Poeta subjetivo, heredero de la tradición amorosa de Garcilaso de la Vega y de Gustavo Adolfo Bécquer,
el gran tema de su poesía fue el amor, a través del cual matizó y
recreó la realidad y los objetos. En su producción se pueden distinguir
tres etapas. La primera, de poesía pura, influida por Juan Ramón
Jiménez, abarca desde los inicios hasta 1931 (Presagios, 1924; Seguro azar, 1929 y Fábula y signo, 1931).
La segunda alcanza hasta 1939 y fue la de la
poesía genuinamente amorosa, fruto de su apasionada relación con la
profesora norteamericana Katherine Whitmore. En ella celebra el amor que
da sentido al mundo; la amada es una criatura concreta, en un espacio
cotidiano, con la que el poeta mantiene un coloquio continuo. El amor de
su lírica no es atormentado y sufrido; es una fuerza prodigiosa que da
sentido a la vida (La voz a ti debida, 1933; Razón de amor, 1936 y Largo lamento, 1939).
Las obras de esta etapa se nutren de una lírica
en segunda persona, vocativa, dirigida a la imagen de la amada, envuelta
en las circunstancias externas de la vida actual: relojes, teléfonos,
playas, calles, publicidad, automóviles y calendarios aparecen en tal
poesía cambiados y transfigurados. La mujer es vista en una perspectiva
de proximidad, como una amiga que se convierte en amada al contemplarse
reflejada en el "espejo ardiente" que el amor le ofrece. Tal actividad
poética, en la que se utilizan elementos métricos muy tenues y leves
(metros cortos, con asonancias de una gran flexibilidad, que subrayan el
ritmo interno de las metáforas, las ideas y la fluida elocución), halla
su mejor representación en La voz a ti debida, obra que ha influido profundamente en la poesía española.
Extraído de Biografias y Vidas:
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/salinas_pedro.htm
Cuánto rato te he mirado
sin mirarte
a ti, en la imagen
exacta e
inaccesible
que te
traiciona el espejo!
«Bésame»,
dices. Te beso,
y mientras
te beso pienso
en lo fríos
que serán
tus labios
en el espejo.
«Toda el
alma para ti»,
murmuras,
pero en el pecho
siento un
vacío que sólo
me lo
llenará ese alma
que no me
das.
El alma que
se recata
con disfraz
de claridades
en tu forma
del espejo.
Mis ojos ven
en el árbol
el fruto
redondo y fresco.
Mis manos se
van certeras
a cogerlo.
Pero tú,
pero tú,
mano de ciego,
¿qué estás
haciendo?
La mano da
vueltas, vueltas
por el aire;
si se posa
sobre cosa
material,
huye tras
palpo suave,
sin llegar
nunca a cogerla.
Siempre
abierta. Es que no sabe
cerrarse, es
que tiene
ambiciones
más profundas
que las de
los ojos, tiene
ambiciones
de esa bola
imperfecta
de este mundo,
buen fruto
para una mano
de ciego,
ambición de luz,
eterna
ambición de asir
lo
inasidero.
Cuando se
cansa de inútiles
devaneos,
tristemente,
se va en
busca de su hermana
y se
entrecruzan las manos
del ciego.
Y sólo así
se están quietas,
enclavijadas,
asidas ansia
con ansia
y deseo con
deseo.
Mano de
ciego no es ciega:
una voluntad
la manda,
no los ojos
de su dueño.
No de
cantera nacida,
ni de piedra
ni de hierro,
no trabajada
por manos,
hecha del
alma,
columna mía;
de fuego
hecha,
de la lumbre
conocida
por mí desde
que he sentido
lumbre de
vida.
En vano el
hacha se afila
para ella,
en vano ruinas
de excelsos
tiempos me dictan
ejemplos
tristes.
Fogosa es
esta columna;
ni la
cortará el acero
ni a
obligada servidumbre
la habrá de
rendir el tiempo.
Cada día la
doy forma
cuando la
alimento y echo
en su seno
lo que da al
pecho amado:
vida y amor
nuestro.
Y ella va
subiendo siempre
de tierra a
cielo,
sin más
soporte que este
corazón mío,
sin nada
que
sustentar más que el gozo
del corazón
mío.
Columna
fogosa, pura
consunción
de mi albedrío,
siempre
tendrás que quemar
ramas,
tronco vivo y luego
estas raíces
que hundo
en tierra,
todo tuyo y
todo mío,
que has de
acabarte, fogosa
columna,
conmigo mismo.
Ni truncada
por el hacha,
ni muerto
vestigio:
un día
tu fuego se
apagará
con el mío;
en la
dulzura del alba
el humo se
irá fundiendo
y morirá la
ceniza
en brazos
del viento nuevo.
Mi tristeza
me la ha
robado la noche.
Era mía, era
bien mía,
pensaba
decirla en versos,
darla forma
como dan
las lágrimas
forma tibia
al dolor de
adentro… Pero
estaba clara
la noche
y el papel
esperó en vano.
Anduve por
la ciudad,
y las estrellas
y el aire
y las
piedras de las casas
y el olor de
acacia, todo
era como un
corazón
tendido a la
confidencia.
Y mi
tristeza está ahora
lejos, muy
lejos,
en las
estrellas altas,
en esa brisa
fresca
que no puedo
aprisionar
aunque abro
y cierro las manos;
está ya
fuera de mí.
La ofrenda
que te traía,
madre
Tristeza, era aroma
y el aire se
la llevó.
Sombra son
estas palabras
de aquellas
que la noche
me robó.
Estos dulces
vocablos con que me estás hablando
no los
entiendo, paisaje,
no son los
míos.
Te diriges a
mí con arboledas
suavísimas,
con una ría mansa y clara
y con trinos
de ave.
Y yo aprendí
otra cosa: la encina dura y seca
en una
tierra pobre, sin agua, y a lo lejos,
como
dechado, el águila,
y como negra
realidad, el negro cuervo.
Pero es tan
dulce el son de ese tu no aprendido
lenguaje,
que presiente el alma en él la escala
por donde
bajarán los secretos divinos.
Y ansioso y
torpe, a tu vera me quedo
esperando
que tú me enseñes el lenguaje
que no es
mío, con unas incógnitas palabras
sin sentido.
Y que me
lleves a la claridad de lo incognoscible,
paisaje
dulce, por vocablos desconocidos.
¿A dónde
ir?. Envuelta toda entera
en neblina
sutil la ciudad yace.
El lírico
hipogrifo sueños pace
inclinada la
testa, en la pradera
más íntima
del ser, y considera
con deleite
amoroso el fuerte enlace
que a
quietud le sujeta y que deshace
el ansia de
la ruta viajera.
No hay nada
afuera que me ponga linde:
ni camino
que incite ni montaña
que dulce
trasponer al alma sea.
La vida al
interior panal se rinde
y libre al
fin de la atadura extraña
dentro de sí
sus horizontes crea.
La tierra
yerma, sin árbol
ni montaña,
el cielo seco,
huérfano de
nube o pájaro;
tan quietos
los dos, tan solos,
frente a
frente tierra y cielo,
paralelismo
de espejos,
que ahora no
hay lejos ni cerca,
alto o bajo,
mucho o poco,
en el
universo.
¡Dulce
muerte de medidas,
guiño de
infinito!
Pero de un
surco se vuela
un pájaro
primerizo.
Y todo
vuelve a ordenarse
por la pauta
de su sino.
Ya la tierra
está aquí abajo
y el cielo
allí arriba puesto,
ya la
llanura es inmensa
y el
caminante pequeño.
Y ya sé lo
que está lejos:
dicha,
gracia, paz o logro.
Y ya sé lo
que está cerca:
el corazón
en el pecho.
Estoy
sentado al sol en la puerta de casa,
sin otra
compañía que la sombra
de mí mismo
tendida por el suelo.
La criatura
extraña
que entre el
sol de setiembre y yo creamos,
sabe cosas
de mí que yo no sé.
Me define de
modos muy distintos,
es más ágil
que yo y en tanto lucho
por dar con
el secreto del movimiento justo
para mi
verbo, ella se expresa bien, se alarga,
se hace
tenue y vaga como la noche exige
o se precisa
como verso de mármol
si así lo
quiere el sol.
Yo me veo
bien claro:
lo de fuera
de mí, sol o luna, y aquello
que yo soy,
haz y envés,
la sombra lo
junta y expresa.
¿Pero de qué
me sirve?
Si la miro
en demanda ansiosa de conciencia,
es burlona,
enflaquece risiblemente o hace
de todo yo
una bola grotesca.
Y por eso la
mato cada día
entrándome
en la casa, toda sombra sin sombras,
asesino
pueril y Caín de burla.
Crepúsculo.
Sentado en un rincón
siento en el
alma el poso de este día.
Aquí a mi
lado,
firme pupila
la ventana abre:
lo que ella
ve de afuera
lo repite en
el fondo de la estancia
un viejo
espejo familiar, ingenua madre
que la luz y
la vida nos trasmite
pura y sin
mancha.
En el espejo
la mirada hundo
y en lo que
veo en él: como en entraña
palpitante
del mundo,
la sangre
del ocaso hacia él afluye
y por
encima, las iniciaciones
de vagas
ilusiones estelares
y el signo
del apóstata —mas no la cruz—
y el
«vencerás conmigo»,
clave de
todo el arco.
¿Será
posible? Acaso…
Me lanzo a
la ventana. Miro:
cada cosa en
su sitio, como siempre;
la montaña,
el poniente y la estrella primera,
otra vez me
confirman esa orden
que al nacer
entendí, sin nada nuevo.
¿Y lo que yo
esperaba?
Miro al
espejo y sólo a mí me veo
—ya se borró
el crepúsculo indeciso—
en la
estampa de mí que me da el rostro.
De lo demás,
allí en los ojos algo…
A mi rincón
me vuelvo. Que la vida
se muera
lentamente en el espejo.
PASILLO DE
LA PRISA
¡Quémate
día, quémate
en la
—¡quémate día!— hoguera
de la prisa!
¡Pronto, la
llama alta,
que me
espera otro tú, otro dial
iMás alta
llama! Te echaré
porque te
acabes antes
todo lo que
me pidas.
Toda mi
perfección guardada y seca,
ahorro de
tantos años,
¡cómo la
despilfarro,
viéndola
chispear, brotar, chascando
para que
ella me invente al consumirse
un mundo en
blanco!
Desnudo del
ayer, del hoy desnudo
I qué
ardiendo, qué saltando!
lo recordado
—briznas—,
lo deseado
—qué olor fresco de retama—,
en la
hoguera lo veo. Yo lo eché.
Pero aún me
quedo yo.
Derecho, yo
también
a la llama,
a la prisa,
a llegar, a
pasar, limpio, por fuego
más allá, al
otro lado
—fénix, al
otro día—
del día, de
la prisa.
MUERTES
Primero te
olvidé en tu voz.
Si ahora
hablases aquí,
a mi lado,
preguntaría
yo: «¿Quién es?».
Luego, se me
olvidó de ti tu paso.
Si una
sombra se esquiva
entre el
viento, de carne,
ya no sé si
eres tú.
Te
deshojaste toda lentamente,
delante de
un invierno: la sonrisa,
la mirada,
el color del traje, el número
de los
zapatos.
Deshojaste
aún más:
se te cayó
tu carne, tu cuerpo.
Y me quedó
tu nombre, siete letras, de ti.
Y tú
viviendo,
desesperadamente
agonizante,
en ellas,
con alma y cuerpo.
Tu
esqueleto, sus trazos,
tu voz, tu
risa, siete letras, ellas.
Y decirlas
tu solo cuerpo ya.
Se me olvidó
tu nombre.
Las siete
letras andan desatadas;
no se
conocen.
Pasan anuncios
en tranvías; letras
se encienden
en colores a la noche,
van en
sobres diciendo
otros
nombres.
Por allí
andarás tú,
disuelta ya,
deshecha e imposible.
Andarás tú,
tu nombre, que eras tú,
ascendido
hasta unos
cielos tontos,
en una
gloria abstracta de alfabeto.
LA VOZ A TI DEBIDA
Tu vives
siempre en tus actos.
Con la punta
de tus dedos
pulsas el
mundo, le arrancas
auroras,
triunfos, colores,
alegrías en
tu música.
La vida es
lo que tú tocas.
De tus ojos,
sólo de ellos,
sale la luz
que te guía
los pasos.
Andas
por lo que
ves. Nada más.
Y si una
duda te hace
señas a diez
mil kilómetros,
lo dejas
todo, te arrojas
sobre proas,
sobre alas,
estás ya
allí; con los besos,
con los
dientes la desgarras:
ya no es
duda.
Tú nunca puedes
dudar.
Porque has
vuelto los misterios
del revés. Y
tus enigmas,
lo que nunca
entenderás,
son esas
cosas tan claras:
la arena
donde te tiendes,
la marcha de
tu reló
y el tierno
cuerpo rosado
que te
encuentras en tu espejo
cada día al
despertar,
y es el
tuyo. Los prodigios
que están
descifrados ya.
y nunca te
equivocaste,
más que una
vez, una noche
que te
encaprichó una sombra
—la única
que te ha gustado—.
Una sombra
parecía.
Y la
quisiste abrazar.
Y era yo.
¿Por qué
tienes nombre tú,
día,
miércoles?
¿Por qué
tienes nombre tú,
tiempo,
otoño?
Alegría,
pena, siempre
¿por qué
tenéis nombre: amor?
Si tú no
tuvieras nombre,
yo no sabría
qué era,
ni cómo, ni
cuándo. Nada.
¿Sabe el mar
cómo se llama,
que es el
mar? ¿Saben los vientos
sus
apellidos, del Sur
y del Norte,
por encima
del puro
soplo que son?
Si tú no
tuvieras nombre,
todo sería
primero,
inicial,
todo inventado
por mi,
intacto
hasta el beso mío.
Gozo, amor:
delicia lenta
de gozar, de
amar, sin nombre.
Nombre, ¡qué
puñal clavado
en medio de
un pecho cándido
que sería
nuestro siempre
si no fuese
por su nombre!
¡Qué gran
víspera el mundo!
No había
nada hecho.
Ni materia,
ni números,
ni astros,
ni siglos, nada.
El carbón no
era negro
ni la rosa era
tierna.
Nada era
nada, aún.
¡Qué
inocencia creer
que fue el
pasado de otros
y en otro
tiempo, ya
irrevocable,
siempre!
No, el
pasado era nuestro:
no tenía ni
nombre.
Podíamos
llamarlo
a nuestro
gusto: estrella,
colibrí,
teorema,
en vez de así,
«pasado»;
quitarle su
veneno.
Un gran
viento soplaba
hacia
nosotros minas,
continentes,
motores.
¿Minas de
qué? Vacías.
Estaban
aguardando
nuestro
primer deseo,
para ser en
seguida
de cobre, de
amapolas.
Las
ciudades, los puertos
flotaban sobre
el mundo,
sin sitio
todavía:
esperaban
que tú
les dijeses:
«Aquí»,
para lanzar
los barcos,
las
máquinas, las fiestas.
Máquinas
impacientes
de sin
destino, aún;
porque
harían la luz
si tú se lo
mandabas,
o las noches
de otoño
si las
querías tú.
Los verbos,
indecisos,
te miraban
los ojos
como los
perros fieles,
trémulos. Tu
mandato
iba a
marcarles ya
sus rumbos,
sus acciones.
¿Subir? Se
estremecía
su energía
ignorante.
¿Sería ir
hacia arriba
«subir»? ¿E
ir hacia dónde
sería
«descender»?
Con mensajes
a antípodas,
a luceros,
tu orden
iba a darles
conciencia
súbita de su
ser,
de volar o
arrastrarse.
El gran
mundo vacío,
sin empleo,
delante
de ti
estaba: su impulso
se lo darías
tú.
Junto a ti,
vacante,
por nacer,
anheloso,
con los ojos
cerrados,
preparado ya
el cuerpo
para el
dolor y el beso,
con la
sangre en su sitio,
yo,
esperando
—ay, si no
me mirabas—
a que tú me
quisieses
y me
dijeras: «Ya».
¡Qué
alegría, vivir
sintiéndose
vivido.
Rendirse
a la gran
certidumbre, oscuramente,
de que otro
ser, fuera de mí, muy lejos,
me está
viviendo.
Que cuando
los espejos, los espías
—azogues,
almas cortas—, aseguran
que estoy
aquí, yo, inmóvil,
con los ojos
cerrados y los labios,
negándome al
amor
de la luz,
de la flor y de los nombres,
la verdad
trasvisible es que camino
sin mis
pasos, con otros,
allá lejos,
y allí
estoy
besando flores, luces, hablo.
Que hay otro
ser por el que miro el mundo
porque me
está queriendo con sus ojos.
Que hay otra
voz con la que digo cosas
no
sospechadas por mi gran silencio;
y es que
también me quiere con su voz.
La vida
—¡qué transporte ya!—, ignorancia
de lo que
son mis actos, que ella hace,
en que ella
vive, doble, suya y mía.
Y cuando
ella me hable
de un cielo
oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas
que no vi, que ella miraba,
y nieve que
nevaba allá en su cielo.
Con la
extraña delicia de acordarse
de haber
tocado lo que no toqué
sino con
esas manos que no alcanzo
a coger con
las mías, tan distantes.
Y todo
enajenado podrá el cuerpo
descansar,
quieto, muerto ya. Morirse
en la alta
confianza
de que este
vivir mío no era sólo
mi vivir:
era el nuestro. Y que me vive
otro ser por
detrás de la no muerte.
Perdóname
por ir así buscándote
tan torpemente,
dentro
de ti.
Perdóname el
dolor, alguna vez.
Es que
quiero sacar
de ti tu
mejor tú.
Ese que no
te viste y que yo veo,
nadador por
tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo
en alto como tiene
el árbol la
luz última
que le ha
encontrado al sol.
Y entonces
tú
en su busca
vendrías, a lo alto.
Para llegar
a él
subida sobre
ti, como te quiero,
tocando ya
tan sólo a tu pasado
con las
puntas rosadas de tus pies,
en tensión
todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti
misma.
Y que a mi
amor entonces le conteste
la nueva
criatura que tú eras.
¿Quién,
quién me puebla el mundo
esta noche
de agosto?
No, ni
carnes, ni alma.
Faroles,
contra luna.
¿Abrazarme?
¿Con quién?
¿Seguir? ¿A
quién? Veloces
Coincidencias
de astro
y gas lo
suplen todo.
Sombras y
yo. Y el aire
meciendo
blandamente
e] cabello a
las sombras
con un rumor
de alma.
Me acercaré
a su lecho
—aire
quieto, agua quieta—
a intentar
que me quieran
a fuerza de
silencio
y de beso.
Engañado
hasta que
venga el día
y el gran
lecho vacío
donde
durmieron ellas,
sin huellas
de la carne,
y el gran
aire vacío,
limpio,
sin señal de
las almas,
otra vez me
confirmen
la soledad,
diciendo
que todo
eran encuentros
fugaces,
aquí abajo
de las luces
distantes,
azares sin
respuesta.
No, ni
carnes, ni almas.
RAZÓN DE
AMOR (1936)
¿Serás,
amor,
un largo
adiós que no se acaba?
Vivir, desde
el principio, es separarse.
En el primer
encuentro
con la luz,
con los labios,
el corazón
percibe la congoja
de tener que
estar ciego y solo un día.
Amor es el
retraso milagroso
de su
término mismo:
es prolongar
el hecho mágico,
de que uno y
uno sean dos, en contra
de la primer
condena de la vida.
Con los
besos,
con la pena
y el pecho se conquistan,
en afanosas
lides, entre gozos
parecidos a
juegos,
días,
tierras, espacios fabulosos,
a la gran
disyunción que está esperando,
hermana de
la muerte o muerte misma.
Cada beso
perfecto aparta el tiempo,
le echa
hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede
besarse todavía.
Ni en el
llegar, ni en el hallazgo
tiene el
amor su cima:
es en la
resistencia a separarse
en donde se
le siente,
desnudo,
altísimo, temblando.
Y la
separación no es el momento
cuando
brazos, o voces,
se despiden
con señas materiales:
es de antes,
de después.
Si se
estrechan las manos, si se abraza,
nunca es
para apartarse,
es porque el
alma ciegamente siente
que la forma
posible de estar juntos
es una
despedida larga, clara.
Y que lo más
seguro es el adiós.
A esa, a la
que yo quiero,
no es a la
que se da rindiéndose,
a la que se
entrega cayendo,
de fatiga,
de peso muerto,
como el agua
por ley de lluvia,
hacia abajo,
presa segura
de la tumba
vaga del suelo.
A esa, a la
que yo quiero,
es a la que
se entrega venciendo,
venciéndose,
desde su
libertad saltando
por el
ímpetu de la gana,
de la gana
de amor, surtida,
surtidor, o
garza volante,
o disparada
—la saeta—
sobre su
pena victoriosa,
hacia
arriba, ganando el cielo.
Ahora te
quiero
como el mar
quiere a su agua:
desde fuera,
por arriba,
haciéndose
sin parar
con ella
tormentas, fugas,
albergues,
descansos, calmas.
¡Qué
frenesíes, quererte!
¡Qué
entusiasmo de olas altas,
y qué
desmayos de espuma
van y
vienen! Un tropel
de formas,
hechas, deshechas,
galopan
desmelenadas.
Pero detrás
de sus flancos
está
soñándose un sueño
de otra
forma más profunda
de querer,
que está allá abajo:
de no ser ya
movimiento,
de acabar
este vaivén,
este ir y
venir, de cielos
a abismos,
de hallar por fin
la inmóvil
flor sin otoño
de un
quererse quieto, quieto.
Más allá de
ola y espuma
el querer
busca su fondo.
Esa hondura
donde el mar
hizo la paz
con su agua
y están
queriéndose ya
sin signo,
sin movimiento.
Amor
tan
sepultado en su ser,
tan
entregado, tan quieto,
que nuestro
querer en vida
se sintiese
seguro de no
acabar
cuando
terminan los besos,
las miradas,
las señales.
Tan cierto
de no morir
como está
el gran amor
de los muertos.
No canta el
mirlo en la rama,
ni salta la
espuma en el agua:
lo que
salta, lo que canta
es el
proyecto en el alma.
Las promesas
tienen hoy
rubor de
haber prometido
tan poco, de
ser tan cortas;
se escapan
hacia su más,
todas
trémulas de alas.
Perfección
casi imposible
de la
perfección hallada,
en el beso
que se da
se estremece
de impaciencia
el beso que
se prepara.
El mundo se
nos acerca
a pedirnos
que le hagamos
felices con
nuestra dicha.
Horizontes y
paisajes
vienen a
vernos, nos miran,
se achican
para caberte
en los ojos;
las montañas
se truecan
en piedrecillas
por si las
coge tu mano,
y pierden su
vida fría
en la vida
de tu palma.
Leyes
antiguas del mundo,
ser de roca,
ser de agua,
indiferentes
se rompen
porque las cosas
quieren
vivirse también
en la ley de
ser felices,
que en
nosotros se proclama
jubilosamente.
Todo querría
ser dos
porque somos
dos. El mundo
seducido por
el canto
del gran
proyecto en el alma
se nos
ofrece, nos da
rosas,
brisas y coral,
innumerables
materias
dóciles,
esperanzadas
de que con
ellas tú y yo
labremos
el gran amor
de nosotros.
Coronándonos,
la dicha
nos escoge,
nos declara
capaces de
creación
alegre. El
mundo cansado
podría ser
—él lo siente—,
si nosotros
lo aceptamos
por cuerpo
de nuestro amor,
reciennacido
otra vez,
primogénito
del gozo.
¿Le oyes
que se nos
está ofreciendo
en flor, en
roca y en aire?
Pero tú y yo
resistimos
la tentación de su voz,
la lástima
que nos da
su gran
cuerpo sin empleo.
Allí se
quedan las piedras,
Las
violetas, ajenas,
tan fáciles
de morir,
esperando
otro amor
que las redima.
No.
Nuestro
proyecto cantante,
empinado,
irresistible,
de su
embriaguez en el alma,
no se
labrará en los mármoles
ni con
pétalos o sueños:
se hará
carne en nuestra carne.
Le
entregamos alma y cuerpo
para que él
sea y se viva.
Y sin ayuda
del mundo,
de su
bronce, de su arena,
tendrá forma
en lo que ofrecen
nuestros dos
seres unidos:
la pareja
suficiente.
Y las dos
vidas, viviendo
abrazadas,
serán la
dócil materia
eterna, con
que se labre
el gran
proyecto del alma.
LARGO LAMENTO
(1937-1938)
EL AIRE YA
ES APENAS RESPIRABLE
El aire ya
es apenas respirable
porque no me
contestas:
tú sabes
bien que lo que yo respiro
son tus
contestaciones. Y me ahogo.
La primera
pregunta que te hice
fue cuando
tú tenías
los brazos
apoyados
en una
barandilla de recuerdos,
una tarde
inclinada
sobre ese
lago azul que llevas dentro,
mirando a
cuatro dudas
con plumaje
de penas,
tan blancas
y calladas como cisnes,
que lo
surcaban, sin moverlo casi.
Tú mirabas
la estampa
confusa de ti
misma, te veías
en ella
reflejada
pero con tal
temblor, tan insegura
de tu propio
existir, de lo que eras,
que te
marchaste huyendo
a buscar en
tu armario algún vestido
de denso
terciopelo, y a probártelo.
Como está
hecho a medida,
meter el
cuerpo en él
es
persuadirse unos instantes
por el
consolador
y ajustado
contacto de la tela,
de que se
vive y de que somos algo
más que un
reflejo trémulo
del que
tenemos miedo, en aquel lago.
Y yo te
pregunté: «¿Buscamos juntos?
Lo que se
quiere hallar
en un agua
tan vaga y tan borrosa
hay que
buscarlo,
por el aire
hacia arriba.
Porque en lo
hondo de un lago lo que hay siempre
es la copia
de un ángel o de un dios,
la figura de un ser que allí se mira,
desde su
verdadero ser celeste.
Y hay que buscarlo
donde está; si buscas
como otras
engañadas hacia abajo,
sólo te
encontrarás ramas o piedras,
limo blando
y sortijas oxidadas.
¿Quieres,
di, que vayamos por los años,
los años del
futuro, como cielos,
en busca de
tu ángel?
¿Quieres que
sea yo tu compañero
para lo
mismo que en las golondrinas
un ala es
compañera de otra ala?
Yo saldré
por la vía
más rápida
que haya,
dentro de un
radiograma, si me aceptas».
Comprendo tu
silencio. La pregunta
la hice a
seis mil kilómetros
y como hablé
muy bajo
para que
sólo tú me oyeses,
me pudiste
oír. Y continúas
probándote
vestidos que te calman.
La segunda
pregunta la escribí
el mes de
octubre, en una hoja del árbol
que hay
cerca de tu casa. Tú sentías
el otoño
llegar, aquella tarde,
en grandes
cantidades
de viento
gris y de proyectos vagos,
apenas
defendida
por una fe
tan leve en tu calor
como la seda
de tus medias.
Tu paso
acelerado contra el aire
se hacía la
ilusión de que corriendo,
a primeros
de octubre,
se llega
antes a la primavera.
Yo te
escribí: «Tengo un verano
que se abre,
sólo, cuando dos personas
que aman lo
verde y tienen miedo al frío
al mismo
tiempo llaman a su puerta.
No hay más
invierno que la soledad.
Lo que funde
la nieve es un amor
que se sirve
del sol como su intérprete.
Toma mi
brazo, acéptame este modo
sencillo de
abolir, al mismo tiempo,
invierno y
soledad, llamado amarse.
¿Quieres que
entremos
en esa
fiesta de las claridades
que empieza
al iniciarse una pareja,
donde
gracias a ciertas
sutiles
transparencias y trasluces
de carne o
de cristal, siempre anochece
mucho, mucho
más tarde que en el mundo,
y la aurora
coincide
con el
primer deseo de la luz?».
El árbol
entregó oportunamente
mi mensaje a
tus pies. ¿Tú no recuerdas
una hoja que
cayó cuando pasabas,
un rumor
tierno por el suelo,
con las
silabas rotas de tu nombre
apenas
susurradas, y un rodar
de materia
muy leve, sobre piedras,
que iba
detrás de ti, para salvarte
de tantas
inclemencias solitarias?
Nunca me has
contestado. Estoy seguro
de que, por
no ir pensando en mí, la confundiste
con
cualquier hoja de esas
que editan
por millones los otoños
para hacer
propagandas de lo ausente.
La tercera
pregunta te la hice,
estando
cerca, sí, muy cerca.
Abrazados
estábamos.
Nuestro techo
era abrazo,
las paredes
y el suelo abrazo eran,
de ese color
intenso
con que lo
pinta todo el abrazarse.
Abrazo fue
la puerta por que entramos.
La ventana
era abrazo.
La noche,
sus praderas,
el rebaño de
mansos rascacielos
pastando
estrellas con el cuello erguido,
a través del
abrazo lo veíamos.
La visión
era abrazo y oír abrazo.
Y estaban
los sentidos
tan
apretados unos contra otros
brindando a
nuestra unión sus diferencias,
que hasta
entonces mis ojos
no habían
visto lo que vio el abrazo.
Por eso yo
te pregunté sin voz,
sólo
estrechando aun más contra mi pecho
el cuerpo
que los cielos me prestaban,
si tú sabías
escribir
promesas con
los ojos
y si en la
hoja primera
del primer
pliego de la aurora tú
me quemas
trazar
cualquier
palabra, por ejemplo: «eterno».
Mi afán era
saber
como es tu
letra cuando el alma escribe.
Tú no me has
respondido. Lo comprendo.
Te habías ya
dormido allí en mi pecho;
y mi
pregunta como un ala se deshizo
al chocar
con los ojos ya cerrados.
Algunas de sus
plumas o palabras
—promesa,
aurora, eterno— te rozaron
el alma, sí,
pero tan levemente
que tú,
creyendo que eran
uno de
tantos sueños sin pregunta,
nunca has
pensado en responder a un sueño.
MUERTE DEL
SUEÑO
Nunca se
entiende un sueño
más que
cuando se quiere a un ser humano,
despacio,
muy despacio,
y sin mucha
esperanza.
Por ti he
sabido yo cómo era el rostro
de un sueño:
sólo ojos.
La cara de
los sueños
mirada pura
es, viene derecha,
diciendo: «A
ti te escojo, a ti, entre todos»
como lo dice
el rayo o la fortuna.
Un sueño me
eligió desde sus ojos,
que me
parecerán siempre los tuyos.
Por ti supe
también
cómo se
peina un sueno.
Con qué
cuidado parte sus cabellos
con una raya
que recuerda
a la estela
que traza sobre el agua
la luna
primeriza del estío.
Mi mano, o
una sombra de mi mano,
o acaso ni
una sombra,
la memoria,
tan sólo, de mi mano
jamás
acarició una cabellera
tan lenta y
tan profunda
como la de
ese sueño que me diste.
En el pelo,
en el pelo de tu sueño
fueron mis
pensamientos enredándose,
entrando
poco a poco, y se han perdido
tan
voluntariamente en él que nunca
los quiero
rescatar: su gloria es esa.
Que estén
allí, que duermas
Sobre las
despeinadas
Memorias que
mi alma te ha dejado,
entretejidas
en su cabellera.
Por ti he
cogido a un sueño de las manos.
Por ti mi
mano de mortal materia,
ha tocado
los dedos
tan
trémulos, tan vagos,
como sombras
de chopos en el agua,
con los que
un sueño roza al mundo
sin que
apenas lo sienta
nadie más
que la frente consagrada.
Por ti he
cogido un sueño de las manos,
o de las que
parecen manos, alas.
Las he
tenido entre las mías,
un año y
otro año y otro
como se
tienen las de un ser que va a marcharse,
fingiendo
que es para decirle adiós,
pero con tal
ternura al estrecharlas,
que renuncia
a su fuga y nuestro tacto,
de adiós se
nos trasmuta en bienvenida.
Por ti
aprendí el lenguaje
tan breve y
misterioso de los sueños.
Cabría en el
cristal
de una gota
de agua.
Está hecho
de dos letras cuyos trazos
aluden con
su recta y con su curva
a la humana
pareja, hombre y mujer.
«Sí» dice,
sólo «sí».
Los sueños
nunca dicen otra cosa.
Nos dicen
«sí» o se callan en la muerte.
Por ti he
sabido cómo andan los sueños.
Llevan los
pies desnudos
Y parecen
más altos todavía.
El alma por
que cruzan se nos queda
como la
playa que primero holló
Venus al
pisar tierra, concediéndola
las
indelebles señas de su mito:
las huellas
de los dioses no se borran.
Entre el
vasto rumor de los tacones,
que surcan
las ciudades colosales,
mi oído a
veces percibe
un rumor
leve como de hoja seca,
o de planta
desnuda: es que te acercas,
por las
celestes avenidas solas,
es que
vienes a mí, desde mi sueño.
He sabido
por ti de qué color
es la sangre
de un sueño. Yo la he visto
cuando un
día la abriste tú las venas
escapar
dulcemente, sin prisa, como el día
más hermoso
de abril, que no quisiera
morirse tan
temprano y se desangra,
despacio,
triste, recordando
la dicha de
su vida:
su aurora,
su mañana, sin rescate.
Por ti he
asistido, porque lo quisiste,
al morirse
de un sueno.
Poco a poco
se muere
como agoniza
el campo en el regazo
crepuscular,
por orden de la altura.
Primero, lo
que estaba al ras de tierra,
la hierba,
la primer oscurecida;
luego, en el
árbol, las cimeras hojas,
donde la
luz, temblando se resiste,
y al fin el
cielo todo, lo supremo.
Los sueños
siempre empiezan a morirse
por los pies
que no quieren ya llevarlos.
Como el
cielo de un sueño está en sus ojos
lo último
que se apaga es su mirada.
Y por ti he
visto lo que nunca viera:
el cadáver
de un sueño.
Lo veo, día
a día, al levantarme, aquí, en mi cara.
(Has vuelto
tu mirar hacia otro rostro).
Me lo siento
en las manos,
enormes
fosas llenas de su falta.
Está
yacente: tumba le es mi pecho.
Me resuena
en los pasos
que van,
como viviendo, hacia mi muerte.
Ya sé el
secreto último:
el cadáver
de un sueño es carne viva,
es un hombre
de pie, que tuvo un sueño,
y alguien se
lo mató. Que vive finge.
Pero ya,
antes de ser su propio muerto,
está siendo
el cadáver de un sueño.
Por ti
sabré, quizá, cómo viviendo
se resucita
aún, entre los muertos.
LA FALSA COMPAÑERA
Yo estaba
descansando
de grandes
soledades
en una tarde
dulce
en una tarde
dulce
que parecía
casi
Sobre mí,
¡qué cariño
vertían,
entendiéndolo
todo, las
mansas sombras,
los
rebrillos del agua,
los trinos,
en lo alto!
¡Y de pronto
la tarde
se acordó de
sí misma
y me quitó
su amparo!
¡Qué vuelta
dio hacia ella!
¡Qué
extática, mirándose
en su propia
belleza,
se desprendió
de aquel
pobre
contacto humano,
que era yo,
y me dejó,
también
ella, olvidado!
El cielo se
marchó
gozoso, a
grandes saltos
—azules,
grises, rosas,—
a alguna
misteriosa
cita con
otro cielo
en la que le
esperaba
algo más que
la pena
de estos
ojos de hombre
que le
estaban mirando.
Se escapó
tan deprisa
que un
momento después
ya ni
siquiera pude
tocarlo con
la mano.
Los árboles
llamaron
su alegría
hacia adentro;
no pude
confundir
a sus ramas
con brazos
que a mi
dolor se abrían.
Toda su vida
fue
a hundirse
en las raíces:
egoísmo del
árbol.
La lámina
del lago,
negándome mi
estampa,
me dejó
abandonado
a este
cuerpo hipotético,
sin la gran
fe de vida
que da el
agua serena
al que no
está seguro
de si vive y
la mira.
Todo se fue.
Los píos
más claros
de los pájaros
ya no los
comprendía.
Inteligibles
eran
Para otras
aves; ya
sin cifra
para el alma.
Yo estaba
solo, solo.
Solo con mi
silencio;
solo, si lo
rompía,
también, con
mis palabras.
Todo era
ajeno, todo
se marchaba
a un quehacer
incógnito y
remoto,
en la tierra
profunda,
en los
cielos lejanos.
Implacable,
la tarde
me estaba
devolviendo
lo que
fingió quitarme
antes: mi
soledad.
Y entre
reflejos, vientos,
cánticos y
arreboles,
se marchó
hacia sus fiestas
trascelestes,
divinas,
salvada ya
de aquella
tentación de
un instante
de compartir
la pena
que un
mortal le llevaba.
Aun volvió
la cabeza;
y me dijo,
al marcharse,
que yo era
sólo un hombre,
que buscara
a los míos.
Y empecé,
cuesta arriba,
despacio, mi
retorno
al triste
techo oscuro
de mí mismo:
a mi alma.
El aire
parecía
un inmenso
abandono.
CUANDO EL
DÍA SE ACABA
Cuando el
día se acaba
aun no
empieza la noche.
Cuando tu
voz se calla
aun no
empieza el silencio.
Hay un lento
crepúsculo
de la luz de
tu voz
por los
cielos del alma.
El son de
las palabras
se
extinguió, pero ellas
flotan,
nubes rosadas,
áureas.
Tornasoles
y nácares de
voz
aseguran que
existes
detrás del
horizonte,
que
hablarás.
cuando
vuelva a sonar
tu voz será
de alba.
Si decías
«delicia»,
al dejar de
decirlo
los sones,
sí, se apagan,
mas ya, como
una estrella
de siete
puntas, letras,
en el
silencio oscuro
«delicia» se
alumbraba.
La corporal
materia
se volvía a
su nada
pero las
claras almas
de lo que tú
quisiste
decir, allí
en el cielo
del callar
se salvaban.
Vueltas
constelaciones
De
pensamientos puros
Me poblaban
la noche.
Ni el
silencio absoluto,
Ni la noche
vacía,
Ni ía riueae
vacia, no existen ya. Son sólo
El
estrellado espacio
Que el gran
orden del mundo,
Del amor,
necesitan
Para ir
desde tu voz
—crepúsculo—
de hoy,
A tu otra
voz —aurora
Delicia, de
mañana.
¿DÓNDE ESTÁ
MI VIDA, DI?
¿Dónde está
mi vida, di?
¿Tu sabes
por dónde anda?
¿Está
alternando con pájaros
por las
salas de los aires?
¿Está
flotando en el agua?
¿Está
enterrada en la tierra,
esperando que
la salgan
las flores
que se promete?
Ni [en] agua
en aire o en tierra,
está mi
vida. La tienes
tú, toda
entera entregada.
Yo no la
llevo en mi cuerpo.
Tú la
tienes. Ella es
lo que tú
estés ahora haciendo
con ella
dentro de ti.
¿Está alegre
o está triste?
Yo no me
atrevo a tener
alegrías o
tristezas,
sin
preguntarle a tu alma
por el color
de mi vida.
Por eso
tampoco tengo
Mi muerte
aquí en este pecho.
Tú, que
posees las magias
que le dan
vida a mi vida,
tienes las
flechas, también,
con que mi
vida se mata.
Flechas de
tu voluntad,
aceros de tu
mirada
aceros de tu
mirada que si un día lo decides
vendrán a mí
disparadas,
a matar a un
ser ya muerto,
muerto ya
cuando le toque
en la carne
la saeta.
Porque yo me
moriré
antes de
sentir la muerte
aquí, donde
está mi cuerpo,
desde el
momento en que tú
me hayas
matado en tu alma.
VARIACIÓN XI
El poeta
Hoy te he
visto amanecer
tan
serenamente espejo,
tan liso de
bienestar,
tan acorde
con tu techo,
tan acorde
con tu techo,
en tu sumo,
en lo perfecto.
A tal azul
alcanzaste
que te
llenan de aleteos
ángeles equivocados.
Y el cielo,
el que te
han puesto los siglos
desde el día
que naciste
por
cuotidiano maestro,
y te da
lección de auroras,
de
primaveras, de inviernos,
de pájaros con
las sombras
que te
presta de sus vuelos —,
al verte tan
celestial
es feliz:
otra vez sois
inseparables
iguales,
como erais a
lo primero.
Pero tú
nunca te quedas
arrobado en
lo que has hecho;
apenas lo
hiciste y ya
te vuelves a
lo hacedero.
¿No es esta
mañana, henchida
de su
hermosura, el extremo
de ti mismo,
la plenaria
realización
de tu sueño?
No. Subido
en esta cima
ves otro
primor, más lejos:
te llama una
mejoría
desde tu
posible inmenso.
El más que
en el alma tienes
nunca te
deja estar quieto,
y te mueves
como la
tabla del pecho:
hay algo que
te lo pide
desde
adentro.
Por la piel
azul te corren
undosos presentimientos,
las finas
plumas del aire
ya te cubren
de diseños,
en las
puntas de las olas
se te
alumbran los intentos.
Ocurrencias
son fugaces
Las chispas,
los cabrilleos.
Curvas, más
curvas, se inician,
dibujantes de
tu anhelo.
La luz,
unidad del alba,
se multiplica
en destellos,
lo que fue
calma es fervor
de innúmeros
espejeos
que sobre la
faz del agua
anuncian tu
encendimiento.
Una
agitación creciente,
un festivo
clamoreo
de
relumbres, de fulgores
proclaman
que estás queriendo;
no era
aquella paz la última,
en su regazo
algo nuevo
has pensado,
más hermoso
y ante la
orilla del hombre
ya te
preparas a hacerlo.
De una
perfección te escapas
alegremente a
un proyecto
de más
perfección. Las olas
—más, más,
más, más— van diciendo
en la arena,
monosílabas,
tu propósito
al silencio.
Ya te pones
a la obra,
convocas a
tus obreros:
acuden desde
tu hondura,
descienden
del firmamento
—los
horizontes los mandan—
a servirte
los deseos.
Luces,
sombras, son; celajes,
brisas,
vientos;
el cristal
es, es la espuma
surtidora
por el aire
de arabescos,
son
fugitivas centellas
rebotando en
sus reflejos.
Todo lo que
el mundo tiene
el día lo va
trayendo
y te
acarrean las horas
materiales
sin estreno.
De las hojas
de la orilla
vienen verdes
abrileños,
y en el seno
de las olas
todavía son
más tiernos.
Llegan
tibias por los ríos
las nieves
de los roquedos.
Y hasta
detrás de la luz,
veladamente secretos
aguardan,
por si los quieres,
escuadrones
de luceros.
En el gran
taller del gozo
a los
espacios abierto,
feliz, de
idea en idea,
de cresta en
cresta corriendo,
tan blanco
como la espuma
trabaja tu
pensamiento.
Con estrías
de luz haces
maravillosos
bosquejos,
deslumbradores
rutilan
por el agua
tus inventos.
Cada vez tu
obra se acerca
ola a ola,
más y más a
sus modelos.
¡Qué gozoso
es tu quehacer,
qué apariencias
de festejo!
Resplandeciente
el afán,
alegrísimo el
esfuerzo,
la lucha no
se te nota.
Velando está
en puro juego
ese ardoroso
buscar
la plenitud
del acierto.
¡El acierto!
¿Vendrá? ¡Sí!
La fe te lo
está trayendo
con que tú
lo buscas. Sí.
Vendrá
cuando al universo
se le aclare
la razón
final de tu
movimiento:
no moverse,
mediodía
sin tarde,
la luz en paz,
renuncia del
tiempo al tiempo.
La plena
consumación
—al amor,
igual, igual—
de tanto
ardor en sosiego.