Hizo estudios de Historia en la Universidad de Madrid. Reconoce entre sus maestros a Vicente Aleixandre el cual leía sus poemas, ºy María Zambrano que le influyó mucho en el pensamiento. Entre 1970 y 1974 ejerció como lector de español en las universidades de Milán y Bérgamo. Posteriormente vivió dos décadas en Ibiza y en 1998 trasladó su residencia a Salamanca.
Se le incluye en el grupo de los Novísimos. Es uno de los pocos poetas españoles que cultiva de forma asidua el verso alejandrino. La obra de Colinas presenta amplitud y relativa variedad, ya que ha publicado poesía, novela, ensayo y memorias, además de un tipo de prosa poética y aforística, y ha realizado también numerosas traducciones.
Los críticos han destacado los temas de evocación clasicista, su regusto por lo clásico y por la decadencia material del pasado. Es poeta de la estética y de la meditación. Su poesía se crea con un halo místico, señal que revela su anexión incondicional al pasado. Es tratado, por otra parte, como un poeta alejado del barroquismo y, dentro de los de su grupo, si podemos decir así, es el que más apego guarda con la tradición que remonta a la Antigüedad Clásica, al Renacimiento y al Romanticismo. Se lo considera como el más puro de los novísimos. Sobre su estilo el profesor José Paulino Ayuso ha dicho que:
"Conviene notar el curso pausado y reflexivo del ritmo, aunque con diferencias de composición, ya que puede escribir un poema breve, casi sentencioso, otro poema más extenso y descriptivo y llegar hasta el poema-libro. Del mismo modo, emplea versos regulares, medidos, como el alejandrino (un libro entero es una unidad orgánica compuesta en alejandrinos, por ejemplo) o elige una forma versal más libre, pero siempre busca el rigor (precisión, austeridad, exactitud, tono) en la construcción del poema y la musicalidad en el lenguaje, que nos acerca al fenómeno del encantamiento: en el lenguaje poético se produce el encantamiento del mundo y de nuestras emociones. Por otro lado, está en él la busca constante de lo esencial, del conocimiento que se desvela y.revela y que viene acompañado por la emoción, más aún, por el estremecimiento ante la poesía y ante el misterio que se descubre en ella. Encantamiento y misterio componen los dos elementos esenciales que afloran en esa dicción, ritmo y musicalidad de Antonio Colinas, cuya poesía, de esta manera, ha alcanzado, por el reconocimiento de la crítica, la categoría de una poesía clásica, con el clasicismo propio de nuestra época."
El signo del equilibrio marca también su obra. Equilibrio que no es sino armonización de principios antagónicos, armonía dialéctica. Equilibrio entre la emoción y la meditación; entre la estética (un estilo siempre musical y claro, tendente a la esencialización de la palabra) y la ética (ese poner el dedo en la llaga de los desastres de la historia, de los abusos de un racionalismo estrecho, de la destrucción de la naturaleza.
Posee muchos premios y galardones, entre ellos:
Premio Nacional de Literatura 1982 por Poesía, 1967-1980
Hijo Adoptivo de Salamanca, 2011
Premio Nacional de Literatura 1982 por Poesía, 1967-1980
Hijo Adoptivo de Salamanca, 2011
ANTONIO COLINAS
(1967-2010)
Libros del Tiempo Ediciones Siruela
Estos poemas
nacen de tu ausencia.
Mira mis
labios: están secos, solos.
Tantas
noches pasaron a los tuyos
unidos,
apurando cada poro
de tu ser,
que hoy no tienen ya razón
para existir
aquí, en el abandono.
También el
aire muere entre los robles
y en sus
copas se extinguen, poco a poco,
los silbos
de los pájaros, la queja
emocionada
del ocaso rojo.
Todo muere.
Las barcas
van cansadas
sobre las
aguas muertas.
Suena ronco
el golpe de
los remos.
Te diré
que, además
de tu ausencia, ahora noto
el desamor
sembrado en mis entrañas
como una
muerte lenta, como un lloro.
El desamor,
las huellas del recuerdo,
el sentir
deshacerse cada gozo,
descubierto
a tu lado, sin remedio.
Mira mis
labios, mírame a los ojos
desde la
estancia oscura donde sueñas.
Piensa, por
mí que aún puede haber retorno
para estos
labios mudos, para el pecho
en soledad
que te aceptó amoroso.
Nocturno en
León
Se apagó la
linterna rojiza de las cumbres.
Ya no pueden
los ojos saborear la hermosura
de cada rama
helada, la enhiesta crestería
fulgiendo en
el crepúsculo silencioso de invierno.
Noble León,
los goznes de cada puerta sienten
también el
frío. Espadas de frío en las esquinas,
en el pesado
pecho de la muralla rota.
(Zarzal,
zarzal amigo, si hoy ardiese la espuma
rosada de tu
flor, si crepitase toda
la tarde en
tu maraña, en tu hojarasca roja.)
Noble León,
hoy nido sin susurros de pájaros,
llamas hubo
en tus álamos, oro en las espadañas.
Pero ahora
que la noche de invierno se avecina
sólo dura la
piedra, sólo vencen los hielos,
sólo se
escucha el silbo del viento en las mamparas.
De puro fría
quema la piedra en nuestras cúpulas,
en las
torres tronchadas de cada iglesia vicia.
Noble León,
frontera de la nieve más pura,
junco
aterido, espiga sustentada en la brisa,
ahora que
viene densa la noche por tus calles
hazme un
hueco de amor entre tus muros negros,
entreabre
las pestañas heladas de tus ríos,
que se
agigante el sueño para este amor que ofrezco.
La espera en
la penumbra
En las
laderas de este monte sueño.
Conmigo está
el otoño, sus riquezas.
Arde, gotea
al sol la zarzamora
y en ella
están los pájaros bullendo.
Poso los
ojos en las hojas secas
del robledal,
contemplo el avellano
sin su flor
diminuta, carmesí.
Pasa el
mendigo bajo el cielo en llamas.
Olfatea la
brisa, busca un lecho
por la
pradera, entre el sopor del heno.
Allá en el
valle tiembla la arboleda
y el humo
azul esfuma los tapiales.
Como un
ladrón, oculto en la espesura,
sorprendo la
llegada de la noche.
Me dejan
mudo las primeras sombras,
el roce de
unos pies en los helechos.
¡Qué
escalofrío pasa por mi sangre!
¡Qué acritud
la del mimbre entre mis dientes!
Del fondo
umbrío de los bosques siento
brotar tu
corazón, tu amor oscuro.
La última
noche
I
La última
noche azul por los jardines.
El río pasa
entretejiendo sueños
a través de
la umbría perfumada.
Las flores
violáceas sienten frío.
Con ojos
muertos las estatuas siguen
la marcha de
la luna en los ramajes.
Es preciso
callar, borrar las quejas,
el llanto de
otro otoño en nuestros brazos.
Los pasos
envejecen con el tiempo.
Por donde va
el amor crujen las hojas
y una
lágrima viva empaña el aire.
II
La escasa
luz azul de los faroles
cabrilleando
sobre el río oscuro.
Embarcaderos,
túneles, estatuas
esperan fríos
el amanecer.
Resquebrajados
búcaros de barro
se iluminan
a veces con la luna.
No dejan de
tronar todas las fuentes
ni un
momento sobre la piedra dura,
sobre flores
y pájaros sin vida.
Los puentes
de metal besan la noche.
Historia de
amor
Pesaba en
nuestros cuerpos la hermosura
De un nuevo
atardecer estremecido.
Cruzábamos
aquellos matorrales
Altos,
desnudos, que en la primavera
Se aroman
todos, se hacen más profundos
Con el trino
y el juego de los pájaros.
Brotaba una
gran luna amoratada
Detrás de
los zarzales y en el césped
Había escarcha,
estrellas diminutas,
Hojas brillantes,
mínimas de fuego
Que tanto
nos gustaba contemplar.
Volvíamos
del río, de la orilla
Húmeda y
vaporosa de los álamos.
Luego, ya
por las calles, todo el pueblo
Quedaba sorprendido,
nos pedía
Razón de
aquella luz que en nuestros ojos,
Apaciguada,
estaba delatándonos.
En nuestros
rostros se alió el rubor
Con la
alegría temerosa y clara
Del que le
han sorprendido en buen secreto.
Aquel tesoro
acumulado lento,
Los callados
instantes del abrazo,
Cada hora
que el amado dio a la amada,
Quedaron descubiertos
para siempre.
Alguien
habló, dijeron que nosotros
Éramos de
otro mundo, que en las frentes
Nos brillaba
una luz desconocida.
Hubo un
júbilo extraño y cada casa
Abrió todas
sus puertas a la historia
Fantástica y
veraz de nuestro amor.
Consumación
serena
(Homenaje a
Vicente Aleixandre)
Hasta él
llega abundosa la densa luz del día.
Apaciguada
está la copa de aquel pino
y en su
urdimbre tan verde un pájaro desgrana
monótono su
queja, rasga el velo del aire.
Lenta va por
las lomas la mirada avizor,
resbala pesarosa
por los cantiles ásperos.
Ya no más
paraísos ocultos a sus ojos.
Más allá de
sus cejas qué secreto país,
qué firmamento
mágico, qué mar embravecido.
La mar vence
a las horas, entreabre sus gargantas,
va incendiando
plumajes, reluce como un lomo
incrustado de
gemas, como cristalería.
Pero apenas
sus ojos ven al cetáceo verde.
Huyen hacia
la luz cuajada del crepúsculo.
(De aquella
agua amarguísima probó cuando era niño.
Azotada su
piel como playa, mirad
la secreción
caliza del coral, la minúscula
gruta de
cada concha, la humedecida arena.)
No habrá
selva en que pose sus ojos el poeta.
No más
ágiles tigres, no magnolias sedosas,
no cálices,
no cuerpos rosados para el beso.
El nardo,
cada nácar vibrante, los sonoros
metales, la
honda nota de la cálida sangre,
la música
enterrada de la muchacha muerta…
Todo lo
probó el ojo que estuvo con la muerte.
Todo pasó
despacio bajo su frente firme.
Plena
serenidad del que lo sabe todo
y deja su
mirada posada en el paisaje,
y no tiene
más sueño que el de vivir soñando.
Todo pasó
despacio, mas deberéis saber
que aquel
sueño azulado que en su pupila puso
el astro de
la noche aún permanece vivo.
Necrópolis
aquí el
centinela vigila la necrópolis.
aquí puertas
de piedra sólo abiertas al alba,
aquí la sala
para los esclavos qi
con la sal y
la leña para los sacrificios,
aquí el olor
de aceite y de flores bravias,
aquí la
fresca gruta en estío y el cálido
refugio para
lobos y liebres en invierno,
aquí donde
la noche, de puro impenetrable,
sólo es rota
por lámparas muy tristes y tambores,
aquí la
terracota que no ha visto la nieve,
aquí el
cuenco, la piedra para majar la grasa,
aquí ánforas
de trigo negras por el gorgojo
y el último
de agosto con cascaras doradas,
aquí las
huellas tiernas en el húmedo barro.
Aquí el
primer cadáver irreverente, enorme,
El romano
aguerrido de las tropas de Augusto
y el bastón
y la huesa del bárbaro celoso,
aquí los
idolillos de piedra sin cabeza,
aquí donde
no entró un labio de mujer,
aquí el
grito, los rezos al dios de la negrura,
aquí el ara
y la sangre no sabemos si humana,
aquí la
tosca cátedra de los astros hambrientos,
aquí la sala
grande y las mil hornacinas,
los cantos
arrojados por las manos sin nombre,
la honda
desolación de las vasijas rotas,
la tremenda
hecatombe de las santas cenizas
Yo, que
canté los labios de Afrodita,
en una cueva
mis huesos recreo,
pues por
saber y por sentir me veo
abocado a la
paz y a lo que excita.
La perfecta
armonía, la maldita
noche plena
del cuerpo, lo que leo
en los
astros y códices lo creo
pagano misticismo,
ansia bendita.
Pesa el
vivir entre ciprés y rosa,
velar el
paraíso en el que duermo,
libar y
llamear en cada cosa.
Ser otoño
maduro, hermoso, enfermo,
blanco para
Diana la furiosa,
Icaro junto
al sol, carne de yermo.
V
Cuando la vi
por vez primera era
excelsa virgen
entre los humanos.
Húmedos
ojos, hojas de sus manos
abriendo cielos
en la primavera.
Yo oraba
consumido en los abrojos
de este
valle de lágrimas, no veía
qué hoguera
negra como pez ardía
en su alma
santa y en sus labios rojos.
Luzbel,
llevaste hasta mis miembros viles
airado mar
sembrado de reptiles.
Joven de
divinales esplendores,
mater de los mortales que enamoras,
siendo, en
el lodazal de las auroras,
divina boca
de los pecadores.
XIII
Me llamaste
en la noche y yo dormía.
Dormía, mas
logré sentirte al lado
de mi cuerpo
y creía que soñaba.
Soñase o
durmiese, me llamaste
dulcemente en
la noche en que velaba.
Sí, velaba,
temblaba, me salía
de mí cuando
en la noche susurrabas,
aunque sólo
durmiese y te soñase.
Sólo sé… no
sé nada; sólo creo
que quizá
eras tú quien me soñaba
poniendo yo
mis labios en los tuyos.
Sólo sé que
brotaste de lo oscuro,
sólo sé que
entreabriste mis tinieblas
como una luz
que hablase a mis silencios.
Suite
castellana
En Castilla,
la madrugada
se alza de
pinares fríos y el que pasa
cae de
rodillas en la gleba y besa
la última
luz negra en el rocío.
Al mediodía,
bajo un
violento coro de puñales,
danzáis,
reís.
Esferas
luminosas desorbitan el día,
fiestas hay
en el aire,
vino,
caballos (rosas
sólo en los
claustros), un almendro seco
y cipreses
pelados
como las
alas de los buitres viejos
que sólo
traen desgracias.
Hay un joven
herido que no olvida
y bodas que
se llevan el amor a la muerte.
La tarde es
una lágrima
que nunca
cae,
un tiempo de
rebaños, de hornos olorosos,
una oración
en labios enlutados.
Álamos
santos, álamos
de los
adioses,
movéis en lo
alto sueños sobrehumanos.
De noche,
buscamos la humedad
de huertos
pobres,
apagamos las
velas y lloramos
porque tienen
los astros allá arriba
fuegos más
hermosos.
El camino
cegado por el bosque
Créeme, no
es piedad lo que siento por ti,
ahora que
estoy lejos sino un recuerdo herido.
Por ti y por
el camino cegado por el bosque
que no pude
seguir aquella noche joven,
perfumada y
abierta como el cuerpo de un pino.
No es
piedad, sino una sensación de fracaso,
de suave y
entrañable dolor que nunca cesa.
Fuiste buena
conmigo en mis días de entonces;
me diste
cuanto soy: este veneno dulce
que me
impulsa a luchar contra el mar, contra el tiempo
y contra el
mismo amor de los que bien me quieren.
No es
piedad, aún te busco en la noche perfecta
deseoso,
sediento de tus colores ácidos,
de tus
estrellas frías, de tus ramas y ríos
helados tras
los cielos del más hermoso invierno.
Te lo digo
dolido y con los ojos húmedos,
aunque la
mente esté segura, serenada:
no te pude
tener más cerca, pues mis labios
Llegaron a
rozar tus nieves, tu horizonte.
No es
piedad, créeme; sólo sé que una tarde
avanzada,
profunda, descendí de aquel monte
puro y
purificado como un fuego de junio.
Creí volver
a ti definitivamente
y me
encontré el camino cegado por el bosque.
Hacia el
orden y la locura de las estrellas
…vers Vorare
i lafollia deis estéis.
M.
Villangómez Llobet
Pacientemente,
hemos ido
alzando nuestras vidas
bajo el
orden y la locura de las estrellas.
Y ese orden
celeste permite el milagro
de la
respiración en nuestros pechos,
pero la
inevitable, infinita locura
de los
derrumbaderos de la noche,
tiende a
abrir nuestras venas,
a astillar
nuestros hueso
pacientemente,
como los
primitivos,
hemos vuelto
a escrutar la dirección
de las aves,
los signos de las olas,
la filigrana
que la luz madura
compone en
los olivos centenarios;
pues ya no
nos servían
la vibración
mecánica del mundo,
el
asfixiante, indomable
laberinto de
cemento,
el saqueado
huracán de la palabra.
Con la
brutalidad de la piedra
arrojada en
un espejo,
los
ladridos, el sol, las tenaces raíces,
las manos
como hogueras del amante,
se van
abriendo paso en los días brumosos.
El hombre no
detiene aún su marcha
hacia el
orden y la locura de las estrellas.
El río de
sombra
Fste camino
bordeado de abrumadoras higueras centenarias,
¿a dónde me
conduce en esta noche incierta?
El calor
derrotó a las palomas sobre el trigal
y sólo alza
la noche su gigantesco vuelo
sobre las
frescas, innumerables, cascadas de las parras,
sobre el ojo
sin esperanza de la perdiz enredada
y herida en una
trampa del claro del bosque,
sobre el
sudor de los caballos.
La sombra
crea un río dulcísimo de sombra,
un hondo
curso entre los troncos negros
que trazó
una mano de inspiración divina.
Una espada
de sombra me persigue
en cada
anochecida, desgarra el cielo, silba
endemoniada
entre las ramas.
Pero hoy
estoy seguro; adiós, agotadoras
insistentes
insidias de la vida.
Seguro estoy
en el curso insondable
del camino
nocturno, entre las infinitas
lineas que
alguien trazó hace ya siglos.
Un curso en
el que sólo me confunde
el
enfermizo, sublime aroma
de una
sucesión de rosales segados.
Viento que
golpea la luna
¿Cuánto
tiempo he pasado buscando esta tierra
cercada por
la luz?
¿Acaso no persigo
este espacio v su mensaje
desde que
abrí los ojos a la vida?
¿Al fin
hallé el más griego de los mares
en los
dominios del bárbaro?
Y ahora, ¿es
el bronce el que vibra en el aire
o son fustes
de mármol los que tiemblan?
Acaso sólo
sea el rumor
del carro de
Nausica
en las
guijas sagradas, las sonrisas
de las que
corren con las cabelleras
chorreando
por los hombros, o el batir,
como
enseñas, al viento, de las túnicas.
Y es todo
tan sencillo: unos pinos enormes,
que brotan
de la roca ennegrecida,
asomados al
cuenco rebosante
de un erizado
mar de caracolas.
Y, un poco
más allá, matorrales sonámbulos
en donde,
perezosos, se enredan los corderos
y zumban las
abejas en umbrías perfectas,
y un
torrente que lleva a algún chozo sin techo,
y unas dunas
ardientes por el polen
parecen
esperar los pasos de algún náufrago.
¡Humilde sa Caleta…!
tu azulado
corazón de roca,
las ramas de
los pinos en la tarde,
que mueven
un silencio
roto por las
salpicaduras de los remos
de las
barcas que zarpan al ocaso,
compensan
todo el tiempo desvivido.
En realidad,
en ti veo un espacio
enemigo del
hombre,
pues el humo
sabroso de la hoguera
borra voces,
miradas,
y la brisa
abre surcos en las ondas,
y el aroma
se funde con la luz,
y el viento
golpea la luna…
Como a
Ulises,
amarradme a
un tronco de esta costa.
Sin hundirme
en las aguas que me tientan,
quiero que
me ilumine su equilibrio,
desvelar el
misterio de todas las noches posibles.
La estatua
mutilada
Porque las
estatuas
no son ya
despojos;
nosotros
somos las ruinas
Giorgos
Seferis
Me habría
quedado allí, mirándote, una vida.
Aquel cuerpo
astillado por el frío y el tiempo,
los ojos
vaciados por la desolación,
por la luz
de una luna errabunda y antigua,
los labios
destrozados por una piedra de odio,
el gran
torso erizado de mármol detenido.
¡Qué soledad
la tuya contra un cielo veteado
de fósiles y
musgos, de relámpagos húmedos!
¿En la hora
diabólica quién frenó de repente
mi negro
corazón como a un caballo airado?
La vaguedad
acaso de tus formas perdidas,
el misterio
de ser o no ser en la tarde
una hermosa
doncella que el tiempo despeinaba,
la máscara
de un joven en un alba de piedra,
un ángel
suspendido de la noche borrosa.
Corazón,
corazón, allí quedaste mudo
Llbando la
sorpresa que algún dios te ofrecía.
El Tiempo,
una vez más, mordió fuerte en la Forma,
pero quedó
la masa imantada, el volumen
informe que,
en círculos concéntricos, llenaba
de música la
sangre del que te descubría.
¡Qué
carcajada trágica la de tu boca rota
sobre un
siglo de nombres y de hechos vacíos!
¿Qué mirada
hay más fiera que la de aquel que mira
sin oíos,
con los ojos mordidos por las lluvias?
Tu fuerza
astral reniega del amor y la guerra.
Tu fuerza ha
detenido en el centro del cielo,
durante
siglos, soles y seres confundidos.
No sufres
destrucción. Tu poder es tan alto
que hoy
parecía que de tus brazos tronchados
se escapaba
la vida del que te contemplaba.
Aquellos que
golpearon tu primitiva imagen
no sabían
que estaban golpeándose a sí mismos,
escribiendo
en el mármol todas las negaciones,
esculpiéndole
un ara a la Nada absoluta
cegando una
fuente donde hoy salta la sangre.
La ciudad
está muerta
La cuta é
moría, é morta.
S. Quasimodo
¿No tuviste
bastante con morir una vez
en la muerta
ciudad, que vuelves otra vez
entre sus cancerosos
muros iluminados
a veces por
verdores putrefactos?
¿Quedan aún
las brasas de los sueños
ardidos en
lugares y en labios que creíste
hermosos?
¿Te niegas a
aceptar que aquí estuvo el amor
imaginando
pájaros, desenterrando ruinas?
Llueve, llueve
y la música es negra en estas calles
abarrotadas
de crucificados que andan,
de
agonizantes que laboran,
de
insepultos cadáveres que aplauden y sonríen.
Acaso quede
aún en este espacio
de sueños
destrozados, de sueños machacados,
otro loco
que aún sueñe y vaya repitiendo:
«Tenéis
cerca la luz; está cerca la luz»
Pero, ya
como en tiempos, sólo un frío y vacío
sllencio os
responde,
aunque siga
festivo y ciego el ajetreo
de los
muertos perfectamente pulcros,
de los
muertos perfectamente sabios,
de los
muertos perfectamente muertos.
Sólo se oye
la agria y metálica caída de otra noche
como una
inmensa, gruesa, negra chapa de acero.
Noche más
allá de la noche
1980-1981
XIX
Mas siempre
en la caverna de los siglos más negros
se ha
enquistado la luz, el placer armonioso.
Al fondo de
los páramos místicos, hacia el sur,
brilla toda
la vida, los verdores de Al-Andalus.
Yo entreví
el paraíso sonámbulo de entonces,
el espíritu
libre, enjardines sonoros.
En las
fuentes secretas, remansadas, el agua
reflejaba
los cielos: la verdad transparente.
Cual Narciso
embebido caí en el estanque
de las
tardes intensas entre el río y la sierra,
mareado en
las florestas por aromas, por trinos,
herido en
esa noche musical de unos ojos.
Hasta el
dolor estaba como purificado,
pues no
pesaba el cuerpo en los cañaverales,
suspendido
en un aura hechizada, lunar,
que amansaba
la vega, cada nervio del mundo.
En un
nocturno, allí, fui iniciado por alguien
que fundió
los dos sueños belicosos, contrarios,
con que
llegué a esta vida; como fluido de música,
encauzó en
mí dos fuerzas hacia un mismo caudal.
Revelación
urdida, poco a poco, en crepúsculos
entre
encinas y pinos, en ramos que pendían
por el peso
colmado, moribundo, del fruto,
tal la vida
del hombre: madurez sentenciada.
Nada más el
perfume del azahar y, a lo lejos,
en la urbe
tumefacta, tras la fiebre de cobre
de sus
muros, oír y ver cómo ascendía
la voz del
almuecín, la palabra del Dios.
El desierto
de lluvia
He salido a
la noche
y he entrevisto
las grandes piedras negras
bordeando
los caminos de la isla,
las raíces
de los algarrobos centenarios
levantando
las losas de las púnicas tumbas
y los perros
vagando bajo la gruesa lluvia,
y bajo los
relámpagos.
He visto la
verdosa, inhumana humedad,
creando
vida, corrompiendo vida
en lo
profundo del barranco tenebroso.
He visto los
troncos desesperados de los enebros
arrastrándose
sobre las dunas de las playas
hacia una
luna enorme, enferma y vegetal
como un ojo
tumefacto
desprendido
del cuerpo infecto de la tierra.
Y la mar
sacudiendo, encharcando, incendiando
la costa
infinita de los sueños extraviados.
He visto al
pastor recogiendo el espanto
de los
rebaños hundidos en el barro,
entrampados
en los matorrales del torrente;
el hombre
como un látigo blasfemo
espantando
los ojos misericordiosos
de las
bestias,
apaleando el
aroma de la sangre.
¡Oh, Dios,
qué mundo,
qué carne
torturada por la noche sin astros,
qué inmensa
desazón de las almas,
qué negro
desierto de soledad,
qué sucesión
de lluvias malditas!
El poeta
Quien mida y
valore la existencia
con arreglo
a verdad, debe tener
en cuenta
todo aquello que madura
y luego se
corrompe.
Suma de
perfecciones
y
desesperaciones,
el orbe gira
tenso y contiene,
por igual, vida
y muerte.
Supremo
testimonio
coronado de
gozo y de dolor.
Su ojo está
atento a los límites
vacíos
del cielo y
de la tierra,
al cíclico y
fúnebre
declinar de
la Historia,
de colmadas
y extensas estaciones.
Todo dura en
la vida y es eterno
mientras el
hombre no interprete o cante.
Para aquel
que ha soñado intensamente
arde el
mundo y se agota.
Siente la
savia y siente la ceniza
aquel que
osa hablar con el Misterio.
Llamas
negras se escapan
del cerco de
los labios.
Y son los
labios urnas en la noche.
En Granada
F. G. L.
Una vez más
me hundiré en el sueño
cerraré los
ojos y los labios
para escuchar
la música misericordiosa
del agua que
salta entre la nieve,
que baja de
la nieve.
No sé, acaso
sea sólo sangre
lo que salta
en la nieve,
lo que desgasta la piedra del surtidor,
lo que
respira el perfume de los jazmines.
Olvidaré las
palabras de los hombres,
el falso
rumor del mundo,
para que el
labio del agua
deje toda su
música
junto a mis
tristes sienes ya con nieve,
con otra
nieve impura.
Palabras de
Mozart a Salieri
Como todos
aquellos que se encumbran,
tuviste
nombre por tener poder;
ese poder
del que nació tu gloria,
ese poder
del que nació el temor
y el halago
de aquellos que te aplauden.
Pero jamás
pudiste amordazar
el dulcísimo
son que de mis labios
brotaba:
herencia y música de Orfeo.
Son que
temes y gozas cual veneno
delicioso en
tus noches con insomnio.
jamás
pudiste dar con el origen
profundo de
mi clara inspiración.
Secreto
manantial el de mi pecho
que derrama
estrellas y, a su vez,
a él acuden
serenas las estrellas
a beber y a
saciarse de infinito.
Semana de
Pasión
I
Era como si
en el corazón del frío
se abriese
el dolor.
Salía del
tiempo de la infancia y apartaba ortigas
para ir con
cuidado y no caer en las tumbas
vacías del
Cementerio Viejo.
En las
noches de luna,
apoyaba la
espalda en los muros del templo
y cerraba, y
abría, y cerraba los ojos
contemplando
esa luna.
O ponía la
frente sobre los barrotes de la verja
y sentía el
frío del hierro,
o escuchaba
la llamada de la lechuza.
Otras veces,
abría mucho los ojos en la sombra
para
distinguir el rostro románico del Salvador,
que los
chicos apedreaban
para que
llegase la lluvia.
Entre
llamadas de sabiduría
y llamadas
de muerte
se iba
abriendo como una herida la primavera,
que removía
la savia bajo la corteza de los chopos.
Los chopos
que
aromaban las
calles.
Pero aún era
el tiempo del recogimiento.
Se abría la
semana de Pasión.
tumbado
sobre el gran arca de nogal
me adormecía
viendo girar arriba en la cúpula
Un rosetón
de colores ácidos.
Y sentía el
aroma de cirios apagados,
de los
viejos retablos húmedos,
la
respiración de las lajas frías del suelo
y el olor a
angustia
del velo de
la imagen de La Soledad,
el velo que
cubría su rostro.
Nunca llegué
a saber si sólo era un rostro
lo que
cubría el velo
o si había
algo más detrás de él.
¿Quizá la
negra noche de todos los misterios?
Una ligera
gasa celaba en aquel rostro
todo cuanto
estaba más allá de mi infancia.
Y, al
abrirse o cerrarse la puerta,
aquel velo
temblaba,
temblaba
como si la
imagen respirase.
Tendríamos
que haber estado fuera,
jugando con
los otros,
envueltos en
la luz, arrancando
las primeras
flores de los jardines,
pero
preferíamos cerrar la puerta de la ermita
y coger una
gruesa soga de esparto,
y atarla a
la viga del coro
para
hacernos con ella un columpio.
Iba y venía
lento en la sombra,
columpiándome
de lo negro
a lo negro,
mientras mis
ojos fijos, hechizados,
escrutaban
el velo
que cubría
las lágrimas,
que cubría
el dolor de aquella faz.
El velo
negro que temblaba,
que
temblaba.
II
Y, sin
embargo, había otro temblor
en la
ermita, en un rincón,
algo como un
anuncio del oro del verano:
la llama
aceitosa de una lámpara.
A partir de
esa llama se iba abriendo la luz,
día a día,
con músicas y pasos,
con puertas
y campanas.
Solía haber
tormentas de polvo
o lluvias
breves con olor a hierba
cuando el
estruendo de las carracas
y el de las
piedras golpeadas contra el suelo
acababan con
las tinieblas,
y se
apagaban los cirios de uno en uno,
y se
quitaban los velos a todas las imágenes,
y se
instauraba el silencio.
Antes de la
semana de Pasión,
se abría el
dolor en el frío.
Ahora, se
abría la luz en el dolor.
Había que sacar
toda la muerte a la luz,
llevar aquel
dolor de las imágenes,
aquellas
pieles heladas, o amarillas
como la cera
de los cirios,
a recibir al
alba
la luz de la
primera estrella.
Había que
orear andas e imágenes
con el sol
del mediodía y con la brisa de los ríos,
hasta que
floreciesen los maderos de las cruces.
hasta que el
dolor floreciese.
En aquella
semana de Pasión
tenía que
florecer todo el dolor del mundo.
Los
moretones del mal,
la sangre
seca, negra, de los crucificados,
la sangre de
la carne sembrada de espinos,
la sangre
por los siglos de los siglos
masacrada,
inocente,
había que
lavarla en la luz.
Hasta las
tumbas ya abiertas del Cementerio Viejo
se abrían,
entre ortigas, a la luz
para que
todo el dolor del mundo
se
purificase.
El templo se
quedaba con las puertas abiertas,
vacio, sin
imágenes.
Mi columpio
iba entonces de la luz a la luz.
La visita
del mal
Hoy hemos
recibido la visita del mal.
Pero hemos
decidido acogerlo
como a
huésped fecundo.
Llegó el mal
de repente, como cepo o veneno,
y le hemos
abierto
de par en
par la puerta de la casa.
Como
siempre, el mal
viene ciego,
desnudo, sin razón,
y aunque
perros y gatos han salido huyendo,
conservamos
la calma plenamente
y lo hemos
conducido hasta el jardín.
Allí, el
dulce día, el sol tan fuerte,
abrasaban
las llagas y pesares,
resecaban la
sangre en las heridas,
borraban el
espeso hedor del aire.
Nos ha
llegado el mal como un cuchillo airado
en sótanos
de sombra,
mas casa y
corazón están abiertos.
Una vez más
tuvimos que poner
amor donde
el amor no se encontraba.
Y no hay
mordaza, dardo, aguja, hiél,
que no pueda
fundir la hoguera musical
que, de
monte a monte, hoy propaga el otoño.
He entrado
unos momentos en la casa
para sacarle
el pan y la bebida
al huésped
iracundo.
Quise
alegrarle el corazón, poner
un poco de
calor en su cara de hielo.
Con sosegada
paz volví al jardín
para abrazar
el mal, pero no pude,
pues lo
encontré caído y moribundo
de luz y de
silencio entre la hierba.
Hoy hemos recibido
la visita del mal,
mas pronto
hemos tenido que enterrarlo
debajo del
naranjo y de su aroma,
donde zumban
abejas.
A solas nos
tuvimos que beber
el vino que
sacamos para el huésped,
el dulce
vino del más hondo olvido.
Zamira ama
los lobos
Ama los
lobos. Zamira ama los lobos.
Yo quisiera
ir con ella a buscarlos
a las
tierras más altas,
donde los
robledales rojos de Sotillo
han perdido
sus hojas en las fuentes,
allá donde
los caballos
beben el
agua helada de las cascadas
y se espera
la nieve
como una
bendición.
Tú y yo
estamos
esperando a
la muerte.
No la muerte
tuya ni la muerte mía,
sino la de
aquellos que nos dieron la vida.
Y éstos ¿a
quiénes pasarán,
cuando mueran,
sus muertes?
Tú y yo
esperando el final,
el vacío del
límite,
mientras la
vida brilla y tiembla entre nosotros
Ccmo un
cuchillo inocente.
Y es que,
esperando la muerte de los otros,
esperamos un
poco la muerte nuestra.
Quizá, por
ello, Zamira ama los lobos.
Quizá, por
ello, yo deseo también
salir a
buscarlos con ella este mes de diciembre
a los
páramos altos.
de oro del establo.
EL CAMINO CEGADO POR EL BOSQUE
Créeme, no es piedad lo que siento por ti,
Explicación
de una muerte
Ya estaba el
cuerpo muerto tendido en su blancura,
pero aún
tenía vida, pues el alma
moraba en su
carne.
Se le
pusieron las uñas moradas
y también
los costados,
mas
temblaban sus labios levemente.
La aguja de
la máquina trazó
sobre el
papel sólo una línea plana
y aún sus
labios temblaban.
Le cerraron despacio
los dos ojos
y los labios
temblaban.
Luego,
acallóse un labio
y sólo el
otro, suavísi-
mamente, aún
temblaba
dando a la
muerte y al amor sentido.
Al fin, por
ese labio
(en su
temblor
Ya apagado)
el alma
descendió
como un
relámpago,
a ese lugar
donde se asciende siempre.
A la figura
de un Cristo hallada
entre el
estiércol de un establo
No estabas
en las nieves inmensas de los montes,
en la nieve
que ardía en su silencio;
ni en el
clamor feliz de nuestros gritos
allá en lo
más profundo de los bosques.
No te pude
encontrar tal como eres
en los
versos de la pobreza y la piedad de Rilke
que leía de
noche a la luz de la vela;
ni en la
«Navidad Mística» de Sandro Botticelli
que de
continuo gira en mi memoria con sus ángeles
como gira
una hoguera, y la va adormeciendo;
ni en la
tormenta o la locura hermosa
de la
ebriedad de las notas de Bach.
No estabas
en la ermita cerrada a cal y canto,
callada en
la ladera como labios de un ángel
por dedo de
silencio.
Ni estabas
en la casa de piedra de la aldea
que, al
final de los valles, nos dejaron
aquel fin de
semana.
No estabas
ni siquiera en el amor
de los míos,
dulcísima
corona de la
sangre en torno de la mesa;
ni en
aquella enramada
de manos que
tendíamos hacia el fuego encendido.
(¡La ofrenda
del amarnos entregada a las llamas!)
Ni tan
siquiera estabas en la hostia
roja que era
el fogón de la cocina.
Tú estabas
fuera, tras el ventanuco
con musgo y
con escarcha,
tras los
objetos muertos del trastero,
después del
huerto envuelto
en niebla,
tras los ojos medrosos,
lastimeros,
de la perra.
entré en el
establo
donde hacía
muchos años que nadie penetraba.
Y no lograba
comprender por qué lo hacía.
y en la
mullida y reseca paja
del suelo,
en el estiércol muerto,
mi pie
tropezó en algo.
Era un
pequeño brazo de bronce el que asomó
y en él una
manita se aferraba
(no sé si
con terror o con dulzura) a un afilado clavo.
Despacio me
agaché para agarrar
el clavo
frío (aquel que yo creía
que
abrasaba).
Y tiré de la
mano y de aquel brazo
hasta que vi
salir (con una mancha
de sangre
sobre el cuello)
la cabeza y
el cuerpo de un Cristo sin su cruz.
Ya liberado
del estiércol,
aquel cuerpo
de bronce parecía
temblar
sobre mi mano
como un
pájaro tibio.
Y contemplé
sus pies, sus brazos extendidos,
clavados en la luz de oro del establo.
MEMORIAL AMARGO
(Antonio Machado)
Brotar, cual manantial de luz, del sur.
Una infancia con sueños de otro mundo:
luna madura aromando ocasos,
hogueras violentas del azahar
que no queman, mas sajan la memoria.
Clamores de las claras alamedas.
Cicatrices violáceas de Castilla.
Albas frías en cuartos heladores,
pinares, la sangría del amor.
La juventud del agua horadando
la roca de la edad que no perdona.
la noche oscura de los solitarios.
de la cruz del sentir y el razonar,
Por fin, seguir con fardo de dolor
lento camino-osado, cenizal.
A NUESTRO PERRO, EN SU MUERTE
Es la última noche,
y no es fácil dormir porque detrás del muro
intuimos tu muerte.
Así que he acabado por salir a buscarte
a tientas en la sombra
y en ella te he encontrado respirando
aún como una llama.
(Como llama en lucerna sin aceite.)
Hoy, sobre todo, sentimos dolor
al pensar en lo mucho que nos diste
y en lo poco, tan poco, que te dimos.
Porque ha sido mucha la soledad que fuiste
llenando con tu clara soledad
y el diálogo sabio aquel de tu mirada
con mi mirada, de tus silencios
con mis silencios
en el centro del día.
Con cuanta lentitud, con qué dulzura
te vas, amigo mío, arrastrando
por el río de sombra que es la noche,
por el río de estrellas que es la noche,
por el río de muerte que es la noche.
Y cómo calla ahora el jardín, y cómo calla
el bosque vaciado
de aquellos ruiseñores de junio
de los que tus ladridos nocturnos fueron luna.
Qué silencios tan negros y tan hondos,
caen sobre esos dos ojos como estanques,
sobre esos ojos como hogueras negras.
Postrado en miserable rincón,
fidelísimo aún,
para no inquietarnos.
Aunque el dolor penetra más y más en tu ser
tú callas, callas manso -todavía más manso-,
y en esa mansedumbre se propaga
tu fiel adiós.
No temas, no le ladres a la Sombra
esa que al alba llegará muy ciega
a arrancarte los ojos, la vida, en el límite.
Aunque quedamos tristes
porque no alcanzaremos a saber
dónde reposarán tus nobles huesos,
también sabemos que desde mañana,
como volcán de luz,
toda la isla ya será tu cuerpo.
LADERAS
Piedra quemada por la nieve, piedra
mordiendo el corazón de las noches cuajadas,
piedra contra los pinos raídos de los oteros
y contra los manantiales que salpican la sombra,
un silencio de piedra, una gran
ausencia de piedra en la azotada Cepeda
en donde todo arde con lentitud de siglos amenazados
y amenazadores: nubes, estériles lejanías
barridas por una ferocidad de cuchillos,
tierra en continuo ardor de cicatrices,
frío contra los huesos calcinados de la Historia,
gran profundización en la Nada heladora.
Río arriba, sereno río arriba con sueños
que el tiempo destrozara (los mosaicos contienen
la ebriedad de otros hombres, los canales y estanques
la razón en huida, la punta de una lanza
el dominio que no sabe de la esclavitud),
río arriba penetras
en el Teleno acorazado de nieve,
vas ardiendo
con las sacudidas plateadas de los álamos,
y los vapores de las tierras auríferas
abrillantan tus ojos, son como cirios los ojos
en los confines dolientes y enlutados de la tarde,
en el límite que abarca
los campos de centeno,
transición hermosa y brutal
de los soles ardidos a las nieves fundidas,
de la luz vaciada a la sombra completa,
de la nada a la nada.
Y, sin embargo, hay un fulgor de oro fundido
en la punta de las astas de los ciervos solitarios,
un tiempo detenido en el que todo empieza
a revivir, acaso la esperanza
de un tiempo de misterios trascendidos,
un espacio sonoro en lo profundo del bosque
que se atreve a negar la muerte aue adoran, la muerte
con que nos amamantan,
y hay en la oquedad del ocaso
una brava y oscura enramada
que es como las venas de la piedra,
que es como un árbol de sangre derramado en la piedra,
como una enorme soga de raíces
que asfixia los sarcófagos, el mármol, cada hueco
donde aún se reverencia la huesa más hedionda.
Oh, sí, seguid el curso en llamas de los ríos,
las luminarias misericordiosas de las aldeas,
más arriba, robándole al tiempo cada dogma,
acercaos al corazón convulso de la nieve,
que os cerquen los colmillos del hielo, mirad
la tierra a vuestros pies sin los ojos sajados,
sin el alma sajada,
pues hay un tiempo detenido y cuajado en la montaña,
en el pulmón de la noche astral,
que le escupe a la Muerte.
EL CAMINO CEGADO POR EL BOSQUE
Créeme, no es piedad lo que siento por ti,
ahora que estoy lejos, sino un recuerdo herido.
Por ti y por el camino cegado por el bosque
que no pude seguir aquella noche ioven,
perfumada y abierta como el cuerpo de un pino.
No es piedad, sino una sensación de fracaso,
de suave y entrañable dolor que nunca cesa.
Fuiste buena conmigo en mis días de entonces;
me diste cuanto soy; este veneno dulce
que me impulsa a luchar contra el mar, contra el tiempo
y contra el mismo amor de los que bien me quieren.
No es piedad, aún te busco en la noche perfecta,
deseoso, sediento de tus colores ácidos,
de tus estrellas frías, de tus ramas y ríos
helados tras los cielos del más hermoso invierno.
Te lo digo dolido y con los ojos húmedos,
aunque la mente esté segura, serenada:
no te pude tener más cerca, pues mis labios
llegaron a rozar tus nieves, tu horizonte.
No es piedad, créeme; sólo sé que una tarde
avanzada, profunda, descendí de aquel monte
puro y purificado como un fuego de junio.
Creí volver a ti definitivamente
y me encontré el camino cegado por el bosque.
ESPESO OTOÑO
Una cascada de hojas en el aire
pone ronco rumor a los paseos.
Plenitud rezumante de los pinos,
espesa luz ardiendo en los castaños,
cristalina penumbra de las grutas.
Un viento como un dios nos acaricia,
penetra en nuestras venas como un vino,
llena de brasas todo el corazón.
Hay en el aire un trino que no acaba
cuando en el césped ruedo enajenado,
me embriago de perfumes, reconozco
y acepto la locura de este otoño.
¿Dónde el misterio, dónde la secreta
mano que va tejiendo esta estación?
Llueven racimos, pétalos, palomas.
(Una brizna de hierba hav en mi leneua.)
En lo hondo del estanque duerme un cisne.
(Este rocío de las madreselvas.)
En el templo de Venus una virgen
ha desgarrado sus vestidos pálidos,
corre entre las columnas desolada.
(Todo mi cuerpo dulcemente herido.)
Centauro azul, sal ya del soto verde
(Qué victoria morir en este otoño.)
DE LA CONSOLACIÓN POR LA POESÍA
También Séneca se habría emocionado
de no estar hecho bronce moldeado en estatua.
Ciprés, canal sucio de oro, de sol sucio.
Aguas verdes cuajadas, algas frías,
adelfas venenosas,
amargura.
Y el muro como un dios enfebrecido.
También Séneca se habría emocionado
(de no estar hecho bronce)
cuando quema el rescoldo del astro
las hojas limonadas
y hay sangrientas heces acidulando el cielo.
Un fraile tiene a Dios entre las manos.
Un fraile tiene a Dios entre las berzas
del huerto,
debajo del naranjo.
Ermita vericueta: plenitud, tapias rosas,
el cementerio breve,
el tomillo embriagante,
las lápidas sin nombre.
Desafinado órgano toca a Bach
y Fray Antonio de Guevara,
deshojado y mustio,
descansa en un cajón carcomido del coro.
También Séneca se habría emocionado
(de no estar hecho bronce)
de no tener los ojos bien roídos
por estas lluvias locas de los atardeceres
profundos, tormentosos,
y por la amarillenta luz de Oriente.
Ay ciudad malherida, con entrañas de muerte,
con piel morena, fétida,
y un gran gusano verde en cada grieta,
donde el musgo espeso y los laureles agrios.
Viene Dios,
o la noche,
o el último cadáver en su caja de cedro,
balsámica,
de raso enrojecido o cárdeno.
Noche:
ágata de franjas transparentes,
lebrillo,
moneda,
trenza,
ajimez.
El bosque de eucaliptos,
los senos de Eloísa,
la linterna,
la ermita donde Góngora oficiaba,
el labio de los montes...
Ay Séneca se habría emocionado
de no estar hecho de bronce,
de no haber entregado el corazón
a la Filosofía.
ELEGÍA
Toda la noche el viento bate mamparas rotas.
arrasa los estanques pulidos, el carámbano.
Un duende furibundo sacude los yerbajos
de cada teja, llena de cólera los árboles.
Sólo sobre los montes, donde el lucero estruja
su puñado de luz, hay un arpegio armónico,
un sollozo de flauta, una vivida paz.
¡Arracimados frutos de la noche invernal,
altas hogueras gélidas, tambor sonoro, músicas
de los prados remotos, del firmamento inmenso...!
Pero aquí, en el jardín o en las salas vacías
de la casa no queda una poca de calma,
un sonido suave, una gota de amor.
En realidad, hoy nadie sabe lo que es la noche.
Las hojas putrefactas del camino no saben.
Los cristales agudos, verdosos, de la tapia
no saben.
Ni tú, amor, ni yo, como dos piedras
o estatuas fulminadas en el salón vacío,
polvoriento, sabemos por qué cruje de miedo
toda la casa vieja, por qué han muerto los pájaros,
por qué han muerto los besos y no hay fiebre
en la noche.
[Y DICEN QUE EN LAS NOCHES DE SAN JUAN]
Y dicen que en las Noches de San Juan,
cuando la luna vaga por el cielo,
del fondo de las aguas sale el son
de una campana: sólo bronce y sueño.
Del fondo umbrío de las aguas surgen,
poco a poco, las sombras de los muertos
y todo el monte se amedrenta y gime.
Son los ahogados, los que prefirieron
el abismo fatal, la sima oscura
de la laguna a este sufrido suelo
en el que tú y yo buscamos la alegría.
La Noche de San Juan, cuando es más bello
asomarse a los astros, nos reclama
la fuerza poderosa de los muertos.
Una noche de junio, en que la luna
cruce por los ramajes, partiremos
también nosotros de las aguas mudas
hacia la tierra de los hombres.
Pero
no seremos los mismos.
Esta historia
(¿de amor?) quizá la habrá borrado el eco
de otra campana oscura.
Será el fondo
del lago la morada donde habremos
de reposar eternamente juntos.
Y, a nuestro paso, seguirá el silencio.
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