Ana Rossetti (San Fernando, Cádiz, 1950). Premio Internacional de Poesía, Rey Juan Carlos I del ayuntamiento de Marbella 1985.
LA CUEVA DE LA DONCELLA
Esto era de cuando las doncellas permanecían en las cuevas
de los dragones hasta que un caballero las rescataba. Ninguna estaba allí mucho
tiempo, es verdad; a menudo, nada más el dragón comenzaba a descerrajar las
mandíbulas, aparecía un caballero, le rebanaba la cabeza al dragón y se llevaba
a la doncella para convertirla en buena esposa y prolífica madre de
familia.
Claro que, a veces, el caballero se retrasaba y entonces la
doncella tenía que entretener al dragón. Para ello, dadas las dimensiones que
las cuevas solían tener, sólo les era permitido contar con un arpa, porque la
música amansa a las fieras, o con una rueca, porque entre su zumbido y el girar
del huso las hipnotizaba.
Pero la doncella de esta historia no contaba ni con una cosa
ni con la otra. Con arpa no porque, cuando le tocó el turno a su hermana
Rosaura, la muy boba se la dejó en la cueva con gran disgusto de todos, pues
era un arpa de familia y se la habían estado pasando de madres a hijas desde el
tiempo en el que el rey David la inventara. Y con rueca tampoco pues estaban
prohibidas en ese reino desde lo de la Bella Durmiente. Así que no tuvo otra
solución que descolgar el tapiz de la cabecera de su cama, enrollarlo v tirar
para adelante con él en ristre.
Era un tapiz muy curioso con muchas figuras extrañas y,
desde que ella podía recordar, se había pasado las noches contándose historias
sobre los dibujos. Las historias se entrelazaban, se agrupaban o se expandían
inquietantes siguiendo los colores de los hilos. Entre el parpadeo de la
lámpara de aceite ella adivinaba manchas raras que a veces eran ojos, lenguas,
frutas, pájaros o navíos en animada acción. Nada de lo que pudiera soñar
dormida podía comparársele a los fabulosos mundos que entreveía despierta.
Pues bueno, una vez que entró en la cueva nuestra doncella,
el dragón se preparó para dar buena cuenta de su persona, pero entonces ella
desenrolló una esquinita del tapiz. Sólo la esquinita, porque desde luego
estaban muy estrechos y no había sitio para nada.
-Veo veo –se puso a decir, pero apenas había comenzado a
interesar al dragón cuando en la tierra retumbaron los cascos de un caballo,
señal de que un caballero estaba al llegar. Ella enseguida despejó todo, se
sacudió las faldas, se ahuecó los pliegues, se colocó las trenzas en su sitio,
se pellizcó las mejillas, se mordió los labios y se puso en posición de rezar
para que la sorprendieran como Dios manda.
Y en esto que cesó el galope y a la entrada de la cueva
relampagueó un escudo y se inflamó una espada, y el dragón ceso de relamerse y
se dio la media vuelta para atacar, y el caballero retrocedió para coger
carrerilla y entonces la doncella, que estaba mirando de reojo para no perderse
nada, se dio cuenta de que el tal caballero no era caballero, ni muchísimo
menos, porque no resaltaba en su armadura ni en su escudo ninguna divisa de
caballería.
La divisa, según el diccionario, es una señal exterior para
distinguir personas, grados u otras cosas. O sea que lo mismo puede ser un
logotipo o una marca o el distintivo de un club de fútbol o de los colores de
una ganadería, y basta con convenirlo y registrarlo. Pero en caballería esta
señal es el «blasón» del escudo de armas, y un escudo de armas no se improvisa
así como así. Cada figura, cada color, significa «honor y gloria» por las
hazañas y méritos de su dueño y, por lo tanto, uno debe ganárselo a pulso.
Contra los dragones sólo valen la espada de la Verdad y el
escudo de la Virtud con su blasón correspondiente, equipamiento al que, sin
estar armado caballero, como queda dicho, no tiene acceso nadie. Y aún más, si
se consiguen estas cosas por cualquier otro procedimiento, no reportarán
ninguna utilidad porque la Verdad y la Virtud no son talismanes, sino
cualidades que se adquieren mediante el ejercicio y la perseverancia. Comprar
todas las medallas olímpicas que haya adornará mucho la vitrina de alguien,
pero no le van a hacer batir ningún récord; ni el falsificar títulos académicos
servirá para insuflar ciencia alguna al que los cuelgue en su despacho.
Por eso, la doncella, al tanto del peligro que su presunto
salvador corría, decidió intervenir: le dio con el tapiz enrollado un mandoble
al dragón que lo dejó, por lo pronto, fuera de combate.
-Deteneos –gritó a continuación la doncella, interponiéndose
para cerrar la entrada—. Deteneos y no oséis introducir vuestra espada en este
lugar, pues no está ungida y os puede suceder cualquier desgracia horrible.
El no-caballero frenó justo a tiempo, descendió del caballo,
se arrodilló ante ella, levantó la visera de su yelmo y dejó ver el dulce ámbar
de sus ojos, su nariz delicada, la playa de sus mejilias, el hoyo del mentón y
sus labios firmes como los bordes de una concha púrpura.
—Señora —dijo él con mucha educación—, me llamo Jorge y si
me concedéis el alto privilegio de entrar en vuestra cueva…
-De ningún modo. No estáis entrenado para ciertas cosas —le
atajó la doncella.
-Ya lo sé –admitió Jorge-, pero nadie nace sabiendo y alguna
vez hay que dar el primer paso.
-Pero nunca delante de un precipicio –respondió la doncella,
juiciosa.
—Vos merecéis mi suerte, sea cual sea —dijo Jorge, galante.
—A mí no me hagáis responsable de vuestro destino —replicó
la doncella, molesta por semejante atrevimiento-. No soy de esa clase de
persona.
-¡Por favor! –suplicó Jorge-: ¡permitidme que os deba mi
gloria o mi muerte!
—Me parece muy arriesgado contraer tales deudas con alguien
al que no se conoce de nada –se obstinó la doncella.
—Hacedme la merced de aceptar mi vida en prenda a cambio de
vuestro rescate –se obstinó a su vez Jorge-. Quiero ser caballero. Dadme una
oportunidad y seré vuestro para siempre.
—Bastante hemos hablado —le interrumpió ella sin dejarse
impresionar y, ni corta ni perezosa, metió uno de sus piececitos en la boca del
dragón, que estaba traspuesto todavía, para que el tal Jorge viera que era
capaz de dejarse devorar y todo lo que fuera menester, antes que comprometerlo
en una empresa de la que podía salir muy mal parado.
Y, por lo tanto, el muchacho desistió y, sin perder más el
tiempo, se dirigió hacia otros territorios donde su afán de adquirir
experiencia caballeresca tuviera más ocasiones.
Se marchó, pues, Jorge, y por el camino encontró otra cueva
con su doncella y su dragón rugiente. Ninguno de los dos le puso mayores problemas
que los propios de las circunstancias y se prestaron a colaborar en el
experimento. Con lo cual, en menos de un cuarto de hora, él se llevó a la grupa
a la una, tan ricamente, después de haberle tajado al otro sus siete
terroríficas cabezas. Gracias a los méritos de esta valerosa hazaña, estuvo en
grado de armarse caballero, portar divisa propia y convertir a la doncella en
cuestión en buena esposa y prolífera madre de familia.
Y se dispusieron a vivir felices, como suele suceder en los
cuentos cuando ya se acaba el cuento, en un castillo de seis torres, un torreón
y el blasón correspondiente esculpido sobre la puerta principal.
Pero, bueno, esto no tiene nada que ver con nuestra primera
doncella, que se encontró con que el dragón volvía a revivir y a querérsela
merendar, así que, con mucha paciencia, desenrolló de nuevo la esquinita del
tapiz para seguir engatusándolo con el veo-veo.
No se sabe cuánto tiempo pasó, pero la doncella consiguió
que el dragón se aficionara a las figuras del tapiz y, como era tan difícil
extenderlo, hasta él mismo ayudó a cortarlo pedacito por pedacito para que
fuera más manejable. El dragón con sus uñas puntiagudas sacaba los hilos de la
trama corno para hacer vainicas, y entonces ella podía cortar sin torcerse con
las tijeritas del neceser. No había mencionado antes el neceser pero se
entiende que, si una puede cargar con arpas y ruecas, qué le puede estorbar un
neceser, sobre todo cuando existe la probabilidad de pasar la noche fuera de
casa.
En el neceser había un gran surtido de imperdibles por si
acaso el dragón, en un momento de descuido de ella o de vehemencia de él, le
hacía algún desgarrón pudiese la doncella remediar el desperfecto antes de que
el caballero se percatara. Es cierto que, como cada vez que se le cortaba la
cabeza se volvía regenerar hasta llegar a siete, había tiempo sobrado para
hacerse una costura en condiciones. Lo que pasa es que con la cueva ocupada y
entre una cosa y otra no había ni luz ni manera para enhebrar una aguja
tranquilamente y, a pesar de que lo de los imperdibles era una reverendísima
chapucería, se trataba de un caso de emergencia sin discusión.
Con estos imperdibles la doncella fue uniendo las piezas del
tapiz en grupos, como si fuesen libros. Cada uno trataba de una historia
distinta, según sus matices cromáticos, los accidentes de su trama y los
vericuetos de sus cenefas. Había historias de sirenas y tesoros, de monstruos y
hechiceros, de estrellas y navíos, de bandidos y fantasmas. Pero la que más le
gustaba al dragón era una que trataba de ellos, o casi.
-Veo-veo –empezaba la doncella.
-¿Qué ves? —respondía obediente el dragón.
—Veo lejos, muy lejos, un condado próspero y feliz.
——¿Y que más?.
—Esta es la gente que es muy laboriosa y vive en paz con su
prójimo.
La doncella iba señalando con el dedo siguiendo los
contornos de colores:
—Las casitas… los pozos… los árboles… los rebaños de ovejas
pastando… las lavanderas en el río… el molino de viento… las vereditas de
romero… las abejas…
—¿Y que más?.
La doncella, muy muy despacito, iba pasando las páginas.
-El conde. ¿Lo ves? Está muy satisfecho por la cosecha de
manzanas y ha decidido dar una fiesta para celebrarlo. Estas son las mesas para
el banquete, éstos son los barriles de vino, y esta montaña es de manzanas
rojas, esta otra de manzanas verdes y ésta de manzanas amarillas. Mira, por
aquí viene el cortejo de músicos…
—¿Y qué más?
—Estas son las guirnaldas de laurel fresco y éstas son las
banderitas de papel de seda y éste es un buey enorme asándose… Todo esto son
los troncos de leña para el fuego.
—Y ahora yo aparezco por detrás de los troncos…
-No, todavía no, pesado. Espera a que todos se sienten y
empiece la diversión.
—Pero, mientras, ¿dónde estoy? Pasa ya esta página.
—Tú estás aquí, en este lago azul turquesa, sumergido. Por
eso no te ve nadie.
-Yo los acecho así, quieto quieto.
-¿Ves estas cintas enredadas? Son las pérgolas: los jóvenes
están aquí debajo, bailando. Tú escuchas la música y entonces te enfureces y
entras en acción.
—Gruuuuug, gruuuuug, gruuuuug.
-Eso. Entonces el conde manda a este grupo de soldados para
que investiguen, pero cuando sacas la cabeza salen huyendo despavoridos.
—¡A que sí! Gruuuuug…
-Ya vuelven otra vez, pero son muchos más y traen todos los
cuchillos, hachas, palos y bolas de hierro que han encontrado.
—¿Y qué me hacen?
—Nada. Tú eres tan fiero y descomunal que las lanzas de
hierro son para ti palillos mondadientes.
—Ja, ia, ja: no me dais miedo, mequetrefes. ¡Acercaos!
—Tú tienes hambre y se te hace la boca agua a la vista de
tan ricos manjares.
-¡Soy una trituradora! ¡Venid a que os hinque los
dientes!... Di: ¿me los como ya?
-No, hombre.
-Pero es que tengo un hambre devoradora, y si ellos se me
ponen a tiro… Anda, sólo un bocadito…
—Que no. Mira, aquí están lanzándote el buey al lago y
ovejas estofadas y pavos rellenos para que te los comas.
—¡Uhmmm!, ¡qué rico!
—¿Te gusta? Bueno, pues a partir de este momento tienen que
echarte de comer cada tres horas porque, de lo contrario, saldrías del lago y
te los zamparías sin dejar de ellos ni las raspas.
—Y están asustados, ¿no?
-Muertos de miedo.
—Y eso que no saben que les estoy infectando el lago y que
el olor a putrefacción les va a llegar hasta sus casas, les va a contaminar el
ambiente y se van a asfixiar.
—No seas tonto, si se mueren te los vas a tener que comer
todos de golpe, y puedes reventar de la indigestión: si no lo haces se te van a
estropear, ¿no ves que no están congelados, ni tienen conservantes ni nada? Y
como te los comas caducados o en malas condiciones, pues te intoxicas.
—¡Ah!, ¿y entonces qué hago?
—Tú te esperas a que te vayan trayendo todos los animales
uno por uno hasta que se les acaben las vacas, las cabras, los corderos, los
conejos y los pollos en cien leguas a la redonda.
-Y los gatos y los perros y los patos y las codornices…
—Total, que el condado está aterrorizado, pues la gente no
sabe qué hacer para seguir manteniéndote. Se están gastando mucho dinero en
traerte comida de otros lugares. Aquí, en esta esquina, detrás de estas matas
de acanto, está el Consejo, que es esta granada y los granitos de dentro son
todos, que se han reunido con sus birretinas rojas corno enanitos. Están
deliberando cómo acabar contigo antes de que tú acabes con ellos. Llevan horas
discutiendo y cavilando. Algunos muestran unos ingenios que han ideado para
capturarte y tratan de conseguir voluntarios para que los hagan funcionar.
—Yo quiero empezar a comerme a la gente cruda ya mismo.
—Han decidido, a la desesperada, hacer cada día un sorteo y
echarte a la persona que le toque la china.
—;Y cuándo te va a tocar a ti?
-Enseguida. No llega a la semana y media. Mira, aquí estoy
yo: esta corola blanca. Yo era la hija del conde y acabo de sacar la piedra
negra, esta especie de hojita oscura, ¿la ves?, que es mi sentencia de muerte.
Mi padre no quiere entregarme y dice que me va a canjear a cambio de todo el
oro y la plata que tiene en el salón del tesoro. Pero sus súbditos se le han rebelado
y lo están amenazando con quemarlo vivo por no cumplir lo pactado como todos
los demás. Esta especie de zarza son las puntas de las flechas que están
apuntando al conde, mi padre. Yo no tengo más remedio que despedirme del mundo
y salir a tu encuentro.
-Huuuummmrn…, ¡huelo a carne humana!
-Yo voy llorando. Es un día radiante y la vereda está toda
cuajada de margaritas. Mi padre, cuando cumplí quince años, me prometió llenar
el castillo de margaritas el día de mi boda; pero ya no hay bodas que valgan.
Estoy pensando en esas cosas tristes cuando, casualmente, se me cruza en el
camino un caballero. Es este sol, ¿sabes?, porque su armadura es tan resplandeciente
y está tan bruñida que parece un espejo de oro, y el penacho de su yelmo es tan
suave y tan vaporoso como la clara a punto de nieve. Descabalga y me pregunta
la razón de mi pena. «¿Qué hace una novia», dice: porque yo voy con mi traje de
novia, para que me sirva de mortaja, «qué hace una novia», repite él, «sola por
los caminos y deshecha en llanto con el día tan bonito que hace?». Pero yo le
digo que se monte en su caballo y que salga corriendo y se salve porque tengo
miedo de que, si lo pillas conmigo, igual también te lo comes y yo no quiero
irme al otro mundo con ese cargo de conciencia. El no se mueve del sitio y me
pide que le explique detalladamente mi caso, y cuando acabo de contarlo va y me
dice: «Hija, no tengas miedo, yo soy san Jorge y te voy a ayudar».
-Entonces yo asomo la cabeza de debajo de las aguas
pestilentes y digo: «¡Sí, ya, que te crees tú eso!».
—El caballero acto seguido se santigua, sube al caballo de
un salto, hace un par de molinetes con la lanza, se la enristra y, picando
espuelas, se va enflechado hacia ti. Prepárate. En cuanto te tiene a su alcance
te hunde la lanza justo en el centro del corazón y ¡zas!, te deja en el sitio.
-No, eso no vale. No me tiene que matar.
-Bueno, pues lo que hace su lanza cuando te Ilesa al corazón
es convertirlo en un corazón de oro, ¿vale? Oro de ley.
-No sé en qué consiste eso.
—Sí: en que te haces bueno y manso. Entonces me dice san
Jorge: «Quítate el cinturón y átaselo al cuello».
—Eso ni hablar.
—Y desde entonces tú eres mi animal de compañía favorito.
-No, no y no. Quita esa página. Yo sólo quiero hacer cosas
tremendas. Yo os tengo que devorar a los dos con caballo y todo.
—Pero ¡cómo vas a devorar a san Jorge!
—¿Y por qué no? ¿A ti no te gustan los huesos de santos?
-Que no puede ser. En todo caso, cuando te hinque la lanza
tú vas y, ¡pum!, te esfumas en el aire como una columna de humo, y en el lugar
donde cayó la sangre pues brota un rosal de rosas rojas.
—Pero, por lo menos, antes te como.
—No, no insistas. No tiene ningún sentido que me comas
delante de las narices de san Jorge.
—Que sí, ¡mira!: yo te como. Y, en vez del rosal (que eso
son tonterías de los cuentos de hadas), pues yo voy y te vomito después si
quieres.
—¡Te he dicho que no!
Con el final jamás se ponían de acuerdo, pues el dragón no
quería ser amansado ni tampoco que lo hicieran picadillo y la doncella quería
ser salvada a todo trance porque no le hacía ninguna ilusión morir teniendo,
tan a la mano, a un santo y a un caballero andante en una sola pieza. Y lo de
ser vomitada, menos: eso era una guarrería. Así que no había un desenlace fijo,
con lo cual el dragón siempre estaba intrigado y jamás satisfecho y la última
página no terminó nunca de prenderse con las demás.
En lo que sí coincidieron fue en llamar al condado
«Barcelona», que, aunque no sabían qué quería decir ni recordaban cómo ni de
dónde salió ese nombre, les parecía una palabra mágica.
Dos reinos más allá el primer Jorge, que ya era caballero,
pensaba a menudo en aquella doncella que rechazó el auxilio de su espada sin
atreverse a imaginar la continuación, porque era demasiado obvia y demasiado
truculenta. Pero el recuerdo le rondaba continuamente, y esa obsesión muchas
noches no le dejaba dormir. Le torturaba el haber hecho caso a la doncella,
haberse dejado convencer tan fácilmente. Le era imposible dejar de revivir ese
momento sin sentirse culpable por haber seguido, sin más, su camino.
-No soy un verdadero caballero, no merezco los blasones de
mi escudo —se lamentaba—: dejarla a merced de una fiera sólo porque a ella se
le había metido en la cabeza protegerme de Dios sabe qué peligro, no es
suficiente excusa.
No. Eso no había estado bien. Eso no era, desde luego, una
acción de la que se enorgulleciera.
Un día decidió descargar su pesadumbre. Pero cuando le abrió
el corazón a su esposa, su esposa no le dio mayor importancia, solamente dijo
«Peor para ella» con cara de estar pensando «Mejor para mí». Abrió su corazón
al hijo mayor y el hijo mayor dijo «Qué necia», y se rió. Abrió su corazón al
mediano y el mediano dijo «Pobre chica», y se puso serio. Abrió su corazón,
finalmente, al más chico de los tres, pero el más chico de los tres no dijo
nada. Y él volvió a hundirse en los remordimientos.
Pero, el más chico de los tres, sin comentar nada a nadie,
buscó mapas en los desvanes, se aprendió los nombres de las estrellas y se
ejercitó en fuerza y rapidez hasta que fue diestro en el manejo del escudo y la
espada. Y una noche salió del castillo de las seis torres y un torreón, pero no
por la puerta principal. Por fin había conseguido crecer y robustecerse lo
suficiente como para ajustarse la armadura de su padre y soportarla. Sólo
llevaba una hogaza de pan y una bota con clarete.
Noche tras noche cabalgó sin descanso cruzando parajes
desconocidos, lo mismo desiertos que selvas, praderas que pantanos y, conforme
avanzaba por el camino que le señalaba el cielo, la impaciencia le ardía en el
corazón.
Cada anochecer, antes de ponerse en camino, se santiguaba,
tomaba un pellizco de pan, bebía un sorbo de vino sin permitirse otro alimento
porque, de noche, era imposible distinguir los árboles frutales de los
venenosos, las fuentes puras de las emponzoñadas y no era el caso. Por eso, al
llegar a la cueva sólo pudo decir: «Señora, soy Jorge», y cayó desfallecido. La
doncella entonces salió, se arrodilló junto a él, le levantó la visera del
yelmo y pudo ver el dulce ámbar de sus ojos, su nariz delicada, la playa de sus
mejillas, el hoyo del mentón y los labios firmes como los bordes de una concha
púrpura. Pero también vio, menos mal, el escudo refulgiendo de caballerescos
blasones y se dio, finalmente, por rescatada.
Con destreza montó en el corcel del caballero desvanecido y,
tomando imperiosamente las bridas, le ordenó: «Andando». Pero el corcel dobló
las rodillas, fatigado ante la idea de volver a sufrir las calamidades pasadas,
y la doncella tuvo la sensación de que había llegado el momento de desesperarse
de una vez por todas.
No pudo, sin embargo. Ni le dio tiempo a deshacerse las
trenzas siquiera: el dragón, que la había estado observando como quien no
quiere la cosa, se echó al hombro derecho el corcel moribundo y en el izquierdo
al supuesto caballero y a la doncella y, como era un dragón volador, en menos
de nada los puso en la puerta de la casa de él.
Los padres del joven Jorge, que habían estado deshechos con
su escapada, cuando lo encontraron en tal mal estado, en vez de regañarle, lo
metieron en la cama y le dieron friegas de alcohol y cosas ricas. Pero nadie
reparó ni en el dragón ni en la doncella. Ninguno de los de la casa, se
entiende, porque los curiosos no dejaron de importunar metiendo las narices por
los barrotes de la verja del jardín y queriéndolo saber todo con pelos y
señales. Entonces la doncella respondía muy amablemente contándoles la historia
que tanto le gustaba al dragón.
—En un condado llamado Barcelona, apareció un terrible
dragón que les infectaba el lago y que, para mantenerlo a raya, los habitantes
tuvieron que ir sacrificando sus ganados, sus rebaños y sus corrales, y cuando
acabaron con los animales no tuvieron más remedio que entregarse ellos mismos.
Las víctimas se designaban diariamente mediante sorteo hasta que un día le tocó
a la hija del conde. Como cualquier hijo de vecino, el conde, deshecho en
llanto, la despidió y la joven se dirigió al lago siniestro sumida en negros
presagios. Pero grande fue su sorpresa cuando la alcanzó al galope el joven
Jorge y, enterado de su trágica suerte, no vaciló en poner a su disposición su
valor y su lanza…
La gente escuchaba fascinada esa fantástica historia del
dragón terrible, la doncella sacrificada y el caballero de la lanza milagrosa,
por lo que se difundió rápidamente. Antes de que cayese el sol, la hazaña del
joven Jorge ya había saltado las murallas y sobrepasado las fronteras y, a
medida que la historia se relataba y se expandía, progresaban los preparativos
para que el joven Jorge ingresara en la Orden de Caballería tan pronto como se
reanimase.
Y claro, la doncella se dio cuenta, aparte de que ya no
estaba en edad de convertirse en buena esposa ni prolífera madre de nadie, de
que este caballero tampoco era caballero pero que, según lo que ella
atestiguara, lo podría llegar a ser.
Desde luego, nadie mejor que ella sabía que el joven no le
había dado a su espada el uso debido, pero ya había vivido lo bastante y había
urdido suficientes peripecias y sabía que las cosas son verdad cuando se cree
en ellas y veía las cosas de manera diferente a como las veía cuando, el Jorge
padre, le quiso dar la oportunidad de ser la madre de Jorge hijo. Y decidió que
si el chico iba a ser armado caballero ella no pondría obstáculos. Es más, le
ayudaría a estrenar su espada mediante cualquier otra prueba que lo hiciera
acreedor de un escudo con blasón propio sin necesidad de matar a su amigo el
dragón.
Por eso ruando estaba para clarear el día siguiente, entró
en la alcoba de) chico, Y. aprovechando que su voz, ejercitada en persuadir y
encantar, era fresca y armoniosa se deslizó entre los doseles de la cama del
joven Jorge.
—Deseo una cosa de vos —le dijo.
-Lo que deseéis es vuestro –respondió el joven Jorge, espabilándose
en el acto.
-Antes de que el sol se beba el rocío de los parques
cortadme una flor –dijo ella.
Entonces, el joven Jorge saltó de la cama, enarboló su
espada virginal, corrió al jardín y cortó una rosa blanca, que enrojeció al
instante como si se hubiera sumergido en un charco escarlata.
Así la espada hizo su servicio.
El joven Jorge, con una rodilla en tierra, entregó a la
doncella la rosa transfigurada.
-Señora…
Los labios del joven Jorge se posaron delicadamente sobre el
tallo de la rosa y en uno de los dedos que lo sostenían: el dedo corazón.
—Yo también quisiera obsequiaros —dijo ella emocionada y,
rebuscando en la amplitud de sus faldas, añadió cuando encontró lo que quería-:
Tomad. Todo lo que pasó en la cueva está aquí. Ésta es mi declaración.
Y le dio el libro.
-Le falta el final –observó el joven Jorge.
-El final es una rosa roja –fue el comentario de ella.
Y se dio la vuelta lo más dignamente que pudo, aguantando
las ganas de correr, pues tenía miedo de que el sol, que empezaba a encenderse,
le jugase una mala pasada.
La doncella desprendió del tallo de la rosa el beso del
joven Jorge y se lo ensortijó sobre el otro beso, que temblaba en su dedo
corazón, y se sujetó la rosa en el pelo cerca, muy cerca de su mejilla. Buscó
luego al dragón y juntos regresaron a la cueva a seguir descubriendo historias
fabulosas en los montoncitos del tapiz porque, fuera de allí, ya no se hallaban.
Al principio todo el mundo preguntaba por la doncella, e
incluso la estuvieron buscando para que ratificara su testimonio y se casara
con el joven Jorge y etcétera, hasta que se cansaron y la olvidaron. Y nadie
supo nada más de ella. Ni, por supuesto, del dragón.
Ni ellos supieron que, cada 23 de abril, los jóvenes de un
condado llamado Barcelona se regalan libros y rosas rojas porque es San Jorge,
ni que las Cortes Catalanas lo eligieron patrón de Cataluña, ni que el día de
San Jorge es también el Día del Libro.
Claro que, el joven Jorge, se llamaba así por su padre y su
padre por el san Jorge auténtico, ese santo que celebra su día el 23 de abril y
que tiene una historia bien diferente aunque no por ello menos prodigiosa.
Era un caballero de Georgia, una tierra mítica cuyas
leyendas inspiraron a los más célebres poetas de la antigüedad. Sufrió durante
siete años y en presencia de setenta reyes toda clase de pruebas de las que
salió victorioso, e incluso, por tres veces, desafió a la muerte escapando de
su dominio. Lo que pasa es que todo el mundo lo confunde con el san Jorge de la
historia del tapiz, ese valeroso caballero que cabalgó por la imaginación de
una doncella cautiva desafiando dragones y cortando rosas rojas.
Con ese pretexto, algunos que se pasan de listos vienen
diciendo que el tal san Jorge no es verdad porque no existió nunca. Como si
sólo fueran verdad las cosas regidas por el tiempo y la materia.
El san Jorge de Georgia, por lo pronto, fue y es y seguirá
siendo porque, existiera o no existiera, se trata de una alegoría. Sus
suplicios y sus resurrecciones representan los procesos a los que el individuo
debe someterse para alcanzar el conocimiento de sí mismo. Las tradiciones
secretas de las órdenes de caballería enseñan cómo vencer las leyes de la
materia y del tiempo, y san Jorge es el santo protector que simboliza, defiende
y guarda esta sabiduría oculta. Se le identifica como un caballero, a pesar de
que no pertenezca a ninguna orden de caballería concreta, porque «caballero»,
en lenguaje simbólico, quiere decir «cabalista»; y «caballo», «Cábala». Al
igual que para manejar un arma no sólo hace falta fuerza sino pericia, para ser
experto en la Cábala no basta con saber leer con los ojos. Cada letra es un
número, cada palabra un sistema y cada frase una fórmula. Y es necesario mucho
esfuerzo y perseverancia hasta llegar a descifrarla correctamente.
Y el san Jorge de la historia, el caballero de
resplandeciente armadura que salvara a la princesa de un terrible dragón,
tampoco es mentira. Y que su día sea el Día del Libro tiene su porqué, aparte
de que precisamente Shakespeare y Cervantes murieran un 23 de abril. Un libro,
como san Jorge, puede rescatar a la princesa, que es la Inteligencia, de la
cueva del dragón de la Ignorancia. ¿O no?.
Quizá, para la razón, sólo pueda demostrarse lo que está
sujeto a datos, fechas, peso, dimensión y cantidad. Quizás la realidad sea eso:
materia y, por tanto, sujeta a mudanzas. Pero la verdad es invisible. Es una
soberana de la que se puede desertar, pero no se la puede destronar ni
destruir. Por eso, cuando una historia, por muy insólita que sea, se expande y
permanece confirma su autenticidad imperecedera en el territorio de lo
esencial, más allá del reino de la percepción.
Y, además, esta historia le salió preciosa a la doncella.