Por San
Alfonso Mª de Ligorio
Canonizado en 1839
Fundador de los redentoristas.
Proclamado Doctor de la Iglesia el 7 de julio de 1871 por el papa Pío IX
Patrono de los confesores y de los teólogos de moral.
Conformidad
con la voluntad de Dios
Y la vida,
en su voluntad. (Sal 29, 6)
PUNTO 1: Todo el fundamento de la salud y perfección de
nuestras almas consiste en el amor de Dios. «Quien no ama está en la muerte. La
caridad es el vínculo de la perfección» (1 Jn 3, 14; Col, 3, 14). Mas la propia
voluntad con la voluntad divina, porque en esto se cifra —como dice el
Areopagita— el principal efecto del amor, en unir de tal modo la voluntad de los
amantes, que no tengan más que un solo corazón y un solo querer.
En tanto,
pues, agradan al Señor nuestras obras, penitencias, limosnas, comuniones, en
cuanto se conforman con su divina voluntad, pues de otra manera no serían
virtuosas, sino viciosísimas y dignas de castigo.
Esto mismo,
muy especialmente, nos manifestó con su ejemplo nuestro Salvador cuando del
Cielo descendió a la tierra. Esto, como enseña el Apóstol (Hech 10, 5-7), dijo
el Señor al entrar en el mundo: «Vos, Padre por el hombre, y queréis que os sacrifique
con ia muerte este Cuerpo que me habéis dado. Cúmplase vuestra divina
voluntad.» Y lo mismo declaró muchas veces, diciendo (Jn 6, 38) que no había
venido sino para cumplir la voluntad de su Padre.
Con lo cual
quiso patentizarnos el infinito amor que al Padre tiene, puesto que vino a
morir para obedecer el divino mandato (Jn 14, 31). Dijo, además (Mt 12, 50),
que reconocería por suyos únicamente a los que cumplieran la voluntad de Dios,
y por esta causa el único fin y deseo de los Santos en todas sus obras ha sido
el cumplimiento de ella. El Beato Enrique Susón exclama: «Preferiría ser el
gusano más vil de la tierra, por voluntad de Dios, que ser por la mía un
serafín.»
Santa Teresa
dice que lo que ha de procurar el que se ejercita en oración es conformar su
voluntad con la divina, y que en eso consiste la más encumbrada perfección, de
tal suerte, que quien en ello sobresaliere recibirá de Dios más altos dones v
adelantará más en la vida interior.
Los
bienaventurados en la gloria aman a Dios perfectamente porque su voluntad está
unida y conforme por completo con la voluntad divina. Así, Jesucristo nos
enseñó que pidiéramos la gracia de cumplir en la tierra la voluntad de Dios
como los Santos en el Cielo. Fiat voluntas
tua, sicut in coelo, et in terra.
Quien así lo
hiciere, será hombre según el corazón de Dios, como llamaba el Señor a David,
porque éste se hallaba dispuesto siempre a cumplir lo que Dios quería, y
continuamente le suplicaba que le enseñase a ponerlo por obra (Sal 142, 10).
¡Cuánto vale
un solo acto de perfecta resignación a lo que Dios dispone! Bastaría para
santificarnos… Va Pablo a perseguir a la Iglesia, y Cristo se le aparece y le
ilumina y convierte con su gracia. El Santo se ofrece a cumplir lo que Dios le
mande (Hch 9 6) «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y Jesucristo le llama vaso de
elección (Hch 9, 15) y Apóstol de las gentes.
El que ayuna
y da limosna y se mortifica por Dios, da una parte de sí mismo; pero el que
entrega a Dios su voluntad, le da todo cuanto tiene. Esto es lo que Dios nos
pide, el corazón, la voluntad (Pr 23,
26).
Deseos, de
nuestras devociones, comuniones y demás obras piadosas, el cumplimiento de la.
Voluntad divina. Este debe ser el norte y mira de nuestra oración: el impetrar
la gracia de hacer lo que Dios quiera de nosotros. Para esto hemos de pedir ia
intercesión de nuestros Santos protectores, y especialmente de María Santísima,
para que nos alcance luces y fuerzas, con el fin de que se conforme nuestra
voluntad con la de Dios en todas las nuestro amor propio… Decía el Santo M. P.
Ávila: «Más vale un «bendito sea Dios», dicho en la adversidad, que mil
acciones de gracias en los sucesos prósperos.»
Inveni virum secundum cor meum, qui faciet
omnes volúntates meas.
AFECTOS Y
SUPLICAS
¡Ah Señor
mío! Todas mis desventuras han procedido de no querer rendirme a vuestra santa
voluntad. Maldigo y aborrezco mil veces aquellos días y ocasiones en que por
cumplir mi deseo contradije y me opuse a vuestro querer, ¡oh Dios de mi
alma!... Ahora os doy mi voluntad toda. Acogedla, Dios mío, y unidla de tal
modo a vuestro amor, que no pueda rebelarse otra vez.
Os amo,
Bondad infinita, y por el amor que os profeso, me ofrezco enteramente a Vos
Disponed de mí y de todas mis cosas como os agrade, que yo en todo me resigno
gustoso a vuestra santísima voluntad. Libradme de la desdicha de oponerme a
resistir a vuestros deseos, y haced de mí lo que os plazca. Oídme, ¡oh Padre
Eterno!, por el amor de Cristo. Oídme, Jesús mío, por los merecimientos de
vuestra Pasión.
Y Vos, María
Santísima, socorredme y alcanzadme la gracia de cumplir siempre la voluntad
divina, en lo cual se cifra salvación, y nada más pediré.
PUNTO 2 : Menester
es conformarnos con la voluntad divina, no sólo en las cosas que recibimos
directamente de Dios, cómo son las enfermedades, las desolaciones espirituales,
las pérdidas de hacienda o de parientes, sino mediatamente de Dios, que nos las
envía por medio de los hombres, como la deshonra, desprecios, injusticias y
toda suerte de persecuciones. Y adviértase que cuando se nos ofenda en nuestra
honra o se nos dañe en nuestra hacienda, no quiere Dios el pecado de quien nos
ofende o daña, pero sí la humillación o pobreza que de ello nos resulta.
Cierto es,
pues, que cuanto sucede, todo acaece por la divina voluntad. Yo soy el Señor que formó la luz y las
tinieblas, y hago la paz y creo la desdicha (ls 45 7). Y en el Eclesiástico
leemos: «Los bienes y los males, la vida
y la muerte vienen de Dios.». Todo,
en suma, de Dios procede, así los bienes como los males.
Se llaman
males ciertos accidentes, porque nosotros les damos ese nombre, y en males los
convertimos, pues si los aceptásemos como es debido, resignándonos en manos de
Dios, serían para nosotros, no males, sino bienes. Las joyas que más
resplandecen y avaloran la corona de los Santos son las tribulaciones aceptadas
por Dios, como venidas de su mano.
Cuando supo
el santo Job que los sabeos le habían robado los bienes, no dijo: «El Señor me
los dio y los sabeos me los quitaron», sino el Señor me los dio y el Señor me
los quitó (Jb 1, 21). Y diciéndolo, bendecía a Dios, porque sabía que todo
sucede por la divina voluntad (Jb 1,21).
Los santos
mártires Epicteto y Atón, a de hierro y hachas encendidas, exclamaban: Señor,
hágase en nosotros tu santa voluntad, y al morir, éstas fueron sus últimas
palabras: «¡Bendito seas, oh Eterno Dios, porque nos diste la gracia de que en
nosotros se cumpliera tu voluntad santísima!»
Refiere
Cesarlo (lib. 10, c. 6) que cierto monje, aunque no tenia vida más austera que
los demás, hacia muchos milagros. Maravillado el abad, le preguntó qué
devociones practicaba. Respondió el monje que él, sin duda, era más imperfecto
que sus hermanos, pero que ponía especial cuidado en conformarse siempre y en
todas las cosas con la divina voluntad. «Y aquel daño—replicó el tierras, ¿no
os causó pena alguna?» «¡Oh Padre—dijo el monje—, antes doy gracias a Dios, que
todo lo hace o permite para nuestro bien», respuesta que descubrió al abad la
gran santidad de aquel buen religioso.
Lo mismo
debemos nosotros hacer cuando nos sucedan cosas adversas: recibámoslas todas de
la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino con alegría, imitando a los
Apóstoles, que se complacían en ser maltratados por amor de Cristo. Salieron
gozosos de delante del Concilio porque habían sido hallados dignos de sufrir
afrentas por el nombre de Jesús (Hch 5, 41). Pues ¿qué mayor contento puede
haber que sufrir alguna cruz y saber que abrazándola complacemos a Dios?...
Si queremos
vivir en continua paz, procuremos unirnos a la voluntad divina v decir siempre
en todo lo que nos acaezca: «Señor, si así te agrada, hágase así» (Mt 11, 26).
A este fin debemos encaminar todas nuestras meditaciones, comuniones, oración y
visitas al Señor Sacramentado, rogando continuamente a Dios que nos conceda esa
preciosa conformidad con su voluntad divina.
Y
ofrezcámonos siempre a Él, diciendo: Vedme aquí, Dios mío; haced de mí lo que
os agrade… Santa Teresa se ofrecía al Señor más de cincuenta veces diariamente,
a fin de que dispusiese de ella como quisiera.
AFECTOS Y
SÚPLICAS
¡Amadísimo
Redentor, divino Rey de mi alma, reinad en Elia, desde ahora, únicamente
Vos!... Aceptad mi voluntad toda, de modo que no desee ni quiera sino lo que
Vos queráis. Bien sé cuánto os he ofendido oponiéndome a vuestra santa
voluntad, y de ello me pesa sobre todo, y me arrepiento de corazón.
Merezco
castigo, y no lo rechazo, sino que lo acepto, rogándoos solamente que no me
impongáis ia pena de privarme de vuestro amor. Concedédmelo así y hacer de mí
lo que os agrade. Os amo, Redentor mío; os amo, Señor, y porque os amo quiero
hacer cuanto Vos queráis. ¡Oh voluntad divina, tú eres mi amor!...
¡Oh Sangre
de Jesús, Tú eres mi esperanza!, y por Ti espero que desde ahora estaré siempre
unido a la voluntad de Dios v aue ella será mi norte y guía, mi amor y mi paz.
En ella deseo descansar y vivir.
Diré en
todos los sucesos de mi vida: Dios mío, nada quiero sino lo que deseéis Vos;
cúmplase en mí vuestra voluntad: Fiat voluntas tua… Otorgedme, Jesús mío, por
vuestros méritos, la gracia de que yo repita siempre esa amorosísima súplica:
Fiat voluntas tua…
¡Oh María,
Madre y Señora nuestra, que cumpliste continuamente la voluntad divina!,
alcanzadme Vos que la cumpla yo también. Reina de mi vida, concededme esa
gracia que por vuestro amor a Cristo espero conseguir.
PUNTO 3 : El
que está unido a la divina voluntad disfruta, aun en este mundo, de admirable y
continua paz. «No se contristará el justo por cosa que le acontezca» (Pr 12,
21), porque el alma se contenta y satisface al ver que sucede todo cuanto
desea; y el que sólo quiere lo que quiere Dios, tiene todo lo que puede desear,
puesto que nada acaece sino por efecto de la divina voluntad.
El alma
resignada, dice Salviano, si recibe humillaciones, quiere ser humillada; si la
combate ia pobreza, se complace en ser pobre; en suma: quiere cuanto le sucede,
y por eso goza de vida venturosa. Padece las molestias del frío, del calor, la
lluvia o el viento, y con todo ello se conforma y regocija, porque así lo
quiere Dios. Si sufre pérdidas, persecuciones, enfermedades y la misma muerte,
quiere estar pobre, perseguido, enfermo; quiere morir, porque todo eso es
voluntad de Dios.
El que así
descansa en la divina voluntad y se complace en lo que el Señor dispone, se
ha/la como el que estuviera sobre las nubes del Cielo y viera bajo sus plantas
furiosa tempestad sin recibir él perturbación ni daño. Esta es aquella paz
que—como dice el Apóstol (Fil 4, 7) — supera a todas las delicias del mundo;
paz continua, serena, permanente, inmutable.
El necio se muda como la luna, él sabio
se mantiene en la sabiduría como el sol (Ecl 27,12). Porque el pecador es
mudable como la luz de la luna, que hoy crece y otros días mengua. Hoy le vemos
reír; mañana, llorar; ora se muestra alegre y tranquilo; ora afligido y
furioso. Cambia y varía, en fin, como
las cosas prósperas o adversas que le suceden.
Pero el
justo, como el sol, se mantiene en su ser con igualdad y constancia. Ningún
dichosa tranquilidad, porque esa paz de que goza es hija de su conformidad
perfecta con la voluntad de Dios. Paz en
la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14).
Santa María
Magdalena de Pazzi no bien oía nombrar voluntad de Dios, sentía consolación tan
profunda, que se quedaba sumida en éxtasis de amor… Con todo, las facultades de
nuestra parte inferior no dejarán de hacernos sentir algún dolor en las cosas
adversas; pero en |a voluntad superior, si está unida a la de Dios, reinará
siempre profunda e inefable paz. Ninguno
os quitará vuestro gozo (Jn 16, 22).
Indecible
locura es la de aquellos que se oponen a la voluntad de Dios. Lo que Dios
quiere se ha de cumplir seguramente. ¿Quién
resiste a su voluntad? (Rm 9, 19). De suerte que esos desventurados tienen
por fuerza que llevar su cruz, aunque sin
paz ni provecho. ¿Quién le resistió y tuvo paz? (Jb 9, 4).
¿Y qué otra
cosa desea Dios para nosotros sino nuestro bien? Quiere que seamos santos para
hacernos felices en esta vida y bienaventurados en la otra. Penetrémonos de que
las cruces que Dios nos envía cooperan a nuestro bien (Rm 8, 28), y de que ni
los mismos castigos temporales vienen para nuestra ruina, sino a fin de que nos
enmendemos y alcancemos la eterna felicidad (Jdt 8, 27).
Dios nos ama
tanto, que no sólo desea nuestra salvación, sino que se muestra solícito para
procurárnosla (Sal 39, 18). ¿Y qué nos ha de negar quien nos dio a su mismo
Hijo?... (Rm 8, 32).
Abandonémonos,
pues, siempre en manos de Dios, que jamás deja de atender a nuestro bien (1 P
5, 7). «Piensa tú en Mí — decía el Señor a Santa Catalina de Sena—, que Yo
pensaré en ti.» Digamos siempre como la Esposa: Mi amado para mí, y yo para Él
(Ct 2, 16). Mi amado trata de mi bien, y yo no he de pensar más que en
complacerle y unirme a su santa voluntad.
No debemos
pedir, decía el santo Abad Nilo, que haga Dios lo que deseamos, sino que
nosotros hagamos lo que Él quiera.
Quien así
proceda tendrá venturosa vida y santa muerte. El que muere resignado por
completo a la divina voluntad nos deja certeza moral de su salvación. Mas el
que no vive así unido a la voluntad de Dios, tampoco lo estará al morir, y no
se salvará.
Procuremos,
pues, familiarizarnos con ciertos pasajes de la Sagrada Escritura, que sirven
para conservarnos en esa unión incomparable: «Dime, Señor, lo que quieres que
haga, pues yo deseo hacerlo» (Hch 9, 6). «He aquí a tu siervo: manda y serás
obedecido» (Lc 1, 38). «Sálvame, Señor, y haz de mí lo que quieras. Tuyo soy, y
no mío» (Sal 118, 94).
Y cuando nos
suceda alguna adversidad, digamos en seguida: «Hágase así, Dios mío, porque así
lo quieres» (Mt 11, 26). Especialmente, no olvidemos la tercera petición del
Padrenuestro: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo.»
Digámosla a menudo, con gran afecto, y repitámosla muchas veces… ¡Dichosos
nosotros si vivimos y morimos diciendo: Fiat voluntas tua!
AFECTOS Y
SUPLICAS
iOh Jesús,
Redentor mío! Disteis en la cruz la vida a fuerza de dolores para salvarme y
redimirme… Tened ahora compasión de mí, y no permitáis que un alma por Vos
redimida con tantos trabajos y con tanto amor haya de odiaros eternamente en el
infierno.
Nada
dejasteis de hacer para obligarme a amaros, como nos lo manifestasteis cuando
antes de expirar en el Calvario dijisteis aquellas amorosas palabras:
Cosummatum es!… ¿Y cómo he correspondido yo a vuestro amor?... Bien puedo
asegurar que por mi parte nada omití para ofenderos y obligaros a que me
aborrecierais… Gracias os doy por ia paciencia con que me habéis sufrido y por
el tiempo que me concedéis para que repare mi ingratitud y os ame y sirva antes
de morir… Amaros quiero, sí, y hacer cuanto quisiereis; y os doy toda mi
voluntad, mi libertad y todas mis cosas. Desde ahora os consagro mi vida y
acepto la muerte que me enviéis, con todos los dolores y circunstancias que la
acompañen, uniendo este sacrificio ai gran sacrificio de vuestra vida que Vos,
Jesús mío, hicisteis en la cruz por mí. Deseo morir para que se cumpla vuestra
voluntad… ¡Oh Señor, por los merecimientos de vuestra Pasión sacratísima, dadme
la gracia de que esté yo en esta vida resignado y conforme siempre con vuestras
disposiciones, y en la hora de mi muerte haced, Señor, que la abrace y reciba
con entera conformidad a vuestra voluntad santísima!
Morir
quiero, ¡oh Jesús!, para complaceros; morir quiero diciendo: Fiat voluntas tua…
María, Madre
nuestra, así moristeis Vos; alcanzadme la inefable dicha de que muera yo así.
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