viernes, 2 de mayo de 2014

Antonio Colinas

Antonio Colinas, poeta, novelista, ensayista, traductor y periodista español; nació en La Bañeza, León, el 30 de enero de 1946. Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1982.
Hizo estudios de Historia en la Universidad de Madrid. Reconoce entre sus maestros a Vicente Aleixandre el cual leía sus poemas, ºy María Zambrano que le influyó mucho en el pensamiento. Entre 1970 y 1974 ejerció como lector de español en las universidades de Milán y Bérgamo. Posteriormente vivió dos décadas en Ibiza y en 1998 trasladó su residencia a Salamanca.
Se le incluye en el grupo de los Novísimos. Es uno de los pocos poetas españoles que cultiva de forma asidua el verso alejandrino. La obra de Colinas presenta amplitud y relativa variedad, ya que ha publicado poesía, novela, ensayo y memorias, además de un tipo de prosa poética y aforística, y ha realizado también numerosas traducciones.
Los críticos han destacado los temas de evocación clasicista, su regusto por lo clásico y por la decadencia material del pasado. Es poeta de la estética y de la meditación. Su poesía se crea con un halo místico, señal que revela su anexión incondicional al pasado. Es tratado, por otra parte, como un poeta alejado del barroquismo y, dentro de los de su grupo, si podemos decir así, es el que más apego guarda con la tradición que remonta a la Antigüedad Clásica, al Renacimiento y al Romanticismo. Se lo considera como el más puro de los novísimos. Sobre su estilo el profesor José Paulino Ayuso ha dicho que:
"Conviene notar el curso pausado y reflexivo del ritmo, aunque con diferencias de composición, ya que puede escribir un poema breve, casi sentencioso, otro poema más extenso y descriptivo y llegar hasta el poema-libro. Del mismo modo, emplea versos regulares, medidos, como el alejandrino (un libro entero es una unidad orgánica compuesta en alejandrinos, por ejemplo) o elige una forma versal más libre, pero siempre busca el rigor (precisión, austeridad, exactitud, tono) en la construcción del poema y la musicalidad en el lenguaje, que nos acerca al fenómeno del encantamiento: en el lenguaje poético se produce el encantamiento del mundo y de nuestras emociones. Por otro lado, está en él la busca constante de lo esencial, del conocimiento que se desvela y.revela y que viene acompañado por la emoción, más aún, por el estremecimiento ante la poesía y ante el misterio que se descubre en ella. Encantamiento y misterio componen los dos elementos esenciales que afloran en esa dicción, ritmo y musicalidad de Antonio Colinas, cuya poesía, de esta manera, ha alcanzado, por el reconocimiento de la crítica, la categoría de una poesía clásica, con el clasicismo propio de nuestra época."
El signo del equilibrio marca también su obra. Equilibrio que no es sino armonización de principios antagónicos, armonía dialéctica. Equilibrio entre la emoción y la meditación; entre la estética (un estilo siempre musical y claro, tendente a la esencialización de la palabra) y la ética (ese poner el dedo en la llaga de los desastres de la historia, de los abusos de un racionalismo estrecho, de la destrucción de la naturaleza.

Posee muchos premios y galardones, entre ellos:
Premio Nacional de Literatura 1982 por Poesía, 1967-1980
Hijo Adoptivo de Salamanca, 2011 

ANTONIO COLINAS
(1967-2010) 
Libros del Tiempo Ediciones Siruela

Estos poemas nacen de tu ausencia.
Mira mis labios: están secos, solos.
Tantas noches pasaron a los tuyos
unidos, apurando cada poro
de tu ser, que hoy no tienen ya razón
para existir aquí, en el abandono.
También el aire muere entre los robles
y en sus copas se extinguen, poco a poco,
los silbos de los pájaros, la queja
emocionada del ocaso rojo.
Todo muere.
Las barcas van cansadas
sobre las aguas muertas.
Suena ronco
el golpe de los remos.
Te diré
que, además de tu ausencia, ahora noto
el desamor sembrado en mis entrañas
como una muerte lenta, como un lloro.
El desamor, las huellas del recuerdo,
el sentir deshacerse cada gozo,
descubierto a tu lado, sin remedio.
Mira mis labios, mírame a los ojos
desde la estancia oscura donde sueñas.
Piensa, por mí que aún puede haber retorno
para estos labios mudos, para el pecho
en soledad que te aceptó amoroso. 


Nocturno en León

Se apagó la linterna rojiza de las cumbres.
Ya no pueden los ojos saborear la hermosura
de cada rama helada, la enhiesta crestería
fulgiendo en el crepúsculo silencioso de invierno.
Noble León, los goznes de cada puerta sienten
también el frío. Espadas de frío en las esquinas,
en el pesado pecho de la muralla rota.
(Zarzal, zarzal amigo, si hoy ardiese la espuma
rosada de tu flor, si crepitase toda
la tarde en tu maraña, en tu hojarasca roja.)
Noble León, hoy nido sin susurros de pájaros,
llamas hubo en tus álamos, oro en las espadañas.
Pero ahora que la noche de invierno se avecina
sólo dura la piedra, sólo vencen los hielos,
sólo se escucha el silbo del viento en las mamparas.
De puro fría quema la piedra en nuestras cúpulas,
en las torres tronchadas de cada iglesia vicia.
Noble León, frontera de la nieve más pura,
junco aterido, espiga sustentada en la brisa,
ahora que viene densa la noche por tus calles
hazme un hueco de amor entre tus muros negros,
entreabre las pestañas heladas de tus ríos,
que se agigante el sueño para este amor que ofrezco. 


La espera en la penumbra

En las laderas de este monte sueño.
Conmigo está el otoño, sus riquezas.
Arde, gotea al sol la zarzamora
y en ella están los pájaros bullendo.
Poso los ojos en las hojas secas
del robledal, contemplo el avellano
sin su flor diminuta, carmesí.
Pasa el mendigo bajo el cielo en llamas.
Olfatea la brisa, busca un lecho
por la pradera, entre el sopor del heno.
Allá en el valle tiembla la arboleda
y el humo azul esfuma los tapiales.
Como un ladrón, oculto en la espesura,
sorprendo la llegada de la noche.
Me dejan mudo las primeras sombras,
el roce de unos pies en los helechos.
¡Qué escalofrío pasa por mi sangre!
¡Qué acritud la del mimbre entre mis dientes!
Del fondo umbrío de los bosques siento
brotar tu corazón, tu amor oscuro. 


La última noche

I
La última noche azul por los jardines.
El río pasa entretejiendo sueños
a través de la umbría perfumada.
Las flores violáceas sienten frío.
Con ojos muertos las estatuas siguen
la marcha de la luna en los ramajes.
Es preciso callar, borrar las quejas,
el llanto de otro otoño en nuestros brazos.
Los pasos envejecen con el tiempo.
Por donde va el amor crujen las hojas
y una lágrima viva empaña el aire.

II
La escasa luz azul de los faroles
cabrilleando sobre el río oscuro.
Embarcaderos, túneles, estatuas
esperan fríos el amanecer.
Resquebrajados búcaros de barro
se iluminan a veces con la luna.
No dejan de tronar todas las fuentes
ni un momento sobre la piedra dura,
sobre flores y pájaros sin vida.
Los puentes de metal besan la noche. 


Historia de amor

Pesaba en nuestros cuerpos la hermosura
De un nuevo atardecer estremecido.
Cruzábamos aquellos matorrales
Altos, desnudos, que en la primavera
Se aroman todos, se hacen más profundos
Con el trino y el juego de los pájaros.
Brotaba una gran luna amoratada
Detrás de los zarzales y en el césped
Había escarcha, estrellas diminutas,
Hojas brillantes, mínimas de fuego
Que tanto nos gustaba contemplar.
Volvíamos del río, de la orilla
Húmeda y vaporosa de los álamos.
Luego, ya por las calles, todo el pueblo
Quedaba sorprendido, nos pedía
Razón de aquella luz que en nuestros ojos,
Apaciguada, estaba delatándonos.
En nuestros rostros se alió el rubor
Con la alegría temerosa y clara
Del que le han sorprendido en buen secreto.
Aquel tesoro acumulado lento,
Los callados instantes del abrazo,
Cada hora que el amado dio a la amada,
Quedaron descubiertos para siempre.
Alguien habló, dijeron que nosotros
Éramos de otro mundo, que en las frentes
Nos brillaba una luz desconocida.
Hubo un júbilo extraño y cada casa
Abrió todas sus puertas a la historia
Fantástica y veraz de nuestro amor. 


Consumación serena
(Homenaje a Vicente Aleixandre)

Hasta él llega abundosa la densa luz del día.
Apaciguada está la copa de aquel pino
y en su urdimbre tan verde un pájaro desgrana
monótono su queja, rasga el velo del aire.
Lenta va por las lomas la mirada avizor,
resbala pesarosa por los cantiles ásperos.
Ya no más paraísos ocultos a sus ojos.
Más allá de sus cejas qué secreto país,
qué firmamento mágico, qué mar embravecido.
La mar vence a las horas, entreabre sus gargantas,
va incendiando plumajes, reluce como un lomo
incrustado de gemas, como cristalería.
Pero apenas sus ojos ven al cetáceo verde.
Huyen hacia la luz cuajada del crepúsculo.
(De aquella agua amarguísima probó cuando era niño.
Azotada su piel como playa, mirad
la secreción caliza del coral, la minúscula
gruta de cada concha, la humedecida arena.)
No habrá selva en que pose sus ojos el poeta.
No más ágiles tigres, no magnolias sedosas,
no cálices, no cuerpos rosados para el beso.
El nardo, cada nácar vibrante, los sonoros
metales, la honda nota de la cálida sangre,
la música enterrada de la muchacha muerta…
Todo lo probó el ojo que estuvo con la muerte.
Todo pasó despacio bajo su frente firme.
Plena serenidad del que lo sabe todo
y deja su mirada posada en el paisaje,
y no tiene más sueño que el de vivir soñando.
Todo pasó despacio, mas deberéis saber
que aquel sueño azulado que en su pupila puso
el astro de la noche aún permanece vivo. 


Necrópolis

aquí el centinela vigila la necrópolis.
aquí puertas de piedra sólo abiertas al alba,
aquí la sala para los esclavos qi
con la sal y la leña para los sacrificios,
aquí el olor de aceite y de flores bravias,
aquí la fresca gruta en estío y el cálido
refugio para lobos y liebres en invierno,
aquí donde la noche, de puro impenetrable,
sólo es rota por lámparas muy tristes y tambores,
aquí la terracota que no ha visto la nieve,
aquí el cuenco, la piedra para majar la grasa,
aquí ánforas de trigo negras por el gorgojo
y el último de agosto con cascaras doradas,
aquí las huellas tiernas en el húmedo barro.
Aquí el primer cadáver irreverente, enorme,
El romano aguerrido de las tropas de Augusto
y el bastón y la huesa del bárbaro celoso,
aquí los idolillos de piedra sin cabeza,
aquí donde no entró un labio de mujer,
aquí el grito, los rezos al dios de la negrura,
aquí el ara y la sangre no sabemos si humana,
aquí la tosca cátedra de los astros hambrientos,
aquí la sala grande y las mil hornacinas,
los cantos arrojados por las manos sin nombre,
la honda desolación de las vasijas rotas,
la tremenda hecatombe de las santas cenizas



Yo, que canté los labios de Afrodita,
en una cueva mis huesos recreo,
pues por saber y por sentir me veo
abocado a la paz y a lo que excita.
La perfecta armonía, la maldita
noche plena del cuerpo, lo que leo
en los astros y códices lo creo
pagano misticismo, ansia bendita.
Pesa el vivir entre ciprés y rosa,
velar el paraíso en el que duermo,
libar y llamear en cada cosa.
Ser otoño maduro, hermoso, enfermo,
blanco para Diana la furiosa,
Icaro junto al sol, carne de yermo.

V
Cuando la vi por vez primera era
excelsa virgen entre los humanos.
Húmedos ojos, hojas de sus manos
abriendo cielos en la primavera.
Yo oraba consumido en los abrojos
de este valle de lágrimas, no veía
qué hoguera negra como pez ardía
en su alma santa y en sus labios rojos.
Luzbel, llevaste hasta mis miembros viles
airado mar sembrado de reptiles.
Joven de divinales esplendores,
mater de los mortales que enamoras,
siendo, en el lodazal de las auroras,
divina boca de los pecadores.

XIII
Me llamaste en la noche y yo dormía.
Dormía, mas logré sentirte al lado
de mi cuerpo y creía que soñaba.
Soñase o durmiese, me llamaste
dulcemente en la noche en que velaba.
Sí, velaba, temblaba, me salía
de mí cuando en la noche susurrabas,
aunque sólo durmiese y te soñase.
Sólo sé… no sé nada; sólo creo
que quizá eras tú quien me soñaba
poniendo yo mis labios en los tuyos.
Sólo sé que brotaste de lo oscuro,
sólo sé que entreabriste mis tinieblas
como una luz que hablase a mis silencios.



Suite castellana

En Castilla, la madrugada
se alza de pinares fríos y el que pasa
cae de rodillas en la gleba y besa
la última luz negra en el rocío.
Al mediodía,
bajo un violento coro de puñales,
danzáis, reís.
Esferas luminosas desorbitan el día,
fiestas hay en el aire,
vino, caballos (rosas
sólo en los claustros), un almendro seco
y cipreses pelados
como las alas de los buitres viejos
que sólo traen desgracias.
Hay un joven herido que no olvida
y bodas que se llevan el amor a la muerte.
La tarde es una lágrima
que nunca cae,
un tiempo de rebaños, de hornos olorosos,
una oración en labios enlutados.
Álamos santos, álamos
de los adioses,
movéis en lo alto sueños sobrehumanos.
De noche, buscamos la humedad
de huertos pobres,
apagamos las velas y lloramos
porque tienen los astros allá arriba
fuegos más hermosos.



El camino cegado por el bosque

Créeme, no es piedad lo que siento por ti,
ahora que estoy lejos sino un recuerdo herido.
Por ti y por el camino cegado por el bosque
que no pude seguir aquella noche joven,
perfumada y abierta como el cuerpo de un pino.
No es piedad, sino una sensación de fracaso,
de suave y entrañable dolor que nunca cesa.
Fuiste buena conmigo en mis días de entonces;
me diste cuanto soy: este veneno dulce
que me impulsa a luchar contra el mar, contra el tiempo
y contra el mismo amor de los que bien me quieren.
No es piedad, aún te busco en la noche perfecta
deseoso, sediento de tus colores ácidos,
de tus estrellas frías, de tus ramas y ríos
helados tras los cielos del más hermoso invierno.
Te lo digo dolido y con los ojos húmedos,
aunque la mente esté segura, serenada:
no te pude tener más cerca, pues mis labios
Llegaron a rozar tus nieves, tu horizonte.
No es piedad, créeme; sólo sé que una tarde
avanzada, profunda, descendí de aquel monte
puro y purificado como un fuego de junio.
Creí volver a ti definitivamente
y me encontré el camino cegado por el bosque. 




Hacia el orden y la locura de las estrellas
…vers Vorare i lafollia deis estéis.
M. Villangómez Llobet

Pacientemente,
hemos ido alzando nuestras vidas
bajo el orden y la locura de las estrellas.
Y ese orden celeste permite el milagro
de la respiración en nuestros pechos,
pero la inevitable, infinita locura
de los derrumbaderos de la noche,
tiende a abrir nuestras venas,
a astillar nuestros hueso
pacientemente,
como los primitivos,
hemos vuelto a escrutar la dirección
de las aves, los signos de las olas,
la filigrana que la luz madura
compone en los olivos centenarios;
pues ya no nos servían
la vibración mecánica del mundo,
el asfixiante, indomable
laberinto de cemento,
el saqueado huracán de la palabra.
Con la brutalidad de la piedra
arrojada en un espejo,
los ladridos, el sol, las tenaces raíces,
las manos como hogueras del amante,
se van abriendo paso en los días brumosos.
El hombre no detiene aún su marcha
hacia el orden y la locura de las estrellas.



El río de sombra

Fste camino bordeado de abrumadoras higueras centenarias,
¿a dónde me conduce en esta noche incierta?
El calor derrotó a las palomas sobre el trigal
y sólo alza la noche su gigantesco vuelo
sobre las frescas, innumerables, cascadas de las parras,
sobre el ojo sin esperanza de la perdiz enredada
y herida en una trampa del claro del bosque,
sobre el sudor de los caballos.
La sombra crea un río dulcísimo de sombra,
un hondo curso entre los troncos negros
que trazó una mano de inspiración divina.
Una espada de sombra me persigue
en cada anochecida, desgarra el cielo, silba
endemoniada entre las ramas.
Pero hoy estoy seguro; adiós, agotadoras
insistentes insidias de la vida.
Seguro estoy en el curso insondable
del camino nocturno, entre las infinitas
lineas que alguien trazó hace ya siglos.
Un curso en el que sólo me confunde
el enfermizo, sublime aroma
de una sucesión de rosales segados.



Viento que golpea la luna

¿Cuánto tiempo he pasado buscando esta tierra
cercada por la luz?
¿Acaso no persigo este espacio v su mensaje
desde que abrí los ojos a la vida?
¿Al fin hallé el más griego de los mares
en los dominios del bárbaro?
Y ahora, ¿es el bronce el que vibra en el aire
o son fustes de mármol los que tiemblan?
Acaso sólo sea el rumor
del carro de Nausica
en las guijas sagradas, las sonrisas
de las que corren con las cabelleras
chorreando por los hombros, o el batir,
como enseñas, al viento, de las túnicas.
Y es todo tan sencillo:  unos pinos enormes,
que brotan de la roca ennegrecida,
asomados al cuenco rebosante
de un erizado mar de caracolas.
Y, un poco más allá, matorrales sonámbulos
en donde, perezosos, se enredan los corderos
y zumban las abejas en umbrías perfectas,
y un torrente que lleva a algún chozo sin techo,
y unas dunas ardientes por el polen
parecen esperar los pasos de algún náufrago.
¡Humilde sa Caleta…!
tu azulado corazón de roca,
las ramas de los pinos en la tarde,
que mueven un silencio
roto por las salpicaduras de los remos
de las barcas que zarpan al ocaso,
compensan todo el tiempo desvivido.
En realidad, en ti veo un espacio
enemigo del hombre,
pues el humo sabroso de la hoguera
borra voces, miradas,
y la brisa abre surcos en las ondas,
y el aroma se funde con la luz,
y el viento golpea la luna…
Como a Ulises,
amarradme a un tronco de esta costa.
Sin hundirme en las aguas que me tientan,
quiero que me ilumine su equilibrio,
desvelar el misterio de todas las noches posibles.



La estatua mutilada
Porque las estatuas
no son ya despojos;
nosotros somos las ruinas
Giorgos Seferis

Me habría quedado allí, mirándote, una vida.
Aquel cuerpo astillado por el frío y el tiempo,
los ojos vaciados por la desolación,
por la luz de una luna errabunda y antigua,
los labios destrozados por una piedra de odio,
el gran torso erizado de mármol detenido.
¡Qué soledad la tuya contra un cielo veteado
de fósiles y musgos, de relámpagos húmedos!
¿En la hora diabólica quién frenó de repente
mi negro corazón como a un caballo airado?
La vaguedad acaso de tus formas perdidas,
el misterio de ser o no ser en la tarde
una hermosa doncella que el tiempo despeinaba,
la máscara de un joven en un alba de piedra,
un ángel suspendido de la noche borrosa.
Corazón, corazón, allí quedaste mudo
Llbando la sorpresa que algún dios te ofrecía.
El Tiempo, una vez más, mordió fuerte en la Forma,
pero quedó la masa imantada, el volumen
informe que, en círculos concéntricos, llenaba
de música la sangre del que te descubría.
¡Qué carcajada trágica la de tu boca rota
sobre un siglo de nombres y de hechos vacíos!
¿Qué mirada hay más fiera que la de aquel que mira
sin oíos, con los ojos mordidos por las lluvias?
Tu fuerza astral reniega del amor y la guerra.
Tu fuerza ha detenido en el centro del cielo,
durante siglos, soles y seres confundidos.
No sufres destrucción. Tu poder es tan alto
que hoy parecía que de tus brazos tronchados
se escapaba la vida del que te contemplaba.
Aquellos que golpearon tu primitiva imagen
no sabían que estaban golpeándose a sí mismos,
escribiendo en el mármol todas las negaciones,
esculpiéndole un ara a la Nada absoluta
cegando una fuente donde hoy salta la sangre. 


La ciudad está muerta
La cuta é moría, é morta.
 S. Quasimodo 
¿No tuviste bastante con morir una vez
en la muerta ciudad, que vuelves otra vez
entre sus cancerosos muros iluminados
a veces por verdores putrefactos?
¿Quedan aún las brasas de los sueños
ardidos en lugares y en labios que creíste
hermosos?
¿Te niegas a aceptar que aquí estuvo el amor
imaginando pájaros, desenterrando ruinas?
Llueve, llueve y la música es negra en estas calles
abarrotadas de crucificados que andan,
de agonizantes que laboran,
de insepultos cadáveres que aplauden y sonríen.
Acaso quede aún en este espacio
de sueños destrozados, de sueños machacados,
otro loco que aún sueñe y vaya repitiendo:
«Tenéis cerca la luz; está cerca la luz»
Pero, ya como en tiempos, sólo un frío y vacío
sllencio os responde,
aunque siga festivo y ciego el ajetreo
de los muertos perfectamente pulcros,
de los muertos perfectamente sabios,
de los muertos perfectamente muertos.
Sólo se oye la agria y metálica caída de otra noche
como una inmensa, gruesa, negra chapa de acero.



Noche más allá de la noche 
1980-1981
XIX
Mas siempre en la caverna de los siglos más negros
se ha enquistado la luz, el placer armonioso.
Al fondo de los páramos místicos, hacia el sur,
brilla toda la vida, los verdores de Al-Andalus.
Yo entreví el paraíso sonámbulo de entonces,
el espíritu libre, enjardines sonoros.
En las fuentes secretas, remansadas, el agua
reflejaba los cielos: la verdad transparente.
Cual Narciso embebido caí en el estanque
de las tardes intensas entre el río y la sierra,
mareado en las florestas por aromas, por trinos,
herido en esa noche musical de unos ojos.
Hasta el dolor estaba como purificado,
pues no pesaba el cuerpo en los cañaverales,
suspendido en un aura hechizada, lunar,
que amansaba la vega, cada nervio del mundo.
En un nocturno, allí, fui iniciado por alguien
que fundió los dos sueños belicosos, contrarios,
con que llegué a esta vida; como fluido de música,
encauzó en mí dos fuerzas hacia un mismo caudal.
Revelación urdida, poco a poco, en crepúsculos
entre encinas y pinos, en ramos que pendían
por el peso colmado, moribundo, del fruto,
tal la vida del hombre: madurez sentenciada.
Nada más el perfume del azahar y, a lo lejos,
en la urbe tumefacta, tras la fiebre de cobre
de sus muros, oír y ver cómo ascendía
la voz del almuecín, la palabra del Dios. 


El desierto de lluvia

He salido a la noche
y he entrevisto las grandes piedras negras
bordeando los caminos de la isla,
las raíces de los algarrobos centenarios
levantando las losas de las púnicas tumbas
y los perros vagando bajo la gruesa lluvia,
y bajo los relámpagos.
He visto la verdosa, inhumana humedad,
creando vida, corrompiendo vida
en lo profundo del barranco tenebroso.
He visto los troncos desesperados de los enebros
arrastrándose sobre las dunas de las playas
hacia una luna enorme, enferma y vegetal
como un ojo tumefacto
desprendido del cuerpo infecto de la tierra.
Y la mar sacudiendo, encharcando, incendiando
la costa infinita de los sueños extraviados.
He visto al pastor recogiendo el espanto
de los rebaños hundidos en el barro,
entrampados en los matorrales del torrente;
el hombre como un látigo blasfemo
espantando los ojos misericordiosos
de las bestias,
apaleando el aroma de la sangre.
¡Oh, Dios, qué mundo,
qué carne torturada por la noche sin astros,
qué inmensa desazón de las almas,
qué negro desierto de soledad,
qué sucesión de lluvias malditas!
  

El poeta

Quien mida y valore la existencia
con arreglo a verdad, debe tener
en cuenta todo aquello que madura
y luego se corrompe.
Suma de perfecciones
y desesperaciones,
el orbe gira tenso y contiene,
por igual, vida y muerte.
Supremo testimonio
coronado de gozo y de dolor.
Su ojo está atento a los límites
vacíos
del cielo y de la tierra,
al cíclico y fúnebre
declinar de la Historia,
de colmadas y extensas estaciones.
Todo dura en la vida y es eterno
mientras el hombre no interprete o cante.
Para aquel que ha soñado intensamente
arde el mundo y se agota.
Siente la savia y siente la ceniza
aquel que osa hablar con el Misterio.
Llamas negras se escapan
del cerco de los labios.
Y son los labios urnas en la noche. 


En Granada
F. G. L.

Una vez más me hundiré en el sueño
cerraré los ojos y los labios
para escuchar la música misericordiosa
del agua que salta entre la nieve,
que baja de la nieve.
No sé, acaso sea sólo sangre
lo que salta en la nieve,
 lo que desgasta la piedra del surtidor,
lo que respira el perfume de los jazmines.
Olvidaré las palabras de los hombres,
el falso rumor del mundo,
para que el labio del agua
deje toda su música
junto a mis tristes sienes ya con nieve,
con otra nieve impura. 


Palabras de Mozart  a Salieri

Como todos aquellos que se encumbran,
tuviste nombre por tener poder;
ese poder del que nació tu gloria,
ese poder del que nació el temor
y el halago de aquellos que te aplauden.
Pero jamás pudiste amordazar
el dulcísimo son que de mis labios
brotaba: herencia y música de Orfeo.
Son que temes y gozas cual veneno
delicioso en tus noches con insomnio.
jamás pudiste dar con el origen
profundo de mi clara inspiración.
Secreto manantial el de mi pecho
que derrama estrellas y, a su vez,
a él acuden serenas las estrellas
a beber y a saciarse de infinito.


  
Semana de Pasión
I
Era como si en el corazón del frío
se abriese el dolor.
Salía del tiempo de la infancia y apartaba ortigas
para ir con cuidado y no caer en las tumbas
vacías del Cementerio Viejo.
En las noches de luna,
apoyaba la espalda en los muros del templo
y cerraba, y abría, y cerraba los ojos
contemplando esa luna.
O ponía la frente sobre los barrotes de la verja
y sentía el frío del hierro,
o escuchaba la llamada de la lechuza.
Otras veces, abría mucho los ojos en la sombra
para distinguir el rostro románico del Salvador,
que los chicos apedreaban
para que llegase la lluvia.
Entre llamadas de sabiduría
y llamadas de muerte
se iba abriendo como una herida la primavera,
que removía la savia bajo la corteza de los chopos.
Los chopos que
aromaban las calles.
Pero aún era el tiempo del recogimiento.
Se abría la semana de Pasión.
tumbado sobre el gran arca de nogal
me adormecía viendo girar arriba en la cúpula

Un rosetón de colores ácidos.
Y sentía el aroma de cirios apagados,
de los viejos retablos húmedos,
la respiración de las lajas frías del suelo
y el olor a angustia
del velo de la imagen de La Soledad,
el velo que cubría su rostro.
Nunca llegué a saber si sólo era un rostro
lo que cubría el velo
o si había algo más detrás de él.
¿Quizá la negra noche de todos los misterios?
Una ligera gasa celaba en aquel rostro
todo cuanto estaba más allá de mi infancia.
Y, al abrirse o cerrarse la puerta,
aquel velo temblaba,
temblaba
como si la imagen respirase.
Tendríamos que haber estado fuera,
jugando con los otros,
envueltos en la luz, arrancando
las primeras flores de los jardines,
pero preferíamos cerrar la puerta de la ermita
y coger una gruesa soga de esparto,
y atarla a la viga del coro
para hacernos con ella un columpio.
Iba y venía lento en la sombra,
columpiándome
de lo negro a lo negro,
mientras mis ojos fijos, hechizados,
escrutaban el velo
que cubría las lágrimas,
que cubría el dolor de aquella faz.
El velo negro que temblaba,
que temblaba. 
II
Y, sin embargo, había otro temblor
en la ermita, en un rincón,
algo como un anuncio del oro del verano:
la llama aceitosa de una lámpara.
A partir de esa llama se iba abriendo la luz,
día a día, con músicas y pasos,
con puertas y campanas.
Solía haber tormentas de polvo
o lluvias breves con olor a hierba
cuando el estruendo de las carracas
y el de las piedras golpeadas contra el suelo
acababan con las tinieblas,
y se apagaban los cirios de uno en uno,
y se quitaban los velos a todas las imágenes,
y se instauraba el silencio.
Antes de la semana de Pasión,
se abría el dolor en el frío.
Ahora, se abría la luz en el dolor.
Había que sacar toda la muerte a la luz,
llevar aquel dolor de las imágenes,
aquellas pieles heladas, o amarillas
como la cera de los cirios,
a recibir al alba
la luz de la primera estrella.
Había que orear andas e imágenes
con el sol del mediodía y con la brisa de los ríos,
hasta que floreciesen los maderos de las cruces.
hasta que el dolor floreciese.
En aquella semana de Pasión
tenía que florecer todo el dolor del mundo.
Los moretones del mal,
la sangre seca, negra, de los crucificados,
la sangre de la carne sembrada de espinos,
la sangre por los siglos de los siglos
masacrada, inocente,
había que lavarla en la luz.
Hasta las tumbas ya abiertas del Cementerio Viejo
se abrían, entre ortigas, a la luz
para que todo el dolor del mundo
se purificase.
El templo se quedaba con las puertas abiertas,
vacio, sin imágenes.
Mi columpio iba entonces de la luz a la luz.



La visita del mal

Hoy hemos recibido la visita del mal.
Pero hemos decidido acogerlo
como a huésped fecundo.
Llegó el mal de repente, como cepo o veneno,
y le hemos abierto
de par en par la puerta de la casa.
Como siempre, el mal
viene ciego, desnudo, sin razón,
y aunque perros y gatos han salido huyendo,
conservamos la calma plenamente
y lo hemos conducido hasta el jardín.
Allí, el dulce día, el sol tan fuerte,
abrasaban las llagas y pesares,
resecaban la sangre en las heridas,
borraban el espeso hedor del aire.
Nos ha llegado el mal como un cuchillo airado
en sótanos de sombra,
mas casa y corazón están abiertos.
Una vez más tuvimos que poner
amor donde el amor no se encontraba.
Y no hay mordaza, dardo, aguja, hiél,
que no pueda fundir la hoguera musical
que, de monte a monte, hoy propaga el otoño.
He entrado unos momentos en la casa
para sacarle el pan y la bebida
al huésped iracundo.
Quise alegrarle el corazón, poner
un poco de calor en su cara de hielo.
Con sosegada paz volví al jardín
para abrazar el mal, pero no pude,
pues lo encontré caído y moribundo
de luz y de silencio entre la hierba.
Hoy hemos recibido la visita del mal,
mas pronto hemos tenido que enterrarlo
debajo del naranjo y de su aroma,
donde zumban abejas.
A solas nos tuvimos que beber
el vino que sacamos para el huésped,
el dulce vino del más hondo olvido. 



Zamira ama los lobos

Ama los lobos. Zamira ama los lobos.
Yo quisiera ir con ella a buscarlos
a las tierras más altas,
donde los robledales rojos de Sotillo
han perdido sus hojas en las fuentes,
allá donde los caballos
beben el agua helada de las cascadas
y se espera la nieve
como una bendición.
Tú y yo estamos
esperando a la muerte.
No la muerte tuya ni la muerte mía,
sino la de aquellos que nos dieron la vida.
Y éstos ¿a quiénes pasarán,
cuando mueran, sus muertes?
Tú y yo esperando el final,
el vacío del límite,
mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros
Ccmo un cuchillo inocente.
Y es que, esperando la muerte de los otros,
esperamos un poco la muerte nuestra.
Quizá, por ello, Zamira ama los lobos.
Quizá, por ello, yo deseo también
salir a buscarlos con ella este mes de diciembre
a los páramos altos.




Explicación de una muerte

Ya estaba el cuerpo muerto tendido en su blancura,
pero aún tenía vida, pues el alma
moraba en su carne.
Se le pusieron las uñas moradas
y también los costados,
mas temblaban sus labios levemente.
La aguja de la máquina trazó
sobre el papel sólo una línea plana
y aún sus labios temblaban.
Le cerraron despacio los dos ojos
y los labios temblaban.
Luego, acallóse un labio
y sólo el otro, suavísi-
mamente, aún temblaba
dando a la muerte y al amor sentido.
Al fin, por ese labio
(en su temblor
Ya apagado)
el alma
descendió
como un relámpago,
a ese lugar donde se asciende siempre.



A la figura de un Cristo hallada
entre el estiércol de un establo

No estabas en las nieves inmensas de los montes,
en la nieve que ardía en su silencio;
ni en el clamor feliz de nuestros gritos
allá en lo más profundo de los bosques.
No te pude encontrar tal como eres
en los versos de la pobreza y la piedad de Rilke
que leía de noche a la luz de la vela;
ni en la «Navidad Mística» de Sandro Botticelli
que de continuo gira en mi memoria con sus ángeles
como gira una hoguera, y la va adormeciendo;
ni en la tormenta o la locura hermosa
de la ebriedad de las notas de Bach.
No estabas en la ermita cerrada a cal y canto,
callada en la ladera como labios de un ángel
por dedo de silencio.
Ni estabas en la casa de piedra de la aldea
que, al final de los valles, nos dejaron
aquel fin de semana.
No estabas ni siquiera en el amor
de los míos, dulcísima
corona de la sangre en torno de la mesa;
ni en aquella enramada
de manos que tendíamos hacia el fuego encendido.
(¡La ofrenda del amarnos entregada a las llamas!)
Ni tan siquiera estabas en la hostia
roja que era el fogón de la cocina.
Tú estabas fuera, tras el ventanuco
con musgo y con escarcha,
tras los objetos muertos del trastero,
después del huerto envuelto
en niebla, tras los ojos medrosos,
lastimeros, de la perra.
entré en el establo
donde hacía muchos años que nadie penetraba.
Y no lograba comprender por qué lo hacía.
y en la mullida y reseca paja
del suelo, en el estiércol muerto,
mi pie tropezó en algo.
Era un pequeño brazo de bronce el que asomó
y en él una manita se aferraba
(no sé si con terror o con dulzura) a un afilado clavo.
Despacio me agaché para agarrar
el clavo frío (aquel que yo creía
que abrasaba).
Y tiré de la mano y de aquel brazo
hasta que vi salir (con una mancha
de sangre sobre el cuello)
la cabeza y el cuerpo de un Cristo sin su cruz.
Ya liberado del estiércol,
aquel cuerpo de bronce parecía
temblar sobre mi mano
como un pájaro tibio.
Y contemplé sus pies, sus brazos extendidos,
clavados en la luz
de oro del establo. 



 MEMORIAL AMARGO 
(Antonio Machado) 

Brotar, cual manantial de luz, del sur. 
Una infancia con sueños de otro mundo: 
luna madura aromando ocasos, 
hogueras violentas del azahar 
que no queman, mas sajan la memoria. 

Clamores de las claras alamedas. 
Cicatrices violáceas de Castilla. 
Albas frías en cuartos heladores, 
pinares, la sangría del amor. 
La juventud del agua horadando 
la roca de la edad que no perdona. 
la noche oscura de los solitarios. 

Probar duro en la espalda ese madero 
de la cruz del sentir y el razonar, 
a la vez, para mucho y para nada. 
Por fin, seguir con fardo de dolor 
lento camino-osado, cenizal. 


A NUESTRO PERRO, EN SU MUERTE 

Es la última noche, 
y no es fácil dormir porque detrás del muro 
intuimos tu muerte. 
Así que he acabado por salir a buscarte 
a tientas en la sombra 
y en ella te he encontrado respirando 
aún como una llama. 
(Como llama en lucerna sin aceite.) 

Hoy, sobre todo, sentimos dolor 
al pensar en lo mucho que nos diste 
y en lo poco, tan poco, que te dimos. 
Porque ha sido mucha la soledad que fuiste 
llenando con tu clara soledad 
y el diálogo sabio aquel de tu mirada 
con mi mirada, de tus silencios 
con mis silencios 
en el centro del día. 

Con cuanta lentitud, con qué dulzura 
te vas, amigo mío, arrastrando 
por el río de sombra que es la noche, 
por el río de estrellas que es la noche, 
por el río de muerte que es la noche. 
Y cómo calla ahora el jardín, y cómo calla 
el bosque vaciado
de aquellos ruiseñores de junio 
de los que tus ladridos nocturnos fueron luna. 

Qué silencios tan negros y tan hondos, 
caen sobre esos dos ojos como estanques, 
sobre esos ojos como hogueras negras. 
Postrado en miserable rincón, 
fidelísimo aún,
no te mueves, nada haces cuando llego 
para no inquietarnos. 
Aunque el dolor penetra más y más en tu ser 
tú callas, callas manso -todavía más manso-, 
y en esa mansedumbre se propaga 
tu fiel adiós. 
No temas, no le ladres a la Sombra 
esa que al alba llegará muy ciega 
a arrancarte los ojos, la vida, en el límite. 
Aunque quedamos tristes 
porque no alcanzaremos a saber 
dónde reposarán tus nobles huesos, 
también sabemos que desde mañana, 
como volcán de luz, 
toda la isla ya será tu cuerpo. 


LADERAS 

Piedra quemada por la nieve, piedra 
mordiendo el corazón de las noches cuajadas, 
piedra contra los pinos raídos de los oteros 
y contra los manantiales que salpican la sombra, 
un silencio de piedra, una gran 
ausencia de piedra en la azotada Cepeda 
en donde todo arde con lentitud de siglos amenazados 
y amenazadores: nubes, estériles lejanías 
barridas por una ferocidad de cuchillos, 
tierra en continuo ardor de cicatrices, 
frío contra los huesos calcinados de la Historia, 
gran profundización en la Nada heladora. 

Río arriba, sereno río arriba con sueños 
que el tiempo destrozara (los mosaicos contienen 
la ebriedad de otros hombres, los canales y estanques 
la razón en huida, la punta de una lanza 
el dominio que no sabe de la esclavitud), 
río arriba penetras 
en el Teleno acorazado de nieve, 
vas ardiendo 
con las sacudidas plateadas de los álamos, 
y los vapores de las tierras auríferas 
abrillantan tus ojos, son como cirios los ojos 
en los confines dolientes y enlutados de la tarde, 
en el límite que abarca 
los campos de centeno, 
transición hermosa y brutal 
de los soles ardidos a las nieves fundidas, 
de la luz vaciada a la sombra completa, 
de la nada a la nada. 
Y, sin embargo, hay un fulgor de oro fundido 
en la punta de las astas de los ciervos solitarios, 
un tiempo detenido en el que todo empieza 
a revivir, acaso la esperanza 
de un tiempo de misterios trascendidos, 
un espacio sonoro en lo profundo del bosque 
que se atreve a negar la muerte aue adoran, la muerte 
con que nos amamantan, 
y hay en la oquedad del ocaso 
una brava y oscura enramada 
que es como las venas de la piedra, 
que es como un árbol de sangre derramado en la piedra, 
como una enorme soga de raíces 
que asfixia los sarcófagos, el mármol, cada hueco 
donde aún se reverencia la huesa más hedionda. 

Oh, sí, seguid el curso en llamas de los ríos, 
las luminarias misericordiosas de las aldeas, 
más arriba, robándole al tiempo cada dogma, 
acercaos al corazón convulso de la nieve, 
que os cerquen los colmillos del hielo, mirad 
la tierra a vuestros pies sin los ojos sajados, 
sin el alma sajada, 
pues hay un tiempo detenido y cuajado en la montaña, 
en el pulmón de la noche astral, 
que le escupe a la Muerte. 


EL CAMINO CEGADO POR EL BOSQUE

Créeme, no es piedad lo que siento por ti,
ahora que estoy lejos, sino un recuerdo herido. 
Por ti y por el camino cegado por el bosque 
que no pude seguir aquella noche ioven, 
perfumada y abierta como el cuerpo de un pino. 
No es piedad, sino una sensación de fracaso, 
de suave y entrañable dolor que nunca cesa. 
Fuiste buena conmigo en mis días de entonces; 
me diste cuanto soy; este veneno dulce 
que me impulsa a luchar contra el mar, contra el tiempo 
y contra el mismo amor de los que bien me quieren. 
No es piedad, aún te busco en la noche perfecta, 
deseoso, sediento de tus colores ácidos, 
de tus estrellas frías, de tus ramas y ríos 
helados tras los cielos del más hermoso invierno. 
Te lo digo dolido y con los ojos húmedos, 
aunque la mente esté segura, serenada: 
no te pude tener más cerca, pues mis labios 
llegaron a rozar tus nieves, tu horizonte. 
No es piedad, créeme; sólo sé que una tarde 
avanzada, profunda, descendí de aquel monte 
puro y purificado como un fuego de junio. 
Creí volver a ti definitivamente 
y me encontré el camino cegado por el bosque. 



ESPESO OTOÑO 

Una cascada de hojas en el aire 
pone ronco rumor a los paseos. 
Plenitud rezumante de los pinos, 
espesa luz ardiendo en los castaños, 
cristalina penumbra de las grutas. 
Un viento como un dios nos acaricia, 
penetra en nuestras venas como un vino, 
llena de brasas todo el corazón. 
Hay en el aire un trino que no acaba 
cuando en el césped ruedo enajenado, 
me embriago de perfumes, reconozco 
y acepto la locura de este otoño. 
¿Dónde el misterio, dónde la secreta 
mano que va tejiendo esta estación? 
Llueven racimos, pétalos, palomas. 
(Una brizna de hierba hav en mi leneua.) 
En lo hondo del estanque duerme un cisne. 
(Este rocío de las madreselvas.) 
En el templo de Venus una virgen 
ha desgarrado sus vestidos pálidos, 
corre entre las columnas desolada. 
(Todo mi cuerpo dulcemente herido.) 
Centauro azul, sal ya del soto verde 
(Qué victoria morir en este otoño.) 



DE LA CONSOLACIÓN POR LA POESÍA 

También Séneca se habría emocionado 
de no estar hecho bronce moldeado en estatua. 
Ciprés, canal sucio de oro, de sol sucio. 
Aguas verdes cuajadas, algas frías, 
adelfas venenosas, 
amargura. 
Y el muro como un dios enfebrecido. 
También Séneca se habría emocionado 
(de no estar hecho bronce) 
cuando quema el rescoldo del astro 
las hojas limonadas 
y hay sangrientas heces acidulando el cielo. 

Un fraile tiene a Dios entre las manos. 
Un fraile tiene a Dios entre las berzas 
del huerto, 
debajo del naranjo. 
Ermita vericueta: plenitud, tapias rosas, 
el cementerio breve, 
el tomillo embriagante, 
las lápidas sin nombre. 
Desafinado órgano toca a Bach 
y Fray Antonio de Guevara, 
deshojado y mustio, 
descansa en un cajón carcomido del coro. 

También Séneca se habría emocionado 
(de no estar hecho bronce) 
de no tener los ojos bien roídos 
por estas lluvias locas de los atardeceres 
profundos, tormentosos,
y por la amarillenta luz de Oriente. 
Ay ciudad malherida, con entrañas de muerte, 
con piel morena, fétida, 
y un gran gusano verde en cada grieta, 
donde el musgo espeso y los laureles agrios. 
Viene Dios, 
o la noche, 
o el último cadáver en su caja de cedro, 
balsámica, 
de raso enrojecido o cárdeno. 
Noche: 
ágata de franjas transparentes, 
lebrillo, 
moneda, 
trenza, 
ajimez. 

El bosque de eucaliptos, 
los senos de Eloísa, 
la linterna, 
la ermita donde Góngora oficiaba, 
el labio de los montes... 
Ay Séneca se habría emocionado 
de no estar hecho de bronce, 
de no haber entregado el corazón 
a la Filosofía. 



ELEGÍA 

Toda la noche el viento bate mamparas rotas. 
arrasa los estanques pulidos, el carámbano. 
Un duende furibundo sacude los yerbajos 
de cada teja, llena de cólera los árboles. 
Sólo sobre los montes, donde el lucero estruja 
su puñado de luz, hay un arpegio armónico, 
un sollozo de flauta, una vivida paz. 
¡Arracimados frutos de la noche invernal, 
altas hogueras gélidas, tambor sonoro, músicas 
de los prados remotos, del firmamento inmenso...! 
Pero aquí, en el jardín o en las salas vacías 
de la casa no queda una poca de calma, 
un sonido suave, una gota de amor. 
En realidad, hoy nadie sabe lo que es la noche. 
Las hojas putrefactas del camino no saben. 
Los cristales agudos, verdosos, de la tapia 
no saben. 
Ni tú, amor, ni yo, como dos piedras 
o estatuas fulminadas en el salón vacío, 
polvoriento, sabemos por qué cruje de miedo 
toda la casa vieja, por qué han muerto los pájaros, 
por qué han muerto los besos y no hay fiebre 
en la noche. 



[Y DICEN QUE EN LAS NOCHES DE SAN JUAN]

 Y dicen que en las Noches de San Juan, 
cuando la luna vaga por el cielo, 
del fondo de las aguas sale el son 
de una campana: sólo bronce y sueño. 
Del fondo umbrío de las aguas surgen, 
poco a poco, las sombras de los muertos 
y todo el monte se amedrenta y gime. 
Son los ahogados, los que prefirieron 
el abismo fatal, la sima oscura 
de la laguna a este sufrido suelo 
en el que tú y yo buscamos la alegría. 
La Noche de San Juan, cuando es más bello 
asomarse a los astros, nos reclama 
la fuerza poderosa de los muertos. 
Una noche de junio, en que la luna 
cruce por los ramajes, partiremos 
también nosotros de las aguas mudas 
hacia la tierra de los hombres. 
                        Pero 
no seremos los mismos. 
                           Esta historia 
(¿de amor?) quizá la habrá borrado el eco 
de otra campana oscura. 
                                    Será el fondo 
del lago la morada donde habremos 
de reposar eternamente juntos. 
Y, a nuestro paso, seguirá el silencio. 


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