MARÍA
MERCEDES CARRANZA (Bogotá 1945-2003), licenciada en Filosofía y Letras por la
Universidad de los Andes, dirigió las páginas literarias «Vanguardia» y
«Estravagario» de El Siglo de Bogotá y El Pueblo de Cali. Ejerció como jefe de
redacción del semanario Nueva Frontera durante trece años y fue miembro de la
Asamblea Nacional Constituyente que reformó la constitución colombiana de 1991.
Publicó los
siguientes libros de poesía: Vainas y otros poemas (Bogotá, 1979), Tengo miedo
(Bogotá, 1983), Hola, soledad (Bogotá, 1987), Maneras del desamor (Bogotá, 1993), El canto de las moscas (Bogotá 1997), Poesía completa y cinco poemas inéditos (Bogotá, 2004). 
Desde su
fundación, en 1986, hasta su muerte dirigió la Casa de Poesía Silva en Bogotá. 
En vida y otras muertes
No llega. Va con cada palabra
que te digo,
me la entregas 
en cada
gesto y yo te la devuelvo, 
mano a mano.
Es un ir y venir 
disfrazado
de nosotros dos. Vuela 
air mail con
las cartas 
que
escribimos, anda entre la sopa 
y más que
nunca por la tarde. Está 
detrás de
todo ese montón de ropa 
para lavar,
contra el espejo que miramos, 
desde la
sonrisa de las fotos, junto 
a aquel
viaje al mar. «Vendrá 
la muerte y
tendrá tus ojos». Y sólo será 
un gesto más
entre tú y yo. Porque 
Manrique,
amigo dilecto 
de las
calaveras, ¿qué fue 
de tanto
verso sino palabras más o menos?
Aquí entre nos 
Un día escribiré mis memorias, ¿quién
que se
irrespete no lo hace? Y 
allí estará
todo. Estará el esmalte 
de las uñas
revuelto 
con Pavese y
Pavese con las agujas y 
una que otra
cuenta de mercado. Donde 
debieran
estar los pensamientos 
sublimes
pintaré 
tus labios a
punto de decirme 
buenos días
todos los días. Donde 
haya que
anotar lo más importante 
recordaré un
almuerzo 
cualquiera
llegando al corazón 
de una
alcachofa, hoja por hoja. 
Y de resto, 
llenaré las
páginas que me falten 
con esa
memoria que me espera entre cirios, 
muchas
flores y descanse en paz. 
Cuando la viuda arrancó sus cabellos 
«Todos los que se abstuvieron, votaron por mí» 
GABRIEL ANTONIO GOYENECHE 
Presidente de la República de Colombia 
Debe decirse viuda y gloria inmarcesible.
El colgar
los cabellos de un árbol 
da el tono de
desespero bíblico 
indispensable
para llorar en coro. 
Si se añade
espadas cual centellas 
puede
pensarse en raudo, en fulgurante, 
y si se dice
esclavos habrá quien crea 
que después
de cantarlo todos seremos libres. 
Pero no sólo
eso: debe decir termopilas, 
constelación
de cíclopes y centauros, 
para que
nadie entienda, y trompas 
victoriosas
y pérfida salud. Todo ello 
nimbado de
lauros y de sangre y de expansivo 
empuje y
además muy brillante por estar 
bajo el
palio de un sol de libertad. 
Y detrás de
todo eso, lo que vemos 
a diario,
que se debe cantar en un himno 
distinto de
éste, hecho para damas que toman 
chocolate y
para caballeros que juegan  
golf los
martes y se comen los mocos.
Aquí con la señora Arnolfini 
Bueno,
señora Arnolfini, es 
el momento
de que se decida. 
Está muy
bien (molto bene para hablar claro) 
que mire a
su esposo con ojos de  
oh dulces
prendas por mí bien halladas 
pero va
siendo hora de que tenga su hijo 
y de que
injiera las naranjas, 
porque no
todo es dulce 
y alegre
cuando Dios quería 
y de pronto
empiezan las naranjas 
-digo- a
oler feo. No 
me explico
por qué sigue posando, 
si hasta el
mismo Van Eyck está requetemuerto 
y su pinocho
–perdone- su mando ya no es 
el hábito
del alma suya, pues es 
sabido que
últimamente las señoras 
prefieren
otras fibras. 
Venda su
palacio y sus alhajas 
y recorra el
mundo en auto-stop; beba 
la pausa que
refresca, compre 
lo que tarde
o temprano será 
un Philips y
lea el Reader’s Digest; 
dedíquese a
coleccionar llaveritos y 
hágase la
cirugía plástica; después 
tome
barbitúricos. Haga algo señora 
para no
verla morir entre memorias tristes, 
como tanto
les ocurre a las palomas 
en la Piazza
della Signoria. 
Métale cabeza
Cuando me
paro a contemplar 
su estado y
miro su cara 
sucia,
pegochenta, 
pienso,
Palabra, que 
ya es tiempo
de que no pierda 
más la que
tanto ha perdido. Si 
es cierto
que alguien 
dijo hágase 
la Palabra y
usted se hizo 
mentirosa,
puta, terca, es hora 
de que se
quite su maquillaje y 
empiece a
nombrar, no lo que es 
de Dios ni
lo que es 
del César,
sino lo que es nuestro 
cada día.
Hágase mortal 
a cada paso,
deje las rimas 
y solfeos,
gorgoritos y 
gorjeos,
melindres, embadurnes y 
barnices y
oiga atenta 
esta
canción: los pollitos dicen 
píopíopío cuando
tienen 
hambre,
cuando tienen frío. 
Fuerza, Canejo, sufra y no llore… 
Entre la
espada y la pared 
está el
gesto necesario, 
siempre
listo 
para asaltar
a aquel que nos habla 
al que
hablamos. 
El catálogo
es dispendioso 
y se parece
al andar de las palomas 
en el
parque, sutil y monótono. 
Sonreír para
verse amable, para 
bailar
torcer el cuello. Alzar 
las cejas al
asombro, 
con el asco
arrugar la cara y 
mucho
parpadeo que eso sirve para todo. 
El pedir
puesto requiere 
capítulo
especial, modoso, solícito y 
más que nada
mostrarse 
dispuesto a
vender el alma. 
Si gesto
tras cada cosa, no 
en todo
lugar y menos al morir: allí 
sólo
seriedad y buenas maneras. 
Salmodia, sin gracia ni ritmo 
Sé muchas
cosas alrededor 
de mí. Sé
que yo no me visto 
de
crepúsculos para dormir. Añoro 
esas viejas
andanzas de tanto 
vate
insigne. Mas sin embargo 
sólo me
pongo la piyama 
y un par de
medias en los pies. 
Tampoco veo
cosas misteriosas, 
ni las
intuyo, ni me importan. 
Me basta con
que el cielo siga 
todos los
días, sin más perendengues, 
y que tus
caricias sean eso 
y no
vehículos para llegar 
a las
esferas celestiales. Juro 
que Dios,
Libertad y otros no son más 
que la
estupidez diaria de tener 
que vivir
cansada y de no llegar 
a conocerlos
nunca, que son palabras 
con
mayúscula y objeto 
de gentes
sin oficio. Y cómo no, 
reconozco
que me gusta el aguardiente 
y no los
néctares sagrados. 
Después de
todo, 
malvivo mi
vida, como usted. 
Babel y usted 
Si las
palabras no se arrugaran, si 
fuera posible
ponérselas cada mañana, 
como una
blusa o una falda, previo 
uso del
quitamanchas, el cepillo y la plancha. 
Si no se
pudieran pronunciar ya más 
por lo
brilladas y rodillonas. 
Si, después
de un largo viaje, se 
botaran como
la maleta, tan descosida, 
tan llena de
letreros y de mugre. Si no se 
cansaran, si
fuera normal y corriente 
someterlas a
chequeo médico cada año, 
con
diagnósticos y exámenes de laboratorio, 
vitaminas y
reconstituyentes y hasta 
menjurges
para la anemia. Si las 
palabras
hicieran sindicato en defensa 
de sus
fueros más legítimos y reclamaran 
indemnizaciones
por abuso de confianza 
a aquellos
que las tratan como a violín 
prestado. Si
algún día hicieran huelga, 
¿qué opina
usted, García? 
Se lo voy a decir 
Es necesario
decirlo 
porque si no
para qué esta palabra. 
Que las
plantas nacen, crecen, 
se
reproducen y mueren, lo sabe todo el mundo. 
Pasa igual
con el día 
que se muere
por la tarde 
y también se
mueren los cangrejos 
y hasta las
estrellas de la Vía Láctea. 
Cada rato
hay nuevas maneras 
para decir
las mismas cosas. 
Pero lo que
yo tengo que decir nadie lo sabe. 
Es obvio
como una ola, 
bello como
una araña, 
es posible
como el verde 
y largo como
el croché. 
¿Ya
comprendió? 
Muestra las virtudes del amor verdadero y confiesa al amado los afectos varios de su corazón 
A Fernando 
Hoy pienso
especialmente en ti 
y veo que
ese amor carece de desmayos, 
de ojos
aterciopelados 
y demás
gestos admirables. 
Ese amor no
se hace como la primavera 
a punta de
capullos 
y gorjeos.
Se hace cada día 
con el
cepillo de dientes por la mañana, 
el pescado
frito en la cocina 
y los
sudores por la noche. 
Se vive poco
a poco ese amor 
entre tanto
plato sucio, detrás del cotidiano 
montón de
ropa para planchar, 
con gritos
de niños y cuentas del mercado, 
las cremas
en la cara 
y los
bombillos que no funcionan. 
Y otra cosa:
cada tarde te quiero más. 
Poema de amor 
A través de
una luz irreal 
-la cortina
azul de la habitación 
cerrada a
media tarde-
se acerca a
la cama. 
En estos
instantes su cuerpo es inmenso, 
sólo el
cuerpo existe. 
Puedo
repetir las palabras entredichas, 
la piel que
se derrite, el sudor. 
Pero en
realidad sucede 
que mi
cuerpo está bajo su cuerpo 
-fantasías
inconfesables, 
manos
sabias, miradas inequívocas— 
ambos
tratando de sobrevivir 
cada uno
gracias al otro. 
Caemos y
caemos como Alicia 
en un
precipicio sin tocar fondo. 
Y como
Alicia nos detenemos de repente: 
ese tenso,
inmóvil instante. 
El espejo se
rompe 
cuando oigo
su voz que me dice: 
«Qué bien lo
hemos pasado, mi amor». 
Pienso
entonces que debo ocuparme ya 
de encender
las luces de la casa. 
«Solo ante el peligro» 
Para hablar
de ti no sirve un poema. 
Tal vez una
vieja canción del Oeste, 
una canción
que diga de aquel hombre solo 
que va por
el mundo 
jugando a
los vaqueros. Una canción 
que recuerde
las ciudades 
que el
hombre lleva en la memoria, 
donde
siempre hubo un duelo, 
un bar y una
mujer. Una canción 
que hable de
los largos caminos 
que nunca
acaban 
y el hombre
en su caballo 
hacia
cualquier parte. 
Nadie sabe
su nombre porque así 
lo quiso él,
aunque, con frecuencia, 
en las
noches luminosas 
el hombre
eche de menos una palabra 
tierna y tal
vez llore. 
Una canción
que diga de la mujer 
que en cada
pueblo deja, 
sentada en
la barra de una cantina, 
recordando
al hombre 
y sus
borracheras de matón 
y sus
agresivos momentos de soledad 
y sus
monólogos agrios con fantasmas 
y su tierna
intimidad al amanecer 
y su
incontenible ansiedad 
por sentir
el pie en el estribo, nuevamente. 
Una canción
que hable de ti, Juan. 
Balance final 
Sobre la
cama de sábanas destendidas 
un segundo
del tiempo que les fue dado 
se
encontraron más allá de la piel. 
Por un
instante el mundo fue exacto y bondadoso 
y la vida
algo más que una historia desolada. 
Luego y
antes y ahora y para siempre 
todo fue un
juego de espejos enemigos: 
sólo hubo
rechazos, cuerpos solitarios, 
mal aliento,
ilusiones no compartidas, 
cartas
banales, gestos rutinarios 
y un
paciente velar el cadáver de aquel instante. 
Quiero bailar con Ulises 
«Heureux qui comme
Ulysse 
A fait un beau voyage» 
JOACHIM DU
BELLAY 
Quiero
invitar a bailar a Ulises, 
quiero beber
con él y que me cuente 
de qué color
eran los ojos del joven Aquiles. 
Quiero que
me cante el canto de las sirenas 
y me diga de
sus noches de insomnio 
sobre las
aguas del Mediterráneo. 
Quiero saber
de su complicidad con Circe 
en la isla
de Ea y de sus extrañas 
ceremonias y
encantamientos. 
Quiero que
Ulises me haga el amor 
y en la cama
me cuente 
cómo eran los
vestidos de Helena 
y si París
fue como lo pinta Rubens. 
Quiero saber
qué vio en el país de los Lotófagos, 
de qué color
eran las montañas de Eólide. 
Quiero que
me cuente por qué regresó a Itaca. 
Poema de amor 
Afuera el
viento, el olor metálico de la calle. 
Ya dentro,
va dejando todo lo que lleva encima, 
primero la
cartera y la sonrisa; 
se deshace
de las caras que ese día ha visto, 
los
desencuentros, la paz fingida, 
el sabor
dulzarrón del deber cumplido. 
Y se
desviste como para poder tocar 
toda la
tristeza que está en su carne. 
Cuando se
encuentra desnuda 
se busca,
casi como un animal se olfatea, 
se inclina
sobre ella y se acecha; 
inicia una
larga confidencia tierna, 
se pide
respuestas, tal vez tiene la mirada turbia; 
separa las
rodillas y como una loba se devora. 
Afuera el
viento, el olor metálico de la calle. 
Borgiana
Yo quiero
pensar en este anciano, 
los ojos ciegos,
lentos los labios, 
el desprecio
en el vacío rostro duro. 
Ha hallado
la palabra única 
que resume todo el
universo. 
Pero la
eternidad le vale nada. 
Solo, en la
habitación de la vieja casa, 
vuelve terco
a hacer memoria de su sueño, 
inventa con
voz que suena a metal y a lágrima 
la batalla
en la que hubiera querido morir 
y se dice
que deseó cumplir otro destino: 
no el de las
palabras en un papel, 
no Cervantes sino Alonso Quijano. 
Con la memoria mira 
Los rostros
imaginarios de sus antepasados. 
Como su
abuelo, el coronel Suárez, 
hubiera
querido caer en Junín bajo las lanzas 
o como
Francisco Borges en lo alto de un caballo 
deteniendo las
balas con el pecho. 
Si tan sólo
se le hubiese permitido 
usar por una vez
el cuchillo de Muraña 
para
saborear el coraje de matar o de ser muerto. 
En la
habitación de la vieja casa, derrotado 
se resigna
fatalmente a la sabiduría. 
Bogotá, 1982 
Nadie mira a
nadie de frente, 
de norte a
sur la desconfianza, el recelo 
entre
sonrisas y cuidadas cortesías. 
Turbios el
aire y el miedo 
en todos los
zaguanes y ascensores, en las camas. 
Una lluvia
floja cae 
como
diluvio: ciudad de mundo 
que no
conocerá la alegría. 
Olores
blandos que recuerdos parecen 
tras tantos
años que en el aire están. 
Ciudad a
medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo 
como una
muchacha que comienza a menstruar, 
precaria,
sin belleza alguna. 
Patios
decimonónicos con geranios 
donde
ancianas señoras todavía sirven chocolate; 
patios de
inquilinato 
en los que
habitan calcinados la mugre y el dolor. 
En las
calles empinadas y siempre crepusculares, 
luz opaca
como filtrada por sementinas láminas de alabastro, 
ocurren
escenas tan familiares como la muerte y el amor; 
estas calles
son el laberinto que he de andar y desandar 
todos los
pasos que al final serán mi vida. 
Grises las
paredes, los árboles 
y de los habitantes el aire de la frente a los pies. 
a lo lejos
el verde existe, un verde metálico y sereno, 
un verde
Patinir de laguna o río, 
y tras los
cerros tal vez puede verse el sol. 
La ciudad
que amo se parece demasiado a mi vida; 
nos unen el
cansancio y el tedio de la convivencia 
pero también
la costumbre irremplazable y el viento. 
Encuentros con el enemigo 
Ocurre ya
bien entrada la noche. De repente 
los motivos
del día quedan en suspenso. 
Una música
que en otras horas 
le hubiera
traído nostalgias impacientes 
la oye ahora
como palabras y palabras. 
Llama por
teléfono a alguien 
y alguien no
está o sí pero es igual. 
Piensa en el
que ama y ve con claridad 
que ese amor
es la violeta del sueño que no existe. 
Los rostros
perdidos vienen uno a uno a su memoria, 
indiferente
los mira y los deja pasar de largo. 
Entonces
ocurre el miedo porque sí 
y ya nada
queda sino el abandono. 
A la mañana
siguiente, irresponsable y cotidiana, 
amará de
nuevo y sin pudor 
a todos los
fantasmas de la noche pasada. 
Sobran palabras 
Por
traidoras decidí hoy, 
martes 24 de
junio, 
asesinar
algunas palabras. 
Amistad
queda condenada 
a la
hoguera, por hereje; 
la horca
conviene 
a Amor por
ilegible; 
no estaría
mal el garrote vil, 
por
apóstata, para Solidaridad; 
la
guillotina como el rayo, 
debe
fulminar a Fraternidad; 
Libertad
morirá 
lentamente y
con dolor; 
la tortura
es su destino; 
Igualdad
merece la horca 
por ser
prostituta 
del peor
burdel; 
Esperanza ha
muerto ya; 
fe padecerá
la cámara de gas; 
el suplicio
de Tántalo, por inhumana, 
se lo dejo a
la palabra Dios. 
Fusilaré sin
piedad a Civilización 
por su
barbarie; 
cicuta
beberá Felicidad. 
Queda la
palabra Yo. Para esa. 
por triste,
por su atroz soledad, 
decreto la
peor de las penas: 
vivirá
conmigo hasta 
el final. 
Conversación con mi hija 
Muchas cosas
pasarán sobre tu cuerpo 
lluvia,
deseos, labios, tiempo 
gastarán tu
piel y por dentro tu alma. 
A menudo
tendrás que saludar 
a la fe, a
la esperanza, a la caridad. 
Son
cuestiones inevitables, 
usa la
cortesía y santas pascuas. 
Te acosarán
a respuestas blanco sobre negro 
y viva la
civilización, te gritarán 
y cuando
entiendas por fin que el mundo 
es redondo
habrás perdido para siempre. 
Sobre tus
hombros la llevarás, 
a la
civilización te digo, 
vestida de
gringa, o de sueca o de japonesa: 
esta dama
lee a Platón, 
se bendice
las axilas con desodorantes, 
toma
coca-cola y no permite 
que la
saluden con el sombrero puesto. 
Usa siempre
la cortesía y 
no se te
olvide, hija 
lavarte los
dientes todas las mañanas 
y apagar la
luz antes de dormir. 
No vivo en un jardín de rosas 
«C’est la prison Dedalus
Que de ma mélancollie, 
Quant je la cuide
fallie, 
J’i rentre de plus en
plus» 
CHARLES D’ORLÉANS 
Si nombro
mis fantasmas 
tal vez
pueda engañar al enemigo. 
El enemigo
espera ese momento 
del
atardecer, irreal y desapacible, 
en el que yo
muero con el día. 
Entonces me
asalta 
y sin piedad
me despedaza. 
Tal vez
pueda engañar al enemigo. 
¿Por qué,
cuando lo presienta 
turbio e
inminente, 
no sentarme,
en escena feliz, 
a comer
papas fritas y ver televisión? 
A lo mejor
puedo ir mañana 
a las islas
griegas de turista satisfecha 
o comprarme
una casa en cómodas cuotas 
y mi pelo
brillante y 
mi cara
joven porque uso crema Ponds. 
Pero el
enemigo sabe con quién trata 
y sutil y
terco esperará agazapado 
a que apague
la televisión 
y sea noche
y sea silencio y yo 
en mi cama
dé vueltas sola y desolada. 
La Patria 
Esta casa de
espesas paredes coloniales 
y un patio
de azaleas muy decimonónico 
hace vanos
siglos que se viene abajo. 
Como si nada
las personas van y vienen 
por las
habitaciones en ruina, 
hacen el
amor, bailan, escriben cartas. 
A menudo
silban balas o es tal vez el viento 
que silba a
través del techo desfondado. 
En esta casa
los vivos duermen con los muertos, 
imitan sus
costumbres, repiten sus gestos 
y cuando cantan,
cantan sus fracasos. 
Todo es
ruina en esta casa, 
están en
ruina el abrazo y la música, 
el destino,
cada mañana, la risa son ruina, 
las
lágrimas, el silencio, los sueños. 
Las ventanas
muestran paisajes destruidos, 
carne y
ceniza se confunden en las caras, 
en las bocas
las palabras se revuelven con miedo. 
En esta casa
todos estamos enterrados vivos. 
Juventud, bien ida seas 
«Fui feliz, pero me aburrí tanto»
GRAHAM GREENE 
Un cuerpo
que se alza con pereza 
porque el
aire le pesa y el vestido. 
Sin sed ni
preguntas, la boca cae, 
caen también
los pechos, tela de seda ajada, 
y son frutas
secas los pómulos maquillados. 
Los ojos
hundidos no miran hacia fuera 
para ver el
cojín desgonzado en el sofá 
o la luz que
recalienta las flores; 
pasa ahora
por ellos lo invisible, 
como una
cara que ya no es 
o el verde
acero de un río 
paralizado
para siempre en la memoria. 
Juventud,
bien ida seas: 
heroína de
fábulas misteriosas 
vestida con
ropas prestadas, bien ida seas. 
Te llevas el
coqueteo de los espejos 
y la alegría
de gastar un cuerpo joven. 
Pero cómo
añorar los turbios monólogos del amor, 
las tardes
de sábado con sus afanes fracasados, 
aquella
espera ciega de algo que no llega 
y tanta
playa, vino y rosas, piernas desnudas 
que anunciaron
infiernos y paraísos 
y sólo se
recuerdan después con un bostezo. 
Juventud,
bien ida seas, 
es el
momento de cambiar de sueños. 
El corazón 
40 años han
dejado nudos y sospechas 
y un cielo
turbio donde envejecen sin remedio 
el sol, la
dicha y las palabras. 
Lo cruzan
calles ahora sin olores ni mediodías; 
a veces el
esplendor de un nombre 
se pudre
como saliva o como flor. 
Ausencias y
desamores son raíces secas, 
ya sin rabia
ni belleza. 
Ha hecho
suyas algunas cosas muertas: 
las risas,
las caricias y las cenizas de una tarde, 
el sabor del
domingo a los 10 años, 
ciertos
versos Celestinos y necesarios, 
algunos
cuerpos usados con ternura. 
Allí el
futuro está de sobra 
como el
polvo en los muebles de la casa 
y sólo una
certidumbre sobrevive: 
el deseo
incancelable de estar siempre en otra parte. 
Una lluvia
bogotana, leve y gris, cae sin parar. 
Cementerio
de sueños, pobre corazón, 
nada
inmortal lo habita. 
Oda al amor 
Una tarde
que ya nunca olvidarás 
llega a tu
casa y se sienta a la mesa. 
Poco a poco
tendrá un lugar en cada habitación, 
en las
paredes y los muebles estarán sus huellas, 
destenderá
tu cama y ahuecará la almohada. 
Los libros
de la biblioteca, precioso tejido de años, 
se
acomodarán a su gusto y semejanza, 
cambiarán de
lugar las fotos antiguas. 
Otros ojos
mirarán tus costumbres, 
tu ir y
venir entre paredes y abrazos 
y serán
distintos los ruidos cotidianos y los olores. 
Cualquier
tarde que ya nunca olvidarás 
el que
desbarató tu casa y habitó tus cosas 
saldrá por
la puerta sin decir adiós. 
Deberás
comenzar a hacer de nuevo la casa, 
reacomodar
los muebles, limpiar las paredes, 
cambiar las
cerraduras, romper los retratos, 
barrerlo
todo y seguir viviendo. 
Poema del desamor 
Ahora en la
hora del desamor 
y sin la rosada
levedad que da el deseo 
flotan sus
pasos y sus gestos. 
Las sonrisas
sonámbulas, casi sin boca, 
aquellas
palabras que no fueron posibles, 
las palabras
que sólo zumbaron como moscas, 
la poca fe
en las ceremonias de la ternura 
y sus ojos,
frío pedazo de carne azul. 
Días
perdidos en oficios de la imaginación, 
como las
cartas mentales al amanecer 
o el
recuerdo preciso y casi cierto 
de
encuentros en duermevela que fueron con nadie. 
Los sueños,
siempre los sueños. 
¡Qué sucia
es la luz de esta hora, 
qué turbia
la memoria de lo poco que queda 
y qué
mezquino el inminente olvido! 
El olvido 
Todo sucede
en el oleaje de la memoria: 
palabras que
fueron dichas pierden su esplendor, 
de las
sonrisas desaparece esa boca, 
el amanecer
ocurre todavía pero nadie lo espera ya, 
su cuerpo es
igual a otro cuerpo, 
muere la
ausencia, ese insaciado apetito que acompaña, 
el teléfono
no trae su voz y poco importa. 
Y hacía
brillar las mesas y los ojos. 
Es el
olvido, puerta siempre abierta 
que nadie
sabe cuándo se atraviesa. 
Ocurre un
día y comienza entonces el recuerdo, 
lenta mirada
sobre territorios muertos. 
Oración 
No más
amaneceres ni costumbres, 
no más luz,
no más oficios, no más instantes. 
Sólo tierra,
tierra en los ojos, 
entre la
boca y los oídos; 
tierra sobre
los pechos aplastados; 
tierra entre
el vientre seco; 
tierra
apretada a la espalda; 
a lo largo
de las piernas entreabiertas, tierra; 
tierra entre
las manos ahí dejadas. 
Tierra y
olvido. 
Descripción del enemigo 
«Y porque nuestra razón
nos aparta 
Violentamente del
abismo, por eso nos acercamos 
A él con más ímpetu» 
EDGAR ALLAN POE (El
demonio de la perversidad] 
I
Es el aire
que entra por tu boca el enemigo, 
el sueño que
sueñas sola, 
las palabras
que dices y las que no dices, 
las miradas
que salen de tus ojos, 
tus
pensamientos quién sabe en qué, 
las manos
que usas para tocar 
así sea con
la sabiduría del deseo, 
los pies que
te conducen sin rumbo hacia el desastre, 
son el
enemigo en vela, el insomne impávido 
que te aborda
por todos los poros 
y como un
tumulto de hormigas rojas 
te inunda
con la sangre de tus venas 
y te deja,
ya para nada, seguir la vida. 
II
O lo mismo:
colocarte de estatua en un parque 
para que
escriban vulgaridades 
en tu piel
oscura o pasen de largo, 
ponerte al
filo del abismo por si acaso, 
soñar con el
desastre más cercano 
y empujar el
sueño a la vigilia, 
buscar la
trampa para caer en ella 
hasta perder
la luz y el corazón, 
construirte
con primor por la mañana 
y naufragar
por la tarde en la taza de té, 
colocarte
ante el espejo para mirar tu obra 
y seguir la
vida, ya para nada. 
18 de agosto de 1989 
«Vi estallar en los cielos el relámpago, el nombre
que divide la tarde,
las resacas airadas, 
el alba como un pueblo
de palomas borradas 
y acaso vi en todo esto
lo que cree ver el hombre» 
ARTHUR RIMBAUD 
Este hombre
va a morir 
hoy es el
último día de sus años. 
Amanece tras
los cerros un sol frío: 
el amanecer
nunca más alumbrará su carne. 
Como
siempre, entre sus cuatro paredes 
desayuna,
conversa, viste su traje; 
no piensa en
el pasado, aún liviano y todo víspera, 
en los
gestos, hechos y palabras de su vida 
que mañana
serán distintos en el bronce y en los himnos, 
porque este
hombre no sabe que hoy va a morir. 
En su corazón de piedra 
el asesino afila los cuchillos. 
Este hombre
va a morir. 
hoy es la
última mañana de sus horas. 
Por sus ojos
de fría carne azul 
sólo pasan
idiomas y horizontes 
para ciertas
cosas que los otros sueñan: 
la urgencia
del pan y de la sal, 
la flor
abierta del abrazo, la sangre 
invisible y
contenida en su caracol de venas. 
Ahora
conversa por teléfono, escribe un discurso. 
En el libro
de apuntes lo atropellan 
con letra
afanada y resbalosa 
los nombres
y las citas de ese día, 
porque este
hombre no sabe que hoy va a morir. 
El asesino esconde la cara siempre 
para que el sol no le escupa sus gargajos de
fuego. 
Este hombre
va a morir, 
hoy es el
último mediodía de sus años. 
Con la
frente en el abismo sin saberlo 
estrecha manos,
almuerza, pregunta la hora. 
Sus pasos
que ha dirigido otras veces al amor 
y a asuntos
más rutinarios como el olvido 
o la toalla
azul después del baño, 
que lo han
llevado a conocer la gloria 
en la
algarabía elemental de las multitudes, 
sus pasos
pueden ser contados ya 
porque este
hombre camina hacia la muerte. 
El asesino: humores de momia, hiel de
alacrán, 
heces de ahorcado, sangre de Satán. 
Este hombre
va a morir, 
hoy es la
última tarde de sus días. 
Se prepara
sin saberlo para el ritual: 
con la voz
fingida en la memoria, 
que casi oye
ya entre las caras como olas, 
repasa las
palabras de la arenga: 
pan y verde,
lagos de luz, verde y labios. 
Frente al
espejo rehace el nudo de la corbata, 
cepilla otra
vez sus dientes 
y con los
dedos recorre las alas amarillas del bigote. 
Entonces las
banderas y las manos y las voces, 
la lluvia
roja de papel picado, 
la hora y el
minuto y el segundo. 
El asesino danza, la Danza de la Muerte: 
un paso adelante, una bala al corazón, 
un paso atrás) una bala en el estómago. 
Cae el cuerpo,
cae la sangre, caen los sueños. 
Acaso este
hombre entrevé como en duermevela 
que se ha
desviado el curso de sus días, 
los azares,
las batallas, las páginas que no fueron, 
acaso en un
horizonte imposible recuerda 
una cara o
voz o música. 
Todas las lenguas de la tierra maldicen al
asesino. 
Las manos amadas
Manos
sabias: 
dedos que
han oído 
y en la
oscuridad han visto. 
Manos que
llevan en su memoria 
carnes destruidas
ya por el olvido 
y en las
uñas 
ese vago
temor a la barbarie. 
Manos que
van de palabra 
a labio, a
instante 
en que los
dedos desordenan 
infiernos y
gestos y venas. 
Piel
cómplice o mezcla de sangres 
cuando roza
el centro de suave paloma. 
Manos que
también dicen adiós. 
Reloj de
sangre 
«Nada es más hondo 
que una ausencia
admitida» 
JON SlLKIN 
Las
ausencias me asisten: 
esa voz que
saluda grosera 
«hola
borracha», ya me falta 
y también la
dulce de anteayer: «¿eres tú?»; 
la punzada
que regresa con unos versos 
hoy de
repente recordados: 
«Vinieras y
te fueras dulcemente 
de otro
camino 
a otro
camino…» 
Me asiste el
pinar de Daroca 
y mi madre
allí mirando como ida; 
hay también
un río quieto: 
ese de verde
agua profunda 
que moja mis
10 años. 
Me ilumina
aquel luminoso 
«has sido mi
compañera de camino» 
dicho en la
sombra de la alcoba 
por una voz
que hoy es ceniza. 
Y está
también lo que ya sé: 
«adiós», me
dices, 
no ha
ocurrido, ya ha ocurrido 
porque
hieren las ausencias antes, 
mucho antes
que mañana sean. 
Huele a
podrido 
Caes cada
día en el pozo de la culpa. 
Caes y te
levantas en un juego innoble 
de muertes
sin fin y resurrecciones. 
Porque
mueres a causa de cosas frívolas, 
como un amor
que inatajable se seca 
o las trece
sílabas que hacen un verso amargo 
o por las
sábanas destendidas y el turbio olor 
que deja en
tu cama un cuerpo ajeno y pasajero 
o sólo por
una palabra que oyes a destiempo. 
Y resucitas
por esa indolente resignación 
a desangrar
hechos y risas con desgano. 
A tu
alrededor, sin embargo, y a toda hora 
hay muertos
que mueren de verdad, 
el aire
huele a cosa sucia y podrida 
y la vida se
vive entre las balas y el abismo. 
El miedo
como un sol negro y derretido 
se filtra en
las habitaciones, ocupa los espejos. 
El miedo,
ese viento que cierra puertas y ventanas. 
Hay rencor y
hay asco en todas partes: 
entre los
platos de comida, sobre las almohadas, 
a la hora de
hablar de los recuerdos, 
antes y
después del buenos días, en los bostezos, 
en toda
esquina, ojo, instante, boca. 
Y tú,
infeliz sobreviviente de una muerte 
que forma
parte del paisaje como el aire 
y que a
todos al mismo tiempo manosea, 
debes cada
día confundir tu culpa. 
Las sobras
de arroz frío 
Amo la
tierna berenjena 
de carne
amarga y suave 
y color de
las grandes penas. 
El curry me
llevó a esos mundos 
populosos,
de gentes, de olores y de dioses. 
La
alcachofa, mi flor preferida, 
se desviste,
hoja a hoja, 
sobre el
plato y me ofrece su 
corazón 
que es dulce
y se derrite. 
Deliro con
el cordero, 
el recién
nacido y cocinado en sus jugos 
aromas y
sustancias del campo 
de Castilla. 
Un sushi de
mariscos misteriosos 
me reveló
los sofisticados ritos 
de un pueblo
que suspira con 
las flores
del almendro. 
Mas es en mi
ciudad, en mi casa, 
en mi cocina
y sin platos ni manteles 
donde he
conocido el placer verdadero. 
Ya de noche
y en silencio el mundo, 
tomé de la
nevera arroz blanco, 
sobras de
otros días, 
apenas hervido
con agua y aceite: 
ahora perlas
deslucidas, duras y secas, 
heladas. 
Y así
pasaron de mi mano a la boca. 
Y así gocé
del simple, 
vergonzante y
oculto placer 
que todas
las cocinas guardan. 

