Luis García Montero (Granada, 1958) es poeta y Catedrático
de Literatura Española en la Universidad de Granada. Es autor de once poemarios
y varios libros de ensayo. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El
jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional
de Literatura en 1994 por “Habitaciones separadas”. En 2003,
con “La intimidad de la serpiente”, fue merecedor del Premio Nacional de
la Crítica.
XXII
ACOSTUMBRAN los cielos a entregarse
sin vida en el asfalto.
Mueven la luz en busca de los cuerpos.
Su mecánica es dulce y se repite,
como tu corazón,
cuando me prefería.
Una sombra sin dueño,
algo que no es la noche,
pero que surge andando de su vientre,
al regresar se acerca, se confunde,
pasa lejanamente hasta perderse.
Miro mi soledad
volver sin mí, desnuda,
de donde yo la llevo,
en la umbría derrota de sus pasos,
de portal en portal, rumor sin nadie.
VIII
ALLÍ,
lejana y verde a veces,
me espera la
me espera la ciudad, su solitaria
mansedumbre de amante envejecida.
Nerviosos en la prisa,
como vidas o velas sin destino,
aceleran su viaje
los cristales del coche por los últimos
campos.
Empuja el viento ahora matrículas
extrañas,
como debe empujar indiferente
gaviotas amarillas a los árboles
cuando llega el otoño.
Allí,
la llamarada verde del ciprés
parece un mástil triste
porque pone
olor de puerto viejo,
marineros borrachos en la sombra.
VII
A Francisco Brines
PARECE que soy yo quien hasta mí se
acerca,
quien erguido camina rodeando mis
piernas,
apoyando la piel sobre mi pecho,
cuando se acercan ellos, los recuerdos,
esos gatos sonámbulos del tiempo
que vigilan reunidos,
como palabras dichas.
Caídas en el blanco
mantel de aquellas fiestas.
¿Dónde está la memoria,
detrás de qué latido se levanta
para enseñar su rostro,
el tesoro que lleva en sus ojeras
de canciones perdidas, de promesas
que nos tiran de pronto hacia otra
parte?
Mi historia no es un libro, como dices,
es la esquina doblada de una página,
porque pensar también lo que no he
sido
me define de un modo más exacto
por elecciones
o presentimientos,
porque hay versos que nunca se llegan a
escribir
y la fidelidad que tengo a la poesía:
es demasiado débil,
ni siquiera respeta su nostalgia.
Perdóname. Recuerdas
el juego de crecer en soledad,
una voz que te llama por tu nombre?
La vida no traiciona, sólo existe
de un modo diferente al esperado
y es justo que se cuide, pues la cito
cuando tengo interés en malgastarla.
COMO CADA MAÑANA
AHORA sé
que estas calles nos han hecho
solitarios
y nuestro corazón
tiene el pulso amarillo
de las maderas lentas de un tranvía.
Sobre su cuerpo viejo
andábamos despacio, de forma
irregular,
con una simetría parecida a los
árboles.
Era hermoso acudir
cada mañana
y respetar la cita con la hiedra
del muro,
los ropajes cansados de las casas
estrechas
y de las calles sucias. Agradable
cruzar sobre algún puente,
detenerse lo exacto
para ver cómo el agua discute en las
orillas.
En su jardín olimos
los primeros inviernos, su curso
indefinido
por entre las palmeras.
Casi nadie pasaba,
sólo había
cuarenta sillas rojas
de los bares cerrados y alguna soledad
definitiva.
Durante muchos años,
durante tantos días que pasaron
el uno tras el otro,
el deber era un cierto paseo solitario,
la cita con un rumbo que sólo
desviamos
para pisar las horas que caían,
los sueños que faltaban,
la superficie helada de los charcos,
para saltar los setos
o besarnos las uñas moradas por el
frío.
Y llegando a la puerta solíamos
comprar
pequeños caramelos de nata o de
violetas.
Entrábamos por fin para mezclarnos
como cada mañana de la vida
con el paso cansado, los azulejos fríos
de un mundo hecho en latín
y números romanos.
Ahora sé
que en aquella ciudad deshabitada
la gente andaba triste,
con una soledad definitiva
llena de abrigos largos y paraguas.
LA INMORTALIDAD
NUNCA he tenido dioses
y tampoco sentí la despiadada
voluntad de los héroes.
Durante mucho tiempo estuvo libre
la silla de mi juez
y no esperé juicio
en el que rendir cuentas de mis días.
Decidido a vivir, busqué la sombra
capaz de recogerme en los veranos
y la hoguera dispuesta
a llevarse el invierno por delante.
Pasé noches de guardia y de silencio,
no tuve prisa,
dejé cruzar la rueda de los años.
Estaba convencido
de que existir no tiene transcendencia,
porque la luz es siempre fugitiva
sobre la oscuridad,
un resplandor en medio del vacío.
Y de pronto en el bosque se encendieron
los árboles
de las miradas insistentes,
el mar tuvo labios de arena
igual que las palabras dichas en un
rincón,
el viento abrió sus manos
y los hoteles sus habitaciones.
Parecía la tierra más desnuda,
porque la noche fue,
como el vacío,
un resplandor oscuro en medio de la
luz.
Entonces comprendí que la inmortalidad
puede cobrarse por adelantado.
Una inmortalidad que no reside
en plazas con estatua,
en nubes religiosas
o en la plastificada vanidad literaria,
llena de halagos homicidas
y murmullos de cóctel.
Es otra mi razón. Que no me lea
quien no haya visto nunca conmoverse la
tierra
en medio de un abrazo.
La copa de cristal
que pusiste al revés sobre la mesa,
guarda un tiempo de oro detenido.
Me basta con la vida para justificarme.
Y cuando me convoquen a declarar mis
actos,
aunque sólo me escuche una silla
vacía,
será firme mi voz.
No por lo que la muerte me prometa,
sino por todo aquello que no podrá
quitarme.
LA MUERTE
I
Si alguna vez las aguas se retiran,
comprenderé el vacío,
conoceré la muerte sin disfraces.
Como una hierba seca
atrapada en el humo de los cirios,
me reveló muy pronto su disfraz.
No sé, debió de ser el año
sesenta y seis, tal vez sesenta y
siete,
en una tarde de silencio frío.
Era entonces Granada
la ciudad que se duerme en un vaso de
agua,
los álamos que caben en la mano de un
niño,
el corredor que lleva al sacerdote
muerto.
Y cruzamos en fila por la sombra.
Conciencias vigiladas,
alumnos conducidos
a pasar por delante de un cadáver,
recuerdo que la muerte
fue una imagen avara de la vida,
labios de cera y piedra
gastados por el rezo.
Las coronas de flores
suspendían la prisa y el temor
en el mensaje de los sentimientos.
Las palabras inútiles son pétalos
morados.
Tus alumnos jamás te olvidarán.
nunca olvidé aquel día,
atrapado en el humo de los cirios
como una hierba seca,
la madera solemne de su féretro,
el blanco miserable de la piel,
ese disfraz mundano de la muerte.
II
Pero la muerte a secas, sin disfraces,
no llegué a comprenderla.
Era incapaz de presentir un tiempo
en el que yo no fuese
rumor, canción, tragedia o alegría,
que el silencio no fuese mi silencio,
ni la mañana luz para mis ojos,
ni la ciudad de octubre
esa piel fatigada de pájaros y humos
que se apoya en mi cuerpo
y en las ventanas de los dormitorios.
La muerte es un vacío sin pasado,
nunca tuve memoria de la nada.
Estoy a punto de decir
que al entrar tu recuerdo
en el sol invisible de mi suerte,
como entran las ciudades en la noche
del viajero perdido,
me obligaste a entender la condena del
tiempo,
la desaparición,
este miedo nocturno
que tienen las botellas
a quedarse vacías.
La muerte y el amor
son tareas del cuerpo,
caminos diferentes
que llevan a lugares parecidos,
faros que nos persiguen en busca de una
fecha
y que al llegar nos quitan
autoridad en nuestra vida.
Es la razón, la única,
que nos mueve las horas
como luces terrestres en el mar,
mi piel al pensamiento.
El agua que subió con la marea
hizo un lago en el Sur. Y abandoné los
nombres,
las trece letras de mi apellido
números de teléfono borrados en la
arena,
y un reloj.
Yo que viví metido en un reloj,
desde el primer momento en que bajé a
la calle.
Están allí, recuerdos
convertidos en valle submarino,
pasiones amparadas
en la quietud de la felicidad,
que no podrán vivir en el desierto
si es que un día las aguas se retiran.
Comprenderé el vacío,
conoceré la muerte sin disfraces,
si es que un día las aguas se retiran.
*******
Con qué ferocidad y a qué hora importuna
salen tus
veinte años de la fotografía
para
exigirme cuentas.
En los ojos
heridos por la luz
sostienes la
mirada de mis sombras,
en el
descaro de tus profecías
desdeñas la
lealtad de mis recuerdos,
en la piel
transparente
anegas el
cansancio de mi piel
y defines
mis años por traiciones.
No
escandalices más,
hablemos si
tú quieres,
elige tú las
armas y el paisaje
de la
conversación,
y espera a
que se vayan
los
invitados a la cena fría
de mis
cuarenta años.
Por
evaporaciones,
como las aguas
sucias de los charcos
se acercan a
las nubes,
caminaré
contigo
hasta la
plaza de tu juventud.
Allí están
los magníficos
árboles de
las ciencias y las letras
con sus
palabras en el mes de mayo,
y el orden
de los números
a la orilla
del tiempo,
más cerca de
las sumas que de las divisiones.
Imagino tu
voz, supongo el aire
-porque a
veces regresa hasta mis labios
en noches de
espesura—
con el que
afirmarás
que toda
libertad es una roca,
que no
faltan el viento y las razones,
sino la
voluntad en el timón,
para gritar
después que mi conciencia
es ya ropa
tendida,
palabras puestas
a secar.
Tendrás
razón. No digo
ni la mitad
de lo que siento.
Pero
recuerda que mi soledad,
la que arde
en mi lámpara de desaparecido,
es el
silencio de las causas públicas.
Y puedes
comprenderme:
mis mujeres
dormidas,
el cajón de
los barcos indefensos,
un teléfono
antiguo…,
todas las
tachaduras se parecen
a la
inquietud que sufres
ante la vida
en blanco.
Ya que
fuerzas mis sombras con tu luz
comprende mi
silencio en tus exclamaciones.
Porque sabes
que sé
el lado
frágil de la impertinencia,
lo que hay
de imitación en tu seguridad,
la certeza
que llega de los otros
para
empujarte
por el afán
de ser el elegido,
por el deseo
de gustar,
hasta vivir
de oídas en muchas ocasiones.
Aceptaré las
quejas, si tú me reconoces
la legitimidad
de la impostura.
Ahora que
necesito
meditar lo
que creo
en busca de
un destino soportable,
me acerco a
ti,
porque
sabías meditar tus dudas.
Cuando
tengas la edad que se avecina,
admitirás el
tiempo de los encajadores,
la piel
gastada y resistente,
el tono bajo
de la voz
y el corazón
cansado de elegir
sombras de
pie o luz arrodillada.
Después de
lo que he visto y lo que tú verás,
no es un mal resultado, te lo juro.
Baja conmigo
al día,
ven hasta
los paisajes verdaderos en los que discutimos,
y me
agradecerás
la difícil
tarea de tu supervivencia.
NOCHE DE
NIEVE
Asume tus
errores.
Visto para
sentencia queda el tiempo
de las
manzanas y la luna blanca.
Como en
noche de nieve,
el lobo que
cruzó los almanaques
ha marcado
sus huellas. Las conoces,
sabes qué
significa
dejar de
amar, dejar de ser amado,
sentir que
los minutos se corrompen
en el
embarcadero de la vida.
Y llega
hasta el final,
mírate frente
a frente.
Pero luego
ten orgullo
y valor, no digas nada
sino en
presencia de tus abogados
que se
llaman memoria, realidad y deseo.
Porque todo
concluye, pero nada se calma.
Que no
puedas perder lo que perdiste
no da
tranquilidad, sino vacío.
SONATA
TRISTE PARA LA LUNA DE GRANADA
A Marga
Le ciel est
par-dessus le toit.
PAUL VERLAINE
Esta ciudad
me mira con tus ojos,
parpadea, porque
ahora después de tanto tiempo
veo otra vez
el piano que sale de la casa
y me llega
de forma diferente,
huyendo del
salón,
abordando
las calles
de esta
ciudad antigua y tan hermosa
que sigue
solitaria como tú la dejaste,
cargando con
sus plazas,
entre el
cauce perdido del anhelo
y al abrigo
del mar.
Si
estuvieras aquí
nada hubiese
cambiado sino el tiempo,
el cadáver
extraño de sus ríos
que siguen
sumergidos
como tú los
dejaste.
Ahora
siento otra
vez mi cuerpo poblarse de veletas
y lo veo
extendido
sobre
generaciones de ventanas antiguas
mientras la
noche avanza solitaria y perfecta.
Somos de una
ciudad
cargada de
paciencia, que no conoce el sueño de los invernaderos,
ni ha vivido
la extraña presencia del amor.
Como
pequeñas venas
los
comercios esperan para abrirse mañana y el deseo no existe
más allá de
la luna de los escaparates.
Hemos soñado
ya todos los sueños,
hemos vivido
aquí
donde la
historia olvida sus raíles vacíos,
donde la paz
es negra y se recoge
entre plazas
cerradas,
sobre
tabernas viejas,
bajo el
borde morado del misterio.
Alguna vez
soñamos
con un mundo
distinto:
era cuando
el imperio perdido del azúcar
y llegaban
viajeros
al calor de
la industria.
Las calles
se llenaron de motores rugientes
y la
frivolidad
como una
enredadera brillante por los ojos
nos ofreció
de pronto
templada
carne, lámparas de araña.
Parece que
os recuerdo
abrazados al
mundo entre trajes de hilo,
entre la
piel hermosa de una época
que nos dejó
sus árboles,
el corazón
grabado
sobre las
pitilleras, y su dedicatoria
en las
fotografías.
Ahora
cuando el destino ya no es una excusa
sino la
soledad,
y los cielos
están bajo el tejado
como tú los
dejaste,
todo
recuerda un sueño sucio
de
madrugada.
Aquí
no tuvimos
batallas sino espera.
La guerra
fue un camión que nos buscaba,
Detenido en
la puerta,
Partiendo con
sus ojos encendidos
De espía
Y al abrigo
del mar.
Más tarde
entre
canciones tristes de marineros rubios
todo quedó
dormido.
De balcón a
balcón
oímos la
posguerra por la radio,
y lejos,
bajo las
cruces frías de las plazas,
ancianas
sombras negras paseaban
sosteniendo
en las manos
nuestra
supervivencia.
Esta ciudad
es íntima, hermosamente obscena,
y tus manos
son pálidas
latiendo
sobre ella
y tu piel
amarilla, quemada en el tabaco,
que me
recuerda ahora
la luz
artificial del alumbrado.
Vuelvo hacia
ti. Mi corazón de búho
lo reciben
sus piernas.
Como
testigos mudos de la historia
acaricio las
cúpulas perdidas,
palacios en
ruina,
fuentes
viejas
que recogen
la luna
donde van a
esconderse los últimos abrazos.
Verdes en el
cansancio
de todas las
esquinas
esta ciudad
me mira con tus ojos de musgo,
me sorprende
tranquila
de amor y me
provoca.
Amanece
moradamente
un día que las calles comparten con la lluvia.
La soledad
respira más allá
de las grúas
y mi cuerpo
se extiende
por una luz
en celo que adivina
los labios
de la sierra,
la ropa por
las torres de Granada.
La madrugada
deja
rastros de
oscuridad entre las manos.
Oigo
una voz que
clarea. Lentamente
los tejados
sonríen cada vez más extensos,
y así,
como una
ola,
entre la
nube abierta de todos los suburbios,
esta ciudad
se rompe sobre las alamedas,
bajo los
picos último
donde la
nieve aguarda
que suba el
mar, que nazca la marea.
ALBADA
Por encima
del huésped
que ha
dejado en tus ojos la balada del humo,
vuelves a
ver el mundo.
Míralo:
Con su polen
la luz, la madrugada
Abriéndose en
las ramas de aquel árbol
Y el cielo,
Más turbio,
como un cuerpo
Que ha
salido del mar y tiene frío.
Tiembla el
amanecer
de la forma
en que puede una pupila
medirse con
la tierra,
palpar su
corteza más húmeda,
la sensación
de calles navegables
bajo las
horas jóvenes del día.
Dulce olor a
ciudad. Alguien que nos invoca
en el oscuro
portal solitario
pasea junto
al miedo. No contestes,
espera,
de la piel
memorable. Agoniza el invierno
sobre la mesa abierta y se deshace
la nieve
como un beso discutido
entre la
voluntad y la impotencia.
Citada hoy
para decir que vive,
llega mi voz
rompiendo
sobre el
lomo templado de los libros,
en el solar
envejecido
donde las
tradiciones
escogieron
su luz de corazón simbólico,
de pronto la
conciencia
de páginas
que sueñan y parecen
el humo
edificado de los ojos,
el humo
edificado.
Siempre
estuvo cayendo en esta mesa
el humo
edificado,
como tu
propia sombra,
como mi voz
que acude —porque tú lo demandas—
para citar
el alba.
No hay
palabras inútiles
cuando la
soledad ha esgrimido su cuello
vigilante
y nos hace
enemigos
del galope
que viene a sorprendernos
desde el
amanecer. Yo vivo en tus poemas.
Mira el
mundo:
tus ojos y
los míos no pueden separarse
en esta
brisa de color impuro.
Siempre
estuvo el vigía
de parte de
la noche, siempre buscó el silencio,
siempre
fuimos sus víctimas.
Aunque la
sombra viva a los pies de esta casa,
una voz ha
cambiado murmullos por palabras,
y tiembla
sola,
y amanece
contigo.
NUEVO CANTO
A TERESA
A Teresa y
Benjamín
Una canción
es siempre más triste que el silencio,
una canción
que sepa de mi vida,
como la
tachadura de las puertas que dejas
y de los
vasos únicos.
Porque ayer
te buscaron las letras de mi máquina
y mi vaso
está solo al levantarme,
y su brillo
arruinado pone un frío en la mesa
de muralla
romántica.
Yo conozco
minutos que duran un segundo,
años que son
semanas y desiertos
que caben
sin doblarse en un grano de arena.
Pero sin ti
se apagan
las fechas
de los árboles, sin ti sufren las horas
como barcos
anclados en el hielo,
residencias
inútiles, tiempo que se desploma
sin lugar en
el tiempo.
No es el
amor quien habla, soy yo que necesito
vivir en la
distancia de tu nombre,
para saber
que existes, para saber que existes,
aunque sea
tan lejos.
CANCIÓN
IMPOSIBLE
Y como los
recuerdos tienen sombra,
me avisaron
las sombras de los míos cuando intenté salir del arrecife.
Caminaba
descalzo sobre el fuego
de una
historia imposible.
Lo comentó
el amigo
con su
prudencia de verdades muertas,
desconfiado y
triste
por la
lluvia que ensucia los cristales
de la
historia imposible.
El enemigo
dijo
a todo el
que escuchaba sus sermones
certezas
como puños.
Dejó correr
los lobos por el campo
del amor sin
futuro.
Y nuestras
dos ciudades
lo afirmaron
también, desorientadas
por el
pasado absurdo
de burdeles
y noches clandestinas.
Un amor sin
futuro.
Ahora sé
responderles:
la plenitud guarda dos filos,
para matar o
para suicidarse.
Desgraciado
este mundo
sin el riesgo
de ser eternamente
esa historia
imposible de un amor sin futuro.
DEUDAS DE
JUEGO
En algunas
palabras, quizás en las mejores,
suele crecer
la hierba.
Y yo las
imagino
a través de
sus largas estaciones de lluvia,
y las
conozco,
y no las
llamo por su nombre
para que el
corazón no pueda traicionarme,
y las veo
pensar en el desierto
hasta
quedarse secas,
hasta sentir
el rastro vergonzoso
de sus
enfermedades.
Entonces es
la hora. Decido caminar
bajo la luna
hospitalaria
que
comprende la ley de mi paciencia,
y de la
misma forma
que a los
ojos se acerca un adjetivo,
acerco una
cerilla a las palabras
para que se
consuman
y pierdan la
maleza,
con
preocupada lejanía,
con
silencioso resplandor,
igual que
las hogueras en la noche.
En otras
aventuras
la luz se ha
desnudado con modales de niebla
y la
fugacidad
ha compuesto
en el aire
un cobrador
de mano temblorosa
y el recibo
de un sueño.
Hay palabras
que buscan
el vapor
amarillo de los faros
en sus
mundos fugaces.
Una luz
afilada
corta la
carretera y la imaginación
para
invitarme a perseguirla.
Pero yo me
convierto en hotel despoblado
o en bar de
algún camino
que cruce
las fronteras y los bosques,
y entorno la
quietud de una ventana
que se
duerme en un lago,
y me siento
a esperar
hasta que se
apaciguan los motores
y las
palabras vuelven a sentirse palabras.
Si frenan en
la orilla de un recuerdo,
acompaño a
sus faros
por los
desvanes de la oscuridad,
fuerzo la
lentitud
de lo que
vive al fondo del olvido
y, mercader
de nieblas,
con razones
ecuánimes,
les descubro
mi pacto:
yo les
entrego un cuerpo donde poder vivir,
ellas le dan
un nombre
a las
encrucijadas de mi cuerpo.
Suben desde
la umbría,
apuran el
sentido de los atardeceres
y llegan a
la luz por las conversaciones.
Lugar de
conjurados, las palabras.
Por eso
necesitan
una noche de
frío
y el reclamo
secreto de una voz familiar
para volver
a casa.
Quien vigile
la calle
descubrirá
un balcón iluminado
y dos
sombras amigas que se juntan
a discutir
sus deudas,
el saldo
compartido de lo que se perdió
en un rincón
del tiempo
al levantar
el as de corazones.
Las deudas
de este juego son un reloj de arena,
la cuchilla
que rompe una mirada,
la fuente
que guardó el cadáver de un pájaro,
los muros
del jardín
y el vacío
que habita
el interior
de las estatuas.
Fue así como
los dioses perdieron sus antorchas.
El poeta lo
dijo, únicamente somos
una
conversación.
Las
hogueras, los faros
y la luz de
la calle vigilada
preguntan
todavía
por sus
razones y sus consecuencias.
Una
conversación somos nosotros.
Palabras con
instinto de ciudad,
palabras
encendidas
que dejan en
los versos confesiones
de gaviotas
nocturnas,
y el calor
de los
amantes fatigados
que se
abrazan y ruedan lluviosamente unidos
por el
umbral del sueño.
*******
Míralas
en su desconocido firmamento.
Esta lámpara joven.
¿Qué soledad descubre su luz en el espejo?
Este vaso de agua.
¿Qué noche de verano comprende sus secretos?
Estas vigas azules.
¿Qué araña tejerá el dolor de sus cuentos?
El idioma dormido de las cosas
exige un corazón subtitulado
para contar los sueños.
Míralas,
hablándote despacio, igual que a un extranjero.
*******
haz que vuelva su rostro
quien no quiso mirarme.
Que sus ojos me busquen
sostenidos y azules
por detrás de la barra.
Que pregunte mi nombre
y se acerque despacio
a pedirme tabaco.
Si prefiere quedarse,
haz que todos se vayan
y este bar se despueble
para dejarnos solos
con la canción más lenta.
Si decide marcharse,
que la luna disponga
su luz en nuestro beso
y que las calles sepan
también dejarnos solos.
Señor compañero, Señor de la noche,
haz que no cante el gallo
sobre los edificios,
que se retrase el día
y que duren tus sombras
el tiempo necesario.
El tiempo que ella tarde en decidirse.
*******
No obedece el futuro,
ni el pasado obedece,
ni siquiera los días
contables del presente.
Tampoco las palabras
escritas obedecen.
Son un destino al margen,
unas canciones débiles,
como las caracolas
tocadas de cipreses
que dejan en el viento
las verdades sin suerte.
No obedecen las cartas.
La escopeta obedece
el enigma que sufren
los relojes de nieve.
Porque el tiempo es un curso
sin corazón ni leyes
que olvida las historias
y jamás obedece.
Obedeció el disparo
del suicida en la frente.
Allí, junto a sus cosas,
le obedeció la muerte.
Más allá del invierno, en el cincuenta y ocho,
de la letra sin pulso y el verano
de mi primera carta,
por los pasillos lejos y el examen,
a través de los libros, de las tardes de futbol,
de la flor que no quiso convertirse en almohada,
por debajo de todo lo que amé,
yo te estaba esperando.
Yo te estoy esperando.
Por detrás de las noches y la calles,
de las hojas pisadas
y de las obras públicas
y de los comentarios de la gente,
por encima de todo lo que soy,
de algunos restaurantes a los que ya no vamos,
con más prisa que el tiempo que me huye,
más cerca de la luz y de la tierra,
yo te estoy esperando.
Y seguiré esperando.
Como los amarillos del otoño,
todavía palabra de amor ante el silencio,
cuando la piel se apague,
cuando el amor se abrace con la muerte
y se pongan más serias nuestras fotografías,
sobre el acantilado del recuerdo,
después que mi memoria se convierta en arena,
por detrás de la última mentira,
yo seguiré esperando.
*******
y recuerdo una brisa triste por los olivos
F. G. L.
Después
de la prisa cansada de los últimos trenes
nada vuelve. Sólo queda
tu rostro sobre Broadway
y es difícil, de tanta soledad,
cerrar los ojos sin dudar que existes.
Absurda
esta lengua de fuego que parte el horizonte,
que se extiende indomable sobre los corazones,
multiforme y herida,
que revienta y parece
la sonrisa forzada de una máscara rota.
Sola
la ciudad se disfraza en un escalofrío
y sus ojos te apuntan
lineados y ciegos
como un rastro de dientes que se olvide en los hombros.
Entonces
el alcohol es la sangre que desnuda los labios,
porque viene la noche,
porque llega la muerte sobre un brazo doblado
para dejarte a solas con tus años.
Triste por los olivos,
mientras Harlem entorna sus ventanas,
el tiempo es una brisa que ya nadie recuerda.
*******
sino la espera fría de su hoja en la piel,
el tiempo sucio y duro,
los plazos del temor, porque la muerte
suele afilar sus armas
en el miedo cortante de la víctima.
No es el tener que irme,
ni es el amor vivido en dos ciudades,
sino la cuenta atrás de los últimos días,
la mala noche que pasea
su cuchillo de dudas en el pecho,
y después la mañana rencorosa,
el desilusionado rencor de los kilómetros
que me van separando una vez más,
por la M-30,
como la uña de la carne.
No hay comentarios:
Publicar un comentario