EDITORIAL HORIZONTE
San Francisco y Santa Clara. Testigos
de Cristo.
Pedro Jesús Lasanta
que como ves, se está
arruinando toda.
(SAN BUENAVENTURA:
Leyenda de san Francisco de Asís, II, 1)
Leyenda de san Francisco de Asís, II, 1)
Vida de San Francisco
Francisco
es, sin duda alguna, uno de los hombres más queridos y celebrados a lo largo de
toda la historia de la Iglesia. Personas e instituciones de todo tipo, de
cualquier clase, se dirigen a él, encomendándose a sus oraciones y tomándolo
por modelo excelso de vida cristiana.
Francisco nació en Asís, ciudad de la Umbría (Italia), en 1181 ó 1182. Hijo de un rico comerciante, dotado de gran poder e influencia social, llamado Pedro Bernardone. Su madre, Pica, fue una mujer piadosísima, y ejerció un gran influjo sobre él. Nació cuando su padre se hallaba de viaje en Francia. Le pusieron de nombre Juan, pero cuando su padre regresó, le fue dado el nombre de Francisco, nombre entonces desconocido en Asís.
Una vez aprendió las primeras letras, como era costumbre en aquel tiempo, su padre pensó en él, para que siguiera al frente del negocio familiar. Francisco era un joven alegre y amable, predispuesto para hacer amistades con suma facilidad; además era generoso y le gustaba festejar a menudo con sus amigos… Su nombre y alcurnia fueron conocidísimos y celebradísimos en Asís.
En medio de las luchas por alcanzar el poder, los habitantes de Asís soñaban con verse libres del poder del emperador y de los señores feudales. La burguesía adinerada iba ganando de día en día poder e influencia social. Y a Francisco le encantaba soñar con grandes aventuras y gozar de la libertad y de la esplendidez de las riquezas. Su sueño más querido: ser armado caballero. En una lucha que la ciudad de Asís sostuvo con la cercana Perusa, Francisco fue hecho prisionero en el combate. Debió permanecer un año en prisión hasta que fue pagado el rescate de su liberación. El encierro de la cárcel causó mella en su salud. A partir de ese momento, Francisco entró más en su propio mundo interior. La vida que había seguido hasta entonces no le satisfacía, su corazón estaba como vacío, sin norte que lo guiara… Pensó emprender, nuevamente, una batalla, una aventura más, enrolándose en las tropas pontificias, para luchar al Sur de Italia contra el emperador. Cuando iba de camino con tal objeto, sintió una llamada, una voz interior que le decía: “Francisco, ¿a quién hay que servir primero, al señor o al siervo?”. Esto le hizo recapacitar, por lo que desistió en su empeño y regreso a Asís.
Y en 1221
Francisco entregó la Regla para los Eremitorios, fruto de su amor y celo por la
vida contemplativa. Y en 1223, de manos del Papa Honorio Francisco obtuvo una
nueva Regla, mejor precisada y detallada jurídicamente. Su voluntad era que “el
Espíritu Santo fuera el ministro general de la Orden”, pues él habría de animar
e inspirar su vida y apostolado.
Como durante
su viaje a Oriente, habrían surgido ¡versos conflictos entre los hermanos, a
causa de la falta de obediencia, Francisco solicitó del Papa Honorio III que le
fuera concedido un cardenal protector. Le fue asignado el cardenal Hugolino
que, pasado el tiempo, sería el futuro Papa Gregorio IX. Así quedaron anuladas
las reformas hechas en su ausencia. Y, como ya decayera la vitalidad y energía
de Francisco a causa de la enfermedad (además quería vivir como uno más, igual
a los otros en todo…), renunció al gobierno de los franciscanos. Le sucedió
Pedro Catáneo.
VIDA DE SANTA CLARA
Clara nació
en Asís entre el año 1193-1194. De su nacimiento se ha escrito: “¿Para qué más?
Por el fruto se conoce el árbol y por el árbol se recomienda el fruto. Tanta
savia de dones divinos gestaba ya la raíz, que es natural que la ramita
floreciera en abundancia de santidad. Estando encinta la mujer, muy próxima ya
al alumbramiento, oraba en la iglesia ante la cruz al Crucificado para que la
sacara con bien de los peligros del parto, cuando oyó una voz que le decía: A/o
temas, mujer, porque alumbrarás felizmente una luz que hará más resplandeciente
a la luz misma. Ilustrada con este oráculo, al llevar a la recién nacida a que
renaciera en el santo bautismo, quiso que se la llamara Clara, confiando en
que, de acuerdo con el beneplácito de la voluntad divina, de alguna manera se
cumpliría la promesa de aquella luminosa claridad” (Documentos biográficos y parabiográfícos: Legenda sanctae Clarae,
2).
- Misión de Francisco en la Iglesia
Por tres
veces le dijo el Señor:
Francisco, ve y repara mi casa, que como ves, se está arruinando toda (SAN FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA:
Leyenda de san Francisco de Asís, II, 1).
Francisco, ve y repara mi casa, que como ves, se está arruinando toda (SAN FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA:
Leyenda de san Francisco de Asís, II, 1).
- Consuelo en el sufrimiento, si es voluntad de Dios
San
Francisco se arrojó sobre el suelo, lastimándose los huesos en la caída, y besando
la tierra, dijo:
Te doy gracias, ¡oh Señor y Dios mío!, por
todos estos dolores, y te pido que los centupliques, si place a tu divina
voluntad; pues será para mí cosa en extremo agradable que, afligiéndome con
dolores, no me tengas compasión, ya que en cumplir tu santísima voluntad
encuentro yo los más inefables consuelos (Ibi, XIV, 2).
- Rechazos ante la Regla
Después que
se perdió la segunda Regla redactada por el bienaventurado Francisco, subió
éste a un monte acompañado de fray León de Asís y de fray Bonifacio de Bolonia,
para componer otra Regla, que hizo escribir en la forma que le inspiró
Jesucristo. Reunidos varios Ministros juntamente con fray Elías, que era
Vicario del bienaventurado Francisco, le dijeron: “Hemos oído que este fray
Francisco se empeña en redactar una nueva Regla; tememos que la haga más
estrecha, de modo que no la podamos observar. Queremos, pues, que te presentes
a él y le digas que no queremos estar obligados a la observancia de la tal
Regla; que la escriba para sí y no para nosotros.
A los cuales
respondió fray Elías que no se atrevía a ir, si no le acompañaban ellos, y
entonces fueron todos juntos. Y como llegase fray Elías al lugar donde estaba
el bienaventurado Francisco, le llamó. Acudió éste, y al ver a dichos Ministros,
dijo: ¿Qué quieren estos frailes? A lo que contestó fray Elias: “Estos son
Ministros, los cuales, al oír que tú estabas haciendo una Regla nueva, y con
temor de que la redactes áspera en demasía, hablan y protestan que no quieren
sujetarse a ella y que la redactes para ti y no para ellos”. Entonces Francisco
elevó el rostro hacia el cielo y habló a Cristo de esta manera: Señor, ¿no te decía yo con razón que no me
creerían? Al mismo instante oyeron todos la voz de Cristo en el aire, que
respondía así: Francisco, todo cuanto
tiene la Regla todo es mío y nada hay en ella que sea tuyo, y quiero que la
Regla se observe así a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa y sin glosa.
Y añadió: Yo sé muy bien hasta dónde llegan las fuerzas humanas y cuánto las quiero
yo ayudar; por tanto, los que no la quieran observar, que se salgan de la Orden.
Al oír esto el seráfico Padre se volvió a los religiosos y les dijo: ¿Oísteis, oísteis? ¿Queréis que haga que
otra vez se os repita? En esto los Ministros, recriminándose, se marcharon
confusos y aterrados (SAN FRANCISCO, en Espejo
de perfección, I, I).
- Fuerte exigencia de la pobreza
Aconteció,
al tiempo en que el bienaventurado Francisco regresó de su viaje a Oriente, que
cierto Ministro andaba discurriendo dentro de sí mismo punto de la pobreza, y
deseaba conocer cuál era la voluntad y el modo con que la entendía el Fundador,
mucho más atendiendo a que entonces la Regla contenía un capítulo en el que se
incluían varias prohibiciones evangélicas, como aquella que dice: No llevéis nada para el camino, ni bastón,
ni alforja, ni dinero, ni pan, etc. A lo cual respondió el bienaventurado
Francisco: Yo entiendo por esto que los frailes no deben tener otra cosa sino
el hábito con la cuerda y los paños menores conforme se dice en la Regla; y si
algunos tuviesen necesidad, puedan traer calzado.
A esto
añadió el Ministro: “¿Qué debo hacer yo, que tengo libros en tanto número que
valen más de cincuenta libras?” Esto lo decía pretendiendo poseerlos con una
conciencia tranquila, a pesar de que algo le remordía el tener tantos y saber
que el seráfico Padre entendía muy estrechamente el voto de la pobreza. Le
respondió el bienaventurado Francisco: No
quiero ni debo ni puedo ir contra mi conciencia y la perfección del santo
Evangelio que hemos profesado. Al oír esto el Ministro quedó entristecido.
Como lo observase el bienaventurado
Francisco, le dijo con de espíritu, para que así lo entendiesen los demás
frailes: ¡Vosotros queréis ser tenidos
por los hombres como frailes Menores y que se os llame observantes del santo
Evangelio; mas, en cambio, con las obras queréis tener bienes! (Ibi., II,
III).
- Fuerte exigencia de observar la Regla
Aunque los
Ministros sabían que los frailes estaban obligados a observar el santo
Evangelio según la Regla, no obstante, hicieron desaparecer de la misma Regla
aquello donde se decía: Nada llevaréis para el camino, etc., creyendo con esto
no estar obligados a vivir según la perfección del Evangelio. Por lo cual,
conociéndolo Francisco por inspiración divina, dijo delante de algunos
religiosos: Paréceles a varios Ministros que el Señor y yo nos engañamos; mas,
para que sepan los frailes estar obligados a vivir según la perfección del
santo Evangelio, quiero que se consignen al principio y fin de la Regla estas
palabras: “Quod fratres teneantur sanctum
Evangelium Domini Nostri lesu Christi firmiter observare”: que los frailes
estén firmemente obligados a observar el santo Evangelio de Nuestro Señor
Jesucristo. Y a fin de que los religiosos sean siempre inexcusables desde el
momento que les anuncié y vuelvo anunciar aquellas cosas que el Señor se dignó
poner en mis labios para mi bien espiritual y el de ellos, quiero llevar a la
práctica dichas cosas en presencia de Dios y con el auxilio de su gracia
observarlas perpetuamente. Y así fue en verdad, pues él observó
fidelísimamente todo el santo Evangelio desde el día que comenzó a tener
discípulos hasta el instante de su muerte (Ibi., II).
- Ejemplar en todo para sus hermanos
Al terminar
un día la oración, san Francisco dijo, lleno de alegría, a su compañero: Yo debo ser el modelo y ejemplo de todos
nuestros hermanos, y, por lo tanto, aun cuando mi cuerpo tenga cierta necesidad
de una túnica forrada, sin embargo, debo pensar que habrá otros varios hermanos
míos que necesitarán de este mismo alivio, y acaso no lo tengan ni puedan
proporcionárselo. Por lo cual debo yo someterme a las mismas necesidades que
padecen, para que con este ejemplo se animen a sufrirlas con gran paciencia (Ibi.,
II, XVI).
- La gloria de san Francisco: premio a su humildad
Llegada la
mañana, volvió fray Pacífico a la iglesia donde había quedado Francisco. Le
encontró haciendo oración ante el altar y les esperó fuera del coro, orando
también a los pies de un crucifijo. Al comenzar su oración fray Pacífico fue
elevado en espíritu y arrebatado al cielo, con
el cuerpo o sin él, sólo Dios lo
sabe’, y vio allí gran número de tronos gloriosos, entre los cuales había
uno mucho más alto que los entre los cuales había uno mucho más alto que los
demás, glorioso sin comparación entre todos, resplandeciente y adornado con
toda clase de piedras preciosas. Admirado al ver tanta hermosura, comenzó a
discurrir dentro de sí para quién podría ser aquel trono; y al momento oyó una
voz que le decía: “Este asiento fue de Lucifer, y en su lugar se sentará el
humilde Francisco”.
Vuelto en sí
de aquel éxtasis, al instante se le acercó el bienaventurado Francisco, y él se
postró enseguida a sus pies, con los brazos cruzados; y considerándole cual si
estuviese ya en el cielo sentado en aquel trono, le dijo: “Padre, ten compasión
de mí y ruega al Señor que tenga piedad de mí y me perdone todos mis pecados”.
Extendió entonces Francisco las manos, le levantó del suelo y comprendió, sin
duda, que debía haber recibido algún favor especial en la oración. Parecía, en
efecto, todo transformado y hablaba con el santo Padre no como si éste viviese
en carne mortal, sino cual si estuviese ya reinando en el cielo.
Después, no
atreviéndose a manifestar a Francisco la visión, comenzó a pronunciar en su
interior algunas palabras imperceptibles, y al fin le dijo, entre otras: “¿Qué
piensas de ti mismo, hermano?” Respondiendo a esta pregunta, Francisco le dijo:
Me parece que soy el pecador más grande
de cuantos hay en todo el mundo. Al momento oyó fray Pacífico una voz
interior que decía: “En esto puedes conocer haber sido muy verdadera la visión
que tuviste, pues así como Lucifer, por su gran soberbia, fue arrojado trono,
así también Francisco, por su profunda humildad, merecerá ser elevado y sentado
en él” Ibi., IV, LX).
- Predijo al futuro Papa
Viendo el
bienaventurado Francisco la fe y el amor que el dicho señor cardenal Ostiense
tenía a los frailes, le amaba afectuosísimamente en lo más íntimo del corazón.
Y, sabedor, por revelación de Dios, que sería el futuro Sumo Pontífice, en las
cartas que le escribía se lo anunciaba siempre, llamándole “Padre de todo el
mundo”. La salutación era siempre en esta forma: Al venerable en Cristo, padre de todo el mundo (SAN FRANCISCO, en Leyenda de los tres compañeros, XVI,
67).
ENSEÑANZAS DE
SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA
ACCIONES DE GRACIAS
Las acciones
de gracias son una de las vertientes más importantes de nuestro realizarnos
como hombres o mujeres creyentes. Toda nuestra vida ha de ser una continua, e
incesante, acción de gracias. Será así en la medida en que nos sepamos
dependientes de Dios, como criaturas suyas. Mucho más si sabemos que Dios es
Padre. Padre amoroso y providente, que cuida siempre de aquellos que le aman,
especialmente si son hijos suyos, hijos entregados a su amor y a manifestar en
medio de los hombres las maravillas y grandezas de Dios y el poder y el
esplendor de su gloria.
Siempre hemos de dar gracias, pues toda nuestra vida es un incesante derroche del amor de Dios, de sus gracias y misericordias a favor nuestro, para así favorecer y bendecir a todas sus criaturas, los hijos de los hombres. Todo es gracia, vino a decir san Pablo. En efecto, todo es don del amor del Padre. La mayor y más grande de las gracias –además de la la otorgado- es su Hijo, Jesucristo, hecho hombre por nosotros, a fin de rescatarnos del poder del pecado y de la muerte eterna, al precio de Sangre, derramada a raudales por nosotros y por toda la humanidad.
Con la conciencia clara de que Dios nos ama, y que todo lo dispone a favor nuestro –pues no puede dejar de amarnos ni de favorecernos-, con espíritu de fe estamos llamados a asumir con agradecimiento las pruebas y aflicciones de la vida, los sufrimientos y desasosiegos que jalonan nuestro pasar por este mundo. En definitiva, cuanto en principio parece ser malo y contrario a nuestro bien: las cruces (enfermedades, sufrimientos,… muerte), las injusticias y contratiempos, los misterios de la vida que tanto nos hacen sufrir, y que –a menudo- nos resultan enigmas indescifrables, realidades que nos superan y que nos hacen tambalear, hasta el extremo de poner en cuestión la fe y la confianza en Dios…
En todas
esas realidades, tan humanas y tan difíciles de encajar a menudo, hemos de
saber descubrir la mano providente de nuestro Padre Dios, que dispone todo a
favor nuestro, también lo que la gente llama “males” (la muerte, el dolor, la
injusticia. Lo cual no significa que tengamos que recibir todo eso
impávidamente, como espectadores impertérritos e inconmovibles. No. Dios nos ha
dado inteligencia y medios adecuados para discurrir y tratar de superar cuanto nos aflige y causa dolor. Y en ello,
en orden a superarlo, habremos de poner lo mejor de nosotros mismos y de los
talentos recibidos. Pero –con frecuencia- descubriremos, quizá después de mucho
luchar, que ya no podemos más, que la realidad se nos impone, realidad dura y
aplastante… Así, como desde el primer momento, hemos estado dispuestos a
aceptar el querer de Dios sea cual sea, así después de mucho orar, después de
rogar al Altísimo y poner en ejercicio lo mejor de nosotros mismos (que Dios
nos ha dado para salir adelante en la vida), sabremos aceptar con espíritu
manso y humilde aquello que se nos impone, sin poder evitarlo de ningún modo.
Así lo daba a entender el justo Job, en el Antiguo Testamento, al escribir: Si aceptamos los bienes que Dios nos envía,
¿no sabremos aceptar también los males?...
Evidentemente,
el mal no lo queremos por sí mismo, pues el mal no es digno de ser amado, ni
somos masoquistas que se complacen en sufrir por sufrir. Si aceptamos los males
es porque entendemos que Dios los permite en orden a nuestro bien. Así lo daba
a entender san Pablo al escribir en la Carta a los Romanos: Todo es para bien
para los que aman a Dios. Y fiel a este espíritu, positivo y optimista ante la
vida (pues no hemos de olvidar que mientras permanezcamos en este mundo estamos
sometidos a las pruebas y sufrimientos que forman parte de nuestra existencia
terrena), san Agustín enseñó que Dios, siendo bueno y misericordioso como es,
no permitiría el mal si de ello no fuera a obtener mayores bienes a favor
nuestro y de la entera humanidad.
Pero, claro
está, vivir con este talante, supone de nuestra parte fe en Dios, sus manos,
aceptación alegre y resignada de su voluntad –amándola, asumiéndola como
propia-, pues nada hay en el universo que escape al conocimiento y aprobación
de Dios. El mal, es verdad, Él no lo quiere, pero si lo permite es porque así
está estructurada nuestra existencia terrena y, porque de todo ello obtendrá
bienes mayores. Bienes que, seguramente, nosotros jamás conoceremos en nuestra
vida mortal. Pero, ¡seguro que están presentes en la mente divina!... ¡Ya
tendremos tiempo de comprender todo, y mejor, cuando estemos en el cielo!. Entonces
veremos todo con la perspectiva y alcance de la mirada de Dios, que tan extraña
y misteriosa nos resulta en ocasiones.
Sí, hemos de
dar gracias siempre. En lo bueno y en lo malo (entonces, además de aceptarlo,
habremos de pedir a Dios el auxilio, la gracia necesaria para sobrellevarlo con
auténtico espíritu cristiano, y así poder santificarnos, como Dios espera al
permitirlo). Además, habremos de dar gracias por los éxitos y los fracasos, que
también pueden ser un bien en cuanto que de ese modo no olvidaremos tan
fácilmente que somos criaturas limitadas y que debemos ser humildes, siempre. Y
daremos gracias en la salud y en la enfermedad; en la salud para poder trabajar
y servir mejor a Dios y a los demás; y en la enfermedad para expiar por
nuestros pecados y los del mundo entero, además de purificarnos interiormente e
identificarnos más con Cristo sufriente y cooperar con El en la redención de
otros hombres y mujeres, que alcancen de Dios la gracia de la fe y de la
conversión, el perdón de sus culpas y la salvación eterna… Y daremos gracias
por todo cuanto Dios nos ha concedido a lo largo de la vida, especialmente por
los bienes sobrenaturales que son los más valiosos (la fe, la vocación, las
diversas gracias que jalonan nuestro caminar cristiano, las gracias ordinarias
de cada día…). Incluso daremos gracias por nuestros errores y pecados, pues de
todo ello se ha servido Dios para conducirnos a su amor. Y daremos gracias en
el momento de la muerte: ¡qué maravilla la vida, cuánto nos ha dado Dios a lo largo
de la existencia y cuánto nos dará en el Reino de los cielos!...
Sí, es muy
importante dar gradas siempre. Así lo hicieron los primeros cristianos. Y así
rezamos siempre en la acción de gracias por excelencia, que es la celebración
de la Misa, de la Eucaristía, donde damos gracias al Padre por Cristo: por el
don de su redención, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado, porque somos
hijos de Dios y herederos del Reino… Con este talante, cada día rezamos en la
celebración eucarística: Demos gracias a
Dios. Es justo y necesario. Realmente es justo y necesario, es nuestro deber y
salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, a ti Dios Padre, por Cristo
nuestro Señor. Porque… ¡Son tantos los motivos de fe, las razones sobrenaturales
que tenemos para dar gracias a Dios!...
También
daremos gracias, persuadidos de que esta es una buena manera de ganarnos el
“favor y la amistad de Dios”, si hablar así se puede… Dios es bueno y
misericordioso. Siempre dispuesto a darnos sus dones, y a hacernos partícipes
de su amor y de sus beneficios. Pero –no cabe duda- si le damos gracias lo
haremos más propicio a favor nuestro. Esa disposición que ya, inicialmente,
está a nuestro favor, para otorgarnos sus bienes, se manifestará de un modo más
claro y generoso, ¡porque sabemos darle gracias!
Sucede así
en nuestra vida temporal. Si favorecemos a alguien, nos gusta –no por interés
propio, sino como expresión de tener buena educación, “por buenos modales”-,
que nos muestre su agradecimiento. Si lo hace, le manifestaremos nuestra
complacencia, y nos sentiremos más satisfechos por nuestra magnanimidad. Lo
cual nos dispondrá a favorecerle nuevamente, con vistas al futuro. Sin embargo,
quien no es agradecido, deja como muy mala impresión, causa desazón y disgusto.
Y uno acaba pensando: “bueno, pues ya nunca más te otorgaré mi favor”.
Y la mejor
forma de dar gracias a Dios es corresponder a sus beneficios, a sus dones y
gracias espirituales. Hemos de tratar de vivir entregados a su amor, siendo
generosos, como El espera de nosotros. Pues se acostumbra decir que las gracias
que Dios dispensa a los hombres vienen como en “catarata”, o en “cadena”… Si no
correspondemos, se interrumpe el flujo del agua divina que vivifica nuestros
corazones, se rompe la cadena… Y habrá que volver a comenzar. Cosa que siempre
es posible, y que Dios espera que hagamos llenos de confianza, pues Él aguarda
nuestro amor, ¡y nunca se cansa de perdonar y de bendecir!...
Pero –se
comprende bien-, no es lo mismo decir siempre si a Dios (como hizo María Santísima),
que tan sólo decirlo a veces, “cuando me viene bien o cuando me apetece”… No,
hemos de procurar ¡con todas nuestras fuerzas!, decir sí siempre. De lo
contrario, perderemos muchas gracias y beneficios de Dios, ¡y nuestra vida no
resultará como Dios había previsto y querido desde toda la eternidad!...
La vida de san Francisco, penetrado de
este espíritu propiamente cristiano, fue una entera acción de gracias a Dios. En todo supo descubrir la mano
providente del Padre, y dar cumplido agradecimiento. Francisco daba gracias por
todo: por lo bueno, lo menos bueno y lo “malo”… Daba gracias a Dios por la fe,
por los dones de gracia y salvación que nos ha merecido Jesucristo. Y daba
gracias por la creación y la naturaleza. Célebre es su Canto al hermano sol. Y
célebres son sus conversaciones y trato amistoso con las avecillas, y los
animales de los bosques, incluido el hermano
lobo.
Suyas son
estas palabras: Te damos gracias por Ti
mismo y porque has criado todas las cosas espirituales y corporales por tu
santa voluntad y por medio de tu único Hijo y del Espíritu Santo; y, criados a
tu imagen y semejanza, nos pusiste en el Paraíso, de donde por nuestra culpa
caímos. Y, con igual espíritu sobrenatural, y lleno de gratitud y de
reconocimiento a Dios por los dones de su misericordia y beneficios, así daba
gracias por la fe y la esperanza de la vida inmortal que nos está reservada en
el Señor.
También supo
dar gracias por los sufrimientos y males que experimentó a lo largo de la vida.
Entendió que todo fue permisión de Dios, como castigo purificador por sus
pecados, y llamada amorosa al arrepentimiento y a una mayor entrega de
santidad. Lejos, pues, maldecir o rebelarse, ni siquiera impacientarse o perder
la paz interior. ¡Tratemos, pues, también nosotros de aprender y practicar tan
magnífica lección para adelantar en la vida espiritual! ¡Así nos
identificaremos con Cristo Jesús que, en todo momento, dio gracias al Padre!
- Gracias por la obra de la salvación
Omnipotente,
santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor Rey del cielo y de
la tierra, te damos gracias por Ti mismo y porque has criado todas las cosas
espirituales y corporales por tu santa voluntad y por medio de tu único Hijo y
del Espíritu Santo; y, criados a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el
Paraíso, de donde por nuestra culpa caímos. También te damos gracias porque así
como nos criaste por medio de tu Hijo, así por el afecto con que nos amaste
hiciste nacer de la beatísima, santa, gloriosa y siempre Virgen María a este
mismo Dios y Hombre verdadero, y quisiste con su cruz, y sangre, y muerte
rescatarnos a nosotros cautivos. Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo
ha de venir luego en la gloria de su majestad a lanzar en el fuego eterno a
todos los malditos que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a
todos los que te conocieron y te adoraron y en penitencia te sirvieron: Venid,
benditos de mi Padre; recibid el reino
que os está preparado desde el origen del mundo (Mt 25,34) (SAN FRANCISCO:
Opúsculos: Primera Regla de los Frailes Menores, XXIII).
- Gracias en las aflicciones y sufrimientos
San
Francisco, ya por el dolor de la enfermedad, ya por la multitud de ratones que
le daban grandísima molestia, no pudo descansar nada ni de día ni de noche. Y
como se prolongase este trabajo y tribulación, comenzó a pensar y reconocer que
todo era castigo de Dios por sus pecados, y se puso a darle gracias de todo
corazón y también de palabra, diciendo en alta voz:
¡Señor mío, digno soy de todo esto y de
mucho más! Señor mío Jesucristo, pastor bueno que muestras tu misericordia con
nosotros, indignos pecadores, en darnos diversas penas y aflicciones
corporales, concede virtud y gracia a esta ovejuela tuya para que por ninguna
enfermedad, aflicción ni dolor me separe de Ti (SAN FRANCISCO: Las
Florecillas, XVIII).
ALEGRÍA
En la Salve
a la Virgen María, le rogamos para que nos ayude y auxilie en este valle de lágrimas, en esta vida temporal
nuestra, a lo largo de la cual experimentamos tantas pruebas y aflicciones,
tantos sufrimientos y dolor…
Pese a ello, no podemos caer en la tristeza, pues de eso se sirve Satanás (que significa adversario: él es el gran enemigo nuestro), para alejar a las almas de Dios y del gusto por las cosas de Dios, para luego arrastrarlas al pecado y conducirlas a la perdición eterna.
¡Y es que un
cristiano, jamás puede estar triste! ¡Que estén tristes los que no conocen, los
que no aman a Dios; aquellos que viven sin esperanza, aquellos que no saben del
amor de Dios por nosotros manifestado en Cristo Jesús!...
Podemos
estar tristes, ni vivir cariacontecidos, como apesadumbrados y pesimistas,
cabizbajos y derrotados!... El Señor Jesús ha vencido al demonio y ha derrotado
el poder de la muerte y del pecado, que nos esclavizaban. En Él somos criaturas
nuevas, hombres y mujeres nuevos, pues estamos vivificados por el Espíritu
Santo. Él tiene que fructificar en nuestras almas, llenándonos de alegría, de
paz y de gozo.
Sabiendo que
somos amados por Dios, que Él se ha entregado por nosotros a la muerte, para
librarnos de la muerte eterna, que Jesucristo desde el cielo aboga ante el
Padre a favor nuestro para que alcancemos la eterna salvación y que nos otorga
cuantas gracias y dones salvíficos necesitamos (sacramentos, oración,
penitencia…), para ser santos y llegar al cielo… ¡Si consideramos todo esto, de
ningún modo podemos caer en la tristeza!
Pero no
basta con no estar tristes. De nosotros se espera algo más. Hemos de vivir en
la alegría de los hijos de Dios, de aquellos que se saben liberados, redimidos,
santificados y salvados en Cristo Jesús. ¡La victoria de Cristo Resucitado es
nuestra victoria! ¡Su glorificación en el cielo es nuestra glorificación!...
¡Su Reino celeste, pronto será nuestro, cosa que ya es por la vida de la gracia
que participamos, sabiéndonos divinizados, santificados!...
Por esto
mismo, para no caer en la tristeza, hemos de vivir la fe con alegría, y hemos
de celebrar la Redención de Cristo, que victorioso nos dice: ¡Ánimo, Yo he vencido al mundo!... ¡Y nosotros venceremos con Él,
ahora, en este mundo, y después de la muerte, para siempre!
Vivamos,
pues, con entusiasmo nuestra fe, ¡estemos firmemente seguros de nuestra
victoria y salvación, y no habrá nada, ni nadie, que podrá apagar la alegría
que Cristo ha suscitado en nuestros corazones!... y si alguien está triste, que siga el consejo
del Apóstol san Pablo, que escribió: ¿Alguno de vosotros está triste?... ¡Que
haga oración!... Y, en otro pasaje, consciente de la importancia que tiene la
alegría en la vida del cristiano escribió: Estad siempre alegres en el Señor.
Os lo repito: estad alegres. Hemos de estarlo porque Cristo nos ama, y porque
nos espera en el cielo. ¡Y porque ya, en Cristo, por la gracia, vivimos en el
cielo!... ¡Y porque la alegría está presente en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha dado, y que nos comunica la Vida y santidad de
Dios, su misma alegría!...
San
Francisco, y sus seguidores, habiéndose entregado con todas las fuerzas de sus
corazones al amor de Cristo, y en el servicio de su Iglesia santa, destacaban
por su alegría. Destacaban, llamaban la atención por su alegría. Era una
alegría contagiosa, y que transmitían a los demás como por ósmosis, sin apenas
darse cuenta. De ahí que en pasando pocos años, desde que Francisco iniciara su
camino de entrega a Dios, le siguieran tantos y tantos frailes, pues todos
ellos anhelaban participar de la felicidad de Il Poverello, Pobrecillo de Jesús.
Es que
Francisco v RUS hermanos religiosos vivían felices y alegres porque vivían para
Dios, y para servir a sus hermanos los hombres. Su alegría, su felicidad era
inmensa porque pertenecían por entero a Dios. Especialmente, porque Francisco
se había desposado con la santa pobreza, que libera los corazones de tantos
lazos y vanas inquietudes, que ahogan y esclavizan los corazones impidiendo
amar y respirar el amor y la paz de Dios.
Además,
gracias a su entrega a Dios, en perfecta castidad, Francisco se había
transformado en juglar de Dios, enamorado profundamente de Cristo. De ahí que
se lamentara tanto cuando, en sus caminatas por toda Italia y parte del
extranjero, encontraba hombres y mujeres que no amaban a Dios. Él se dolía
inmensamente, y a voz en grito exclamaba por todos los sitios, como queriendo
consolar al Amado y reparar tantas ofensas y desprecios: ¡El Amor no es amado!
¡El Amor no es amado!... En verdad, Francisco era un hombre que sabía amar, y
que había entregado su vida entera al Amor de los amores, a la causa del amor…
Y Francisco
vivía feliz, liberado de sí mismo, porque no hacía aquello que pudiera venirle
en gana, su capricho personal… Francisco, al igual que Cristo, no tenía otra
voluntad que cumplir cuanto el Padre dispusiera de Él. Y así vivió en
obediencia, liberado de sus pasiones y antojos, libre de sus veleidades.
Animado
Francisco del espíritu genuinamente evangélico, decía a sus hijos y hermanos
espirituales: Cuando el siervo de Dios se
siente conturbado por alguna cosa, como puede suceder, debe acudir prontamente
a la oración y permanecer en presencia del Padre celestial hasta recobrar su
saludable alegría. La tristeza y la pesadumbre en el seguimiento del Señor
sólo se superan con una renovada entrega, intensificando la oración y el
espíritu de penitencia. Y si alguno, por haber pecado, está triste, acuda a
reconciliarse con Dios por medio del sacramento de la Penitencia.
Y Francisco
enseñó a sus discípulos que manteniendo el espíritu alegre, el maligno, el
enemigo de nuestras aliñas –el demonio- no podrá causarnos daño. Y si, por
debilidad, lo lograra, ¡todo tiene solución pidiendo humildemente perdón a Dios
por las faltas o pecados cometidos!
Para
Francisco, ver a un hermano suyo triste, a un religioso, a un hombre entregado
a Dios, era algo incomprensible. Sin duda alguna, constituye un antitestimonio
y un flaco servicio a la caridad debida al prójimo, pues quien está triste no
hace otra cosa que generar mal ambiente en derredor suyo y entristecer a los
demás. De ahí que, con prontitud de ánimo, Francisco exhortara a los tristes a
superar las causas de su tristeza y a vivir en el gozo y en la alegría de
saberse amados por el Señor, inmensamente queridos y siempre perdonados. Además
de procurar Francisco que el mal ambiente no se filtrara en las comunidades
religiosas, promovía con todas su fuerzas cuanto pudiera redundar en gozo y
alegría de los hermanos. Y, él mismo, para superar posibles tentaciones de
tristeza se apoyaba en la candad fraterna, sabiéndose amado y apoyado por sus
hermanos religiosos.
Esta alegría
que vivió siempre Francisco, también la tuvo santa Clara. No podía ser de otro
modo. Ella, como hija espiritual suya, pronto se imbuyó del mismo espíritu
alegre, fruto de la entrega radical del corazón hecha al amor de Dios y del
amor a las hermanas. Al igual que su padre, Francisco, Clara de Asís siempre
inculcó la alegría a sus hijas religiosas contemplativas, notando que la
alegría es fruto del amor y del sacrificio, y de la fiel observancia del
espíritu religioso, viviendo en todo momento una entrega ardiente al Esposo del
alma.
- La tristeza, instrumento del demonio: dejar la oración
Decía: Cuando el siervo de Dios se siente
conturbado por alguna cosa, como puede suceder, debe acudir prontamente a la
oración y permanecer en presencia del Padre celestial hasta recobrar su
saludable alegría. Pues si se entretiene en la tristeza, el habilísimo demonio
se siente con fuerzas, tanto que, si no se aleja con lágrimas, engendra en el
corazón una pereza continua (SAN FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida de san
Francisco de Asís, Vida segunda, II, XII, LXXXVIII, 125).
- Conservar la alegría siempre, tanto en lo próspero como en lo adverso
San
Francisco dijo: Mientras el siervo de
Dios conserve la alegría, tanto en las cosas prósperas como en las adversas,
nos será imposible encontrar medio para apoderarnos de él o de causarle mal
alguno. En cambio, se alegran los demonios cuando logran extinguir, o al menos
impedir algún tanto, esa santa y piadosa alegría, que proviene de la fervorosa
oración v rip> te práctica de otras obras buenas (SAN FRANCISCO, en
Espejo de perfección, VIII, XCV).
- La alegría espiritual ahuyenta al demonio
Dijo san
Francisco: Es cierto que si el enemigo
infernal puede infiltrar algo de su malicia en el corazón de cualquier siervo
de Dios, si éste no sabe ni procura rechazarlo de sí cuanto antes por medio de
la oración y de una sincera confesión, pronto conseguirá aquel maligno tentador
hacer de un delgado cabello una gruesa maroma con que ir arrastrándole hacia el
mal. Por lo cual, hermanos míos carísimos, ya que esta alegría espiritual procede
de la pureza del alma y del frecuente ejercicio de la oración, si queremos
adquirir y conservar estas dos cosas, debemos procurar principalmente llegar a
poseer en nuestro interior y exterior esta santa alegría espiritual, que tanto
deseo y me complazco en ver y observar en mí y en vosotros, para edificación de
los prójimos y vergüenza de nuestro enemigo infernal. A éste y a iodos sus
compañeros pertenece estar tristes; a nosotros, en cambio, alegrarnos y
regocijarnos siempre en el Señor (Ibi., VIII, XCV).
- Alegría y caridad fraterna para vencer al demonio
El
bienaventurado Francisco solía decir: Sé
que los demonios me tienen envidia por los beneficios que el Señor se ha
dignado concederme. Observo que, no pudiendo dañarme ellos por sí mismos, se
empeñan y procuran hacerlo por medio de mis compañeros. Y cuando, por ventura,
ni por mí ni por mis religiosos consiguen hacerme daño alguno, entonces se
ausentan llenos de confusión. Más aún, si alguna vez me siento tentado o
entristecido, con sólo pensar en la alegría de un compañero, al momento y sin
otra diligencia la tentación y tristeza se me cambian en la más perfecta
alegría (Ibi., VIII, XCVI).
- Vivir con alegría y hacer alegre la vida de los demás
El santo
Padre no dejaba de reprender a cuantos manifestaban exteriormente alguna
tristeza. En efecto; en cierta ocasión reprendió a uno de sus compañeros, a
quien notó triste y cabizbajo, y le preguntó: ¿Por qué te empeñas en manifestar exteriormente el dolor y tristeza que
te producen tus culpas? Procura mostrar esa tristeza solamente a Dios, y
ruégale encarecidamente que por su infinita misericordia se digne concederte el
perdón y “devuelva a tu alma la alegría de su salud”, de la cual se vio privada
por el pecado. Pero delante de mí y de los demás procura presentarte siempre
alegre, pues al verdadero siervo de Dios no le conviene aparecer triste o
cariacontecido, ni delante de sus hermanos ni de otra persona alguna (Ibi.,
VIII, XCVI).
- Dónde está la verdadera alegría
En una de
sus amonestaciones hechas a los frailes enseñaba claramente cuál debe ser la
verdadera alegría de un siervo de Dios, diciendo: Bienaventurado es aquel religioso que pone todo su gozo y alegría en
meditar las palabras del Señor y en contemplar sus divinas maravillas,
provocando de este modo a los hombres al amor de Dios con alegría y júbilo de
corazón. En cambio, ¡ay de aquel religioso que se recrea con palabras ociosas e
insustanciales, al objeto de provocar la risa en los demás! (Ibi., VIII,
XCVI).
- Alegría por ser esposa de Cristo y corredentora
Te considero
cooperadora del mismo Dios y sustentadora de los miembros vacilantes de su
Cuerpo inefable.
Dime: ¿quién
no se alegraría de gozos tan envidiables. Pues alégrate también tú siempre en
el Señor, carísima, y no te dejes envolver por ninguna tiniebla ni amargura
(SANTA CLARA: Carta III a la beata Inés
de Praga, 1238, 1-2).
ÁNGEL DE LA GUARDA
La presencia
y acción de los ángeles está testimoniada en los escritos del Antiguo
Testamento, pues Dios creó todo, lo visible e invisible. Además los espíritus
angélicos, a menudo, actuaban como enviados de Dios a los hombres, servidores
de sus órdenes y mandatos y presentes en el culto divino. Pero no se afirma
explícitamente que Dios hubiera otorgado a los hombres un ángel propio, llamado custodio
o ángel de la guarda.
Es a partir de la revelación hecha por Jesucristo cuando consideramos su existencia. No en vano, el Señor Jesús, hablando de los niños, afirmó que sus ángeles estaban en la presencia de su Padre Dios. Y el Señor fue reconfortado en el Huerto de los Olivos por un ángel, que bien pudo ser su ángel propio, en cuanto Hombre que es.
Nada más
nacer la Iglesia, comenzaron las primeras persecuciones y Pedro fue
encarcelado. La Iglesia entera temía por él (pues Santiago el Mayor había sido
martirizado). Todos oraban por él, a fin de que Dios lo preservara de la
muerte. Liberado de la cárcel, con la ayuda del ángel, Pedro va el encuentro de
los cristianos. Al llamar a la puerta donde se encontraban, la sirvienta nada
más reconocer la voz de Pedro fue corriendo al encuentro de los demás
discípulos, preguntándose con toda naturalidad: partir de entonces, los
primeros cristianos, trataron con suma naturalidad los ángeles de la guarda, o
custodios, que tienen como fin ayudarnos en nuestra santificación y conducirnos
hacia el cielo. De tal forma que esto ya llegado a ser una dimensión más de la
vida de los discípulos de Cristo, constituyendo una fuente de devoción y de
oración genuinamente cristianas. Y así es en nuestros días: ¿Qué niño hay que
no invoque a su ángel?, ¿qué cristiano fervoroso que no acuda a su protección y
amistad?, ¿quién que no pretenda ser librado de los enemigos de su
santificación y alcanzar felizmente la vida eterna?...
Los
testigos, y biógrafos de la vida de san Francisco testimonian su amor hacia el
ángel de la guarda. De modo que: A los
tales –decía Francisco– debemos
siempre reverenciar como a compañeros; e invocarlos como a nuestros custodios.
Procuremos,
pues, siguiendo las huellas y el ejemplo de san Francisco imitarle en esta
devoción tan consolidada en la Iglesia de Dios. Hagámoslo con verdadero fervor
espiritual, procurando el trato y amistad frecuente con el custodio. Su ayuda e
intercesión ante Dios nos serán de gran valor a fin de sortear los peligros
espirituales –además de los materiales, o simplemente humanos- que podamos
experimentar en el transcurso de nuestras vidas. Ellos, además, como cómplices
en la difícil labor de nuestra santificación nos ayudarán poderosísimamente.
También nos ayudarán en nuestra labor apostólica, como cómplices y
colaboradores en ese empeño constante que hemos de tener: ganar a otros para
Cristo.
Vivamos,
pues, de tal modo, en profunda unidad y sintonía con el ángel custodio, que en
el día del juicio el Señor también le pueda felicitar por su labor bien hecha;
y él mismo alegrarse inmensamente con nuestra salvación eterna.
24. Reverenciarles: actuar bien ante ellos
Veneraba con
grandísimo afecto a los ángeles, que permanecen junto a nosotros en la lucha y
que en nuestra compañía caminan en medio de las sombras de la muerte. A los tales –decía- debemos siempre reverenciar como a compañeros; e invocarlos como a
nuestros custodios. Enseñaba a no ofender su presencia y a no hacer ante
ellos lo que no se haría ante los hombres. Por razón de que en el coro se
cantaba en presencia de los ángeles, quería que cuantos pudieran asistiesen al
oratorio y allí salmodiasen con atención. A menudo decía también que a San
Miguel se le debía honrar con particular distinción, porque tiene el oficio de
presentar las almas a juicio. Por esto, en honor de San Miguel, entre la fiesta
de la Asunción y la del Arcángel, ayunaba devotamente cuarenta días. Aconsejaba
que se debía tributar a Dios alabanza u oferta especial en honor de tan gran
príncipe (SAN FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida
de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, CXLIX, 197).
CONFIANZA
Dios es
Padre providente y amorosísimo. El gobierna y rige el universo. Nada hay que
escape a su voluntad, ni a su poder. Es Todopoderoso, misericordiosísimo,
bondadosísimo, justísimo… Sus hijos, cuantos creemos en Él, sabemos de su
bondad, pues compadecido de nuestro extravío, a causa de los pecados, no dudó
en sacrificar a su Hijo unigénito, Jesucristo nuestro Señor, para que en Él
alcanzáramos el perdón y la salvación eterna.
Y Jesús nos
habló tanto de su paternidad, que nos enseñó a orar para que no nos faltara el
pan nuestro de cada día (Mt 6,11), y con él todos los bienes (tanto materiales
como espirituales). El nos enseñó a confiar en su amor y en el poder de su
gracia.
Por eso,
invitándonos a vivir con la sencillez y confianza de los hijos de Dios, nos
enseñó a abandonar nuestras inquietudes en el Padre, pues Él se ocupa de
nosotros, sin que nada cuanto se refiera a nuestras necesidades se le pase
oculto o desapercibido. Pero –claro está- para vivir así hemos de creer en
Dios, sabernos hijos suyos y entregarnos al cumplimiento de su voluntad,
conforme a su beneplácito.
Nada ha de
oscurecer esta confianza en nuestras almas. Para ello habremos de vivir como
hijos chiquitines, abandonados en las manos de su Padre, para que Él pueda
hacer y disponer de nosotros a su capricho, sin límite alguno, como le parezca
oportuno, teniendo presente el máximo bien posible: su glorificación y la salvación
de las almas. ¡Esto es lo único que nos ha de interesar!... Y si Dios quiere
servirse de nosotros, ¡que lo pueda hacer con entera libertad, pues somos suyos
y para Él, ya que no nos pertenecemos, ni queremos vivir para nosotros ni para
nuestros intereses!...
De ahí que
el Buen Jesús nos inculcara tener esta confianza, diciéndonos que así como Dios
se cuida de los pájaros del cielo y de las hierbas del campo, -con mucha más
razón se ocupará de nosotros, pues le somos mucho más valiosos y queridos.
San
Francisco, penetrado de este mismo espíritu, impulsó a sus religiosos a vivir
fuertemente con esta confianza: atended tan sólo a orar y alabar a Dios, y
dejadle a Él todo el cuidado del cuerpo; porque tiene especial providencia de
vosotros. Él tenía conciencia clara de saberse hijo de Dios, hijo amado, a
quien Dios no puede abandonar ni dejar desasistido. ¡Dios es buen Padre!, ¡el
mejor de los padres! El nos ama con ternura y solicitud vigilante. Nada cuanto
afecte a nuestra felicidad temporal, ni a nuestra santificación y salvación
eterna, le puede ser extraño o indiferente.
31. Exhortación de san Francisco a confiar sólo en Dios
Dijo san
Francisco:
-Por el mérito de la santa obediencia os
mando a todos los que estáis aquí reunidos que ninguno se tome cuidado o
solicitud por cosa alguna de comer o beber o de cuanto pueda ser necesario al
cuerpo, sino atended tan sólo a orar y alabar a Dios, y dejadle a Él todo el
cuidado del cuerpo; porque tiene especial providencia de vosotros (SAN
FRANCISCO: Las Florecillas, I, XVII).
32. Confianza de san Francisco en la divina Providencia
Terminó la
oración y de nuevo se presentó al Sumo Pontífice para hablarle de lo que el
Señor le había manifestado, diciéndole san Francisco: Señor, yo soy aquella mujer pobrecilla, a quien el amoroso Señor
hermoseó por su misericordia, y de la que quiso tener hijos legítimos. El Rey
de reyes me ha dicho que Él alimentará todos los hijos legítimos que de mí
tuviere, porque, si alimenta a los extraños, mucho más debe alimentar a los
legítimos. Si es verdad que el Señor da a los pecadores e indignos las cosas
temporales para que alimenten sus hijos, con mayor razón las dará a los varones
que las hayan merecido (SAN FRANCISCO, en Leyenda de los tres compañeros,
XII, 51).
33. Dios asiste a los que se le confían
Dijo a cada
uno (de los que Francisco envió al apostolado): Pon todo tu pensamiento y cuidado en el Señor, y Él te asistirá
(SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san
Francisco de Asís, Vida primera, I, XII, 29).
CONVERSIÓN
Llama la
atención, fuertemente, cómo Francisco estaba firmemente convencido de ser un
pecador, ¡el mayor de los pecadores!... Decía a menudo que si otros hubieran
recibido las gracias que él alcanzó de Dios, le habrían servido mucho mejor…
Además, Francisco
tenía memoria de su vida anterior, desde su más temprana juventud hasta el
momento de su conversión. Sabía de sus pecados e infidelidades, de su vida
alegre y ligera, sin sentido de responsabilidad… Jamás se le borraría de la
mente cómo pasó tantos años viviendo una vida superficial, malgastando el
dinero y viviendo entregado al placer y al disfrute sensual, sin otra
preocupación que darse el gusto en todo y vivir muellemente.
¡Mucho hubo
de trabajar Dios hasta convertir a Francisco!... Pero con paciencia divina,
conforme a los plazos y tiempos divinos, la gracia de Cristo se fue filtrando
en su alma. Y Francisco, como sin apenas darse cuenta, fue correspondiendo fiel
y generosamente.
Sabía bien
que no era bueno, que si amaba a Dios era por su bondad y misericordia y que
pese a sus innumerables pecados y falta
de correspondencia, ¡Dios se había apiadado de él, se había compadecido de sus
miserias!...
Una vez
convertido el joven Francisco, ¡con que energía, con qué generosidad y celo se
entregó al amor de Dios!... ¡Cómo deseaba prender fuego divino en las almas, de
modo que el mundo universo ardiera en el amor de Dios!... ¡Con qué solicitud
veló por el bien de la Iglesia, cuan a pecho tomó la recomendación que el Señor
le encargara en la iglesia de san Damián: “Francisco, restaura mi Iglesia”!
¡Con qué celo y viva inquietud veló por la santidad de los religiosos y
religiosas, encomendados a su cuidado de buen pastor!... Ciertamente, desde que
conoció al Señor, y se entregara con todas sus fuerzas a su servicio, Francisco
ya no supo –ni quiso saber- del descanso, de cuidarse, de procurar su bien y
confort… ¡Ya no vivía sino para Dios y las almas!...
34. Arrepentimiento y conversión de Francisco
Postrado
ante el Criador de todas las cosas, recordaba con indecible amargura de su alma
los años anteriores, tan mal empleados, y repetía sin cesar aquellas palabras:
“Señor, ten piedad de mí, pecador” (SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san
Francisco de Asís, Vida primera, I, XI, 26).
CRUZ
De entre las
muchas realidades, o dimensiones de la vida espiritual, si en algo destaca
Francisco es por su amor a la Cruz. En ello empleó buena parte de sus energías
y de su tiempo. Sin duda alguna, si algo le gustaba contemplar era a Cristo
inmolado en la Cruz por nuestros pecados. La Cruz, junto con los santos
Evangelios, era el libro de su vida espiritual, donde se nutría y bebía
incesantemente. Y de la contemplación del Crucificado extraía fuerzas para
proseguir su vida de sufrimiento, de inmolación, en orden a alcanzar gracia de
Dios a favor de otros hombres, para que se convirtieran y así alcanzaran la
eterna salvación. Es célebre esa estampa, o escena, de la vida de san
Francisco: lo representan “de puntillas” ante el Señor crucificado, hasta
alcanzar con sus labios el costado de Jesús y succionar amorosamente la divina
Sangre, que otorga el perdón de los pecados y enardece el alma en amor divino.
Por otra
parte, la vida de Francisco –como la de todos los santos, de cuantos han
querido seguir al Salvador- fue de Cruz. Ya lo señaló san Pablo escribiendo a
su discípulo Timoteo: El que pretenda
servir al Señor, dispóngase a sufrir (2 Tm 3,12). En otro pasaje escribió: ¿en qué me gloriaré si no es en la cruz de
Cristo? (Gá 6,14) Y es que el mismo Señor Jesús, teniendo presente cuál iba
a ser su destino, cómo habría de ser Sacrificado en el infame madero por la
salvación de los hombres, dijo: El que
quiera ser discípulo mío, cargue con su cruz de cada día y sígame (Mt
16,24).
Esto es lo
que hizo san Francisco. Lo hizo, lo vivió intensamente, pues era un auténtico
enamorado de Cristo, ¡un juglar divino!, dedicado en alma y cuerpo a ensalzar a
su Señor y trabajar por El y por su gloria. Toda la vida de Francisco, desde
que comenzara a seguir al Maestro fue de Cruz, de renuncia y sacrificio.
Múltiples y gravísimos fueron los obstáculos que hubo de superar para vivir su
vocación. Y al igual que él, Clara de Asís, y su hermana santa Inés. Cruz fue
todo su trabajo por recibir a los primeros discípulos, dispuestos a entregar
todo para amar a Dios y servir al apostolado de la Iglesia. Cruz fue su vida
pobre y austera, intensamente penitente, pues Francisco – siguiendo las huellas
del Salvador- bien comprendió que así es como se ganan las almas para Dios, ¡no
hay otro camino!... Cruz, y fuerte cruz, fueron sus luchas por sacar adelante
la Orden de Frailes Menores, cosa que hubo de hacer con tanto sacrificio: ¡sólo
en el amor a Cristo, y a los hermanos, pudo hallar la fuerza que le impulsara
en ese empeño de amor!... Y cruz fueron los últimos años de su vida, cargado de
enfermedades y sufrimientos en el cuerpo. Y más en el alma, padeciendo una
fuerte noche oscura del alma, en la que sólo santa Clara pudo introducir cariño
y estímulo fortaleciente.
¡Tanta Cruz,
tanto sufrimiento, tanto dolor, tanta contradicción!... ¡Así de grande fue
luego la cosecha de vocaciones y el fecundo apostolado que los franciscanos
alcanzaron de Dios! Y, como colofón a su amor a la Cruz, los estigmas que el
Crucificado, en forma de serafín, plasmó en Francisco sobre el monte Alvernia.
¡A partir de entonces, Francisco pasó a ser un Cristo viviente, “el Cristo de
la Edad Media”, como fue llamado ya en su tiempo!
Verdaderamente,
Francisco amó la cruz hasta el delirio, con pasión y fuerza, con todas las
energías de su alma. ¡Y es que siempre quiso amar a Cristo Jesús hasta el
extremo, a fin de dar la vida por Él, siendo inmolado en santo martirio!... De
ahí las hermosas palabras suyas, que siguen a continuación. Clara de Asís, como
buena discípula y hermana en Cristo, le siguió muy de cerca, a la zaga en esa
locura divina por la cruz…
37. Amor a la Cruz de san Francisco
El día de la
Cruz, San Francisco se levantó temprano, antes de amanecer, y se puso en
oración delante de la puerta de la celda, mirando hacia el Oriente, y oró en
esta forma:
-Señor mío
Jesucristo, dos gracias te ruego que me concedas antes de morirme: la primera,
que sienta yo en mi cuerpo y en mi alma, en cuanto sea pos/ble, el dolor que
Tú, dulcísimo Jesús, sufriste en tu acerbísima pasión; la segunda, que sienta
yo en mi corazón, en cuanto sea posible, aquel excesivo amor que a Ti, Hijo de
Dios, te llevó a sufrir voluntariamenfe fanfos tormentos por nosotros,
pecadores (SAN FRANCISCO: Las Florecillas. II. III).
38. Abyección: sus bienes
Mucho se
gozó en el Señor el bienaventurado Francisco al ver que, aun siendo nosotras
débiles y frágiles corporalmente, no rehusábamos indigencia alguna, pobreza,
trabajo, tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo, sino que más bien
considerábamos estas cosas como grandes delicias según lo había comprobado
frecuentemente examinándonos con los ejemplos de los santos y de sus hermanos.
Y movido a piedad para con nosotras, como si de sus hermanos se tratara, se
comprometió a tener por sí mismo y por su religión, un cuidado diligente y
solicitud especial a favor nuestro (SANTA CLARA: Testamento de santa Clara, 4).
DEMONIO
El demonio
es el enemigo. Adversario, de Dios y de los hombres. Que existe no hay duda,
pues por sus asechanzas Adán y Eva pecaron (cf. Gen 3, 1-7). Él, lleno de
envidia por haber caído en desgracia eterna al rebelarse contra Dios, quiso
arrancar a nuestros primeros padres la felicidad que tenían viviendo en amistad
y comunión con Dios. Adán y Eva pecaron, y en ellos pecamos todos nosotros.
Por el
pecado original el hombre tiende incesantemente al mal y al pecado. El demonio
se sigue valiendo de nuestra debilidad humana (pues aun cuando el pecado se
borre por el santo Bautismo, permanece en nosotros la tendencia a pecar), para
apartarnos de Dios. No en vano, la Iglesia reconoce en el demonio a nuestro
rival y enemigo, que nos combate incesantemente a fin de apartarnos de Dios.
Además de luchar contra él, hemos de vencer las inclinaciones desordenadas de
la carne, la sensualidad. También hemos de procurar vencernos por resistir los
halagos de un mundo que no conoce a Dios, y que pretende construirse al margen
de su ley, cuando no en abierta oposición y rechazo. En definitiva, como
sabemos por la doctrina católica, fres son los enemigos del alma: el mundo, el
demonio y la carne.
Nuestro
Señor Jesucristo, además de realizar la obra de nuestra redención, liberándonos
del poder del demonio, quiso otorgarnos el perdón y la gracia de la filiación
divina. Habiéndonos liberado del pecado, rompió las cadenas que nos
esclavizaban a Satanás. Y los demonios fueron vencidos v derrotados.
Gracias al
Señor, unidos íntimamente a Él, nosotros también podremos vencer al demonio. Es
verdad que él siempre tratará combatirnos, pues no habiendo podido derrotar a
la Inmaculada, María Santísima –como dice el
autor del Apocalipsis-, el demonio se fue a combatir al resto de sus hijos
(Ap 12,17). Unidos a María, también, podremos vencer fácilmente al demonio.
Bastará que tengamos presenté el ejemplo y enseñanzas del Señor en los santos
Evangelios: que vivamos una intensa vida de oración y de penitencia, que
procuremos frecuentar los sacramentos…
Por la
lectura de los libros del Nuevo Testamento, sabemos bien del poder y astucia
del demonio, de sus insidias contra nosotros y de su profunda enemistad y odio
hacia Dios. Él siempre está dispuesto a inducirnos al pecado, pues es como un
león rugiente, que da vueltas en derredor nuestro, para echarnos el zarpazo y
apartarnos del Señor, de su amor y de su Vida (cf.).
Teniendo
presente todo esto, comprendemos bien que san Francisco tuviera que luchar
tanto contra el demonio y sus asechanzas. Desde que se convirtiera a Dios,
Francisco hubo de luchar por reafirmarse en su voluntad de servir al Señor y
procurar con todas sus fuerzas alcanzar la santidad, la perfección del amor. ¡Y
es que el demonio nunca da por perdida a un alma!... Siempre trata de ganarlo
nuevamente para el pecado y la corrupción. El Pobrecillo de Asís mucho hubo de
luchar contra el maligno. De su experiencia, de su lucha ascética, nos dejó
algunos consejos, que nos servirán de gran ayuda en nuestro combate espiritual.
39. Paciencia del demonio en hacer caer en la tentación
Proseguía
entonces el bienaventurado Padre: Cuando
hay excesiva seguridad, se precave uno
menos del enemigo. El diablo, si puede llegar a coger al hombre por un
cabello, hace que éste se convierta en maroma. Si durante muchos años no puede
hacer caer al que tienta, no le molesta la tardanza, si logra que al fin caiga.
Pues éste es su ofició, y ni de noche ni de día se ocupa en otra cosa (SAN
FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, IX,
LXXIX, 113).
40. La tristeza, instrumento del demonio
Decía
también: El diablo se alegra en gran manera cuando puede arrebatar la paz de
espíritu a algún siervo de Dios. Lleva consigo como unos polvos, que procura
esparcir en los pequeños poros de la conciencia por si puede manchar el candor
de la mente y la pureza de la vida. Empero –añadía-, si la alegría espiritual
llena los corazones, en vano esparce su veneno la infernal serpiente. No pueden
los demonios dañar al servidor de Cristo cuando le ven rebosando alegría santa.
Mas, si el ánimo está lloroso, desconsolado y triste, con facilidad es absorbido
por la tristeza o se entrega con demasía a los goces vanos (Ibi., II, XII,
LXXXVIII, 125).
41. Confianza de san Francisco en la lucha contra los demonios
Aparecía más
sólido en la virtud y más fervoroso en la oración, diciendo lleno de confianza
a Cristo aquello del Salmista: Defiéndeme,
Señor, bajo la sombra de tus alas, de la presencia de aquellos que me llenaron
de aflicción. Dirigíase después a los demonios, y les decía: Espíritus malignos
y perversos, atormentadme cuanto podáis; que nunca podréis más de aquello que
os conceda la mano del Señor. Por mi parte estoy dispuesto a sufrir con sumo
gozo cuanto Él quiera consentiros. Y los demonios, ante tan admirable
constancia, huían llenos de furor y de rabia (SAN FRANCISCO, en SAN
BUENAVENTURA: Leyenda de san Francisco de Asís, X, 3).
DIOS
La vida de
Francisco fue una vida amor de Dios. El Señor Jesús le salió al paso, le pidió
que trabajara en la restauración de su Iglesia (es decir, que contribuyera a
conferirle nuevo esplendor por medio de la santidad y el apostolado) y que
diera nacimiento a una nueva familia religiosa, la Orden de los Frailes
Menores.
Y Francisco
puso en ello todo su empeño, todas sus cualidades, y toda su capacidad de
trabajo y de sufrimiento… Verdaderamente, Francisco no vivió para sí mismo. Él
entendió a la perfección el llamamiento del Señor: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderé; pero quien
pierda su vida por mí, ése la salvará (Lc 9, 23-24).
Por esto, su
vida fue de entrega y servicio a Dios, al único Dios existente. Al Dios
revelado y testimoniado por Cristo Jesús: Uno y Trino. La vida de Francisco fue
–como debe ser en todo cristiano- una vida realizada en proyección trinitaria:
tratando a la Santísima Trinidad, y a cada una de sus Personas divinas.
Donde
Francisco, especialmente, se encontró con Dios fue en el Crucificado y en la
Eucaristía, manjar de los ángeles y alimento de los hijos de Dios. ¡Sublime es
la presencia de Cristo en la Eucaristía! Si lo contemplamos en Belén, hecho
Niño, ahí nos oculta su Divinidad. Pero en la Eucaristía también se oculta su
Humanidad. Sin embargo, en la Sagrada Eucaristía está presente el Señor, todo
Él, entero… Está con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y Divinidad… ¡Es el
mismo Jesús que nació de María Virgen, que murió en la Cruz, que resucitó al
tercer día y se ha sentado a la derecha del Padre en los cielos!... ¡Es el
mismo ante quien compareceremos para ser juzgados! ¡Él es el Señor del
universo!
46. Fe en el Dios revelado por Jesucristo: fe en la Eucaristía
Dijo el
Señor a sus discípulos: Yo soy el camino,
la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por mí. Si me hubierais conocido
a mí, hubierais sin duda conocido a mi Padre, y de hoy en adelante le
conoceréis, y le habéis visto. Dícele Felipe: Señor, muéstranos al Padre, y eso
nos basta. Jesús le responde: Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no
me habéis conocido? Felipe, quien me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn
14,6). Mi Padre habita en luz inaccesible
(1 Tm 6,16). Y Dios es espíritu, y a Dios
nadie le ha visto nunca (Jn 1,18; 4,24). Porque Dios es espíritu, por lo
mismo no puede ser visto si no es en espíritu, ya que el espíritu es el que
vivifica, mas la carne nada aprovecha (Jn 6,63). Pero ni el Hijo, en lo que es
igual al Padre, es visto por alguno de distinto modo que el Padre o el Espíritu
Santo. De donde todos aquellos que vieron al Señor Jesucristo según la
humanidad y no vieron ni creyeron según el espíritu y la divinidad que Él era
el verdadero Hijo de Dios, son condenados. Así también ahora todos los que ven
el Sacramento que se consagra sobre el altar con las palabras del Señor, por
las manos del sacerdote, en forma de pan y vino, y no ven y no creen según el
espíritu y la divinidad que es verdaderamente el cuerpo y sangre de Nuestro
Señor Jesucristo, también son condenados, como lo atestigua el mismo Altísimo,
que dice: Este es mi cuerpo y la sangre
del Nuevo Testamento (Mc 14, 22-24), y
quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Palabras de
exhortación,I).
47. Aprecio de san Francisco por todas las religiones .
Cierto día
preguntó un religioso a san Francisco por qué recogía con idéntico cuidado los
escritos de los paganos donde no estaba escrito el sacrosanto nombre del Señor,
a lo que respondió: Hijo mío, porque en ellos se contienen las letras con las
cuales se forma el venerando nombre de Dios. Lo bueno que en ellos hay no pertenece
a los paganos ni a algún hombre en particular, sino sólo a Dios, de quien
procede todo bien (SAN FRANCISCO, en CELANO, TV. Vida de san Francisco de Asís,
Vida primera, I, XXIX, 82).
EUCARISTÍA
La
Eucaristía es el gran invento de Jesús, la prueba de que nos ha amado hasta el
extremo, Él que murió por nosotros. Su muerte ha sido nuestra vida; su
resurrección, nuestra resurrección.
La
celebración de la Sagrada Eucaristía es el memorial del amor de Cristo, de la
Redención que realizó por nosotros. Celebrando la Eucaristía celebramos nuestra
salvación, ¡gracias a la Eucaristía tenemos al Señor con nosotros y
alcanzaremos la eterna salvación!...
La Sagrada
Eucaristía es fruto del ingenio amoroso de Dios para con nosotros. Un
sacramento que fue preparado desde la antigüedad: prefigurado en los panes
ácimos que comieron los israelitas en Egipto, el maná del desierto y los panes
del Arca de la Alianza (cf. Ex 13, 3-10; 16, 14-15; 25,30).
Y el Señor
Jesús, queriendo preparar los ánimos de los discípulos para cuando instituyera
la Eucaristía, multiplicó los panes y los peces en dos ocasiones (cf. Mt 14,
13-21; 15, 32-39) y la institución de la Eucaristía, dijo: El que come mi carne
y bebe mi sangre, tiene la vida eterna (Jn 6,54). Cosa que realizó en la noche
del Jueves Santo: el pan lo transformó en su Cuerpo y el vino en su Sangre.
Luego, dijo a los discípulos: Haced esto en memoria de mía (Lc 22,19).
Pues
Francisco, al igual que todos los santos de todos los tiempos en la Iglesia de
Dios, fue un enamorado de la Eucaristía. Vivió la pobreza hasta el extremo,
pues con ella se desposó a fin de identificarse lo más perfectamente posible
con el Señor Jesús, pobre y obediente. Y todo cuanto recibía en limosnas y
donativos lo entregaba para ayudar a los pobres y curar a los enfermos. Sin
embargo, consciente de que el Señor se hace presente en la celebración
eucarística, y que permanece con nosotros como compañero de camino en el
Sagrario, el Pobrecillo de Asís no escatimó nada para que cuanto guardara
relación con el Señor en la Eucaristía fuera digno y valioso. Consideraba que
el Señor lo merece, y que nosotros no
podemos ofrecerle cualquier cosa. Sin duda alguna, obsequiar al Señor en la
Eucaristía, tratarlo delicadamente, para él era una muestra inequívoca de fe y
de amor. De ahí que diera indicaciones tan precisas a sus frailes y monjas de
cómo deberían tratar al Señor, y procurar que todo aquello que se refiere al
culto divino fuera noble y digno de Aquel que nos amó tanto, hasta el extremo (Jn 13,1). Mostró
especial amor y devoción por la Sangre de Cristo.
Clara de
Asís fue otra mujer enamorada de la Eucaristía. Siguiendo las precisas
indicaciones de san Francisco, dedicó muchos trabajos y esfuerzos a cuidar la
Eucaristía, rodeándola de amor y de cariño (manteles, corporales…)- Muchas
horas en adoración, callada y silenciosa, pasó junto al divino Tabernáculo.
Como amara tanto al Señor escondido en las especies eucarísticas, cuando fue
preciso, Jesús Sacramentado salió en defensa de sus esposas (las vírgenes
consagradas en San Damián), encerradas en el convento, expulsando a los
¡nvasores sarracenos. Desde entonces, a santa Clara se la representa con la
custodia en mano y los enemigos de Cristo huyendo despavoridos.
50. Recibirla en gracia
Contritos y
confesados, reciban el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, con gran
humildad y veneración, recordando lo que dice el mismo Señor: El que come mi
carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna (Jn 6,54). Y esto haced en memoria
de mí (Le 22,19) (SAN FRANCISCO: Opúsculos: Primera Regla de los Frailes
Menores, XX).
51. Amor a la Eucaristía, y a todo lo relacionado con el culto
Os ruego con
el máximo interés que, cuando os pareciere conveniente, supliquéis humildemente
a los clérigos, que veneren sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre
de Muestro Señor Jesucristo y los santos nombres y palabras suyas escritas que
santifican el cuerpo. Decidles que es deber suyo tener limpios y preciosos los
cálices, los corporales, los ornamentos
del altar y todas las cosas que pertenecen al Sacrificio. Y si en algún lugar
se hallare pobrísimamente colocado el santísimo Cuerpo del Señor, sea colocado
en lugar precioso, según ordena la Iglesia, y con grande veneración y
discreción lo lleven y administren a los demás. Dondequiera que hallaren en
lugares inmundos los nombres del Señor y sus palabras escritas, deben
recogerlos y colocarlos en lugar honesto (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Cartas, A todos los Custodios).
52. Causa de nuestra salvación
Estemos
firmemente convencidos de que nadie puede salvarse sino mediante la sangre de
Nuestro Señor Jesucristo (SAN FRANCISCO: Avisos espirituales: Letras que envió a todos los fieles).
53. La Eucaristía les protegerá, y a la ciudad de Asís
Mandó que
trajesen ante ella un cofrecito donde se guardaba santísimo Sacramento del
Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y, postrándose en tierra en oración, rogó
con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras: “Señor, guarda Tú a estas
siervas tuyas, pues yo no las puedo guardar”. Entonces la testigo oyó una voz
de maravillosa suavidad, que decía: “¡Yo te defenderé siempre!” Entonces la
dicha madonna rogó también por ciudad, diciendo: “Señor, plázcate defender
también a esta ciudad”. Y aquella misma voz sonó y dijo: “La ciudad sufrirá
muchos peligros, pero será protegida”. Y entonces la dicha madonna se volvió a
las hermanas y les dijo: “No temáis, porque yo soy fiadora de que no sufriréis
mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de
Dios”. Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar mal ni daña alguno
(SANTA CLARA: Documentos biográficos y
parabiográficos: Proceso de canonización, novena testigo, n. 2).
HUMILDAD
La humildad,
¿quién es humilde?... Nadie de cuantos nos hallamos en este mundo somos
verdaderamente humildes. Todos estamos heridos por el pecado original, que
habiendo sido borrado en nosotros por el Bautismo, ha dejado una huella, una
tendencia al mal, que permanece en nosotros. Y así pecamos una y otra vez…
Todos somos
soberbios. Para ser verdaderamente humildes, hemos de esperar la muerte. Cuando
muramos esa fuerza, la concupiscencia, la soberbia, morirá en nosotros. Y
cuando llegue el día del juicio universal, y el Señor nos llame de nuevo a la
vida, entonces nos otorgará un nuevo ser, en plena y perfecta unidad con Dios y
con nosotros, de forma que entonces habrá desaparecido todo resto de soberbia y
de orgullo. Pero mientras tanto, habremos de luchar por vencer, y vencernos…
En orden a
aprender a ser humildes, lo que hemos de hacer es contemplar la vida del Señor
Jesús. Él, siendo Dios, descendió de los cielos por amor y obediencia al Padre
eterno. Bajó para salvarnos, muriendo en la Cruz por nosotros. Así, al subir al
madero en lo alto del Calvario, el Señor canceló nuestros pecados y nos alcanzó
la gracia de la filiación divina. Pero, para ello, hubo de abajarse, anonadarse
(cf. Flp 2, 68).
Por eso,
nosotros siempre hemos de estar aprendiendo de Él. Si contemplamos su vida, a
lo largo de los Evangelios, quedaremos fuertemente admirados de cómo nos amó,
de su paciencia y comprensión para con nuestras debilidades, de su abnegación y
renuncia de Sí mismo… Además, realizó tantas maravillas, obró tantos prodigios
a favor de la gente, especialmente de los más pobres y necesitados. Y sus
palabras fueron tan santas, El tan amable, tan dulce, ¡tan digno de ser
amado!... Sin embargo, pese a todo, le pagamos clavándolo en la Cruz.
Pero Él nos
comprende, nos ama y perdona. Por eso, antes de morir, dijo: Padre, perdónales porque no saben lo que
hacen (Lc 23,34). Y luego, nos dio -como en testamento vital- lo que más
quería, lo único que tenía en la tierra: su madre Santísima. Hablando desde la
Cruz, le dijo pensando en Juan (en él todos estábamos presentes): Mujer, ahí tienes a tu Hijo (Jn 19,26).
Verdaderamente,
el Señor pasó por este mundo haciendo el bien, ¡tanto bien!... ¡Y nosotros le
pagamos con males!... ¡Pero Él no cesa de amarnos, de perdonarnos; siempre
espera en nosotros, siempre tiene paciencia con nuestras debilidades y
miserias!...
¡Qué
admirable es Jesús! ¡Él es el Santo de los santos!, el Hijo de Dios hecho
Hombre para santificarnos y salvarnos. Él –con infinita paciencia y amabilísima
dulzura- nos dice: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt
11,28).
Sí, de Jesús
hemos de aprender a ser humildes. También de María Santísima, su Madre. Ella,
siendo toda santa, llena de gracia (Le 1,28), no se ensoberbeció, no se llenó
de vano orgullo cuando recibió la visita del arcángel san Gabriel, como si se
considerara importante, o notable… Ella, con suma sencillez escuchó el mensaje
celestial, y sin pedir explicaciones de ningún tipo, creyó, se fió de Dios y se
entregó a sus planes de amor. Sus palabras son tan sencillas, tan llena de luz y
claridad: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Le
1,38). Y, luego, cuando fue al encuentro de su pariente Isabel, a fin de
ayudarla, María no se infla, no se llena de sí misma, de autosatisfacción por
el milagro obrado (pues es Madre del Hijo de Dios, y Virgen), tan sólo se limita a alabar a Dios, a
glorificarlo por su inmensa grandeza y bondad, por las maravillas que ha obrado
en su sierva, la más pequeña de las hijas de Sión. Estas fueron sus
palabras: Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi
Salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava (Lc 1,
47-48). Dice: en la humildad, esto
es: “en la pequeñez, en mi nada”…
Sí, debemos
aprender a ser humildes de Jesús y de María. ¡Cuán humilde el Señor, que siendo
Señor de cielos y tierra, quiso nacer humilde y pobre en Belén! Y pasar por
tantas privaciones, sufrimientos y afrentas. Y ser entregado a la muerte, a
muerte tan vil y cruel, rodeado de criminales en el Calvario; tan ultrajado y
afrentado… ¡Y qué grande su humildad en la Eucaristía!... Se pone a nuestro
alcance, para que lo comamos y lo bebamos, para que podamos hacer con Él como
queramos… ¿Cómo le amaremos?..
Estas
consideraciones –o parecidas- fueron, sin duda, las que estarían presentes en
Francisco y en Clara de Asís. Esto lo que les movería a amar con todas sus
fuerzas a Dios, y a despojarse de sí mismos, para ser humildes. Ambos
comprendieron que sólo así podrían agradar a Dios, y propiciar que Él realizara
sus maravillas en sus almas. Francisco
es el Pobrecillo de Dios, tan
sencillo, y lleno de candor, de ingenuidad evangélica, que eso le confiere un
aire tan popular, tan amable y atractivo… Y Clara lo mismo: ¡siempre fue tan
transparente, tan clara para Dios!, ¡tan dispuesta a recibir sus gracias y a
corresponder con plena docilidad!...
Por esto
mismo, Francisco aconsejaba a sus religiosos que evitaran todo aquello que
fuera destacar o sobresalir, que no se dejaran llevar por pensamientos vanos…
Pero él no se contentaba con aconsejar: vivía la humildad, se humillaba y
auto-despreciaba. Lo hacía por convencimiento, sin caer en una humildad fácil y
aparente. Seguro de lo que decía, Francisco afirmaba ser el mayor pecador del
mundo. Por esto mismo, nada de cuanto había hecho en el servicio de Dios y de
su Iglesia santa, le parecía notable o digno de ser considerado. Decía que
había que comenzar ahora: a servir a Dios, porque
hasta el presente poco o nada hemos adelantado.
Como
Francisco fuera alabado por el pueblo, y todos lo ensalzaran por su vida santa,
él confesaba humildemente ser un pecador, y que si Dios le protegía podría caer
en eterna desgracia. Pero, precisamente por ser humilde, Francisco todos sus
dones y virtudes los atribuía a Dios; a su servicio los ponía con la total
capacidad de su entrega, consciente de que todos los bienes proceden de Él, y
que sin Él nada podría.
Por esto
mismo, por su misma humildad, no quiso que sus religiosos alcanzaran las
dignidades eclesiásticas, pues debían ser simplemente frailes menores, pues así
es como mejor servirían a la Iglesia, al tiempo que se verían libres de tantos
y tantos peligros… Además de esto, Francisco sabía encajar las humillaciones de
sus superiores jerárquicos: los amaba y obedecía.
Encontraba
algo encontraba contento, era en el desprecio y en la humillación, en el
oprobio, y en sufrir por Cristo, ¡como Él!...
56. Soberbia de Adán, su pecado: pena y castigo
Dijo el
Señor a Adán: Come de todo árbol del paraíso, mas del árbol de la ciencia del
bien y del mal no comas (Gen 2, 16-17). Adán podía comer, por lo tanto, de
todos los árboles del paraíso, y mientras no se alejó de la obediencia, no
pecó. Ahora bien: come del árbol de la ciencia del bien y del mal el que se
apropia su voluntad y se engríe de los bienes que el Señor le dio y obra en él.
De este modo, por sugestión del diablo y trasgresión del mandamiento, se le
convierten aquellos dones celestiales en manzana de la ciencia del mal. Y, por
lo mismo, conviene que sufra la pena y castigo (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Palabras de
exhortación, II).
57. No pretender destacar: sumisión
Nunca
debemos desear sobresalir entre los otros; al contrario, procuremos con empeño
ser siervos y estar sujetos a toda criatura humana por amor de Dios (SAN FRANCISCO:
Opúsculos, Avisos espirituales: Letras
que envió a todos los fieles).
58. Humildad de Francisco
En los
primeros tiempos de la Orden estaba una vez San Francisco con fray León en un
lugar donde no tenían libro para rezar el Oficio divino y cuando llegó la hora
de maitines dijo San Francisco a fray León:
Carísimo, no tenemos breviario para rezar
maitines; mas a fin de emplear el tiempo en alabar a Dios, hablaré yo y tú me
responderás lo que yo te enseñe; pero guárdate de decir otras palabras que las
que yo fe dicte. Yo diré así: “¡Oh fray Francisco, tú has hecho tantos males y
pecados en el mundo, que eres digno del infierno!” Y tú, fray León,
responderás: “Verdaderamente que mereces estar en lo más profundo del infierno”
(SAN FRANCISCO: Las Florecillas, I,
VIII).
59. Ejemplo de humildad
San
Francisco con gran fervor de espíritu, se dirigió a fray Maseo y le dijo:
-¿Quieres saber de dónde a mí?, ¿quieres
saber de dónde a mí?, ¿quieres saber de dónde a mí que todo el mundo me sigue?
Pues esto me viene de los ojos del altísimo Dios, que en todas partes
contemplan a buenos y a malos; porque aquellos ojos santísimos no han visto
entre los pecadores ninguno más vil, ni más inútil, ni más grande pecador que
yo; y no habiendo encontrado sobre la tierra criatura más vil para la obra
maravillosa que se propone hacer, me escogió a mí, para confundir la nobleza, y
la grandeza, y la belleza, y la fortaleza, y la sabiduría del mundo, a fin de
que se conozca que toda virtud y todo bien procede de Él, y no de la criatura,
y ninguno pueda gloriarse en su presencia, sino que quien se gloría se gloríe
en el Señor, al cual sea toda la honra y la gloria por siempre (Ibi., I,
IX).
60. En el servicio de Dios
San
Francisco exclamaba: Comencemos,
hermanos, a servir a Dios, porque hasta el presente poco o nada hemos
adelantado (SAN FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida de san Francisco de Asís,
Vida primera, II, VI, 103).
61. Opinión de san Francisco sobre sí mismo
Preguntó
aquel religioso al bienaventurado Francisco: “Padre, ¿qué opinión tienes de ti
mismo?” A lo que respondió: Yo me creo el
mayor de los pecadores, porque si a otro cualquiera malvado Dios le hubiera
concedido tanta misericordia como a mí, sería doblemente más espiritual que yo
(SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san
Francisco de Asís, Vida segunda, II, XI, LXXXVI, 123).
62. Humildad de san Francisco en la Iglesia
Una vez, al
llegar San Francisco a la ciudad de Imola, ciudad de la Romagna, se presentó al
Obispo del lugar y le pidió licencia para predicar allí. A lo que objetó el
Obispo: “Basta, hermano, que predique yo a mi pueblo”. Inclinó la cabeza San
Francisco y con resignación salió fuera. Transcurrida una hora escasa, entró de
nuevo. Preguntó el Obispo: “¿Qué quieres, hermano? ¿Qué solicitas esta vez?”. Y
San Francisco contestó: Señor, si el
padre cierra una puerta a su hijo, éste debe entrar por la otra. Vencido el
Obispo por tanta humildad, con rostro alegre le abrazó y le dijo: “Tú y todos
tus religiosos en adelante podréis predicar con mi general aprobación en te
podréis predicar con mi general aprobación en todo mi obispado, porque la
heroica humildad merece esta recompensa” (Ibi., II, XV, CVIII, 147).
63. Dónde está la verdadera grandeza del hombre
Acostumbraba
también repetir frecuentemente estas palabras: Lo que es el hombre delante de Dios, tanto es y nada más (SAN
FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA: Leyenda de san Francisco de Asís, VI, 1).
64. Francisco confiaba sólo en Dios, no en sí mismo
Cuantas
veces se veía ensalzado por el pueblo, exclamaba: Todavía estoy en peligro de poder mudar de estado; no queráis, pues,
alabarme como seguro (Ibi., VI, 3).
65. Francisco se despreciaba a sí mismo
Hablando
consigo mismo, decía: Francisco, si el
Señor hubiera conferido al más desalmado ladrón los dones que has recibido,
sabría agradecerlos y correspondería mucho mejor que tú (Ibi., VI, 3).
66. Servir a Dios con humildad y fidelidad
En el trato
familiar con sus religiosos, san Francisco se expresaba así: Nadie debe
neciamente gloriarse de no caer en todas aquellas culpas en que puede incurrir
un pecador. El pecador puede ayunar, hacer oración, llorar sus propias culpas y
castigar con maceraciones las rebeldías de la propia carne. Una so/a cosa no
puede hacer, y es la de ser fiel a su Señor. Sólo, pues, nos debemos gloriar en
tributar al Señor el honor que se merece y en devolverle, sirviéndole con
fidelidad, todos los bienes que nos ha concedido (Ibi, VI, 3).
67. Humildad de los religiosos franciscanos
Un día
hablaba el siervo de Dios con el Cardenal Obispo Ostiense, protector y
principal propagador de la Orden de Frailes Menores, que más tarde, según la
profecía del Santo, llegó a ser Pontífice Romano con el nombre de Gregorio IX.
Le preguntó éste si deseaba que sus religiosos fuesen promovidos a las
dignidades eclesiásticas, y Francisco le respondió: Señor,
precisamente mis frailes se llaman Menores para que nunca presuman elevarse a
cosas mayores. Si queréis, pues, que hagan fruto abundante en la Iglesia de
Dios, dejadlos y conservadlos en el estado de su propia vocación, y no
permitáis en modo alguno que sean promovidos a las honrosas prelacías de la
Iglesia (Ibi., VI, 5).
68. Humildad de san Francisco
Respondió el
humilde siervo de Cristo: Júzgome, hermano
mío, y me tengo como el más grande de los pecadores (Ibi., VI, 6).
69. Humildad y agradecimiento de san Francisco
Añadió
Francisco: Si Cristo Nuestro Señor se
hubiera mostrado tan misericordioso con el hombre “° lo ha hecho conmigo, tengo
por muy cierto que le sería mucho más agradecido (Ibi., VI, 6).
71. Francisco atribuía a Dios cuanto de bueno tenía
Francisco,
cuando era alabado y tenido por santo, respondía a tales afirmaciones: Aún no estoy seguro de llegar a tener
hijos e hijas; pues en cualquier momento en que el Señor me privase de la
divina gracia que me ha concedido, ¿qué restaría en mí sino sólo el cuerno y el
alma, cosas que también tienen los gentiles? Más aún: creo firmemente que si el
Señor se dignase conceder a un hombre infiel, o a un desalmado ladrón, los muchos
bienes espirituales que me concedió a mí, le corresponderían mucho más
perfectamente que yo. Pues de igual modo que en una pintura de Dios o de la
Virgen, trazada sobre un cuadro, se les venera y honra, sin que la pintura o el
cuadro puedan atribuirse nada a sí mismos, así también el siervo de Dios viene
a ser como una pintura o un cuadro, en el cual y por el cual es alabado el
mismo Dios, a causa de sus divinos beneficios, sin que el siervo deba
atribuirse nada a sí mismo. Porque, comparado con Dios, es menos que un cuadro
o una pintura, o, mejor, es pura nada. A sólo Dios se debe dar el honor y la
gloria, y a uno mismo la confusión e ignominia, mientras vive envuelto en las
miserias de este mundo (SAN FRANCISCO, en Espejo de perfección, IV, XLVI).
72. Humildad en los desprecios
Se
aproximaba una vez la celebración del Capítulo general, y el seráfico Padre
dijo a su compañero: No me parece ser
fraile Menor si no me encuentro en el estado que te voy a decir. He aquí que
los religiosos, con gran consideración y respeto, me invitan al Capítulo al
observar el interés que muestran, voy con ellos. Y todos reunidos, de común
acuerdo, me convidan a que les predique y les anuncie la palabra de Dios.
Acepto la invitación, y, levantándome, les predico en la forma que me inspirare
el ido discurso, todos, disgustados, hablan contra mí y dicen: “No queremos que
seas nuestro superior, pues no eres tan instruido como conviene; al contrario,
eres demasiado simple e idiota; por lo cual nos avergonzamos de que sea nuestro
Prelado un hombre tan rudo y despreciable. ¡No presumas, pues, llamarte nuestro
superior!” De este modo me arrojan de sí, con desprecio lleno de vituperio. No
creería yo ser verdadero fraile Menor si no me sintiese tan contento y alegre
cuando de este modo me desprecian y desechan para que no sea Prelado, como
cuando me Henan de estimación y de honra, siempre que en uno y otro caso
resulte para ellos la misma utilidad temporal. Pues si me alegro por su piedad
y provecho cuando me ensalzan y honran, con algún detrimento de mi alma, mucho
más me debo alegrar y regocijar de la salud y provecho espiritual de mi alma
cuando me desprecian, con evidente ganancia para el espíritu (Ibi., IV,
LXIV).
73. Evitar
todo lo que sea contrario
Amonesto y
exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden las hermanas de toda soberbia,
vanagloria, envidia, avaricia, preocupación y solicitud de este mundo,
difamación y murmuración, disensión y división. Por el contrario, muéstrense
siempre celosas por mantener entre todas la unidad del mutuo amor, que es
vínculo de perfección (SANTA CLARA: Regla propia de santa Clara, X, 26).
74. Humildad
en la persecución
No se
preocupen de hacer estudios las que no los hayan hecho. Aplíquense, en cambio,
a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su
santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro, y tener
humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos
persiguen y reprenden y acusan, porque dice el Señor: Bienaventurados los que
padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Y el que perseverare hasta el fin, éste será salvo (Ibi., X, 26).
ORACIÓN
La oración
es la “piedra de toque” en la vida cristiana. Quien pretenda ser cristiano,
vivir como Cristo Jesús, ha de ser hombre, mujer, de oración. En la vida del
Señor Jesús no hay nada que fuera hecho sin orar. ¡Y eso que Él es el Hijo de
Dios Encarnado, viviendo siempre unido al Padre y al Espíritu Santo!... Pero,
si quiso orar, si tan generosamente se entregó a la oración es porque como
Hombre debía orar. Más, para darnos ejemplo de vida, de modo que pudiéramos aprender
de Él, Maestro de nuestras almas.
De la vida
oculta del Señor, primero en su niñez en Egipto y, luego, en Nazaret, hasta
emprender la vida apostólica, poco sabemos. Como es natural, Jesús viviría como
los niños y los jóvenes de su tiempo: jugando, tratando con los amigos, leyendo
y estudiando, gozando del amor de los padres, iniciándose en los primeros
conocimientos y experiencias de la vida… Así hasta el momento, como a todos nos
ha llegado, en que la edad y las primeras responsabilidades, te van situando,
encauzándote, como sin darte cuenta… Todo con la máxima naturalidad y
espontaneidad. Pero, claro está, Jesús en su Sabiduría divina y en su
experiencia humana –tan rica, y tan llena del Espíritu de Dios-, a buen seguro,
que sería consciente de toda esa evolución, de la meta hacia la que todo
apuntaba… Esto es, la Redención de los hombres.
Por eso, no
está de más contemplar a Jesús Niño en Nazaret orando con fervor las primeras
oraciones que ya aprendiera durante el exilio vivido en Egipto. Además iría
profundizando en todo ello, aprendiendo en cuanto Hombre más y más cosas,
sabiendo de la historia sagrada, de las diversas etapas de la salvación de
Dios. María, Trono de la Sabiduría, como buena y experta Maestra en las cosas
de Dios fue su guía y ejemplo. Y con ella, san José, su esposo, varón justo (Mt
1,19).
Así
transcurriría su vida sencilla y ordinaria en Nazaret. Entre el trabajo
artesanal, ayudando en las labores del hogar, quizá trabajando la tierra en
algún aprendizaje en la sinagoga del pueblo… Sin olvidar –claro está- los buenos
ratos pasados con los amigos en franca camaradería, y las conversaciones serias
y alegres, profundas y graves con los mayores del pueblo.
Luego, una
vez lanzado a la aventura apostólica, el Señor, nada más despedirse de su Madre
y alejarse de la casa, fue al encuentro del Bautista, para – confundido entre
los pecadores- recibir el bautismo. Y, como Jesús, ya desde el primer momento
quisiera testimoniarnos Quién es Él, nada más ser bautizado, se abrieron los
cielos, y se oyó una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco (Mt 3,17). Y el Espíritu Santo vino sobre Él, ungiéndolo, a fin de
darlo a conocer como el Mesías prometido, el Salvador del mundo.
Lleno del
Espíritu en cuanto Hombre, pues en cuanto Hijo de Dios siempre estuvo en íntima
unión con el Paráclito, el Señor se retiró al desierto. Allí, durante cuarenta
días, se entregó generosamente al trato con Dios por medio de la oración y de
la penitencia (cf. Mt 4, 1-11), a fin de implorar gracia abundante para la
predicación evangélica que pronto iba a comenzar, en orden a la salvación de
los hombres.
Una vez
cumplió cuanto el Padre esperaba de Él, habiendo vencido al demonio, vino al
encuentro de los primeros hombres, de aquellos que habrían de ser sus
discípulos. Poco a poco se fue formando el grupo apostólico. Los apóstoles, su
elección, fue fruto del amor del Señor, de su oración. Y todo cuanto hizo fue
precedido de oración: los milagros, su predicación, el sermón de la montaña, su
entrega a la muerte en Getsemaní… En efecto, nada hay en la vida de Jesús que
no fuera precedida de oración.
Como tan
buen orante fuera Jesús, enseñó a sus discípulos cómo habrían de orar, evitando
la hipocresía y la vanidad, como pretendiendo ser admirados por la gente, como
hacían los escribas y fariseos. Ellos no, ellos debían a Dios en lo oculto,
calladamente, buscando la intimidad con Dios, sin otra pretensión que agradarle…
Y, como son hijos, debían tratar a Dios como Padre. De ahí que, movidos por la
admiración y el interés, como los apóstoles le preguntaran cómo habrían de
orar, Jesús les enseñó diciendo: Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en
los cielos… (Mt 6, 9-13). Además deberían orar llenos de confianza, sabiendo
que Dios es Padre providente, que cuida de sus hijos pues los ama (cf. Mt 6,
25-34).
Además
deberían orar seguros de alcanzar lo que pidieran. Lo alcanzarían si oraran con
fe y movidos por el amor a Dios. Por eso, el Señor les dijo: Pedid y se os
dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide
recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá (Mt 7, 7-8). Pues
Dios es mejor que el más bueno de los padres, pues nadie da nada malo a su
hijo, y eso siendo malos como sois los humanos (cf. Mt 7, 9-11),… dijo el
Señor, invitando a la fe y a la confianza en Dios. Vuestro Padre-vino a decir
el Señor- es mucho mejor que aquel señor que atendió a media noche a un amigo
inoportuno: no lo hizo porque lo amara, sino por evitarse el incordio que le
producía llamando con tanta insistencia (cf. Le 11, 5-7). ¡Dios es mucho mejor
que el juez inicuo: terminó haciendo justicia a la viuda que le molestaba, no
por amor a ella ni a la justicia, sino por quitarse de encima tanto incomodo!
(cf. Lc 18, 1-8).
Pues así,
con espíritu de fe oró Francisco a Dios. ¡Bien sabía él que todos los dones y
todas las gracias están en la mano de Dios! Y que Él los otorga a los hombres,
conforme al beneplácito de su bondad y de su misericordia. Pero, en orden a
alcanzarlos, la oración es el camino a seguir: orando el alma se hace grata a
Dios, y Él bendice otorgando sus dones.
Francisco
era un hombre que siempre hacía oración. Un verdadero contemplativo. Oraba en
la soledad del desierto, en el yermo. Y oraba en lo alto del monte, o entre las
hendiduras de las rocas o en el interior de las cuevas. Francisco oraba cuando
pedía limosna, y cuando iba de camino para visitar pueblos y ciudades a fin de
predicar el Evangelio de Jesucristo. También oraba en el interior de su celda,
o recogido en oración, compartiendo la vida amigable y fraternalmente con sus
frailes, siempre tratando de Dios, de las vicisitudes apostólicas, de la tarea
a realizar, del amor y servicio a la Iglesia, de las almas conquistadas para
Cristo…
Francisco
oraba a Dios de diversos modos. En primer lugar, llorando sus pecados y los del
mundo entero, para alcanzar el perdón de Dios, para sí y para todas las almas.
Oraba para dar gracias, y enaltecer la bondad y misericordia infinita de Dios,
que se entrega y bendice sin medida. Oraba para rogar al Altísimo que los pecadores
e incrédulos se convirtieran, para que abrieran sus corazones al influjo
vivificante de la gracia, que nos otorga ya, de un modo anticipado, la vida
divina y la gloria del cielo. Oraba a favor de la paz entre las naciones y los
pueblos, para que las ciudades que se batían en cruentísima lucha y los pueblos
que vivían enemistados se reconciliaran contando con el amor de Dios, que trae
paz y solaz a los corazones. Francisco alababa y glorificaba a Dios por tantas
maravillas obradas por Él, por los portentos de amor y de gracia que nos dio en
Cristo y el Espíritu Santo, por su Iglesia, nueva arca de la salvación, que nos
santifica y nos conduce al puerto de la vida eterna. ¡Francisco oraba porque
amaba, y porque deseaba amar más, “amar sin medida”, como él mismo fue amado
por el Amor!...
Con toda
verdad, podemos decir que la vida de san Francisco fue un continuo cántico de
amor, de alabanza y de glorificación a Dios. ¡Y es que Francisco sabía
descubrir a Dios en todo!... Lo encontraba en la palabra escrita, en su Iglesia
santa, en la vida de tantos hombres y mujeres entregados a Dios –verdaderamente
santos y apostólicos-, en los pobres y necesitados, en los árboles del bosque,
en los peces del mar y el murmullo del arroyo… ¡Todo le llevaba a Dios!...
Y como
maestro de oración, Francisco enseñó a los suyos a adorar a Dios, a darle
gracias, alabarle v bendecirle, a pedir perdón, consciente de la gravedad del
pecado y de su malicia, del mal que supone en la vida del hombre. Francisco nos
enseñó a amar las Sagradas Escrituras, especialmente los Santos Evangelios. Y
fue un enamorado de la Cruz, mejor: ¡del Crucificado! ¡Y de la Eucaristía! ¡Y del
sacramento del perdón!... Además, nos enseñó a tratar a Dios como hacía él mismo: con la sencillez y
humildad de os pequeños, con su confianza y espontaneidad… ¡Cuánto le gustaba
llamar a Dios Padre, e invocarlo con la oración de los hijos, la misma que nos
enseñó Jesús, el Padrenuestro*…. Para Francisco, lo mías importante de cada
día, era orar, estar con su Padre Dios, tratar a Jesucristo, el amor de su
vida, invocar al Espíritu Santo, a quien tanto necesitaba para ser santo. Y,
cómo no, tratar a la Santísima Virgen María, Madre de su Señor y Madre de su
alma, por cuyas manos pasaban todas las gracias que Dios le concedía.
Este mismo
fue el criterio seguido por santa Clara, y que con tanto esmero inculcó en las
religiosas: lo primero de cada día es el trato con el Señor; luego, todo lo
demás. La vida de oración merece todos sus cuidados y desvelos, pues gracias a
ella es como podrán ser buenas esposas de Cristo, y alcanzar la divina unión.
El trabajo, las actividades a desarrollar durante el día, no deben ser excusa
para dejar la oración, sino motivo para cuidarla con más delicadeza, pues el
alma que descuida la oración comienza a alejarse de Dios, pudiendo perderse,
sin que podamos entrever cuál pueda ser su suerte fatal.
105. Oración intensa de san Francisco
San
Francisco, creyendo que Bernardo dormía verdaderamente, dejó la cama al primer
sueño y se puso en oración levantando los ojos y las manos al cielo y diciendo
con grandísima devoción y fervor; ¡Dios
mío! ¡Dios mío!
Y así estuvo
hasta la mañana, llorando a lágrima viva y repitiendo siempre: ¡Dios mío!, sin añadir más. Y esto lo
decía San Francisco contemplando y admirando la excelencia de la Divina
Majestad (SAN ICISCO: Las Florecillas, I, I).
106. Oración que aconsejó san Francisco
Como le
pedían insistentemente que les enseñase a orar, san Francisco les dijo: Cuando
quisiereis orar, decid: “Padre nuestro”;
y también diréis: “Adorémoste, Cristo,
en todas tus iglesias esparcidas por el mundo y te bendecimos, pues por tu
santísima cruz redimiste al mundo” (SAN FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA: Leyenda de san Francisco de Asís, IV,
3).
107. Humildad en la oración y acción de gracias
Frecuentemente
solía hablar con sus más íntimos familiares y les decía: Cuando el siervo del
Señor, entregado a la oración, es visitado por el mismo Señor, debe decirle: “Dios mío, desde lo alto del cielo os habéis
dignado enviar este consuelo a mí, indigno y pobre pecador; y yo lo confío a
vuestros amorosos cuidados, pues de lo contrarío me consideraría ser ladrón de
vuestros divinos tesoros”. Y cuándo termina su oración, de tal modo se debe
reputar pobre y pecador, cual si ninguna nueva gracia hubiera recibido (Ibi, X,
4).
108. Cuidar la vida de oración, alimento del alma
Sucedió en
cierta ocasión que llovía copiosamente y el Santo iba a caballo, obligado, como
se ha dicho, por la enfermedad y necesidad. Empapado en agua, se apeó de la
cabalgadura para cumplir con el rezo; y, a pesar de continuar lloviendo sobre
él mientras estuvo en el camino, rezó con tanto fervor, devoción y reverencia,
cual si estuviese recogido en la iglesia o en la celda. Terminado el rezo, dijo
a su compañero: Hermano mío, si el cuerpo
quiere tomar tranquila y reposadamente el manjar que le sustenta, y que junto
con el mismo cuerpo se ha de convertir en pasto de gusanos, ¿con cuánta más
quietud y tranquilidad, con cuánta mayor devoción y reverencia debe el alma
tomar su propio alimento, que no es otro sino el mismo Dios? (SAN
FRANCISCO, en Espejo de perfección,
VIII, XCIV).
109. Es lo principal: todo debe ordenarse a ella
Todas las
hermanas, en las horas y lugares señalados, tal como está ordenado, ocúpense en
labores útiles y honestas, pero con esta precaución: que, excluida la
ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y
devoción, al que deben servir todas las demás cosas temporales; y a cuyo
servicio debe consagrarse totalmente la esposa de Cristo, para gozar en ella de
los coloquios y consolaciones de su Esposo (SANTA CLARA: Regla de las hermanas
menores encerradas, n. 3).
110. El trabajo al servicio de la oración
Aquellas
hermanas a quienes el Señor ha dado la gracia del trabajo, después de la hora
de tercia, ocúpense fiel y devotamente en un trabajo honesto y de común
utilidad, de tal forma que, evitando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen
el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las
demás cosas temporales (SANTA CLARA: Regla
propia de santa Clara, VI, 19).
PUREZA
En orden a
vivir la vida evangélica, el Señor Jesús mostró a los suyos la importancia de
la humildad y sencillez de vida. En esta misma línea se comprende la pureza,
por la que los humanos vienen a ser como criaturas nuevas en Dios, volviendo a
los orígenes de la Creación. En ella se muestra la potencia de la gracia de
Dios, el poder de su amor, y de este modo se testimonia la vida futura que los
bienaventurados tendrán en el Reino de los cielos.
Jesús es el
Hombre nuevo, el Hijo de Dios Encarnado virginalmente en las entrañas de Santa
María. Es ungido y santificado por el Espíritu Santo. En Él se nos muestra el
prototipo e ideal del hombre de todos los tiempos. Y en orden a que viviéramos
su misma vida proclamó las bienaventuranzas. Entre otras cosas, el Redentor de
los hombres dijo: Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). De este modo,
poniendo en ejercicio esta excelsa virtud, que tanto nos habla del cielo, los
cristianos serán sal y luz de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), testimoniando en sus
vidas la verdad de Dios y el esplendor y potencia de su amor.
El Señor
mostró la grandeza y dignidad de la persona humana. Y enseñó la belleza que
entraña la pureza, y cómo esta es una cualidad interior de la persona: No es lo que entra en la boca lo que contamina
al hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre
(Mt 15,11). Con estas palabras enseñó que todos los alimentos son puros, dignos
de ser tomados. Y que si el hombre es impuro es por como sea su corazón, pues
del mismo brotan las acciones, los pensamientos y deseos.
Y en orden a
impulsar que en la Iglesia de Dios hubiera hombres y mujeres que se entregaran
a Él con un amor total, sin dividir el corazón, para ser más libres y estar más
disponibles en el servicio a sus hermanos, el Maestro dijo: Hay eunucos que nacieron así del seno
materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron
tales a sí mismo por el Reino de los Cielos (Mt 19,12). Para abrazar así la
virginidad, la pureza de vida, es preciso tener alma y corazón de niños. Jesús
se complace en ellos y les bendice con el don de su amor (cf. Mt19, 13-15).
Francisco
tomó buena cuenta de esto. Y así introdujo en la vida de cuantos le seguían en
la entrega a Dios, y en el apostolado, la observancia de la continencia por
amor al Reino de los cielos. Sus religiosos, y las religiosas clarisas,
deberían vivir en la Iglesia la castidad evangélica, profesada en forma de
voto. Vivirían así llenos del amor de Dios y con alegría, sabiéndose
predilectos de Dios y llamados a alcanzar la plenitud del amor. Así no tendrán
otros intereses que los de amar a Dios, para glorificarle y salvar almas.
Viviendo en pureza y castidad anticipan ya la vida del cielo, y participan de
sus bienes. Los religiosos están llamados a vivir el matrimonio espiritual, los
desposorios místicos con el Esposo del alma, hasta alcanzar la unión del amor.
149. Tener corazón limpio
Bienaventurados
los limpios de corazón porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son de corazón
limpio los que desprecian las cosas terrenas y buscan las celestiales, y no
cesan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con alma y corazón
(SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos
espirituales: Palabras de exhortación, XVI).
150. Grandeza: como María, portar a Cristo
La gloriosa
Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas,
principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente
siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal; de ese modo
contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos, y posees con Él
el bien más seguro, en comparación con las demás posesiones, tan pasajeras, de
este mundo (SANTA CLARA: Carta III a la
beata Inés de Praga, 1238, 4).
SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
Jesucristo,
el Hijo de Dios Encarnado, vino al mundo para dar cumplimiento al querer del
Padre, que decretó la obra de la Redención de los hombres. Él le obedeció en
todo momento, entregándose a la muerte por nosotros. Por esto, la víspera de
ser inmolado, durante la celebración de la Cena pascual, dijo a sus discípulos:
Tomad y comed, esto es mi cuerpo.
Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados (Mt 26,
26-28).
En efecto,
el Señor se entregó a la muerte para borrar nuestros pecados y cancelar
nuestras culpas, y así reconciliarnos con el Padre, haciéndonos hijos suyos y
herederos del Reino de los cielos.
Y como el
hombre es pecador, y siempre tiende al mal, y peca, ya antes de entregar su
vida en la Cruz, en rescate por nosotros, el Señor Jesús adelantó que instituiría
un sacramento para perdonar los pecados. Así lo vino a significar cuando dijo a
Pedro, tras confesar su Divinidad: A ti te
daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará
atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los
cielos (Mt 16,19).
En orden a
este fin, pues el Señor quiere perdonar los pecados de los hombres, por ser la
causa que estorba e impide nuestra salvación, el Redentor a lo largo de su apostolado
buscaba a los pecadores, como a la oveja perdida, que deseaba llevar nuevamente
al encuentro de Dios. Así perdonó al paralítico (cf. Mt 9, 1-8), para mostrar
que Dios ha dado a los hombres poder de perdonar los pecados. Y perdonó al
publicano Leví, luego será el apóstol Mateo, diciendo: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Lc 5,32).
Y perdonó a la mujer adúltera, diciéndole: Tus
pecados quedan perdonados (Lc 7,48).
Y como Jesús
muriera para perdonar nuestros pecados, para dar muestra fehaciente de ello, y
de que ésta era su voluntad, antes de morir colgado en la Cruz, elevando los
ojos al cielo, rogó por nosotros: Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen. (Lc 23, 34). Así, empeñado el Redentor en
perdonar los pecados de los hombres, de todos los hombres que habrían de venir
a lo largo de la historia, cuando Él salió glorioso del sepulcro y antes de
marchar a los cielos, dijo a sus amigos: Recibid
el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20, 22-23). De este
modo, instituyó el sacramento de la Penitencia, también llamado Confesión, que
había adelantado en sus encuentros con los pecadores y anunciado como promesa
de vida a Pedro.
Persuadido
de la importancia de este sacramento, y del querer divino, san Francisco
escribió: Mis benditos frailes, así
clérigos como legos, confiesen sus pecados a los sacerdotes de nuestra Orden, y
si no pueden, confiésense a otros sacerdotes discretos y católicos, sabiendo
firmemente y teniendo fe que, de cualquier sacerdote católico que recibieran
penitencia y absolución, sin duda alguna serán libres de sus pecados, si con fe
y humildad procuraren cumplir la penitencia que les fuere impuesta. Para
Francisco era manifiesto que no tenía buen espíritu religioso aquel que no
amara el sacramento ni se confesara frecuentemente. Para el Santo, ¡Dios
bendecía y santificaba a los que acudieran al sacramento! Pero, debían hacerlo
con rectitud interior, esto es, con sinceridad de corazón: despreciando los
pecados cometidos y con el firme propósito de no volver a pecar.
160. Confesar los pecados al sacerdote: obtener el perdón
Mis benditos
frailes, así clérigos como legos, confiesen sus pecados a los sacerdotes de
nuestra Orden, y si no pueden, confiésense a otros sacerdotes discretos y
católicos, sabiendo firmemente y teniendo fe que, de cualquier sacerdote
católico que recibieran penitencia y absolución, sin duda alguna serán libres
de sus pecados, si con fe y humildad procuraren cumplir la penitencia que les
fuere impuesta. Mas si entonces no pudieren tener sacerdotes, confiésense con
su hermano, como lo dice el apóstol Santiago: Confesad unos a otros vuestros
pecados (St 5,16). Mas no dejen por eso de recurrir a los sacerdotes, porque a ellos sólo es dado el poder de desligar
y absolver (SAN FRANCISCO: Opúsculos:
trímera Regla de los Frailes Menores, XX).
161. Amor a la confesión: un religioso que no quería confesarse…
Era tenido
por todos como un santo extraordinario. El bienaventurado Padre fue a aquel
lugar, a ver hermano y oír al santo. Como todos los religiosos lo elogiaban y
engrandecían, el santo Padre les replicó: Dejad,
hermanos, y no queráis hacerme elogios de su diabólica hipocresía. Sabed que en
realidad eso no es más que tentación demoníaca y torpe engaño. Estoy firmemente
convencido y para mí es evidente, porque éste no quiere confesarse. Se
escandalizaron con esto los religiosos, y en especial el Vicario del Santo, y
mutuamente se preguntaban: “¿Cómo puede haber engaño en tanta multitud de
señales y pruebas de perfección?” A lo que repuso Francisco: Aconsejadle que se
confiese dos o aún una sola vez a la semana; si no quiere ejecutarlo,
conoceréis que es verdad cuanto acabo de afirmaros. El Vicario llamó por
separado a aquel religioso y, después de tratar familiarmente con él, añadió,
para terminar, el consejo de la confesión. La rechazó aquél tenazmente, y
puesto el dedo sobre la boca y cubierta la cabeza, significó que él en manera
alguna se confesaría. Guardaron silencio los religiosos, temerosos del
escándalo del falso santo. A los pocos días él mismo abandonó voluntariamente
la Religión, se dirigió al siglo y tornó de nuevo al vómito. Después,
duplicados los crímenes, se vio privado a la vez de la penitencia y de la vida.
Se ha de huir la singularidad, la cual no es más que un hermoso precipicio.
Ello lo experimentaron muchos que se singularizaban, puesto que se elevaban
primero hasta las nubes, precipitándose luego hasta los abismos. Por eso
recúrrase a la devota confesión, que no sólo hace los santos, sino que también
los manifiesta (SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, I, II, 28).
162. La práctica de la confesión trae las bendiciones de Dios
Vivía el
Santo en el plácido retiro de los religiosos de Greccio, ya porque lo juzgaba
más conforme con la pobreza, ya porque, en la celda, construida en un picacho
prominente, se entregaba con mayor libertad a los ejercicios espirituales. Este
fue el lugar donde celebró el nacimiento del Niño de Belén, haciéndose pequeño
con el pequeñito. Por aquel tiempo los naturales del país se veían sumamente
atribulados, pues una multitud de lobos devoraba no sólo los animales, sino
también los hombres, y, además, el granizo, con su anual tempestad, devastaba
el trigo y los viñedos. Al predicarles un día Francisco les habló así: Para gloria y honor del omnipotente Dios,
escuchad la verdad que os anuncio. Si cada uno de vosotros confiesa sus pecados
y hace dignos frutos de penitencia, os aseguro y prometo que esta plaga se
alejará de vosotros, y mirándoos el Señor con ojos de piedad, multiplicará
vuestros intereses a favor vuestro. Pero atended –prosiguió: también os anuncio
que si, ingratos a tales beneficios, volvierais al vómito, se renovará la
plaga, se duplicará la pena y más terrible ira se cebará en vosotros (Ibi.,
II, I, Vil, 35).
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