Lao-Tsé
La vida
La vida de la mayoría de los grandes maestros está envuelta de misterio. Buena parte de su existencia resulta incognoscible y a menudo indescifrable, lo cual es posteriormente revestido por un halo legendario por sus seguidores. Por tanto, no es fácil «desenmarañar» las vidas de estos grandes inspirados espirituales, sobre todo de los que vivieron en épocas lejanas. De todos ellos tal vez del que menos se sabe es de Lao-Tsé. Como está en nuestro propósito evitar mostrar a todos estos guías espirituales desde su vertiente legendaria y tratar de exponer en lo posible su verdadera existencia, tampoco sucumbiremos ahora a dejarnos condicionar por la leyenda, por sugerente que sea, y proporcionaremos al lector la muy escasa información que existe sobre la vida de este hombre.
Su enseñanza, aunque ensombrecida durante siglos por el confucionismo, se ha perpetuado hasta nuestros días y desde hace dos décadas está despertando cada día mayor interés entre los occidentales. En China, sin embargo, el taoísmo se ha confundido en algunos aspectos con el confucionismo y otros cultos y tendencias mágicas, lo cual ha redundado en una doctrina bastante híbrida y degradada. Nada tiene que ver el genuino taoísmo con el taoísmo coloreado de magia y de prácticas chamánicas. La verdadera enseñanza taoísta está muy cerca de algunos aspectos del budismo, hasta tal punto que de la síntesis del taoísmo y el budismo surge el zen, que nace en China y que luego se extiende a Japón.
Lao-Tsé fue contemporáneo de Buda, Confucio, Mahavira, Sócrates y Pitágoras.
El huraño, huidizo, genial, contradictorio y sagaz Lao-Tsé parece que se empeñó en borrar las huellas de su propia vida, pero veamos hasta dónde es posible seguirlas, siquiera en parte. Parece ser que se empeñó en pasar de «puntillas» por la vida, haciendo ésta tan enigmática como algunas de sus paradójicas enseñanzas.
El niño viejo
Aunque no se conoce con certeza el año de nacimiento de LaoTsé, parece ser que el más plausible es el 604 a. de C, y que tuvo lugar en un pueblo del estado de Chow en China. Su madre se llamaba Nyu Yu y, de acuerdo a la tradición, se trataba de una anciana virgen que albergó en su vientre a su hijo a lo largo de setenta y dos años. La mujer contaba ya con ciento sesenta y un años (y permítasenos este desliz hacia el insondable universo de la leyenda) cuando, sentada apaciblemente a la sombra de un ciruelo, dio a luz, otra vez de acuerdo a la leyenda, por el costado izquierdo, casi a la altura de la axila. Ni que decir tiene que el niño que nació era un anciano, hasta el punto de que sus cabellos eran blancos como la espuma y el rostro estaba arrugado como un viejo pergamino. El niño viejo se acercó al árbol bajo el que había sido alumbrado y aseveró: «Tomaré mi nombre de este árbol.»
Por ser sus orejas muy grandes, no pudo escapar al mote que le dieron: Orejas de Ciruelo (Li-Ar). Pero lo peor no era el mote en sí mismo, sino que los aldeanos, enterados de este raro alumbramiento, y considerándolo una especie de monstruo de los infiernos, se empeñaron en enterrarlo vivo. Gracias al anciano pero enérgico padre del niño viejo, Ling Fei, pudo evitarse tal horror.
Los nueve días siguientes al alumbramiento, el cuerpo de la anciana pero recién nacida criatura cambió de constitución otras tantas veces, hasta nueve. Se hacía vestir con las prendas de un filósofo, y entonces comenzó a ser conocido como Lao-Tsé, que quiere decir «el viejo filósofo», si bien otros le llamaban Orejas Largas.
Como la huella que deja un pez
Del mismo modo que la huella que deja un pez en el agua apenas es reconocible y aún menos alcanzable, así apenas tenemos medios y fuentes para sondear en la vida del muchachito anciano. Durante los primeros años de su vida fue muy amante de los bosques y de los parajes solitarios, y gustaba de estar solo y contemplar el curso de la naturaleza. Vagabundeaba por los frondosos bosques y ya mostraba signos evidentes de su carácter huraño, que no habría de mutar con el paso de los años. No se sentía a gusto con la gente. En uno de sus largos paseos por los alrededores de la aldea, conoció a un filósofo iniciático y con poderes psíquicos que le instruyó en muchos aspectos de la vida espiritual y procuró métodos de introspección y enseñanzas místicas muy variadas.
Lao-Tsé no se hacía a una vida ordinaria. No era un hombre común ni demasiado sociable. Era extraordinariamente independiente y muy solitario. Como todos los demás grandes maestros, recelaba de las instituciones y organizaciones y no le agradaban las masas.
¿Qué fue de la juventud, si así puede llamarse, de Lao-Tsé? Parece ser que viajó a la India y estuvo en contacto con importantes yoguis y maestros de la consciencia. Allí entabló relación con la alquimia india, más preocupada por el trabajo interior y por transmutar las emociones de baja calidad en emociones áulicas o beneficiosas que en la transmutación de los metales. En tierras indias también pudo entrar en contacto con astrólogos hindúes y especialistas en botánica terapéutica, así como inspirarse en doctrinas ancestrales como el Shamkya y en el milenario sistema del yoga.
No se debe pasar por alto que desde hace milenios existió un yoga taoísta y que el yoga, como hemos apuntado a menudo en nuestras obras, por ser un método adogmático y muy práctico, fue incorporado a todas las tradiciones místicas de Oriente. Si realmente viajó hasta la India, Lao-Tsé hubo de encontrar allí, y en abundancia, personajes que como él podían resultar igualmente huraños y que no apreciaban los vínculos sociales ni familiares: vagabundos del espíritu. Se trata de los sadhus, fenómeno panindio que viene de la noche de los tiempos. Tal vez no sería muy aventurado afirmar que, a su modo, Lao-Tsé también llevó una vida de sadhu o sannyasin (renunciante) en tierras indias. Aunque las masas religiosas y los creyentes tienen la tendencia endémica a asegurar que todos sus maestros espirituales nacieron sabios o divinos, el hecho cierto es que todos ellos tuvieron que seguir una larga y ardua etapa de perfeccionamiento, y que en este sentido ninguno de ellos ha sido una excepción. Lao-Tsé debió de formarse espiritualmente durante años y recibir instrucciones de los mentores de la época, tanto en China como en los países a los que viajase.
La India siempre debió de considerarse, ya desde tiempos remotos, la tierra de los iluminados, y de hecho muchos de los más grandes han nacido en ella, se han formado allí (Buda, Mahavira, Bodhidharma, Tilopa y un largo etcétera) o se han inspirado en sus enseñanzas y ejercicios espirituales.
En busca del Tao
El verdadero anhelo de este filósofo huraño e inadaptado a la sociedad que era Lao-Tsé nunca fue otro que buscar el Tao (camino) e impregnarse de él. La concepción del Tao era muy anterior a él; pero Lao-Tsé anhelaba conciliarse en el Tao y vivirlo. No sabemos si vivía esta búsqueda como un acontecimiento alegre o con pesadumbre, o tal vez incluso con bendita indiferencia, dejándose hacer más que actuando. No era un individuo comente y de algún modo se jactaba de reverenciar al Tao.
Lao-Tsé dijo de sí mismo: «Los demás son felices como si asistieran a un banquete o como si subieran a una torre en primavera. Sólo yo permanezco quieto; mis deseos no se expresan. Soy como un niño que jamás ha sonreído. Estoy triste y abatido, igual que aquel que no tiene un refugio., Los demás poseen mil cosas, superfluas en cambio yo parezco haberlo perdido todo. Mi espíritu es el de un estúpido. ¡Qué confusión!. Los demás tienen el aire de seres inteligentes; yo, en cambio, parezco un idiota. Los otros aparentan saber discernir; yo demuestro ser una nulidad completa. Soy arrastrado por las olas, sin tener asidero en parte alguna. Los demás ocupan cargos y desempeñan funciones; yo soy inepto como un primitivo. Sin embargo, yo me diferencio de los otros en que yo venero al Tao.»
Y sí hallaba un lugar seguro: el Tao. Pero no lo perseguía con el anhelo compulsivo con que por ejemplo Ramakrishna ansiaba a la Diosa, ni con la perseverancia voluntarista de un Ramana en busca del ser, sino que se dejaba «fluir» hacia el Tao y tomar por él. En el 517 a. de C. Lao-Tsé desempeña el cargo de archivero del estado de Chow, que ejerció algunos años. Después, al comprobar el declive de la dinastía Chow, decidió partir unos días hacia las tierras del noroeste. Llegó al paso de Han-kú y allí se encontró con un oficial, de nombre Yin-Hsí, que le dijo: «Hombre sabio, estás a punto de partir y desaparecer. Te suplico que escribas un libro para mí. Y, entonces el sabio huraño escribió el Tao Teh-King. Después de redactarlo, partió para no ser visto nunca más. No se sabe ni dónde vivió luego ni cómo murió, pero seguramente lo hizo en India. Había hallado el Tao en su doble vertiente: como camino y como salida. Al abandonar su cuerpo, se fundió con el Tao. El Tao había sido su dirección, su ruta y su meta. Había dicho refiriéndose al Tao: «Tao es como el vacío existente en un jarro y esta noción de “vacío” debe ser despojada de toda pedantería y superficialidad. Pues Tao es silencioso y claro; un fantasma con las apariencias de algo que permanece. Yo no sé si él es hijo de alguien, ni si tuvo alguna vez un origen. Puede ser que haya existido mucho antes que Dios.»
La enseñanza
El Tao Teh-King
Las genuinas enseñanzas del taoísmo clásico y no el posterior, degradado y popularizado, salpicado de magia y demiurgia, se exponen en el libro conocido como Tao Teh King, obra que no es de fácil lectura, que hay que intuir y sobre la que se debe reflexionar con una mente libre de los prejuicios de la lógica aristotélica y de esquemas radicales y basados en una no menos radical dualidad. Nos limitaremos, pues, a exponer enseñanzas relacionadas con este sorprendente y tan sagaz como sutil libro, y dejaremos de lado otros aspectos del taoísmo más tardío, como la alquimia taoísta el herborismo o la botánica médica, la sexualidad controlada como instrumento de vitalidad, el naturismo y la dietética taoísta o las prácticas mágicas o chamánicas.
Es imposible hallar una traducción totalmente certera o precisa del título de la obra atribuida a Lao-Tsé. Como el término Teh significa «virtud» y el término Kin quiere decir «libro» (sea libro sagrado o clásico), en tanto que el vocablo Tao significa entre otras muchas cosas «camino», podría traducirse el Tao Teh-King como «el libro del camino y de la virtud», título que aun traducido con sus inevitables inexactitudes resulta oportuno, puesto que en el mismo se exponen enseñanzas para hallar el camino y desplegar la virtud.
El Tao
La quintaesencia del taoísmo es el Tao. Ya Lao-Tsé nos previene anes que nada al afirmar:
«El Tao que puede ser expresado no es el Tao perpetuo. El nombre que puede ser nombrado no es el nombre perpetuo.»
Se pueden decir muchas cosas sobre el Tao, pero el Tao está más allá de todas ellas, como el Brahmán o el sunyata, el paratman o Mahapurusha. El Tao es muy misterioso. No es reducible a la lógica, no es asible al entendimiento correcto. El Tao es a la vez el todo y el vacío, lo primordial y esencial, lo cotidiano, o al menos lo que hace posible lo cotidiano; es lo estático y lo dinámico, lo manifestado y lo no manifestado. Está más allá de lo que es y de lo que no es, y de lo que ni es ni no es. Escapa a la lógica ordinaria. Y la mejor manera de expresarlo sería a través del silencio, y la mejor forma de captarlo a través de la meditación y de la observación de la dinámica vital. El Tao se esconde detrás de todos los fenómenos y no es de extrañar que Lao-Tsé se refiriera al mismo como «una hembra misteriosa». Ciertamente lo es, y es más para ser sentido que para se analizado o expresado. Mira directamente a la vida y te encontrarás, quieras o no, con el Tao, porque cada uno de nosotros somos la energía del Tao.
El Tao está en la acción y en la inacción, en lo alto y en lo bajo, en el principio y en el final. Es, por tanto, la última realidad, la fuente y el origen, y a la vez el fin y el medio, la meta y la senda hacia la meta. Es todo el cosmos y lo que está más allá del cosmos. Es también el aliento, el principio de vida, la energía y la materia. Es estático y es cinético. Es eterno. Es lo que hace y no ha sido hecho, lo que crea y es increado, lo que origina toda mutación aun siendo inmutable. Es lo absoluto y lo relativo. Es la raíz de la raíz, el origen del origen. El espíritu que todo lo impregna, anima y penetra es el Tao. Se distingue porque es sereno, puro, unidad y reposo. El saber libresco, la erudición, los rituales, la reflexión ordinaria no son el camino hacia el Tao.
La energía emerge del Tao; el principio de vida eclosiona gracias al Tao; el espíritu cósmico es Tao y Tao está allende del mismo. Tao es el orden en el desorden, pero también es el desorden; es lo inmóvil en lo móvil, pero también es el movimiento. Representa la meta, el camino y la salida. El que vive en el Tao ha salido de lo fenoménico y ha hallado la libertad suprema. Es el principio de todo lo constituido. Es incognoscible a través de los sentidos ordinarios y de la mente conceptual, y por eso es el misterio de los misterios y el enigma de todos los enigmas. El Tao no tiene fondo y es inagotable. Está en lo infinito y en lo infinitesimal. Es «el espíritu abismal» y es perenne.
Aunque realmente indefinible, el Tao es alcanzable o, dicho de otro modo, una persona puede realizar el Tao en sí misma y convertirse en el Tao que no dejó de ser. Así, su vida será armoniosa, serena, fluida y natural. Se llega al Tao a través de la bondad, de una vida sin artificios, de una conducta pacífica, de la contemplación serena, de la ausencia de fricciones, del desprendimiento, el desasimiento y la caridad. Se realiza el Tao a través de la espontaneidad, la no resistencia, la no acción o desapego, la verdadera virtud, el equilibrio y la ecuanimidad, el no aferramiento y la no acumulación, la calma y la no reacción, la humildad y la sencillez.
A propósito del Tao como última realidad, Lao-Tsé declara: «Existe un ser caótico, vive con anterioridad al cielo y a la Tierra. Es silencioso, vacío, solitario e inmutable. Está dotado de un movimiento giratorio e incesante. Puede que haya sido la madre del mundo.
No sé su nombre. Su apelativo es Tao. Si nos empeñamos en darle un nombre, le podemos llamar “grande”, porque se aleja, se hace remoto y vuelve.
»Grande, pues, es el Tao, grande el cielo, grande la Tierra, grande también el monarca. Son cuatro los grandes del cosmos y el monarca es uno de ellos.
»El hombre tiene por norma la Tierra, la Tierra el cielo, el cielo el Tao, y del Tao él es su propia ley.»
El Tao es, pues, el fundamento de todo, como todo halla su fundamento en el Tao. Pero el ser humano vive a menudo desvinculado del Tao e incluso totalmente inconsciente del mismo, perdido en sus afanes y artificios, alienado por sus conflictos y sus fricciones, orientando sus energías torpemente e ingiriendo cuando no debe ingerir, o forzando los acontecimientos cuando no debería forzarlos.
Incluso Lao-Tsé tiene a menudo que referirse al Tao con misteriosos símiles y toda clase de paradojas, por ser inasible a lo puramente racional. El Tao es para vivirlo y no para pensarlo. Pero existen muchos paralelismos entre el Tao y el Brahmán de los vedantistas monistas, o entre el Tao y el vacío primordial o consciencia pura. Podemos leer: «Retornante es el movimiento del Tao. La sutileza es la eficacia del Tao. Los diez mil seres del mundo nacen del ser y el ser nace de la nada.» El Tao lo engendra todo. Por muchos atributos que queramos darle o aplicarle, el Tao está más allá de todo ello, es el innombrable. Se lee en el Tao Teh-King:
«No se le puede atraer, no se le puede alejar, no se le puede favorecer, no se le puede dañar, no se le puede estimar, no se le puede despreciar. Es lo más precioso del mundo.» Y el aspirante espiritual tiene que poner todos los medios para recorrer el camino, que ya es Tao, y llegar a la meta, que es Tao.
La ley de los opuestos
El universo está regido por opuestos o dualidades; la mente humana, que es un microuniverso, está sometida en principio a los pares de opuestos o contrarios (amargo-dulce; negro-blanco). Pero el orden cósmico sigue su curso y ese curso ha perdido su rumbo en la mente humana y en el comportamiento, porque la persona no respeta el equilibrio, la virtud, la sencillez y el curso de los acontecimientos.
El universo está regulado por fuerzas antagónicas pero complementarias que son el yin y el yang. Cuando el Tao, que es anterior al caos, se manifiesta dando nacimiento al cielo y la Tierra, y aun siendo inmutable y anterior a todo, todo lo manifiesta y se convierte en la «madre de todas las cosas». Entonces en lo manifestado surgen dos poderes o fuerzas complementarias: el yin y el yang. Anterior al vacío y al todo, cuando el Tao «explosiona» y sin dejar de ser estático adquiere ¿carácter de cinético, todo lo existente aparece regulado por estas dos potencias. El juego de las dualidades se aprecia siempre en los fenómenos aparentes y porque hay vacío hay lleno, porque hay encuentro hay desencuentro, porque hay arriba hay abajo, porque hay dentro hay fuera y porque hay masculino hay femenino, del mismo modo que porque hay vida hay muerte. Al manifestarse, el Tao, que es uno, se convierte en dos (macrocosmos) y en tres (microcosmos o criatura). Lo informe adquiere forma sin dejar de ser informe; lo ilimitado se limita sin dejar de ser ilimitado.
El yin y el yang se alternan y simultanean. En el yin hay un toque de yang, como en el yang hay un toque de yin. Es la ley ineluctable de los contrarios. Son los dos lados del péndulo cósmico; si el péndulo va a un extremo, por su propia inercia retornará al otro. De yin y yang parten todos los elementos. Yin es frío, muerte, desorden y en la psiquis humana toma el carácter de degradación, odio, ira, abatimiento e inarmonía; yang es calor, vida, orden y en la psiquis de la persona se identifica con contento, armonía, amor y bondad. Pero yin y yang van mucho más allá de estos calificativos limitadores. Yin y yang se simultanean y complementan incluso en la respiración, yin es la inhalación y yang la exhalación. Finalmente yin y yang son los dos lados de la misma moneda, pero la persona sabia debe, mediante su visión lúcida y equilibrio anímico, conciliar las dualidades e ir más allá de los pares de opuestos, encontrando, como dice el zen, la afirmación más allá de la negación y afirmación ordinarias. El punto de equilibrio es el Tao, donde el todo y la nada se funden en aquello anterior a ambos, y cuando el aspirante espiritual «gana» el Tao y se instala en su naturaleza, ya no existe esa dualidad radical y se obtiene una visión complementaria y unificadora.
En el universo se suceden los acontecimientos y los ciclos. La persona sabia debe saber aprehenderlos y respetarlos. Al día sigue la noche y a una estación otra estación, como a la vida la muerte y al encuentro el desencuentro. Querer modificar los ciclos naturales es como querer asesinar la vida. El sabio aprende a fluir con los ciclos y acontecimientos, pero no lo hace atolondradamente, sino con consciencia y fluidez, evitando la tensión innecesaria y el conflicto inútil. Con lo blando vence a lo duro, con lo flexible vence la rigidez. Aprende a conciliar los opuestos y a superarlos. Se sirve de la lógica ordinaria para la vida cotidiana, pero dispone de una lógica paradójica y mucho más amplia para la vida espiritual. Incluso lleva la vida del espíritu al ámbito de lo cotidiano, manteniendo una actitud adecuada de pasividad interior en la acción, de desapasionamiento en la actividad, de desapego en la tarea que se lleva a cabo, de inmovilidad en el movimiento, por frenético que éste sea.
Recobrar el Tao
Nadie deja de ser Tao, pero hay que recobrarlo mediante la actitud adecuada y el oportuno ejercicio. Lao-Tsé valoraba mucho la quietud, tanto que declara: «En la quietud, pues, está la rectitud del mundo.» La quietud es sosiego, reporta visión clara, previene contra el conflicto inútil, evita la turbación y el desánimo, invita a la sencillez y a obrar sin artificio. La quietud es una de las herramientas básicas para la recuperación del Tao. También lo es la sabia actitud de no interferir en el curso natural de los acontecimientos, ser verdaderamente pacífico y virtuoso, saber ser psíquica y mentalmente flexible y, por supuesto, cultivar la humildad y la modestia. Lao-Tsé valoraba mucho el principio de la no acción o wu-wei, que no equivale a un quietismo exterior o falta de actividad, sino a la capacidad de actuar sin aferrarse ni apegarse, manteniéndose libre del sentido de posesividad y del afán de acumular.
La inacción que promueve el taoísmo es una actitud, basada en una actividad fluida y armónica, libre de ego y apego, inquietud o temor a la ganancia o la pérdida. La acción no debe ser egoísta, sino desinteresada, libre y armónica, sin violentar, perseguir o retener, sin imponerse por la fuerza ni desgarrarse o condolerse. Muchas de estas nociones, de puro karma-yoga, seguramente las tomó Lao-Tsé de las enseñanzas del Yoga, tanto si estuvo como si no en la India. De cualquier modo hay que saber armonizarse con el universo y respetar sus leyes, librándose de las imposiciones y limitaciones del ego.
Para el taoísmo posterior (pues Lao-Tsé, como Buda, no era dado a especulaciones metafísicas), en el ser humano existe una partícula espiritual que tras la muerte se funde con el Principio Cósmico, en tanto que hay otra que se queda en la Tierra. En la persona está el aliento vital o chi, que impregna y anima la sustancia material, el cuerpo etéreo o ching y la partícula espiritual o consciencia trascendente, que es el shen.
El taoísmo le concede mucha importancia a la meditación del ser o vacío primordial, consistente en aquietar todos los procesos psicofísicos, para permitir que, vaciado uno de todos los contenidos anímicos, se revele la esencia del Tao.
Ramiro A. Calle
Grandes maestros espirituales
ediciones martínez roca
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