No es Dios quien nos
lanza al infierno, somos nosotros quienes vamos allí con nuestros propios pies.
La misericordia de Dios es infinita. Siempre está dispuesto a acogernos con los
brazos abiertos, hasta el último instante de nuestra vida.
La casa del odio profundo
A sor Faustina
Kowalska, la santa que recibió la visión de la imagen del Cristo de la
Misericordia, Jesús le repite decenas de veces que se dé a conocer a los
hombres cuán grande es su amor por ellos, su capacidad de perdonar y de
acogerlos siempre y en Jesús a la misma sor Kowalska en una de sus visiones, es
que no lo quieren: «Hija mía, mira mi corazón misericordioso. Las llamas de la
Misericordia me queman: deseo derramarlas sobre las almas de los hombres, pero
las almas no quieren creer en mi bondad». En otro pasaje, Jesús le recuerda que
«cuando un alma exalta mi bondad, entonces Satanás tiembla y huye a lo profundo
del infierno». Frente a Jesús el diablo tiene terror, porque queda descubierta
toda su inferioridad, toda su debilidad de criatura frente a su Creador, de la
cual es perfectamente consciente.
Jesús, explica Kowalska en su diario –escrito siguiendo el
hilo de sus diálogos místicos con nuestro Señor-, sufre terriblemente ante el
pecado y goza como el padre del hijo pródigo cuando el pecador se confía a él,
aunque sea solamente a la hora de la muerte. «Los que proclamen mi gran
misericordia, pecados fueran negros como la noche, cuando un pecador se vuelve
hacia mi misericordia me da la gloria más grande y es un honor de mi pasión».
El siervo de Dios Juan Semeria, que no era un místico sino
un gran hombre de fe, de caridad y de oración, explicaba así, a su auditorio a
finales del siglo XIX, la esperanza en Dios misericordioso: «Dios es amor, Deus Charitas est. Dios ama al hombre
y necesita decir esta frase apasionadamente. Nos ama y mendiga nuestro amor.
Nos ama y en el momento final de la vida se presenta por última vez. El, este
amante rechazado, se presenta para escuchar una palabra de arrepentimiento, que
expíe una vida de rechazos».
Como recita la segunda plegaria eucarística en el texto
original completo, es decir, en el canon de Hipólito, Cristo es inmolado «para
derrotar el poderío de la muerte, para destrozar los lazos del demonio,
pisotear el infierno, llevar la luz a los justos, poner término a su prisión y
anunciarles la resurrección».
Hasta el fin Jesús
está empeñado en arrebatar al triste destino del infierno incluso a quien lo
rechaza, a donde busca arrastrarlo el diablo hasta el último momento. Es
así como la misma santa Faustina, en el momento en que se da cuenta de las
dificultades enormes que se han de superar para llevar adelante la obra que le
ha sido confiada por Jesús, anota: «Ahora he comprendido que Satanás odia más
que nunca a la misericordia. Esta es su mayor tormento». Luego, con renovada
esperanza añade: «Pero la palabra del Señor se realizará. La palabra de Dios es
viva y las dificultades no aniquilan las obras de Dios, sino que demuestran que
son de Dios».
Conceptos que han sido
repetidos centenares de veces en las apariciones de Medjugorje, donde la Virgen
pide con frecuencia «orar por los que están bajo el poder de Satanás», porque
«Satanás es fuerte y siempre está al acecho y desea destruir no sólo la vida
humana, sino también la naturaleza y el planeta en que vive». Siempre en sus
apariciones, la Virgen ha invitado a poner la confianza en la oración y en la
entrega humilde a la misericordia divina. Son interesantes en este sentido las
apariciones de 1830 en la iglesia de Rué Du Bac en París, en las cuales María
no sólo entrega a la vidente la imagen de la llamada «Medalla milagrosa», sino
que también invita con decisión a ir «a los pies de este altar. Aquí las
gracias serán derramadas sobre todos, sobre todas las personas que las pidan
con fervor, sobre los pequeños y sobre los grandes… Yo estaré con vosotros».
Por tanto, Dios nos quiere a todos en el paraíso, nos
proporciona los medios para llegar a El, incluso se ofrece a sí mismo, nos
ofrece a su Madre. Entonces, ¿por qué hay infierno?, ¿quién lo ha creado?
Ciertamente no ha sido
Dios. Son los mismos demonios los que lo manifiestan orgullosos en los
exorcismos. Esto lo escuchó el padre Cándido una vez de un demonio que no
quería irse de una persona.
—«Vete de este cuerpo
—le decía-, vete al infierno. Dios te ha preparado un bello y cálido hogar».
La respuesta del
demonio fue desconcertante:
—«Tú no entiendes
nada, no sabes nada. No fue Él quien creó el infierno. Él ni siquiera lo había
pensado. Lo hemos creado nosotros, los demonios».
El diablo creó de la
nada el infierno. Incluso el infierno podría no ser un lugar. Algún teólogo ha
hablado de un no lugar, partiendo del concepto de que el infierno es negación
de Dios. De hecho, es prácticamente imposible poder definirlo. Muchos santos
han tenido visiones del infierno, pero siempre distintas entre ellas y siempre
según sus capacidades intelectuales y cognoscitivas.
El Catecismo de la
Iglesia católica recuerda en el n. 212 del compendio que el infierno:
«Consiste en la condenación eterna de todos los que, por libre opción, mueren
en pecado mortal. La pena principal del infierno está en la separación eterna
de Dios, el único en el cual el hombre tiene la vida y la felicidad, para las
cuales ha sido creado y a las cuales aspira». Por tanto se hace referencia a
las palabras precisas de Jesús que trae Mateo 25,41: «Alejaos de mí, malditos,
al fuego eterno». Inmediatamente después, en el número 213, el Catecismo
explica, con el versículo 9 de la segunda Carta de Pedro: «Dios quiere que
todos tengan oportunidad de arrepentirse». Sin embargo, habiendo creado
plenamente libre y responsable al hombre, respeta su voluntad. «Por
consiguiente, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye
voluntariamente de la comunión con Dios si, hasta el momento de su propia
muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de
Dios».
Lo que sabemos con
certeza es que el infierno está poblado por los que rechazan y niegan de todas
maneras el amor de Dios y su omnipotencia. Una de las preguntas a la Santísima
Virgen hecha por una de las videntes de Medjugorje, Mirjana, se refería
precisamente a la posibilidad de que un condenado pudiera cambiar de idea.
—Pero si un condenado
se arrepintiera, ¿podría Jesús llevarlo del infierno al paraíso?
La Santísima Virgen
respondió como desconsolada:
—El podría, pero son
ellos los que no quieren.
No quieren porque su
elección es voluntaria y definitiva. Palabras que recuerdan la parábola
evangélica del rico «que se vestía de púrpura y de lino finísimo y todos los
días celebraba espléndidos banquetes», quien una vez muerto y en el infierno,
quería que Lázaro, también difunto pero «en el seno de Abrahán», fuera a donde
sus hermanos para advertirles que si no llevaban una vida correcta estarían
destinados a padecer eternamente. No dice que está arrepentido por la forma
como vivió, no pregunta cuál puede ser el camino para salir de la situación en
que se encuentra, quería que Lázaro bajara a llevarle un poco de agua o, por lo
menos, que fuera a advertir a los de su casa para que no tuvieran el mismo
final. También aquí la respuesta es de las que dejan la señal:
«Tienen la Ley y los profetas. Si no escuchan a Moisés y a los profetas tampoco se convencerán aunque un muerto resucitara».
Un concepto que Dante expresa por boca de Beatriz, con dos
famosos tercetos en el quinto canto del Paraíso:
«Cristianos,
sed más graves en vuestros movimientos:
no seáis
como pluma que se mueve a cualquier viento,
y no creáis
que cualquier agua os lava.
Tienen el
Nuevo y el Antiguo Testamento,
y el pastor de la Iglesia que los guía;
básteles
esto para su salvación».
El problema es que el que quiere condenarse
y busca obstinadamente este objetivo, se hace en todo semejante a Satanás.
Siempre más perverso pero también más soberbio y convencido de que su opción es
la más justa, aquella capaz de realizar su libertad y sentimiento de omnipotencia.
Y la máxima perversidad va acampanada de un gran engaño. El que vive en el
pecado es en sí mismo tan perverso que, al igual que el diablo, se engaña a sí
mismo. Pero no debemos pensar cosa de un instante. En una sociedad como la
nuestra, a menudo se vive de modo que la persona se acostumbra al pecado.
Lo que es pecado ya no es identificado como tal. Así se suma
pecado a pecado. Mil ocasiones ofrecen excusas plausibles a nuestras faltas. La
persona se vuelve cada vez más disoluta sin siquiera darse cuenta. «El pecado
grave –escribe Semeria, en un pasaje de un famoso cuaresmal, que permaneció
grabado en la memoria del entonces monseñor Jaime Della Chiesa, después
Benedicto XV- no es y no puede ser un fenómeno imprevisto. La persona no se
vuelve mala en un día. Como lentamente, paso a paso, se sube por la cuesta de
la virtud, así, lentamente, paso a paso, se desciende por la pendiente del
vicio». Por tanto, advirtiendo a las personas que llenaban la Basílica romana
de San Lorenzo en Damas, entre las que había algunos otros prelados, la reina
Margarita con su séquito, magistrados y famosos profesores de inspiración
masónica de la vecina universidad La Sapienza, invitaba al ejercicio siempre
más desacostumbrado del examen de conciencia: «Hermanos míos, que por un justo
temor del infierno, buscáis persuadiros de que él no existe, sed francos y
decidme: ¿cuántas veces y de cuántas maneras Dios os ha llamado y vosotros
habéis rechazado sus invitaciones?».
Muchos santos, como
por ejemplo Teresa de Ávila, han tenido terribles visiones del infierno poblado
por multitudes de almas, mientras otras seguían cayendo en grupos. La
descripción de santa Verónica de Giuliani es muy detallada. Lucifer, en el
centro, con su mirada controla todo. Inmediatamente bajo él, Judas. Después, el
clero, subdividido por categorías, en riguroso orden de importancia. En último
lugar la inmensa turba de condenados. Y naturalmente, como en el paraíso, no
todos son iguales. Sobre este último concepto ha jugado mucho Dante con su
hipótesis sobre la pena a contrapaso, es decir, de la estrecha relación entre
el tipo de pecado cometido en vida y la pena sufrida en el infierno. El gran
interés de la visión de Verónica Giuliani se debe también al milagroso
descubrimiento de sus escritos en veintidós mil folios por parte de un
peregrino francés de 80 años, mucho tiempo después de su muerte. Antes de aquel
descubrimiento nadie habría pensado que aquella mujer hubiera sido una santa.
Había vivido, había tenido sus visiones místicas y las había escrito
ocultamente.
Del libro: "Más fuertes que el mal" del Padre Gabriel Amorth y el periodista Roberto Ítalo Zanini. Editorial San Pablo.
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