jueves, 11 de diciembre de 2014

Antonio Gamoneda

Antonio Gamoneda nace en Oviedo en 1931. En 1985 le fue otorgado el Premio Castilla y León de las letras. Su padre (un poeta modernista, sepultado en la memoria provinciana, cuyos versos —un único y extenso libro— fueron, probablemente, la primera lectura poética del hijo) muere en 1932. Traslado a León, con la madre, en 1934. En esta ciudad, donde sigue residiendo, vivió en el extrarradio obrero hasta 1940; allí, la represión derivada de la guerra del 36 era, en ocasiones, visible en la calle. Gamoneda dice que, en estos años de infancia, «la vida cursó unida a una constante referencia a la muerte»: la desaparición del padre, la circunstancia civil…
En 1941 comienza a recibir instrucción gratuita en un colegio religioso, que abandona en 1943. En 1945 es recadero de una oficina bancaria en la que siguió trabajando veinticuatro años. Desde los últimos de la década de los 40 hasta casi mediados los 60, sobre situaciones propias de los que, entonces, se solía llamar «compañeros de viaje», acumuló experiencias que pudieron ser excesivas: la desaparición física o moral («suicidios, accidentes, locura, envilecimiento o desaparición a secas») de la mayor parte de sus amigos.
Desde el «exterior», mantuvo una cierta relación colaboradora con los grupos de Espadaña y Claraboya. En 1969 le fue encomendada la puesta en marcha y seguimiento de los servicios culturales de la Administración provincial, tarea que hubo de abandonar ocho años después en virtud de sentencia judicial. En aquellos años creó y dirigió, dentro de su trabajo, la colección «Provincia» de poesía, hasta, más o menos, su primer medio centenar de títulos.
En los años 70 y primera mitad de los abundancia —y con posterior «abjuración»— la literatura de interpretación de las artes plásticas.
----
Está casado y tiene tres hijas.
En 1985 le fue otorgado el Premio Castilla y León de las letras.
De “Edad”, publicado por Cátedra. Col. Letras Hispánicas. Edición de Miguel Casado.

Un concilio de vida y poesía 

La poesía de Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) se origina en la unidad. Poesía y vida de un hombre forman, en fusión, la obra poética, el sentido unívoco de lo real. El libro Edades la reunión de un tiempo formado por la poesía de la vida. Gamoneda siente su obra como concilio en el tiempo. Edad es el libro que nace de otros libros y forma así un devenir unitario, dando coherencia a la vida y al espíritu del poeta. Me parece, pues, muy significativa la manera de ordenar la obra, puesto que en ella existe una armoniosa e imparable voluntad de estilo, voluntad de belleza, frisando ya las fronteras entre existencia y poesía, o, en todo caso, borrando los límites entre la vida y la poesía. Puede ser que Gamoneda piense que la vida en sí, vida a través de los días, no es nada, no perdura. En cambio, la vida vertida en un libro es un proyecto unitario hacia el futuro, y el vacío del vivir queda desvirtuado, vencido. El poeta que ha escrito Edad ha triunfado sobre la vida, sobre su vacío, sobre su sombra, sobre la maldición del existir en la mentira. La poesía redime las escenas falsas de la vida y da coherencia y sentido a lo que sólo es transcurso caótico del mundo. Pero la poesía ha de ser una. A través del tiempo, a través de los poemas escritos en el tiempo, ha de erguirse una sola verdad, una sola poesía, un solo lenguaje, un solo hombre, al fin; hombre en la verdad, hombre en la poesía de la verdad. La unidad no es mero recurso, o simple reunión. No, como en otros elocuentes casos de nuestra historia literaria reciente, Gamoneda ha entendido que su obra era sólo un libro, como lo entendieron Cernuda y tantos otros. Porque, ante todo, la poesía es una proyección de la identidad, proyección de un hombre que ordena el mundo, hombre que del mundo hace un libro. Una última ganancia de la vida a través de la palabra es cuanto al poeta le queda. Edad quiere ser gobierno del tiempo ido, desabrimiento ante la muerte, delación del sufrimiento, y una vida salvada. Salvar la vida es la clásica obsesión de muchos poetas, como si las palabras escritas en un libro sirvieran de algo, mas esa ficción se adueña de ellos, de los poetas, y a ella entregan lo mejor de sus vidas, ciegos. Pasan por el mundo con el libro de su edad bajo el brazo, inquietos y dudosos ante el rostro de la eternidad: zarandear la muerte, hasta que caiga de su Olimpo hecha trizas, con el arma de los versos. Contiene Edad el bullicioso mercado de la memoria, pues la memoria es el fruto que el poeta opone, desde el Romanticismo, a la venida de la destrucción. Es, en todo caso. No memoria de Dios, lo que, desde Baudelaire, hace maldita a la memoria, ya que ésta es heréticamente individual, inútil, limbo de vanidades. No es memoria sagrada, como lo fuera para Hólderlin, Kleist o Wordsworth, sino impura y a partir de Descripción de la mentira derramada sobre la muerte.

De Manuel Vilas, “La muerte, y su hermano el miedo: la ‘edad’ de Antonio Gamoneda”, en AA. W., Antonio Gamoneda, Madrid, Calambur, 1993, pp. 49-50.




La tierra y los labios

1
Hay caminos de amargura
de mi boca a tus mejillas.
La desnudez de tus pechos
pone en mis manos ceniza.
Acaso entre tu mirada
y mi voz los muertos vibran.

2
Mi amor es un pájaro muerto.
A mi espalda está la noche
y hay en mis sienes blancas huellas.
Quizá haya luz en mis lágrimas,
pero mi amor es una
avecilla desnuda, negra, fría.

3
Es un hombre. Va solo por el campo.
Oye su corazón, cómo golpea,
y, de pronto, el hombre se detiene
y se pone a llorar sobre la tierra.
Juventud del dolor. Crece la savia
verde y amarga de la primavera.
Hacia el ocaso va. Un pájaro triste
canta entre las ramas negras.
Ya el hombre apenas llora. Se pregunta
por el sabor a muerto de su lengua.

4
Junio, aquí estás, como un perro
cálido de suaves ojos.
Llegas y toda la tierra
se llena de luz y sueño.
También, igual que una calle
sola, bajo el mediodía,
de pronto en gritos se incendia;
igual, digo, que una calle
sin tiempo, loca de luz,
sola, suena acuchillada,
tu nombre, Junio, de perro
trabaja en mi corazón
y de repente comienza
la tempestad del recuerdo.

5
En vivo y en silencio. Atormentado,
a Dios me lo sacaron por los ojos.
Lo tenía la sangre con cerrojos,
sumergido en amor: Dios maniatado.
Ahora miro en mí por si han dejado
aunque no sea más que unos despojos:
el eco de una voz, los muros rojos,
el ámbito interior de un desollado.
Lo sacaron con luz; una mirada
fundió mi dulce condición de ciego
y me dejaron un extraño frío.
¡Cuánta luz, cuánto hielo, cuánta nada!
Ahora, donde Dios era de fuego,
donde hablaba el dolor, llora el vacío.




Ojos

De vivir poco, de
un hombre contenido,
como el pájaro libres
quedan, puros, los ojos.
Luchadores, materia
prodigiosa del fuego
procedente y del llanto;
consistencia y penumbra
donde el ansia trabaja
hasta que el agua tensa
su contorno y, ya, queda
cristal vivo que, nunca,
no volverá a llorar.
En los ojos el ruido
en música tan pura
que no se puede oír.
Lo primero que se ama
son los ojos: belleza
reunida mirándose.
Yo puse los ojos sobre
el mundo: mares, siglos
de sombra se elevaron.
De ahí, de mirar la vida
desde lo oscuro, viene
este amor invencible.
Alguien me está hablando
siempre de libertad.
El corazón pretende
vivir sobre la nieve
más alta de la tierra;
las manos en el fuego
sería hermoso, pero
nunca es posible: no
hay libertad.
Solamente, tan sólo,
libertad en los ojos:
invadir la belleza
y meterla en un hombre.
Al fin, dadme la mano,
mis ojos, unidad
de las aguas y el fuego,
intensidad que mira,
llanto, mundo callado
donde está luchando mi corazón por la belleza.



Sublevación

Juro que la belleza
no proporciona dulces
sueños, sino el insomnio
purísimo del hielo,
la dura, indeclinable
materia del relámpago.
Hay que ser muy hombre para
soportar la belleza:
¿quién, invertido, separa,
hace tumbas distintas
para el pan común y la
música extremada?
Ay de los fugitivos,
de los que tienen miedo
de sus propias entrañas.
Si una vez el silencio
les hablase, ¿sabrían
respirar la angustiosa
bruma de los espíritus?
¿Cantarían su propia
conversión al espectro?
Y aquellos otros, estos
miserables amados,
justificados por el dolor:
advertid que tan sólo
a los perros conviene
crecimiento de alarido.
Algo más puro aún
que el amor, debe
aquí ser cantado;
en cales vivas, en
materias atormentadas,
algo reclama curvas
de armonía. No es
la muerte. Este orden
invisible
es
la libertad.
La belleza no es
un lugar donde van
a parar los cobardes.
Toda belleza es
un derecho común
de los más hombres. La
evasión no concede
libertad. Sólo tiene
libertad quien la gana.
Solicito
una sublevación
de paz, una tormenta
inmóvil. Quiero, pido
que la belleza sea
fuerza y pan, alimento
y residencia del dolor.
Un mismo canto pide
La justicia y la
belleza.
Sea la luz
un acto humano.
Se puede
morir
por esta
libertad.



Cuestión de instrumento

Ustedes saben ya que una sartén
da un sonido a madre por el hierro
y yo sé que una celesta
suena a tierra feliz, pero si ustedes
tienen a su madre en el fregadero,
no toquen, por favor, la celesta.
Yo bien podría. Comprueben
la densidad y transparencia:
“Si pudiera tener su nacimiento
en los ojos la música, sería
en los tuyos. El tiempo sonaría
a tensa oscuridad, a mundo lento”.
Lo escribí yo con estas mismas manos
pero no lo escribí con la misma conciencia.
Amo las bolsas de las madres.
Veo:
no hay dignidad sobre la tierra
como el cansancio sin pagar,
el rostro
aplastado,
la desesperación que no habla.
Dejen ustedes. Mi canto está mal hecho
como esta verdad, que está mal hecha.
Hagan ustedes la verdad mejor.
Hablaremos después aunque ya es tarde.



Caigo sobre unas manos

Cuando no sabía
aún que yo vivía en unas manos,
ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón.
Yo sentía que la noche era dulce
como una leche silenciosa. Y grande.
Mucho más grande que mi vida.
Madre:
era tus manos y la noche juntas.
Por eso aquella oscuridad me amaba.
No lo recuerdo pero está conmigo.
Donde yo existo más, en lo olvidado,
están las manos y la noche.
A veces,
cuando mi cabeza cuelga sobre la tierra
y ya no puedo más y está vacío
el mundo, alguna vez, sube el olvido
aún al corazón.
Y me arrodillo
a respirar sobre tus manos.
Bajo
y tú escondes mi rostro; y soy pequeño:
y tus manos son grandes; y la noche
viene otra vez, viene otra vez.
Descanso
de ser hombre, descanso de ser hombre.



Blues del nacimiento

Nació mi hija con el rostro ensangrentado
y no me la dejaron ver despacio.
Nació mi hija con el rostro ensangrentado
pero me la quitaron de las manos.
Mi hija ahora ya va a hacer tres años
y habla conmigo y ella ve mi rostro.
Mi hija ahora ya va a hacer tres años
y canta y piensa pero ve mi rostro.
Yo ahora ya no me pregunto
por qué se ama a un rostro ensangrentado.



Blues del cementerio

Conozco un pueblo —no lo olvidaré—
que tiene un cementerio demasiado grande.
Hay en mi tierra un pueblo sin ventura
porque el cementerio es demasiado grande.
Sólo hay cuarenta almas en el pueblo.
No sé para qué tanto cementerio.
Cierto año la gente empezó a irse
y en muchas casas no quedaba nadie.
El año que la gente empezó a irse
en muchas casas no quedaba nadie.
se llevaban los hijos y las camas.
Tenían que matar los animales.
El cementerio ya no tiene puertas
y allí entran y salen las gallinas.
El cementerio ya no tiene puertas
y salen al camino las ortigas.
Parece que saliera el cementerio
a los huertos y a las calles vacías.
Conozco un pueblo. No lo olvidaré.
Ay, en mi tierra sin ventura,
no olvidaré a mi pueblo.
¡Qué mala cosa es haber hecho
un cementerio demasiado grande!



Hablo con mi madre

Mamá: ahora eres silenciosa como la ropa
del que no está con nosotros.
Te miro el borde blanco de los párpados
y no puedo pensar.
Mamá: quiero olvidar todas las cosas
en el fondo de una respiración que canta.
Pasa tus manos grandes por mi nuca
todos los días para que no vuelva
la soledad.
Yo sé que en cada rostro se ve el mundo.
No busques más en las paredes, madre.
Mira despacio el rostro que tú amas:
mira mi rostro en cada rostro humano.
He sentido tus manos.
Perdido en el fondo de los seres humanos te he sentido
como tú sentías mis manos antes de nacer.
Mamá, no vuelvas más a ocultarme la tierra.
Ésta es mi condición.
Y mi esperanza.



Siento el agua

Me he sentado esta tarde a la orilla del río
mucho tiempo, quizá mucho tiempo,
hasta que mis ojos fluían con el agua
y mi piel era fresca como la piel del río.
Cuando llegó la noche, ya no veía el agua
pero la sentía descender en la sombra.
No escuchaba otro ruido que aquel ruido en la noche;
no sentía en mí más que el sonido del agua.
¡Tantos seres humanos, tan inmensa la tierra,
y este ruido en la noche ha bastado para llenar mi corazón!
Yo no sé si he traicionado a mis amigos:
el cántaro está lleno de un agua oscura y dulce,
pero el cántaro sufre —el rojo, viejo barro.
Alguien tiene piedad de este cántaro.
Alguien comprende el cántaro y el agua.
Alguien rompe su cántaro por amor.
En todo caso, yo no he cogido el agua
para bebérmela yo mismo.




La tarde entra de pronto en la cocina,
enloquece en el cobre, hace gloriosa
la herrumbre de las madres. Como un lienzo
se imparte en las estancias. Cruza, dora
el rostro del varón. Da en las tarimas,
atraviesa el laurel, tiembla en sus hojas.
Ahora volverán por los caminos
las mulas canas y las yuntas rojas
y, cansados, los hombres, sus cabellos
con tamo de trigal.
Cunden las sombras
al borde del tapial. Lenguas de acero
se sumergen en aguas silenciosas.




Dios extendido, longitud sagrada.
Duerme envuelto en su sangre. Derramado
bajo la noche, Jesucristo duerme,
descansa como un niño atormentado.
Aquí ataron las manos de Gregorio
Fernández cierta lentitud terrestre
a los huesos de Dios. Veo la boca
donde pastan la luz y las tinieblas;
miro los brazos de marfil y espino,
fugitivos y largos como ríos
que van a su morir, y la corona
hirviente aún de los cabellos; furia
serpentina de Dios, dios derrotado.






En selva roja donde el agua nunca
la luz destella, ni, de oscuras ramas,
un pájaro revuelve la espesura
y, luego, lento, en el azul se eleva
y el canto le sostiene y pacífica;
en esta oscuridad que se respira
y a sí misma se ignora, pero siente
los pies descalzos del pastor, la lluvia
que oscurece las hojas y perfuma
el liquen y refresca la madera,
aquí no deja de pasar la noche,
en larga suavidad: lame las grutas
donde vive la sed y se desliza
entre las ramas cautelosas. Siempre
pasa la noche pero el día nunca,
ni el rostro amado que bajar quisiera
hasta aquella maleza y envolverse
en el silencio de la selva; nadie,
ni aquella ronca vibración de oro
de la abeja nupcial; naturaleza
que al solo oculto corazón escucha
latir en soledad, pero llorando.





En el más resistente, más velado
lugar el corazón, mete sus manos
el silencio del mundo, mas despierta
al pájaro mortal, al destinado.
Habla en dura quietud; habla en la nieve.
La geografía del final es blanca.
Pero desciende, corazón, repasa
yerba secreta y el hayedo oscuro
como la planta antigua del pastor.
Baja a escrutar la transparencia fría,
entra en el bosque de las venas, siente
los arroyos pacíficos, el ruido
denso y materno de la leche, escucha
el paso prodigioso de las bestias.
Cruza la sombra con tu cuerpo, pasa
sobre las huellas comunales, duerme
en el silencio como un dios cansado
y, luego, acude al sobresalto puro,
a la fresca, gloriosa desbandada
de las aguas en júbilo, discierne,
repartida en la luz, pálida espuma.
Pero vuelve a la paz por el camino
prieto y oscuro de Corona; vete
despacio por el Pando; te rodean
las floraciones de la soledad,
los árboles salvajes, los helechos,
los cautelosos manantiales. Piensa
dulcemente en el mundo, pero calla,
exprésate con sola tu existencia,
como el bosque secreto, que se dice
en la ciega madera con el liquen
y la profundidad y la quietud.
Lívida, verde, añil, precipitante
golpea el agua en la afilada estirpe
de la roca fluvial. Su entalladura
come la paz en ti; ya no recuerdas
ningún canto ni el manso y solitario
campanil del ganado. Sólo sientes
un único latido: el tormentoso
del Cares en su caz, y una corona
de piadosa humedad en tu cabeza.
Todo se pierde en el espacio puro,
en el combate de las aguas y
las láminas terribles. Se apodera
la física, orquestal naturaleza
del espacio interior; ya no recuerdas.
Ya no recuerdas en el quicio raudo,
En la inmóvil, hirviente cabellera,
En el abismo azul, en el espanto.
En el espanto y la hermosura como,
al fin de la batalla, un rey envuelto
en la sangre, o la invisible túnica
del huracán, o la feroz escala
del que canta en el rostro de la muerte.




Lápidas

En la quietud de madres inclinadas sobre el abismo.
En ciertas flores que se cerraron antes de ser abrasadas por el infortunio, antes de que los caballos aprendieran a llorar.
En la humedad de los ancianos.
En la sustancia amarilla del corazón.




Vi la sombra perseguida por látigos amarillos,
Ácidos hasta los bordes del recuerdo.
Lienzos ante las puertas de la indignación.
Vi los estigmas del relámpago sobre aguas inmóviles, en extensiones visitadas por presagios;
vi las materias fértiles y otras que viven en tus ojos;
vi los residuos del acero y las grandes ventanas para la contemplación de la injusticia (aquellos óvalos donde se esconde la fosforescencia):
era la geometría, era el dolor.
Vi cabezas absortas en las cenizas industriales;
yo vi el cansancio y la ebriedad azul
y tu bondad como una gran mano avanzando hacia mi corazón.
Vi los espejos ante los rostros que se negaron a existir:
era el tiempo, era el mar, la luz, la ira.





Todos los animales se reúnen en un gran gemido y su dolor es verde.
Tú acaso piensas en desapariciones; veo humedad sobre tu alma.
Háblame para que conozca la pureza de las palabras inútiles,
Oiga silbar a la vejez, comprenda
La voz sin esperanza.




Sobre excremento de rebaños, subo y me acuesto bajo los robles musicales.
Cruzan palomas entre mi cuerpo y el crepúsculo, cesa el viento y las sombra son húmedas.
Hierba de soledad, palomas negras: he llegado, por fin; éste no es mi lugar, pero he llegado.

Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia.
Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si dijese su nombre.

No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo dolor no me concierne.
Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.
Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.

El animal que llora, ése estuvo en tu alma antes de ser amarillo;
el animal que lame las heridas blancas
ése está ciego en la misericordia;
el que duerme en la luz y es miserable,
ése agoniza en el relámpago.
La mujer cuyo corazón es azul y te alimenta sin descanso,
ésa es tu madre dentro de la ira;
la mujer que no olvida y está desnuda en el silencio,
ésa fue música en tus ojos.
Vértigo en la quietud: en los espejos entran sustancias corporales y arden palomas. Tú dibujas juicios y tempestades y lamentos.
Así es la luz de la vejez, así
la aparición de las heridas blancas.




 La procesión de los asnos retomaba cada tarde de los pedreros abandonados por las aguas. Atravesaba el soto con el paso tenaz del infortunio y los guijarros resonaban en la profundidad de los cuévanos de esparto. Grandes borlas sangrientas y azuladas pezuñas inducían negaciones y signos de festividad. Ante las tiendas, la boca del burrero se abría como una flor negra, coagulada en una sintaxis lejana, alimentada por las noches de cólera en los latifundios.
Los extremeños se alejaban y los niños sentíamos su desaparición como una esfera de silencio, como un ramo de fósforo apagado.



Convocada por las mujeres, la madrugada cunde como ramos frescos: cuñadas fértiles, madres marcadas por la persecución. Hay un friso de ortigas en el perfil de la mañana; lienzos retorcidos en exceso por manos encendidas en la lejía y la desesperación.
Y vino el día. Era un rumor bajo los párpados y era el sonido del amanecer. Agua y cristal en los oídos infantiles. Llega una gente traslúcida y sus canciones humedecen las maderas del sueño, humedecen la madera de los dormitorios cerrados a la esperanza.
Siento las oraciones, su lentitud, como serpientes bellísimas que pasaran sobre mi corazón.
(Era el rosario de la aurora en los márgenes de la pureza proletaria, ante los huertos abrasados por los ferrocarriles y los vientos).



Te morirás de sombra anudada a mi cuerpo,
te ahogará mi casa entre sus brazos fríos,
beberás ríos nocturnos de mi vino y mi llanto,
comerás de mi pan, comerás de mi carne.
Reina de mi sangre, voluntad de amargura,
juventud derrotada por un reino de sombra,
te meces en mis brazos como un mar; incesante
como el mar, me nombras.
Aquí acaba tu cuerpo. Hay palabras oscuras
habitando tus ojos. Viene el silencio. Ahora
ya no tienes remedio; sólo tienes hondura,
soledad en mis brazos y la luz de mis dientes
como señal de amor en nuestra casa sola.




Atravesó el silencio;
ya ha cuajado en sus labios el fulgor de una madre
y descubre caminos de azucena y de sombra.
Ha venido de noche. Atravesó el silencio.
Más allá de las ramas invisibles, ajeno
al rumor de la sangre, él estaba.
No nos dice qué llanto, qué palabra, qué viento;
en qué día, qué nieve, qué lejanas montañas,
ha cruzado a los muertos.




No penetra los ázimos hurmiento
como en las telas de mi corazón
mete sus manos la desgracia. Ciego
por un rostro mortal, porque sus ojos
ya llorasen en mí. Pongo mis labios
en la piel del dolor, pero ya es tarde:
la paloma del llanto no se entrega.




Recuerdo que la tierra quiebra dura
y se levanta azul hacia la nieve.
Recuerdo que los ríos descendían
cual frescos gavilanes y recuerdo
las tierras rojas sobre lomas. Vi
ásperos pueblos, huertos silenciosos.
Miré también al corazón humano
y vi la misma lentitud, la misma
roja aspereza y silencioso frío.
Pero, más tarde, sorprendí las aguas
enloquecidas por la luz, los lirios
ante el abismo, en la serenidad,
el ruiseñor, de noche, entre los álamos,
y los veloces pájaros del día.



Aquí la boca, su oquedad eterna,
exhala una palabra, mas no suena
si no es en forma de justicia: calla.
Sobre el oro veloz, un viento inmóvil
precipita su cuerpo hacia el espanto
de los cabellos y sus huesos sienten
la sustancia mortal, las duras manos
torturando columnas. La palabra
enardece las túnicas, asciende
en las tinieblas, arde en los sepulcros
y construye un espacio. Pero calla.





Un bosque inmóvil, sin espacio, pero
alimentado en la profundidad
envolvente del mundo. Su espesura,
de vientos y de pájaros no acoge
sobresalto ni sombra; se despliega
en llano vertical: azul pacífico,
oro pluvial, litúrgicos se traban
con púrpura feroz. Mas nada turba
aquella majestad.
Si das tus ojos
a la dominación, sientes cuajarse
un vértigo, un pueblo entreverado:
urdimbre de varones, instrumentos,
bestias, coronas, comunicaciones,
desperdicios de luz. Vértigo, pueblo
establecido donde nunca humana
respiración apagará el chasquido
de una hebra solar sobre la dura
conversión laminar, pueblo aplastado.
Callada tempestad. La vibratoria
existencia del sol, la que tortura
lívidas lomas, parameras turbias
en la tierra exterior, aquí sostiene
un lienzo musical: nervios de sombra,
como un árbol delante del crepúsculo,
no imponen pausa sino negro impulso
en la arbolada vidriería.
Es
un mundo. No músculos, cabellos;
no túnicas redondas, accidentes;
sólo estaturas, transparencias, fuegos.
No libros, atributos, gestos, lomos
hirvientes de corcel, águilas, cetros,
ballesteros y muerte; sólo una
cegadora, bruñida altanería.
En esta soledad, en esta altura
de la materia, la estructura adiestra
los gritos del color como, entre hombres,
una esbelta garganta dispondría
las cantidades de sonido. Canta
pero extiende silencio. No es el canto
que recorre la tierra penetrando
en corazones, multitudes, bóvedas
y sepulcros; no es sino palabra
que se adentra en los ojos: alta fiesta
que despliega los rojos, enardece
el espacio interior, filtra más oro
en densidad azul, hunde los verdes
en sí mismos, agosta el amarillo
hasta hacerlo crujir.
Oh pueblo frío,
oh bosque, oh vidrio, oh lienzo frío:
sólo tú puedes soportar, vivir
siempre en belleza, nunca en libertad.



Dime qué ves en el armario horrible
y en las vasijas de llorar: ¿qué es esto?
Cuando contemplas la melancolía
en las farmacias y, en los muros,
están ya escritas las acusaciones,
¿quién eres tú al fin y por qué callas?
Ante los animales y el silencio,
mete las manos en el agua, heridas
de los espinos. No solloces; dime
qué nombres viven en tu corazón.



Descripción de la mentira  (1975-1976)

Mi amistad está sobre ti como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos.
No te pondré otra venda que la que está roída alrededor de mi cuerpo, no te pondré otro aceite que el que descansa dentro de mis ojos.
Ciertamente es una historia horrible el silencio, pero hay una salud que sucede a la desesperación.
Acuérdate de la paz en los comercios abandonados, acuérdate de la dulzura en las habitaciones donde se corrompía el olvido. Nadie tenía razón ni esperanza, ¿qué podíamos hacer?
Ahora pasan vencejos entre el nogal y su sonido tiembla sobre mí.
Tú, lejos, debes dormir entre alaridos, hijo mío, tú que acostumbrabas a enloquecer a los maestros y a las mujeres que se deslizaban debajo de tus dedos.
Puedes venir a repartir los alimentos y las mentiras delante de mi rostro. ¿Por qué quemas tu lengua en las bahías excavadas en pómez, por qué te abres a las semillas que no perdonan, a las linazas adventicias?
Puedes cantar en mis manos y te desdices encima de tu belleza.
Harías mucho mejor acercándote. El incrédulo habita en un mundo de plegarias. Hay resplandor delante de sus ojos, los que estuvieron heridos por la indignación.
Es más sencillo proceder de un país suntuoso, de una memoria recamada de espejos —cada espejo con su vértigo, cada espejo con su profundidad llena de frutos— pero, de todas formas, desconfía de aquellas manos cuya blancura puede ser besada.
Es más sencillo despertar de un tiempo cuya hermosura no existió aunque se extendiera como un crepúsculo.
Acércate a quien se calienta con los excrementos de la justicia. Hay más honor en no tener razón.
Ahora mi paz está en avergonzarme de la esperanza.

Cada día tiene su metal, cada delincuencia su misericordia dentro de sí misma; el arco del suicida es conducido por el movimiento de la tierra; no me es posible decidir sobre el color del cielo, pero tampoco lo deseo más allá de mis ojos.
Todas estas palabras deben entrar en tu corazón.
No pongas lombrices encima de mi alma.

Mi memoria es maldita y amarilla como un río sumido desde hace muchos años.
Mi memoria es maldita. Más allá, antes de la memoria, un país sin retorno, acaso sin existencia:
Hierba muy alta y dulce, siesta en la densidad: aquella miel sobre los párpados.
Era la exudación y penetraba el tiempo. Los insectos se fecundaban sin cesar y la serenidad nos poseía. Pero aquel tiempo no existió: sucedió en la inmovilidad como la música antes de su división.

Mi memoria es maldita y amarilla como el residuo indestructible de la hiél.
Yo extendía membranas sobre los gritos de inutilidad y esto era justicia, pero ¿qué ha quedado de mi alma?
No me busques en la justicia. No encontrarás mi cuerpo en iglesias ni en profecías insufribles como los tábanos en la lengua de los animales muy enfermos.
Mi amistad está sobre ti y tú no estas debajo de mi amistad. No soy yo el despojado: tu hermosura es tenaz, pero mi cansancio es más profundo que tu hermosura.

En los establos olorosos donde me envuelve la oscuridad yo recibo a la muerte y conversamos hasta que lame dulcemente mis labios.
No es tu virtud sino la mía; no es tu acidez la que detiene a los perseguidores; no son tus actos en la extremidad
sino mi corazón y su vergüenza, mi corazón aun,
y la sonrisa de los torturados.



Vi la muerte rodeada de árboles (árboles más esbeltos que el llanto de tus hermanas), urces en el fulgor y la serenidad.
Vi sombra azul distribuida en sernas, sólo advertida por animi corazón, por emisarios muy cansados;
la deserción sobre la boca que yo amaba (grandes banderas ante los espejos del suicidio)
y la esperanza dentro del acero.

El otoño se expresa como pájaros invisibles. ¿Qué harías tú si tu memoria estuviera llena de olvido, qué harías tú en un país al que no querías llegar?
Pesan las máscaras de la pureza, pesan los paños sobre la forma de la patria.
La vergüenza es la paz. Yo acudiré con mi vergüenza.
Pasan los cuerpos hacia la tortura y otros son ágiles en las posturas del amor, pero la sabiduría aumenta en cálices más profundos.
¿Qué harías tú si tu memoria estuviera llena de olvido? Todas las cosas son transparentes: cesan las escrituras y cae lluvia dentro de los ojos.

Nuestros labios envejecieron en palabras incomprensibles.




Cada distancia tiene su silencio
y lápidas asistidas por animales portadores de calcio hasta después de la muerte.
Hay más memoria de su peso que de la ira de tu espíritu.

¿Gritan aún en el relente aquellos pájaros sin descanso?
No, no son éstos ni aquellas madres erguidas en el furor, ágiles ante paredes ensangrentadas; no es la humedad extraída de ojos que fueron grandes sobre cadáveres muy amados ni las alcobas encendidas hasta el amanecer.
No es ningún manto que hayas usado sobre tu corazón.

Coronado de yemas negras, como el fresno en sus días de clamor, tú ves las murias señaladas con las ventanas del presidio, tú ves los márgenes de la extinción,
y la pureza del error se dibuja con lentitud de alas más transparentes que su propio impulso, con lentitud más líquida que las sustancias transmitidas en generaciones: sabor de cobre bajo la lengua de los recién nacidos, sabor a fuego bajo la lengua de los hombres más tristes.
Cada distancia tiene su descanso. No hay erección en los residuos de la ira,
y las mujeres no esplenden bajo los árboles de la quietud.
Qué signos quedan de las partículas del incendio. Aquellos labios que respiraban…
Y, en los almácigos, ¿quién profundiza más que en su corazón?
No maduraron frutos escondidos, no respigaron manos endurecidas en la inocencia.
La acusación, servida por las voces más puras, abre los manantiales y ya es tarde.
Este país no fue abrasado por un viento, no fue raído por un rebaño.
La perfección de la muerte está en mi espíritu.




Una mujer, absorta en la blancura, ciega en lienzos inmóviles, habla de mí en un tiempo conmemorado; dice mi nombre en otra edad, bajo las hojas de un gran viento. Es madre de muertos y este poder está en su lengua.
Como el acebo en un lugar de hielos, mi nombre aumenta en formas invisibles,
y, sometida a aquel silencio, se abre la luz de la desaparición.
Temblor de cauces invertidos, gestos de rostros improbables: es lo que queda de sus actos. Antes pasaron días; eran crecientes en serenidad,
eran espesos en mis párpados.
Una mujer dibuja descripciones (el resplandor está en la muerte; como el acero en largos filos, el resplandor está en la muerte):
la tierra hirviendo (aquel clamor sin ruido), y la sustancia encarcelada hirviendo. Una extracción de hombres hacia lugares fosforescentes, hacia los lavaderos comunales, bajo el milano del amanecer,
y, macerados en sus dientes, sacrificados en sus cálices, días bajo las aguas infectadas.
La realidad se ahuyenta en estos labios tan sólo expertos en formas invisibles.
Cesa el fermento de mi infancia; cesa el horror y su oquedad es grande.
Tierra desposeída de sus tumbas, madres encanecidas en el vértigo.
Es lo que queda de mi patria.




La yerba como un silencio. La yerba atravesada por los insectos tercos en la felicidad.
Este descanso que no cesa bajo las páginas soleadas… Vigilad esa yerba.
Esta es la luz acumulada por difuntos y códices atribuidos al incesto, a las historias con animales fugitivos.
Todo es mortal en la serenidad; hay un país para el desengañado,
y su visión es tan blanca como la droga de la eternidad.
Tú, en la despensa de los híbridos, abres el libro de la envidia, lees cantos eléctricos aprendidos de tus hermanos, eres azul en la indignidad.
Mi porvenir se aloja en el arrepentimiento. Ante tus jícaras vacías mi porvenir es partidario de los insectos.
Y el corazón pesa en obras agotadas.

¿Qué sabes tú de la mentira? Bajo la costra del hastío, en la urticaria del cobarde,
un metal distinguido, un racimo de uñas abrasadas
profundiza en la muerte. Es la pasión de la inutilidad;
es la alegría de las máscaras reunidas en el estudio de la yerba, verdes y codiciables en los estuarios de la sombra,
única especie conciliada, única y resistente a la pericia del recuerdo, a la censura de los hombres cansados; fresca como un grito de alondra bajo las aguas.

Ah la mentira en el corazón vaciado por un cuchillo invisible.
Ah la mentira, ciencia del silencio.




Diván de Nueva York

Tú en la tristeza de los urinarios, ante las cánulas de bronce (amor, amor en las iglesias húmedas);
ah, sollozabas en las barberías (en los espejos, los agonizantes estaban dentro de tus ojos):
así es el llanto.
Y aquellas madres amarillas en el hedor de la misericordia:
así es el llanto.
Ah de la obscenidad, ah del acero.
Vi las aguas coléricas, y sábanas, y, en los museos, junto a la dulzura, vi los imanes de la muerte.
Te desnudaron en marfil (ancianas, en los prostíbulos profundos) y te midieron en dolor, oscuro:
Así es el llanto, así es el llanto.
Ten piedad de tus labios y de mi espíritu en los almacenes;
ten piedad del alcohol en los dormitorios iluminados.
Veo las delaciones, veo indicios: llagas azules en tu lengua, números negros en tu corazón:
Ah de los besos, ah de las penínsulas.
Así es el llanto;
así es el llanto y las serpientes están llorando en Nueva York.
Así es el llanto.
De Lápidas (1977-1986)





Soy el que ya comienza a no existir
y el que solloza todavía.
Es horrible ser dos inútilmente.


Los inocentes son seducidos en los patios y las vecinas hablan de la resurrección de la carne.
Mis hijas lloran en sus manos y su llanto es verde.
¿Qué día es éste que no acaba?




El olvido es mi patria vigilada y aún tuve un país más grande y desconocido.
He retornado entre un silencio de párpados a aquellos bosques en que fui perseguido por presentimientos y proposiciones de hombres enfermos.
Es aquí donde el miedo ve la fuerza de tu rostro: tu realidad en la desaparición
(que se extendía como la lluvia en el fondo de la noche; más lenta que la tristeza, más húmeda que labios sobre mi cuerpo).
Eran los grandes días de la traición.

Me alimentaba la fosforescencia. Tú creaste la mentira entre las piernas de mi madre; no existía el dolor y tú creaste la compasión.
Tú volvías a las hortensias.
Y sollozaste bajo la lente de los comisarios.
Y vi la luz de la inutilidad.
Mi boca es fría en las plegarias. Este relato incomprensible es lo que queda de nosotros. La traición prospera en corazones inviolables.
Profundidad de la mentira: todos mis actos en el espejo de la muerte. Y los carbones resplandecen sobre la piel de héroes aún despiertos en el umbral de la imbecilidad.

Y ese alarido entre cristales, esas heridas aue no son visibles más que en el instante del amor…
¿Qué hora es ésta, qué yerba crece en nuestra juventud?
León y La Vega de Boñar: 
diciembre de 197 5-diciembre de 1976.




Gritos sobre la hierba y el huracán de púrpura.
Giráis envueltos en banderas y exhaláis con dulzura.
Obedecéis a ancianos invisibles cuyas canciones pasan por vuestra lengua.
Ah, jóvenes elegidos por mis lágrimas.



Dime quién eres antes de acercarte más a mi corazón, tu nombre en la ciudad que existe detrás de ti,
la que fue joven en tus ojos y aún recuerdas antes de entrar en los ambulatorios donde la patria habla a tus sobrinas parturientas.
Dime quién eres entre los grandes brazos de Jesucristo, en la chaqueta de las madres, en la dulzura de los hombres cansados;
dime tu edad frente a los muros donde coinciden Luis y sus dos almas (la que llora y la que estudia la agilidad de la muerte);
dime-tu-error y si hay difuntos en tu lengua,
dime tu nombre ante el abismo, Úrsula.




Todos los animales se reúnen en un gran gemido y su dolor es verde.
Tú acaso piensas en desapariciones; veo humedad sobre tu alma.
Háblame para que conozca la pureza de las palabras inútiles,
oiga silbar a la vejez, comprenda
la voz sin esperanza.



Sé paciente en tus uñas, ah cadáver que duermes esta noche en mis párpados, ten salud, ten piedad;
ah, sé hábil, habita suavemente la sombra,
calla en mis labios, entra en mis anillos.