EL MITO DE LA ALQUIMIA
El restablecimiento del sentido y de las metas originales de la alquimia se ha debido sobre todo a la perspicacia de la historiografía contemporánea. No hace aún mucho tiempo se consideraba la alquimia como una protoquímica —es decir, una disciplina ingenua y precientífica— o, por el contrario, como un conjunto de tontas supersticiones sin apenas relación con la cultura.
Los primeros historiadores de las ciencias buscaban en los textos alquímicos las observaciones de fenómenos químicos o los descubrimientos que los mismos pudieran contener. Pero un enfoque de este estilo equivaldría a juzgar y a clasificar las grandes obras poéticas de acuerdo con su precisión histórica, sus preceptos morales o sus implicaciones filosóficas. Es indudable que los alquimistas contribuyeron de hecho al progreso de las ciencias naturales, pero lo hicieron indirectamente, y únicamente como una consecuencia de su interés por las substancias minerales y la materia viva, ya que todos ellos eran «experimentadores» más bien que pensadores abstractos o letrados llenos de erudición. Sin embargo, su propensión a la «experimentación» no se limitaba al mundo natural. Como yo mismo he tratado de demostrar en mi obra Herreros y alquimistas, las experiencias de los alquimistas sobre las substancias minerales o vegetales habrían tenido un objetivo más ambicioso: modificar su propio modo de ser.
El reciente cambio de la perspectiva historiográfica constituye por sí solo un importante fenómeno cultural. El análisis de ese tema nos llevaría demasiado lejos, por lo que me limitaré a afirmar que este nuevo enfoque historiográfico se puede percibir, por citar sólo algunos ejemplos, en las investigaciones de Joseph Needham y de Nathan Sivin sobre la alquimia china, en las de Paul Kraus y Henry Corbin sobre la alquimia islámica, en las de H.T. Shepard sobre la alquimia helenística y en las de Walter Pagel y Alien G. Debus sobre el Renacimiento y el período posterior. Personalmente incluiría también en esta corta lista algunas obras prometedoras publicadas en fecha reciente, como la dedicada a John Dee, etc.
Para resituar de una manera más correcta la alquimia dentro de su contexto original, no debería perderse de vista lo siguiente: en todas las culturas en que la alquimia hace acto de presencia, ésta aparece siempre íntimamente vinculada a una tradición esotérica o «mística»: en China al taoísmo; en India, al yoga y el tantrismo; en el Egipto helenístico, a la gnosis; en los países islámicos, a las escuelas místicas del hermetismo y el esoterismo; en Occidente durante la Edad Media y el Renacimiento, al hermetismo, el misticismo cristiano y sectario y la cábala. En resumidas cuentas, todos los alquimistas declaran que su arte es una técnica esotérica, que persigue metas parecidas o comparables a las de las grandes tradiciones esotéricas y «místicas».
Más adelante examinaré el carácter específico de ciertas prácticas alquímicas. De momento, me gustaría subrayar la importancia del secreto, es decir, de la transmisión esotérica de las doctrinas y las técnicas alquímicas. El texto helenístico más antiguo, Physiké kai mystiké (que probablemente proceda del siglo II de nuestra era), narra cómo fue descubierto el libro en cuestión, después de haber estado oculto en la columna de un templo egipcio. En el prólogo de un tratado alquímico indio clásico, el Rasarnava, la diosa le pide a Siva el secreto para convertirse en Jivan-mukta, es decir, un ser «liberado en la vida». Siva le responde que ese secreto es muy poco conocido, incluso entre los dioses. También Ko Hung (260-340), el más famoso de los alquimistas chinos, insiste sobre la importancia del secreto, afirmando: «El secreto protege las recetas eficaces… las substancias a las que se refiere son triviales, pero no es posible identificarlas si se desconoce el código respectivo». La incomprensibilidad intencionada de los textos alquímicos para el no iniciado se convierte poco menos que en un lugar común en la literatura occidental después del Renacimiento. Un autor citado por el Rosarium philosophorun declara: «Sólo quien conoce cómo se hace la piedra filosofal comprende las palabras que a ella se refieren». Y el Rosarium advierte al lector que esas cuestiones deben transmitirse «de forma misteriosa», de la misma manera que la poesía se sirve de las fábulas y las parábolas. En pocas palabras, nos vemos enfrentados a un «lenguaje secreto». Según algunos autores, existía incluso el «juramento de no divulgar el secreto en los libros».
Ahora bien, sabemos que el secreto era una regla general en casi todas las técnicas y las ciencias en sus comienzos: la cerámica, la minería, la metalurgia, la medicina y las matemáticas. Poseemos una rica documentación sobre la transmisión secreta de los métodos, los útiles y las recetas en China y en la India, en el Próximo Oriente antiguo y en Grecia. E incluso en fecha mucho más próxima a nosotros, un autor como Galeno advierte a uno de sus discípulos que la ciencia médica que él enseña se ha de acoger con la misma actitud que el iniciado mostraba ante el télete en los misterios de Eleusis. En realidad, cuando a alguien se le comunicaban los secretos de un oficio, de una técnica o de una ciencia, debía pasar por una especie de iniciación. Sin embargo, para la alquimia asiática u occidental, la comunicación de los secretos formaba parte integrante de un entramado mítico más amplio, que podemos describir de la forma siguiente. En el origen de los tiempos, esos secretos les fueron comunicados a algunas personas legendarias, para quedar «sellados» a continuación, y por lo tanto cuidadosamente protegidos. Este largo período de ocultamiento llegó a su final recientemente, y de nuevo es posible acceder a la revelación original; aunque, como no podía ser menos, sólo la comparten algunos adeptos escogidos, (después de haber pasado por una iniciación especial).
El tema mitológico de la revelación primitiva, encubierta desde tiempos inmemoriales y que desde no hace mucho tiempo ha sido desvelada o redescubierta, adquiere una enorme importancia a lo largo de los cuatro últimos siglos antes de nuestra era. Este tema lo encontramos tanto en la India como en el Próximo Oriente, en Egipto y en las regiones mediterráneas. En la época helenística se desarrolla toda una «literatura de la revelación», desde Heraclio Póntico (300-310), un discípulo de Platón, hasta los innumerables libros oraculares, los escritos apocalípticos y apócrifos judíos y el Corpus herméticas.
Los secretos desvelados en esos textos pueden estar en relación con acontecimientos inminentes y decisivos de la historia (así sucede, por ejemplo, en el caso de los escritos oraculares o apocalípticos), o bien pretenden dar a conocer los medios para alcanzar la perfección, la «sabiduría», la salvación o incluso la inmortalidad.
La literatura alquímica pertenece a esta segunda categoría; los escritos de los alquimistas chinos, indios, islámicos y europeos se refieren a métodos, experiencias y recetas que son capaces de curar a los hombres, y por lo tanto de prolongar indefinidamente la vida humana, pero también de sublimar los metales viles —es decir, de transmutarlos en oro alquímico—, y que pueden conceder la inmortalidad a los hombres. De manera característica, la realización de la obra alquímica misma no comporta en modo alguno la abolición de la obligación del secreto y la ocultación. Según Ko Hung, los adeptos que han obtenido el elixir y se hacen inmortales (hsien) continúan llevando una vida errante por el mundo, aunque disimulan su estado de inmortales, y sólo son reconocidos por algunos colegas alquimistas. También en la India existe una inmensa literatura, en sánscrito y en lengua vernácula, relativa a ciertos siddhis célebres, concretamente a yoguis alquimistas que viven durante siglos, pero que raramente se manifiestan. Esta misma creencia la encontramos en Europa central y occidental: a algunos hermetistas y alquimistas se les atribuía una vida indefinida, pero sin que sus contemporáneos los reconociesen (por ejemplo, Nicolás Flamel y su mujer Pernelle). Durante el siglo XVII este mismo mito se aplicó a los representantes de los Rosacruces, y durante el siglo siguiente, con un matiz más popular, al misterioso conde de Saint-Germain.
Semejante esquema mítico, centrado en la revelación original redescubierta después de un largo período de obscuridad y actualmente entregada a algunos iniciados que se han comprometido a guardar el secreto sobre sus trabajos, tiene una importancia decisiva para la comprensión de la alquimia. Las fases de la «obra» (opus) alquímica constituyen una iniciación, es decir, una serie de experiencias específicas que tienen por objetivo la transformación radical de la condición humana. Pero el iniciado que ha tenido éxito es incapaz de expresar convenientemente su nueva manera de ser en lengua profana, por lo que se ve obligado a utilizar un lenguaje «secreto». Por otra parte, rechazará (una) prodigiosa longevidad –con otras palabras, la «inmortalidad terrestre»— por los mismos motivos que Buda les prohibía a los Bhikkus poner de manifiesto sus «poderes milagrosos» (siddhi): porque tales «poderes milagrosos» habrían podido turbar a los ignorantes y desorientar a los inocentes. No voy a discutir aquí el tema de los orígenes de la alquimia, pero es evidente que los objetivos de la búsqueda alquímica —a saber, la salud y la longevidad, la transmutación de los metales viles en oro, y la fabricación del elixir de inmortalidad— tienen tras de sí una larga prehistoria en Oriente y (también) en Occidente; dicha prehistoria revela por otra parte de manera significativa una estructura mítico-religiosa precisa. De hecho, hay incontables mitos que evocan una fuente, un árbol, una planta u otra substancia cualquiera capaz de conceder la longevidad, el rejuvenecimiento o la inmortalidad. Podríamos citar, por ejemplo, el soma védico, el hacma iranio, la ambrosía griega, y el legendario caldero celta que contenía el alimento que otorgaba la inmortalidad, o bien la fuente de la juventud, las hierbas milagrosas y los frutos rejuvenecedores de un árbol difícil de alcanzar. Ahora bien, en todas las tradiciones alquímicas, pero de manera especial en la alquimia china, determinadas plantas y frutas tienen un papel destacado en el arte de prolongar la vida y de encontrar de nuevo la eterna juventud.
La continuidad entre un esquema mítico-ritual arcaico y la investigación alquímica está ilustrada aún más claramente en la adaptación y la reinterpretación de la conocida ceremonia del retorno simbólico a los orígenes. En la India antigua, el arquetipo del ritual iniciático (diksa) reproduce al detalle un regressus ad uterum: el protagonista se ve recluido en una cabaña que representa simbólicamente la matriz: el individuo en cuestión se convierte así en el embrión. Cuando abandona la cabaña, se le equipara al embrión saliendo del útero, y se le proclama «nacido en el mundo de los dioses». Pues bien, es significativo que Caraka, el mejor experto en medicina india, recomiende un tratamiento de ese mismo estilo para curar a los enfermos y sobre todo para rejuvenecer a los ancianos: al enfermo se le encierra en una habitación obscura, donde experimenta un regressus ad uterum. (Por ejemplo, este tratamiento se le aplicó en enero-febrero de 1938 al pandit Mandan Mohan Mahaniya. La prensa internacional escribió entonces que, cuando el pandit abandonó la habitación, parecía un hombre de sesenta años.) Una de las partes del canon Ayurveda, dedicado específicamente el rejuvenecimiento, se llama el rasayana, literalmente «la vía de la savia orgánica». Pero el término rasayana terminó designando la «alquimia», y la palabra rasa se utilizó posteriormente en el sentido de «mercurio». Alberuni la malinterpretó al entenderla en el sentido de «oro». De esta manera, un ritual de iniciación que giraba en torno a la realización del retorno simbólico a la matriz, seguido de un renacimiento a una espiritualidad superior, quedó integrado en el sistema médico tradicional de la India, como técnica específicamente consagrada al rejuvenecimiento. Por otra parte, esta misma técnica se entendió en el sentido de «alquimia» en su uso posterior.
También la técnica taoísta de la «respiración embrionaria» implica el regressus ad uterum. El adepto trata de imitar la respiración en circuito cerrado del feto. Un célebre dicho taoísta explica el objetivo que se debe alcanzar por medio de ese ejercicio de yoga: «Volviendo a la base, retornando al origen, se ahuyenta la vejez, se retorna al estado fetal». Otro texto taoísta lo explica de la siguiente manera: «Justamente por este motivo, Buda (Yonlai Tathagata), en su gran misericordia, reveló el método del trabajo (alquímico) del fuego y enseñó al hombre a penetrar de nuevo en la matriz, para rehacer su (verdadera) naturaleza y (la plenitud) de su lote de vida». Este mismo motivo lo encontramos a menudo en la alquimia occidental. Entre los numerosos ejemplos citados en mi libro, recordaré estas palabras de Paracelso: «Quien quiera entrar en el reino de Dios, antes ha de penetrar con su cuerpo en su madre, y morir allí». En un tratado del siglo XVIII se puede leer: «Porque no me es dado alcanzar el reino celestial si no nazco una segunda vez. Por eso, deseo retornar al seno de mi madre, a fin de ser regenerado…». Todos estos símbolos, todos los mencionados rituales y sus técnicas ponen de relieve una idea central: para obtener el rejuvenecimiento o la longevidad, es necesario volver a los orígenes, y así recomenzar la propia vida. Pero esta idea implica la posibilidad de abolir el tiempo —es decir, el pasado—, y más concretamente presupone un cierto control sobre el fluir temporal. Podemos discernir un pensamiento casi análogo bajo las creencias y las prácticas de los mineros y los metalúrgicos de antaño. «Las substancias minerales participan de la sacralidad de la madre tierra. Muy pronto nos topamos con la idea de que los minerales ‘crecen’ en el vientre de la Tierra, ni más ni menos como los embriones. El arte de la metalurgia adquiere así un carácter obstétrico. El minero y el metalúrgico intervienen en el desarrollo de la embriología subterránea: precipitan el ritmo del crecimiento de los minerales, colaboran con la obra de la naturaleza y la ayudan a dar a luz más de prisa.» En pocas palabras, por medio de sus técnicas, el hombre substituye poco a poco al tiempo; su trabajo reemplaza la obra del tiempo.
En seguida hablaré de las consecuencias de una concepción como ésta; gracias al fuego, los metalúrgicos transforman los minerales «niños» en metales «adultos», con el pensamiento subyacente de que, si se les otorgase el tiempo suficiente, los minerales se convertirían en metales «puros» en el seno mismo de su madre, la Tierra. Más aún, los «verdaderos» metales se habrían transformado en oro si se les hubiese dejado «crecer» sin molestarlos durante algunos miles de años. Esta creencia era popular en numerosas sociedades tradicionales y en Europa occidental sobrevivió hasta la revolución industrial. Ya en el siglo II antes de Cristo, los alquimistas chinos declaraban que los metales «viles» pasan a ser metales «nobles» después de muchos años. Esta misma convicción la compartían diversas poblaciones del sudeste asiático. «Así, los annamitas están persuadidos de que el oro encontrado en las minas se fue formando sobre el lugar lentamente con el correr de los siglos y de que, si al principio se hubiese perforado el suelo, se habría descubierto bronce donde hoy ha aparecido el oro.
Es inútil multiplicar los ejemplos. Me limitaré a citar a un alquimista occidental del siglo XVIII. «Si no encontrase impedimentos que desde fuera se oponen a la ejecución de sus designios, la naturaleza llevaría a feliz término todas sus producciones… Por ello, el nacimiento de los metales imperfectos debemos verlo como un caso parecido al de los abortos y los monstruos, que únicamente se producen porque la naturaleza se ve desviada en sus acciones y se encuentra con una resistencia que le ata las manos y con obstáculos que le impiden actuar con la regularidad que es habitual en ella… Así se explica el hecho de que, aunque ella sólo quiera producir un único metal, en realidad se ve obligada a sacar muchos de él.» Sin embargo, únicamente el oro «es el hijo deseado» por ella. El oro es «su hijo legítimo, porque nada fuera del oro es verdadera producción».
Por lo tanto, la nobleza del oro reside en el hecho de ser el fruto que ha alcanzado plena madurez; los demás metales son «vulgares», por no ser frutos maduros. En otras palabras, el objetivo último de la naturaleza es la terminación del reino mineral, su completa «maduración». La transformación natural de los metales en oro está inscrita en el destino de los primeros, por el simple hecho de que la naturaleza tiende a la perfección.
Esta increíble exaltación que provoca el oro nos incita a detenernos un instante en el tema. Hay una maravillosa mitología del homo faber: todos esos mitos, leyendas y poemas épicos narran los comienzos decisivos de la conquista del mundo natural por parte de los primeros hombres. Pero el oro no pertenece a esta mitología del homo faber, sino que es una creación del homo religiosus. El valor de ese metal obedece en último término a razones esencialmente simbólicas y religiosas: fue el primer metal que utilizaron los hombres, a pesar de que con él no se pudieron fabricar ni herramientas ni armas. A lo largo de la historia, desde las innovaciones tecnológicas del empleo de la piedra hasta el trabajo del bronce, posteriormente del hierro y, finalmente, del acero, el oro no ha desempeñado papel alguno. Por otra parte, es el metal más difícil de explotar: para obtener de seis a doce gramos de oro hay que extraer a la superficie una tonelada de mineral.
La explotación de los depósitos de aluvión, aunque a menudo resulta menos complicada, es también mucho menos provechosa: algunos centigramos por metro cúbico de arena. Comparativamente, el trabajo de explotación del petróleo es infinitamente más simple y más fácil; ello no obstante, desde el tiempo de los faraones hasta nuestros días, los hombres no han cesado de buscarlo afanosamente. El valor simbólico primordial del oro jamás ha podido ser abolido, a pesar de la progresiva desacralización de la naturaleza y de la existencia humana.
«El oro es la inmortalidad», repiten los Brahmanas, textos rituales postvédicos compuestos a partir del siglo VIII antes de Cristo. Consiguientemente, cuando se ha obtenido el elixir que transforma los metales en oro alquímico, se tiene también la inmortalidad; la transmutación de los metales equivale a un crecimiento milagroso. Según el famoso alquimista Arnaldo de Vilanova, «en la naturaleza existe una cierta materia pura que, descubierta y perfeccionada por medio del arte, convierte en sí misma los cuerpos imperfectos que toca». En otras palabras, el elixir (o-la piedra filosofal) consuma el trabajo de la naturaleza y lo completa. En este mismo sentido afirma fray Simón de Colonia en Speculum himiae: «Este arte nos enseña a elaborar un remedio llamado elixir, el cual, derramado sobre los metales imperfectos, los perfecciona completamente, y por esta razón lo inventaron». Ben Jonson desarrolló la misma idea en su obra de teatro El alquimista (acto segundo, escena segunda). Uno de los personajes, Surly, duda en compartir la opinión alquímica según la cual el crecimiento de los metales sería comparable a la embriología animal, y según la cual, a semejanza del polluelo que rompe el huevo, todos los metales indistintamente terminarían convirtiéndose en oro gracias a la lenta maduración que actúa en las entrañas de la Tierra. Y es que, como afirma Surly, «el huevo está destinado por la naturaleza a este fin y es un polluelo in potentia». A lo que Subtle replicará: «Afirmamos que tanto el oro como los otros metales se habrían convertido en oro si hubiesen dispuesto del tiempo necesario para ello». Otro personaje, Mammón, afirma: «Y eso es precisamente lo que hace realidad nuestro arte».
Por otra parte, el elixir es capaz de acelerar el ritmo temporal de todos los organismos, y por tanto de su crecimiento. Ramón Llull escribió: «En primavera, la piedra, por su inmenso y maravilloso calor, aporta la vida a las plantas: si disuelves el equivalente de un grano de sal de dicha piedra en una cascara de nuez (llena) de agua, y con esa disolución riegas una cepa de vid, ésta dará uvas maduras en mayo». Como la alquimia árabe y la occidental, también la alquimia china exalta las virtudes terapéuticas del elixir. Ko Hung repite a menudo que el elixir podía «curar» los metales ordinarios y transformarlos en oro; Roger Bacon, sin emplear la expresión piedra o elixir, habla en su Opus majus de una «medicina que elimina las impurezas y todas las corrupciones del más vil metal, puede lavar las impurezas del cuerpo e impide tan perfectamente la decadencia del cuerpo que prolonga la vida durante varios siglos». Según Arnaldo de Vilanova, «la piedra filosofal cura todas las enfermedades… En un solo día cura una enfermedad que duraría un mes, en doce días una enfermedad de un año, y otra más larga en un mes. La piedra filosofal devuelve la juventud a los viejos». Todo parece indicar que el secreto principal del opus alchimicum está vinculado al poder del adepto sobre el tiempo humano y el tiempo cósmico.
En la naturaleza podemos distinguir tres importantes ritmos temporales: el tiempo geológico, el tiempo vegetal y animal, y el tiempo humano. En otras palabras, la naturaleza es un inmenso organismo viviente, en que cada uno de sus componentes —los minerales, la piedra, las plantas, los animales y los hombres— es el resultado de una inseminación, de una germinación y de un nacimiento. Sin embargo, los ritmos temporales son diferentes para cada forma de vida; la maduración de los minerales se alcanza en algunos miles de años, mientras que las plantas crecen, fructifican y mueren en pocos meses. Para dominar el tiempo, es necesario controlar también sus diferentes ritmos, y por consiguiente poder intercambiar sus ciclos temporales. Como ya hemos visto, los primeros mineros y metalúrgicos creían poder acelerar el crecimiento de los minerales por medio del fuego. Los alquimistas fueron más ambiciosos: por una parte, pensaban «curar» los metales ordinarios y acelerar su maduración, transmutándolos en metales más nobles y finalmente en oro, pero, además, llegaban a dar por sentado que su elixir curaba y rejuvenecía a los hombres, prolongando su vida indefinidamente y convirtiéndolos en seres inmortales. En pocas palabras, para los alquimistas la vida era la epifanía del tiempo orgánico. Por otra parte, la intervención activa del alquimista en el ciclo natural introduce un elemento nuevo que podríamos calificar de «escatológico».
El opus alquímico —la curación, la maduración acelerada y el perfeccionamiento de las creaciones de la naturaleza— da lugar a una escatología natural, si nos es lícito hablar así; el alquimista anticipa el «fin y la plenitud gloriosa» de la naturaleza.
Este pensamiento lo podríamos comparar con la esperanza que resuena en Teilhard de Chardin de una redención cósmica a través de Cristo: la transmutación de la materia cósmica por el sacramento de la misa.
Como veremos en seguida, existe una simetría fundamental entre la teología optimista de Teilhard de Chardin —y más especialmente entre su esperanza en una escatología cósmica llevada a su plenitud por Cristo— y la ideología religiosa de la alquimia occidental tardía.
Pero, antes de hablar de estos problemas, voy a resumir rápidamente el desarrollo de la alquimia en la Europa central y occidental. El entusiasmo provocado por el redescubrimiento del neoplatonismo y del hermetismo helenístico al principio del Renacimiento italiano se prolongó durante dos siglos. Ahora sabemos que las doctrinas neoplatónicas y herméticas ejercieron un impacto profundo y creador sobre la filosofía y las artes y, paralelamente, tuvieron un importante papel en el desarrollo de la química alquímica, de la medicina, de las ciencias naturales, de la educación y de la teoría política.
Por lo que se refiere a la alquimia, hemos de recordar que algunos de sus datos fundamentales —por ejemplo, el crecimiento de los minerales, la transmutación de los metales, el elixir y la obligatoriedad del secreto— fueron transmitidos desde la Edad Media hasta el Renacimiento y la Reforma. Los sabios del siglo XVII, por ejemplo, lejos de poner en tela de juicio el crecimiento de los metales, se preguntaban si los alquimistas podían ayudar a la naturaleza, y si «quienes ya pretendían haberlo hecho eran hombres sinceros, mentecatos o simplemente impostores». Hermán Boerhaave (1664-1739), considerado el primer gran químico racional, conocido por sus experimentos, todavía creía en la transmutación de los metales, y en seguida veremos el importante lugar que le corresponderá a la química en la revolución científica de Newton. Pero, bajo el influjo del neoplatonismo y del hermetismo, la alquimia árabe y occidental tradicional de la época medieval amplió su sistema de referencia. El modelo aristotélico fue reemplazado por el modelo neoplatónico, que pone de relieve el papel de los intermediarios espirituales entre el hombre, el cosmos y la divinidad suprema. Esta antigua creencia universal de la colaboración del alquimista con la naturaleza asumió desde entonces una significación cristológica. Los alquimistas pensaban entonces que, de la misma manera que Cristo había rescatado al hombre por su muerte y su resurrección, el opus alchimicum aseguraría la redención de la naturaleza. Heinrich Kunrath, hermético del siglo XVI, equiparaba la piedra filosofal con Jesucristo, el «hijo del macrocosmos», y pensaba que su descubrimiento revelaba la verdadera naturaleza del macrocosmos, como Cristo había otorgado su integridad a ese microcosmos que es el hombre. C.G. Jung concedía mucha importancia a ese aspecto de la alquimia del Renacimiento y de la Reforma y estudió con singular cuidado el paralelismo existente entre Cristo y la piedra filosofal. En el siglo XVIII, el benedictino Dom Pernety resumía así la interpretación alquímica del Mysterium cristiano: «… Su elixir es originariamente una parte del espíritu universal del mundo, encarnado en una tierra virgen, de donde debe ser extraído para pasar por todas las operaciones necesarias antes de alcanzar su estado final de gloria y perfección inmutable. En la primera preparación es sometido a tortura, como dice Basilio Valentín, hasta derramar su sangre; en la putrefacción, muere; cuando el calor blanco sucede al negro, sale de las tinieblas de la tumba y resucita glorioso, para subir después, totalmente quintaesenciado, al cielo; de allí, afirma Ramón Llull, viene a juzgar a los vivos y los muertos y a recompensar a cada uno según sus obras». «Los muertos» corresponden a una parte del hombre impuro y alterado, que no puede resistir al fuego y es aniquilada en la Gehena.
Desde el Renacimiento, la antigua alquimia operativa, lo mismo que sus reinterpretaciones místicas y cristológicas más recientes, tuvieron un papel decisivo en la extraordinaria metamorfosis que hizo triunfar las ciencias naturales y la revolución industrial. La esperanza de rescatar al hombre y a la naturaleza por medio del opus alquímico era la prolongación de la nostalgia de una renovatio radical que atormentaba a la cristiandad occidental desde Giacchino da Fiore. Esta regeneración, el «Renacimiento espiritual», es el objetivo principal del cristianismo, pero, por múltiples razones, paulatinamente fue perdiendo importancia en la vida religiosa institucional. Fue más bien la nostalgia de un «renacimiento espiritual» auténtico, la esperanza de una metanoia colectiva y de una transfiguración de la esperanza lo que inspiró los movimientos milenaristas de la Edad Media y del Renacimiento, las teologías proféticas, las visiones místicas y la gnosis hermética; esa misma esperanza inspiró lo que podríamos llamar la reinterpretación alquímica del opus alchimicum. John Dee (nacido en 1527), alquimista famoso, matemático y sabio universal, le aseguraba al emperador Rodolfo II que él poseía el secreto de la transmutación; según él, las fuerzas espirituales liberadas por operaciones ocultas, y sobre todo alquímicas, podían cambiar el mundo. El alquimista inglés Elias Ashmole, como otros muchos contemporáneos suyos, estaba convencido de que la alquimia, la astrología y la magia constituían la salvaguarda de las ciencias de su tiempo. De hecho, para los discípulos de Paracelso y de Van Helmond la naturaleza sólo era comprensible por el estudio de la «filosofía química» (es decir, la nueva alquimia), o «verdadera medicina»; la clave que nos revelaría los secretos tanto de la tierra como del cielo era ahora la química, y no la astronomía; la alquimia tenía una significación divina.
Y dado que la Creación se entendía como un proceso químico, los fenómenos terrestres y celestes se interpretaban también en términos químicos; el «filósofo químico» podía llegar a conocer los secretos de los cuerpos terrestres y celestes basándose en las relaciones existentes entre el macrocosmos y el microcosmos. Así se explica que Robert Fludd ofreciera una descripción química de la circulación de la sangre, a la que parangonaba con el movimiento circular del Sol.
Como muchos de sus contemporáneos, los herméticos y los «filósofos químicos» esperaban y preparaban un cambio radical de todas las instituciones religiosas, sociales y culturales.
La primera fase ineludible de esta renovatio universal era la reforma de la ciencia; fue justamente un librito, titulado Fama fraternitatis, publicado de forma anónima en 1614, el que desencadenó el movimiento de ideas de los Rosacruces al apelar a una renovación del saber.
El fundador mítico de la orden, Christian Rosenkrantz, tenía fama de haber accedido a los verdaderos secretos de la medicina y de todas las ciencias. Escribió numerosos libros que, por constituir una materia secreta, sólo estuvieron a disposición de los mismos Rosacruces. De esta manera, a principios del siglo XVIII volvemos a toparnos con un proceso ya conocido: un personaje mítico que transmite a un grupo secreto de iniciados la revelación primordial, redescubierta después de haber estado disimulada durante siglos. Como en numerosos textos chinos, tántricos y helenísticos, este redescubrimiento se anuncia al mundo para llamar la atención de todos aquellos que buscan sinceramente la verdad y la salvación, y ello, a pesar de que, en sí misma, dicha revelación continúe estando vedada a los profanos. El autor de Fama fraternitatis les pedía en realidad a todos los hombres de ciencia de Europa que reconsiderasen su arte y que se uniesen a los Rosacruces para acelerar la reforma. La respuesta a esta llamada fue tan llamativa que en menos de diez años se publicaron varios cientos de libros y opúsculos sobre esta asociación secreta. En 1619, Johann Valentín Andreae, de quien se sospecha que fue el autor de Fama, publicó Christianopolis, obra que sin duda influyó sobre la New Atlantis (Nueva Atlántida) de Bacon. En Christianopolis sugería Andreae que se formase una asociación que se propusiese la elaboración de un nuevo método de conocimiento a partir de la «filosofía química». El centro de estudios de esta ciudad utópica sería un laboratorio, donde «se unirán el cielo y la tierra» y «serán descubiertos los misterios divinos grabados en la tierra».
Entre los defensores de la obra Fama fraternitatis y de los Rosacruces se encontraba Robert Fludd, miembro del Colegio real de físicos y adepto de la alquimia mística. En términos enérgicos declaró que era imposible que alguien alcanzase el conocimiento supremo de la filosofía natural sin poseer antes una formación seria en las ciencias ocultas. Para él, la «verdadera medicina» era la base misma de dicha filosofía: nuestro conocimiento del microcosmos —es decir, del cuerpo humano— nos hace tomar conciencia de la estructura del universo y nos guía hacia nuestro Creador; y a la inversa, cuanto más sabemos sobre el universo, más nos conocemos a nosotros mismos.
Algunos estudios recientes, especialmente el de Delsus y el de Frances Yates, han aportado nuevas luces sobre las consecuencias de esta investigación de las ciencias naturales a partir de la «filosofía química» y de las ciencias ocultas. La importancia concedida a la mejora de las recetas alquímicas por medio de experimentos en laboratorios bien equipados desembocó en la química racional, y el intercambio continuo y sistemático de informaciones entre los científicos tuvo como consecuencia la creación de numerosas academias y sociedades científicas. Sin embargo, el mito de la «verdadera alquimia» continuó ejerciendo su influjo en los autores de la revolución científica. En un ensayo publicado en 1658, Robert Boyle preconizaba la libre circulación de los secretos medicinales y alquímicos. Por su parte, Newton opinaba que era peligroso dar a conocer los secretos de la alquimia, y en este sentido le escribió al secretario de la Royal Society que Boyle debería guardar «el secreto más absoluto en esta materia».
Newton jamás publicó los resultados de sus estudios y experimentos alquímicos, a pesar del éxito obtenido en algunos de ellos; pero sus innumerables manuscritos alquímicos, descuidados hasta 1940, han sido muy bien estudiados por el profesor Dobbs en el libro The Foundations of Newton’s Alchemy (Los fundamentos de la alquimia de Newton). Según Dobbs, Newton escudriñó «todas las obras de la alquimia antigua como nunca se había hecho antes ni se ha vuelto a hacer después» (pág. 88). Buceaba en ella en busca de la estructura del microcosmos, para compaginarla con su sistema cosmológico: el mismo descubrimiento de la fuerza de gravitación no le satisfacía plenamente. Si bien es verdad que, a pesar de sus experimentos intensivos de 1668 a 1696, no consiguió dar con la energía que gobierna la acción de los cuerpos pequeños, cuando en 1679-1680 comenzó a estudiar concienzudamente la dinámica del movimiento orbital no hacía otra cosa que aplicar sus ideas sobre la atracción química del cosmos
Como han mostrado Mac Guire y Rattons, Newton estaba convencido de que, desde los primeros tiempos, «Dios había enseñado los secretos de la filosofía natural y de la verdadera religión a algunos elegidos. Con el paso del tiempo, este conocimiento se perdió, aunque sería redesdescubierto parcialmente e incorporado a las fábulas y las fórmulas mágicas, para de esa manera sustraerlo a los profanos; ahora, en los tiempos modernos, podía ser recuperado de nuevo por medio de la experiencia».
Por este motivo, Newton dirigió generalmente su interés hacia las partes más esotéricas, esperando encontrar ocultos allí los verdaderos secretos.
Es un hecho sumamente significativo que el fundador de la física mecánica moderna jamás haya rechazado la teología de la revelación primordial oculta, ni el principio de la transmutación, que constituye el fundamento mismo de la alquimia. En su tratado sobre la Óptica escribió: «La transformación de los cuerpos en luz, y a la inversa, se conforma a las leyes de la naturaleza, la cual parece no ocultar su gozo ante dicha transmutación». Según el profesor Dobbs, «el pensamiento alquímico de Newton estaba tan bien fundamentado que el gran científico jamás llegó a poner en tela de juicio su valor como regla general y, con posterioridad a 1675, toda su carrera se concentró hasta cierto punto en integrar la alquimia dentro de la filosofía mecánica»; cuando publicó los Principia, sus adversarios afirmaron con vehemencia que las fuerzas de Newton eran en realidad fuerzas ocultas. Dobbs admite que tales críticas eran fundadas: «Las fuerzas de Newton se parecían mucho a las simpatías y antipatías secretas que encontramos en la literatura oculta del Renacimiento. Pero Newton había dado a esas fuerzas un estatuto ontológico equivalente al de la materia y la energía. En efecto, al cuantificar esas fuerzas, Newton les permitió a los filósofos mecánicos elevarse por encima del mecanismo imaginario del impacto». En su libro Force in Newton’s Physics, el profesor Richard Westfall llega a la conclusión de que la unión de la tradición hermética con la filosofía mecánica fue la que en realidad engendró la ciencia moderna, aunque esta última, en su desarrollo espectacular, ha ignorado o rechazado su legado hermético. En otras palabras, el éxito de la mecánica newtoniana ha consistido en la aniquilación de su propio ideal científico; en realidad, Newton y sus contemporáneos esperaban que la revolución científica tomase un rumbo muy distinto del que de hecho tomó. Prolongando y desarrollando las esperanzas de los neoalquimistas del Renacimiento y su objetivo —la redención de la naturaleza—, hombres tan diversos como Paracelso, John Dee, Comenius, J.V. Andreae, Ashmole, Fludd y Newton veían en la alquimia el modelo de una empresa más ambiciosa: la perfección del hombre por medio de un nuevo método científico. Para todos esos autores, el método en cuestión habría unido un cristianismo supraconfesional a la tradición hermética y a las ciencias naturales: medicina, astronomía y física mecánica. Esta ambiciosa síntesis era en realidad una nueva creación religiosa comparable a la precedente asimilación de las realizaciones metafísicas del platonismo, del aristotelismo y de los neoplatónicos. La elaboración, a lo largo del siglo XVII, de esta forma de conocimiento representa la última tentativa religiosa de la Europa cristiana. Pitágoras y Platón habían propuesto a la Grecia antigua sistemas religiosos de la ciencia, pero éstos son característicos sobre todo de la cultura china, donde el arte, la ciencia y la tecnología resultarían incomprensibles sin implicaciones cosmológicas, éticas y «existenciales».
En conclusión, podemos afirmar que el alquimista consumó la última fase de un proyecto muy antiguo que había nacido cuando los primeros hombres emprendieron la tarea de transformar la naturaleza. El concepto de transmutación alquímica es, pues, la última expresión de esta creencia inmemorial de la acción humana sobre la transformación de la naturaleza. El mito de la alquimia es uno de los raros mitos optimistas: efectivamente, el opus alchimicum no se limita a transformar, perfeccionar o regenerar la naturaleza, sino que confiere perfección a la existencia humana, otorgándole salud, juventud eterna e incluso inmortalidad.
En la perspectiva de la historia de las religiones, se puede afirmar que, por la alquimia, el hombre recupera su perfección original, la pérdida de la cual ha inspirado multitud de leyendas trágicas en todo el mundo.
Para el alquimista, el hombre es un creador: regenera la naturaleza y domina el tiempo; el hombre perfecciona la creación divina. Esta «escatología natural» puede compararse con la teología evolucionista, redentora y cósmica de Teilhard de Chardin, considerada generalmente una de las raras teologías cristianas optimistas. Esta concepción del hombre como ser creador dotado de una imaginación inagotable es la que sin duda explica la supervivencia de los ideales alquímicos en la ideología del siglo XIX; la supervivencia de esos ideales, completamente secularizados ya en esa época, parecía comprometida, puesto que la alquimia misma había desaparecido. El triunfo de las ciencias experimentales no había abolido los sueños y los ideales de la alquimia, pero la nueva ideología del siglo XIX los cristalizó alrededor del mito del progreso indefinido. Dicha ideología, confirmada por las ciencias experimentales y los avances de la industrialización, ha recuperado los sueños milenaristas de los alquimistas y les ha dado nuevo impulso, a pesar de su secularización radical. El mito de la perfección y de la redención de la naturaleza ha sobrevivido bajo otra forma en los proyectos prometeicos de las sociedades industrializadas que se han propuesto por meta la transformación en «energía».
Fue también en el siglo XIX cuando el hombre consiguió suplantar el tiempo; su deseo de acelerar el ritmo natural de los seres orgánicos e inorgánicos comienza ya a ser una realidad, en un momento en que los productos sintéticos de la alquimia orgánica han demostrado la posibilidad de acelerar, e incluso aniquilar, el tiempo, por medio de la preparación en laboratorio y en fábrica de substancias que la naturaleza habría tardado varios miles de años en producirlas; como es bien sabido, «la preparación sintética de la vida», aunque nada más fuera bajo la forma de algunas modestas moléculas de protoplasma, ha constituido la aspiración suprema de la ciencia desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días.
Al conquistar la naturaleza por las ciencias fisicoquímicas, el hombre puede convertirse en rival de esa misma naturaleza, sin ser esclavo del tiempo, pues a partir de ese momento la ciencia y el trabajo humano realizarán tareas reservadas hasta entonces a la naturaleza. Con lo que él reconoce como esencial de sí mismo, a saber, con su inteligencia aplicada y su capacidad de trabajo, el hombre carga sobre sí la función de duración temporal, el papel del tiempo. Sin duda, el hombre ha estado condenado al trabajo desde el principio, pero en las sociedades tradicionales el trabajo tenía una dimensión litúrgica y religiosa, mientras que ahora, en las sociedades industriales modernas, está completamente secularizado. Por primera vez en su historia, el hombre ha asegurado la tarea de «actuar mejor y más rápido» que la naturaleza, sin tener a su disposición la dimensión sagrada que hace soportable el trabajo en las otras sociedades.
Esta secularización radical del trabajo humano ha tenido consecuencias equiparables a las que siguieron a la domesticación del fuego y al descubrimiento de la agricultura.
Pero ésta es ya otra historia…
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