RESUCITADO
POR DIOS
“¿Por
qué?”. Esa es también la pregunta que se hacen los seguidores de
Jesús. “¿Por qué ha abandonado Dios a aquel hombre ejecutado
injustamente por defender su causa?”. Ellos lo han visto ir a la
muerte en una actitud de obediencia y fidelidad total. ¿Cómo puede
Dios desentenderse de
él? Todavía tienen grabado en su corazón el recuerdo de la última
cena. Han podido intuir en sus palabras y gestos de despedida lo
inmenso de su bondad y de su amor. ¿Cómo puede un hombre así
terminar en el sheol?
Según
la más primitiva concepción bíblica, al morir, las personas
descienden a un lugar situado bajo tierra, llamado sheol,
donde
reina el silencio total, la oscuridad y el polvo. Es la “región de
las tinieblas” No hay allí signo alguno de vida. Los muertos son
como “sombras” (rejmm)
y
duermen en el polvo sin poder alabar a Dios. Nadie retorna del sheol.
Allí
permanecen olvidados por el mismo Dios (Salmo 115,17,88,6-13, Job
17,13-14,38,17).
¿Va
Dios a abandonar en el “país de la muerte” al que, lleno de su
Espíritu, ha infundido salud y vida a tantos enfermos y desvalidos?
¿Va a yacer Jesús en el polvo para siempre, como una “sombra”
en el “país de las tinieblas”, él que había despertado tantas
esperanzas en la gente? ¿No podrá ya vivir en comunión con Dios él
que ha confiado totalmente en su bondad de Padre? ¿Cuándo y cómo
se cumplirá aquel anhelo suyo de “beber vino nuevo” juntos en la
fiesta final del reino? ¿Ha sido todo una ilusión ingenua de Jesús?
Sin
duda les apena la muerte de un hombre cuya bondad y grandeza de
corazón han podido conocer de cerca, pero tarde o temprano este es
el destino de todos los humanos. Lo que más les escandaliza es su
ejecución tan brutal e injusta. ¿Dónde está Dios? ¿No va a
reaccionar ante lo que han hecho con él? ¿No es el defensor de las
víctimas inocentes? ¿Se ha equivocado Jesús al proclamar su
justicia a favor de los crucificados?
¡Dios
lo ha resucitado!
Nunca
podremos precisar el impacto de la ejecución de Jesús sobre sus
seguidores. Solo sabemos que los discípulos huyeron a Galilea. ¿Por
qué? ¿Se derrumbó su adhesión a Jesús? ¿Murió su fe cuando
murió Jesús en la cruz? ¿O huyeron más bien a Galilea pensando
simplemente en salvar su vida? Nada podemos decir con seguridad. Solo
que la rápida ejecución de Jesús los hunde si no en una
desesperanza total, sí en una crisis radical. Probablemente, más
que hombres sin fe son ahora discípulos desolados que huyen del
peligro, desconcertados ante lo ocurrido.
La
huida de los discípulos es aceptada como un hecho histórico por la
mayoría de los estudiosos. Algunos la consideran como signo de su
“pérdida de fe” en Jesús (Vagtle, Kessler). Otros piensan que
es más justo y preciso hablar de una “crisis radical” (Pesch,
Schillebeeckx, Müller, Torres Queiruga).
Sin
embargo, al poco tiempo sucede algo difícil de explicar. Estos
hombres vuelven de nuevo a Jerusalén y se reúnen en nombre de
Jesús, proclamando a todos que el profeta ajusticiado días antes
por las autori-dades del templo y los representantes del Imperio está
vivo. ¿Qué ha ocurrido para que abandonen la seguridad de Galilea y
se presenten de nuevo en Jerusalén, un lugar realmente peligroso
donde pronto serán de-tenidos y perseguidos por los dirigentes
religiosos? ¿Quién los ha arran-cado de su cobardía y
desconcierto? ¿Por qué hablan ahora con tanta audacia y convicción?
¿Por qué vuelven a reunirse en el nombre de aquel a quien han
abandonado al verlo condenado a muerte? Ellos solo dan una respuesta:
“Jesús está vivo. Dios lo ha resucitado”. Su convicción es
unánime e indestructible. La podemos verificar, pues aparece en
todas las tradiciones y escritos que han llegado hasta nosotros. ¿Qué
es lo que dicen?
De
diversas maneras y con lenguajes diferentes, todos confiesan lo
mismo: “La muerte no ha podido con Jesús; el crucificado está
vivo. Dios lo ha resucitado”. Los seguidores de Jesús saben que
están hablando de algo que supera a todos los humanos. Nadie sabe
por experiencia qué sucede exactamente en la muerte, y menos aún
qué le puede suceder a un muerto si es resucitado por Dios después
de su muerte. Sin embargo, muy pronto logran condensar en fórmulas
sencillas lo más esencial de su fe. Son fórmulas breves y muy
estables, que circulan ya hacia los años 35 a 40 entre los
cristianos de la primera generación. Las empleaban, seguramente,
para transmitir su fe a los nuevos creyentes, para proclamar su
alegría en las celebraciones y, tal vez, para reafirmarse en su
adhesión a Cristo en los momentos de persecución. Esto es lo que
confiesan: “Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos”.
Esta manera de expresar la fe en la resurrección de Jesús es, según
los investigadores, la más antigua. Encontramos un ejemplo típico
en la carta de Pablo a los Romanos: “Si confiesas con tu boca que
Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de
entre los muertos, te salvarás” (10,9),
No
se ha quedado pasivo ante su ejecución. Ha intervenido para
arrancarlo del poder de la muerte. La idea de resurrección la
expresan con dos términos: “despertar” y “levantar”. Los
primeros cristianos emplean dos términos griegos: egeirein,
que
significa “despertar” al muerto del sueño en que está sumido, y
anistanai,
que
significa “levantar” o “poner de pie” al muerto que yace en
el polvo del sheol.
Lo
que sugieren estas dos metáforas es impresionante y grandioso. Dios
ha bajado hasta el mismo sheol
y
se ha adentrado en el país de la muerte, donde todo es oscuridad,
silencio y soledad. Allí yacen los muertos cubiertos de polvo,
dormidos en el sueño de la muerte. De entre ellos, Dios “ha
despertado” a Jesús, el crucificado, lo ha puesto de pie y lo “ha
levantado” a la vida.
Muy
pronto aparecieron otras fórmulas en las que se confiesa que “Jesús
ha muerto y ha resucitado”. Ya no se habla de la intervención de
Dios. La atención se desplaza ahora a Jesús. Es él quien se ha
despertado y se ha levantado de la muerte, pero, en realidad, todo se
debe a Dios. Si está despierto es porque Dios lo ha despertado, si
está de pie es porque Dios lo ha levantado, si está lleno de vida
es porque Dios le ha infundido la suya. En el origen siempre subyace
la actuación amorosa de Dios, su Padre.
Encontramos
un ejemplo típico de estas confesiones de fe en la carta más
antigua que conservamos de Pablo: “Si creemos que Jesús murió y
que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes
murieron con Jesús” (1 Tesalonicenses 4,14).
En
todas estas fórmulas, los cristianos hablan de la “resurrección”
de Jesús. Pero, por esa misma época, encontramos también cantos e
himnos litúrgicos en los que se aclama a Dios porque ha exaltado y
glorificado a Jesús como Señor después de su muerte. Aquí no se
habla de “resurrección”. En estos himnos, nacidos del primer
entusiasmo de las comunidades cristianas, los creyentes se expresan
con otro esquema mental y otro lenguaje: Dios “ha exaltado” a
Jesús, “lo ha elevado a su gloria”, lo “ha sentado a la
derecha de su trono” y lo “ha constituido como Señor”.
Son
típicos el himno, anterior a Pablo, que encontramos en Filipenses
2,6-11 y el de I Timoteo 3,16, Se puede detectar también este
lenguaje en fragmentos de origen hímnico, como Efesios 4,7-10 o
Romanos 10,5-8,
Este
lenguaje es tan antiguo como el que habla de “resurrección”.
Para los primeros cristianos, la exaltación de Jesús a la gloria
del Padre no es algo que sucede después de su resurrección, sino
otro modo de afirmar lo que Dios ha hecho con el crucificado.
“Resucitar” es ya ser exaltado, es decir, ser introducido en la
vida del mismo Dios. “Ser exaltado” es resucitar, ser arrancado
del poder de la muerte. Los dos lenguajes se enriquecen y
complementan mutuamente para sugerir la acción de Dios en el muerto
Jesús.
Según
Lucas, los primeros predicadores intercambian los dos lenguajes
empleándolos indistintamente: “El Dios de nuestros padres ha
resucitado a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un
madero. A este, Dios lo ha exaltado a su derecha como Jefe y
Salvador” (Hechos de los Apóstoles 5,30-31).
La
confesión de fe más importante y significativa la encontramos en
una carta que Pablo de Tarso escribe, hacia el año 55/56, a la
comunidad cristiana de Corinto, una ciudad cosmopolita donde conviven
en extraña mezcla diferentes religiones helenistas y orientales, con
sus diversos templos
erigidos a Isis, Serapis, Zeus, Afrodita, Asclepio o Cibeles. Pablo
les anima a permanecer fieles al evangelio que él les ha enseñado
en su visita hacia el año 51: esa “Buena Noticia” es “lo que
os está salvando”. Esta “noticia” no es una invención de
Pablo. Es una enseñanza que él mismo ha recibido, y que ahora está
transmitiendo fielmente junto a otros predicadores de gran prestigio
que viven y anuncian la misma fe:
Os
transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue
sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que
se apareció a Cefas y luego a los Doce... (1 Corintios 15,3-5). El
análisis lingüístico permite sospechar que esta confesión de fe
es de origen judío y ha sido adaptada al mundo griego. Probablemente
es una tradición que proviene de la Iglesia de Jerusalén y ha sido
acuñada por los que dirigían la Iglesia de Antioquía hacia los
años 35 o 40. Pablo la ha conocido seguramente durante su estancia
en esta gran ciudad hacia los años 40 o 42.
Hay
algo en esta confesión que nos puede sorprender. ¿Por qué se dice
que Jesús “resucitó al tercer día, según las Escrituras”? ¿Es
que ha estado muerto hasta que, por fin, Dios ha intervenido al
tercer día? ¿Ha sido alguien testigo de ese momento crucial? ¿Por
qué los relatos evangélicos hablan de apariciones el “primer día
de la semana”, antes de que llegue el “tercer día”? En
realidad, en el lenguaje bíblico, el “tercer día” significa el
“día decisivo”. Después de días de sufrimiento y tribulación,
el “tercer día” trae la salvación. Dios siempre salva y libera
“al tercer día”: él tiene la última palabra; el “tercer día”
le pertenece a él. Así podemos leer en el profeta Oseas: “Venid,
volvamos a Yahvé, él ha desgarrado, pero él nos curará; él ha
herido, pero él vendará nuestras heridas. Dentro de dos días nos
devolverá la vida, al tercer día nos levantará y viviremos en su
presencia” (Oseas 6,1-2). Diferentes comentarios rabínicos
interpretaban este “tercer día”, anunciado por Oseas, como “el
día de la resurrección de los muertos”, “el día de las
consolaciones en el que Dios hará revivir a los muertos y nos
resucitará” Se trata de escritos de carácter mIdrásIco, como el
Midrás
Rabbá o
los targumes que traducen y comentan el texto de Oseas. Los primeros
cristianos creen que, para Jesús, ha llegado ya ese “tercer día”
definitivo. Él ha entrado en la salvación plena. Nosotros conocemos
todavía días de prueba y sufrimiento, pero con la resurrección de
Jesús ha amanecido el “tercer día”.
Esta
es hoy la InterpretacIón más generalIzada (Vogtle, Léon-Dufour,
Crelot, Schillebeeckx). SIn embargo, algunos investigadores recuerdan
que, según la mentalidad Judía, un difunto está realmente muerto
“después de tres días”. La expresión de la confesión
cristiana significaría que
Dios resucitó a Jesús no de una muerte aparente de uno o dos días,
sino de una muerte real, después de tres días (Kegel, Cogue!,
SchmItt).
Probablemente,
este lenguaje podría ser entendido en ambientes judíos, pero los
misioneros que recorrían las ciudades del Imperio sentían que la
gente de cultura griega se resistía a la idea de “resurrección”.
Lo pudo comprobar Pablo en el Areópago de Atenas, cuando empezó a
hablar de Jesús resucitado. “Al oír aquello de resurrección de
entre los muertos, unos se echaron a reír y otros dijeron: "Ya
te oiremos sobre esto en otra ocasión"“ (Hechos de los
Apóstoles 17,32). Por eso, en algunos sectores encontraron otro
lenguaje que, sin distorsionar la fe en el resucitado, fuera más
apropiado y fácil de aceptar por gentes de mentalidad griega. Lucas
fue, tal vez, uno de los que más contribuyó a introducir un
lenguaje que presenta al resucitado como “el que está vivo”, “el
viviente”. Así se les dice en su evangelio a las mujeres que van
al sepulcro: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está
vivo?” (Lucas 24,5). Se puede ver también Lucas 24,23; Hechos de
los Apóstoles 1,3; 25,19. Años más tarde, el libro del Apocalipsis
pone en boca del resucitado expresiones de fuerte impacto, muy
alejadas de las primeras fórmulas de fe: “Soy yo, el primero y el
último, el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y
tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo”.
(Apocalipsis 1,17-18 y 2,8). Este libro, que ocupa el último lugar
de los escritos del Nuevo Testamento, fue compuesto hacia el año 95,
a finales del reinado de Domiciano, en Asia Menor.
¿En
qué consiste la resurrección de Jesús?
¿Qué
quieren decir estos cristianos de la primera generación cuando
ha-blan de “Cristo resucitado”? ¿Qué entienden por
“resurrección de Jesús”? ¿En qué están pensando?
La
resurrección es algo que le ha sucedido a Jesús. Algo que se ha
producido en el crucificado, no en la imaginación de sus
seguidores. Esta es la convicción de todos. La resurrección de
Jesús es un hecho real, no producto de su fantasía ni resultado de
su reflexión. No es tampoco una manera de decir que de nuevo se ha
despertado su fe en Jesús. Es cierto que en el corazón de los
discípulos ha brotado una fe nueva en Jesús, pero su resurrección
es un hecho anterior, que precede a todo lo que sus seguidores han
podido vivir después. Es, precisamente, el acontecimiento que los ha
arrancado de su desconcierto y frustración, transformando de raíz
su adhesión a Jesús.
Esta
resurrección no es un retorno a su vida anterior en la tierra. Jesús
no regresa a esta vida biológica que conocemos para morir un día de
manera irreversible. Nunca sugieren las fuentes algo así. La
resurrección no es la reanimación de un cadáver. Es mucho más.
Nunca confunden los primeros cristianos la resurrección de Jesús
con lo que ha podido ocurrirles,
según los evangelios, a Lázaro, a la hija de Jairo o al joven de
Naín. Jesús no vuelve a esta vida, sino que entra definitivamente
en la “Vida” de Dios. El evangelio de Juan no confunde la
“revivificación” de Lázaro, que salió del sepulcro “atado de
pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario”, con la
resurrección de Jesús, que deja en el sepulcro “los lienzos y el
sudario”. Lázaro vuelve a esta vida llena de esclavitudes y
tinieblas. Jesús, por el contrario, entra en el país de la libertad
y de la luz. Una vida liberada donde ya la muerte no tiene ningún
poder sobre él. Lo afirma Pablo de manera taxativa: “Sabemos que
Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, no vuelve a morir,
la muerte no tiene ya dominio sobre él. Porque, cuando murió, murió
al pecado de una vez para siempre; su vivir, en cambio, es un vivir
para Dios” (Romanos 6,9-10). Sin embargo, los relatos evangélicos
sobre las “apariciones” de Jesús resucitado pueden crear en
nosotros cierta confusión. Más tarde hablaremos de estos relatos,
compuestos entre los años 70 a 90. No son relatos biográficos. No
pretenden ofrecernos información para que podamos reconstruir los
hechos tal como sucedieron, a partir del tercer día después de la
crucifixión. Son “catequesis” deliciosas que evocan las primeras
experiencias para ahondar más en la fe en Cristo resucitado y
extraer importantes consecuencias para los creyentes.
Según
los evangelistas, Jesús puede ser visto y tocado, puede comer, subir
al cielo hasta quedar ocultado por una nube. Si entendemos estos
detalles narrativos de manera material, da la impresión de que Jesús
ha regresado de nuevo a esta tierra para seguir con sus discípulos
como en otros tiempos. Sin embargo, los mismos evangelistas nos dicen
que no es así. Jesús es el mismo, pero no es el de antes; se les
presenta lleno de vida, pero no le reconocen de inmediato; está en
medio de los suyos, pero no lo pueden retener; es alguien real y
concreto, pero no pueden convivir con él como en Galilea. Sin duda
es Jesús, pero con una existencia nueva.
Tampoco
han entendido los seguidores de Jesús su resurrección como una
especie de supervivencia misteriosa de su alma inmortal, al estilo de
la cultura griega. Para hablar del resucitado recurren al lenguaje de
la “resurrección”, de la “exaltación” a la gloria de Dios o
de la “vida”, pero nunca han pensado en la “inmortalidad del
alma” de Jesús. El resucitado no es alguien que sobrevive después
de la muerte despojado de su corporalidad. Ellos son hebreos y, según
su mentalidad, el “cuerpo” no es simplemente la parte física o
material de una persona, algo que se puede separar de otra parte
espiritual. El “cuerpo” es toda la persona tal como ella se
siente enraizada en el mundo y conviviendo con los demás; cuando
hablan de “cuerpo” están pensando en la persona con todo su
mundo de relaciones y vivencias, con toda su historia de conflictos y
heridas,
de alegrías y sufrimientos. Para ellos es impensable imaginar a
Jesús resucitado sin cuerpo: sería cualquier cosa menos un ser
humano.
Sigo
de cerca los estudios sobre la “corporeidad del resucitado” de
autores como Kessler, Boismard, Deneken, Bouttier, Sesboüé,
Martelet...
Pero,
naturalmente, no están pensando en un cuerpo físico, de carne y
hueso, sometido al poder de la muerte, sino en un “cuerpo glorioso”
que recoge y da plenitud a su vida concreta desarrollada en este
mundo. Cuando Dios resucita a Jesús, resucita su vida terrena
marcada por su entrega al reino de Dios, sus gestos de bondad hacia
los pequeños, su juventud truncada de manera tan violenta, sus
luchas y conflictos, su obediencia hasta la muerte. Jesús resucita
con un “cuerpo” que recoge y da plenitud a la totalidad de su
vida terrena. (Filipenses 3,21)
Para
los primeros cristianos, por encima de cualquier otra representación
o esquema mental, la resurrección de Jesús es una actuación de
Dios que, con su fuerza creadora, lo rescata de la muerte para
introducirlo en la plenitud de su propia vida. Así lo repiten una y
otra vez las primeras confesiones cristianas y los primeros
predicadores. Para decirlo de alguna manera, Dios acoge a Jesús en
el interior mismo de la muerte, in-fundiéndole toda su fuerza
creadora. Jesús muere gritando: “Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”, y, al morir, se encuentra con su Padre, que lo acoge
con amor inmenso, impidiendo que su vida quede aniquilada. En el
mismo momento en que Jesús siente que todo su ser se pierde
definitivamente siguiendo el triste destino de todos los humanos,
Dios interviene para regalarle su propia vida. Allí donde todo se
acaba para Jesús, Dios empieza algo radicalmente nuevo. Cuando todo
parece hundirse sin remedio en el absurdo de la muerte, Dios comienza
una nueva creación.
Esta
acción creadora de Dios acogiendo a Jesús en su misterio
insondable es un acontecimiento que desborda el entramado de esta
vida donde nosotros nos movemos. Se sustrae a cualquier experiencia
que podamos tener en este mundo. No lo podemos representar
adecuadamente con nada. Por eso, ningún evangelista se ha atrevido a
narrar la resurrección de Jesús. Nadie puede ser testigo de esa
actuación trascendente de Dios. Solo el Evangelio
[apócrifo] de Pedro, redactado
probablemente hacia el año 150 en Siria, se atreve a decir que los
soldados romanos “vieron salir del sepulcro a tres hombres, dos
sos-tenían al tercero, y una cruz los seguía. La cabeza de los dos
alcanzaba hasta el cielo, y la de aquel al que conducían de la mano
superaba los cielos”.
La
resurrección no pertenece ya a este mundo que nosotros podemos
observar. Por eso se puede decir que no es propiamente un “hecho
histórico”, como tantos otros que suceden en el mundo y que
podemos constatar
y verificar, pero es un “hecho real” que ha sucedido realmente.
No solo eso. Para los que creen en Jesús resucitado es el hecho más
real, importante y decisivo que ha ocurrido para la historia humana,
pues constituye su fundamento y su verdadera esperanza.
¿Cómo
hablan los cristianos de la primera generación de esta acción
creadora de Dios que no cae bajo nuestra observación? Es
esclarecedor el lenguaje de Pablo. Según él, Jesús ha sido
resucitado por la “fuerza” de Dios, que es la que le hace vivir
su nueva vida de resucitado; por eso, lleno de esa fuerza divina
puede ser llamado “Señor”, con el mismo nombre que se le da a
Yahvé entre los judíos de lengua griega. Dice también que ha sido
resucitado por la “gloria” de Dios, es decir, por esa fuerza
creadora y salvadora en la que se revela lo grande que es; por eso
Jesús resucitado posee un “cuerpo glorioso”, que no significa un
cuerpo radiante y resplandeciente, sino una personalidad rebosante de
la fuerza gloriosa del mismo Dios. Por último, dice que ha sido
resucitado por el “espíritu” de Dios, por su aliento creador.
Por eso su cuerpo resucitado es un “cuerpo espiritual”, es decir,
plenamente vivificado por el aliento vital y creador de Dios. Jesús
resucitado por la “fuerza” (dynamis)
de
Dios (2 Corintios 13,4; Efesios 1,19-20); resucitado por la “gloria”
(doxa)
de
Dios (Romanos 6,4; Filipenses 3,21); resucitado por el espíritu
(pneuma)
de
Dios (Romanos 8,11; 1 Corintios 15,35-49).
Los
primeros cristianos piensan que con esta intervención de Dios se
inicia la resurrección final, la plenitud de la salvación. Jesús
es solo el “primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1,18),
el primero que ha nacido a la vida definitiva de Dios. Él se nos ha
anticipado a disfrutar de una plenitud que nos espera también a
nosotros. Su resurrección no es algo privado, que le afecta solo a
él; es el fundamento y la garantía de la resurrección de la
humanidad y de la creación entera. Jesús es “primicia”, primer
fruto de una cosecha universal (1 Corintios 15,26). “Dios, que
resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su
fuerza” (1 Corintios 6,14). Resucitando a Jesús, Dios comienza la
“nueva creación”. Sale de su ocultamiento y revela su intención
última, lo que buscaba desde el comienzo al crear el mundo:
compartir su felicidad infinita con el ser humano.
El
camino a la nueva fe en Cristo resucitado
¿Qué
ha ocurrido para que los discípulos hayan podido llegar a creer algo
tan asombroso de Jesús? ¿Qué es lo que provoca un vuelco tan
radical en estos discípulos que, poco antes, huían dando por
perdida su causa? ¿Qué es lo que viven ahora después de su muerte?
¿Podemos aproximarnos a la experiencia primera que desencadena su
entusiasmo por Cristo resucitado? Los
relatos llegados hasta nosotros no permiten establecer de manera
segura y definitiva los hechos que se han producido después de la
muerte de Jesús. No es posible, con métodos históricos, penetrar
en el contenido de su experiencia. Sin embargo es claro que la fe de
estos seguidores no se apoya en el vacío. Algo ha ocurrido en
ellos. Todas las fuentes lo afirman: han vivido un proceso que no
solo ha reavivado la fe que tenían en Jesús, sino que los ha
abierto a una experiencia nueva e inesperada de su presencia entre
ellos.
Se
trata de un proceso rico y complejo en el que concurren diversos
factores, no solo uno. Los seguidores de Jesús han reflexionado
sobre lo ocurrido, han recurrido a su fe en la fidelidad de Dios y en
su poder sobre la muerte, han recordado lo vivido junto a Jesús con
tanta intensidad. En su proceso confluyen preguntas, reflexiones,
acontecimientos inesperados, vivencias de fe especialmente intensas.
Todo ha ido contribuyendo a despertar en ellos una fe nueva en Jesús,
aunque esta experiencia que viven de su presencia viva después de la
muerte no es fruto exclusivo de su reflexión. Ellos la atribuyen a
Dios. Solo él les puede estar revelando algo tan grande e
inesperado. Sin su acción, ellos se hubieran perdido en sus
preguntas y cavilaciones, sin llegar a ninguna conclusión segura y
gozosa sobre el destino de Jesús. En contra de la tendencia
tradicional a explicar el nacimiento de la fe en Cristo resucitado a
partir de experiencias concretas, estudios recientes prestan mayor
atención al proceso global (Müller, Kessler, Torres Queiruga) y a
factores como el horizonte de expectativas de los judíos más allá
de la muerte (Berger), la fe en la resurrección final de los muertos
(Pannenberg, Wilckens), los modelos interpretativos a los que pueden
recurrir los discípulos (Marxsen, Boismard), el proceso cognitivo
(Schillebeeckx) o el recuerdo del mensaje y la actuación de Jesús
(Pesch). Por otra parte, Dunn y otros advierten que no es posible
precisar la duración de este proceso, pues el esquema de Lucas
limitando las manifestaciones del resucitado a cuarenta días es
meramente convencional.
¿Qué
podemos decir de este proceso?
Los
discípulos de Jesús, como casi todos los judíos de su época,
esperaban para el final de los tiempos la “resurrección de los
justos”. Sin este horizonte de esperanza difícilmente hubieran
podido decir algo de la resurrección. No era una convicción judía
arraigada a lo largo de los siglos, sino una fe bastante reciente,
que todavía se formulaba con lenguajes diferentes. El problema se
planteó de manera crucial cuando en los años 168-164 a. C, un
número incontable de fieles judíos fueron martirizados por Antíoco
Epífanes por permanecer fieles a la Ley: ¿puede Dios abandonar
definitivamente en la muerte a los que lo han amado hasta el ex-tremo
de morir por él? ¿No devolverá la vida a los que la han
sacrificado por serie fieles? Eran probablemente las preguntas que se
hacían los seguidores
de Jesús ante su muerte. El profeta Daniel había respondido
proclamando una fe nueva: al final de los tiempos, los que han
permanecido fieles a Dios se salvarán. “Muchos de los que duermen
en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna,
otros para el oprobio y el horror eternos. Los sabios brillarán como
el esplendor del firmamento; los que guiaron a muchos por el buen
camino serán como las estrellas por toda la eternidad” (Daniel
12,1-2). Los mártires fieles a Dios y los sabios que han guiado a
muchos por el buen camino despertarán del sueño de la muerte. Ahora
no son más que polvo, pero Dios los hará brillar como las
estrellas.
Sin
duda, los discípulos de Jesús comparten esta fe. Ya en esa época
era muy aceptada, sobre todo entre los escritores apocalípticos,
aunque son los grupos fariseos los que más la promueven entre el
pueblo; solo los saduceos la rechazan como una “novedad” no
atestiguada en las tradiciones más antiguas. Probablemente, como
los demás judíos piadosos, también ellos recitaban todos los días,
al salir y al ponerse el sol, esta bendición: “Bendito eres,
Señor, que haces vivir a los muertos”.
Libros
como 1 Henoc 92-105 o el Testamento
de los doce patriarcas contienen
afirmaciones claras: “Los muertos en el dolor se alzarán en la
alegría... y los muertos en el nombre del Señor despertarán para
la vida”.
Así
dice la segunda bendición de las Shemoné
esré: “Tú
eres poderoso y humillas a los soberbios, tú eres fuerte y juzgas a
los opresores, vives para siempre y resucitas a los muertos, tú
mandas al viento y haces caer el rocío, das alimento a los vivos y
haces vivir a los muertos. En un momento haces que brote nuestra
salvación. Bendito eres, Señor, que haces vivir a los muertos”
(texto breve palestinense de la genizá
de
El Cairo).
Esta
esperanza ayuda sin duda a los discípulos a interpretar mejor lo que
están viviendo. Si experimentan a Jesús vivo, ¿no será que ha
llegado ya a esa resurrección final de los justos? ¿No está Jesús
viviendo esa salvación plena de Dios?
Sin
embargo, la resurrección anticipada de una persona, antes de llegar
el fin de los tiempos, era algo insólito. En general se esperaba de
manera generalizada y en plural la “resurrección de los justos”.
Seguramente los discípulos habían oído hablar del martirio de
siete hermanos torturados por Antíoco Epífanes juntamente con su
madre. El relato era muy popular, pues la escena en la que van
desafiando al rey, confesando su fe en la propia resurrección, es
realmente impresionante.
Los
hermanos hablan en términos como estos “criminal, tú me quitas la
vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida
eterna a los que morimos por sus leyes” Mientras tanto, la madre
los alentaba así “Dios, creador
del Universo ( ) os devolverá misericordiosamente la Vida, ya que por
sus santas leyes la despreciáis” (2 Macabeos 7,9 23)
Nada
podemos decir con seguridad, pero la evocación de mártires
concretos resucitados por Dios les pudo permitir superar más
fácilmente el escándalo de la cruz: Jesús, asesinado injustamente
por su fidelidad a Dios, no ha podido ser aniquilado por la muerte;
en él se ha cumplido de manera eminente el destino del mártir
reivindicado por Dios.
Sin
embargo, está visión se les quedaba corta. La resurrección de
estos mártires solo le afecta a cada uno de ellos; nada tiene que
ver con la salvación de los demás seres humanos. Lo mismo se puede
decir de Henoc o del profeta Elías, arrebatados misteriosamente al
Cielo, sin ninguna vinculación con la salvación final de los
últimos tiempos (Eclesiastico 44,16, 48,912).
Por
el contrario, los seguidores de Jesús terminan hablando de su
resurrección como fuente de salvación para toda la humanidad,
“primicia” de una resurrección universal, inauguración de los
últimos tiempos. Los discípulos habían quedado muy “marcados”
por Jesús. La crucifixión no había podido borrar de un golpe lo
que habían vivido junto a él. En Jesús habían experimentado a
Dios irrumpiendo en el mundo de manera nueva y definitiva. Su fuerza
curadora destruía el poder de Satán y rescataba del mal a enfermos
y poseídos, apuntando hacia un mundo nuevo de vida plena. Su acogida
a los últimos como los privilegiados del reino de Dios despertaba la
esperanza de los pobres en un Dios que comenzaba a manifestar su
fuerza liberadora frente a tanta injusticia y abuso. Sus comidas con
pecadores e indeseables anticipaban el banquete final y la alegría
de los últimos tiempos. Habían experimentado en Jesús la irrupción
de la fuerza y el amor salvador de Dios, ¿no estaban experimentando
ahora en su resurrección la irrupción liberadora de Dios
inaugurando ya el reino definitivo de la vida?
La
experiencia decisiva
En
el corazón mismo de este proceso está Dios inspirando su búsqueda,
iluminando sus preguntas, desvaneciendo sus dudas y despertando su fe
inicial a horizontes nuevos. Esta es la convicción de los
discípulos: Dios está haciendo presente a Jesús resucitado en sus
corazones. En algún momento caen en la cuenta de que Dios les está
revelando al crucificado lleno de vida. No lo habían podido captar
así con anterioridad. Es ahora cuando le están “viendo”
realmente, en toda su “gloria” de resucitado. Sin esta
experiencia, tal vez lo hubieran venerado durante algún tiempo.
Luego su recuerdo se habría ido borrando. Al
parecer, algo de esto sucedió con Juan el Bautista, del que
corrieron diversas leyendas que lo veían como un profeta “vuelto a
la vida” (Marcos 6,16; 8,28).
¿Cómo
entienden los discípulos lo que les está ocurriendo? La expresión
más antigua es una fórmula acuñada muy pronto y que se repite de
manera invariable: Jesús “se deja ver”. (1 Corintios 15,5-8). El
término griego ofthé
se
suele traducir diciendo que Jesús “se apareció”. Según todos
los expertos, es más adecuado traducir “se hizo ver” o “se
dejó ver”. Se les había perdido en el misterio de la muerte, pero
ahora se les presenta lleno de vida. El término está tomado de la
Biblia griega, donde se emplea para hablar de las “apariciones”
de Dios a Abrahán, Jacob y otros. En realidad, en esas escenas no es
que Dios se aparezca en forma visible, sino que sale de su misterio
insondable para establecer una comunicación real con los humanos:
Abrahán o Jacob experimentan su presencia. Por eso, este lenguaje
por sí solo no nos dice nada de cómo perciben los discípulos la
presencia del resucitado. Lo que se sugiere es que, más que mostrar
su figura visible, el resucitado actúa en sus discípulos creando
unas condiciones en las que estos pueden percibir su presencia. Esta
es la posición más general de los analistas (Michielis, Pelletier,
Léon-Dufour, Kessler, Lorenzen, Deneken...).
Es
más enriquecedor conocer qué dice Pablo de su propia experiencia,
pues es el único testigo que habla directamente de lo que ha vivido
él. Pablo habla de su experiencia en 1 Corintios 15,8-11; 1
Corintios 9,1; Gálatas 1,13-23; Filipenses 3,5-14. Mientras no se
indique otra cosa, todas las referencias sobre esta experiencia están
tomadas de estos textos autobiográficos. En ningún momento la
describe o explica en términos psicológicos. Lo que le ha ocurrido
es una “gracia”. Un regalo que él atribuye a la iniciativa de
Dios o a la intervención del resucitado. Él solo puede decir que
“ha sido alcanzado” por Cristo Jesús; el resucitado se ha
apoderado de él, lo ha hecho suyo. En esa experiencia “ha
descubierto el poder de su resurrección”. Pablo tiene conciencia
de que se le está revelando el misterio que se encierra en Jesús.
Lo que está viviendo es “la revelación de Jesucristo”. Se le
caen todos los velos; Jesús se le hace diáfano y luminoso. No es
una ilusión. Es una grandiosa realidad: “Dios ha querido revelar
en mí a su Hijo”. El impacto ha sido tan poderoso que provoca una
reorientación total de su vida. El encuentro con el resucitado le
hace “comprender” el misterio de Dios y la realidad de la vida de
manera radicalmente nueva. Pablo ya no es el mismo. El que perseguía
a los seguidores del crucificado anuncia ahora a todos la Buena
Noticia que antes quería destruir. En su vida se produce una
revolución total de criterios. Pablo se siente un “hombre nuevo”.
Su propia transformación es el mejor testimonio de lo que ha vivido.
Desde su propia experiencia puede proclamar a todos: “Ya no vivo
yo. Es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20).
En
una época relativamente tardía, cuando los cristianos llevan ya
cuarenta o cincuenta años viviendo de la fe en Cristo resucitado,
nos encontramos con unos relatos llenos de encanto que evocan los
primeros “encuentros” de los discípulos con Jesús resucitado.
Son narraciones que recogen tradiciones anteriores, pero que cada
evangelista ha trabajado desde su propia visión teológica para
concluir su evangelio sobre Jesús. Estos relatos se encuentran en
todos los evangelios, excepto en el de Marcos, y sirven para concluir
la obra de cada evangelista (Mateo 28; Lucas 24; Juan 20-21). En
fecha más tardía, alguien añadió al evangelio de Marcos un breve
sumario de algunas apariciones (Marcos 16,9-20). Estas descripciones
han configurado de manera decisiva la idea que se hacen muchos
cristianos sobre las “apariciones” del resucitado.
Enseguida
se ve que estos relatos no pretenden ofrecernos información
detallada sobre lo ocurrido cuarenta o cincuenta años antes. De
hecho, es imposible reconstruir los acontecimientos a partir de lo
que nos cuentan.
Es
prácticamente imposible armonizar los “datos” que proporcionan,
pues no concuerdan a la hora de decirnos quiénes y en qué orden
fueron testigos de las apariciones, dónde se produjeron, cuándo y
en qué circunstancias. Nada se puede concluir con certeza. A pesar
de todo, la tendencia actual de quienes se empeñan en rastrear
huellas históricas se podría resumir así: 1) Se trata de una
experiencia compartida por diversos seguidores y repetida en diversas
circunstancias. 2) Probablemente, las primeras experiencias de los
varones tuvieron lugar en Galilea. 3) Se discute si la primera
aparición fue a Pedro o a María Magdalena; cada vez son más los
autores que sostienen la primacía de la aparición a María,
silenciada luego en la tradición (Hengel, Benoit, Schüssler
Fiorenza, Theissen/Merz, Lorenzen...). 4) Tal vez algunas
experiencias se vivieron en el contexto de comidas o cenas en que se
recordaba con más intensidad a Jesús (Léon-Dufour). 5) La
hipótesis histórico-psíquica de Lüdemann, que explica estas
experiencias como superación de una culpabilidad reprimida, sobre
todo en Pedro (que negó a Jesús) yen Pablo (que le persiguió), es
muy discutible y poco fundamentada en los textos. Lo mismo se ha de
decir de las sugerencias que propone J. D. Crossan sobre la génesis
de estos relatos a partir de la “elegía femenina” o lamentación
ritual del grupo de mujeres: su posición se basa en un conjunto de
hipótesis muy difícil de justificar.
Son,
más bien, una especie de “catequesis” compuestas para ahondar en
diversos aspectos de la resurrección de Cristo, de consecuencias
importantes para sus seguidores. No han surgido de la nada, sin base
alguna en la realidad, sino que recogen múltiples vivencias que
todavía se recuerdan entre los cristianos: experiencias de la
presencia inesperada de
Jesús después de su muerte, dudas e incertidumbres de los primeros
momentos, procesos de conversión, reflexiones sobre las Escrituras
para ir comprendiendo mejor lo que viven... Sin embargo, el objetivo
de los evangelistas no es añadir más información a lo que ya han
contado sobre Jesús. Lo que quieren es hacer entender a todos que su
vida y su muerte han de ser comprendidas en una dimensión nueva.
Aquel Jesús al que los lectores han podido seguir a lo largo de su
relato anunciando el reino de Dios y muriendo por su causa no está
muerto. Ha sido resucitado por Dios y sigue lleno de vida acompañando
a los suyos.
¿Qué
es lo que sugieren estos relatos acerca de la experiencia que
transformó a los seguidores de Jesús? Hemos de aprender a leer
correctamente estos textos viendo en esas escenas tan gráficas no
descripciones concretas sobre lo ocurrido, sino procedimientos
narrativos que tratan de evocar, de alguna manera, la experiencia de
Cristo resucitado. El núcleo central es, sin duda, el encuentro
personal con Jesús lleno de vida. Esto es lo decisivo: Jesús vive y
está de nuevo con ellos; todo lo demás viene después. Los
discípulos se encuentran con aquel que los ha llamado al servicio
del reino de Dios y al que han abandonado en el momento crítico de
la crucifixión: estando todavía llenos de miedo a las autoridades
judías y con las puertas cerradas, “se presenta Jesús en medio de
ellos” (Juan 20,19); nada ni nadie puede impedir a Jesús
resucitado volver a estar en contacto con los suyos. Las mujeres se
encuentran con el que ha defendido su dignidad y las ha acogido en su
compañía: “Jesús salió a su encuentro y las saludó; ellas se
acercaron y se abrazaron a sus pies” (Mateo 28,9); de nuevo
experimentan su cercanía entrañable. María de Magdala se encuentra
con el Maestro que la ha curado y del que se ha enamorado para
siempre: todavía con lágrimas en los ojos oye que Jesús la llama
por su nombre con un tono inconfundible; solo él la podía llamar
así (Juan 20,16). No. Las cosas, probablemente, no ocurrieron
exactamente así, pero difícilmente se puede evocar de manera más
expresiva algo de lo que viven estos hombres y mujeres cuando
experimentan de nuevo a Jesús en sus vidas.
Son
muchos los exegetas que, siguiendo a H. Kessler, consideran la noción
de “encuentro” como el medio más adecuado para designar la
experiencia central e irreductible que vivieron los discípulos.
Habría que aclarar que no son los discípulos los que encuentran a
Jesús. Es él quien “sale a su encuentro” y los sorprende.
Este
encuentro con Jesús resucitado es un regalo. Los discípulos no
hacen nada para provocarlo. Los relatos insisten en que es Jesús el
que toma la iniciativa. Es él quien se les impone lleno de vida,
obligándoles a salir de su desconcierto e incredulidad. Los
discípulos se ven sorprendidos cuando Jesús se deja ver en el
centro de aquel grupo de hombres atemorizados.
María Magdalena anda buscando un cadáver cuando Jesús la llama.
Nadie está esperando a Jesús resucitado. Es él quien se hace
presente en sus vidas desbordando todas sus expectativas. Aquello es
una “gracia” de Dios, como decía Pablo.
Se
trata, según los relatos, de una experiencia pacificadora que los
re-concilia con Jesús. Los discípulos saben que lo han abandonado.
Aquella pena que hay en su corazón no es solo tristeza por la muerte
de Jesús; es la tristeza del culpable. Sin embargo, los relatos no
registran ningún recuerdo de reproche o condena. El encuentro con
Jesús es una experiencia de perdón. Se pone repetidamente en sus
labios un saludo significativo: “La paz con vosotros” (Juan
20,19.21.26; Lucas 24,36). El resucitado les regala la paz y la
bendición de Dios, y los discípulos se sienten perdonados y
aceptados de nuevo a la comunión con él. Según Schillebeeckx, este
perdón es “la experiencia que, iluminada por el recuerdo de la
vida terrena de Jesús, viene a ser la matriz donde nace la fe en
Jesús en cuanto resucitado”. Jesús sigue siendo el mismo. Esa era
la paz que infundía a los enfermos y pecadores cuando caminaba con
ellos por Galilea. Este es también ahora el gran regalo que Dios
ofrece a todos sus hijos e hijas por medio de Cristo muerto y
resucitado: el perdón, la paz y la resurrección.
Según
los relatos, el encuentro con el resucitado transforma de raíz a los
discípulos. Jesús les ofrece de nuevo su confianza: su infidelidad
queda curada por el perdón; pueden iniciar una vida nueva. Con Jesús
todo es posible. Es tanta su alegría que no se lo pueden creer.
Jesús les infunde su aliento y los libera de la tristeza, la
cobardía y los miedos que les paralizan (Juan 20,19-22), El relato
de Emaús describe como ningún otro la transformación que se
produce en los discípulos al acoger en su vida a Jesús resucitado.
Caminaban “con aire entristecido” y, al escuchar sus palabras,
“sienten arder su corazón”; se habían derrumbado al comprobar
la muerte de Jesús, pero, al experimentarlo lleno de vida, descubren
que sus esperanzas no eran exageradas, sino demasiado pequeñas y
limitadas; se habían alejado del grupo de discípulos, frustrados
por todo lo ocurrido, y ahora vuelven a Jerusalén a contar a todos
“lo que les ha pasado en el camino” Este extraordinario relato se
encuentra en Lucas 24,13-35. Merece ser saboreado despacio. Para
ellos empieza una vida nueva.
Este
encuentro con el resucitado es algo que está pidiendo ser
comunicado y contagiado a otros. Encontrarse con él es sentirse
llamado a anunciar la Buena Noticia de Jesús. Los relatos insisten
sobre todo en la experiencia que han vivido los Once. Ellos van a ser
el punto de partida de la proclamación de Jesucristo a todos los
pueblos. Se recogen hasta tres versiones de este encuentro “oficial”.
Su redacción es tardía y res-ponde a las necesidades de las
distintas comunidades. Naturalmente, las palabras
que cada evangelista pone en boca del resucitado no son términos
pronunciados por Jesús en una aparición. Cada redactor utiliza su
propio lenguaje para subrayar diversos aspectos de la misión, tal
como se fue desarrollando a partir de la experiencia pascual. Juan
insiste en el “envío”; Lucas, como es habitual en él, subraya
el “testimonio”; Mateo habla de la “enseñanza” y del
“bautismo”. Según Juan, se les dice así: “La paz con
vosotros. Como el Padre me envió, también os envío yo” (Juan
20,21): los Once han de sentirse “enviados” de Jesús; no se les
dice a qué se les envía ni a quiénes; tienen que hacer lo que le
han visto hacer a él; su misión es la misma que él ha recibido del
Padre; solo se les pide prolongar y actualizar a Jesús. Según
Lucas, los Once son constituidos testigos de esta experiencia del
resucitado: “Vosotros sois testigos de estas cosas” (Lucas
24,48): con este cuerpo de testigos se pondrá en marcha un
movimiento que predicará, en el nombre de Jesús resucitado, “la
conversión para el perdón de los pecados” a todas las naciones
(Lucas 24,47). Mateo, por su parte, presenta a Jesús como Señor
universal del cielo y de la tierra, que envía a los Once a “hacer
discípulos” a todos los pueblos y a “bautizarlos” (Mateo
28,19-20). Este lenguaje tan preciso refleja una práctica misionera
y unas costumbres litúrgicas establecidas más tarde en la comunidad
cristiana.); no se trata simplemente de proclamar una doctrina, sino
de suscitar discípulos y discípulas que aprendan a vivir desde
Jesús y se comprometan con el gesto del bautismo a seguirle
fielmente. En el final de Marcos, Jesús les dice: “Id por todo el
mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación” (16,15).
Esta
misión de evangelizar no es exclusiva de los Once. Todos los que se
encuentran con el resucitado escuchan la llamada a contagiar su
propia experiencia a otros. María Magdalena escucha de Jesús esta
invitación: “Vete donde los hermanos y diles...”; con docilidad
admirable, María deja de abrazar a Jesús, marcha a donde están los
discípulos y les dice: “He visto al Señor” (Juan 20,17-18). Lo
mismo hacen los discípulos de Emaús; cuando se les abren los ojos y
reconocen al resucitado, vuelven a Jerusalén con el corazón
enardecido y “cuentan lo que les ha pasado en el camino y cómo le
han reconocido al partir el pan” (Lucas 24,35). Entre los
cristianos de la segunda y tercera generación se recordaba que había
sido el encuentro con Jesús vivo después de su muerte lo que había
desencadenado el anuncio contagioso de la Buena Noticia de Jesús.
Lucas
es el único evangelista que narra la “ascensión” de Jesús al
cielo. Según Mateo, Jesús no abandona a los suyos ni se despide de
ellos; el resucitado está siempre con los suyos: “Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (28,20). Tampoco
Juan habla de la “ascensión”; el resucitado está con los suyos
infundiendo sobre ellos su aliento: “Recibid el Espíritu Santo”
(20,22). La “ascensión” es una composición
literaria imaginada por Lucas con una intención teológica muy
clara. Ofrece dos versiones diferentes. Al final de su evangelio la
presenta como la culminación solemne del tiempo de Jesús (Lucas
24,50-53): el resucitado es llevado al cielo (al mundo insondable de
Dios) mientras bendice a los suyos; los discípulos se prosternan y le
adoran por última vez; luego se vuelven rebosantes de gozo al
templo, donde permanecen bendiciendo a Dios. Sin embargo, el mismo
Lucas vuelve a narrar la “ascensión”, pero ahora como punto de
partida del tiempo de la Iglesia y de la misión evangelizadora
(Hechos de los Apóstoles 1,6-11): Jesús es elevado al cielo “hasta
que una nube lo oculta a su vista”; se les explica que este Jesús
“vendrá un día como lo han visto marcharse”; luego se vuelven a
Jerusalén, pero no van al templo, sino al “cenáculo”, donde
recibirán el Espíritu, que los impulsará a la misión
evangelizadora (Conzelmann, Lohfink, Léon-Dufour...).
¿Quedó
vacío el sepulcro de Jesús?
Todos
los evangelistas cuentan que, al día siguiente de la crucífixión,
muy de mañana, unas mujeres se acercaron al sepulcro donde había
sido depositado el cadáver de Jesús y lo encontraron abierto y
vacío (Marcos 16,1-8; Mateo 28,1-8; Lucas 24,1-12; Juan 20,1-18).
Las distintas narraciones dependen probablemente de Marcos, aunque es
posible que el relato de Juan que habla de la aparición a María
Magdalena tenga cierta independencia. Naturalmente quedaron
sorprendidas y sobrecogidas. Según el relato, un “ángel” de
Dios las sacó de su desconcierto con estas palabras: “No os
asustéis. Vosotras buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. ¡Ha
resucitado! No está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron. Ahora
id a decir a sus discípulos y a Pedro: él va delante de vosotros a
Galilea: allí le veréis” (Marcos 16,6-7). El portador de este
mensaje de Dios aparece descrito de manera diferente en las diversas
versiones: “Un joven vestido con una túnica blanca” (Marcos);
“el ángel del Señor” (Mateo); “dos hombres con vestidos
resplandecientes” (Lucas); “dos ángeles vestidos de blanco”
Ouan).
Se
trata de un relato tardío. Las primeras confesiones e himnos
litúrgícos que hablan de la resurrección de Jesús o de su
exaltación a la vida de Dios no dicen nada del sepulcro vacío.
Tampoco Pablo de Tarso menciona este hecho en sus cartas. Solo se
habla del sepulcro vacío a partir de los años setenta. Todo parece
indicar que no desempeñó una función significativa en el
nacimiento de la fe en Cristo resucitado. Solo adquirió importancia
cuando el dato fue integrado en otras tradiciones que hablaban de
las “apariciones” de Jesús resucitado.
No
es fácil saber si las cosas sucedieron tal como se describen en los
evangelios. Para empezar, no es fácil saber con certeza cómo y
dónde fue enterrado Jesús. Los romanos solían dejar a los
crucificados sobre el patíbulo,
abandonados a los perros salvajes y a las aves de rapiña, para
arrojar sus restos luego a una fosa común o pudridero sin culto ni
honras fúnebres. Esta humillación final del ajusticiado era parte
del rito de la crucifixión. ¿Terminó así Jesús, en una fosa
común donde ya estaban pudriéndose otros muchos ajusticiados,
expulsados de la vida sin honor alguno? Históricamente es poco
probable. Según una tradición, Jesús fue enterrado por las
autoridades judías que “pidieron a Pilato que le hiciera morir”,
y luego “le bajaron del madero y le pusieron en un sepulcro”
(Hechos de los Apóstoles 13,28-29). En el evangelios de Juan se
dice: “Para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado,
porque aquel sábado era muy solemne, los judíos rogaron a Pilato
que les quebraran las piernas y los retiraran” (Juan 19,31). El
dato es verosímil. Las autoridades de Jerusalén están preocupadas:
van a comenzar las fiestas de Pascua y aquellos cuerpos que cuelgan
de la cruz manchan la tierra y contaminan toda la ciudad. Jesús y
sus dos compañeros han de ser enterrados con prisa, sin ceremonia
alguna, antes de que comience aquel solemne sábado de Pascua.
Los
evangelios, sin embargo, ofrecen otra versión. Reconocen
honestamente que no fueron sus discípulos quienes enterraron a
Jesús: todos habían huido a Galilea. Tampoco las mujeres pudieron
intervenir, aunque siguieron el enterramiento “desde lejos”. Pero
hubo un hombre bueno, llamado José de Arimatea, desconocido por las
fuentes hasta este momento, que pide a Pilato la debida autorización
y lo puede enterrar “en un sepulcro excavado en la roca”. No deja
de haber puntos oscuros sobre la identidad de José de Arimatea y su
actuación, pero también es posible que las cosas sucedieran así.
El
relato está recogido en Marcos 15,42-47; Mateo 27,57-61; Lucas
23,50-56; Juan 19,38-42. Según Marcos, José de Arimatea es “miembro
respetable del Sanedrín”; no aparece como seguidor de Jesús, pero
“esperaba el reino de Dios”; Lucas lo describe como “un hombre
bueno y justo” que no había estado de acuerdo con los demás
miembros del Sanedrín al condenar a Jesús; Mateo da un paso
importante, pues nos dice que José “se había hecho también
discípulo de Jesús” (!), a pesar de que era un “hombre rico”.
Juan lo llama ya abiertamente “discípulo de Jesús”, aunque “en
secreto, por miedo a los judíos”. También se puede observar cómo
se va transformando el enterramiento según se va desarrollando la
tradición. Según Marcos, José de Arimatea hizo lo que pudo:
“Envolvió a Jesús en una sábana” y “lo puso en un sepulcro
que estaba excavado en la roca”; Lucas precisa que era un sepulcro
“donde nadie había sido puesto todavía”; Mateo añade que era
un “sepulcro nuevo” que el mismo José “hizo excavar en la
roca”; en Juan, el enterramiento apresurado se ha convertido en un
entierro digno y hasta solemne: en ayuda de José viene Nicodemo “con
unas cien libras de una mezcla de mirra y áloe” (¡); entre ambos
envuelven el cuerpo de Jesús “en
lienzos y con perfumes, como es costumbre enterrar entre los judíos”;
luego lo depositan en un “sepulcro nuevo” que está
maravillosamente allí, “en medio de un jardín”, y donde “nadie
todavía había sido depositado”.
Sabemos
que, ocasionalmente, las autoridades romanas daban su autorización y
permitían que un crucificado pudiera recibir una sepultura más
digna y respetable por parte de amigos o familiares. Filón habla de
crucificados que “fueron descendidos y entregados a sus parientes
para que recibieran los honores de la sepultura” (In
Flaccum, 83).
Flavio Josefo consiguió de Tito que le entregara a tres
crucificados, familiares suyos, antes de expirar, y logró incluso
que uno de ellos sobreviviera (Autobiografía,
420-421).
Además, en 1968 se descubrió en Giv'at ha-Mitvar, al norte de
Jerusalén, el cadáver de un hombre crucificado en tiempos de Jesús,
llamado Yehojanán, depositado en un osario familiar; el hecho indica
que fue enterrado por sus familiares.
Es
difícil saber lo que sucedió. Ciertamente, Jesús no tuvo un
entierro con honras fúnebres. No asistieron sus seguidores: los
varones estaban escondidos, las mujeres solo podían mirar de lejos.
Todo fue muy rápido, pues había que acabar antes de que llegara la
noche. No sabemos con certeza si se ocuparon de él los soldados
romanos o los siervos de las autoridades del templo. No sabemos si
terminó en una fosa común como tantos ajusticiados o si José de
Arimatea pudo hacer algo para enterrarlo en algún sepulcro de los
alrededores- Todas las posibilidades encuentran defensores entre los
investigadores contemporáneos. Solo existe un consenso generalizado
en que Jesús no recibió los cuidados fúnebres habituales (Benoit,
Léon-Dufour, Vogtle, Perrot, Pannenberg...).
Para
muchos investigadores, tampoco queda del todo claro si las mujeres
encontraron vacío el sepulcro de Jesús. La cuestión se plantea en
estos términos: ¿está describiendo este relato lo que realmente
sucedió o es, más bien, una deducción nacida a partir de la fe en
la resurrección de Jesús, que está ya consolidada entre sus
seguidores?, ¿es una narración que recoge el recuerdo de lo que
ocurrió o se trata de una composición literaria que desea exponer
de manera gráfica lo que todos creen: si Jesús ha resucitado, no
hay que buscarlo en el mundo de los muertos? Ciertamente, el episodio
puede haber ocurrido realmente, y no faltan motivos para afirmarlo.
Se hace difícil imaginar que se creara esta historia para reforzar
con todo realismo la resurrección de Jesús, escogiendo precisamente
como protagonistas a un grupo de mujeres, cuyo testimonio era tan
poco valorado en la sociedad judía: ¿no podía inducir a pensar que
un hecho tan fundamental como la resurrección de Jesús era un
“asunto de mujeres”? Por otra parte, ¿era posible proclamar la
resurrección en la ciudad de Jerusalén si alguien podía demostrar
que el cadáver de Jesús seguía allí, en su sepulcro?.
Este
argumento, tan difundido a partir del estudio de H. van Campenhausen,
no tiene en realidad excesivo peso, pues no sabemos exactamente
cuándo se empezó a anunciar la resurrección de Jesús en Jerusalén
ni si era posible acceder a su sepulcro. Además, es curioso que se
pueda hablar de la resurrección del Bautista sin necesidad de
indicar que su sepulcro está vacío (Marcos 6,14-16).
Una
lectura atenta del relato permite leerlo desde una perspectiva que va
más allá de lo puramente histórico. En realidad, lo decisivo en la
narración no es el sepulcro vacío, sino la “revelación” que el
enviado de Dios hace a las mujeres. El relato no parece escrito para
presentar el se-pulcro vacío de Jesús como una prueba de su
resurrección. De hecho, lo que provoca en las mujeres no es fe, sino
miedo, temblor y espanto. Es el mensaje del ángel lo que hay que
escuchar, y, naturalmente, esta revelación exige fe. Solo quien cree
en la explicación que ofrece el enviado de Dios puede descubrir el
verdadero sentido del sepulcro vacío
Encontrar
vacío el sepulcro de Jesús no sirve como prueba irrefutable de su
resurrección, pues el hecho se presta a explicaciones muy diversas:
el cadáver ha podido ser robado (esa es la explicación que, según
Mateo 28,13, deben dar los soldados sobornados); ha podido ser
trasladado a otro lugar (es lo que piensa María Magdalena, según
Juan 20,15); las mujeres se han podido confundir de sepulcro; el
cadáver ha podido ser “revivificado” sin entrar en la vida de
Dios (también quedó vacío el sepulcro de Lázaro)...
Es
difícil, pues, llegar a una conclusión histórica irrefutable. Lo
que podemos decir es que el relato no hace sino exponer de manera
narrativa lo que la primera y segunda generación cristiana vienen ya
confesando: “Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido resucitado
por Dios”. En concreto, las palabras que se ponen en boca del ángel
no hacen sino repetir, casi literalmente, la predicación de los
primeros discípulos. Puede verse Hechos de los Apóstoles 3,15;
4,10; 5,30... Y sobre todo 2,23-24: “Vosotros lo crucificasteis...
Pero Dios lo resucitó liberándole de los lazos de la muerte, pues
era imposible que esta lo retuviera en su poder”. Es otra manera de
proclamar la victoria de Dios sobre la muerte, sugiriendo de manera
gráfica que Dios ha abierto las puertas del sheol
para
que Jesús, el crucificado, pueda escapar del poder de la muerte. Más
que información histórica, lo que encontramos en estos relatos es
predicación de los primeros cristianos sobre la resurrección de
Jesús. Todo hace pensar que no fue un sepulcro vacío lo que generó
la fe en Cristo resucitado, sino el “encuentro” que vivieron los
seguidores, que lo experimentaron lleno de vida después de su
muerte.
¿Por
qué, entonces, se escribió este relato? Algunos piensan que ha
nacido para explicar el origen de una celebración cristiana que
tenía lu-gar junto al sepulcro de Jesús, al menos una vez al año,
y que consistía en
una peregrinación que subía hasta aquel lugar sagrado el día de
Pascua, al salir el sol. El culmen
de
esta celebración pascual lo constituía precisamente la lectura de
este relato. A los peregrinos llegados hasta el sepulcro se les
anunciaba la Buena Noticia: “Buscáis a Jesús de Nazaret, el
crucificado. Ha resucitado. No está aquí. Ved el lugar donde lo
pusieron”. La hipótesis es sugerente y no puede ser descartada.
Sin embargo es muy difícil demostrar su existencia. Esta hipótesis
ha sido defendida sobre todo por L. Shenke y Van Iersel. No ha
logrado una adhesión significativa en los investigadores.
Es
más fácil pensar que el relato nació en ambientes populares donde
se entendía la resurrección corporal de Jesús de manera material y
física, como continuidad de su cuerpo terreno. Para estos creyentes,
este relato resultaba fascinante. ¿Dónde se puede captar la
victoria de Dios sobre la muerte mejor que en un sepulcro vacío? Sin
embargo, no todos los judíos de esta época pensaban de manera tan
“material”. Había quienes atribuían al resucitado un cuerpo
nuevo o transformado, o quienes hablaban de una resurrección
espiritual sin cuerpo. Esta es la conclusión a la que llegan hoy
quienes han estudiado detenidamente la concepción judía de la
resurrección en esta época (Hengel, Nickelsburg, Hoffmann,
Schubert, Vagtle).
Es
iluminadora la actitud de Pablo de Tarso, que explica y desarrolla su
teología de la resurrección “corporal” de Cristo sin que sienta
necesidad de hablar del sepulcro vacío. Por supuesto, para Pablo,
Jesús tiene un “cuerpo glorioso”, pero esto no parece implicar
necesariamente la revivificación del cuerpo que tenía en el momento
de morir. Pablo insiste en que “la carne y la sangre no pueden
poseer el reino de los cielos” (1 Corintios 15,50). Para él, la
resurrección de Jesús es una “novedad” radical, sea cual fuere
el destino de su cadáver. Dios crea para Jesús un “cuerpo
glorioso” en el que se recoge la integridad de su vida histórica.
Para esta transformación radical no parece que el Creador necesite
de la sustancia bioquímica del despojo depositado en el sepulcro.
Por
eso no ha de resultar excesivamente escandaloso que bastantes autores
modernos, incluso de actitud moderada, piensen que es posible creer
en la resurrección real de Jesús con un “cuerpo glorioso”, sin
que esto implique necesariamente tener que afirmar que su sepulcro ha
quedado vacío (Brandle, Kremer, Kessler, Lorenzen, Deneken, Perkins,
McDonald, Torres Queiruga, X. Alegre...). Me parece conveniente,
sobre todo desde una perspectiva pedagógica, diferenciar la posición
matizada de estos autores de afirmaciones provocativas como la de
Lüdemann, que sostiene que “la tumba de Jesús no estaba vacía,
sino llena, y su cadáver no se esfumó, sino que se descompuso”, o
como la de Crossan, según el cual “el cuerpo de Jesús pudo
terminar devorado por perros salvajes, aves de rapiña u otras
alimañas”.
En
cualquier caso, el relato del sepulcro vacío, tal como está
recogido al final de los escritos evangélicos, encierra un mensaje
de gran importancia: es un error buscar al crucificado en un
sepulcro; no está ahí; no pertenece al mundo de los muertos. Es una
equivocación rendirle homenajes de admiración y reconocimiento por
su pasado. Ha resucitado. Está más lleno de vida que nunca. Él
sigue animando y guiando a sus seguidores. Hay que “volver a
Galilea” para seguir sus pasos: hay que vivir curando a los que
sufren, acogiendo a los excluidos, perdonando a los pecadores,
defendiendo a las mujeres y bendiciendo a los niños; hay que hacer
comidas abiertas a to'dos y entrar en las casas anunciando la paz;
hay que contar parábolas sobre la bondad de Dios y denunciar toda
religión que vaya contra la felicidad de las personas; hay que
seguir anunciando que el reino de Dios está cerca. Con Jesús es
posible un mundo diferente, más amable, más digno y justo. Hay
esperanza para todos: “Volved a Galilea. Él irá delante de
vosotros. Allí le veréis” 70.
Dios
le ha dado la razón
La
ejecución de Jesús ponía en cuestión todo su mensaje y actuación.
Aquel final trágico planteaba un grave interrogante incluso a sus
seguidores más fieles: ¿tenía razón Jesús o estaban en lo
cierto sus ejecutores? ¿Con quién estaba Dios? En la cruz no habían
matado solo a Jesús. Con él habían matado también su mensaje, su
proyecto del reino de Dios y sus pretensiones de un mundo nuevo. Si
Jesús tenía razón o no, solo Dios lo podía decir.
Todavía
hoy se puede percibir en los textos llegados hasta nosotros la
alegría de los primeros discípulos al descubrir que Dios no ha
abandonado a Jesús. Ha salido en su defensa. Se ha identificado con
él, despejando para siempre cualquier ambigüedad. Para los
seguidores de Jesús, la resurrección no es solo una victoria sobre
la muerte; es la reacción de
Los
autores interpretan la invitación a ir a Galilea de diversas
maneras. Cada vez son más los que entienden Galilea en sentido
simbólico: lugar del seguimiento evangélico de Jesús
(Beasley-Murray); punto de partida de la misión de la Iglesia a
todos los pueblos (Evans); símbolo de la vida cristiana vivida día
a día (Léon-Dufour); lugar de la parusía
(Lohmeyer,
Lichfoot y, en parte, Marxsen).
Dios,
que confirma a su querido Jesús desautorizando a quienes lo han
condenado. Esto es lo primero que predican una y otra vez en las
cerca-nías del templo y por las calles de Jerusalén: “Vosotros lo
matasteis clavándole en la cruz por mano de unos impíos, pero Dios
lo resucitó”; “a quien vosotros crucificasteis, Dios lo resucitó
de entre los muertos”; “el Dios de nuestros padres resucitó a
Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero” Este
esquema de “contraste” entre lo que han hecho
con Jesús y la reacción de Dios es un elemento central en la
primera predicación (Hechos de los Apóstoles 2,23-24; 4,10;
5,30...).
Con
su acción resucitadora, Dios ha confirmado la vida y el mensaje de
Jesús, su proyecto del reino de Dios y su actuación entera. Lo que
Jesús anunciaba en Galilea sobre la ternura y misericordia del Padre
es verdad: Dios es como lo sugiere Jesús en sus parábolas. Su
manera de ser y de actuar coincide con la voluntad del Padre. La
solidaridad de Jesús con los que sufren, su defensa de los pobres,
su perdón a los pecadores, eso es precisamente lo que él quiere.
Jesús tiene razón cuando busca una vida más digna y dichosa para
todos. Ese es el anhelo más grande que guarda Dios en su corazón.
Esa es la manera de vivir que agrada al Padre. Ese es el camino que
conduce a la vida.
Por
eso hay que “volver a Galilea” y recordar todo lo vivido con él.
Se produce entonces un fenómeno singular. Los discípulos van a
reavivar de nuevo lo que han experimentado junto a Jesús por los
caminos de Galilea, pero esta vez a la luz de la resurrección.
Impulsados por su fe en Jesús resucitado, empiezan a recordar sus
palabras, pero no como si fueran el testamento de un maestro muerto
que pertenece al pasado, sino como palabras de alguien que está
“vivo” y sigue hablando con la fuerza de su Espíritu. Nace así
un género literario absolutamente original y único: los
“evangelios”. Estos escritos no recopilan los dichos pronunciados
en otro tiempo por un rabino famoso, sino el mensaje de alguien
resucitado por Dios, que está comunicando ahora mismo su espíritu y
su vida a quienes le siguen. Es tal la convicción de que Jesús está
vivo, hablando en la comunidad, que incluso se ponen en su boca con
toda libertad palabras que recogen su espíritu, aunque no coincidan
literalmente con las pronunciadas por él en Galilea. Los creyentes
escuchan las palabras recogidas en los evangelios como palabras que
son “espíritu y vida”, “palabras de vida eterna” (Juan
6,63.68), que transmiten la alegría y la paz del resucitado.
Los
seguidores de Jesús no recuerdan solo sus palabras. Recogen también
sus hechos y su vida. No lo hacen para redactar la biografía de un
gran personaje ya muerto, ni para trazar su retrato histórico o
psicológico. No es eso lo que les interesa. Lo que quieren es
desvelar la presencia salvadora de Dios, que ha resucitado a Jesús,
pero que estaba ya actuando en su vida terrena. Cuando Jesús curaba
a los enfermos, les es-taba comunicando la fuerza, la salud y la vida
de ese Dios que ha revelado todo su poder salvador resucitándolo de
la muerte. Al defender la dignidad de los pobres, víctimas de tantas
injusticias, estaba exigiendo la justicia de Dios, que resucita a los
crucificados. Al acoger a los pecadores y prostitutas a su mesa, les
estaba ofreciendo el perdón y la paz que los discípulos han gustado
en el encuentro con el resucitado. Todo esto no es algo del pasado.
Al resucitar a Jesús, Dios da validez indestructible
a su vida terrena y lleva a una plenitud mayor lo que había iniciado
en Galilea. La actuación de Jesús no ha terminado con su muerte.
Aquel que llamaba al seguimiento, hoy sigue llamando. Aquel que
ofrecía el perdón de Dios a los pecadores, hoy lo sigue ofreciendo.
A aquel que se acercaba a los pequeños y maltratados, hoy lo podemos
encontrar identificado con todos los pobres y necesitados.
La
conocida expresión “la causa de Jesús sigue”, con la que W.
Marxsen resume el contenido de la resurrección, es correcta si se
entiende que es Jesús mismo quien, resucitado, la inspira e impulsa
a lo largo de la historia.
Los
evangelios han sido escritos no solo para saber quién fue Jesús,
sino para anunciar qué es, de hecho, una vez resucitado, para sus
seguidores, y qué puede esperar de él la humanidad. Marcos no
escribe una “vida de Jesús”, al estilo de Tácito o Suetonio,
que escribían sobre la historia de los emperadores. Como se dice en
el título de su pequeña obra, lo que quiere es anunciar “la Buena
Noticia de Jesús, Mesías e Hijo de Dios” (Marcos 1,1). Con este
título ha llegado hasta nosotros. No sabemos si hemos de atribuirlo
al mismo Marcos o a un redactor posterior. A la luz de la
resurrección se puede desvelar ahora que Jesús es el “Mesías”
esperado en el que el pueblo de Israel había puesto todas sus
esperanzas; ya no hay que esperar otros mesías ni salvadores. Él es
el “Hijo de Dios”, un hombre que actúa con su fuerza salvadora,
no como el emperador de Roma, que es llamado “hijo de Dios” (divi
filius), pero
no puede salvar. Su persona encierra un misterio que la gente no ha
podido captar del todo en Galilea. Solo escuchando una “voz del
cielo” hubieran podido descubrir que era el “Hijo querido” de
Dios. Según Marcos, es una voz del cielo la que revela la verdadera
identidad de Jesús en las escenas del bautismo (1,9-11) y de la
transfiguración (9,2-13). Sin embargo, Pedro puede confesar: “Tú
eres el Mesías” (8,29), y el centurión romano, al morir Jesús,
puede exclamar: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”
(15,39). Los judíos, como Pedro, y los paganos, como el centurión,
pueden llegar a intuir el misterio que se encierra en Jesús. Ahora,
después de la resurrección, es posible ahondar mejor en su
misterio. No huir como los discípulos ante su crucifixión; no
asustarse como las mujeres ante el “sepulcro vacío”. Ahora es
posible seguir a Jesús sabiendo que es el Mesías e Hijo de Dios
quien va por delante de nosotros.
Tampoco
Mateo está interesado en escribir una biografía de Jesús. Después
de la caída de Jerusalén el año 70, y con el templo destruido para
siempre, los rabinos fariseos se esfuerzan por restaurar el judaísmo
en torno a la Torá. Mientras tanto, los seguidores de Jesús van
estableciendo comunidades cristianas entre los judíos de la
diáspora. No son ra-ras las tensiones y conflictos. En este momento
crucial, Mateo quiere proclamar
lo que los seguidores de Jesús descubren en él a la luz de la
resurrección. Jesús no ha sido un gran rabino ejecutado en la cruz.
Es el verdadero “Mesías”: con él alcanza su culminación la
historia de Israel; en él se cumplen las Escrituras sagradas de
los judíos; él es el nuevo Moisés, portador de una nueva Ley de
vida.
Mateo
comienza su escrito presentando la “genealogía de Jesús”,
verdadero “hijo de David” e “hijo de Abrahán” en el que
culmina la historia del pueblo elegido (1,1-17). 78 Mateo va narrando
a Jesús indicando que todo se va realizando como cumplimiento de las
Escrituras. Se pueden contabilizar más de setenta citas del Antiguo
Testamento.
Parece
que Mateo ha querido construir su evangelio en tomo a cinco grandes
discursos de Jesús, tal vez en velado contraste con el Pentateuco
(los cinco libros básicos de Israel). En el primero de ellos,
llamado “discurso de la montaña”, Jesús es presentado como
nuevo Moisés proclamando la nueva Ley en el nuevo Sinaí (5,1-7,28).
Pero
Mateo se atreve a decir mucho más. Los seguidores de Jesús llevan
cuarenta o cincuenta años experimentando la presencia viva del
resucitado en medio de ellos. Ahora, destruido el templo, Jesús es
la nueva presencia de Dios entre los hombres. Solo a él se le puede
llamar Emmanuel,
es
decir, “Dios con nosotros” (Mateo 1,23). En la resurrección,
Dios se ha mostrado tan identificado con Jesús que ahora es posible
decir que Jesús es “Dios con nosotros”; en Jesús, Dios está
compartiendo su vida con nosotros; en sus palabras escuchamos la
Palabra de Dios, en sus gestos podemos captar su amor salvador.
En
el evangelio de Lucas se respira otro clima. La alegría está
presente desde el principio. Así anuncia el ángel el nacimiento de
Jesús: “No temáis. Os anuncio una gran alegría para todo el
pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es
el Mesías, el Señor” (Lucas 2,11). El que nace en Belén es el
“Salvador”. Las comunidades cristianas llevan años confesándolo
como “Mesías” y “Señor”. De él quiere hablar Lucas en su
escrito. Esa “alegría” que ha de inundar a todos y esa “paz”
que cantan los ángeles en Belén, la han experimentado los
discípulos al encontrarse con el resucitado. A lo largo de su
evangelio, Lucas irá presentando a Jesús como el “Salvador”
que, con gestos de gran ternura y misericordia, va “salvando” a
la gente de la enfermedad, del pecado, de la exclusión y la
humillación: Jesús es el “Hombre” que “ha venido a buscar y
salvar lo que estaba perdido” (Lucas 19,10). El pueblo no lo ha
podido captar plenamente en Galilea, pero ahora que Jesús vive
resucitado por el Espíritu de Dios, Lucas invita a todos a descubrir
que ese mismo Espíritu lo ha estado animando siempre. Jesús ha sido
concebido virginalmente por la fuerza del Espíritu (Lucas 1,35).
Este Espíritu ha bajado sobre él mientras hacía oración después
de su bautismo (Lucas 3,22), lo ha conducido en el desierto y lo ha
guiado con su
“fuerza” por los caminos de Galilea (Lucas 4,1; 4,14). Impregnado
por ese Espíritu de Dios, ha vivido anunciando a todos los pobres,
oprimidos y desgraciados la Buena Noticia de su liberación (Lucas
4,7-20). A la luz de la resurrección se puede formular de manera
profunda el recuerdo que dejó Jesús entre sus seguidores: Jesús de
Nazaret fue un hombre que, “ungido con el Espíritu Santo y con
poder, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él”. Estas palabras están
redactadas por Lucas y se encuentran en su libro Hechos de los
Apóstoles 10,38. Según Lucas, este es el Espíritu que transforma a
sus seguidores en verdaderos testigos de Jesús (Hechos de los
Apóstoles 1,8).
El
último evangelio, atribuido por la tradición a Juan, es un escrito
que va a iluminar la vida de Jesús con una profundidad teológica
nunca antes desarrollada por ningún evangelista. Jesús no es solo
el gran Profeta de Dios. Es “la Palabra de Dios hecha carne”,
hecha vida humana (Juan 1,10); Jesús es Dios hablándonos desde la
vida concreta de este hombre. Más aún, en la resurrección, Dios se
ha manifestado tan identificado con Jesús que el evangelista se
atreve a poner en su boca estas misteriosas palabras: “El Padre y
yo somos uno”, “el Padre está en mí y yo en el Padre” (Juan
10,30; 10,38 b). Por supuesto, Dios sigue siendo un misterio. Nadie lo
ha visto, pero Jesús, que es su Hijo y viene del seno del Padre,
“nos lo ha dado a conocer” (Juan 1,18). Por eso Juan va narrando
los “signos” que Jesús hace revelando la gloria que se en-cierra
en él, como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvar al mundo.
Si cura a un ciego es para manifestar: “Yo soy la luz del mundo. El
que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la
vida” (Juan 8,12). Si resucita a Lázaro es para proclamar: “Yo
soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya
muerto, vivirá” (Juan 11,25). A la luz de la resurrección, el
evangelista revela que el objetivo supremo de Jesús es dar vida: “Yo
he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan
10,10). Es lo único que Dios quiere para sus hijos e hijas. “Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a
su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo” (Juan
3,16-17). A la luz de la resurrección todo cobra una profundidad
grandiosa que no podían sospechar cuando le seguían por Galilea.
Aquel Jesús al que han visto curar, acoger, perdonar, abrazar y
bendecir es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo para que todos
encuentren en él la salvación.
Dios
ha hecho justicia al crucificado
Dios
no solo le ha dado la razón a Jesús, sino que le ha hecho justicia.
No se ha quedado pasivo y en silencio ante lo que han hecho con él;
le ha
devuelto plenificada la vida que le han arrebatado de manera tan
injusta. Los seguidores de Jesús ven en su resurrección la
admirable respuesta de Dios al abuso que se ha cometido con él. El
mal tiene mucho poder, pero solo hasta la muerte: las autoridades
judías y los poderosos romanos han matado a Jesús, pero no lo han
podido aniquilar. Más allá de la muerte solo tiene poder el amor
insondable de Dios. Los verdugos no triunfan sobre las víctimas.
Pero,
¿por qué ha tenido que morir Jesús? Si Dios lo ama tanto, ¿por
qué le ha dejado morir así? ¿Para qué tanta humillación y
sufrimiento? ¿Qué puede haber de bueno en ese crimen cometido con
él? Los cristianos tuvieron que recorrer un largo camino hasta
encontrar alguna res-puesta a algo tan escandaloso e injusto. Hacia
los años 40 o 42 lograron acuñar una fórmula extraña: “Cristo
ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras” (1 Corintios
15,3); pero, ¿qué tiene que ver la muerte de un hombre con el
conjunto de pecadores de todos los tiempos? La muerte pone fin a la
vida, ¿cómo puede una muerte salvar a otros?
La
resurrección obligó a los primeros creyentes a profundizar en su
muerte con una luz nueva. Acaban de descubrir que, al morir, Jesús
ha entrado en la “gloria” de Dios. Ha muerto confiando en el
Padre, y el Padre lo ha acogido en su vida insondable. La de Jesús
ha sido una “muerte-resurrección”. No ha muerto hacia el vacío
de la nada, sino hacia la comunión plena con Dios. El Padre no lo ha
salvado de
la
muerte, pero sí en
la
muerte. Se puede decir que, al resucitarlo, lo ha engendrado como al
hijo más querido. Los cristianos encuentran de lo más natural
aplicar a la resurrección de Jesús un conocido salmo: “Resucitando
a Jesús, Dios ha cumplido lo que está escrito en el salmo segundo:
"Tú
eres
mi hijo, yo te he engendrado hoy"“ (Hechos de los Apóstoles
13,33). Jesús resucita engendrado por Dios a la vida.
Este
Dios que acoge a Jesús en el interior de su muerte no ha estado
nunca separado de él. Mientras agonizaba, Dios estaba con él,
sosteniéndolo con su amor fiel, sufriendo con él y en él,
identificado totalmente con él, como se ha podido ver ahora en la
resurrección. El Padre no quiere ver sufrir a Jesús. No lo ha
querido nunca. ¿Cómo va a querer la destrucción injusta de un
inocente? ¿Cómo va a querer aquel final trágico para su hijo más
querido? Lo que el Padre quiere es que Jesús sea fiel hasta el
final, que siga identificado con todos los desgraciados del mundo,
que siga buscando el reino de Dios y su justicia para todos. Ni el
Padre busca la muerte ignominiosa de Jesús, ni Jesús le ofrece su
sangre pensando que le será agradable. Nunca han dicho algo parecido
los primeros cristianos. En la crucifixión, Padre e Hijo están
unidos, no buscando sangre y destrucción, sino enfrentándose al mal
hasta las últimas consecuencias. Aquel sufrimiento es malo; aquella
crucifixión es un crimen. Solo la han buscado las autoridades judías
y los representantes
del Imperio, que se cierran al reino de Dios. Jesús no quiere que lo
maten; se resiste a beber aquella “copa” de sufrimiento: aquello
es absurdo e injusto. Pero irá hasta la muerte, si hace falta, por
ser fiel al reino de Dios: todos podrán conocer hasta dónde llega
su confianza en el Padre y su amor a los hombres. Por su parte, el
Padre no quiere que maten a su Hijo querido: es la ofensa más
dolorosa que le pueden hacer. Pero, si hace falta, dejará que lo
sacrifiquen, no intervendrá para destruir a quienes lo crucifican,
seguirá amando al mundo y revelará a todos hasta qué extremos
insondables llega la “locura de su amor” a los hombres.
Los
primeros cristianos lo confiesan admirados: “Tanto amó Dios al
mundo que entregó a su Hijo” (Juan 3,16). En la cruz, nadie le
está ofreciendo a Dios nada para que muestre un rostro más
benevolente hacia la humanidad. Es él quien está entregando lo que
más quiere: a su propio Hijo. Su amor es anterior a todo. Pablo no
tiene duda alguna: “La prueba de que Dios nos ama es que, siendo
nosotros todavía pecadores, ha hecho morir a Cristo por nosotros”
(Romanos 5,8). No podía Dios revelar su amor de manera más
inequívoca. No se ha detenido ni ante lo más querido. “No perdonó
a su propio Hijo, antes bien lo entregó por nosotros, ¿cómo no va
a damos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?”
(Romanos 8,32). Este amor de Dios es inaudito. Mientras Jesús
agoniza, Dios no hace ni dice nada. No interviene. Respeta lo que
hacen con su Hijo. No accede a lo que Jesús le ha pedido con
angustia en Getsemaní. Sencillamente sufre la muerte de su querido
Hijo por amor a los hombres, que quedarían perdidos para siempre sin
él. En esa “crucifixión resurrección” se nos revela de manera
suprema el amor de Dios. Nadie lo hubiera sospechado. En Jesús
“crucificado-resucitado”, Dios está con
nosotros,
solo piensa en
nosotros,
sufre como
nosotros,
muere para
nosotros.
Con diversos matices y subrayados, la teología contemporánea tiende
a profundizar en el misterio de la cruz desde esta implicación
dolorosa de Dios (Pannenberg, Moltmann, Rahner, Kitamori, Sobrino,
Durrwell).
Ese
silencio de Dios en la cruz no significaba abandono del crucificado y
complicidad con los crucificadores. Dios estaba con Jesús. Por eso,
al morir, se ha encontrado resucitado en sus brazos. La resurrección
ha mostrado que Dios estaba con el crucificado de manera real, sin
intervenir contra sus verdugos, pero asegurando su triunfo final. Esto
es lo más grandioso del amor de Dios: que tiene poder para aniquilar
el mal sin destruir a los malos. Hace justicia a Jesús sin destruir
a quienes lo crucifican. Pablo lo dijo de manera admirable: “En
Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, sin tomar en
cuenta las transgresiones de los hombres” (2 Corintios 5,19). Todo
esto parece increíble. La “predicación de la cruz es una locura”.
Pablo lo sabe, pues se encuentra constantemente con el rechazo.
“Mientras los judíos piden signos y los griegos
buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Mas para los
que han sido llamados, sean judíos o griegos, se trata de un Cristo
que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo que en Dios
parece locura es más sabio que los hombres, y lo que en Dios parece
debilidad es más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1,22-25). En
esa cruz que a nosotros nos parece una “locura” se encuentra la
“sabiduría” suprema de Dios encontrando un camino para salvar al
mundo. En ese Cristo crucificado que a nosotros nos parece
“debilidad” e impotencia se encierra la “fuerza” salvadora de
Dios. Por eso dicen los cristianos que Cristo ha muerto por nuestros
pecados “según las Escrituras”. En la cruz se han cumplido los
designios de Dios. “Era necesario” que Cristo padeciera. Con Dios
tenía que ser así, pues en su locura increíble ama a sus hijos
hasta el extremo.
Los
primeros cristianos echan mano de diversos modelos para explicar de
alguna manera la “locura” de la crucifixión. Lo presentan como
un “sacrificio de expiación”, una “alianza nueva” entre Dios
y los hombres sellada con la sangre de Jesús; les agrada describir
su muerte como la del “siervo sufriente”, un hombre justo e
inocente que, según el libro de Isaías, carga con las culpas y
pecados de otros para convertirse en salvación para los demás.
(Sobre todo Isaías 53,1-12) Hay que entender bien este lenguaje,
pues en ningún momento quiere anular o desfigurar el amor gratuito
de Dios anunciado con tanta fuerza por Jesús.
Dios
no aparece como alguien que exige previamente de Jesús sufrimiento
y destrucción para que su honor y su justicia queden satisfechos y
pueda así “perdonar” a los hombres. Jesús, por su parte, no
aparece tratando de influir en Dios con su sufrimiento para obtener
de él una actitud más benevolente hacia el mundo. A nadie se le ha
ocurrido decir algo parecido en las primeras comunidades cristianas.
Si Dios fuera alguien que exige previamente la sangre de un inocente
para salvar a la humanidad, la imagen que Jesús había dado del
Padre hubiera quedado totalmente desmentida. Dios sería un ser
“justiciero” que no sabe perdonar gratuita-mente, un acreedor
implacable que no sabe salvar a nadie si antes no se salda la deuda
que se ha contraído con él. Si Dios fuera así, ¿quién podría
amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas? Lo mejor que uno podría hacer ante un Dios tan riguroso y
amenazador sería actuar con cautela y defenderse de él teniéndolo
satisfecho con toda clase de ritos y sacrificios.
Dios
no aparece tampoco descargando su ira sobre Jesús. En ningún
momento le hace responsable el Padre de pecados que no ha cometido;
no considera a su Hijo como “sustituto” de pecadores. ¿Cómo un
Dios justo le va a imputar a Jesús los pecados que no ha cometido?
No es fácil interpretar una frase muy concisa de Pablo: “A quien
no ha conocido el
pecado, Dios lo ha hecho pecado por nosotros, para que viniéramos a
ser justicia de Dios en él” (2 Corintios 5,21). Probablemente está
subrayando la solidaridad de Jesús con los pecadores. Desde luego,
no parece que haya que forzar el sentido literal, pues Pablo comienza
afirmando la absoluta inocencia de Jesús.
Jesús
es inocente; el pecado no ha entrado en su corazón. En la cruz no
está sufriendo ningún castigo de Dios. Está padeciendo el rechazo
de quienes se oponen a su reino. No es víctima del Padre, sino de
Caifás y Pilato. Jesús carga con el sufrimiento que le infligen
injustamente los hombres, y el Padre carga con el sufrimiento que
padece su Hijo querido. Así se expresa un escrito atribuido a Pedro:
“Cristo no cometió pecado... Injuriado, no devolvía injurias,
sufría sin amenazar, confiando en Dios, que juzga con justicia. Él
cargó con nuestros pecados llevándolos en su cuerpo hasta el
madero”. (1 Pedro 2,22-24). Los pecados no son cosas que se pueden
llevar sobre el cuerpo. El autor expresa con una imagen el peso
enorme que cae sobre Jesús al solidarizarse con los que le rechazan
a él y su proyecto de Dios.
Lo
que da valor redentor al suplicio de la cruz es el amor, y no el
sufrimiento. Lo que salva a la humanidad no es algún “misterioso”
poder salvador encerrado en la sangre derramada ante Dios. Por sí
mismo, el sufrimiento es malo, no tiene fuerza redentora alguna. A
Dios no le agrada ver a Jesús sufriendo. Lo único que salva en el
Calvario es el amor insondable de Dios, encarnado en el sufrimiento y
la muerte de su Hijo. No hay ninguna otra fuerza salvadora fuera del
amor.
El
sufrimiento sigue siendo malo, pero, precisamente por eso, se
con-vierte en la experiencia humana más sólida y real para vivir y
expresar el amor. Por eso los primeros cristianos vieron en Jesús
crucificado la expresión más realista y extrema del amor
incondicional de Dios a la humanidad, el signo misterioso e
insondable de su perdón, compasión y ternura redentora. Solo el
amor increíble de Dios puede explicar lo ocurrido en la cruz. Solo a
la sombra luminosa de la cruz pudo surgir la trascendental y
milagrosa afirmación cristiana: “Dios es amor” (1 Juan 4,8.16).
Esto es lo que Pablo intuye cuando escribe conmovido: “El Hijo de
Dios me ha amado y se ha entregado a sí mismo por mí” (Gálatas
2,20).
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