Medardo Fraile (Madrid, 1925), uno de nuestros escritores
más prestigiosos de la Generación del Medio Siglo, es autor de 24 libros, que
abarcan el cuento (literario y juvenil), la novela, el ensayo, la crítica
literaria y el teatro. Conocido universalmente como escritor de cuentos
–traducidos a varias lenguas-, obtuvo por sus relatos los premios “Sésamo”, “de
la crítica” (por Cuentos de verdad, 1965), de “La Estafeta Literaria” y “Hucha
de Oro”, y sus Cuentos completos, fueron editados por Alianza Editorial en 1991. Fue catedrático
emérito de la Universidad de Strathclyde (Glasgow) y vivió en el Reino Unido
desde 1964. relatos que tienden siempre a acrecentar en el lector la comprensión
y el amor, la luz y la verdad, sin caer en ternezas ni homilías, con
originalidad, humor y tramas sutilisimas que nos dejan un poso de
insatisfacción y belleza.
LAS ESPECIES
Nikos Clézio, mediquillo griego, becado para ampliar estudios en Escocía, se fue aquel sábado por la mañana al Jardín Botánico. Entro por la puerta frente al hotel Burns, mientras el sol, fallando e insistiendo, se empeñaba en encender el verde de la hierba. Enero estaba acabando. Nikos se dirigió a un tablón de anuncios en que ponía «Lugares de Especial Interés» y allí leyó: «Lamentamos que el principal recorrido esté clausurado ahora debido a los daños de la tormenta». Pero, entre otros sitios, el Kibble Palace, que parecía ser un pabellón importante y el único abierto a las diez –hasta las cuatro y cuarto-, podía visitarse.
Nikos Clézio se dirigió hacia él. En un letrero hincado en la hierba, a su izquierda, leyó al pasar: «Se ruega a los visitantes que no alimenten a los palomos dentro del jardín, debido al daño que causa en los arriates». Nikos no llevaba una miga de pan encima ni por casualidad, pero se incomodó ligeramente con la prohibición, porque la civilización le parecía, a veces, exceso de virguería. Al ver al fondo, a la derecha, lo que supuso Kibble Palace, miró su reloj y eran más de las diez. De lejos, vio en la puerta a dos hombres parados, tomando el sol escaso, quizá, o charlando; con sombrero los dos: uno, alto, bastante, con gabardina larga, que verdeaba y amarilleaba, y sus piernas, como rígidas y abiertas, le daban aire de compás o de pirámide aguda de cemento. El otro era bajo, vestía de oscuro y tenía una cabeza prominente. Al acercarse Clézio dijeron algo en voz alta mirándole; pero él, que sólo chapurreaba inglés, se dirigió a la puerta del invernadero sin prestar atención.
La puerta estaba cerrada y entonces se volvió, sonriendo, hacia los dos hombres. El alto era más viejo; tenía la cara larga y arrugada y los labios oscuros como uva negra. El sombrero del otro, por lo pequeño y nuevo, podía ser muy bien de un sobrino suyo y tenía una plumita de ave vertical al ala. Se extrañaban de que Kibble Palace estuviera cerrado. Ellos llevaban allí esperando –le dijo el alto- más de un cuarto de hora. El único que habló fue el viejo y su inglés era tan arruinado como su cara y tan oscuro como sus labios. Nikos le dijo que volvería más tarde y se fue a dar una vuelta por el Jardín.
Vio un río, un campo de crisantemos, a una mujer joven –a la que ojeó con meridional insolencia, sin prisa- empujando un coche de niño; a una anciana alta, con sombrero, de piernas increíblemente delgadas, como alambres, y medias arrugadas, y una parte acotada con columpios para uso exclusivo de los niños –otra prohibición-. En uno de los prados había sido arrancado un árbol de raíz, quizá por la «tormenta».
Cuando volvió a Kibble Palace, pasadas las diez y media, aún estaban esperando a la puerta los dos hombres. Le dijeron frases y le hicieron gestos –sobre todo el viejo- que venían a expresar: «¡Nada! ¡Aquí seguimos!». Nikos se extrañó de la pasividad y paciencia de estos súbditos con el derecho a exigir que los horarios se cumplan. Se quedaron un rato sin saber qué hacer, gesteando y mirándose los tres. Al fin vio Nikos que se iban juntos los hombres, sin más, hacia la puerta de salida. Allí había una caseta con un letrero que decía: «Información». Clézio decidió seguirles. Se juntaron los tres a la puerta de la caseta y dijo el viejo: «Vamos a informarnos». Tras dos o tres timbrazos, salió a abrir una mujer muy pálida abrochándose una bata. Por toda respuesta, la mujer cerró su puerta con llave, se acabó de abrochar y echó a andar de prisa, pasando Kibble Palace, hacia el otro lado del Jardín, a buscar a alguien o a buscar la llave. Clézio y los otros dos, juntos ahora, fueron detrás de ella y se pararon, de nuevo, esperando, en Kibble Palace. Nikos se fijó esta vez más en el pequeño. Tenía el cráneo abombado y la región frontal muy saliente; de la tensión superior, la cara se descolgaba magra y la boca, totalmente horizontal, parecía raja de engullir peniques. Las orejas eran pura ternilla y separadas. Los pies, calzados con botas –la caña oculta bajo el pantalón-, tenían en las puntas la redondez del cráneo. Una suciedad aseada componía su figura extraña.
La mujer ahora volvía hacia su casa y detrás de ella, tranquilamente, se acercaban hacia Kibble Palace dos tipos con pantalón de pana y aspecto de jardineros. Cuando llegaron, ban entraron en seguida, sin que Nikos se diera cuenta siquiera. El entró despacio, mirando a derecha e izquierda, y leyó: «Prohibido fumar e introducir coches de niño y perros».
Kibble Palace tenía la forma de una sartén. El pasillo –el mango- conducía a un pabellón en círculo. En el mango, el agujero para colgarla, podía ser un estanque redondo que había a la entrada, con nenúfares y peces rojos. Lo primero que se notaba era un cambio agradable de temperatura y el gotear de las plantas, tranquilo, exuberante. Al llegar Nikos al pabellón circular le sorprendieron las palmeras, que parecían sostener la cúpula de cristal. Cuando miró a su izquierda vio al viejo de la puerta sentado en un banco, sumido en la lectura del Daily Record. Era incomparable la situación geográfica del viejo. Detrás de él había plantas de Norteamérica; a su derecha, de Madeira y Canarias; de Sudamérica, a su izquierda, y, enfrente, verdeaba la flora mediterránea y blanqueaba, en mármol, una esclava oriental semidesnuda. Al pasar Nikos, el viejo miraba con atención la foto de una de esas muchachas que, subiéndose de la noche a la mañana la falda, han hecho su primer papel o su primera película, subiendo de la noche a la mañana.
Opuesto al viejo diametralmente, halló Clézio a su compañero de espera; también sentado en un banco e inmerso en la lectura del Daily Record: como dos gotas de agua gemelas y antípodas. Este estaba leyendo junto a un camello del Japón, guardadas las espaldas por Australia y, enfrente, Nueva Zelanda. «¡Grandes lectores de periódico estos británicos!», pensó Clézio…
A él le olía el pabellón como huelen los patios en Salónica, aunque ninguna planta parecía proceder concretamente de Grecia. Y, sin embargo, su tía Alodia, vieja y pobre, tenía un patio que olía como Kibble Palace.
Nikos Clézio dio dos vueltas al pabellón circular y en las dos se paro, interesado, encogido, a ver la mata rosácea del «Spina-Christi». Y, de soslayo, a sus dos compañeros de puerta, que seguían leyendo.
Se cruzó con un jardinero al salir y le preguntó:
-¿A qué temperatura está esto?
-A 75,50 Fahrenheit. La mínima…
«La ideal para que un diplodocus y un ex grumete puedan leer a gusto el Daily Record», se marchó pensando.
OJOS INQUIETOS
Sólo se oía el agua caer en la bañera. El estaba junto a la ventana en una mecedora vieja leyendo el periódico. De cuando en cuando miraba con vaguedad al cielo y bostezaba. Hasta el pasillo llegaba la luz blanda del atardecer. Había un cuarto encendido en el interior del piso. Hacía más de una hora que estaba con luz, una luz baja, tenue, de mesilla de noche. Se oyó en el cuarto de baño cerrar la puerta y, a poco, el ruido del agua en la bañera cesó. Se oía ahora un oleaje suave, un titilar de gotas y múltiples chorrillos jabonosos, veloces. Él dobló ligeramente el periódico y lo puso sobre sus rodillas. Bostezó otra vez y sus ojos miraron casualmente un calendario que había en la pared: abril, 5, sábado. Cerró los ojos y se durmió en seguida. El periódico se fue escurriendo y cayó al suelo.
Al encenderse la luz abrió los ojos.
-Me había quedado dormido –murmuró, pasándose una mano por la cara y enderezándose un poco.
Luego recogió el periódico, lo echó en la mesa, se levantó y bajó la persiana, buscó la luz de la lámpara acercando la mecedora a la mesa y comenzó sentado a mirar la última página del diario.
-¿Qué te parece? ¿Cenamos? –dijo ella con el pelo recogido arriba, recostando en el marco de la puerta el frescor de su cuerpo en una bata marcadora, dócil.
-Como a ti te parezca –contestó él con dificultad sobre un largo bostezo.
Ella entró en el cuarto y cerró bien la persiana. Se habían quedado tres o cuatro tablillas sin juntar. Luego conectó la radio y esperó, inclinando hacia ella la cabeza y mirando arriba, a que llegara de lejos berbiqueando la musiquilla o la voz del locutor, que se abrió en seguida paso llenándolo todo. Ella entonces, con atención complacida, domó esa voz y la dejó suave, calida, como una caricia conocida, como el agua lenta, suave, templada, sobre sus muslos. La musiquilla punzante, calavera, ciega, música de sábado, música de grandes programas, resucitó la casa.
Ahora se oían, espaciados bajo la música, cacharros en la cocina, cajones saliendo y entrando, alguna vez un chorro brusco de agua sobre la pila o el arrastrar de una silla unos instantes. Y la melodía del sábado por los rincones y sombras de la casa, como humo en bocanada subrepticia, larga, silenciosa.
Se sentaron a cenar.
-Pues, chica, me había quedado dormido.
-¿No conoces esta música? –dijo ella mirando por encima de él. Se alegró su cara y sonrio un poco:
-Es la música que le gustaba a Roberto, a tu sobrino.
-Y tuyo. ¿No es también tu sobrino?
-Es bonita. La tocaba a la guitarra dones tfarducci en aquella película. ¿cómo se llamaba?
-No sé –dijo él sacándose con los dedos un huesecillo de la boca.
-Sí, hombre. Aquella… Seis hombres tiran a dar. Nunca te acuerdas de nada. Estuvimos un sábado.
-Para eso te tengo a ti… ¿Qué, estaba buena el agua?
-Muy buena. Podías haberte bañado.
-Mañana.
-Este locutor me gusta –dijo ella de pronto-. Tiene una voz guasona, simpática, cuando habla… ¿Y las entradas? ¿Las tienes? –dijo, mirando agradecida al aparato de radio, coqueteando un poco hacia el locutor.
-Sí, mujer; no te preocupes –oyó que le decía a un lado la voz de su marido.
-¿Qué vamos a ver por fin? –dijo apartando atenta con el tenedor una hebrita en el plato.
-Esa que tú querías…. La de ahí… esa de ahí, hombre… ¿Cómo se llama?
-¿Las chicas de la Luna?
-Esa… ¡No sé yo qué tal estará!
-¡Ya veremos! –contestó ella levantándose.
Recogió en la cocina y se fue al tocador y luego al cuarto. El volvió a la mecedora y abrió el periódico. Bajo las ondas de la música se ahogaban ahora los nudillos de broches, los roces sedosos en las telas, el leve choque de una uña con un botón chico, el secreto siseo carnal de una mano acostumbrada ajustando una media. Se oyó un taconeo. Reposado, seco, como los cascos de una yegua enjaezada, tensa. Apareció ella en la puerta del comedor.
-¿Vamos?.
El se levantó pasándose la mano por el pelo, se llegó al lavabo, se peinó en seco y se puso la americana. Por la escalera abajo se oía el pisar de ella, su braceo de jaca a media doma, nervioso, grávido. El taconeo de ella. El bajaba detrás.
Un aire perfumado, leve, estremecía los árboles de la placita que había al final de la calle. Había en la acera de enfrente, en casi todas las casas, ventanas con luz.
-¿Qué hora es?
-Serán las… ¡Vaya! Se me ha parado el reloj.
-¡Anda, que estás bueno! Si nos da tiempo tomamos algo en Oms. Y compras tabaco. Nos pilla de paso.
-¡Bueno!
Ella acertó a cogerle del brazo sin mirarle y atravesaron en silencio las dos manzanas hasta el cine Gladis. Había en las calles una animación perceptible, nerviosa, y el aire dulce de las acacias rozaba la piel a los transeúntes con suavidad.
-¿Entramos a tomar algo o…? ¡Pregunta antes la hora!
Se adelantó y preguntó a uno que pasaba. Las diez y media. Se paró a poner su reloj a punto.
Oms estaba animado. Hervía el ambiente y el camarero pasaba junto a ellos una y otra vez con la bandeja llena. Se oía tras la barra el titilar continuo de vasos, platos y cucharillas. Allí, donde ellos estaban, olía mucho a café.
-¡Un cortaol –pidió él.
-A mí póngame uno solo.
-¿Quieres una copa?
-¡Como quieras! ¡Anda, si te la tomas tú…!
En el Gladis ya estaba entrando la gente. Los porteros, altos, mansos, vestidos de marrón, iban dejando pasar al público despacio, con cierta indiferencia. Olía a desinfectante camuflado con un perfume denso, pastoso. «¡Quierenbombonhelado…!», gritaba un chiquillo en las primeras filas de butacas. Arrancó, brusca, una música que se hizo en seguida suave, melódica y llegó a todos los rincones aterciopelados, pisados muellemente por los que iban entrando, que hablaban algo más bajo.
Ella, mientras esperaban, le decía alguna frase a él. Sin mirarle. Sin verle. Le hablaba a un bulto –mediano- con facultad de oír, a un obstáculo para sus ojos que unas veces tenía a la izquierda y otras a la derecha y que le impedía siempre material o moralmente llegar más lejos, ver otras cosas. Se había acostumbrado a hablar con él. Apenas giraba la cabeza cuando lo hacía. Su cuello continuaba erguido, fuerte y dócil, con gratas, pequeñas sombras entre los mechoncillos oscuros y sedosos.
-Aquellos son los del tercero, ¿no?... Sí.
-Es mona esta música, ¿eh?
Él dijo al apagarse la luz:
-¡Las chicas de la Luna! ¡Veremos a ver qué es eso!
El tema de la película era unas chicas aburridas, desengañadas de la vida, que se ofrecen para tripular cohetes a la Luna. Ingresan en un campamento militar secreto de entrenamiento y experimentación espacial, donde unos muchachos desengañados también de todo y aburridos sufren un entrenamiento parecido con igual fin. En el campo hay disciplina, gran severidad pero no falta lo necesario y hay cierto confort. Ellas y ellos se miran como si vieran postes de telégrafo. En el bar cambian impresiones displicentes mirándose con cara de fastidio, como el que ve llover. Del horario metódico, saludable del campo, de la falta de tiempo para pensar, en todos ellos renace la fortaleza, el optimismo, y un leve temor, que aumenta cada día, de perder la vida en el experimento. Total: tres parejas de novios, que se rebelan con peripecias múltiples al prohibir el Alto Mando que abandonen el campo para casarse. Los jefes, sitiados, sudorosos, acceden al fin ante el empuje del amor. Y arrepentidas las jerarquías prometen a los enamorados apadrinar las bodas y una colocación sin riesgos. Acaba la película a la puerta de la iglesia, alegres todos, bajo una lluvia de arroz. La Luna sonríe cayéndosele la baba de miel. Mientras, en el campo, le están haciendo la ficha de tripulante del espacio a un mendigo que antes merodeaba por el campamento y que, a grandes zancadas y mordiendo feliz un mendrugo, se sienta en la cabina de un cohete de pruebas apretando optimista, sonriente, mirando al público, todos los botones.
Fueron saliendo del cine despacio.
-No está mal… ¡Es una tontería…! –dijo él desarbolando las palabras sobre un largo bostezo.
Ella iba despacio, callada. Las películas la volvían silenciosa. Escuchaba lo que venían diciendo los de atrás. Se paro tranquilamente un buen rato porque vio avanzar a lo lejos un coche, hasta que pasó. Desperezaba al andar sus piernas con grávido garbo, con elasticidad segura, pausada, con indiferencia atractiva, ensimismada, madura. Oía los murmullos de los grupos que se perdían o disgregaban en las bocacalles. Había mucha gente que subía sin prisa a coger el Metro. Ella sentía algo grato que la llenaba, la lamparilla juguetona, viajera, de un deseo vago, el sabor de un mundo, de unas gentes alegres, divertidas, que decían bobadas admirables mirándose con ilusión, sin más idea que llegar a besarse, a bailar, a vencer a la muerte por encima de cualquier obstáculo. ¡Maravilloso muchacho John, entre los que salían, desgarbado, con ojos de niño y unos dientes alegres de perro!
Entraron en su calle, que estaba iluminada por la Luna, silenciosa, fresca. Un gato la atravesó estirado, alerta, sin ruido. Ella empezó a oír detrás, lejos, unas pisadas aisladas de hombre, que retumbaban en la acera, que araban jóvenes, abarcaduras, lentas, la acera sorprendida. Se acercaban. Sonaban ahora más cerca. Pensó: «Así debe pisar ese artista, ese bribonazo de John, en su vida real. ¿Cómo se llamará el actor ese?».
Llegaron a su casa.
-¡Hala! –dijo él.
Ella cruzó la puerta y, mientras daba él por dentro la vuelta a la llave, cogió a la reja del portal como esperando que terminara. El que venía detrás pasaba en ese instante. Era un joven achaparrado, moreno, que miró ajeno hacia la puerta. Ella estaba allí sin moverse, como si nada, con aparente aire distraído, con leve audacia y temor en los ojos inquietos que siguieron detrás de la reja el paso del hombre, la estela de su pisar espacioso, lento, bamboleante; su tos que de pronto se oyó, quebrada, brusca, sencilla. Notó el hierro frío bajo su mano y vio la puerta cerrada. El sábado se iba por la calle abajo. Sintió que el marido sostenía la puerta de cristales para que pasara ella. Y dio la vuelta, le siguió en silencio, tranquila, un paso detrás de otro, metiendo sin motivo una mano en el bolso, ofuscada, perpleja, como buscando algo, una llave, la polvera, el pañuelo, el pedazo de sábado que le faltaba.
EL PRESO
El preso estaba en su celda, en el último piso de la cárcel. Era después de comer, en las primeras horas de la tarde, cuando los cautivos echan de menos el café de la esquina, el puro, la familia, el programa de radio. Estaba nevando. El preso Jeremías bostezaba con lentitud morosa en su celda, mirando a través de los barrotes del ventanillo los copos de nieve. Jeremías era un preso inocente, pequeñajo y delgado. Los otros le llamaban el preso del tulipán. No porque se adornase con esa flor o con otra, sino porque entre ellos se ponían motes que eran como títulos de nobleza. Había así, por ejemplo, el preso del robo de la carnicería y el preso del robo de la joyería. Y también estaban, bien diferenciados, el preso de crimen de hotel y el preso de crimen de choza. Jeremías había sido un pobre infeliz que se encontró una vez un tulipán magnífico. Lo cogió del suelo con alegría, pensando regalárselo a una criatura angelical, rubia, que vivía enfrente de su casa y con la que le gustaba hablar. Al ofrecérselo, a ella le pareció tan hermoso, que se negó a aceptarlo. Creyó que no era digna de aquella flor. Jeremías insistió varias veces y, luego, con el deseo de que se divirtiese y cambiara de parecer, le dio golpecitos con el tulipán, cada vez más alegre y de prisa, por las manos, los brazos y los hombros. No sabía que la flor, tan hermosa por fuera, encerraba en su globo de pétalos una enfermedad horrible. Aquel tulipán, en su interior, había segregado una gran piedra como un cáncer. O, tal vez, un joyero arruinado y resentido era el que había engarzado en la flor ese pedrusco vulgar, dejándola luego, como una burla, en medio de ia acera. Jeremías, divertido, dio un golpe en la cabeza de la muchacha. Y su cabeza rubia, tan frágil, se abrió en dos al golpe del tulipán. Y en seguida murió. Por eso fue a la cárcel el pobre Jeremías, que lloró sin consuelo aquella desgracia, y por eso en la cárcel sus compañeros le llamaron así: el preso del tulipán. Iba, como todos, con traje a rayas, con ese aire gris de todos los presos. Y tenía a la espalda un número: el 665. Su compañero de fila -6(56- era un gran criminal, gordo, grande como Nerón, sin respeto a Dios ni a los santos y se mofaba y se reía de su compañero con tremebundas carcajadas que ponían a Jeremías la carne de gallina.
Pero aquella tarde estaba nevando y Jeremías miraba por el ventanillo los copos blancos de nieve. «¡Si tuviera un periódico para leer!», pensaba. Había oído muchas veces con envidia vocear los periódicos a los vendedores. «¡O si tuviera un libro! ¡Notaría menos el frío, quizá.» Pero en su celda había sólo un duro camastro, un cantarillo con agua y un trozo de pan. En realidad, no se comía mal en la cárcel, pero cada preso tenía pan y agua, porque el director cuidaba los detalles que dan a las celdas un aspecto cruel. Jeremías bostezaba con generosidad, poniendo toda su alma inocente en el bostezo, y se aburría mucho. Un pájaro vino a posarse en el ventanillo. Esto era corriente, sobre todo en primavera y verano. Se fijó en la visita: una nevatilla, llamada también lavandera, tal vez por su aspecto lamido y sus intenciones limpias. Jeremías se quedó quieto y el pajarillo le miraba con interés meneando su cola arriba y abajo. No sólo no tenía miedo mirando al preso, sino que saltó al suelo de la celda con la mayor soltura, porque la nevatilla tema su idea. Casi la misma que le surgió de pronto a Jeremías. La estaba mirando, y al ver sus colores blanco y ceniciento, y sus alas con rayitas blancas, se le ocurrió que el pájaro aquel tenía aspecto de preso: un preso nervioso y pequeñín. Y la nevatilla, mirando a Jeremías, pensaba que el hombre aquel, menudo, grisáceo, con esas rayas que le veía en los costados, podía ser muy bien un pájaro de su ilustre familia, los Motacílidos. Y se tomaron gran simpatía y jugaron a ser compañeros. La pajarita daba saltos formando un círculo dentro de la pequeña celda, y Jeremías, detrás de ella, daba saltitos imitándola, muy divertido. Así estuvieron qué sé yo el tiempo, y Jeremías no se cansaba, sino al contrario, cada vez se encontraba más ágil y con menos peso. La nevatilla saltó de pronto, volando al ventano. Y Jeremías, como si nada, saltó detrás. Vio que los barrotes del ventano eran mayores que él y comenzaron a mirarse, a la misma altura, el nombre y el pájaro. La pajarita, con ademanes tajantes, invitaba a Jeremías a hacer su primer vuelo. Porque él se había convertido en un pájaro gemelo a ella. Y Jeremías voló, en efecto, porque ya era un pájaro.
Hecho este milagro sencillo, la nevatilla volvió a la celda y se quedó allí pensando alguna cosa, jugando a cumplir condena tal vez, o, simplemente, sustituyendo un rato a Jeremías. Cuando se hartó, pasó a la galería atravesando la reja de la puerta. Con aire pedante y satisfecho –como si fuera con las manos atrás- llegó hasta Federico, cancerbero terrible que estaba sentado, lleno el vientre de llaves, en la galería, a un extremo, en un sillón de mimbre desfondado. Se quedó un rato mirándolo: era gordo y con la cara encendida como grana, y tenía los ojos saltones, con la mirada más que feroz llena de miedo, de un miedo feroz. Federico, al verla llegar, pensó: «¡Vaya! ¡Este pajarito no tiene miedo!». Y la miraba sin saber qué hacer. Pero como no tenía hijos ni esposa, ni sobrinos –únicamente presos-, pensó que el pájaro aquel no le servía de nada. Y, al fin, dándole vueltas a su pesado caletre, tuvo una idea: él, que se pasaba la vida encerrando seres, tendría esta vez el gusto de otorgar a un ser la libertad. En efecto, tendió su mano abierta hacia la pajarita. Ella saltó a la mano con indiferencia, sin escrúpulo alguno. El carcelero, renqueando, se levantó del sillón y encarriló sus pasos a la baranda del patio. Desde allí se veía el cielo lleno de nieve. Se dio con la mano un golpe en el brazo en que llevaba el pájaro, gritando: «¡Vuela!». Y la nevatilla se fue por los aires.
«¡Vuelve, vuelve!», gritó el guardián de pronto, arrepentido y medroso. Había visto con temor las rayas que el pájaro tenía en las alas y dijo para sí que podía ser un preso al que había soltado sin ningún permiso. Porque el cancerbero veía, naturalmente, que volaba un pájaro, pero creía en los seres encantados, y aquel volátil se le antojó demasiado seguro de sí mismo, tal vez un pájaro de cuenta. La nevatilla que había libertado a Jeremías, el preso del tulipán, volaba rauda y alegre, y es claro que no pensó ni un instante volver a las garras de Federico. Buscó entre la nieve el camino del sol que saben, para calentarse, los pájaros buenos que han hecho en su vida cosas un poco milagrosas. Casi nada: ¡reducir el tamaño de un preso y enseñarle a volar…!
LA HORA
Mañana era hoy y ayer; el reloj, un regalo de Reyes o de cumpleaños que daba cierta categoría pero no media el tiempo. El sol tibio o caliente de las mañanas entraba por los ventanales de las aulas y nos pintaba jóvenes, con sonrisas de burla y miradas de amor, entre cuadernos y carteras y una mano desesperada y rebelde cogiendo notas. Las muchachas lucían más relojes y eran más vistosas y bellas. Muchos usábamos corbata y, algunos, un pañuelo dandy, melancólico, inútil, en el bolsillo alto de la americana. Una fortuna más: no temamos dinero. El tiempo volaba en la hora de Literatura, de Arte y se arrastraba minutero, zumbador, premioso en la hora de Filosofía. Cuando el bedel abría la puerta para dar la hora nos desentumecíamos del atasco pensante y volvíamos a llenarnos los ojos de la luz del día, de la que no se hablaba en las notas ni el texto.
La Filosofía, o lo que fuera, había convenido eu mascara la cara del filósofo, la había llenado de recovecos y arrugas, y su rostro tenía un aire mediocre de corteza insensible. Parecía un hombre incapaz de suspender a nadie o amar a nadie. No alzaba la voz, vestía casi siempre de negro, con camisa blanca algo gastada y sucia y el pelo, negro y liso, era un casco fijo graso y opaco. Le temamos los lunes y jueves y su clase era la última de la mañana, cuando daba más pereza pensar o, por lo menos, así, por galerías oscuras. A las dos, abarrotábamos los tranvías para volver a casa.
Aquel jueves era igual que todos pero, en vez de hablarnos de los mitos platónicos o de la teoría aristotélica de la potencia y el acto, explicó las cinco vías tomistas a posteriori que demostraban la existencia de Dios. Aquel hombre tenía algo de clérigo de paisano y ese jueves de primavera la clase olía a incienso o, quizá, a romero y cantueso de los campos cercanos, a iglesia.
Insistió, hasta el mareo (ad nauseam), en la contingencia del ser. Seríamos contingentes, sin duda, pero no sabíamos lo que significaba. Luego lo dijo: «Lo que no se explica por sí: existe pero podría no existir». Bueno, estáhamos allí, sostenidos por la mano del Creador y ninguno de nosotros era necesario –escribíamos en el bloc de notas-, pero qué duda cabe que nos gustaba andar juntos y, sobre todo, charlar y que éramos distintos, como las frases de una partitura dispar que se titulara SEGUNDO CURSO, GRUPO A, AULA 24. A mí me parecía necesario admirar los ojos de Begoña o divertirme con el humor de Lauro, contingentes o no.
En el último cuarto de hora llegaban el sopor, la impaciencia. Venteabamos la cercanía de Aniceto, el bedel, para darnos la hora y abría, por fin, la puerta cuando pensábamos que ya no venía. Aquel jueves de comienzos de abril fue como todos. El tardaba en llegar o el reloj, algún reloj, se movía despacio. De pronto, oímos el picaporte y Aniceto asomó su calva, miró al catedrático, que a su vez le miró a él y, alzando la voz, dijo: «¡La hora!».
Las dos, por fin.
En ese momento, se oyó un golpe atrás. Alguna cartera que se había caído. No, no era eso. Era Ricardito. Un muchacho delgado, de ojos azules y cara entre inocente y viejales. Un buen chico. Amable. Sonreía con cara de susto y se marchaba corriendo a estudiar porque, según él, no le cundía el tiempo. Era la hora, su hora, y estaba muerto.
La contingencia de Ricardito fue un ejemplo excesivo. Sabíamos que estaba enamorado de Matilde. Sabíamos que ella, menuda y parlanchína, le diría un día que sí. Pero nunca estaremos seguros de si morirse aquel jueves, en aquel instante, hizo que nosotros no olvidáramos el tercer argumento de Santo Tomás, y si aquello tuvo que ver con que Elena y Milagros se hicieran monjas años más tarde, y Seve se estrellara una noche en una carretera de Ciudad Real.
UN JUEGO DE NIÑAS
A medida que los años avanzan, nos parecen los inviernos más oscuros y fríos, la primavera destemplada y poco de fiar, y el sol del verano como si enredase entre sus rayos una nube lejana y plomiza que le quitara fuerza. Las flores, a medida que avanzan los años, son más que nada flores por el nombre. Sus colores y el aroma se esfuman en gran parte. «Toma estas flores», le decimos un día a la abuela cargada de años para que se contente. La abuela alarga la mano con cuidado, no ve apenas los colores que tienen ni distingue su olor, pero hemos dicho flores, y ella las mira como si le diésemos un manojo de recuerdos lozanos, apuntando hacia ellas una sonrisa fina, un poco triste y lejana. Las viejecitas y los viejos notan cómo el mundo se les va gastando, y a la hora de la muerte lo que creen verdaderamente es que alguien ha apagado la luz del todo, la escasa luz que recibían. Las viejecitas y los viejos se encuentran un día con las cataratas, en su largo peregrinar por las enfermedades y los achaques, y los parientes más jóvenes olvidan para siempre el fulgor que tenían aquellos ojos ancianos unos años atrás. Entonces es cuando –en la provincia- cogen el tren y vienen a las ciudades a trasegar por sus calles y ruidos con una venda blanca ladeada tapándoles un ojo, aplastándoles a las viejas el peinadillo coqueto del pelo blanco ahuecado y brillante. Vienen a las ciudades a ver al médico bueno, al médico de fama que da esperanzas, y pagan, al marcharse, sacando los billetes de enrevesados interiores, de faltriqueras recónditas o de carteras gruesas y fajas capaces de guardar semillas y herramientas.
Flora y Martita hubieran podido definir la vejez como oscurecimiento del mundo. Sabían todo esto. Vivían en la ciudad, y buscar un buen médico les hubiera sido muy fácil a ellas. Pero querían evitar el médico y la oscuridad y buscaron procedimientos propios. Flora y Martita recordaban a su madre, que en paz descanse, paralizada por culpa de los ojos; no podía leer ni hacer punto ni ir sola de visita. Martita y Flora tenían que hablar a su madre con viveza, con mucha alegría y colores, porque así su madre veía mejor las cosas. Ellas seguían hablando así, con igual entusiasmo, pero hacía ya mucho tiempo que su madre había dejado este valle de lágrimas. Ellas –para qué andar con rodeos- eran dos viejecitas: Flora un poco más, porque era la mayor.
Vivían solas, inundadas por la luz beatífica de la soltería, a veces suspicalera, valores en papel del Estado, rentillas de parcelas y pequeñas casas. Comían frugalmente, demostraban primor con las cintas, los hilos y telas; eran blancas de piel, cepilladoras, y usaban, en su limpieza clara, agua, jabón, colonia y polvos, y alcohol de romero, algunas veces.
Su único capricho era tener luz, un poco más cada día. Luz para que el pelo brillara, para que fulgurasen los ojos como a los veinte años, para hacer jerséis y vendérselos a los marineros o regalárselos a los niños, para leer los titulares en los periódicos, para ver en las revistas fotografías del Santo Padre, para apreciar sin error las abejas y los patos en los cuadernillos de punto de cruz.
La idea fue de Flora. Un día, Martita se peleó para siempre con Nicomedes porque no quiso entrar en un portal, un portal que había surgido en su noviazgo, un portal antipático, oscuro, por el que había que pasar, al parecer, para tomar café y galletas con una tía del novio que se había empeñado en conocer a Martita. Aquel Nicomedes la hizo trotar para nada; era irresponsable y jacarandoso. Flora, que, antes que Marta, había dicho adiós a toda esperanza de casarse, tranquilizó a su hermana:
-Marta, no lloriquees. Toda la vida seremos jóvenes. Tendrás brillo en el pelo como ahora, y los ojos lo mismo. No habrá rincones para nosotras. Seremos las viejecitas más hermosas del mundo. Los hombres de hoy pensarán, ya viejos, que han hecho mal en no prestarnos la atención debida. Martita, ya verás.
Y lo que vio Martita es que Flora subía por la escalera de mano hasta la araña de cristal. La araña de cristal, regia, llena de tintilanes mordidos de dibujos, con brazos dorados, finos, graciosamente elevados en el aire, estaba en la sala donde Flora y Martita guardaban la flor de las herencias. En aquella sala reconocerían ellas el cordón umbilical más largo de su estirpe en cualquier cachorrillo en su rincón, con su tiempo callado. Flora no hizo gran cosa. Se limitó a colgar en la lámpara un nuevo tintilán enroscándolo con alambre fino a uno de los brazos. Flora quería ir llenando la lámpara de brazos repletos de bujías y de cristales. Quería ir haciendo su hucha de luz, su agosto de luz, para cuando ella y su hermana fueran viejas.
Así, la araña de cristal, cuyo armazón parecía los gajos de una fruta, vio luego convertidos sus brazos en cuellos de cisne, en eses, y extendió sus dominios hacia la alfombra y los muebles como una gran medusa o un árbol de Noel invertido o una gigantesca ubre llena de luz.
Por las tardes, Flora y Martita se metían allí, en la sala, y en sus butacas, muy derechas, una enfrente de otra, hacían punto sin equivocarse. Las agujas eran como espadas de acero en reñida lucha, que no se decidía a favor de ningún bando. «Chic-chic, chic-chic», cantaba, sin decidirse, el duelo terrible de las agujas. Brillaban en los zapatos las nébulas, el carey de los pasadores en el pelo, los pendientes de oro viejo con la pena muerta, las gargantillas de raso un poco hundidas en la sotabarba. Brillaba todo, hasta el ruidillo acre de las agujas.
Tenían Flora y Martita un colaborador entusiasta en su tarea: el viejo Matías, que era vecino y electricista o, quizá, más que electricista, mañoso. Subía Matías a la casa de vez en cuando y colocaba en la lámpara verrugas de metal para colgar cristales, o hacía florecer bombillas nuevas, o proyectaba y ponía brazos dorados, largos, para ir luego clonándoles, en ratos libres, su transparente primavera.
Sí. Resultará increíble, pero en la sala hubo que reducir los muebles. Hubo que llamar a un carpintero para que los hiciera más chicos y un albañil arregló la chimenea de mármol. Se redujeron la consola, la mesa, las sillas, las butacas, el arcón y el reloj de cucú. La araña de cristal era tan laboriosa, que daba con sus brazos en las cuatro paredes de la habitación y verdadero bosque de cristalillos encendidos, una bolsa de luz, un laberinto, una ciudad colgada. La sujetaban al techo cinco cadenas cuando alcanzó su madurez, su «no va más», cuando Flora y Martita estaban viejas, demasiado viejas, y parecían, debajo de la lámpara, pasas transparentes, inundadas de luz.
Aquello era ver bien. Aquello era seguir el vuelo de las moscas a los noventa años y percibir en los vestidos de las visitas las manchas y hasta los poros grasientos, dilatados, de tal o cual señora. Aquello era una gloria y una segunda juventud.
Un día, los vecinos que vivían al lado de Martita y Flora –gente puntillosa, nada agradable- se quejaron al casero de que, por la pared, les pasaba luz a su piso, de casa de las viejas, y que el cuarto en el que esto ocurría se les estaba poniendo perdido de luz.
El casero, el hombre, no supo qué hacer. Dejar la luz encendida en un cuarto dos o tres horas no era como dejarse un grifo abierto. Era luz, no eran goteras. Descartado que fuese un milagro, era, por lo pronto, un caso imprevisto, insólito, para el que no había castigo ni multas y hasta quién sabe si lo noble sería agradecerlo. De la luz no se puede hablar mal; no es casi nunca materia de queja, y la gestión de los vecinos quedó sin resolverse.
Flora y Martita perdían contornos bajo su luz. Les dio una temporada por hacer punto con hilo de perlé, y los ovillos, como animales de acuarium, brillaban cambiando de sitio en el suelo con altiva pereza, al tirar de sus hebras. Sobre la mesita ponían a veces dos copas llenas de licor, que apenas si probaban, para ver cómo penetraba la luz en el coloreado reino del alcohol, en su ebriedad profunda. Los ojos de Martita y Flora expresaban hasta el más leve movimiento de sus corazones. Su reino de luz estaba en aquelia sala, su antorcha para ver hasta el final el mundo, su gran invento. No querían sombras. La luz llegaba donde tuviese que llegar, al fondo de la arruga más indignante. Así mostraban el más noble deseo de las mujeres: ser jóvenes siempre, llenarse de luz, borrar el tiempo.
Cuando a Flora el hado de los años le apagó la luz para siempre, Martita se quedó en soledad bajo la lámpara esperando que a ella también se le fundieran los plomos por dentro. La araña de cristal fue entonces un gran cirio de recuerdo a Flora y hubo de cuando en cuando un brillo nuevo en la sala: el de las lágrimas de Martita.
Flora, debajo de tierra, guardaba todavía luz. Su cuerpo fosforecía en la oscuridad como la luciérnaga hembra por las noches. Le duro cerca de tres meses y fue extinguiéndose igual que una estrella enferma, como los astros cansados o los planetas que recogen su luz para mudarla.
A Martita, cuando la enterraron, le duró más que a Flora su luz: veintidós días más. Y salía de ella luz rosa, amarilla o verde, como si a última hora fuese el cuerpo dormido de Martita una graciosa fuente de ilusionismo.
OJOS, LENGUAS, ESPEJOS
Empecé a convencerme de que pasaba algo cuando relacioné, de
pronto, la frase de Mrs. Campbell con gestos y palabras que me habían chocado
antes y no conseguía explicarme. Así que me miré primero en el espejo del
lavabo y luego en el del armario, más largo, pero vi sólo una imagen
archiconocida, normal.
Era verano y yo usaba –lo recuerdo bien- una guayabera,
pantalón beige y sandalias. Aparte de eso, los ojos –mis ojos-, la nariz, la
boca, el pelo y las manos, que no describo porque nunca he sido artista de
Hollywood ni me han tenido que exhibir en barracas de feria. Lo normal. Sin
embargo, Mrs. Campbell se refirió, titubeando, a los que eran así, de mis
características, como gente que había sufrido mucho. Al oírla, no sé bien por
qué, me halagó la frase y sonreí dejándome querer, hasta que me di cuenta de
que estaba violenta y que, lo que había dicho o quería decir, le parecía
delicado, quizá intocable. Desde entonces, lo que pasaba, lo que me pasaba –me
atrevo a decir- se volvió cada día más notorio, aunque no más claro. No creo en
lo casual; cualquier detalle me parece significativo y pensé que Mrs. Campbell
había sido portavoz de luz para verlo todo de otra forma. Bell, en inglés,
significa campana, y las cuatro primeras letras de la misma palabra en español
son Camp: Campbell. Doble campanazo que me sacudió el cuerpo.
Procuré no hacer caso diciéndome que la gente se equivoca y
que, además, goza equivocándose, porque no hay nada más sabroso, y estúpido y
dramático que una buena equivocación colectiva y, si dura años, mejor. Pero
regurgité una frase, Vox populi, vox Dei, que estaba en mí no sé desde cuándo y
que, allá por la tierna época en que la aprendí y pensé en ella, me abarato el
concepto de Dios. Me vino a la cabeza Fuenteovejuna y la Biblia en pasta, y una
melaza de sombras empezó a encogerme y me noté incómodo y extraño, como una
persona metida en el traje de otro, o que ya nunca podrá tener gracia hablando,
o a la que, de pronto, no conoce nadie.
La desgana se apoderaba de mí, de freír un huevo, de abrir
la ventana, de leer el periódico, de cambiar de traje, de encender la luz. Noté
que apenas se oían mis Buenos días o mis Buenas noches a los vecinos cuando me
cruzaba con ellos en la calle o por la escalera. Y las idas y venidas a los
espejos, a los dos espejos, eran constantes.
La gente, algunos -¿el diez, el quince por ciento- tocaba
–muy de pasada y superficialmente, me parece ahora- asuntos africanos pero,
muchos de ellos, parecían compadecerse de la situación del negro en
Norteamérica o, con suave hipocresía, elogiaban la facilidad emocional, la
alegría y sencillez que habían encontrado entre los pobres en sus vacaciones
-¡tan baratas!, ¡tan increíblemente baratas!- en Kenia, donde, por fin, habían
sabido lo que era un buen café. Todo eso a mí –sea dicho sin ánimo de ofender a
nadie- me importaba un rábano. Yo había nacido en Madrid y encontraba mucho más
sensato que me hablaran de Torremolinos, Mallorca o la Costa Brava, pero,
sensato que me hablaran de Torremolinos, Mallorca o la Costa Brava, pero,
quisiera o no, lo que decían tenía que interesarme, porque no era, ni mucho
menos, cuestión de lógica; era algo que aludía a mí, de forma tan obvia como
escondida y arropado en una supuesta comprensión que tenía mucho de insolente.
Si me hubiera tragado el orgullo, le habría dicho a cualquiera de esos listos
que me conocían tan bien: «Córtame una mano, si quieres, pero dime ahora mismo,
a cambio, qué ocurre, qué te parezco, qué piensas, y Mrs. Campbell, y la otra,
y el otro, y, este y aquel, y todos». Y, en realidad, lo hice; lo hice sólo una
vez, pero mal. Contraté a otra «mistress» -la mujer de un carbonero- para que
viniera martes y viernes a limpiarme la casa –con derecho a fumar y a tres
tazas de té- y me propuse hacer vida normal mientras estaba ella, y fui,
incluso, afable y hasta generoso, no sólo en palabras sino con dinero. El
octavo día de limpieza, acabando el mes, la hice sentar frente a mí y le
espeté, quizá con excesiva vehemencia: «Y ahora dígame qué es lo que ve en mí
de raro…». Se llenó, de pronto, de recelos; quería escapar y no sabía cómo; se
puso como un tomate; balbuceó que no había dicho nada ofensivo contra mí, que
sólo había cruzado unas pocas palabras con mi vecina, que no era amable por mi
parte hacerle preguntas de ese cariz. Mis intentos de calmarla fueron inútiles.
No volvió. Y acaso ande por ahí –una más -contándole a la gente lo que me pasa.
El único fallo de mi orgullo –aparte de la mujer del
carbonero- fue en la mañana que entré en una librería y me compré un libro: Los
negros. Ahí está, sobre la mesa. Lo he leído –confieso- con interés. Y ahora se
qué responder cuando la gente habla de ellos. Si nombran a los negros de las
Antillas, yo me intereso, de repente, por los sudaneses; si sacan a relucir una
exposición de arte negro, desvío la cosa hacia Duchamp-Villon y Zadkine; si me
hablan de espirituales, blues o jazz, los reduzco a enanos refiriéndome a
Wright, Césaire o Nicolás Guillen, o hago gestos de incredulidad y sorpresa si
no conocen a más Chamberlain que a Neville. ¿Y Houston Stewart?, les pregunto
sonriendo con ironía. Pero, en realidad, esto no ha hecho más que empeorar las
cosas, porque ahora está muy claro que yo entiendo de eso y, sobre todo, que se
puede hablar de eso. Sin embargo, hay algo fundamental que no entiendo: por qué
hablan de eso.
Comencé a rebuscar en mi identidad y me sometí a una serie
de pruebas.
Primero, mis padres: él, de Toledo; ella, de Huelva. Mi
abuelo paterno peleó con los cristinos en la primera guerra carlista; mi abuelo
materno unas veces vendía vinos de marca y otras se los bebía en la provincia
de Cádiz. Lo normal. Mis amigos –sólo dos o tres- y mis conocidos son todos
tratables y, en general, de buena reputación, y están bien situados en la vida
tras una juventud alegre pero no irresponsable.
Me fui a un médico nuevo –del que me habían hecho elogios- y
le dije que, a mi edad, y teniendo en cuenta cómo era yo, me parecía urgente la
revisión total de mi organismo. No era él hombre que, fuera de su profesión, se
metiera en averiguaciones y pasó por alto mi frase confesional, pero el
«chequeo», durante más de dos meses, a cargo de él y de otros, fue exhaustivo y
yo no estaba enfermo en absoluto, de eso –decían- no había la menor duda; ni
loco, tampoco estaba loco; ni me sobraba ni me faltaba nada, ni siquiera el
apéndice (vermicular). Yo sabía también que nunca había tenido que ver con la
policía, lo cual, como están los tiempos, me daba casi vergüenza reconocer y lo
echaba a falta de habilidad por mi parte. Nunca había sido tan pobre para que
ellos me zarandearan impunemente, pero, sin ser rico, tenía ya bastante dinero
para provocarles y que me detuvieran sin mayores daños. No lo he hecho nunca,
así que tampoco pueden decir eso de mí. Mi sueldo también es normal, en esa
zona intermedia en que se alcanza respeto sin despertar envidia y se es capaz
de salir al paso de las exigencias acostumbradas de cada año sin olvidar el
ahorro. Mi atuendo, el corriente, con cierta aversión hacia las corbatas, que
sin embargo me he puesto y me pongo todos los días durante unas horas. Mi
mujer, q.e.p.d., Yerna –o Mrs. Martínez-, aunque me dio una hija, no tuvo mas
afición que los perros y nunca hizo mal a nadie, ni demasiado bien; la artritis
se la llevó lentamente con su taza de té temblándole en la mano y su olvido del
mundo; de este y del otro. Pero Menchu, aquella secretaria bilbaína, sí me
quiso (y de qué forma) y yo, a mi vez, estuve enamorado de Eduvigis como un
loco, y algo también de Verna, porque la juventud y los ideales tienen su parte
inevitable de tontería y aquello de los perros se me antojaba no sólo
aristocrático, sino «humano». Y en todo esto no creo yo que haya nada raro
tampoco. Mi hija, Hortensia, trabaja en el Foreign Office, lo cual, si se va a
mirar, es una pica en Flandes siendo yo extranjero, aunque, últimamente, ha
tenido problemas que ella no entiende y yo menos.
Lo dijo Cervantes en algún sitio: «Un miedo dilatado y un
temor no vencido fatiga más al alma que una repentina muerte». Si anudo los
hilos y ensarto palabras y gestos y frases que me chocaron e hirieron, o pensé
que no tenían que ver conmigo aunque me los dirigían a mí, antes y después de
aquel 28 de noviembre del año sesenta y ocho –fecha en que empecé a caerme de
la higuera (una higuera desarraigada pero fructífera), gracias a los buenos
oficios de Mrs. Campbell- creo que podría decir, aunque no estoy seguro, no puedo
(imposible) estar seguro, que ME TIENEN POR NEGRO. Pero las preguntas día y
noche –por qué y por qué y por qué-; las obsesiones fijas, son puñaladas en el
corazón y aquí estoy, en esta cama del hospital, de la que me voy a levantar
con trabajo otra vez para irme paso a paso al espejo remoto que está en los
lavabos –el único- a verme y describirme y describiros -¡si es que podéis
verme!- como realmente soy.
Pálido, ahora estoy pálido y en pijama, como si viviera en
un país tropical (espero que esto no enturbie el veredicto); más delgado,
claro. Con una sombra de barba, detalle que acaso revele mi verdadera raza. Los
ojos, azules. El pelo, castaño y liso. Braquicéfalo, el cráneo. Los labios,
menos gruesos que finos. La nariz, recta, más afilada añora que antes. Y las
dos caras de las manos del mismo color; demasiado blancas y débiles. Si esto es
ser negro, que venga Dios y…, etc.
Post scriptum
Papá murió hace, exactamente, un mes y veintidós días y,
aunque él no llegó a saberlo, en enero de este año me habían dado de baja en el
Departamento Comercial del Foreign Office, por razones oscuras –nunca mejor
dicho-, aunque prometiéndome compensación. Debo advertir, sin embargo, que mi
aspecto no tiene que envidiar al de las damas que pintó Reynolds.
Escribo por distraerme un poco y para acabar de algún modo
estas cuartillas que dejó él escritas, ya que mi padre ha alcanzado bastante
fama por negro -¡él, que era tan blanco!-; más fama por eso que por otras
causas que le hicieron en vida algo conocido y le proporcionaron un des
ahogo
económico considerable. He recibido ya no sé las cartas dándome el pésame o
pidiéndome detalles sobre su vida o fotos, muchas de periodistas negros
americanos y también del Club Latero King de Conductores de Autobuses de
Alabama y de la Unión del Pueblo Africano de Zimbabwe, y elogian, casi todos,
su singularidad, su honradez racial –frase que no entiendo-, «que le hizo ser
modelo entre blancos, sin que nadie pudiera colgarle más etiqueta que la de ser
humano, siendo, como era, negro».
La publicación de sus fotos –he visto ya alguna- no parece
que vaya a cambiar nada las cosas y, pronto, en la iglesia de Todos los Santos
de Harlem, van a oficiar una misa solemne por su alma…
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