jueves, 23 de junio de 2016

José Ganivet Zarcos



José Ganivet Zarcos nació en Santa Fe, Granada. Es Licenciado en Sagrada Teología por la Universidad de Salamanca y Diplomado en Ciencias Sociales por la de Granada. Profesionalmente ha estado dedicado toda su vida a la enseñanza, maestro-educador, en quien se hace patente la idea de la educación a lo largo de la vida, enseña la lecto-escritura, instrumento esencial en la vida de las personas.
Ha obtenido dos premios de poesía convocados por la universidad en sus años de estudiante; el premio del certamen literario de Montefrío, y el Premio «Cuadernos del Laurel», del Ayuntamiento de La Zubia, por su libro Resina y Ónice (2004). Tiene publicados otros poemarios: Ligero con el alba (2005), Tiempo de poda (2006), Apátridas (2008), Vamos a soñar poesía (2008), De hablar conmigo (2010), Invocación a la alegría (2011) y el libro-disco Lo más jondo (2013).
Su poemario Concédeme silencio (2013) obtuvo por unanimidad una Mención de Honor del XXXII Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística celebrado en Roma en diciembre de 2012. En diciembre de 2013 obtuvo el XXXIII Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo por su libro Hablan de ti las rosas (2014). 







Primera memoria

Había una luz de oro
de pétalos mustios, de nata.
Había una hoguera entibiando
la fría humedad de la sala.
Había una vieja espetera
sobre una pared encalada; 
y, al fondo, una cómoda oscura
con platos de loza en sus baldas.
Había manteles de lino
y sábanas blancas, de holanda,
que olían a campo, a membrillo,
a heno segado, a lavanda.
Había unas manos serenas
secando mi cuello, mi cara,
las noches de fiebre, de insomnio,
de miedo al infierno, a sus llamas,
a fieros demonios que urdían
dejarme sin sexo y sin alma…
Había un silencio tan denso
en cada rincón de la casa
que, a veces, se oían los pasos
de Dios caminar sobre el agua.



La calle

La calle era un reguero
de luz donde flotaban
ingrávidos los cuerpos,
ligeros, como garzas.
La calle era un chiquillo
muy frágil, y una casa
sin llaves, sin postigo
ni reja en la ventana;
y un rojo de almocafres
ardientes en la fragua
brillando como rosas
de fuego entre las ascuas.
La calle era una meta
estrecha y acotada
por verjas que se abrían
con oro y con plegarias;
una niña muy rubia,
sentada en la terraza
del bar, que me ofrecía
su boca y limonada;
un pájaro cautivo,
un lirio entre dos páginas,
y un pozo, y un aljibe,
donde verter las lágrimas.






Los malos sueños

No me dejes soñar con salamandras
por los hierros mohosos de la cama;
con verracos hurgando entre pañales
los testículos blandos de aquel niño.
No me dejes dormido en los oscuros
tanatorios con nubes de moscardas
y vidrieras que lloran perdigones
por las cuencas vacías de los ángeles.
No me dejes hundir en el cerebro
de la frágil torcaz domesticada
el perfil afilado de mis uñas,
el pulido metal de las navajas.
No me dejes soñar los malos sueños
que soñaba despierto en el insomnio,
cuando niño, temblando entre las sábanas.







Cualquiera tiempo pasado fue peor

Hilvanados, cogidos con pespuntes,
de los años aquellos solo quedan
recuerdos imprecisos:
una calle embarrada o polvorienta,
sin firme ni atanores ocultos para el llanto;
un rumor de palomas mensajeras,
de recados azules, de teléfonos
urgentes anunciando:
una chupa de cuero, una chaqueta,
un salario decente, y un futuro
dichoso a largo plazo.

Dejamos aparcados
centenares de sueños bajo llave
en arcas de madera:
un balón, dos carritos de hojalata,
un caballo alazán de cartón piedra,
v los libros de cuentos que mi madre,
con apuros, compraba por entregas
semanales al viejo buhonero;
todo el frío del mundo en las orejas,
en las manos tan blandas, en las piernas
desnudas y en las grietas
curtidas de la cara…
Dejamos aparcados
bastidores de tul donde bordaban
mis primas y cantaban
historias truculentas;
amores desdichados de amos y criadas,
de juglares hermosos y princesas.

Y en las noches de invierno aquel gemido,
terrible de los cerdos
castrados que lloraban,
como niños, su rabia y su impotencia.

Tras los vidrios del amplio escaparate,
nos queda en el recuerdo la presencia
de un ángel de neón que iluminaba
plátanos de Canarias,
Y dátiles del moro,
Y manzanas de piel como la seda,
A precios de pecado…

-Hijo mío. Tú finge que no oyes,
ni sientes,
ni padeces,
ni lamentas,
aunque veas, por dentro, que la vida
se te pudre de rabia y de vergüenza.

Nos queda un costurón de miedo en la memoria;
una foto velada, color sepia,
de la niña, tan rubia, que besamos
una tarde camino de la escuela;
y queda, pese a todo, la certeza
de que fuimos dichosos instalados,
con sueños imposibles,
en el limbo feliz de la inocencia.

Así nos lo dijeron y asentimos
—¡éramos presa fácil!—
en los libros de texto,
y en la escuela,
y en los No-Dos triunfales,
y en la iglesia.




Sorpresa

Aquí detuvo el tiempo su caída;
aquí, por vez primera, se hizo eterno
el silencio, la dulce acometida
de los rayos dorados del invierno.
¡Qué sorpresa en la piel estremecida
aquel fuego en el vientre, aquel interno
rebullir de la sangre, de la vida
indecisa entre el cielo y el infierno!
Aquí cualquier censura fue vencida
y la carne tembló milagreada,
sorprendida, en un cuerpo adolescente.
Aquí perdió la infancia su partida
y se hizo más honda la mirada,
más profunda y más hombre…, más ardiente.





 Tu cuerpo huele a campo florecido

Tu cuerpo huele a campo florecido,
a colina desnuda,
a heno y a trigal
desgranado en la era;
a la brisa nocturna
que baja de los montes
y humaniza el asfalto
viscoso de las calles…

Tu cuerpo huele a niño
recién amamantado,
al sudor inocente
que humedece su cuello,
al vapor que trasciende
de su ropa planchada,
a la blanca tibieza
que mana de tus pechos…

En tu cuerpo, mi cuerpo
reverdece y se agranda,
coloniza los sueños
de joven descuajados
de los miedos antiguos
que arrasaron mi sangre…

Y me pienso más hombre,
más profundo,
más cerca de mí mismo.






ELEGÍA

Está en la cama herida de muerte y de cadáver,
vencida ya en el campo de batalla.
Sin pupila ni lágrima ni nervio.
Con las cuencas vacías de sorpresa en el iris,
de espanto, de tristezas.
Lívida está, soldado en retirada,
olvidado el cuaderno de los sueños antiguos
en el leve sudario de la cara,
tan blanco, tan planchado,
con esa vaciedad
de roquedos y arenas
que engendran alacranes.

Abierto está el armario, con su holgura de faldas,
camisas de organdí
y sábanas bordadas
-de Holanda dice el tópico-
tan sólo ya nostalgia
que acarician llorosas las miradas.

Terciopelo de rosas deshiladas
y oxidado barniz está la silla
con el traje colgado en el respaldo
para el mar tenebroso que la aguarda.
Está vidriado el llanto de la lámpara
temblando en las paredes
y ya no la deslumbra mientras duerme
porque el ojo es opaco
y rebobina etapas apenas estrenadas
en la cámara oculta de su nada.

Y asidos a la cal están los cuadros
y la sima profunda del espejo
que devora su imagen y luego la vomita
tan menguada
que no puede ser ella.
En esta humilde cama de nogal
y falsa taracea de ajuar de campesina
jugábamos de niños
con sus manos
ahora
tan pequeñas
que no pueden ser suyas.
En esta humilde cama de nogal
y falsa taracea.

6 de junio de 2004



La lluvia era un milagro

La lluvia era un milagro aquella tarde
de verano en los patios de Granada,
en las verdes albercas, en las fuentes,
En los mirtos y atlantes de las plazas.
Recogiste el paraguas y anduvimos,
como niños traviesos, bajo el agua
viendo cómo la gente protegía,
nerviosa, sus peinados,
los plises de sus faldas,
sus bolsos de diseño…
¡Están locos! —seguro— pensarían
mientras tú, sin mirarlos, me abrazabas;
mientras yo, sin mirarlos, te abrazaba
y te asía con fuerza la cintura.
La lluvia era un regalo de septiembre
que la gente miraba en las terrazas
escurrirse agrisada por los troncos,
por el limpio verdor de las acacias,
por tu blusa empapada, que adherida
a tu piel, sin pudor, te desnudaba…
En Granada, el milagro era tu cuerpo,
tan delgado, lamido por el agua.





Sueños de arena

Niño hizo un castillo
de limo blando y de arena:
con patios y con adarves,
con torres y con almenas…
Lo cercó con una cava
honda que lo protegiera
de gigantes, de dragones,
de mendigos, de epidemias,
de ladrones, de piratas
y de hordas extranjeras…
Unidos a la muralla
puso un bosque de palmeras
hechas con ramitas verdes
de acebuches y de adelfas,
unos campos de barbecho,
un molino con acequia
y un perrillo de peluche
ladrando junto a la puerta
de la torre principal
para que la defendiera.
Traspasó con un alambre
un trozo blanco de tela,
y cuando se disponía
a izarlos como bandera
en el torreón más alto,
el puño de una tormenta
derribó violentamente
todo su mundo de arena.
Lloroso de sal y espuma.
Con la mirada muy seria,
contempló, triste, su obra
caída y, por vez primera,
consideró que los sueños
eran castillos que apenas
resisten el manotazo
de la primera tormenta.





Decorados de urgencia

Nos dijeron que el llanto acumulado,
los silencios forzosos, la pobreza,
eran culpa exclusiva del tirano;
que a su muerte, de nuevo en esta tierra,
maltratada y doliente, la justicia
que jamás conocimos, la decencia,
borrarían de golpe la ignorancia,
la tristeza del pueblo y la miseria,
el poder desmedido de los jefes.
Y la muerte abatió, como a un gigante
con las plantas de barro, la grandeza
inventada del amo, sus anclajes,
sus verdades vacías, sus banderas…
Y gritamos a coro por las calles
consignas y promesas
hasta entonces prohibidas; tangenciales
reformas que arañaban, apenas, la corteza
de los males antiguos…
No cambiaron:
el dolor de los viejos, la tragedia
de los pobres sin techo, ni el escándalo
de los jefes mostrando sin decoro
sus queridas, su lujo, su riqueza…
Acuñaron discursos que mostraran
a los mismos de siempre disfrazados,
bajo piel de cordero, con caretas
para el nuevo escenario, y convinimos
—por despecho, por asco, por pereza—
amansar las palabras y tragarnos,
como siempre, la ira y la vergüenza.





Al caer de la tarde

Ahora que la tarde, lentamente,
cae sobre los muros encalados
de Víznar,
de Alfacar;
sobre el negro enramado de los pinos
que pueblan su alfaguara…
Ahora que la tarde, exhausta, va muriendo
enredada en el musgo de las tapias;
en los ramos oscuros del ciprés,
de la rosa marchita, de la noche
sin perfiles que oculta las acacias…
Ahora que la tarde de otoño se ha marchado
y se adensa el invierno en los balcones
de forja, en las fachadas;
que descansan dormidos los perímetros
de los cuerpos ocultos en la nada…
Ahora que los sueños
antiguos se han dormido,
quién pudiera otra vez, con la mañana,
despertarlos y hacer que señoreen
hasta el último hueco de mi casa.




POEMA 14

Ahora que te has ido
no enciendo más hogueras,
no disfrazo la mesa con manteles
y me nutro de panes congelados.





ESTÍO

Se hace fuego la luz en las arenas.
Espanta las umbrosas, añoradas delicias de la playa.
Insistente la fragua de los astros ceñida a los desnudos,
a la blanda estructura de los cuerpos.
En verano se agosta la ternura,
despavoridas huyen las sonrisas.
Sudorosos se exhiben los vientres prominentes,
las rosadas mejillas,
la tesis doctoral,
los comprados aplausos o sinceros,
(la renuncia al color
bah, la poesía.)
Y cerrados los puños,
y fruncidas las frentes,
y encajadas las fieras dentaduras.
Es tiempo de trinchera, de cubil y de lobos.
De cosecha, de silo, de mercado y de bodas.
De sábanas bordadas y mullidas estancias.
De cubiertos dorados y de olvido.
En verano se forjan armaduras.
La espina es bayoneta,
afilada muralla y alcazaba.
Tiempo de paritorio, de hormiguero,
de siega, de guadaña. Desencanto.





INSOMNIO

¿Quién cerrará las puertas del atrio profanado
cuando todo se apague?
Cuando el cielo se apague
y no queden juglares,
notarios
ni poetas
ni palabra
ni crónica
ni verso.

Sólo polvo sangrado y arenisca
hiriendo el corazón blando del aire.

Se hundirán los dinteles,
la fábrica celeste que sustenta
las pupilas acuosas de las aguas.
Y sellarán con fuego sus cerrojos
cuando el cielo se apague.
Ni lluvia, ni tormenta,
ni gotas de rocío en las veredas.
¿Cómo medir los pálpitos del tiempo,
el bisturí que saja las edades
si el espanto retira el rebalaje,
si en el lecho del agua
sólo quedan machetes de pizarra?
Tanto bullir de plata.
Tanto bullir de peces
varados en su cauce.
¿Qué dios fecundará
el vientre mineral de las montañas?
Serán polvo de atlantes derribados, las montañas,
y ya no dormirá la luna en los aljibes
ni torcaces zureos de agitado latir
ni granados de sangre azucarada.

Sólo polvo sangrado de arenisca
hiriendo el corazón blando del aire.

Ni amanecer
ni ocaso
ni almanaque.






SOLEDADES

Las ciudades dormidas en la niebla
envuelven en sus lonjas
antiguas, sus estatuas,
las historias comunes donde el viento
sopla por no morir
sin primavera tibia,
sin retorno.
Indecisos cintilan los semáforos;
los primeros motores;
impacientes,
temblando,
las persianas.
Parado en la mesita de noche está el reloj,
herido para siempre.

Ni caricia ni peso en esa media cama casi intacta.

Fría tras los cristales,
blanquísima la escarcha,
en la teja ondulada, en el asfalto.
Y luego en el espejo
los surcos más profundos,
los surcos nías
la blancura marchita de la barba.
Llama nadie al teléfono, a la puerta.
¿Lo de siempre? Tal vez el panadero.
Eliges la moneda,
dices gracias,
dices hasta mañana,
dices nada.

Las ciudades dormidas en la niebla
se imaginan esféricas,
compactas,
sin aristas ni esquinas donde huirse.
Mesones de una noche,
almoneda y albóndiga barata de carne todo a cien.

Los dioses en su cielo
y al acecho los buitres por bandadas.






SE VOLVIÓ PARA MIRAR ATRÁS
“Se volvió para, mirar atrás” 
Gen. 19, 26

Cada tarde conversas con la gente
de los temas manidos:
de la lluvia,
de las tardes de cine los domingos
o de cómo encanecen y avejentan
los amigos de siempre,
sus mujeres.
Y detrás de los gestos convenidos
intuyes los estragos
del tiempo en los objetos,
en tu rostro velado en las vitrinas
del bar, de los comercios.
Y aunque aceptas dolido que los labios
terminan por ajarse
en el borde marchito de los besos,
de las vicias plegarias,
del silencio,
y es inútil volver a los paisajes
dorados de la infancia,
acaricias las fotos carcomidas
con tu mano de sal, con tu mirada
amarilla de azufre que contempla
la ciudad calcinada,
sus palacios,
sus dioses,
su pecado.
Hacia dónde estos pasos que rehuyen
indecisos el mapa de Soar,
que se quiebran temblando en sus murallas.
Estos ojos de sal inútilmente
hurgando un corazón que ya es ceniza.






NACERÁN OTROS NIÑOS

Nacerán otros niños; y sus cantos.
y el agudo alboroto de sus gritos
colmarán los pasillos y los patios
del colegio de vida v de sentido.

Poblarán otros pájaros los calmos
enramados del huerto con sus nidos
y el silencio sagrado de las cuatro
retiradas paredes donde habito.

Brotará cada marzo el limonero
resistiendo animoso las tardías
embestidas del frío en los inviernos.

Y otros ojos verán en este espejo
reflejado otro rostro, otras caricias
y el murmullo estrenado de otros besos. 




 El Niño Jesús 

El Niño Jesús 
lleva en su cartera 
bolígrafos, lápices, 
libros y libretas. 
Y en una cajita 
trenzada de anea, 
granadas y peros 
para la merienda. 

El Niño Jesús 
se sienta en la escuela 
con un niño blanco 
y una niña negra 
que el último enero 
arribó a Judea 
cruzando el Mar Roio 
en una patera. 

Al volver a casa, 
después de la escuela, 
el Niño Jesús 
prepara la mesa: 
mantel y cubiertos, 
agua, servilletas, 
pan sin levadura 
y dulces de almendra. 

Y sobre las trébedes 
de la chimenea, 
la Virgen María 
calienta la cena. 




Ojalá                                                              Para José Marcos 

Ojalá que a mi niño no le falten: 
la frescura del agua, la abundancia 
de la harina en el plato, del aceite 
prensado en la almazara. 

Ojalá que a mi niño no le falten: 
la tibieza del sol en la terraza, 
ni el brazo de su padre, 
ni, en vigilia, su madre combatiendo 
la fiebre en la almohada. 

Ojalá que la vida no destruya 
en mi niño de un golpe la inocencia, 
la sonrisa y la luz en su mirada. 




Pueblo 

Mi pueblo tiene las calles 
cuesta arriba y cuesta abajo: 
arriba, para subirlo; 
abajo, para bajarlo. 

Tiene una plaza redonda 
adornada con naranjos, 
y una fuente de colores 
con surtidores dorados. 

Tiene una escuela muy blanca 
con ventanas a un mercado 
que huele a pan y a bizcochos 
tiernos, recién horneados. 

Tiene un valle muy profundo 
con un río navegando 
y encima un puente de acero 
por el que cruzan los carros. 

Tiene un cura, diez maestros, 
tres guardias uniformados 
y cientos cincuenta niños 
dando gritos por los patios. 

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