José Ganivet Zarcos nació en Santa Fe, Granada. Es
Licenciado en Sagrada Teología por la Universidad de Salamanca y Diplomado en
Ciencias Sociales por la de Granada. Profesionalmente ha estado dedicado toda
su vida a la enseñanza, maestro-educador, en quien se hace patente la idea de la educación a lo largo de la vida, enseña la lecto-escritura, instrumento esencial en la vida de las personas.
Ha obtenido dos premios de poesía convocados por la
universidad en sus años de estudiante; el premio del certamen literario de
Montefrío, y el Premio «Cuadernos del Laurel», del
Ayuntamiento de La Zubia, por su libro Resina y Ónice (2004). Tiene publicados
otros poemarios: Ligero con el alba (2005), Tiempo de poda (2006), Apátridas
(2008), Vamos a soñar poesía (2008), De hablar conmigo (2010), Invocación a la
alegría (2011) y el libro-disco Lo más jondo (2013).
Su poemario Concédeme silencio (2013) obtuvo por unanimidad
una Mención de Honor del XXXII Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística
celebrado en Roma en diciembre de 2012. En diciembre de 2013 obtuvo el XXXIII
Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo por su libro Hablan de ti las
rosas (2014).
Primera memoria
Había una
luz de oro
de pétalos
mustios, de nata.
Había una
hoguera entibiando
la fría
humedad de la sala.
Había una
vieja espetera
sobre una
pared encalada;
y, al fondo,
una cómoda oscura
con platos
de loza en sus baldas.
Había
manteles de lino
y sábanas
blancas, de holanda,
que olían a
campo, a membrillo,
a heno
segado, a lavanda.
Había unas
manos serenas
secando mi
cuello, mi cara,
las noches
de fiebre, de insomnio,
de miedo al
infierno, a sus llamas,
a fieros
demonios que urdían
dejarme sin
sexo y sin alma…
Había un
silencio tan denso
en cada
rincón de la casa
que, a
veces, se oían los pasos
de Dios
caminar sobre el agua.
La calle
La calle era
un reguero
de luz donde
flotaban
ingrávidos
los cuerpos,
ligeros,
como garzas.
La calle era
un chiquillo
muy frágil,
y una casa
sin llaves,
sin postigo
ni reja en
la ventana;
y un rojo de
almocafres
ardientes en
la fragua
brillando
como rosas
de fuego
entre las ascuas.
La calle era
una meta
estrecha y
acotada
por verjas
que se abrían
con oro y
con plegarias;
una niña muy
rubia,
sentada en
la terraza
del bar, que
me ofrecía
su boca y
limonada;
un pájaro
cautivo,
un lirio
entre dos páginas,
y un pozo, y
un aljibe,
donde verter
las lágrimas.
Los malos sueños
No me dejes
soñar con salamandras
por los
hierros mohosos de la cama;
con verracos
hurgando entre pañales
los
testículos blandos de aquel niño.
No me dejes
dormido en los oscuros
tanatorios
con nubes de moscardas
y vidrieras
que lloran perdigones
por las
cuencas vacías de los ángeles.
No me dejes
hundir en el cerebro
de la frágil
torcaz domesticada
el perfil
afilado de mis uñas,
el pulido
metal de las navajas.
No me dejes
soñar los malos sueños
que soñaba
despierto en el insomnio,
cuando niño,
temblando entre las sábanas.
Cualquiera tiempo pasado fue peor
Hilvanados,
cogidos con pespuntes,
de los años
aquellos solo quedan
recuerdos
imprecisos:
una calle
embarrada o polvorienta,
sin firme ni
atanores ocultos para el llanto;
un rumor de
palomas mensajeras,
de recados
azules, de teléfonos
urgentes
anunciando:
una chupa de
cuero, una chaqueta,
un salario
decente, y un futuro
dichoso a
largo plazo.
Dejamos
aparcados
centenares
de sueños bajo llave
en arcas de
madera:
un balón,
dos carritos de hojalata,
un caballo
alazán de cartón piedra,
v los libros
de cuentos que mi madre,
con apuros,
compraba por entregas
semanales al
viejo buhonero;
todo el frío
del mundo en las orejas,
en las manos
tan blandas, en las piernas
desnudas y
en las grietas
curtidas de
la cara…
Dejamos
aparcados
bastidores
de tul donde bordaban
mis primas y
cantaban
historias
truculentas;
amores
desdichados de amos y criadas,
de juglares
hermosos y princesas.
Y en las
noches de invierno aquel gemido,
terrible de
los cerdos
castrados
que lloraban,
como niños,
su rabia y su impotencia.
Tras los
vidrios del amplio escaparate,
nos queda en
el recuerdo la presencia
de un ángel
de neón que iluminaba
plátanos de
Canarias,
Y dátiles
del moro,
Y manzanas
de piel como la seda,
A precios de
pecado…
-Hijo mío.
Tú finge que no oyes,
ni sientes,
ni padeces,
ni lamentas,
aunque veas,
por dentro, que la vida
se te pudre
de rabia y de vergüenza.
Nos queda un
costurón de miedo en la memoria;
una foto
velada, color sepia,
de la niña,
tan rubia, que besamos
una tarde
camino de la escuela;
y queda,
pese a todo, la certeza
de que
fuimos dichosos instalados,
con sueños
imposibles,
en el limbo
feliz de la inocencia.
Así nos lo
dijeron y asentimos
—¡éramos
presa fácil!—
en los
libros de texto,
y en la
escuela,
y en los
No-Dos triunfales,
y en la
iglesia.
Sorpresa
Aquí detuvo
el tiempo su caída;
aquí, por
vez primera, se hizo eterno
el silencio,
la dulce acometida
de los rayos
dorados del invierno.
¡Qué
sorpresa en la piel estremecida
aquel fuego
en el vientre, aquel interno
rebullir de
la sangre, de la vida
indecisa
entre el cielo y el infierno!
Aquí
cualquier censura fue vencida
y la carne
tembló milagreada,
sorprendida,
en un cuerpo adolescente.
Aquí perdió
la infancia su partida
y se hizo
más honda la mirada,
más profunda
y más hombre…, más ardiente.
Tu cuerpo huele a campo florecido
Tu cuerpo
huele a campo florecido,
a colina
desnuda,
a heno y a
trigal
desgranado
en la era;
a la brisa
nocturna
que baja de
los montes
y humaniza
el asfalto
viscoso de
las calles…
Tu cuerpo
huele a niño
recién
amamantado,
al sudor
inocente
que humedece
su cuello,
al vapor que
trasciende
de su ropa
planchada,
a la blanca
tibieza
que mana de
tus pechos…
En tu
cuerpo, mi cuerpo
reverdece y
se agranda,
coloniza los
sueños
de joven
descuajados
de los miedos
antiguos
que
arrasaron mi sangre…
Y me pienso
más hombre,
más
profundo,
más cerca de
mí mismo.
ELEGÍA
Está en la cama herida de muerte y de cadáver,
vencida ya en el campo de batalla.
Sin pupila ni lágrima ni nervio.
Con las cuencas vacías de sorpresa en el iris,
de espanto, de tristezas.
Lívida está, soldado en retirada,
olvidado el cuaderno de los sueños antiguos
en el leve sudario de la cara,
tan blanco, tan planchado,
con esa vaciedad
de roquedos y arenas
que engendran alacranes.
Abierto está el armario, con su holgura de faldas,
camisas de organdí
y sábanas bordadas
-de Holanda dice el tópico-
tan sólo ya nostalgia
que acarician llorosas las miradas.
Terciopelo de rosas deshiladas
y oxidado barniz está la silla
con el traje colgado en el respaldo
para el mar tenebroso que la aguarda.
Está vidriado el llanto de la lámpara
temblando en las paredes
y ya no la deslumbra mientras duerme
porque el ojo es opaco
y rebobina etapas apenas estrenadas
en la cámara oculta de su nada.
Y asidos a la cal están los cuadros
y la sima profunda del espejo
que devora su imagen y luego la vomita
tan menguada
que no puede ser ella.
En esta humilde cama de nogal
y falsa taracea de ajuar de campesina
jugábamos de niños
con sus manos
ahora
tan pequeñas
que no pueden ser suyas.
En esta humilde cama de nogal
y falsa taracea.
6 de junio de 2004
La lluvia
era un milagro
La lluvia
era un milagro aquella tarde
de verano en
los patios de Granada,
en las
verdes albercas, en las fuentes,
En los
mirtos y atlantes de las plazas.
Recogiste el
paraguas y anduvimos,
como niños
traviesos, bajo el agua
viendo cómo
la gente protegía,
nerviosa,
sus peinados,
los plises
de sus faldas,
sus bolsos
de diseño…
¡Están
locos! —seguro— pensarían
mientras tú,
sin mirarlos, me abrazabas;
mientras yo,
sin mirarlos, te abrazaba
y te asía
con fuerza la cintura.
La lluvia
era un regalo de septiembre
que la gente
miraba en las terrazas
escurrirse
agrisada por los troncos,
por el
limpio verdor de las acacias,
por tu blusa
empapada, que adherida
a tu piel,
sin pudor, te desnudaba…
En Granada,
el milagro era tu cuerpo,
tan delgado,
lamido por el agua.
Sueños de
arena
Niño hizo un
castillo
de limo
blando y de arena:
con patios y
con adarves,
con torres y
con almenas…
Lo cercó con
una cava
honda que lo
protegiera
de gigantes,
de dragones,
de mendigos,
de epidemias,
de ladrones,
de piratas
y de hordas
extranjeras…
Unidos a la
muralla
puso un
bosque de palmeras
hechas con
ramitas verdes
de acebuches
y de adelfas,
unos campos
de barbecho,
un molino
con acequia
y un
perrillo de peluche
ladrando
junto a la puerta
de la torre
principal
para que la
defendiera.
Traspasó con
un alambre
un trozo
blanco de tela,
y cuando se
disponía
a izarlos
como bandera
en el
torreón más alto,
el puño de
una tormenta
derribó
violentamente
todo su
mundo de arena.
Lloroso de
sal y espuma.
Con la
mirada muy seria,
contempló,
triste, su obra
caída y, por
vez primera,
consideró
que los sueños
eran
castillos que apenas
resisten el
manotazo
de la
primera tormenta.
Decorados de
urgencia
Nos dijeron
que el llanto acumulado,
los
silencios forzosos, la pobreza,
eran culpa
exclusiva del tirano;
que a su
muerte, de nuevo en esta tierra,
maltratada y
doliente, la justicia
que jamás
conocimos, la decencia,
borrarían de
golpe la ignorancia,
la tristeza
del pueblo y la miseria,
el poder
desmedido de los jefes.
Y la muerte
abatió, como a un gigante
con las
plantas de barro, la grandeza
inventada
del amo, sus anclajes,
sus verdades
vacías, sus banderas…
Y gritamos a
coro por las calles
consignas y
promesas
hasta
entonces prohibidas; tangenciales
reformas que
arañaban, apenas, la corteza
de los males
antiguos…
No cambiaron:
el dolor de
los viejos, la tragedia
de los
pobres sin techo, ni el escándalo
de los jefes
mostrando sin decoro
sus
queridas, su lujo, su riqueza…
Acuñaron
discursos que mostraran
a los mismos
de siempre disfrazados,
bajo piel de
cordero, con caretas
para el
nuevo escenario, y convinimos
—por
despecho, por asco, por pereza—
amansar las
palabras y tragarnos,
como
siempre, la ira y la vergüenza.
Al caer de
la tarde
Ahora que la
tarde, lentamente,
cae sobre
los muros encalados
de Víznar,
de Alfacar;
sobre el
negro enramado de los pinos
que pueblan
su alfaguara…
Ahora que la
tarde, exhausta, va muriendo
enredada en
el musgo de las tapias;
en los ramos
oscuros del ciprés,
de la rosa
marchita, de la noche
sin perfiles
que oculta las acacias…
Ahora que la
tarde de otoño se ha marchado
y se adensa
el invierno en los balcones
de forja, en
las fachadas;
que
descansan dormidos los perímetros
de los
cuerpos ocultos en la nada…
Ahora que
los sueños
antiguos se
han dormido,
quién
pudiera otra vez, con la mañana,
despertarlos
y hacer que señoreen
hasta el
último hueco de mi casa.
POEMA 14
Ahora que te
has ido
no enciendo
más hogueras,
no disfrazo
la mesa con manteles
y me nutro
de panes congelados.
ESTÍO
Se hace
fuego la luz en las arenas.
Espanta las
umbrosas, añoradas delicias de la playa.
Insistente
la fragua de los astros ceñida a los desnudos,
a la blanda
estructura de los cuerpos.
En verano se
agosta la ternura,
despavoridas
huyen las sonrisas.
Sudorosos se
exhiben los vientres prominentes,
las rosadas
mejillas,
la tesis
doctoral,
los
comprados aplausos o sinceros,
(la renuncia
al color
bah, la
poesía.)
Y cerrados
los puños,
y fruncidas
las frentes,
y encajadas
las fieras dentaduras.
Es tiempo de
trinchera, de cubil y de lobos.
De cosecha,
de silo, de mercado y de bodas.
De sábanas
bordadas y mullidas estancias.
De cubiertos
dorados y de olvido.
En verano se
forjan armaduras.
La espina es
bayoneta,
afilada
muralla y alcazaba.
Tiempo de
paritorio, de hormiguero,
de siega, de
guadaña. Desencanto.
INSOMNIO
¿Quién
cerrará las puertas del atrio profanado
cuando todo
se apague?
Cuando el
cielo se apague
y no queden
juglares,
notarios
ni poetas
ni palabra
ni crónica
ni verso.
Sólo polvo sangrado y arenisca
hiriendo el corazón blando del aire.
Se hundirán
los dinteles,
la fábrica
celeste que sustenta
las pupilas
acuosas de las aguas.
Y sellarán
con fuego sus cerrojos
cuando el
cielo se apague.
Ni lluvia,
ni tormenta,
ni gotas de
rocío en las veredas.
¿Cómo medir
los pálpitos del tiempo,
el bisturí
que saja las edades
si el
espanto retira el rebalaje,
si en el
lecho del agua
sólo quedan
machetes de pizarra?
Tanto bullir
de plata.
Tanto bullir
de peces
varados en
su cauce.
¿Qué dios
fecundará
el vientre
mineral de las montañas?
Serán polvo
de atlantes derribados, las montañas,
y ya no
dormirá la luna en los aljibes
ni torcaces
zureos de agitado latir
ni granados
de sangre azucarada.
Sólo polvo sangrado de arenisca
hiriendo el corazón blando del aire.
Ni amanecer
ni ocaso
ni
almanaque.
SOLEDADES
Las ciudades
dormidas en la niebla
envuelven en
sus lonjas
antiguas,
sus estatuas,
las
historias comunes donde el viento
sopla por no
morir
sin
primavera tibia,
sin retorno.
Indecisos
cintilan los semáforos;
los primeros
motores;
impacientes,
temblando,
las
persianas.
Parado en la
mesita de noche está el reloj,
herido para
siempre.
Ni caricia
ni peso en esa media cama casi intacta.
Fría tras
los cristales,
blanquísima
la escarcha,
en la teja
ondulada, en el asfalto.
Y luego en
el espejo
los surcos
más profundos,
los surcos
nías
la blancura
marchita de la barba.
Llama nadie
al teléfono, a la puerta.
¿Lo de siempre?
Tal vez el panadero.
Eliges la
moneda,
dices
gracias,
dices hasta
mañana,
dices nada.
Las ciudades
dormidas en la niebla
se imaginan
esféricas,
compactas,
sin aristas
ni esquinas donde huirse.
Mesones de
una noche,
almoneda y
albóndiga barata de carne todo a cien.
Los dioses
en su cielo
y al acecho
los buitres por bandadas.
SE VOLVIÓ
PARA MIRAR ATRÁS
“Se volvió
para, mirar atrás”
Gen. 19, 26
Gen. 19, 26
Cada tarde
conversas con la gente
de los temas
manidos:
de la lluvia,
de las
tardes de cine los domingos
o de cómo
encanecen y avejentan
los amigos
de siempre,
sus mujeres.
Y detrás de
los gestos convenidos
intuyes los
estragos
del tiempo
en los objetos,
en tu rostro
velado en las vitrinas
del bar, de
los comercios.
Y aunque
aceptas dolido que los labios
terminan por
ajarse
en el borde
marchito de los besos,
de las
vicias plegarias,
del
silencio,
y es inútil
volver a los paisajes
dorados de
la infancia,
acaricias
las fotos carcomidas
con tu mano
de sal, con tu mirada
amarilla de
azufre que contempla
la ciudad
calcinada,
sus palacios,
sus dioses,
su pecado.
Hacia dónde
estos pasos que rehuyen
indecisos el
mapa de Soar,
que se
quiebran temblando en sus murallas.
Estos ojos
de sal inútilmente
hurgando un
corazón que ya es ceniza.
NACERÁN
OTROS NIÑOS
Nacerán
otros niños; y sus cantos.
y el agudo
alboroto de sus gritos
colmarán los
pasillos y los patios
del colegio
de vida v de sentido.
Poblarán
otros pájaros los calmos
enramados
del huerto con sus nidos
y el
silencio sagrado de las cuatro
retiradas
paredes donde habito.
Brotará cada
marzo el limonero
resistiendo
animoso las tardías
embestidas
del frío en los inviernos.
Y otros ojos
verán en este espejo
reflejado
otro rostro, otras caricias
y el
murmullo estrenado de otros besos.
El Niño Jesús
El Niño Jesús
lleva en su cartera
bolígrafos, lápices,
libros y libretas.
Y en una cajita
trenzada de anea,
granadas y peros
para la merienda.
El Niño Jesús
se sienta en la escuela
con un niño blanco
y una niña negra
que el último enero
arribó a Judea
cruzando el Mar Roio
en una patera.
Al volver a casa,
después de la escuela,
el Niño Jesús
prepara la mesa:
mantel y cubiertos,
agua, servilletas,
pan sin levadura
y dulces de almendra.
Y sobre las trébedes
de la chimenea,
la Virgen María
calienta la cena.
Ojalá Para José Marcos
Ojalá que a mi niño no le falten:
la frescura del agua, la abundancia
de la harina en el plato, del aceite
prensado en la almazara.
Ojalá que a mi niño no le falten:
la tibieza del sol en la terraza,
ni el brazo de su padre,
ni, en vigilia, su madre combatiendo
la fiebre en la almohada.
Ojalá que la vida no destruya
en mi niño de un golpe la inocencia,
la sonrisa y la luz en su mirada.
Pueblo
Mi pueblo tiene las calles
cuesta arriba y cuesta abajo:
arriba, para subirlo;
abajo, para bajarlo.
Tiene una plaza redonda
adornada con naranjos,
y una fuente de colores
con surtidores dorados.
Tiene una escuela muy blanca
con ventanas a un mercado
que huele a pan y a bizcochos
tiernos, recién horneados.
Tiene un valle muy profundo
con un río navegando
y encima un puente de acero
por el que cruzan los carros.
Tiene un cura, diez maestros,
tres guardias uniformados
y cientos cincuenta niños
dando gritos por los patios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario