabaría la terapia. Estaba impaciente y me
preguntaba: ¿Cómo termina la terapia? Tenía otras preguntas, por ejemplo:
¿Durante cuánto tiempo necesitaría todas mis energías para, simplemente, pasar
de un día a otro? Para esto no había respuesta. Y no habría final para la
terapia, o no sería yo la que la diera por terminada.
En un País
del norte
Magín había
cumplido ya los setenta y no estaba bien. Cojeaba de la pierna derecha y tenía
el pecho delicado. Si su mujer viviera, no lo habría dejado irse. La verdad es
que sus amigos le dijeron que se quedara en casa y esperara a que volviera su
hermano Michael. Pero jamás le caso a nadie, salvo a su mujer, y a nadie le
hizo caso ahora.
Estaba cerca
de Silit, si los mapas del registro catastral de Trsk eran fieles. Llevaba
caminando desde primeras ras de la mañana, muy despacio, y le dolían los pies.
Al mediodía divisó la ciudad. Desde allí había sido enviada la postal de su
hermano. Karsovy, por lo tanto, debía de estar unos kilómetros más al norte.
Dejó la
bolsa en la nieve y se frotó los dedos, agarrotados. Miró hacia Silit: a cada
lado de la calle se alineaban casas angostas, con las ventanas y los postigos
cerrados. Muchos de los tejados, hundidos, se habían derrumbado sobre el
umbral. En el pozo que había al final de la calle, a sombra de dos pinos, vio a
dos viejas que hacían punto en un banco. Cogió la bolsa, se les acercó y las
mujeres dejaron la labor para mirarlo.
Hasta que no
les repitió la pregunta a gritos, no lo entendieron. Entonces una abrió la boca
y, sin decir una palabra, señaló hacia el otro lado de la calle.
Sentado a la
sombra de los aleros, un hombre se peinaba la barba, oscura, con un peine roto.
A Magín no le quitaba los ojos de encima. En la callejuela, a su lado, había
aparcado un descapotable.
Magín cruzó
la calle.
—¿Puede
llevarme a Karsovy? —le preguntó en trsk. El hombre dejó de peinarse.
—Ese lugar
no existe —dijo.
-Tiene que
existir —dijo Magín. Sacó la postal arrugada de su hermano y se la tendió al
hombre.
—No existe.
Se equivoca.
Magín dejó
caer la bolsa y agitó el puño ante la cara del hombre, arrugando la postal. No
pensaba discutir.
—No me
equivoco —gritó. Se le quebró la voz.
El hombre se
sobresaltó.
-Bueno
—dijo, escupiéndose en la mano y frotando la saliva en la bota—. No voy mucho
por allí.
Magín
temblaba de rabia y la sangre le latía en las:
—; Cuánto?
—preguntó.
-Le cobraré
cincuenta —dijo el hombre. Magin se sacó el monedero del bolsillo de atrás y le
puso dos monedas en la mano.
Magín cogió
la bolsa y siguió al hombre hasta el coche. El hombre ocupó el asiento del
conductor y miró al frente. Magín dejó la bolsa en el asiento de atrás y se sentó
con ella. Al sentarse, los muelles cedieron tanto que acabó descansando sobre
algo que le pareció una barra de hierro. No se movió.
El motor se
puso en marcha y el coche saltó hacia delante Y lanzó a Magín contra el
respaldo de su asiento. El coche derrapaba y se encajaba en las huellas que
otros coches habían dejado en la carretera nevada. Magín iba de lado a lado
mientras los árboles desaparecían en cada curva de la carretera. Dos palomas
levantaron el vuelo al paso del coche.
La
hostilidad del chófer desconcertaba a Magin. Llevaba una hora en el bosque
inacabable y cada vez se sentía más incómodo. Quizá buscaba lo imposible.
Llevaba semanas sin noticias de su hermano. Y otra cuestión era cuánto iba a
aguantar él. «Esto es una locura —se confesó de repente—. Aquí estoy, con un
pie en la tumba, en un país del norte y en invierno, a la espera de no sé qué.
Mary se hubiera reído.» Se subió el cuello del abrigo hasta la barbilla.
Llegaron por
fin a Karsovy. Se acercaban a un claro, y Magín vio a unas mujeres vestidas de
negro que, como sombras, cruzaban los baldíos. Los hombres se acuclillaban a la
puerta de sus casas.
Magín se
apeó del coche con su bolsa y se apoyó en la puerta del coche. Levantó la
mirada y vio que se había congregado alguna gente y lo observaba. Las mujeres
se acercaban paso a paso: sus ojos iban de la cara de Magín a la bolsa, pero ni
una palabra salía de sus labios. Magin buscó entre los hombres de facciones de
piedra al jefe del pueblo. La gente se sentía inquieta. Magin los perturbaba.
-¿Qué? —dijo
Magín al chófer, que no se había movido de su asiento—. ¿Qué esperan? ¿Por qué
me miran? ¿Por qué no hablan?
—¿Por qué
iban a hablar? —dijo el chófer por fin—. No los entendería, de todas formas.
Nadie los entiende. Ni siquiera hablan trsk. —Le dio un manotazo al volante —.
Hice el mismo camino con otro señor mayor, como usted, hace meses, y nadie ha
vuelto a oír hablar de él desde entonces. —Escupió en la nieve y miró a los
lugareños con desdén. Antes de que Magín pudiera hablar, tocó el claxon, dio la
vuelta con el coche y volvió a adentrarse en el bosque.
Magín se
preguntaba qué hacer. Uno a uno los lugareños fueron dando la vuelta y yéndose,
echándole una mirada por encima del hombro y deteniéndose un segundo para
volver a mirarlo. Se rezagaron dos mujeres. Una era vieja, delgada, vestida con
andrajos. La otra era más joven, más corpulenta. La vieja se adelantó, se
ajustó el pañuelo y abrió, sonriendo, la boca sin dientes. La otra la cogió de
la manga.
—Ninininini
—dijo la vieja, la lengua contra el cielo de la boca, y sus ojos brillaron bajo
el filo del pañuelo.
Se apartó de
la más joven, volvió a adelantarse. La más joven le dio un golpe suave en el
hombro y le siseó. La vieja se volvió, escupió y se fue, arrastrando la falda
en la nieve.
La más joven
le hizo un gesto a Magín para que la siguiera. Cogieron un sendero estrecho, y
Magín echaba todo el peso sobre una sola pierna. Bajo los árboles se sintió
atenazado por el frío. Tosió. La respiración era un estertor en la garganta.
Jane y el
bastón
Mi madre no
encontraba el bastón. Tenía un bastón, pero no encontraba un bastón en
especial. El puño de ese bastón particular era la cabeza de un perro. Entonces
se acordó: Jane tenía su bastón. Jane había venido a verla. Jane había necesitado
un bastón para volver a casa. Eso fue hace dos años. Mi madre llamó a Jane por
teléfono. Le dijo a Jane que necesitaba el bastón. Jane trajo el bastón. Cuando
Jane llegó, mi madre estaba cansada. Estaba en la cama. Ni miró al bastón. Jane
se fue a su casa. Mi madre se levantó. Miró el bastón. Vio que no era el mismo
bastón. Era un bastón normal. Llamó a Jane y se lo dijo: No era el mismo
bastón. Pero Jane estaba cansada. Estaba demasiado cansada para hablar. Se iba
a la cama. A la mañana siguiente trajo el bastón. Mi madre se levantó. Miró el
bastón. Era el bastón. Tenía la cabeza, de perro, marrón y blanca. Jane se
llevó el otro bastón, el bastón normal. Cuando Jane se fue, mi madre se quejó,
se quejó por teléfono: ¿Por qué Jane no le había devuelto el bastón? ;Por qué
le había llevado el bastón que no era? Mi madre estaba cansada. Ay, qué cansada
estaba de Jane y del bastón.
Variedades
de perturbación
Llevo oyendo
a mi madre cuarenta años y llevo oyendo a mi marido sólo unos cinco, y he pensado
muchas veces que lleva razón mi madre y que mi marido no lleva razón, pero
ahora pienso con mayor frecuencia que la lleva mi marido, especialmente un día
como hoy, cuando acabo de tener una larga conversación telefónica con mi madre
sobre mi hermano y mi padre y, luego, una breve conversación telefónica con mi
marido sobre la conversación que he tenido con mi madre.
A mi madre
le preocupaba haber herido los sentimientos de mi hermano cuando mi hermano le
dijo que quería pasar parte de sus vacaciones con ellos, ayudándoles, ya que mi
madre acababa de salir del hospital. Ella le dijo, aunque no decía la verdad,
que no podía ir porque no quería tener a nadie en casa, ya que, de lo
contrario, se sentiría obligada a preparar la comida, por ejemplo, a pesar de
lo penoso eme le resultaba moverse con las muletas. Mi hermano se rebeló: «¡No
era ésa la cuestión!», dijo. Y ahora no le cogía el teléfono. Mi madre temía
que le hubiera pasado algo, y yo le dije que no lo creía. Probablemente se
habría tomado las vacaciones que reservaba para estar con mis padres y se
habría ido unos días por ahí. Mi madre olvida que se trata de un hombre de
cerca de cincuenta años, aunque lamento que mis padres hayan herido sus
sentimientos así. Poco después de colgar, llamé a mi marido y le conté todo.
Mi madre
hirió los sentimientos de mi hermano para proteger ciertos sentimientos
particulares de mi padre, que exigen de mi madre ciertos sentimientos, y, así
como me era difícil ignorar los sentimientos particulares de mi padre, que conozco
bien, también me resultaba difícil negarme a pensar que no había otro modo de
hacer las cosas, sin necesidad de rechazar el ofrecimiento de ayuda de mi
hermano, sin ofenderlo.
Hirió los
sentimientos de mi hermano para proteger a mi padre de la perturbación que
hubiera presentido al saber que mi hermano llegaba, cargando así sobre mi
hermano una perturbación algo distinta, que era su propia perturbación, la de
mi madre. Ahora mi hermano, al no cogerle el teléfono, les daba a mi padre y a
mi madre, a los dos, nuevos motivos de perturbación, una perturbación idéntica
o casi idéntica en los dos, pero diferente de la perturbación que temía mi
padre y que equivocadamente mi madre achacaba a mi hermano. Ahora en su
perturbación mi madre ha llamado para hablarme de su perturbación y de la de mi
padre por culpa de mi hermano, y al hacerlo también me ha perturbado a mí,
aunque mi perturbación sea más débil, y diferente, que la perturbación que
experimentan ahora mi padre y ella, y de la que temía mi padre, falsamente
alegada por mi madre.
Cuando le
describo esta conversación a mi marido, también lo perturbo, y su perturbación
es más fuerte que la mía y diferente, en calidad, a la de mi madre y a la de mi
padre, y respectivamente invocada y presentida por una y otro. A mi marido lo
perturba que mi madre haya rechazado la ayuda de mi hermano, causándole una
perturbación, y que me haya hablado de su perturbación causándome así una
perturbación mayor, dice, de lo que me parece, pero también, más en general, la
perturbación, más general, que mi madre provoca no sólo en mi hermano, sino en
mí también, una perturbación mayor de lo que me parece, y más frecuente de lo
que me parece, y lo que dice mi marido me causa una nueva perturbación,
diferente en calidad y en grado a la causada por lo que mi madre me dijo, pues
esta perturbación no sólo es por mí y por mi hermano, y no sólo por mi padre en
su perturbación presentida y en su perturbación presente, sino también y sobre
todo por mi madre que, a estas alturas y en general, ha causado tanta
perturbación, como mi marido dice a ella toda esa perturbación apenas le
afecta.
Reducir
gastos
Se trata de
un problema que podría planteársele un día a cualquiera. Es el problema de una
pareja que conozco. Él es médico, no estoy segura de a qué se dedica ella. La
verdad es que no los conozco demasiado. Ni siquiera los conozco ya. Sucedió
hace años. Yo estaba harta de una excavadora que iba y venía en la casa de al
lado, así que me enteré de lo que pasaba. Tenían un problema: el seguro de incendios les resultaba muy caro. Querían
que les rebajaran las primas del seguro. Era una buena idea. Nadie quiere que
sus gastos fijos sean demasiado altos, o más altos de lo que les corresponde.
Por ejemplo, nadie quiere comprar una propiedad que pague impuestos altísimos,
puesto que no es posible rebajarlos y habrá que pagarlos siempre. Es algo que
intento retener en la mente. Podemos comprender el problema de esta pareja,
aunque no paguemos un carísimo seguro de incendios. Aunque no hayamos tenido
exactamente el mismo problema, algún día podría planteársenos un problema
similar, de gastos fijos que propenden a ser demasiado altos. El seguro de la
pareja era alto porque cubría una gran colección de vino selecto. El problema
no era tanto la colección en sí, sino su conservación. Tenían en aquel momento
miles de botellas de vino muy bueno y de vino excelente. Las conservaban en el
sótano, como, en efecto, debía ser. Habían tenido una auténtica bodega. Pero el
problema era que la bodega no era apropiada o no era lo suficientemente grande.
No llegué a verla, aunque vi una vez otra bodega, y era diminuta. Era del
tamaño de un armario, pero me impresionó. Una vez probé alguno de sus vinos.
Soy incapaz, sin embargo, de distinguir la diferencia entre una botella de vino
que cueste 100 dólares, o incluso 30, y una botella que cueste 500. En aquella
cena quizá sirvieran vino que incluso costara más que eso. No especialmente por
mí, sino por alguno de los otros invitados. Estoy segura de que los vinos muy
caros son para la mayoría de la gente, incluida yo, un desperdicio. En aquel
tiempo yo era bastante joven, pero, incluso ahora, darme un vino caro
probablemente sea desperdiciarlo. Aquella pareja se enteró de que si ampliaban
la bodega y le hacían determinadas mejoras, las primas del seguro podrían reducirse.
Les pareció una buena idea, aunque, en principio, las reformas supondrían
algunos gastos. La excavadora y otras máquinas y los obreros que vi desde la
ventana del sitio donde yo vivía entonces, y que era una casa que me había
prestado un amigo que también era su amigo, debían de costarles miles de
dólares, pero estoy segura de que el dinero que dedicaban a aquello lo
recuperarían en el plazo de unos pocos años, o incluso de un año, con lo que
ahorraran en las primas del seguro. Así que vi aquello como una iniciativa que
demostraba prudencia por i una iniciativa que cualquiera hubiera tomado en
cualquier otro asunto, y no necesariamente una bodega ahorrar dinero es una
buena idea. De esto hace ya mucho tiempo. Deben de haber ahorrado bastante en
total, a lo largo de los años, gracias a los cambios que hicieron. Han pasado
tantos años, sin embargo, que ya deben de haber vendido la casa. Quizá la
bodega reformada aumentara el precio de la casa e incluso recuperaran su dinero
con creces. Yo no sólo era joven, sino muy joven, cuando vi la excavadora desde
la ventana. El ruido no me molestaba demasiado, porque había otras muchas cosas
que me molestaban cuando quería trabajar. De hecho, probablemente agradecía la
visión de la excavadora. Me tenía impresionada el vino de la pareja, y los
cuadros excelentes que había en su casa. Eran agradables, amables, pero no me
merecían demasiada consideración ni su manera de vestir ni sus muebles. Pasaba
mucho tiempo mirando por la ventana y pensando en ellos. No sé qué sacaba de
aquello. Probablemente fuera una pérdida de tiempo. Ahora soy mucho mayor. Pero
aquí estoy, pensando en ellos todavía. He olvidado muchas otras cosas, pero no
me he olvidado de ellos ni de su seguro de incendios. Tengo que empezar a
pensar que algo debí de aprender de ellos.
Impulso
extraño
Miro a la
calle desde mi ventana. Brilla el sol, y los dueños de las tiendas salen al
calor y ven a la gente pasar. Pero ¿por qué los dueños de las tiendas se tapan
los oídos? Y ¿por qué corre la gente como si la persiguiera un fantasma
horripilante? Pronto vuelve todo a la normalidad: el incidente sólo ha sido un
momento de locura en el que la gente no podía soportar la frustración de sus
vidas y ha cedido a un extraño impulso.
Condiciones
en las que no puede conducir
No podía
conducir si había demasiadas nubes en el cielo. O, más exactamente, si podía
conducir con nubes en el cielo, no podía tener puesta la música si había otros
pasajeros en el coche. Si había dos pasajeros, así como un animalillo en su
jaula, y muchas nubes en el cielo, podía oír pero no hablar. Si un soplo de
viento le echaba en el hombro virutas de la jaula del animal, y al hombre que
ocupaba el asiento del copiloto también, entonces no podía hablar con nadie, ni
escuchar a nadie, aunque apenas hubiera nubes en el cielo. Si el niño estaba
callado, leyendo un libro en el asiento de atrás, pero el hombre que iba su
lado abría el periódico de tal forma que el filo de las páginas rozaba la
palanca de cambios y el sol se reflejaba en el papel blanco y le daba a ella en
los ojos, entonces era incapaz de hablar y de oír mientras luchaba por entrar
en una autopista llena de coches a toda velocidad, aunque no hubiera nubes en
el cielo.
Si era de
noche y el niño no iba en el coche, y el animalillo en su jaula no iba en el
coche, y el coche, que antes estuvo lleno, estaba vacío de cajas y maletas, y
el hombre no leía el periódico a su lado, sino que miraba al frente a través
del parabrisas, y el cielo estaba tan oscuro que ella ni veía las nubes,
entonces podía oír pero no hablar, y no podía poner música si, brillando en las
tinieblas de la colina, a la izquierda y a cierta distancia, un motel iluminado
parecía flotar al fondo de la autopista mientras ella conducía a gran velocidad
entre los carriles señalizados, con faros que le vienen de frente por la
izquierda y se le echan encima por la espalda, en el espejo retrovisor, y faros
traseros que surgen en una curva suave bajo la inmensa aeronave de las luces
del motel, flotando al fondo de la autopista, de izquierda a derecha, frente a
ella, o podía hablar, pero apenas para decir una frase, que quedó sin
respuesta.
Los extraños
Mi abuela y
yo vivimos entre extraños. La casa no parece lo suficientemente grande para
albergar a toda la gente que se presenta a distintas horas. Se sientan a comer
como si se les esperara —y, es verdad, siempre tienen un sitio preparado—, o
entran en el salón, huyendo del frío, frotándose las manos y protestando del
clima, se sientan junto a la chimenea, cogen un libro que yo no había visto
antes y continúan su lectura en un punto que habían marcado con un señalador de
papel muy viejo. Como si fuera lo más natural, algunos son ingeniosos y
agradables, mientras que otros son antipáticos, displicentes o tímidos. Hago inmediatamente
amistad con algunos —nos entendemos a la perfección desde el primer momento— y
quedamos en volver a vernos en el desayuno. Pero cuando bajo a desayunar ya no
están; por lo general, no vuelvo a verlos. Todo esto es muy inquietante. Mi
abuela y yo no mencionamos jamás este ir y venir de extraños en la casa. Pero
observo su cara, delicada y rosa, cuando entra en el comedor apoyada en su
bastón y se detiene, sorprendida: se mueve tan despacio que casi es
imperceptible. Un joven se levanta de su sitio, con la servilleta sujeta en la
correa de los pantalones, y acude a ayudarla a sentarse en el sillón. Mi abuela
acepta su presencia con una sonrisa nerviosa y un elegante gesto de
asentimiento, aunque sé que está tan espantada como yo por el hecho de que el
joven no estaba aquí esta mañana, ni estará aquí mañana, y, sin embargo, se
comporta como si todo fuera absolutamente natural. Pero muy a menudo, sí, el
individuo que se sienta a la mesa no es un joven educado, sino una solterona
flaca, que nos mira con mala cara y escupe la piel de la manzana asada en el
filo del plato. No podemos hacer nada. Y ¿cómo vamos a desembarazarnos de gente
a la que jamás hemos invitado y que, de todas formas, se va cuando quiere,
antes o después? Aunque pertenecemos a diferentes generaciones, tanto mi abuela
como yo hemos aprendido a no hacer preguntas jamás y limitarnos a sonreír ante
las cosas que no entendemos.
El viejo
diccionario
Tengo un
viejo diccionario, de hace unos ciento veinte años, que necesito para cierto
trabajo de este curso. Las páginas, inmensas y quebradizas, amarillean por los
bordes. Cuando las paso, corren peligro de romperse. Al abrir el diccionario,
también asumo el riesgo de romper el lomo, que ya está medio abierto. Debo
decidir cada vez que voy a consultarlo si merece la pena seguir estropeando el
libro para buscar determinada palabra. Dado que necesito usarlo, sé que lo
estropearé, si no hoy, mañana, y que cuando acabe el trabajo estará en peores
condiciones que cuando lo empecé, si es que no está absolutamente destrozado.
Cuando hoy lo cogí con mucho más cuidado que a mi hijo. Cada vez que lo manejo,
me cuido mucho de no hacerle daño: mi principal preocupación es no hacerle
daño. Hoy he descubierto que, aunque mi hijo debería ser para mí más importante
que mi viejo diccionario, no puedo decir que siempre que estoy con él mi
principal preocupación sea no hacerle daño. Mi principal preocupación es casi
siempre otra cosa: por ejemplo, enterarme de qué deberes lleva, o ponerle la
cena, o terminar de hablar por teléfono. Que pueda hacerse daño en el proceso
no parece importarme tanto como acabar lo que tengo pendiente, sea lo que sea.
¿Por qué no trato a mi hijo tan bien, por lo menos, como al viejo diccionario?
Quizá sea porque el diccionario es evidentemente frágil. Cuando la esquina de
una página se rompe, es incuestionable. Mi hijo no parece frágil, absorto en
alguno de sus juegos o maltratando al perro. Sí, su ci su cuerpo es fuerte y
flexible, y no es fácil que yo le haga daño. Le he hecho un cardenal y luego se
le ha quitado. A veces me resulta evidente que he herido sus sentimientos, pero
es difícil apreciar el alcance de las heridas, y los sentimientos parecen
curarse. Es difícil decir si se han curado del todo o si han quedado leve e
irremediablemente dañados. Los daños del diccionario no tienen remedio. Quizá
trate mejor al diccionario porque no me exige nada ni ofrece resistencia. Quizá
yo sea más amable con las cosas que no parecen reaccionar contra mí. Pero mis
plantas de interior no parecen reaccionar contra mí y, sin embargo, no las
trato demasiado bien. Las plantas exigen un par de cosas. Exigen luz, y ya he
satisfecho su petición poniéndolas en el sitio adecuado. También exigen agua.
Las riego, pero no con regularidad. Y, er en consecuencia, algunas no acaban de
crecer y otras se mueren. No son ninguna preciosidad: más bien tienen un
aspecto raro. Algunas eran preciosas cuando las compré, p ;, pero ahora son
raras porque no las he cuidado bien. La mayoría está en las mismas macetas,
feas, de plástico, en las que me las vendieron. La verdad es que me gustan
poco. Si la planta no es bonita, ¿existe alguna otra razón para que te guste?
¿Soy más amable con las cosas si son bonitas? Pero trataría bien a una planta
aunque no me gustara. Debería saber tratar bien a mi hijo cuando no es
precisamente una preciosidad e incluso cuando no se porta bien. Trato al perro
mejor que a las plantas, a pesar de que es más activo y más exigente. Es fácil
darle agua y comida. Lo saco a pasear, pero no mucho. A veces le pego en el
hocico, aunque el veterinario me dijo que no le pegara cerca de la cabeza, o
puede que me dijera que no le pegara en ningún sitio. Sólo estoy segura de que
no tengo abandonado al perro cuando se duerme. Quizá yo sea más amable con las
cosas sin vida. O, más exactamente, si no están vivas, no hay amabilidad que
valga. No sufren si no les presto atención, y eso supone un gran alivio. Es un
alivio tan grande que incluso es un placer. El único cambio visible que sufren
es que se cubren de polvo. El polvo no les hace daño. Incluso puedo buscar a
alguien que les quite el polvo. Mi hijo se ensucia, y no puedo ni lavarlo ni
pagarle a alguien para que lo lave. Es casi imposible conseguir que no se
ensucie, e incluso es complicado hacer que coma. No duerme lo suficiente, en
parte porque me empeño en que se duerma. Las plantas necesitan dos cosas, o
quizá tres. El perro necesita cinco o seis cosas. Está muy claro cuántas le doy
y cuántas no, y, por tanto, hasta qué punto lo cuido. Mi hijo necesita muchas cosas
más, además del cuidado físico, y esas cosas cambian y se multiplican
constantemente. Pueden cambiar en mitad de una frase. No siempre sé exactamente
lo que necesita, aunque suelo saberlo. E incluso cuando lo sé, no siempre puedo
dárselo. Muchas veces al día no le doy lo que necesita. Algo de lo que hago por
el viejo diccionario, aunque no todo, podría hacerlo por mi hijo. Por ejemplo,
al diccionario lo manejo despacio, sin prisa, con cuidado. Tengo en cuenta su
edad. Lo trato con respeto. Antes de usarlo, pienso. Conozco sus limitaciones.
No lo animo a que haga más de lo que puede (por ejemplo, estar sobre la mesa
completamente abierto). Lo dejo tranquilo muchas horas.
Lydia Davis
Cuentos completos
Seix Barral Biblioteca Formentor
Traducción del inglés por Justo Navarro
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