Ángela
Figuera Aymerich nació en Bilbao el 30 de octubre de 1902. La infancia de Ángela
fue normal, sin traumas, pero como era la mayor de los nueve hermanos y su
madre era una persona de carácter débil y de poca fortaleza física Ángela tuvo
que dedicar bastante atención a los hermanos más pequeños, particularmente al
menor, Diego.
Quizá esta
circunstancia exageró en ella el innato instinto maternal y el amor a los niños
que rezuma su poesía. Algunos de sus críticos dijo que Angela quería ser madre
hasta de su propia madre.
Como toda su
vida tuvo que enseñar a niños y muchachos desarrolló una especial habilidad
para tratar con ellos sin la menor violencia. Escribió muchos cuentos para
niños y poesías, pero después rompía todo lo que ya no le gustaba. Sólo se ha
salvado un cuaderno de unas doscientas páginas de poemas de juventud que he
conservado y no figuran en sus obras completas porque ella no quiso nunca
publicarlo.
La toma de
conciencia de las persecuciones, marginaciones y desigualdades de nuestra sociedad
originó un cambio radical en la poesía de Angela, magistralmente expuesto en su
tercer libro, Vencida por el ángel (1950). A éste siguieron El grito inútil
(1952), Víspera de la vida (1953) y Los días duros (1953).
En 1958 se
publicó en México su libro Belleza cruel, cuyo prólogo de León Felipe causó un
gran revuelo en el mundo literario de toda España.
Julio
Figuera Andú
MUJER DE
BARRO
A Julio
(1948)
MUJER
¡Cuán
vanamente, cuán ligeramente
me llamaron
poetas, flor, perfume!...
Flor, no:
florezco. Exhalo sin mudarme.
Me entregan
la simiente: doy el fruto.
El agua
corre en mí: no soy el agua.
Arboles de
la orilla, dulcemente
los acojo y
reflejo: no soy árbol.
Ave que
vuela, no: seguro nido.
Cauce
propicio, cálido camino
para el fluir
eterno de la especie.
HERMOSA
No me digáis
que es mentira
¡Soy
hermosa, soy hermosa!
Tampoco yo
lo sabía.
Pero mi
amante lo dijo
cuando mi
rostro bebía,
y, entonces,
me vi en sus ojos…
¡No me
digáis que es mentira!
BARRO
Es barro mi
carne… ¿Y qué?
Cuando mi
amante la besa
le sabe a
nardos y a miel.
AUSENCIA
Tacto
delicado
sobre mi
corazón. Algo caliente
y vivo aún…
Como un beso por dentro.
Tus ojos
sobre mí… Quizá tus labios…
Acaso un
leve roce de tus dedos…
Puede que sólo
sea una palabra
que me
dijiste en sueños…
VIEJA
Porque el
collar de mis días
ya desgranó
muchas cuentas,
por eso,
sólo por eso,
decís que
soy vieja… ¿Vieja?...
Aún los
senderos del campo
son gozo
para mis piernas.
Aún gusto
del sol que abrasa
y de la luna
que sueña;
de nadar en
las corrientes
y correr por
las praderas
riendo bajo
la lluvia
cuando
estalla la tormenta…
Aún puedo
llorar por nada
y canto
sobre las penas…
Y en el
hueco de mi mano
guardo una
esperanza presa…
Decís, a pesar
de todo,
decís que
soy vieja… ¿Vieja?...
Mi carne
morena aún tiene
sabores de
primavera:
¿No veis los
ojos en celo
de mi amante
sobre ella?
POEMAS DE MI
HIJO Y YO
A Juan
Ramón, mi hijo
RUBIO
El padre,
moreno;
la madre,
morena,
y el niño
más rubio que miel de colmena..
El padre,
los ojos verdes;
la madre,
los ojos negros,
y el niño,
azules, azules…
¡Hijo del
alma, lucero!
Nunca pensé
que tuviera
dentro de
mí, miel y cielo.
CARAMELO
Te di un
caramelo.
Yo salí
ganando:
tú me diste
un beso.
ENFERMO
No quiere
comer el niño:
pone un
hociquito terco.
En la dulce
leche tibia
las sopitas
van cayendo
—Suaves
manos de la madre
lloviendo
flores de almendro…—
«Mira, niño,
qué bonito:
aquí un
barquito velero,
y un pececito,
y un pato,
y un
perrito, y un borrego…
Mamá come el
pececito
y el nene
come el cordero
y el
barquito, rico, rico…
Todo para
ti, mi cielo…»
No quiere
comer el niño:
está pálido,
está enfermo.
Los ojos de
la mamá
están
llorando en silencio…
MADRE
—Cuando se
dice que no,
es que no.
Lo dicho, dicho.
(Hay que
tener energía
para educar
a estos chicos…)
Se conforma…
¡Si es un ángel!
Y, al cabo
de un momentito,
entre juegos
y entre risas
ha olvidado
su capricho.
¿Por qué,
pues, mi corazón
está tan
adolorido?...
El placer
que le negué
me punza
como un cilicio.
EL FRUTO
REDONDO
CANCIÓN
La rama de
almendro, de almendro florido,
córtala,
amante,
y vente
conmigo…
Amante,
amantito, amante,
volvamos hoy
donde ayer
que ayer perdí
mi pañuelo
y he de
encontrarlo otra vez.
A la
orillita del río,
debajo de
los almendros,
mi pañuelito
bordado
que sabe
cómo te quiero…
La rama de
almendro, de almendro florido,
córtala,
amante,
y vente
conmigo..
Vente que
vente conmigo
donde
estuvimos ayer
que ayer me
robaste un beso
y me lo has
de devolver…
A la
orillita del río,
debajo de
los almendros,
el beso que
me robaste
que me lo
devuelvas quiero.
La rama de
almendro, de almendro florido,
córtala,
amante,
y vente
conmigo…
SORIA PURA (1949)
LA TIERRA
EN TIERRA
Caída sobre
ti, vertida, floja,
en tu rugosa
palma, verdecida
por un
áspero vello de tomillos,
soy como un
agua tibia derramada
que se te va
adentrando lentamente.
No me recoja
nadie. No me llame:
Hay un
zumbido fiel de eternidades
que mis
oídos cierra
al filo de
los gritos turbadores.
Un sueño de
perezas alcanzadas
que deshará
en estáticos anillos
mis antiguos
resortes.
Un polvo de
cansancios que me ciega
el ansia
alucinada de los ojos
bajo los
párpados sin llave.
Nadie me
mueva: Ya no soy. Aguardo,
blando
terrón perdido, que la reja
viril de los
arados me socave
en rojos
surcos… ¡Qué morir sin lucha,
sin trance,
sin espanto!... ¡Qué fecundo
brotar en
tallo y en raíz: ¡eterna!
CALOR
Arden los
pinos con jadeos acres.
El cielo
baja, por beber, al río.
No hay
pájaros. Tenaces, las chicharras
arrullan el
sopor con su chirrido.
Una ceñida
argolla incandescente
me asfixia
los sentidos.
TORMENTA
La mano dura
del viento
cañas y juncos
doblega,
hace silbar
los mimbrales
y sacude la
arboleda.
La
serpentina del rayo
rubrica las
nubes densas.
Gotas
enormes se aplastan.
sobre la
desnuda arena,
dejando
huellas oscuras
como
redondas viruelas.
El río está
gris y hierve.
El cielo
está negro y truena.
EL RIO
RIO
Entro en el
agua, dura de tan fría,
que me coge
del talle;
que me ciñe
y envuelve
con apremios
de amante…
¡Qué grito
por el aire esplendoroso
al tener que
entregarme!
ANHELO DEL
RIO
El río tenía
peces
—oro y plata
en sus meandros—,
El río tenía
peces,
pero él
amaba los pájaros.
Ojos de sus
aguas verdes,
siempre
mirando a lo alto.
¡Qué envidia
siente del aire
cosido de
vuelos raudos,
acribillado
de picos,
estremecido
de cantos!
El río tenía
peces…
Pero él
deseaba pájaros.
NIÑO EN LA
ORILLA
¡Ay, los
ojos del niño
en la orilla
del río!
Las aguas
pasan rodando
desde su
cuna a su muerte:
los ojos del
niño sueñan,
extáticos,
su presente.
El río llega
y se va
turbio de
tierra y de peces:
los ojos del
niño ignoran
las luces
que los encienden;
cómo se
llenan de vuelos,
de nubes, de
ramas verdes.
Cuando lo
sepan, caerán
perdidos en
la corriente.
NADANDO
¡Cómo me
abrazaba el río!
¡Ay, y cómo
me abrazaba!
¡Qué beso
total y único
con labios
frescos de agua!
LOS ARBOLES
ÁLAMO
Sobre tu
liso tronco, bien ceñida
al círculo
gentil de tu cintura,
álamo, me
estaré. Deja que pegue
mi carne sin
raíces a tu cuerpo
quieto y
callado, vivo sin
latido. Toma
para tus venas de este zumo
caliente y
agitado de mi sangre.
Que corra en
ti, que baje a tu raigambre
recia y
profunda… En otra primavera,
yo brotaré
en tus hojas. Por el viento,
habrá un
temblor de mí cuanto te muevas.
PINAR
Hasta la
orilla del río,
pinos y
pinos y pinos.
¡Qué calor
siente el pinar!
Ni el Duero,
que lo atraviesa,
lo consigue
refrescar.
Un viento
aromado y cálido
se trenza en
el laberinto
de troncos
contorsionados.
¡Ay, cómo
sangran los pinos
la perfumada
resina
por sus
costados heridos!
jY cómo
suena y resuena
entre las
copas oscuras
el ruido de
la marea!
Caídas sobre
la hierba,
como
estrellas apagadas,
las piñas
secas.
INTIMO
PAISAJE
ANULACIÓN
No ser ni
yo. Ni nadie. Lo más, una pastora
perdida en
tu silencio de largas soledades;
sentada en
tus tomillos; la luz de la mirada
copiando,
sin saberlo, los vuelos de las aves;
caída sin
nostalgias sobre el
fluir del
río;
con el
desnudo rostro abierto a tu
paisaje, al
viento los cabellos, y la tranquila frente
surcada por
un ritmo de pensamientos fáciles…
En el regazo
quieto, las manos inactivas
dibujarán un
nido de vagas ansiedades.
MÚSICA
Se oye una
música… ¿Dónde
suena esa
música? ¿Dónde?..
No hay
pajarillos en la noche.
No suenan
flautas en la noche…
¿Dónde esa
música? ¿Dónde?
Mi corazón
canta en la noche.
NOCHE
Noche
redonda, blanda, sin esquinas.
Hondo recodo
en el zigzag eterno
de los
despiertos días luminosos,
¡con qué
desesperado parpadeo
los ojos se
me caen en tu negrura,
buscándole
horizontes a tu cerco!...
¡Qué caminar
inútil, de tornillo
sin fin, por
tu misterio,
perdido el
rojo vivo de mi sangre,
anémica de
luz, en tus senderos…
¡Qué
naufragar en mares invisibles!
¡Qué manos
extendidas en un tenso
deseo de
contactos, de siluetas,
de contornos
concretos!
Entre mis
labios ávidos te viertes,
vino sin
copa, sin sabor, sin fuego,
burbujeando
trémulas estrellas
con una luna
desolada en medio.
SOÑANDO EL MAR
INFANCIA MAR DE MI INFANCIA
Mar, yo
estrené mis ojos al mirarte.
Toda yo me
estrené. Nací en tu orilla.
Tallos
gemelos de mi carne nueva,
iban mis
pies pisándote los labios.
Mi sueño,
no; mi ensueño se acunaba
en el vaivén
antiguo de tus olas.
¡Qué gritos
largos iban de mi boca,
inerme de
palabras, a clavarse
como ávidos
arpones en tu lomo!
Al penetrar
en ti, ¡con qué violencia
de urgencia
varonil me penetraste!
Lejos de ti,
me inclino íntimamente
sobre tu
hendido pecho, y en mis noches,
el recio
golpear de tus arterias
me vivifica
el alma.
Lejos de ti,
pisando tierra seca
de la meseta
adusta, entre altos pinos,
huelo tu
vasto aroma, aprisionando
este menudo
olor de río y hierba;
oigo tu
enorme jadear, te veo,
mar de mi
infancia, ¡mar!, siempre
esperándome.
REMANSO
Aquel recodo
del río,
con una barca
quieta y solitaria…
La sombra de
los árboles trazando
rayas de
azul, de oro y de esmeralda
sobre las
aguas. Aromados pinos,
alamillos de
plata,
erizados
enebros,
chopos
severos de robusta planta.
Y la tierra
caliente, trasudando
el vaho de
las hierbas aromáticas.
Y un cerro
gris y pelado
con unas
ruinas pintadas
sobre la
seda del cielo.
Y una paz… Y
una añoranza
de no sé
qué… Yo me estuve,
hora tras
hora, sentada
mirando,
sólo mirando,
correr las
nubes y el agua…
Al irme,
hubiera querido
dejar el
alma amarrada
en el recodo
del río
como la
barca quieta y solitaria.
VENCIDA POR
EL ÁNGEL (1950)
Yo cerraba
los ojos; yo apretaba los puños:
yo blindaba
mi pecho con metales helados;
yo sorbía a
raudales la alegría y el fuego
para escapar,
bravía, al acoso del Ángel.
El Ángel era
suave, silencioso y terrible.
llevaba una
ancha copa de licores amargos,
y en su
pálida frente se leía imborrable
la palabra
tremenda.
He luchado
con él. He luchado: He reído
sobre todas
las flores de los mayos ingenuos;
cabalgando
las nubes; fabricándome estrellas;
derramando
canciones.
Me he
apoyado en mis huesos; me he afirmado en mi sangre.
He caído en
la sima de los besos sin límite.
He crujido
en el trance de los duros abrazos.
He gritado
el triunfo de mi carne aumentada
en la carne
del hijo.
Me he
proclamado limpia contra el asco y la ruina.
Me he
declarado libre contra el tedio y la duda.
Me he creído
excluida, separada, intocable.
Pero el
Ángel llegaba. A pesar de mis puños,
de mis ojos
cerrados, de mis labios tenaces,
con su vuelo
impasible, con su copa colmada,
me ha
tocado; me ha roto la coraza soberbia;
me ha
deshecho los muros; me ha cortado la huida.
Sin espada,
sin ruido, me ha vencido. En la entraña
me ha dejado
clavada la raíz de la angustia
y ya siento
en mi alma el dolor de los mundos.
ESTA PAZ
Aquella Paz
de olivo y de paloma
lograda, en
verde tierno y blanco puro
sobre el
carmín violento de la sangre,
no es esta
paz de ahora, enmascarada
entre papel
y tinta mentirosa.
No es esta
paz, de pecho acribillado
por viejas
bayonetas oxidadas,
que se dejó
por todos
los rincones
del mundo
fusiles
olvidados que disparan,
cañones que
conservan su bramido
y buitres
acerados con el buche
preñado de
metralla.
No es esta
paz de corzos asustados
pisando
sucio barro movedizo.
No es esta
paz de aturullados vuelos,
de afán
desorientado, de planetas
sin órbita
precisa.
Paz
harapienta, coja, rotulada
con «ismos»
y con «antis»;
gritada en
altavoces,
gestada en
asambleas y convenios
de turbia
hipocresía.
Paz con
hedor de muertos insepultos;
inquieta de
presagios;
roída de
psicosis y complejos.
Paz de niños
con hambre
que no han
sabido nunca
cómo se
clavan los menudos dientes
en un
mullido pan de blanca miga
bajo un
crujir dorado de cortezas.
No. Nuestra
paz, difícil, fermentada,
toda aristas
y filos
como vidrio
quebrado,
en que las
manos duras, apretadas,
han de
llevar el corazón en vilo
para que no
se arrastre ni se hiera,
no es una
paz de olivo y de paloma.
No es una
paz de júbilo y descanso.
EL BARRO HUMILDE
Porque hoy,
Señor, te hablo de esos muertos.
De los
muertos más muertos, más hundidos;
de los
muertos del todo.
Pasaron
muchos, pero muchos quedan
en carne
viva —suya— demorados.
Tú hiciste
del aljibe de su pecho
polvo y
basura, pero ya su sangre,
en generoso
trance transfundida
hacia
canales nuevos, permanece.
Otros,
amordazada ya su boca
con lodo
espeso, gritan, gritan, gritan…
Y todos los
oímos. Tú los oyes.
Tú sabes que
no están del todo muertos.
Y aquellos
que apretaban en su mano
una semilla
rubia, un bulbo henchido,
hoy se nos
yerguen en presencia plena
de espigas o
de nardos. No murieron.
Y los que
caminaban, encendidos
los ojos en
la almena de la frente,
borrachos de
una estrella, tan ajenos
al suelo que
les dabas por apoyo
¡qué huellas
hondas de contorno puro
fueron
dejando y cómo se llenaron
de agua y de
cielo cuando Tú lloviste!
Sólo por
eso, sólo, bien lo sabes,
esos no
morirán eternamente.
Otros
murieron. Otros: infinitos
como los
granos de menuda arena
que el
viento sopla, escupe y amontona.
Arena
inútil, inconexa, estéril.
Que pierde
el agua y ni concibe sueños
ni se
levanta en torres
ni tolera
caminos
ni grávidas
semillas amamanta.
Tú los
hiciste un día y así fueron.
Traídos y
llevados,
giraron en
absurdo remolino
entre el
cielo y la tierra.
Jamás
llegaron a tocar las nubes
sus cortos
brazos ni sus pies cobardes
pesaron en
el suelo.
Vivieron
(¿se enteraron?). Eran dulces
y mansos. Y
también eran amargos
y fieros.
Porque sí. Porque lo eran.
Sus miembros
se encresparon muchas veces
en lujurias
sin fruto. Y otras tantas
ciñeron con
un hielo de abstinencia
sus
castigados lomos.
Nada brotó
en su tronco. Fue su llanto
de lágrimas
redondas que corrieron
sin trabajar
sus almas. Fue su risa
espuma
derramada.
Eran así.
Murieron. ¿Lo sabían
en el
preciso instante?... Y hoy, ¿lo saben?
¿Lo saben
que están muertos, muertos, muertos;
borrados,
aventados, desnacidos?...
¿Saben que
ya no son, que no serán,
que no han
sido jamás entre los hombres?
Señor, de
ellos te hablo. Tú; los cuentas?
Yo, ni
podría imaginar su nombre,
ni perfilar
la curva de sus labios,
ni
sospechar, mirando tu arco iris,
el color de
sus ojos.
Conozco que
estuvieron. Que ahora esconden
en cualquier
parte su menguada ruina.
Sobre sus
tristes miembros disgregados
la tierra,
eterna parturienta, brota
vida
infinita en tallos quebradizos.
Pero ellos,
mudos, torpes, ni en la hierba
escribirán
sus formas y colores.
Ni sombra
serán nunca; ni recuerdo.
De ellos
hablo, Señor. Tú, sin olvido;
Tú, centro
de Ti mismo y tu horizonte,
Tú los
tendrás los muertos olvidados.
Quizá los
quieres más por más pequeños.
Su barro
humilde, deleznable, sucio,
acaso
moldearás con tus pulgares
en finos
vasos de preciosa forma.
El muro de
tu mano levantada
acaso
abrigará piadosamente
esa llamita
débil de su espíritu.
Acaso de tu
aliento huracanado
un hilo
compasivo se adelgace
para tañer
la flauta de sus huesos.
BOMBARDEO
A Julio
Yo no iba
sola entonces. Iba llena
de ti y de
mí. Colmada, verdecida,
me erguía
como grávida montaña
de tierra
fértil donde la simiente
se esponja y
apresura para el brote.
Era mi
carne, tensa y ahuecada,
nido cerrado
que abrigaba el vuelo
de un ala
sin plumón y con grillete;
casi cristal
y casi sueño. Tierna.
Iba llena de
gracia por los días
desde la
anunciación hasta la rosa.
Pero ellos
no podían, ciegos, brutos,
respetar el
portento.
Rugieron.
Embistieron encrespados.
Lanzaron
sobre mí y mi contenido
un huracán
de rayos y metralla.
Del más
bello horizonte, del más puro
cielo de
otoño vomitaron lluvia
de ciegos
mecanismos destructores
que
desataban sobre el cauce seco
del
callejero asfalto sorprendido
los ríos de
la sangre.
Que
apedreaban con cascote y hierro
la carne
desarmada,
la risa de
los niños, los cabellos
de las
muchachas, los henchidos senos
de las
nodrizas, la rugosa frente
de los
viejos cansados,
los anchos
ojos de los colegiales
y el tórax
trepidante de los mozos.
Cuando el
terrible estruendo mantenía
todo el
horror en vilo, como un látigo,
sobre la
vida inerme y el espanto
resquebrajaba
en turbio terremoto
el aire sin
palomas de la urbe,
yo colocaba,
dulce, mis dos manos
sobre mi
vientre que debió cubrirse
de lirios y
de espumas y esas telas
que visten,
recamadas, los altares.
Iba por la
ciudad —llena de garras
y dientes
erizando las esquinas—
como un
bajel altivo que, repleta
la próvida
sentina con tesoro
de gran
fragilidad, se tambalea
entre una
furia de olas y relámpagos.
Y, al
encerrarme en casa, bien sabía
que no
existía el puerto ni el abrigo.
Que las
paredes recias, levantadas
en paz por
manos sucias de trabajo,
se desharían
como cera blanda
al fuego y
al martillo gobernados
por otra
mano, pulcra, encaramada
en máquina
de presa y exterminio.
Noches de
sueño incierto, triturado
por la
tremenda sinfonía
del frente
en erupción y los caballos
del miedo
galopando en explosivos.
Y la sangre
con hambre que se exprime
hasta la
última esencia
para nutrir
al hijo sazonándose.
Y la desnuda
soledad del cuerpo
desorientado,
desgajado en vivo
del cuerpo
del amante.
Aquellas
noches del pavor sin luces,
apelmazadas
de odios y de ruinas,
yo te
esperaba. Me llegaste a veces.
Del último
bisel de la tragedia,
del borde
mismo de la hirviente sima
venías hasta
mí. Me contemplabas
con unos
ojos llenos de agua sucia
donde
asomaban rostros de cadáveres.
Ojos que
procuraban ser risueños
y mansos al
pasar por mi figura
y acariciar
con luces de esperanza
la curva de
mi vientre.
¡Con qué
exaltada fuerza, con qué prisas,
con qué
vibrar de nervios y raíces,
nos quisimos
entonces!
Yacíamos
unidos, sin lujuria,
absortos en
el hondo tableteo
de nuestros
corazones. Escuchando
de vez en
vez el tímido latido
del otro
corazón encarcelado
que ya, para
nosotros, gorjeaba.
Yo sonreía
señalando el sitio
en que un
talón menudo percutía
mis íntimas
paredes en un ansia
gozosa de
correr por los senderos
apenas presentidos.
Y, en medio
del olvido refrescante,
en lo mejor
del conseguido sueño,
surgía
denso, alucinante, bronco,
el bélico
zumbar de la escuadrilla.
Bramando,
sacudiendo, despeñándose,
atropellándose
los ecos,
iban las
explosiones avanzando,
cada vez más
cercanas,
hasta que,
al fin, la muerte en torrentera,
en avalancha
loca, transcurría
sobre
nuestras cabezas sin refugio.
Entonces tú,
imperioso, dominante,
con un
impulso elemental de macho
que guarda
la nidada, con un gesto
ardiente y
violento como el acto
de la
amorosa posesión, cubrías
mi cuerpo
con tu cuerpo enteramente,
haciendo de
tus largos huesos duros,
de tu
apretada carne exacerbada,
un ilusorio
escudo indestructible
para el hijo
y la madre.
Así, unidas
las bocas, transvasándonos
el
tembloroso aliento, diluidos
en éxtasis
de espanto y de delicia,
las almas
contraídas, esperábamos…
No. Nunca
nos quisimos como entonces.
LOS DIAS
DUROS (1953)
No. Ya no
puedo estar, como solía,
oculta en
matorrales de madreselvas,
de musgo
delicado, de jazmines
que
perfumaban la ilusión precisa
de mi vivir
aparte, preservada.
No puedo
deslizarme por el fácil
canal de los
ensueños sin escollo
con los
alegres ojos enfocados
a un
horizonte matizado en rosa.
Bien lo
sabéis cómo era yo de tierna.
Cómo canté
mi arcilla y mis claveles.
Cómo broté
la luz y la sonrisa.
Cómo me di a
la lluvia y a los vientos
y al fuego
del varón y a la tarea
de concebir
v de alumbrar con grito.
Siempre
extasiada en descuidado gozo
como una niña
al borde del sendero.
Hoy ya no
puedo. He de salir. Alzarme
sobre mi
dócil barro femenino.
Gritar hacia
las cosas que me gritan
con labios
erizados, con garganta
hostil y
azuzadora.
Los días
duros, agrios, se levantan
como árida
montaña. Hay que treparlos
en puro
afán, dejando bien ceñida
a su áspero
contorno, viva, roja,
la hiedra de
la sangre derramada.
Hay que
vivir a pulso los minutos
sin rémora,
sin miedo, cabalgando
en la
delgada arista del presente.
Ya no es
escudo el hijo entre los brazos.
Ya no es
sagrado el seno desbordante
de generoso
jugo, ni nos sirven
los rizos de
blasón, ni nos protege
la
condecoración de la sonrisa.
Está la
miel, pero la miel no basta.
Ni el
espejuelo sabio de los ojos.
Ni el
círculo encantado que trazaron
siglos atrás
en torno a la belleza.
Hoy nuestra
vida, violenta, astuta,
avanza con
estruendo de motores
de cientos,
de millares de caballos
armados de
pezuñas aceradas
bajo las
cuales se hacen imposibles
frágiles
vidrios y delgada hierba.
Inútil es la
huida y el gemido.
Hay que
luchar, rugir, sincronizarse
con el
compás terrible de los hechos.
Crujir,
arder, vibrar, abrir los ojos
con osadía
firme y suficiente.
Temblar la
fibra más sensible y mansa
de nuestros
nervios y forjarla en hojas
de
inquebrantable filo.
Hay que
afianzar rotundos rompeolas
en este mar
de trombas y huracanes.
A la
embestida seca de los machos
que olvidan
la pulida reverencia,
rosa, el
madrigal y aquellos besos
en el
extremo de la mano esquiva,
hay que
oponer lo recio femenino.
El sexo
puro, leal, íntegro, casto
a fuerza de
arrancar viejas guirnaldas
de trapo con
olor de hipocresía.
Ya no
podemos acunar la débil
carne del
hijo en un regazo tibio
de raso y
plumas: Hay que sostenerla
con fuertes manos,
apoyarla adrede
en el
inquieto suelo, preparando
con firme
decisión su andar futuro.
Los días
duros se abren a mi quilla.
He de
marchar por ellos renovada.
No mataré mi
risa ni mis sueños.
No dejaré
mis besos olvidados.
No perderé
mi amor entre las ruinas.
Pero no
puedo desmayarme blanda.
DE NADA A
NADA
¡Qué dulce
ser llevada de la mano
por fáciles
senderos aprendidos!
Aquel seguro
viento que condujo
las naves a
los puertos apacibles
y mantenía
las abiertas alas
en vuelo
jubiloso hacia su nido
¿es este
remolino polvoriento
que
desconcierta en giros alocados
la rosa
antigua de los navegantes?
Aquella pura
estrella que guiaba
las almas a
su clara epifanía,
¿qué noche
torva o socavado abismo
la devoró
caída de su altura?
Aquel amor
maduro que alfombraba
de musgo
fiel el pecho de los hombres
¿es este
jadear de rojos tigres
que nos
eriza de ásperos rugidos
la
desprovista entraña y nos provoca
un escozor
de ortigas en la sangre?
En idas y
venidas sin sentido
pisoteamos
la sufrida tierra.
Furor de
nuestra prisa la sacude.
Guerreros
terremotos la desgarran.
Y un bosque
enmarañado y mar confuso
anegan y
emborronan las fronteras
trazadas en
los viejos mapamundis
donde se
pudren gigantescas pilas
de muertos
olvidados sin escrúpulo.
Vamos de
nada a nada. Sin destino.
POETA
Más de un
día me duele ser poeta. Me duele
tener
labios, garganta, que se ordenan al canto.
Es tan fácil
vivir cuando sólo se vive
mudo y
simple, esquivando la pesquisa y el vértigo.
Pero aquel
que es poeta ni en mitad del tumulto
ni emboscado
en la orilla logrará su descanso.
Porque el
ojo sin párpado no consigue la noche
y en acecho
infinito se le enciende y afila.
Porque todo
el misterio, despeñada gaviota,
le golpea el
cantil de las sienes desnudas
y, en la
boca, transidas de belleza imposible,
las enormes
palabras se le agolpan y enredan.
Porque vive
y lo sabe. Porque muere y lo sabe.
Pero el
grito convulso de su vida y su muerte
es halcón
insumiso que las nubes devoran.
Océanos,
ciclones, bosques, astros habitan
en el ámbito
estrecho que su cráneo circunda.
Olas, aves,
raíces, pulsaciones, acordes,
por la red
de los nervios se le enroscan vibrando.
¡Qué avidez
de contornos le agudiza los dedos!
¡Qué avidez
de caminos le estremece las plantas!
En el pecho
le crece su imperioso destino.
Y, ni dentro
ni fuera, en la fina tangente
que tan sólo
en un punto a lo cierto se ajusta,
solitario y
alerta, desvelado o sonámbulo,
el poeta
mantiene su equilibrio difícil.
PRESENCIA DE
DIOS
¡Oh Dios, mi
pequeñez y tu grandeza!
¿Cómo creer
que esta menguada forma
imagen tuya
sea y semejanza?
¿He de soñar
tu rostro por el mío
y levantarte
gigantesco y vasto
sobre la
base ruin de mi figura?
Yo sé que
estás. Y tu presencia enorme
de ser
único, impar, irrepetible,
me llena de
terror, señoreándome.
En la
redonda cárcel que me diste
no hay un
rincón oscuro y recatado
donde
sentirme sola, liberada
de tu mirar
agudo, omnipresente.
Aunque
quisiera huirte, dispararme
en vuelos
velocísimos, tenderme
en puentes
largos, navegando brumas,
talando
bosques, perforando túneles,
Tú estás y
estás, continuo, inesquivable.
Yo siento tu
presencia en las raíces
más finas de
mis nervios, en la tibia
corriente de
mi sangre y en la médula
secreta que
mantiene mi esqueleto.
A veces,
perceptible, te dibujas,
agua sin
fondo, monte sin ladera,
muro sin
puerta, torre sin escala.
Tu frente
dilatada se constela
con tus
pupilas lúcidas, terribles
y el haz
profuso de tu cabellera
desciende
como lava incandescente
en lenta
ondulación sobre tus hombros.
Tus manos se
adelantan imperiosas
en un
perpetuo fiat sobre el caos,
y la firmeza
de tus pies se asienta,
libre de
peso, sobre la corriente
del tiempo
en que ni naces ni te agotas.
VÍSPERA DE
LA VIDA
Hay que
tener el recuerdo de
alaridos de
mujeres en parto…
Es necesario
haber estado al
lado de
moribundos…
R. M. RILKE
Aguarda aún.
Detente. Nada sabes.
Aún yaces en
la víspera. No sueñes.
No cantes.
No te llegues a las copas
de vino y
llanto. No ardas en la ira.
No admires.
No aborrezcas. No idolatres.
No toques
las espinas ni las rosas.
No vueles
con los pájaros. No sigas
la estela de
los peces por el río.
No juzgues.
No perdones. No condenes.
Aguarda, que
aún no sabes, aún no has visto.
Acércate a
una madre en el instante
de
desgarrarse, distendida, rota
en un
terrible chorrear de gritos,
de sangre,
de sudor, de íntimos jugos
que corren
brutalmente, macerando,
tundiendo,
dilatando sin clemencia
las fibras
más sensibles, sacudiendo
del
arraigado tallo el fruto vivo
para
lanzarlo, desprendido y solo,
por el
herido cauce a la intemperie.
Escucha el
alarido que, infrahumano,
tuerce los
labios de la madre abierta
y pone al
hijo exento ante los ojos:
Pella de
carne informe, sucia, blanda,
con húmedo
calor de entraña. Escucha
ese primer
vagido con que el hombre
estrena el
aire y se proclama cierto.
Inclínate.
Con reverentes manos
la vida
nueva toca. Luego vete.
Acércate a
la turbia encrucijada
donde la
muerte solapada obtiene
la segura
victoria
de su
callada, sórdida paciencia.
Mira la
lucha inútil, degradante,
de lo que
fuera un hombre y es apenas
res acabada,
corroído fruto,
carroña
anticipada que palpita.
Mira rodar
abandonadas gotas
por el talud
helado de la frente.
Mira los
ojos cómo se desnudan
de todo su
paisaje y desconocen
los próximos
contornos y se ahondan
en pozos
profundísimos abiertos
hacia el
macizo espanto sin perfiles.
Mira los
labios desteñidos, sucios
de salivas
amargas
y escucha en
ellos, lento, sibilante
el último
jadeo de la vida
que los
pulmones, ya sin ritmo, expelen.
Toca la
rigidez y el frío donde
hubo un
contacto cálido y suave.
Y junto a
ese trágico puñado
de mísera
materia que persiste,
pregúntale,
pregúntate a ti mismo,
qué aguarda,
qué ha perdido, qué conserva,
qué signo
monstruoso desentraña
su terca
permanencia sin sentido.
Vete
después, sumérgete de lleno
en la vital
corriente de tus días.
NADIE SABE
Abre tus
ojos anchos al asombro
cada mañana
nueva y acompasa
en místico
silencio tu latido
porque un
día comienza su voluta
y nadie sabe
nada de los días
que se nos
dan y luego se deshacen
en polvo y
sombra. Nadie sabe nada.
Pisa la
tierra, vierte la simiente,
coge la flor
y el fruto: sin palabras,
pues nadie
sabe nada de la tierra
muda y
fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe
nada de las flores
ni de los
frutos ebrios de dulzura.
Mira la
llamarada de los árboles,
bebiéndose
lo azul; contempla, toca
la piedra inmóvil
de alma intraductible
y el agua
sin contornos que camina
por sus
trazados cauces, ignorándolos.
Sueña sobre
ellos. Sueña. Sin decirlo.
Pues nadie
sabe nada de los árboles
ni de la
piedra ni del agua en fuga.
Mira las
aves altas, desprendidas,
limando el
sol al golpe de sus alas;
toma del
aire el trino y el gorjeo,
pero no
quieras traducir su ritmo,
pues nadie
sabe nada de los pájaros.
Mira la
estrella, vuela hasta su altura,
toma su luz
y enciéndete la frente,
pero no
inquieras su remoto arcano
pues nadie
sabe nada de la estrella.
Besa los
labios y los ojos; goza
la carne del
amante sazonada
secretamente
para ti; acomete
con decisión
humilde la tarea
del
imperioso instinto: crece en ramas,
mas nada
digas del tremendo rito
pues nadie
sabe nada de los besos
ni del amor
ni del placer, ni entiende
la ruda
sacudida que nos pone
el hijo
concluido entre los brazos.
Clama sin
grito, llora sin estruendo
pues nadie
sabe nada de las lágrimas.
Vete a
hurtadillas. Con discreto paso.
Traspasa
quedamente la frontera.
Pues nadie
sabe nada de la muerte.
IGNORANCIA
Cuando caí
de Ti a la dura tierra,
cuando me
hallé, caliente de tus manos,
desnuda y
con gemido entre los hombres,
era tu
propio aliento el que llenaba
mis frágiles
pulmones encerrados
hasta ese
instante en soledad sin viento.
Era el
reflejo de tu rostro en llamas
el que
encendía mis pupilas nuevas.
Venía desde
Ti. De Ti sabía
tu esencia,
tu color y tu figura.
Sabía la
razón de mi comienzo,
la causa de
mi carne y el designio
que hizo
brotar, precisa, mi simiente
entre
infinitos gérmenes frustrados.
Entonces te
sabía y me sabía.
Por eso,
duro, hermético, borraste
al paso de
los días la memoria
de aquel
primer instante y me has dejado
como un
sediento río que corriera
desde una
oscura fuente inasequible
hacia
ignorados mares sin orilla.
CAÍN
El no sabía
nada. Era macizo, adusto.
Vivía en una
ausencia de dulzuras y cantos.
Inclinado a
la tierra, un ave negra, hirsuta,
le rondaba
la frente, anegando sus ojos
mientras
iban sus dedos en el suelo enemigo
desbravando
terrones y raíces rebeldes.
Desterrado
del gozo, oraba a un Dios terrible
y al dejar
en el ara la mezquina cosecha
un rencor
urticante le quemaba las palmas.
El no sabía
nada. Un día —rama virgen,
fresco
volumen, garza de intocada belleza—
el hermano
reía junto al blanco balido
del rebaño
inocente.
¿Por qué, de
pronto, rayo, piedra lanzada, vértigo,
lobo
rabioso, toro de ciega acometida?
Hubo un
silencio súbito de fuentes y de pájaros
y los cielos
supieron el color de la sangre.
El nada
comprendía. Contemplaba sus manos.
ABEL
El no sabía
nada. Era sencillo, dulce.
Vivía
simplemente como vive la carne.
Viril de
savia nueva, erguía bajo el cielo
su vertical
gozosa de rubio adolescente.
Oraba a un
dios terrible y aplacaba su cólera
con tiernos
recentales y rizadas ovejas.
Nada sabía.
Un día, en brusca llamarada
ardió pálida
envidia frente a sus ojos mansos
y se abatió
iracunda sobres1 su pecho núbil.
Y él se
encontró, de pronto, sin saber cómo, muerto.
Y se
encontró, sin saber cómo, sólo.
Con un
áspero gusto de limo entre los labios
y un frío
desamparo por los huesos y venas.
Porque nadie
le dijo que estrenaba la muerte.
Que en la
tierra profunda no encontraría al hombre.
Que habría
de quedarse dócilmente en su sitio,
entregarse
sin límites al oscuro silencio.
Porque nadie
le dijo que las pardas raíces
se
trenzarían ávidas a sus miembros helados
bebiendo de
él sin prisa, agotándole el zumo.
Porque nadie
le dijo que el romero crecía
agarrado a
la piedra que pesaba en su vientre
y que el
vivo carmín que adornaba la rosa
era más
encendido a través de su sangre.
Él nada
comprendía. Tan sólo estaba muerto.
EN LA MUERTE
DE MI MADRE
Ya tengo mi raíz bajo la tierra.
Un poco
muerta ya contigo, madre,
hay algo de
mi vida que se pudre
contigo, con
tus huesos delicados,
con tus
azules venas, con tu vientre
que cóncavo
sufrió dándome forma.
En la
ignorancia, madre, no en pecado
me hiciste
tú. Como la vida brota.
Como la
carne crece y se divide
en el
sagrado centro de la hembra.
Pequeña y
débil fuiste. Te pesaba
un hijo tras
de otro en el regazo
con un
humilde asombro de mirarte
continuamente
llena y frutecida.
Y yo salí de
ti con otra fuerza.
Con una
ardiente audacia de preguntas
que tú jamás
te habías formulado
cuando la
vida se te daba en júbilo
o te acosaba
en duro sufrimiento.
Que no
estaban siquiera en la terrible
angustia
suplicante de tus ojos
que sólo me
pedían una tregua,
un imposible
alivio
a ese dolor,
a ese infinito miedo
de
bestezuela en cepo sin huida
con que la
muerte, madre, te llegaba.
Te veía ir.
Sin retenerte.
Sin
ayudarte. Nadie puede hacerlo
en esa hora.
Todos vamos solos
a nuestra
propia destrucción. No pude,
no pude
acompañarte, madre mía.
Poner
seguridad en tu camino
ni sonreírte
desde el otro lado
de la pesada
puerta silenciosa
que un día
se nos abre bruscamente,
siempre
hacia fuera, nunca hacia el retorno.
Y tuve que
soltar, fría, indefensa,
tu mano que
a la mía se acogía
mendiga de
un calor y una esperanza
que habían
desertado de tu sangre.
Yo sé que
confiabas, suponiendo
en mí una
vaga omnipotencia, un algo
capaz de
sostenerte. Y yo tan sólo
sentía una
blandísima ternura,
una tremenda
compasión inútil
por tu
absoluto, enorme desamparo.
Y nada pude
hacer. Ni tan siquiera
quedarme
junto a ti. Te me pusiste
horriblemente
lejos. Separada.
Ajena. Casi
hostil en tu misterio.
Indescifrable
en tu quietud. Ahora
eso de mí
que estaba en tus entrañas,
que fue
principio mío y persistía en
tu secreta
intimidad, se pudre
contigo —mi
raíz— o acaso vive
como un
tallo profundo, recatado,
en tierra
que tú abonas aguardándome.
EL GRITO
INÚTIL (1952)
¿Qué vale
una mujer? ¿Para qué sirve
una mujer
viviendo en puro grito?
¿Qué puede
una mujer en la riada
donde
naufragan tantos superhombres
y van
desmoronándose las frentes
alzadas como
diques orgullosos
cuando las
aguas discurrían lentas?
¿Qué puedo
yo con estos pies de arcilla
rondando las
provincias del pecado,
trepando por
las dunas, resbalándome
por todos
los problemas sin remedio?
¿Qué puedo
yo, menesterosa, incrédula,
con sólo
esta canción, esta porfía
limando y
escociéndome la boca?
¿Qué puedo
yo perdida en el silencio
de Dios,
desconectada de los hombres,
preñada ya
tan sólo de mi muerte,
en una
espera, lánguida y difícil,
edificando,
terca, mis poemas
con argamasa
de salitre y llanto?
Volvedme a
aquel descuido, a aquel sosiego
en que era
dable andar por los caminos
pastoreando
ensueños como ovejas.
Volvedme al
ruiseñor de aquel boscaje.
Al vuelo de
aquel cisne por el lago
bajo la
plata azul de aquella luna.
Volvedme a
la andadura mesurada,
al tópico
dulcísimo y sedante
de un verso
con timón y cortesía
donde cantar
cómo los bucles de oro
son
cómplices del pájaro y la rosa,
porque eso,
al fin, a nada compromete
y siempre
suena bien y hace bonito.
Pero es en
vano, amigos, nos cortaron
la retirada
hacia seguras bases.
Están rotos
los puentes,
los caminos
confusos,
los túneles
cegados. No sabemos
de cierto si
avanzamos o si huimos
dejando por
detrás tierra quemada.
Y yo
pregunto, vadeando a solas
un río de
aguas turbias y crueles,
¿qué puede
una mujer, para qué sirve
una mujer
gritando entre los muertos?
POSGUERRA
Alegraos,
hermanos, porque vivos seguimos.
Verticales,
calientes sobre tierra segura
persistente
al estruendo y a la dura piqueta.
Aún nos
queda la carne y un acero de huesos
nos mantiene
flexibles bajo el cielo de siempre
que absorbió
indiferente los agónicos gritos.
Alegraos,
hermanos, porque es bueno quedarse
como espiga
escapada a la hoz y a la muela.
Como res
condenada que evadió la cuchilla.
Yo poeta, os
lo digo: Tanta gracia borrada,
tanta
hermosa mecánica, tantos arcos triunfales,
tantos
techos humildes destruidos a ciegas.
Tantos
cráneos hundidos, tantas bocas inmóviles
taponadas de
arcilla, no interrumpen la serie
de los días
ligeros que nos llevan en andas
porque vimos
el caos y quedamos exentos.
Porque
estamos enjutos transcurrido el diluvio,
alegrémonos,
hijos. En las ruinas y grietas
que dejó el
terremoto sembraremos el grano
y veremos
crecer el tomillo y la rosa.
Yo, poeta,
os lo digo: las corolas son dulces
bajo un sol
sin careta de mortíferos gases,
y, olvidado
el rugido de los huecos aceros,
un idilio de
pájaros y de arroyos nos mece.
Cuando el
ácido llanto de las madres sin hijo
se ha
perdido en el polvo, una edénica savia
hinche en
curva golosa las mejillas, los vientres
virginales y
tibios que se rinden al hombre
prolongando
su estirpe.
Somos,
somos, amigos, más allá del desastre.
Continuemos.
Hagamos cosas, hijos, sonetos,
sinfonías,
retablos
donde Dios
Padre oculte la sonrisa indulgente
en las
barbas fluviales recamadas de plata.
…………………………….
He mirado a
mi lado. Como sombras caminan.
Adherido a
sus piernas, pesa un lodo de siglos.
Hay un resto
de sangre que embadurna sus ojos.
Añorando el
contorno de las duras culatas
cuelgan
lacias sus manos. Y los labios abiertos
a su antigua
congoja, desconocen la hartura.
No me
escuchan. ¿Qué largas resonancias tremendas
ensordecen
sus almas? No me miran. ¿Son alguien?
¿Son los
mismos? ¿Son todo lo que hoy día subsiste?
¿Esto queda
del hombre tras la furia del hombre?
Y yo sé que
no puedo darles nada. Como ellos
soy un
resto, una fuga,
una angustia
cercada de horizontes difíciles,
un pulmón
oprimido por tiránicos puños,
una
estancia, vacía de divinas presencias,
cuyos muros
gotean de sudor y de llanto.
La venganza
callada de millones de muertos.
REGRESO
Salió a
sembrar. Salió de madrugada.
Volvió al
anochecido. Traía la simiente
intacta y
una sombra de plomo le seguía.
Salió a
sembrar. Dijeron que era tiempo
de regresar
y uncirse a la costumbre.
El era sólo
un rudo campesino.
Los ojos y
las manos pegados a la tierra.
Y también la
esperanza.
Su pequeña
esperanza, justo para ir tirando
de un año
para otro, de cosecha a cosecha.
Sudaba
largamente. Deseaba la lluvia
o el sol
según los casos. Maldecía a menudo.
Y cantaba
otras veces.
Cuando el
aire era dulce y obediente el ganado.
Un día vio
en sus manos una dura culata.
Vio el
fuego, el miedo, el odio, limándole los huesos.
La carne
troceada. El aire al rojo
metiéndose
debajo de sus párpados.
La furia
repetida del acero y la pólvora.
La sangre
despreciada.
Aquello era
la guerra, le dijeron.
Luego, otro
día, le ordenaron: Alto.
Volvió.
Pensó primero que era hermoso.
La paz debía
ser como una aurora.
Un oloroso
aceite derramado.
Un vino
alegre dentro de las venas.
Volvió.
Salió a sembrar de madrugada.
Salió a
sembrar. No pudo.
Le faltaba
el silencio.
Sus oídos
alerta
seguían
escuchando los cañones,
la brama del
motor entre las nubes,
la piedra
dividida en estallidos,
el lento
gotear de las heridas.
Y dejó solo
el campo.
Y devolvió a
sus arcas la simiente.
Porque no
había silencio.
Porque no
había fe ni existía el mañana.
Porque se
había roto
el ritmo
primitivo que movía sus brazos.
BELLEZA
CRUEL (1958)
PALABRAS…
Con estas palabras quiero arrepentirme y desdecirme. Ángela Figuera Aymerich… de cosas que uno ha dicho, de versos que uno ha escrito…
Porque yo
fui el que dijo al hermano voraz y vengativo, cuando, aquel día, nosotros, los
españoles del éxodo y del llanto, salimos al viento y al mar, arrojados de la
casa paterna por el último postigo del huerto… Yo fui el que dijo:
La casa, el caballo y la pistola…
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo…
Mas yo te dejo mudo… ¡mudo!...
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
Fue éste un
triste reparto caprichoso que yo hice, entonces, dolorido, para consolarme.
Ahora estoy avergonzado. Yo no me llevé la canción. Nosotros no nos llevamos la
canción. Tal vez era lo único que no nos podíamos llevar: la canción, la
canción de la tierra, la canción que nace de la tierra, la canción inalienable
de la tierra. Y nosotros, los españoles del éxodo y del viento… ¡ya no teníamos
tierral
Vosotros os
quedasteis con todo: con la tierra y la canción.
Nuestro
debió haber sido el salmo, el salmo del desierto, que vive sin tierra, bajo el
llanto, y que sin garfios ni raíces se prende, se agarra, anhelante, de la luz
y del viento.
Yo hablé
también un día del salmo. «El salmo es mío», dije, «el salmo es una joya que
les dimos en prenda los poetas a los sacerdotes… y ahora lo rescato, me lo
llevo, me lo llevo del templo, me lo llevo en mi garganta rota y desesperada…»
Y dije también: «El salmo fugitivo y vagabundo es el lenguaje justo del español
del éxodo y del llanto»… Palabras, palabras nada i más. Yo no me llevé el salmo
tampoco. Nosotros no nos llevamos el salmo.
Al final
todo se hizo grito vano, lamento hinchado, blasfemia sin sentido, palabras de
un idiota llenas de estrépito y de fuña que se perdieron como burbujas de hiél
en el vacío… Y nos quedamos luego todos mudos… Los mudos fuimos nosotros… ¡Los
desterrados y los mudos!
De este lado
nadie dijo la palabra justa y vibrante. Hay que confesarlo: de tanta sangre a
cuestas, de tanto caminar, de tanto llanto y de tanta injusticia… no brotó el
poeta.
Y ahora
estamos aquí, del otro lado del mar, nosotros, los españoles del éxodo y del
viento, asombrados y atónitos oyéndoos a vosotros cantar: con esperanza, con
ira, sin miedos…
Dos a
vosotros cantar: con esperanza, con ira, sin miedos…
Esa voz…
esas voces… Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, Nora, de Luis, Ángela
Figuera Aymerich… los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad
acorralada… Vuestros son el salmo y la canción.
México, D.
F., junio, 1958.
LEÓN FELIPE
BELLEZA
CRUEL
Dadme un
espeso corazón de barro,
dadme unos
ojos de diamante enjuto,
boca de
amianto, congeladas venas,
duras
espaldas que acaricie el aire.
Quiero
dormir a gusto cada noche.
Quiero
cantar a estilo de jilguero.
Quiero vivir
y amar sin que me pese
ese saber y
oír y darme cuenta;
este mirar a
diario de hito en hito
todo el
revés atroz de la medalla.
Quiero reír
al sol sin que me asombre
que este
existir de balde, sobreviva,
con tanta
muerte suelta por las calles.
Quiero cruzar
alegre entre la gente
sin que me
cause miedo la mirada
de los que
labran tierra golpe a golpe,
de los que
roen tiempo palmo a palmo,
de los que
llenan pozos gota a gota.
Porque es lo
cierto que me da vergüenza,
que se me
para el pulso y la sonrisa
cuando
contemplo el rostro y el vestido
de tantos
hombres con el miedo al hombro,
de tantos
hombres con el hambre a cuestas,
de tantas
frentes con la piel quemada
por la
escondida rabia de la sangre.
Porque es lo
cierto que me asusta verme
las manos
limpias persiguiendo a tontas
mis
mariposas de papel o versos.
I Porque es
lo cierto que empecé cantando
para poner a
salvo mis juguetes,
pero ahora
estoy aquí mordiendo el polvo,
y me
confieso y pido a los que pasan
que me
perdonen pronto tantas cosas.
Que me
perdonen esta miel tan dulce
sobre los
labios, y el silencio noble
de mis
almohadas;’ y mi Dios tan fácil
y este
llorar con arte y preceptiva
penas de
quita y pon prefabricadas.
Que me
perdonen todos este lujo,
este tremendo
lujo de ir hallando
tanta
belleza en tierra, mar y cielo,
tanta
belleza devorada a solas,
tanta
belleza cruel, tanta belleza.
MIEDO
También yo
tendría miedo de los ángeles.
Son
demasiado puros para mi.
ERNST
WIECHERT
Señor,
guarda tus ángeles contigo.
Son
demasiado puros para mí. Me dan miedo.
No pesan. No
vacilan. Tienen cuerpos sin hambre,
sin fiebre,
sin lujuria. Pies que no dejan huella.
Labios sin
sed que saben tu palabra.
Sus ojos que
no lloran son atroces.
En sus cándidas
manos
llevan cálices,
palmas, incensarios, coronas,
pavorosas
espadas con el filo candente.
Me dan miedo
tus ángeles. Los pienso luminosos.
Terribles de
pureza. Crueles de hermosura.
Impávidos,
ungidos por suavísima sangre.
Sus alas
sobre todo, sus alas, ¿te das cuenta,
Señor que me
soldaste los pies a esta montaña,
de cómo me
dan miedo sus alas poderosas?
Y Tú, que me
humillaste la frente con ceniza,
¿no ves cómo
me espantan sus frentes inmortales?
Te alabo por
tus ángeles, Señor, pero los temo.
Consérvalos
contigo. Son tus pájaros, cantan
en tu oído
el hosanna de la dicha perfecta.
Te rodean y
giran decorando tu gloria.
Movilizan la
brisa que perfuma tu trono.
Pero Tú solo
puedes contemplarlos sin miedo.
Sólo Tú
disciplinas sus magníficas huestes.
Me dan miedo
tus ángeles. Si yo encontrara alguno.
Si un día,
al despertarme,
Lo viera
intacto y fúlgido a los pies de mi cama,
yo carne
castigada, llorosa podredumbre,
pecado
repetido hacia la muerte,
tendría que
clavarme las uñas en los ojos.
SOLO ANTE EL
HOMBRE
Sí, yo me
inclinaría
ante el
definitivo contorno de los lirios.
Sí, yo me
extasiaría
con el trino
del pájaro.
Sí, yo
dilataría
mis ojos
ante el mar y la montaña.
Sí, yo suspendería
el soplo de
mi pecho ante un arcángel.
Sí, yo me
inclinaría
ante la faz
de Dios, tocando el polvo,
si con su
mano convocara el trueno.
Pero sólo
ante el hombre, hijo del hombre,
reo de
origen, ciego, maniatado,
los pies
clavados y la espalda herida,
sucio de
llanto y de sudor, impuro,
comiéndose,
gastándose, pecando
setenta
veces siete cada día,
sólo ante el
hombre me comprendo y mido
mi altura
por su altura y reconozco
su sangre
por mis venas y le entrego
mi vaso de
esperanza, y le bendigo,
y junto a él
me pongo y le acompaño.
El día que
me muera
no quiero el llanto al uso ni las flores
cortadas al efecto ni los cirios
de lento gotear en los sufragios.
No quiero el luto inútil de las ropas
ni las miradas tristes ni el silencio
ni el ramo de laurel correspondiente.
No quiero que la vida se detenga
cual si algo extraño hubiera sucedido
y el mundo ya no fuera como antes.
El día que
me muera,
quiero que todo viva y continúe:
que broten flores en los mismos sitios,
que corra el agua por la misma acequia,
que los amantes trencen sus abrazos,
que nazca un niño en el portal de enfrente,
que mi vecino vaya a la oficina,
que los obreros entren en la fábrica,
que salgan a la mar los pescadores,
que las mujeres vuelvan de la compra
con un ramo de acelgas en los brazos;
que el labrador entierre su semilla
cuando amanezca el sol y el estudiante
cierre sus libros cuando el sol se ponga;
que se oigan las sirenas de los buques,
los golpes del martillo, los motores,
las voces de los niños en el patio,
los ruidos de la calle, los jilgueros.
Y quiero
que, a la hora de costumbre,
los míos se reúnan en la mesa,
partan el pan y cambien la sonrisa.
Que mis amigos beban unos chatos
y escriban un poema por la noche.
YA estás al otro lado de la última lágrima
del mundo. Ya te has muerto,
hermano León Felipe, caminante
infatigable y solo de todos los senderos
doloridos y áridos;
el de los ojos sucios mas no ciegos;
el trágico payaso;
el loco terco
vocero de verdades sin adorno;
el crudo farmacéutico
de píldoras amargas sin dorado;
el conductor indómito y blasfemo
de la carroza; el hombre de la tralla
que fustigó al ladrón y al fariseo;
al cómitre, al tirano, al egoísta,
al charlatán y astuto buhonero
que vende baratijas y mentiras;
al gángster y al banquero;
al sabio pusilánime;
al que prostituyó el salmo y el templo;
al héroe de la espalda enrojecida
con sangre de su pueblo.
Te has ido, León Felipe. Te ha llevado
el viento
amigo y trajinero,
a ti que preguntabas:
«¿Será la muerte el viento?»
A ti que suplicabas:
«quiero dormir… morir. Siembra mis sueños.»
Quedaste ya dormido en la montaña.
EL DÍA QUE
ME MUERA
no quiero el llanto al uso ni las flores
cortadas al efecto ni los cirios
de lento gotear en los sufragios.
No quiero el luto inútil de las ropas
ni las miradas tristes ni el silencio
ni el ramo de laurel correspondiente.
No quiero que la vida se detenga
cual si algo extraño hubiera sucedido
y el mundo ya no fuera como antes.
quiero que todo viva y continúe:
que broten flores en los mismos sitios,
que corra el agua por la misma acequia,
que los amantes trencen sus abrazos,
que nazca un niño en el portal de enfrente,
que mi vecino vaya a la oficina,
que los obreros entren en la fábrica,
que salgan a la mar los pescadores,
que las mujeres vuelvan de la compra
con un ramo de acelgas en los brazos;
que el labrador entierre su semilla
cuando amanezca el sol y el estudiante
cierre sus libros cuando el sol se ponga;
que se oigan las sirenas de los buques,
los golpes del martillo, los motores,
las voces de los niños en el patio,
los ruidos de la calle, los jilgueros.
los míos se reúnan en la mesa,
partan el pan y cambien la sonrisa.
Que mis amigos beban unos chatos
y escriban un poema por la noche.
ANTOLOGÍA
TOTAL (1973)
A LEÓN
FELIPE. YA DEL OTRO LADO
«Podrán hacer entonces
con el Hombre
el pan ázimo
donde el Cristo se
albergue.»
LEÓN FELIPE
del mundo. Ya te has muerto,
hermano León Felipe, caminante
infatigable y solo de todos los senderos
doloridos y áridos;
el de los ojos sucios mas no ciegos;
el trágico payaso;
el loco terco
vocero de verdades sin adorno;
el crudo farmacéutico
de píldoras amargas sin dorado;
el conductor indómito y blasfemo
de la carroza; el hombre de la tralla
que fustigó al ladrón y al fariseo;
al cómitre, al tirano, al egoísta,
al charlatán y astuto buhonero
que vende baratijas y mentiras;
al gángster y al banquero;
al juez de
un solo oído
y al poeta
antiséptico; al sabio pusilánime;
al que prostituyó el salmo y el templo;
al héroe de la espalda enrojecida
con sangre de su pueblo.
Te has ido, León Felipe. Te ha llevado
a ti que preguntabas:
«¿Será la muerte el viento?»
A ti que suplicabas:
«quiero dormir… morir. Siembra mis sueños.»
Quedaste ya dormido en la montaña.
EN LA
ARDIENTE OSCURIDAD
A Ignacio,
el ciego de Buero Vallejo.
En noche sin
aurora y negra ira,
arcángel de
ceniza, derribado
por una mano
dura a ese camino
—dado a los
pies, negado a las miradas—
donde,
insumiso, Ignacio, gritas, bates,
testuz de
obstinación contra la piedra;
muñón de
hiél, cuchillo enarbolado,
odio en
clamor y floración de ortigas,
tú quieres
ver… Tú quieres ver. Tan sólo
eso, que
hubiera sido tan sencillo
si del
confuso vientre de tu madre
no hubieran
abortado tus dos ojos
cuajados en
opaca gelatina,
helados
peces en borroso llanto,
medusas
muertas fermentando rabia
debajo de
los párpados inútiles.
Tú quieres
ver. Tú quieres ver, sabiendo
que no verás
jamás, y el imposible
que sube su
acidez hasta la boca.
Habitas en
un caos de rumores.
Escuchas las
palabras. Y los besos
te caen por
los oídos cual guijarros
turbando el
pozo amargo de tu sangre.
El pájaro y
el niño y los violines
son para ti
tan sólo un dulce trino.
El agua,
derramada incertidumbre,
frescor en
fuga, nada entre los dedos.
La brisa te
aletea por las sienes.
El sol te
guillotina con sus rayos.
Conoces que
hay un cielo y que la luna,
de lejos, te
aureola sin posarte.
Mezquina
referencia. No te basta
el tacto
vacilante de tus manos
siguiendo
una engañosa geografía
de aristas y
contornos. Vagas formas
en que los
labios y las rosas tienen
un húmedo
misterio que te inquieta.
No es
suficiente un mundo que se oculta
privado del
color y la distancia.
No quieres
ir por él a tropezones
contra la
hostilidad de los objetos.
No quieres
que el amor sea un volumen
de carne
femenina entre tus brazos.
Deliberadamente,
rechazando
la necia
dulcedumbre del consuelo,
cerrado a
cal y canto, terco, erguido
en tu
erizada y seca arquitectura
de sombra y
soledad, Ignacio, sufres.
Porque quizá
una noche en tus entrañas,
con bárbaro
tesón, estrangulaste
a un niño
triste que pedía sueños
con hambre
de piedad y de caricias
para seguir,
soberbio, la difícil
jornada del
dolor sin anestesia.
Y morirás,
Ignacio, es necesario
para
tranquilidad de los corderos.
Son dóciles
y tímidos. Se abrevan
en la
resignación y la esperanza.
Se aturden
con el ruido de su risa.
Se abrigan
mutuamente en el aprisco
que
trabajosamente construyeron
y tú, cruel,
pretendes destruirlos
a golpes de
verdad y de sarcasmo.
Debes morir,
Ignacio. Nadie puede
dejar sin su
vendaje las heridas.
Llegar a los
que duermen, sacudirles
y darles de
beber hiel y vinagre.
Has de
morir, Ignacio. Pero, escucha:
Antes que,
adivinando las estrellas,
maltrates el
cristal de tu ventana
aullando tu
terrible despedida;
Antes que el
pobre cuerpo se te rompa
—vaso de
maldición— contra la tierra,
escucha,
hermano mío; no estás solo
en ese
infierno antiguo. Todos ciegos,
vivimos como
tú. Todos lloramos
con estos
ojos vivos y lucientes
que, como a
ti los tuyos sin retina,
jamás nos
han servido para nada.
Todos
queremos ver. Todos queremos
ver de
verdad, desesperadamente.
Igual que
para ti, para nosotros
las cosas y
los seres se agazapan
en un
recinto espeso, impenetrable.
Están a
oscuras todos los caminos
y nadie sabe
a dónde nos conducen
ni quién
puso la hierba en sus orillas
ni qué nos
dice el río que atraviesan
ni qué hay
bajo las máscaras iguales
de tantos
hombres yendo a nuestro lado.
Todos
queremos ver. Todos queremos
ver, con
aquella luz del primer día,
un mundo
transparente en su inocencia.
Y vamos
ciegos corno tú. Más ciegos
que tú.
Queriendo ver. Y, al fin, vencidos,
igual que
tú, seremos solamente
un muerto
sin preguntas ni respuestas.
CUENTOS
TONTOS PARA NIÑOS LISTOS
Dedicado a
mis nietos,
Ana y
Gabriel,
con cariño
interminable,
Su yaya
Angela
(1979)
CUENTO TONTO
DE UN CIEMPIÉS
A QUIEN NOMBRARON CARTERO
A QUIEN NOMBRARON CARTERO
1
VERANO
Por tener
fama de listo
y por ser el
que más corre,
a don
Ciempiés le nombraron
cartero
Oficial del Bosque.
Día a día se
le ve
yendo de acá
para allá,
con su gran
cartera al hombro,
repartiendo
sin cesar
cartas,
libros y paquetes;
cuentos,
chismes y demás.
Va descalzo
y sin vestido
porque el
sol suele brillar
que es un gusto
y no hay peligro
de poderse
resfriar.
Doña
Ciempiés le reprende:
—¿Cómo vas
tan desastrado
todo el día
por ahí
sin vestido
y sin zapatos?
¿Te parece
que está bien
en un señor
con un cargo
tan
importante como es
el de
cartero?
—¡Canastos!
—dice el
marido— ¿No ves
que no tengo
tiempo? ¿Acaso
crees que
lleva diez minutos
el probarse
cien zapatos?
—¡No me
grites! Ya lo sé…
Sé que no es
moco de pavo
tener
tantísimos pies.
Pero, ¡mira
que ir descalzo
un señor
cartero, igual
que si fuera
un pelagatos!
-¡Repanocha!
¡Qué manía
con los
dichosos zapatos!
¿No ves que
se me hace tarde?
Y allá se
fue como un rayo
nuestro
amigo don Ciempiés
para empezar
el reparto.
II
OTOÑO
En éstas y
otras cosas,
pasó pronto
el verano
y apareció
el otoño
sin flores y
mojado.
Nuestro
Ciempiés seguía
feliz y
atareado
distribuyendo
cartas,
cumpliendo
mil encargos,
sin
importarle un pito
lloviznas ni
chubascos.
Lloviznas m
cnubascos.
¡Cálzate al
fin, so zafio!
¿No ves qué
tiempo hace?
¿Que está
lloviendo a jarros?
—¡Déjate de
pamplinas!
Siempre
sermoneando…
—Verás tú
cómo acabas
cogiendo un
buen catarro.
—Pues, tomo
una aspirina
y está todo
arreglado.
—¡Cabezota!
—¡Pelmaza!
—¡Qué te
zurzan!
—Me marcho.
Y, si
llueve, que llueva…
Si me pilla
debajo,
ya verás
cómo vuelvo
de limpito y
de guapo
con la
ducha…
—¡Gamberro!
Ya me estoy
figurando
como vas y
te metes
en toditos
los charcos…
—¡Por mi
abuelo, que aciertas!
¿No ves que
así me lavo
los
pinreles? Y, ahora,
ahí te
quedas, encanto.
Y,
marcándose un chotis,
se las pira
tan Pancho.
III
INVIERNO
Pero, al
fin, cierto día,
nada más
despertarse,
don Ciempiés
dio un respingo…
—¡Huyuyuy!
¡Qué frío hace!
Se asomó a
la ventana
Y se asustó:
—¡Mi madre!
Si está todo
nevado…
Esto ya es
alarmante.
Inviernito
tenemos…
¿Cómo voy a
arreglarme
sin zapatos
ahora?
Los pies van
a quedárseme
congelados
del todo…
Nada. Ya no
hay escape.
¡A comprarme
zapatos!
Y me voy al
instante
sin que
nadie me vea
y sin
desayunarme
pues, si no,
mi señora…
¡Uf! No
quiero que me arme
la gran
bronca… Me largo
antes de que
sea tarde.
Y, a la
chita callando,
se escapó.
Ya en la calle,
vio a unos
perros jugando
con la
nieve… —Chavales,
si mi esposa
pregunta
por mí, que
he ido a comprarme
los zapatos…
y corro…
¡Me parece
que sale!
Cien pies
son muchos «pieses».
Era ya
mediodía
y aún estaba
el cartero
en la
zapatería
venga y
venga probarse,
con la tripa
vacía,
tan cansado
y rabioso
que los ojos
le ardían,
cuando,
desde la puerta,
se oye una
vocecilla:
—Dice madre
que vengas
que la sopa
se enfría…
—¡Ah! ¿Sí?
Mira, monada,
Dile a tu
mamaíta
que aún voy
por el zapato
treinta y
nueve. Que siga
con la sopa
caliente
y, de paso,
me fría
por lo menos
un kilo
de chorizo y
cecina
y, después,
que me haga
una buena
tortilla
y… que
espere sentada
que termino
en seguida.
A fuerza de
probaturas
y
derrochando paciencia,
don Ciempiés
quedó calzado
de la cola a
la cabeza.
Llegó a su
casa a las tantas
con un
hambre tan tremenda
que, dejando
a su mujer
que riera a
rienda suelta,
se zampó
todo el almuerzo,
comida, merienda
y cena
sin olvidar
vino y postres…
Por milagro
no revienta…
Pero, ¡quiá!
Feliz al fin,
dio un
abrazo a la parienta
y le dijo:
—Ciempiesita,
ríe todo lo
que quieras.
Ahora que
tengo zapatos,
me alegra
verte contenta.
Pero es
tarde. Vámonos
a dormir.
¡Basta de juerga!
Que hoy no
ha tenido correo
la gente y
estará negra.
Mañana
madrugaré
y ¡a
repartir las tarjetas
de Navidad
que, este año,
ya están llegando
a docenas!
Se marcharon
a acostar
y aquí acaba
la historieta.
(Aviles, agosto, 1969)
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