EL DEMONIO ¿REALIDAD O MITO?
José Antonio Sayés
CAPÍTULO 6
La actividad demoníaca
La primera y más importante actividad del demonio en la vida
de los hombres es, sin duda alguna, la tentación; algo que podríamos calificar
de actividad ordinaria frente a la actividad extraordinaria que implica la
posesión o la infestación.
1. La tentación
Con todo, la tentación tiene en nosotros mismos una fuente
propia e indudable. Existe en nuestra propia naturaleza la pasión, la ambición,
la vanagloria..., todo un conjunto de deseos que nacen del desequilibrio
interior (concupiscencia) que ha dejado en nosotros el pecado original. Dejemos
que lo diga san Pablo de forma gráfica: «Sabemos, en efecto, que la ley es
espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado; pues no hago lo
que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy
de acuerdo con la ley que es buena: en realidad, ya no soy yo quien obra, sino
el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es
decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance,
mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el
mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino
el pecado que habita en mí.
Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el
mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre
interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi
razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Pobre de mí! , ¿quién me librará de este cuerpo que me
lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!.
Así pues, soy yo
mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del
pecado» (Rm 7, 14-25).
Está claro, según este texto, que la tentación tiene en el
hombre mismo, en nuestra condición pecadora, una fuente propia. En otros casos,
la tentación puede provenir del propio temperamento, del ambiente, de
situaciones peculiares, etc. No es, pues, preciso recurrir siempre al demonio
para explicar el origen de las tentaciones que padecemos, ni mucho menos.
Y la tentación la sentimos sin duda alguna porque, aunque en
sí misma nos proponga un mal, lo propone en su aspecto positivo y bueno. No
existe el mal absoluto, sino que es la deficiencia de un bien debido. Un
adulterio es un mal porque se trata de una injusticia contra el propio cónyuge,
pero tiene también su aspecto atractivo: el placer que procura. Ahí radica la
atracción de la tentación. Un mal absoluto (impensable) no atraería nunca a
ningún hombre; es el bien que se da junto al mal, lo que hace apetecible la
tentación. El hombre sabe muy bien que aprovecharse de un cargo público para
enriquecerse ilícitamente es un mal, pero sin duda es un mal que va acompañado
de un aspecto atractivo: el enriquecimiento fácil y rápido.
Es indudable, por otro lado, que el demonio puede servirse
de nuestra situación, de la misma inclinación al pecado que llevamos dentro, y
potenciarla mediante la seducción y el engaño.
En ello radica precisamente su carácter de tentador.
Resulta enormemente difícil el discernir la tentación
específica del diablo, el saber si la tentación viene de nuestra propia pasión
o está en nosotros mediante la instigación del diablo. No es tema fácil
discernir qué tipo de tentaciones son las que provienen del diablo. Ya decía
san Juan de la Cruz que de los tres enemigos del hombre (el demonio, el mundo y
la carne) es el demonio el más oscuro de entender l.
l.
Castelas 2
Sabemos, sin embargo, que el demonio nos tienta de forma
continua. Decía santo Tomás que «el oficio propio del diablo es tentar» 2. Nos
recuerda la primera carta de san Pedro: «Sed sobrios y velad, vuestro
adversario, el diablo, anda como león rugiente, buscando a quién devorar» (l P
5, 8).
Cabe, con todo, hablar de indicios que nos revelen la
presencia del diablo que tienta. Decía Pablo VI: «Podemos suponer su acción
siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; allí
donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; allí donde el nombre de
Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (l Co 16, 22; 12, 3); allí
donde el espíritu del evangelio se adultera y se desmiente; allí donde se afirma
la desesperación como última palabra».
Y«Allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y
absurda». En efecto, el diablo tiene como función principal separar de Dios; de
ahí viene precisamente su etimología. Cuando uno peca por debilidad, por la
fuerza de la pasión, pero sigue manteniendo una firme fe en Dios, la pasión lo
explicaría todo. Sin embargo, en la tentación del Génesis, el diablo va más
allá: le propone a Adán ser como Dios, o como dioses. Es algo que va dirigido a
prescindir de Dios en la vida.
Hoy en día, la mayor parte de los autores interpreta el
árbol de la ciencia del bien y del mal
como una referencia a la pretensión de los primeros padres de poseer un
discernimiento y determinación del bien y del mal totalmente independiente de
Dios. El pecado, observa Grelot 3, consistió en pretender una total autonomía
en la determinación del bien y del mal al margen de Dios. El tema va en línea
del género sapiencial en el que se inscribe el relato. Discernir entre el bien
y el mal (en lo que consiste la verdadera sabiduría) es algo que compete a Dios
y que, sólo como don, se puede recibir (l R 3, 9; Dt 30, 15.19; Am 5, 14- 15).
Por ello, lo que intentan Adán y Eva es la determinación autónoma del bien y
del mal, la usurpación de un privilegio exclusivo de Dios 4.
2.
I, q.ll4, a.2
3. P. GRELOT, El problema del pecado original (Barcelona 1970) 60ss.
3. P. GRELOT, El problema del pecado original (Barcelona 1970) 60ss.
Es, por lo tanto, un problema siempre actual, observa
Grelot. El hombre, aunque crea en Dios, pretende que quede alejado en la nube
de su trascendencia, para poder determinar por sí mismo lo que está bien y lo
que está mal. Comprendemos así el «seréis como dioses».
Allí, pues, donde la
tentación tenga la pretensión de hacernos como dioses, podemos percibir sin
duda un indicio de la presencia del demonio. Y nadie puede negar que el hombre
moderno tiene la pretensión de dejar a Dios en el Olimpo, allí donde no
estorbe; la tentación de creer en el dios del deísmo que deja al hombre total
autonomía para decidir por sí mismo el bien y el mal al margen de el. Hay algo
más sutil y malévolo que negar a Dios: hacerlo inútil. No se le niega la
existencia, pero se le perdona la vida. El hombre se bastaría a sí mismo para
realizarse, para decidir el bien y el mal al margen de Dios desde su propia
subjetividad.
Nadie puede negar, por otro lado, que hay ciertas formas de
pecado que recuerdan lo demoníaco. Cuenta Balducci que, cuando en una ocasión
quería convencer a una persona de la existencia del diablo, esta le contestó:
«No, no, en el demonio creo, porque existen formas de maldad humana tan
refinadas y perversas que, si no existiese el diablo, no podría explicármelas»
5. Recuerdo que, en mis años de estudiante en Roma, supe que una muchacha,
integrante de un grupo de colegiales que visitaba la ciudad, se quedó sola y separada del grupo; circunstanc1a
que aprovecharon doce muchachos para violarla sucesivamente. Fue algo que
apareció en los periódicos. ¿No hay en ello algo de demoníaco? ¿No estamos aquí
ante un caso en el que el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel, por
usar las mismas palabras de Pablo VI? ¿Y que decir de los campos de exterminio
de Hitler o dela siembra de odio que grupos emparentados con el terrorismo
hacen en la juventud de nuestros países democráticos? El odio puede tener a
veces tanta o más fuerza que el amor.
* «Allí donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa
contra la verdad evidente». Cristo llamó a Satanás «padre de la mentira» (Jn 8,
44). Indudablemente, uno puede mentir por debilidad, interés o comodidad. Esto
es evidente, y no habría que recurrir al diablo para explicar la mayoría de las
mentiras que se dan entre nosotros. Ahora bien, una mentira sistemática como la
que tiene lugar en los regímenes totalitarios que, como el de Hitler o el del
comunismo, llegan a la despersonalización total de los hombres; allí donde la
persona es anulada mediante el temor, el miedo o la propaganda difamatoria,
allí ciertamente hay algo de demoníaco. Particularmente, cuando se emplean los medios
de comunicación para desprestigiar sistemáticamente a la Iglesia o al Papa,
cuando se manipula la verdad de forma reiterativa en favor de un grupo de
poder, cuando se destruyen personas y vidas de modo consciente mediante la
difamación o la calumnia, allí hay algo de demoníaco, porque en todos estos
casos se trasciende el ámbito de la debilidad humana y se entra en el dominio
del odio y de la falsedad que son propios del diablo.
4. Ya no se sostiene hoy en día la interpretación
sexual como hiciera COPPENS,
La connaissance du bien et a’u mal et le péché du paradís (Lovaina 1948).
El verbo conocer (yadá) que sin duda puede tener una interpretación
sexual la tiene de hecho cuando lleva un complemento personal
y no una determinación abstracta (conocer el bien y el mal).
5. C. BALDUCCI, El diablo. Existe y se puede reconocerlo (Bogotá 1994) 167.
La connaissance du bien et a’u mal et le péché du paradís (Lovaina 1948).
El verbo conocer (yadá) que sin duda puede tener una interpretación
sexual la tiene de hecho cuando lleva un complemento personal
y no una determinación abstracta (conocer el bien y el mal).
5. C. BALDUCCI, El diablo. Existe y se puede reconocerlo (Bogotá 1994) 167.
Ya no se trata del pecado que se debe a la debilidad o la comodidad;
es el ansia misma de destrucción y de la fuerza implacable del odio. El diablo
odia la verdad, porque la verdad conduce al que la sigue, a la salvación. Todo
el que sigue la verdad, en la medida en que la puede conocer, se salva por la
gracia de Dios. Hay una vía para apartar de la salvación: destruir la verdad.
Eso es lo demoníaco. Y en este sentido, hay también algo de demoníaco en la
desobediencia de ciertos teólogos al magisterio de la Iglesia. Hay quien enseña
en contra del magisterio y siente el orgullo de hacerlo, presentando sus
propias opiniones como más dignas de crédito que lo que el magisterio enseña y
repite. A veces, se dan casos de desobediencia sistemática y, con la pretensión
de que el Papa está equivocado, se subleva al pueblo contra la verdad que él
predica con la falsa promesa de que otro Papa enseñará lo contrario.
El orgullo en otras materias se entiende mejor; se entiende
menos en el campo de la verdad revelada que sólo el magisterio puede
interpretar auténticamente. Hay teólogos que se fían de sí mismos más que de lo
que la Iglesia ha enseñado a lo largo de toda la tradición. Decía santa Teresa:
«Tengo por muy cierto que el demonio no engañará —no lo permitirá Dios— al alma
que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe»; a esta alma
«como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas
revelaciones pueda imaginar —aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo
que tiene la Iglesia» 6. El que da crédito a «quien enseña cosas
diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor
Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad» (l Tm 6, 3), no sólo
cae en el error —lo cual es grave-—, sino que cae bajo el influjo del padre de
la mentira —lo cual es más grave aún—.
«Allí donde Cristo es impugnado de modo consciente y
rebelde». Ciertamente, blasfemar de Cristo es algo de tipo demoníaco. Pero hay
otra forma de descalificar a Cristo de forma más sutil y velada que la
blasfemia. Si hay algo que el demonio odia es la cruz de Cristo, pues en la
cruz fue donde Cristo salvó y sigue salvando a la humanidad. El demonio sabe
muy bien que Cristo le venció en la cruz. Y por ello, como dice Spaemann, «la
cruz plantea, a ángeles y hombres, la elección entre las tinieblas y la vida» 7.
El hombre no se salva si no es en la cruz de Cristo.
Cristo mismo fue tentado por el demonio para que abandonara
el camino de la cruz. Lo que el demonio le proponía era un camino de gloria, un
camino de mesianismo triunfal en lugar del mesianismo de servicio y de cruz. Es
san Pedro quien tienta a Cristo y le dice: «Tú no vas a la cruz».
6,
Vida 25, 12.
7. H. SPAEMANN, El maligno (Madrid 1994) 19.
7. H. SPAEMANN, El maligno (Madrid 1994) 19.
Pues bien, el demonio vendrá a convencernos de que, si
queremos medrar en el mundo o en la Iglesia, el camino es quitarse de encima la
contradicción y la cruz. No animará a nadie a seguir a solas el camino de la
fidelidad a costa de perder la propia imagen o la posibilidad de medrar. El
demonio enseña a ser complacientes con todos, a quedar siempre bien, a decir lo
que los otros esperan, a no defender la verdad contra corriente, a no quedarse
a solas por fidelidad, como hizo María. El precio que hay que pagar para medrar
o, simplemente, para no tener enemigos o sufrir persecución o marginación, lo
pagan muchos hoy en día.
Lo que hace el demonio es proponer el éxito, el éxito que se
consigue a costa de no decir la verdad, de no predicar la verdad, cuando puede
resultar odiosa. Lo de vender el alma al diablo es mucho más sencillo y menos
dramático de lo que se puede imaginar. Basta con seguir la corriente y no
llevar el peso de la fidelidad ala verdad, el peso de la cruz. Hay situaciones
en la Iglesia en las que, por el silencio de unos y la cobardía de otros, se
hace prácticamente imposible reconocer la verdad. Recuerdo que, en una ciudad
española, a un sacerdote que tuvo la valentía de predicar la existencia del
infierno, se le criticó desde las parroquias y las asociaciones de fieles. Los
que tenían que defenderle, callaron. Es así como se produce la metástasis en la
Iglesia.
La cobardía y el miedo a perder la propia imagen puede ser
el mejor aliado del diablo. Después, nos encontramos en situaciones de pérdida
de fe y de abandono de la práctica religiosa y no nos explicamos cómo ha
sucedido todo ello. Y es que, sino se sirve a la verdad, el demonio lo tiene
muy fácil. Si no se decanta la verdad, si todo vale, es que nada es verdad. Del
relativismo al agnosticismo hay sólo un paso: si todo vale, es que nada es
verdad. Por ello hoy en día hacen falta santos y mártires más que nunca;
mártires que lleven el peso de la persecución y de la maledicencia para seguir
el camino que Cristo, en obediencia al Padre, siguió hasta la cruz.
* «Allí donde se afirma la desesperación como la última
palabra». Ciertamente el demonio es destrucción, y a la destrucción de uno
mismo se llega por el camino de la desesperación. Decía Spaemann: «Se puede
decir que la esencia de Satanás es el odio mortal, así como la esencia de Dios
es el amor que despierta y da la vida. Mientras el odio de Satanás tenga algún
ser viviente del que se pueda apoderar para atormentarlo hasta la muerte, su
existencia satánica tendrá un cierto significado, una cierta saciedad.
En la caída, su señorío —concedido por Dios para hacer valer
el poder del amor de Cristo- degeneró en instinto de dominio, y éste está unido
ahora a la insaciable voluntad de desfiguración, destrucción y aniquilación de
todo vestigio de vida. La naturaleza de los demonios está marcada por un
incesante intento de atrapar objetos sobre los que quieren desahogar su avidez
de poder y de aniquilación» 8.
Cuando una persona llega a la desesperación, no hay sitio
alguno para Dios. Y a ello conduce el diablo produciendo inquietud,
desasosiego, oscuridad, tristeza... Es lo suyo. Suele tener como estrategia
meter en el hombre convicciones absurdas («me voy a condenar», por ejemplo),
ideas falsas y persistentes que no prov1enen n1 tienen su origen en el propio
temperamento, educación o ideas personales 9.
Santa Teresa, comentando una tentación que tuvo contra la
humildad, nos señala los elementos típicos de la tentación diabólica. Esta era
«una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y probar si
puede traer el alma a desesperación. Se ve claro [que es cosa diabólica] en la
inquietud y desasosiego con que comienza y el alboroto que da en el alma todo
el tiempo que dura, y la oscuridad y aflicción que en ella pone, la sequedad y mala disposición para la
oración o para cualquier cosa buena. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo
para que de nada aproveche» 10.
8. Ibíd., 34.
9. Cfr. J. RIVERA-J. M. IRABURU, 0.6., 299.
10. Vida 30, 9.
9. Cfr. J. RIVERA-J. M. IRABURU, 0.6., 299.
10. Vida 30, 9.
De todos modos, hablando de la tentación, es preciso
recordar que el demonio puede influir en nuestros sentidos, en la fantasía y en
la imaginación, en el entendimiento incluso, pero no puede suplantar la
libertad humana ni eliminarla. El hombre sigue siendo libre bajo la tentación
del demonio. La libertad es el último sustrato del hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios y el diablo no la puede dominar. «El demonio —enseña san Juan
de la Cruz- no puede nada en el alma si no es mediante las operaciones de las
potencias de ella, principalmente por medio de las noticias [que ocupan la memoria],
porque de ellas dependen casi todas las demás operaciones de las demás
potencias; de donde, si la memoria se aniquila de ellas, el demonio no puede
nada, porque nada
halla de donde asir, y sin nada, nada puede» 11. Dios puede obrar en la sustancia del
alma inmediatamente o también mediatamente, con ideas, sentimientos, palabras
interiores. Pero el demonio sólo mediatamente puede actuar sobre el hombre,
induciendo en él sentimientos, imágenes, dudas, convicciones falsas,
iluminaciones engañosas. Sin la complicidad de las potencias espirituales del
hombre, el alma misma permanece para él inaccesible.
Por otro lado, no podemos olvidar las palabras consoladoras
de san Pablo que nos dicen que Dios no permite que nadie sea tentado por encima
de su capacidad. En el momento de la tentación, Dios da la gracia de resistir y
vencer (l Co 10, 13).
2. El demonio en la sociedad y en la Iglesia
Pero la acción del diablo no se limita a la tentación
individual; su influjo se extiende también a la sociedad y a la Iglesia a la
que Cristo prometió que las fuerzas del infierno no podrían contra ella (Mt 16,
18).
Reducir la influencia del diablo a la tentación individual
sería olvidar el relieve y la importancia que Cristo le da como príncipe de
este mundo, como enemigo frontal del Reino.
Ningún creyente puede negar que el ataque del demonio mas
que contra el mundo (en el sentido peyorativo que tiene en san Juan: Jn l, 10;
8, 23; 12, 31; 14, 17), va dirigido contra la Iglesia de Cristo. Recordemos el
texto de Ap 12, 1-12. La Iglesia es el germen y el principio del Reino, y
Satanás lucha contra el Reino de Cristo.
ll. Subida
4,1.
Cuando en la vida pastoral me preguntan, jóvenes sobre todo,
si las posesiones diabólicas son muy frecuentes, suelo responder que, de ser yo
el demonio, no haría muchas, pues toda posesión diabólica, en un mundo
descreído como el nuestro, induciría a creer. Si yo fuera el demonio, haría dos
cosas: convencer al clero de que la oración no es tan importante como se decía
en otro tiempo e introducir el relativismo en la Iglesia y el mundo.
En efecto, Pablo VI en 1972 se refirió explícitamente a la
acción de Satanás en la Iglesia: «El humo de Satanás ha entrado en la Iglesia»,
dijo aquel hombre tímido, pero lleno de fe.
No es fácil, sin embargo, detectar con certeza la acción del
diablo en fenómenos concretos de la vida de la Iglesia. Por ello lo que a
continuación exponemos lo hacemos no desde la afirmación categórica, sino desde
la sugerencia y la sospecha. De todos modos, conocemos una característica de la
acción propia del diablo: es el enemigo del Reino. Por ello todo lo que tiene
el sello de anticristo podría en principio provenir de él. Es un principio
claro, como decimos, aunque resulta difícil señalar fenómenos concretos como
acciones del diablo.
Así pues, siendo la acción del diablo una acción frontal
contra Cristo, nos preguntamos si el actual proceso de secularización que la
Iglesia vive no se debe en cierto modo a el. Por supuesto que dicha
secularización tiene también sus aspectos positivos, como puede ser el mayor
reconocimiento de la autonomía de las ciencias, la superación de posturas
excesivamente sacralizadoras y la corrección de ciertas formas pseudorreligiosas.
Pero en el fondo lo que se postula es una reducción de Cristo a un mero ejemplo
de comportamiento humano, a un fundador más de religión, a un líder
sociopolítico, para quedarnos en el fondo con la idea del Dios del deísmo que a
nada compromete y que le permite al hombre una autonomía total en el plano moral
y ético.
Cuando el cardenal Ratzinger analiza la nueva frontera de la
teología12 viene a decir que
no es la teología de la liberación, sino la teología liberal la que presenta
dificultad. Mantiene esta el postulado de que no se puede conocer la verdad
objetiva, que todas las religiones son iguales y que por tanto ninguna es la
revelada. Se admite la existencia de un Dios creador que en el fondo vuelve a
ser el dios del leísmo y se postula la desaparición de los dogmas, los cuales,
partiendo de la creencia de que se puede conocer la verdad, no hacen otra cosa
sino dividir a los hombres. Así pues, todo se reduce a la creencia en ese Dios
único (volvemos a repetir que se trata del dios del leismo) ya una praxis ética
que no tiene otros fundamentos que la conciencia individual y las leyes que,
por vía de consenso democrático surjan en el parlamento.
12. OssRom (l de noviembre de 1996).
Vivimos hoy en día en un mundo en el que el hombre pretende
ocupar el lugar de Dios. Cualquier otra crisis en la historia de la Iglesia se
daba en un horizonte teocéntrico. La de hoy es, sin embargo, una crisis de tipo
antropocéntrico, Se permite ciertamente una religiosidad, pero que quede
reducida al ámbito de lo privado. Dios no configura ya la vida social y
cultural, y Cristo en el fondo no podía pretender ser el centro de la vida,
sino un simple fundador más de religión en el marco de la historia de las
religiones.
De ahí la nota de privacidad que se da a todo lo religioso
que se le respetan, porque nos encontramos en una democracia pero se le pedirá
que no hable de Dios en publico y que no moleste. Dios queda así fuera del
ámbito de la sociedad y de la vida pública. Dios es la palabra que no se puede
pronunciar en público.
Por otro lado,
nuestro mundo científico, que admite el principio de verificación como criterio
de todo lo científico, relega el ámbito de lo no experimentable al campo de la
pura opinión que nace en el subjetivismo y en el sentimiento. Con el escepticismo
filosófico que reina hoy en día, nadie podría tener la pretens1ón de poseer la
verdad revelada. Cada uno confiesa por tanto la religión desde su sentimiento
religioso, dando así lugar a un relativismo en el que nadie puede tener la
pretensión de poseer la religión revelada.
Se postula de esta forma una ética autónoma, que no tiene su
fundamento último en Dios, y a la que se llega prácticamente por la vía del
consenso. Es el hombre moderno que se libera de Dios. No niega su existencia,
pero se trata de un Dios que le permite determinar el bien y el mal por sí
mismo independientemente de él. Se concibe así la conciencia en un sentido
autónomo desde el que cada uno determina el bien y el mal. «Cada uno tiene su
propia conciencia», se suele decir. Este es el subjetivismo de nuestra época,
un subjetivismo que hace de Dios una hipótesis, en todo caso inútil, porque la
v1da puede configurarse al margen de él. Digamos de entrada que la
secularización es una puerta que conduce al agnosticismo, pues si Dios es
inútil en cuanto que se puede prescindir de él, se termina por ignorarlo.
El hombre decide así el bien y el mal al margen de Dios
postulando una autonomía total de la moral. Y si la vida es autónoma, se van
suprimiendo poco a poco los signos religiosos como una injerencia ofensiva a la
profanidad de lo mundano. Pues bien, este proceso secularizador que relega a
Cristo nació en la Iglesia a finales de los 60 y continúa aún presente entre
nosotros 13. La misma teología
de la liberación se resiente de él, toda vez que hace de Cristo un liberador
político y social y olvida su carácter redentor, al menos en muchos de sus
exponentes.
El proyecto de un cristianismo no religioso parece que nació
con el teólogo protestante alemán D. Bonhóffer (1906-1945). Este había sido un
teólogo que tenía muchos puntos de contacto con el catolicismo, pero parece ser
que en su última etapa escribió una serie de cartas a su amigo E. Bethge
recogidas posteriormente con el título Resistencia y sumisión, en las que de
forma poco sistemática fue expresando su
concepción de Dios. En ello influyó no poco, al parecer, el sentimiento que
tuvo de estar abandonado de Dios, pues se encontraba en la cárcel de Tegel
(1943-1944) y tuvo situaciones de depresión. Fue así como dio lugar al programa
de un cristianismo no religioso.
La nueva forma de vida que él propone sería la de afrontar
las situaciones de la vida sin recurrir a Dios, afrontarlas «como si Dios no
existiese». El Dios de la religión sería, en efecto, como una especie de Dios
tapa-agujeros, es decir, una especie de recurso ante las lagunas y deficiencias
que tiene la vida humana. De esta forma, la religión pierde terreno en la
medida en que la ciencia va progresando y solucionando los problemas humanos,
hasta el punto de que el hombre moderno no es un hombre religioso y hay que
hablarle por ello en términos de mundanidad. Bonhóffer, que postulaba un
cristianismo no religioso, lo hace en la medida en que presenta a Jesús como
prototipo de hombre no religioso que en la cruz afronta la muerte con el
sentimiento de haber sido abandonado por el Padre. Jesús es en todo caso un hombre
para los demás y queda reducido a un modelo de hombre como puede haber otros en
la historia humana.
2.1. Los postulados de la secularización
Otros autores, a partir de este pensamiento, irían sistematizando
la llamada teología de la secularización. Trataríamos de resumirla en los
siguientes postulados:
— El hombre moderno no es un hombre religioso. Dotado de la
técnica y la ciencia moderna, cada vez más va prescindiendo de Dios para
solucionar sus problemas.
-— Dios no interviene en la historia. Su intervención
responde a una concepción mítica y mágica de Dios (Bultmann).
—- En consecuencia, se postula la total autonomía de lo mundano,
incluso en el plano e’tico, sin que por ello deban interferir signos de lo religioso.
Se postula así la profanidad del mundo.
Se lucha contra el concepto de lo sagrado en cuanto lo entienden
como separado de lo profano. Por lo que respecta a Dios, hemos de distinguir
secularidad de secularización.
13.
Cfr. J. A. SAYÉS, Teología y relativismo (BAC, Madrid 2007).
Secularidad es un concepto sano, admitido por el Vaticano II
(GS 36), según el cual cabe una autonomía relativa de lo mundano: el mundo
tiene sus propias leyes que el cristiano tiene que aprender y respetar, pero
son leyes fundadas en Dios, creador de las mismas.
Secularización, por el contrario, es un concepto que
va mucho más allá. Es el intento de suprimir toda referencia a Dios en el mundo
y en el hombre, y en concreto, la teología de la secularización es el intento
de Vivir un cristianismo no religioso. Es vivir la vida como si Dios no existiese,
es prescindir de Él en todos los ámbitos de la Vida. Se funda, sobre todo, en
el pensamiento de que Dios no puede ser objeto de nuestros actos y en que Dios
sería totalmente distinto a como lo concebimos («el totalmente otro»).
Secularismo es la radicalización de la
secularización, identificándose con la teología de la muerte de Dios. Mencionemos
a Van Buren, exponente del agnosticismo de la analítica del lenguaje14.
Según él, el término Dios carece de sentido y la sustancia del mensaje cristiano
se puede expresar sin recurrir a dicho término. De todos modos, secularización
y secularismo no son tan distintos, dado que ambos colocan a Dios fuera del
ámbito del conocimiento humano15. En efecto, el Dios de la
secularización (recordemos a A. J. T. Robinson, Sincero para con Dios 16),
es el Dios del deísmo, pero, además, mediatizado por la teología de Barth,
Bultmann y Tillich, que hacen de él un Dios sumido en la duda por lo que al
conocimiento racional se refiere.
14.
J . B. MONDIN, l teologí della marte di Dio (Turín 1968); D. BONHÓFFER,
Reszstencia y sumisión (Barcelona 1968); A. J. T, ROBINSON,
Sincem para con Dios (Barcelona 1967); H. COX, La ciudad secular
(Barcelona 1966); W. HAMIL- TON-T. J. ALTIZER,
Teología radical de la muerte de Dias (Barcelona-México 1967);
G. VAHANIAN, The death of God (Nueva York 1961);
P. M. VAN BUREN The secular meaning of the Gospel (Londres 1963). 9
15. C. POZO, Secularidad y secularización (Madrid 1978) 20.
Reszstencia y sumisión (Barcelona 1968); A. J. T, ROBINSON,
Sincem para con Dios (Barcelona 1967); H. COX, La ciudad secular
(Barcelona 1966); W. HAMIL- TON-T. J. ALTIZER,
Teología radical de la muerte de Dias (Barcelona-México 1967);
G. VAHANIAN, The death of God (Nueva York 1961);
P. M. VAN BUREN The secular meaning of the Gospel (Londres 1963). 9
15. C. POZO, Secularidad y secularización (Madrid 1978) 20.
No es el momento de entrar en la concepción de Dios que presentan
Barth o Tillich 17. Nos limitamos a hablar del influjo de Bultmann con su
pretensión de que los evangelios son una
mitificación de la figura puramente humana de Jesús.
Bultmann sólo admite la precomprensión (Vorverstädndnis)
de Dios en la experiencia humana, en cuanto que el hombre hace la experiencia
de lo finito y del límite y está por ello existencialmente abierto al problema
de Dios. Pero en Bultmann no cabe un conocimiento objetivo de la existencia de
Dios.
Asimismo, la Revelación no supone una intervención objetiva de
Dios en la historia que pueda ser captada por signos externos. Hemos de
desechar la concepción mítica de Dios, según la cual el no cósmico y trascendente
se haría cósmico e inmanente. Cristo fue (después de la desmitologización que
hemos de hacer de los evangelios) un hombre que vivió la existencia auténtica,
porque en todo momento se sintió juzgado por la palabra de Dios y abandonado a
su confianza, particularmente en el momento de la muerte, cuando puso su Vida
en manos de Dios.
Partiendo de la teología de la secularización y de la no
intervención de Dios en la historia, inmediatamente se pierde el concepto
cristiano de lo sagrado. Para el cristiano hay personas o lugares sagrados porque en ellos se da una especial
intervención de Dios o una presencia de Cristo. Este concepto cristiano de lo sagrado,
que tiene como función la salvación del hombre en cuanto que se trata en el fondo de la presencia de Cristo y
de su gracia, no tiene nada que ver con el concepto judío de lo sagrado
entendido como lo apartado, ni con el concepto mágico de las religiones
paganas. Es la acción de Cristo y la presencia de su gracia salvadora que
tienden a la santificación del hombre y de la historia.
16.
Cfr. nota 13.
17. Cfr. J. A. SAYÉS, Teología y relativismo.
17. Cfr. J. A. SAYÉS, Teología y relativismo.
Es cierto que hay una distinción entre la Iglesia y el
mundo, entendido en el sentido de mundo de pecado como lo presenta san Juan en
su evangelio frecuentemente (Jn 14, 30; 16, ll). Es el mundo en cuanto que, por
el pecado, rechaza la salvación de Cristo. En este sentido, cabe hablar de una
batalla entre dos reinos, el Reino de Cristo y el reino de las tinieblas, que es
el mundo que hay que evangelizar y liberar del pecado.
2.2. Secularización de la vida sacerdotal y religiosa
La secularización de la vida sacerdotal y religiosa viene apoyada
en el concepto de lo sagrado, entendido como lo separado. Nació de un concepto
falso de lo sagrado para eliminar en el fondo la verdadera presencia de Cristo
en el sacerdote como instrumento de su acción redentora. Se postulaba así, en los
últimos años de los 60 y en los primeros de los 70, la supresión de toda
distinción entre el sacerdocio ministerial y el laical. «Todos somos laicos y todos
somos sacerdotes», se repetía. Hubo en Europa cantidad de asambleas
sacerdotales y religiosas conducidas por la idea de la secularización. Comenta
Iraburu de aquella época: «En esta secularización de la vida del sacerdote,
según tendencias más o menos radicales, se propugnaba la inserción del clero en
el mundo secular por el trabajo civil, el compromiso político, el matrimonio
optativo, el ocio y las diversiones, el vestido y la casa, y todo el conjunto de
su vida. Y el planteamiento, mutatís mutandís, venía a ser el mismo para
la vida de los religiosos y religiosas. En esos años, rápidamente, fueron
desapareciendo sotanas y hábitos, que fueron sustituidos por algún leve
distintivo, pronto llamado, por la misma lógica secularizante, a desaparecer
también. Vimos religiosos taxistas, sacerdotes repartidores de gaseosas, etc.
Los seminaristas pasaron de los seminarios a viviendas normales de ambientes
populares, y lo mismo los religiosos dejaron en muchos casos sus conventos para
vivir “como los seglares”. Eran años, precisamente, en que muchas familias religiosas
hubieron de celebrar sus capítulos extraordinarios posconciliares. Las
secularizaciones existenciales se desarrollaron entre sacerdotes y religiosos
aceleradamente, y en poco tiempo las secularizaciones canónicas se contaron en
muchas decenas de miles.
En aquellos años, casi todas las revistas y editoriales se
pusieron al servicio del impulso secularista, y difundieron textos que en todos
los tonos —crítico, histórico, filosófico, sociológico, ascético o incluso
heroico y lírico- propugnaban la teología de la secularización» 18. La teología
de la secularización radicaba en el fondo en un fallo teológico y en otro
antropológico. En el fondo, lo que estaba en duda era la presencia misma
redentora de Cristo en el sacerdote, en la liturgia, etc. Se partía de la
concepción de que todo lo natural es sobrenatural y de que, por ello mismo, no hacía
falta una presencia especial y redentora de Cristo. Cristo, en todo caso, había
venido a culminar la creación, pero no a redimirla.
En los ambientes secularizados, lo que entra en crisis es el
mismo concepto de redención. Ya no se habla de pecado, de gracia, de
condenación, etc. Aquí en la tierra ya no hay una batalla entre el Reino de
Cristo y el reino del príncipe de este mundo. No hay en nuestro mundo una lucha
dramática en la que va implicada la salvación de los hombres. Se relega el sacramento
de la penitencia. Hay amplias zonas en la Iglesia en las que prácticamente se
ha suprimido el sacramento de la penitencia. Y cuando uno ve que, ante los
lamentos del Papa y las llamadas a la rectificación, se responde con ironías o
descalificaciones al Papa; cuando uno ve que la desobediencia, incluso por
parte de personas consagradas, se utiliza como arma sistemática de presión, uno
no puede menos de preguntarse si detrás de ello está la escondida presencia del
enemigo del Reino.
18.
Cfr. J. M. IRABURU, Sacralídad y secularización (Pamplona 1994) 29.
La eucaristía se entiende como la ocasión de expresar la fratemidad
humana, pero no como presencia de Cristo y de su sacrificio redentor. Es el
cristianismo como redención lo que cae
en esta teología, para hacer de el, en todo caso, una
religión en la que se cree en el Dios del deísmo simplemente y se postula la solidaridad
humana. Cuando se llega a afirmar impunemente que Cristo no sabía que iba a
morir y que su muerte no tiene otra explicación que ser el resultado de un
enfrentamiento fáctico con los poderosos de su tiempo, de modo que Cristo no
ledlo un sentido redentor, cuando se silencia en la predicación todo el tema
del más allá y de la posibilidad de la condenación (llevamos ya treinta años
sin predicar del más allá), cuando se plerde la conciencia de la necesidad que
tiene el hombre de la grac1a divina incluso para cumplir las exigencias de una
vida natural, cuando se olvida la existencia del pecado
original... entonces se pone en juego la redención de Cristo.9
Se suele hablar de Jesús (más que de Cristo), pero en el sentido
de un ejemplo para el comportamiento humano no como redentor de servidumbres de
las que el hombre no se, podría liberar por sí mismo. Reduciendo a Jesús a
ejemplo de un comportamiento humano y solidario, es lógico que su divinidad se
convierta en algo superfluo. Decía un profesor de cristología que «¿Jesús es
Dios?, ¿y a mí, qué?»
Indudablemente, los milagros de Cristo y el carácter histórico
de su resurrección quedan oscurecidos desde la teología desmitificadora de
Bultmann. La teología de la secularización respondía, pues (y responde), a una
profunda crisis de fe en la que Dios queda relegado a la trascendencia de la
nube, y el hombre, disfrutando de una autonomía que le permita dirigir por sí
mismo su vida. Estamos todavía pagando las consecuencias de todo ello.
A partir de esta concepción secularizada, es lógico que se hiciera
la guerra a todo signo exterior de lo sagrado. Había una especial alergia a
todo signo exterior. Se le consideraba como contrario a, la legítima autonomía
de lo mundano y como Interferencia provocadora. Y este es el error antropológico
que comete la teología de la secularización. En los sacerdotes respondía a la
crisis de fe que vivían; en los seglares suponía la pérdida de todo signo que
pudiera conducirles a lo trascendente. Los sacerdotes habían olvidado que la fe, que
es don de Dios, entra sin embargo por los ojos. La carencia de signos significa
la carencia de Dios. La secularización que muchos clérigos vivían condujo, en
muchos casos, a la pérdida de fe o al menos a la pérdida de la práctica
religiosa por parte de muchos de nuestros seglares. Una fe que no se expresa es
una fe que no existe. El signo es una ley de la antropología que se negaba a
Dios en nombre de una fe más pura, que al final desaparece.
Así la secularización del mundo se ha unido a la secularización
de la Iglesia: el resultado es la pérdida de la fe en gran parte de Europa y la
reducción de la práctica religiosa, la ausencia de vocaciones y la relajación
de la vida consagrada.
Indudablemente, todo este proceso de secularización (presente
también en la teología de la liberación) que hemos presentado aquí no es un
proceso que abarque a toda la Iglesia. La
Iglesia sigue y seguirá poseyendo siempre hombres de plena
fidelidad que tienden ante todo a la santidad y que son, por el designio de la
providencia, muchas veces incomprendidos y marginados. No queremos dar la
impresión de que todo en la Iglesia sea secularización e infidelidad, ni mucho
menos. Ésta es la Iglesia de Cristo y seguirá adelante a pesar de nosotros mismos.
Pero nadie puede negar que ese proceso de secularización siga siendo real. Repetimos
que no podemos afirmar categóricamente que todo ese proceso sea obra del maligno.
En el proceso de secularización influye la mentalidad misma del mundo y, en el
fondo, los principios de la Ilustración. Pero tampoco se puede negar que, en
conjunto, sea un proceso anti-Cristo, por lo que nos preguntamos a modo de
sugerencia si en él no se da también el influjo del maligno. No se trata ya de
la negación de uno u otro dogma, sino de un ataque frontal al cristianismo. Lo
que muchos han rechazado en este proceso ha sido y es el carácter central de
Cristo en nuestra vida y en la misma historia. Lo que se pretende en el fondo
es la vuelta al Dios de leísmo, a la autonomía total del hombre en el campo de
la moral, lo cual hace inútil a Cristo mismo. Cristo sería en todo caso un
complemento decorativo, la culminación de todo lo humano, pero no el redentor
de todo hombre, impotente por sí mismo para vencer al pecado y la muerte. Allí,
pues, donde se desfigura el carácter central de Cristo, ¿no podemos decir que
está presente la acción del diablo? Es simplemente una pregunta.
El caso es que el diablo tiene además un estilo a la hora de
actuar: pasar desapercibido. El demonio trabaja mucho mejor con los parámetros
«políticamente correctos» de nuestra sociedad secularizada. Decía Baudelaire que
la plus belle ruse du diable est de nous persuader qu’il n’exíste pas 19
(la mayor astucia del diablo es la de persuadimos de que no existe). Y
justamente nadie pensaba en el demonio cuando la teología de la
secularización dominó en la Iglesia. Era una teología que se presentaba en nombre
de la madurez humana y de la ciencia. Y, sin embargo, ninguna teología separa tanto al hombre de Dios. Su influjo
se dejó y se deja sentir aún en la Iglesia y en la sociedad. Hoy todavía duran
sus efectos.
Y termino con un párrafo del cardenal Suenens, antiguo arzobispo
de Bruselas, uno de los principales artífices del Vaticano II, que luchaba por
la renovación y el progreso de la Iglesia. Decía al final de su libro Renouveau
et puíssances desténebres: «Acabo estas páginas, confieso que yo mismo me siento
interpelado, ya que me doy cuenta de que a lo largo de mi ministerio pastoral
no he subrayado bastante la realidad de las potencias del mal que actúan en
nuestro mundo contemporáneo y la necesidad del combate espiritual que se impone
entre nosotros»20.
19 C. BAUDELAIRE, Petits
poémes en prosa, en Oeuvres complétes (París 1969) 169.
20. Citado por G. HUBER, El diablo hay (Madrid 1996) 15
20. Citado por G. HUBER, El diablo hay (Madrid 1996) 15