dánosle hoy
ESTEBAN
TEJEDOR
Al rezar el
padrenuestro, una de las tantas veces que lo he rezado en mi vida, y al
preguntarme cuál era mi tentación del momento, pude comprobar que era, entre
otras, la de la vanidad.
Y entonces,
tomando el Evangelio en mis manos me puse a la escucha de la Palabra de Dios.
Ha sido una especie de oración contemplativa. Me esforzaba —en un clima de
oración— por escuchar y recoger los latidos del corazón de Dios en las palabras
de su Hijo Jesús. Pero a la vez, quería recoger el palpitar del corazón de
todos los hombres con sus problemas de hambre, de paro, de marginación, de
violencia y de explotación injusta. Y así, rumiando y rezando, yo mismo me
hacía mil preguntas y cuestionamientos a mi propia vida, y a la de todos
aquellos que con tanta ligereza y superficialidad rezamos el padrenuestro. Me
sentí fuertemente interpelado por esa Palabra viva y exigente.
Y de todo
eso, y de algunas notas espigadas de aquí y de allá ha salido esta catequesis
que quiero compartir con vosotros como un pedazo de pan caliente que vamos a
comer juntos en esta mesa de la amistad y de la confianza.
Por eso, sin
presunción de ningún género ni arrogancia de ninguna clase, os puedo asegurar
que todo esto que vamos a compartir, antes lo he intentado digerir, hacerlo muy
mío, vivencia personal y experiencia enriquecedora.
F dio sobre
el tema del padrenuestro —aparentemente tan conocido- ha producido en mí vida.
Somos muy propensos a cosas novedosas y doctrinas sensacionalistas, olvidando
o, al menos, no aprovechando suficientemente la riqueza inmensa que tenemos en
cualquiera de las expresiones de nuestra fe cristiana. Confieso sinceramente
que jamás me había detenido a reflexionar en profundidad sobre esa oración que
todos aprendimos de niños de labios de nuestra madre. Y la conclusión a la que
estoy llegando es que todos necesitamos profundizar más y más en los contenidos
y exigencias de lo que decimos creer.
Y a este
propósito quiero traer aquí algunas expresiones de Fernando Sebastián, nuestro
obispo, extraídas de una de sus cartas desde la fe, que sobre la catequesis nos
dirigía en noviembre de 1979.
”La situación de la Iglesia ante las exigencias de los nuevos
tiempos hace que la catequesis pase a un primer plano de la atención y de la
importancia… El ambiente social y cultural en que vivimos no nos ayuda a
descubrir la fe ni a mantenerla… Se hace imprescindible un esfuerzo mayor de
formación… Todos necesitamos renovar y profundizar nuestra comprensión de la
fe, conocer mejor las exigencias morales de la vida cristiana, fundamentar
nuestros criterios de conducta ante los nuevos problemas que se plantean en
nuestra sociedad… Tenemos que ser capaces de presentar el evangelio y el
mensaje de Jesús de Nazaret a las nuevas generaciones a la vez con fidelidad y
con actualidad.”
Y es que la
vida cristiana sólo puede vivirse con autenticidad y fecundidad sí se es
claramente consciente, tanto de sus contenidos teóricos como de sus exigencias
éticas y evangélicas, y de sus responsabilidades históricas. Y a la vez que,
comprendida y reasumida intelectualmente nuestra fe cristiana, celebrada
comunitariamente, y expresada mediante acciones en la existencia personal de
cada creyente y de la comunidad que la celebra.
Contenidos
intelectuales, celebraciones comunitarias y expresiones encarnativas que hay
que reasumir en cada situación nueva, ya que cada hombre, cada grupo humano,
cada generación ha de saber hacer una lectura creyente de la existencia humana,
de la sociedad en que vive y de las esperanzas que sobre una y otra se
proyectan.
Si a esta
necesidad permanente de asumir la fe desde la propia biografía individual y
desde la situación histórica de cada creyente, añadimos las convulsiones que
está sufriendo la conciencia espiritual contemporánea y el rápido giro que,
tanto en el orden cultural y social como en el económico y religioso, está
tomando nuestra sociedad, entonces, es manifiesto para cualquier creyente,
medianamente responsable, que estamos ante un reto histórico. Por lo que hemos
de tomar conciencia clara de nuestra identidad cristiana y de obrar en
consecuencia, o desistir de seguir manifestándonos como tales.
Porque hoy
no es posible arrastrar una fe cristiana de cuyo valor intelectual no se esté
plenamente convencido, a la vez que no se la reconozca una fuerza humanizadora
para la vida humana y liberadora para la vida social.
Sólo esta
conciencia ciara de lo que la fe es, de lo que la fe vale y de lo que la fe
puede aportar al hombre de hoy y de siempre, sólo una conciencia así, puede
permitir al cristiano estar confiada y alegremente presente en este concierto o
desconcierto de ideologías, de grupos y de programas que protagoniza nuestra
sociedad actual.
En el primer
capítulo Felipe F. Ramos, al decirnos cómo había nacido el padrenuestro, nos lo
presentaba como el carnet de identidad de cualquier discípulo de Jesús de
Nazaret. Si los que rezamos con frecuencia esta oración profundizáramos y
viviéramos sus contenidos y exigencias, caminaríamos alegres y seguros por los senderos
de nuestra vida cristiana.
Los
discípulos de Jesús, como cualquier otro grupo religioso, buscan su identidad,
se quieren definir y aparecer con sus características propias y peculiares.
Todos los grupos religiosos tienen su oración propia, que los define y a la vez
les da una concepción del Dios en quien creen, del hombre y de la historia.
También los discípulos de Jesús tienen una oración que es expresión de vida y
de comunicación o diálogo con el Dios que Jesús les ha revelado.
Pero al
referirme a las razones por las que Jesús enseña el padrenuestro, como
expresión de oración y de vida, pienso que El nos quiere hacer ver quién es
Dios Padre y cómo El lo refleja en sus relaciones íntimas con Dios. Jesús es el
espejo del Padre. Y El quiere que sus discípulos, a su vez, lo sean como El lo
es. De ahí que sea conveniente reflexionar, aunque sea de una manera
transitoria en las relaciones íntimas de Jesús con Dios. Pues en la medida que
más ahondemos en este conocimiento, nuestra referencia a Dios, si pasa por la
referencia a Jesús, será más auténtica y transparente.
Los
evangelios nos recuerdan la experiencia que tenía Jesús del Padre y cómo vivió
su existencia humana a partir, precisamente, de su intimidad con Dios. El Padre
era para Jesús la norma, el centro, el eje y la medida de su existencia. Jesús
experimentaba a Dios como algo absolutamente trascendente, santo e inmutable, y
al mismo tiempo como Padre.
Por la
lectura de los evangelios deducimos la concepción que Jesús tenía de Dios, como
exigencia de su religiosidad, de su fe y de su conducta vital. Era como una
síntesis de las tradiciones más puras y elevadas, sobre Dios, y que latían en
la conciencia del pueblo de Israel, y que habían sido transmitidas a través de
la historia del pueblo de Dios por los patriarcas, profetas, salmos…
A partir de
esa experiencia y de esa síntesis personal Cristo vivió siempre desde el Padre
y para el Padre su vida de fe y de oración. La fe bíblica es una actitud
integral del hombre ante Dios que comprende un reconocimiento del Dios
trascendente, una confianza plena en el Dios salvador y una fidelidad absoluta
a su voluntad. Y el evangelio nos ofrece una síntesis de esa fe de Jesús en
Dios Padre, su conocimiento, su confianza y su esperanza, así como su obediencia
abnegada y generosa.
Y así vemos
cómo toda la vida de Jesús se desarrolla en intimidad de oración y diálogo
amoroso con su Padre Dios. Recurre a la oración como búsqueda de la voluntad
del Padre. Su oración-era comunicación efusiva con el Padre, búsqueda de su
voluntad, ofrenda a favor de los hombres, petición ferviente de la llegada del
reino de Dios, alabanza y acción de gracias al Padre. La oración de Jesús no
era un ejercicio ascético en un mundo paralelo. La oración lo era todo en la
vida de Jesús: el motor y el corazón de su compromiso con la voluntad del Padre
y la instauración de su reino. La oración de Jesús desencadenó la historia de
su fe como anuncio y realización del plan de Dios sobre la humanidad. La
historia de Jesús, como hombre profundamente religioso y como creyente, como
proclamador y realizador del reino de Dios es la historia que se realizó en la
intimidad con el Padre a través de la más profunda, constante y generosa vida
de oración. Desde esta experiencia de oración pura y fecunda, denunció los
defectos y deformaciones de la oración de los hombres de su época, y enseñó a
sus discípulos la oración de su reino, es decir la oración del padrenuestro (Mt
6,5-13).
Los
discípulos le piden a Jesús que les enseñe a rezar al estilo de cómo ven que lo
hace El, que se dirigía con frecuencia a su Padre en cualquier lugar y por
cualquier motivo, pero siempre con naturalidad y como una actividad totalmente
normal y permanente en su vida. Y la gran sorpresa que la oración de Jesús nos
produce es la ausencia total de palabras raras, frases elocuentes y, sobre
todo, de contenidos incomprensibles. Todas son cosas directas y necesidades
humanas importantes, en las que el interés del hombre no se desplaza a esferas
ultraterrenas ni a mundos sobrehumanos.
Dios y el
hombre se encuentran en la necesidad que el hombre tiene de verse acogido,
ayudado, perdonado y todo para que el mundo sea un lugar más habitable, un
lugar de encuentro entre Dios y los hombres.
Cada
expresión, cada petición del padrenuestro es como una llamada de acercamiento
del hombre hacia Dios y de los hombres entre sí. Pues el “santificado sea tu
nombre” no se trata tan sólo de un título que dirigimos a Dios. Es una
exigencia para conseguir una forma de vida que deje bien patente ante los hombres
que Dios no es un ser extraño ni ausente, sino el Padre bueno, cercano e
interesado por los hombres sus hijos. Pero esta experiencia sólo es posible en
una realidad de hermanos. Sólo cuando los hombres vivimos como hermanos es como
se hace presente la experiencia de la paternidad común. Hablar de Dios como
Padre es algo vacío si no se ve reflejado en la vida fraterna de quienes lo
invocamos como tal. Si no somos hermanos, aunque recemos el padrenuestro, Dios
seguirá siendo un ser extraño para los hombres.
Pedimos que “venga
su reino” como la aspiración profunda del corazón humano hacia una convivencia
distinta a la actual y en la que prevalezcan los valores del reino que son la
libertad, la justicia, la sinceridad, el amor, la fraternidad y la paz. La petición
dirigida a Dios Padre indica la urgente necesidad que tenemos por lograrlo,
cansados ya de un mundo violento e injusto. Pero indica también el urgente
compromiso nuestro, de los que rezamos el padrenuestro, por tratar de hacerlo
realidad. Debemos trabajar y hacer posible un mundo mejor, porque es posible
hacerlo, y porque Dios está empeñado con nosotros en su realización, y así
cumpliremos su voluntad.
De ahí que,
al tomar el padrenuestro en nuestros labios, hemos de ser conscientes de que es
una expresión de vida y de oración. Es la oración por antonomasia del Cristiano.
Es afirmación de lo trascendente pero a la vez compromiso con el reino y sus
exigencias. Rezar el padrenuestro sin sentirse implicado en lo que se dice,
pienso que es falsedad, y pedir sin sentirse comprometido con lo que se pide,
es hipocresía. Reflexionar religiosamente sobre el padrenuestro, tal y como
salió del corazón y de los labios de Jesús de Nazaret, necesariamente ha de
llevarnos a revisar, profunda y responsablemente, nuestra vida de creyentes
cristianos.
Pero vayamos
a la petición específica, “el pan nuestro de cada día dánosle hoy” para que
nadie piense, ante esta introducción tan prolongada que esté intentando
escamotear el tema concreto. Y es que pienso que la aplicación y concreción de
todas y cada una de las peticiones han de estar, necesariamente, enmarcadas en
el sentido y contexto del padrenuestro.
Es fácil
para todos nosotros entender el sentido de la palabra pan, pues estamos
plenamente familiarizados con él. Lo mismo ocurrió cuando Jesús pronunció esta
palabra. Pues para Israel, como para todos los pueblos mediterráneos, el pan ha
sido siempre el producto base de la alimentación. Así el autor sagrado, al
interpretar el castigo de Dios al primer hombre pecador, le condena a “comer el
pan con el sudor de su frente”, como expresión totalitaria para indicar el
esfuerzo que requiere la subsistencia. En la interpretación religiosa de la
historia de los orígenes de la humanidad, el pan compendia el logro de todos
los esfuerzos y afanes del varón, como los dolores de la maternidad resumen las
penalidades de la mujer.
Esa primera
mención del pan en la Biblia sigue vigente en todos los relatos históricos que
aluden al mantenimiento del hombre como individuo y como comunidad tribal o
nacional: carecer de pan es padecer necesidad, no disponer de los medios
imprescindibles para una vida dignamente humana.
La religión
ya vista, siempre atenta a lo esencial, tiene en cuenta esta necesidad del pan,
y exige al creyente partir el pan con el necesitado, “saciándole el apetito como
prueba de religiosidad auténtica”. “El ayuno que yo quiero es que partas tu pan
con el hambriento…” (Is 58,7). La fe en la soberanía y providencia de Dios
sobre el hombre tiene su expresión en el hecho de que da el pan y lo quita,
según que bendice o castiga al hombre agradecido o infiel. Abundancia de pan es
abundancia de protección y favor divinos, y escasez de pan es duro castigo del
pecado (Ex 23-25). “Vosotros servid al Señor vuestro Dios y El bendecirá
vuestro pan…”.
Por ello, en
la felicidad mesiánica, el pan abundará y Dios proveerá para que todos se
harten sin esfuerzo penoso (Is 30,23). Podíamos también ver el amplio uso que
ha tenido el pan en el culto litúrgico, actuando como parte integrante de muchos
sacrificios y como reconocimiento del poder divino que da la fertilidad a los
campos.
Jesús ha
mantenido en su mensaje toda la importancia del pan en la vida del hombre. Y al
tiempo que ha excluido de sus seguidores toda solicitud desmedida por los bienes
de la tierra, ha enseñado a sus discípulos a pedir al Padre ”el pan nuestro de cada día”, que sin duda
alguna tiene en primer término un sentido directo y vigoroso del pan material,
necesario para poder vivir. Respondiendo a esta necesidad ha realizado el
milagro de la multiplicación de los panes para saciar el hambre de las
muchedumbres que le seguían en el desierto.
Y con
ocasión de uno de estos milagros, Jesús promete el verdadero “pan de vida” que
es la fe y la aceptación de su persona y su mensaje, y la recepción del
misterio eucarístico, partiendo de una realidad cercana y bien conocida del
hombre, para facilitar la comprensión de los misterios de la nueva revelación.
Y la trascendencia decisiva de su persona para el hombre la ha compendiado en su
proclama: ’Yo soy el pan del cielo que Dios os da… Yo soy el pan de vida, que
quien me come no tendrá hambre ni morirá.. ”
‘El pan
nuestro” está llamado a crear comunión con Dios y comunión con los hermanos.
Ambos
evangelistas usan el adjetivo “nuestro”. Y se puede tomar en doble sentido:
Nuestro, porque el pan que comemos es de Dios y del hombre. Y porque el pan que
comemos es mío y de los demás hermanos. Hay todo un lenguaje simbólico,
expresivo y palpitante sobre el vocablo “pan”. Me gustaría hacer una referencia
a una de las muchas simbologías sobre la palabra pan.
El pan llega
a la mesa mediante un largo y penoso proceso de trabajo y de elaboración. El
pan sale del trigo…
Se me antoja
ver en el pan un símbolo del misterio pascual. El pan nos da vida, pero
solamente después de sufrir todo un proceso de muerte. Primero tiene que morir
el grano enterrado en las entrañas de la madre tierra, donde necesita del calor
y de esa especie de espíritu nuevo para convertirse en dorada y apretada
espiga. Jesús mismo nos dice que si no morimos como el grano de trigo… Luego
esos granos dorados y limpios que llevan en sí todos los esfuerzos, sudores y
fatigas del labrador, han de pasar por otro proceso de muerte sometiéndose a la
rueda del molino y ofreciendo su propia identidad y su protagonismo para
fundirse en un puñado de harina, que luego sufrirá la fuerza de la levadura y
del fuego para transformarse en pan de vida.
Y el pan hay
que comerlo en trozos, para ser compartido, creando amistad y fraternidad entre
los que comen del mismo pan. El pan está llamado a unir a los hombres, a crear
familias, comunión entre el hombre y Dios, y entre los hombres entre sí. Y es
que el pan es fruto de la providencia de Dios y del trabajo de los hombres: “bendito
seas Señor Dios del universo por este pan, fruto de la tierra y del trabajo de
los hombres”.
Pero si bien
es maravilloso reconocer todas estas aplicaciones y simbolismos que podemos
expresar con el pan, lo que intentamos es aplicar esta expresión a las
necesidades del hombre para su digna existencia. Este pan que somete a todos
los hombres a la ley del trabajo, les impone también observar las leyes de la
justicia y de la caridad, únicas leyes capaces de garantizar un reparto
equitativo de los bienes de la tierra.
Y es bien
conocido de todos nosotros que, cuando decimos que uno no tiene pan, es que
está carente de lo más elemental para una vida digna. Y al llegar aquí
podríamos situarnos en distintos planos o niveles: Uno que es, lo que podíamos
llamar estado de derecho, es decir, ¿cuál será la voluntad de Dios con respecto
a que todos los hombres tengan o no tengan lo suficiente para vivir dignamente?
Otro puede ser, y pienso que llegamos al punto álgido de la cuestión, la
situación de hecho, es decir, si todos los hombres tienen el pan de cada día. Y
otro sería, ¿cuál debe ser la postura de uno que reza el padrenuestro ante esta
situación alarmante de hambre en el mundo?
En otra
ocasión Jesús nos hace ver que Dios no nos hubiera llamado a la vida si no hubiera
previsto nuestros medios de subsistencia. Y al decir “danos nuestro pan”, no
estamos haciendo a Dios la afrenta de suponer que fuera necesario espolear su
providencia para que vele por nosotros, pues sabemos que no se la niega ni a
los que no se la piden, ni a los lirios del campo, ni a los pájaros del cielo.
Lo que
hacemos es confesar que de El es de quien reciben los hombres lo que necesitan
para vivir: alimento, vestido, salud, techo… Y cuando Dios distribuye todos
estos bienes a los miembros de la familia humana, quiere que ellos se los
distribuyan equitativa y justamente, de modo que la opulencia de unos no sea el
precio de la miseria y del hambre de otros.
Dios quiere
que el hombre gane dignamente el pan con el sudor de su frente, lo que implica
el primer derecho del hombre a un trabajo digno y remunerado.
Pero ¿cómo
se están cumpliendo los planes de Dios sobre los hombres?
El hombre es
un animal de costumbres. Y la “fuerza de la costumbre” acaba por adormecer su
conciencia y cegar su espíritu crítico, de modo que llegue a considerar normal
y aceptable lo que en otro contexto consideraría intolerable y aberrante.
Así nos
hemos acostumbrado a que en nuestra sociedad y en nuestro mundo coexistan, como
la cosa más normal pobres y ricos, a que haya millones de seres que carecen de
pan, de lo más elemental para su vida, mientras otros nadan en la mayor y más
escandalosa abundancia. No vemos que en la desproporción existente entre pobres
y ricos —a niveles personales, de clases sociales o de países— es una
intolerable injusticia y una negación rotunda y escandalosa al plan de Dios.
Lo cierto es
que las mayores desigualdades dividen al mundo y a la humanidad en dos
enfrentados bloques.
El pobre es
quien pide pan. Pero pobres son quienes carecen de recursos y posibilidades,
los que viven al margen del poder político y del reparto económico, en la
periferia de la cultura, de la vida social imperante, e incluso de la misma
religión, carentes de una mínima seguridad económica, faltos de reconocimiento
social y de posibilidades de defensa, y viven en permanente dependencia,
caprichosa y tiranizante.
No son, como
algunos piensan ingenuamente, personas claramente individualizadas y aisladas,
fruto del azar, la pereza o el destino. Todo lo contrario, son una realidad
colectiva, subproducto del sistema social que vivimos y del que todos somos
responsables.
El verdadero
problema de la pobreza no se entiende simplemente con una mirada espontánea, ni
siquiera con ojos de buena voluntad. Requiere un análisis objetivo y
estructural de la sociedad. Los pobres son el último peldaño de una sociedad
intencionadamente jerarquizada en la que los hombres se agrupan en diferentes
clases sociales. El pobre, pues, no es una realidad individualizable y sin
contextura. Es alguien que,
colectivamente, cuestiona el orden social imperante y denuncia la injusticia
del sistema.
Pero el
creyente, el que reza el padrenuestro, no tiene sólo una mirada socio-analítica
del pobre, identificando su pasión y las causas que generan los mecanismos de
la pobreza. Supuesto todo esto, mira la clase de los empobrecidos con ojos de
fe y descubre en ellos el rostro sufriente del Siervo de Yahvé. Y esta mirada
no se queda en lo contemplativo, como usando del pobre para unirse al Señor.
Cristo se encuentra identificado con ellos y quiere ser ahí servido y acogido.
Visión socio-política y visión de fe que demanda de todos nosotros una
solución.
Pero la
verdadera pobreza no se remedia con un sistema de relaciones interpersonales de
buena voluntad, ni por la simple ayuda de los que tienen más a los que tienen
menos. Eso contribuirá, tal vez, a paliar necesidades urgentes y aisladas. Es
quizá lo que resulta posible para muchos; pero no ataca la raíz del árbol
social que, por tanto, seguirá produciendo frutos de miseria y de pobreza, de
injusticia y de violencia. A veces no se podrá hacer otra cosa. Pero que eso no
sirva para crear una conciencia tranquilizante en quienes ofrecen su ayuda, y
de satisfacción y gratitud quienes reciben, reforzando así los mecanismos de
dominación de unos y de dependencia de otros.
Son
escalofriantes las cifras de miseria y de hambre que todos los días vemos en la
prensa y en los medios informativos. Valga como síntesis esta afirmación
recogida hace pocos días en las páginas de uno de nuestros periódicos: “cincuenta
millones de hombres mueren de hambre cada año en el mundo”; “en Latinoamérica
mueren diariamente unos mil niños por desnutrición…” No podemos meternos en
análisis de estadísticas sobre rentas per cepita, etc., pero en la conciencia
de todos nosotros están aflorando ahora mismo los millones de parados,
minusválidos, ancianos, marginados… Todos aquellos que carecen de lo imprescindible
para una vida digna de un ser humano. Cuando pedimos el pan “nuestro” de cada
día hemos de tener muy presente que se lo pedimos a Dios nuestro Padre para
nosotros y para todos estos hermanos que no lo tienen.
Y son muchos
los que no tienen ese mínimo vital para vivir dignamente. Y no lo tienen porque
el adjetivo “nuestro ha perdido su sentido, para traducirse en “mío” egoísta y
cerrado. Decíamos que, rezar el padrenuestro sin sentirse implicado en lo que
se dice, es una falsedad, y pedir sin sentirse comprometido con lo que se pide
es una hipocresía. Cada vez que rezamos el padrenuestro, dada la situación alarmante,
escandalosa y espeluznante de tantos miñones que se mueren de hambre, ha de ser
una interpelación muy fuerte para nuestra condición de creyentes. Estamos en
plena cuaresma. Tiempo de conversión. Y éste es nuestro objetivo. Todas y cada
una de las peticiones del padrenuestro han de llevarnos a la conversión. Pero
dudo que pueda haber expresión más exigente, más acuciante y más concreta que
ésta del “pan nuestro”.
El
padrenuestro fue la catequesis fundamental y fundamentante de las primeras
comunidades cristianas. Vemos en el libro de los Hechos cómo, efectivamente,
cristalizó esta expresión de vida y oración en una puesta en común de bienes. Y
ese talante original de vida y de comunión de bienes fue su verdadero carnet de
identidad.
Al llegar
aquí surgen muchos interrogantes y cuestionamientos para nuestra vida de
creyentes. Una de ellas es ¿qué Dios estamos revelando cuando rezamos el
padrenuestro? Jesús aparece como la identificación con el Padre, de tal suerte
que quien ve a Jesús puede ver al Padre. Mediante sus dichos y sus hechos,
Jesús hace presente al Padre —que es amor— entre los hombres. Dice Juan Pablo
II en la Dives in misericordia que “Cristo
se convierte en signo legible de Dios que es amor, se hace signo del Padre. En
tal signo visible, al igual que los hombres de aquel entonces, también los
hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre”. Hacer presente al Padre en
cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba
fundamental de su misión de Mesías.
El cristiano
es el discípulo de Cristo que sigue su doctrina e intenta imitar su vida, y se
esfuerza por reproducir su imagen y su presencia entre los hombres de su
tiempo, y llama a Dios Padre, como El.
Coherentemente
todo cristiano que reza el padrenuestro ha de ser un espejo del Padre. Y la
mayor incoherencia nuestra es “pedir a Dios el pan nuestro, y despreocuparnos
de los que no lo tienen, cerrando nuestras entrañas al pobre y al necesitado.”
No sé con qué audacia o irresponsabilidad nos atrevemos a decir el
padrenuestro, cuando nuestros comportamientos son la negación de esa paternidad
de Dios ai no reconocer en la vida la paternidad y la solidaridad con los demás
hombres que, siendo también hijos del mismo Padre, no participan del reparto de
los bienes comunes, porque los demás hombres los excluimos de sentarse a la
misma mesa.
Esta
petición es la encarnación de una verdad, o de una mentira. Es como la huella
dactilar de nuestro carnet de identidad. Es la expresión concreta, real e
inconfundible de nuestra autenticidad religiosa, de la verdad o de la mentira
de nuestra condición de creyentes, verdaderos o hipócritas, según sea nuestro
compartir el pan con el hambriento, o nuestro cerrarnos a los demás.
Si nuestro
pan no es compartido, sabemos que, por mucho que recemos el padrenuestro, lejos
de crear comunión, nuestras actitudes egoístas y cerradas son la negación más
absoluta de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los hombres.
Dejemos, pues, estas formas de comportamiento para los que dicen que Dios no
existe; más los que le llamamos Padre de todos, demostrémoslo compartiendo ese
pan que le pedimos para todos los hombres, y luchemos, desde nuestro compromiso
de creyentes, para que en el mundo exista la justicia, la fraternidad, el amor
y la paz, que patenticen el reino de Dios entre nosotros.
Un reino que
está aquí; pero que es don y tarea, es gracia de Dios y compromiso del
creyente.
Cuaresma es
tiempo de conversión, de arrepentimiento. El reino —anunciado y hecho ya
presente en la historia por Jesús, pero cuya definitiva realización todavía
esperamos— es urgencia de conversión.
“Se ha
cumplido el plazo, el reino de Dios está cerca. Arrepentíos, y creed el
evangelio” (Me 1,15). “Arrepentíos, que el Reino de Dios está cerca.”
La
conversión cristiana es siempre y fundamentalmente conversión al reino, y es un
ponerse incondicionalmente, como Jesús, al servicio del reino.
A través del
Antiguo Testamento vemos que el pueblo de Israel recibe la buena noticia de un
futuro reino de Dios, traducido y articulado en promesas de libertad, justicia,
paz y de reconciliación verdaderas. Son los profetas los heraldos de esa buena
noticia que polariza las esperanzas del pueblo.
Entre las
promesas del Antiguo Testamento sobre el reino de Dios, junto a la promesa de
la paz (Is 24) y la de la nueva creación (Is 65,17), está la promesa de una
justicia intrahumana (Is 61,1-3) que bíblicamente se concreta en defender a los
débiles, en liberar a los oprimidos. En el pórtico de la cuaresma, la Iglesia,
nos invita a la conversión. Para ello nos presenta el pasaje de Isaías (58,1-9)
en el que hace una denuncia violenta del formalismo religioso. El pueblo acude
a Dios, le consulta, le invoca, guarda el ayuno prescrito. Pero todo lo realiza
sin espíritu, sin comprometer el corazón. Las prácticas piadosas son expresión
del egoísmo. Y la penitencia que Dios quiere, la única que tiene sentido, es
aquella que se traduce en servicio a los hermanos:
“El ayuno que yo quiero es éste —oráculo del Señor—: Abrir
las prisiones injustas partir el pan con el hambriento, hospedar a los pobres
sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne.”
Cada vez que
aflore a nuestros labios esta petición del padrenuestro: “El pan de cada día
dánosle hoy”, no podemos silenciar este sentido dinámico del reino de Dios que
supone fundamentalmente el actuar salvífico y liberador de Dios, que exige
modificar el estado actual de un mundo de muchos pobres y pocos ricos, para
establecer la justicia, la libertad, la reconciliación, la fraternidad, la paz
eterna y el amor inquebrantable.
Una de las
características del reino de Dios en el que todo cristiano está comprometido,
es la de abarcar y comprender al hombre en su totalidad, es decir, en tanto es
un ser corpóreo, social e histórico.
Lo que
precisamente distingue el reino de la tradición bíblica de los llamados “reinos
místicos” propios de las religiones místicas o platónicas, es su dimensión
terrenal, social e histórica.
El reino
anunciado por Jesús, aunque su definitiva realización es claro que trasciende
la historia y dice relación al futuro absoluto, tiene sin embargo que ser
anunciado, significado, preparado y hasta inicial y parcialmente realizado en
esta historia terrena.
Toda
concepción unilateralmente espiritualizada del reino, que prescinde de las
implicaciones terrenas e históricas que hemos apuntado anteriormente, no es
bíblica, y cristianamente debe ser descalificada.
Y el gran
escándalo para nosotros es que, siendo el reino de Dios, el reino
preferentemente de los pobres, de los oprimidos y de los que sufren
(bienaventuranzas), éstos han sido desechados por los ricos y los poderosos de
este mundo.
Termino con
esta traducción, quizá un poco libre y caprichosa del padrenuestro, pero que me
gustaría que fuera una plasmación real y concreta de esa presencia de Dios en
la vida, en nuestra vida, como don de Dios y tarea de lucha y de compromiso
cristiano.
Padre
nuestro que estás en la tierra,
en el surco,
en el huerto, en la mina,
en el puerto,
en el cine y en el vino,
en la casa
del médico.
Padre
nuestro que estás en la tierra,
en un banco
del Prado leyendo,
en el cigarro,
en el beso,
en la
espiga, en el pecho,
de todos los
que son buenos.
Padre que
habitas en cualquier sitio
Dios que
penetras en cualquier hueco
Tú, que
quitas la angustia, que estás en la tierra,
Padre
nuestro, que sí que te vemos,
los que luego
te hemos de ver,
donde sea, o
ahí, en el cielo.
(Gloria
Fuertes)
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