lunes, 29 de diciembre de 2014

Aracné




ARACNE 

Vivía en Hipepa, pequeña ciudad de Lidia, una doncella de humilde origen llamada Aracne. Su padre Idmon era tintorero en púrpura en Colofón, y también su madre, muerta en edad temprana, descendía de padres pobres. Con todo, en las ciudades lidias era muy apreciado el nombre de Aracne, debido a que la doncella superaba, en habilidad y ligereza, a todos los tejedores mortales; incluso las ninfas de la cordillera de Tmolo, rica en viñedos, y las del río Pactolo, acudían a la humilde cabaña de la joven para admirar su trabajo. Arte y pobreza, en ninguna parte se habían visto más estrechamente unidas que allí. Tanto si Aracne devanaba la lana bruta como si la estiraba en hebras más y más finas, ora hiciera girar el huso con el ágil pulgar, ora bordara con la aguja, siempre hubiérase dicho que la misma Palas Atenea la había enseñado. Pero Aracne no quería saber nada de eso y con frecuencia exclamaba, ofendida: 

-¡Yo no aprendí mi arte de la diosa! Que venga ella a medirse conmigo. ¡Si me vence, estoy presta a aceptar cualquier castigo! 

Atenea escuchaba sus jactancias con disgusto y, adoptando la figura de una viejecita, cubrióse la frente de canas y empuñó un báculo con mano marchita. Así transformada, presentóse en la cabana de Aracne y le dijo: 

—No todo son males en la vejez, pues con los años crece la experiencia. Así que no desprecies mi consejo. Entre los mortales, procura ganar fama de ser la mejor tejedora; pero ante una diosa, humíllate. Pídele perdón por tus palabras temerarias y ella perdonará gustosa a la arrepentida. 

Aracne, con hosca mirada, dejó caer de sus manos la hebra y replicó con voz que temblaba de ira: 

-Eres necia, anciana; el peso de los años ha debilitado tu cabeza. No es bueno vivir demasiado. Ve a predicar esas sandeces a tu hija, yo no necesito de tus consejos y desprecio tus amonestaciones. ¿Por qué no viene Palas en persona? ¡Por que rehuye medirse conmigo? 

Aquellas palabras pusieron fin a la paciencia de la diosa. 

—¡Aquí la tienes! —exclamó, adoptando su verdadera figura celestial. 

Las ninfas y las mujeres lidias que se encontraban presentes cayeron de hinojos a los pies de la divinidad; sólo Aracne se mantuvo impasible; sólo un leve sonrojo pasó por su rostro altanero, pero la joven permaneció obstinada en su resolución. Dominada por el deseo de una necia victoria, se precipita ella misma contra su temible destino. La hija de Zeus, cesando en sus advertencias, aceptó el reto. 

Colocaron una y otra el telar en sitio distinto y pusieronse a mover con brío las hábiles manos. Entretejían artísticamente púrpura y otros mil colores difíciles de distinguir para el ojo no avezado; mezclan con las hebras hilos de oro, y muy pronto las miradas estupefactas de los presentes pudieron contemplar obras maravillosas. 

Atenea bordó la peña de la ciudadela ateniense y su disputa, tantas veces cantada, con el dios de los mares por la posesión del país. Doce dioses, con Zeus en su centro, aparecían sentados, dignos y con una augusta gravedad reflejada en sus semblantes. Veíase a Poseidón arrojando el gigantesco tridente contra la roca y brotar de ésta un chorro de agua marina. Más allá estaba la propia diosa, artífice divina, armada con lanza y escudo, cubierta la cabeza con el yelmo, la égida terrible en el pecho; con la punta del dardo hacía brotar el olivo de la tierra estéril, ante el asombro de los dioses y para bien de los mortales. Así bordaba Atenea su propia victoria en la tela. Pero en las cuatro esquinas ponía otros tantos ejemplos del humano orgullo que, al provocar la ira de los dioses, tenía triste fin. Veíase al rey tracio Hemo con su esposa Ródope, que en su soberbia se hacían llamar Zeus y Hera, y fueron convertidos en encumbradas montañas; a la malhadada madre de los Pigmeos que, vencida por Hera, se transformaba en grulla y había de luchar contra sus propios hijos; en el tercer ángulo se representaba a Antígona, la bella hija del rey Laomedonte, tan orgullosa de su hermosura y especialmente de su ensortijada cabellera, que osó compararse con Hera. Pero la diosa convertía sus cabellos en serpientes que la mordían y atormentaban hasta que Zeus, apiadado, metamorfoseó a la infeliz cigüeña. Finalmente, Atenea reprodujo a Cíniras llorando el destino de sus hijas que, habiendo provocado por su orgullo la cólera de Hera, fueron por ella transformadas en gradas de piedra delante de su templo. El padre se arrojaba llorando sobre ellas y bañaba con ardientes lágrimas el insensible mármol. Todas estas escenas bordó en su tapiz Atenea, y las enmarcó en una guirnalda de hojas de olivo. 

Aracne, en cambio, en todas las figuras de su tela trataba de hacer mofa de los dioses, especialmente de Zeus, representándole ora en figura de toro, de águila o de cisne, ora como lascivo de los mortales. Todo esto lo rodeó de un marco de yedra con flores entretejidas. Y una vez hubo terminado su obra, la misma Atenea no encontró nada que reprochar en el arte de la doncella; únicamente la ofendió el sentido impío que se desprendía de sus cuadros. Por esto desgarró con gesto airado las insolentes escenas y con la lanzadera, que aun conservaba en la mano, golpeó por tres veces la frente de la orgullosa muchacha. La desgraciada no pudo resistirlo; enloqueció y, desesperada, atóse un dogal al cuello. Colgaba ya del techo convulsamente cuando la diosa, compadecida, libróla del nudo asfixiante, diciéndole: 

—¡Vive, pero colgando, osada! ¡Y sea éste el castigo de tu descendencia, hasta la última generación! 

Y diciendo estas palabras, echó al rostro de Aracne unas gotas de una hierba mágica y se fue. En un momento desaparecieron cabellos, nariz y orejas de la cabeza de la doncella, la cual se contrajo toda ella hasta quedar reducida a un animal diminuto y repugnante. Transformada en araña sigue, todavía hoy, practicando su antiguo arte, hilando hilo tras hilo.

GUSTAV SCHWAB 
Las más bellas leyendas de la Antigüedad clásica 
BIBLIOTECA DE LA NUEVA CULTURA 
Serie MUNDO ANTIGUO 
EDITORIAL CREDOS, S. A

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