¿Retorno a la Naturaleza?
Desde hace unos años está de moda
culpar a la química de muchos males que afligen a la humanidad y el medio
ambiente en el que vive, según una mentalidad que puede entenderse muy bien con
una ilustración publicada en septiembre de 1994 en una revista química
americana. En una pelea entre chiquillos, uno de los dos, en vez de soltar los
habituales insultos, apostrofa al otro-con un «¿Ah, sí? ¡Pues tu hermana apesta
a sustancias químicas tóxicas!». En la mayoría de los casos, en la radio, la
televisión y los periódicos el adjetivo químico se asocia de hecho a tóxico o a
cualquier otra palabra desagradable (nocivo, contaminante, peligroso).
Recientemente, el consorcio de producción de uno de los más famosos embutidos
italíanos ha publicado en los principales periódicos anuncios a toda página
donde aparecía la inscripción «pureza sí, química no», suscitando la
indignación del Ordine dei Chimici (Colegio de Químicos) y de la Societá
Chimica Italiana (Sociedad Italiana de Químicos). En el órgano oficial de esta
asociación, que reúne a exponentes de la investigación académica e industrial y
a docentes de varios niveles, el director, Ferruccio Trifiró, escribió: «No sé
cómo preparan este embutido, pero espero que hayan utilizado al menos productos
veterinarios para sus cerdos y detergentes para lavar las pocilgas». Sólo por
citar dos categorías de sustancias químicas indispensables para la higiene de
esta producción.
En la
entrega de octubre de 1997 de Nuova Secondaria, publicación dedicada a la
escuela y la enseñanza, Giacomo Guilizzoni concluyó su interesante intervención
con este pensamiento: «En muchos objetos de uso habitual la madera ha sido
sustituida por plastómeros, y también el marfil. Dilema hamletiano para los
ecolegistas extremistas: ¿es mejor [aceptar la industria química y sus
productos, entre ellos las materias plásticas (llamadas técnicamente
plastómeros)] o retomar la deforestación indiscriminada y la caza de
elefantes?».
No se trata de
un caso límite, aislado. El querer contraponer la química a la naturaleza
desencadena numerosos choques en el ámbito general de una guerra que embiste e
influye la vida de la sociedad moderna. Las consecuencias de esta guerra
recaen, obviamente, sobre la gente, que puede tener ventajas o desventajas
cualquiera que sea el resultado; se trata de ponerlos sobre la balanza con
mucha atención antes de tomar alguna decisión en uno u otro sentido. Una
batalla que lleva años viva es la de los antiparasitarios agrícolas. Hay a
propósito un hecho bastante instructivo.
«¡La patata
sin pesticidas! ¡Finalmente del todo natural!», pregona la publicidad. El nuevo
producto agrícola llega al mercado y los consumidores se abalanzan sobre él.
Las mamas, comprando para sus hijos bolsas de patatas fritas, están todas
contentas: la salud de los niños ahora corre menos riesgos. Por el mismo motivo
los proveedores se hacen de oro con los comedores escolares. Los últimos
hippies y los activistas de movimientos ecologistas exultan: «¡Sabíamos que
podíamos pasar sin venenos químicos!». Un cuadro color de rosa, pero que en
breve tiempo se oscurece: la gente empieza a sentirse mal. Las nuevas patatas,
producidas «a la antigua», sin tratamientos con sustancias de laboratorio, son
tóxicas. Sucedió hace algunos años en Estados Unidos, con grave desencanto v
desconcierto de las personas habituadas a oír que la química hace daño y la
naturaleza va bien.
¿Qué
sucedió? Intentemos razonar. ¿Cómo lo hace una planta para que no se la coman
los animales parásitos, ya sean grandes o pequeños? La respuesta es simple: con
pesticidas… ¡naturales! De hecho, trata de eliminar o ahuyentar a los
predadores produciendo sustancias venenosas, cancerígenas, teratógenas —que
provocan en la prole del animal que la come malformaciones corporales—. Si una
variedad de planta obtenida por selección es particularmente resistente a los
parásitos, significa aue es rica en toxinas que produce ella misma.
La patata
milagrosa no necesitaba que el hombre la defendiera con antiparásitos
sintéticos, porque contenía mucha más solanina de lo normal. La solanina es un
alcaloide que inhibe la enzima colinesterasa, y que, por tanto, bloquea la
transmisión de los impulsos nerviosos. Resulta por ello tóxica ya sea para los
animalillos que haya que eliminar como, por desgracia, para el hombre. Además,
como en tiempos de este clamoroso infortunio tuvo en señalar el americano Bruce
Ames, conocido por haber introducido un ensayo analítico que aclara la eventual
acción cancerígena in vitro de las sustancias químicas, ésta no se había
estudiado en este aspecto, y no se podía excluir que fuera no sólo tóxica sino
además cancerígena. Por el contrario, el malathion, el principal
anticolinesterásico sintético usado como pesticida, al menos en los roedores
del laboratorio no provocaba cáncer. Y para aclarar mejor los términos de la
comparación, Ames recordaba que de media un kilo de patatas contiene 75
miligramos de solanina, mientras que el americano medio ingería hace algunos
años con los alimentos sólo 17 milésimas de miligramo de malathion al día.
El incidente
de la patata no es aislado. También con una variedad de apio tuvieron los
agricultores americanos hace algún tiempo un gran inconveniente. Ésta resistía
muy bien las agresiones de los insectos, pero a las personas que la tocaban y
después se exponían a los rayos del sol les sobrevenía una erupción cutánea. Se
hicieron investigaciones, y se descubrió que las dosis de psoralén contenidas
en esta variedad eran diez veces mayores que en el apio normal. Los psoralén
son sustancias mutágenas y cancerígenas activadas por la luz solar.
Además de
este tipo de problemas, es oportuno señalar que una planta protegida por el
agricultor con un pesticida sintético reacciona produciendo sus propios venenos
en dosis mucho menores. Esto puede ser importante, porque los pesticidas
naturales se encuentran difundidos en la masa comestible, por ejemplo, en la
pulpa de la fruta. Los productos añadidos por el hombre con el objetivo de
ahuyentar a los parásitos se rocían, al contrario, sobre la piel, y como mucho
se difunden sólo un poco por el interior; por lo que los eventuales pesticidas
sintéticos aún presentes en un fruto maduro, si éste se pela, acaban
normalmente en el cubo de la basura. El fruto no protegido por el hombre con
productos de síntesis tiene una pulpa particularmente rica en antiparasitarios
que él mismo ha sintetizado, y que llegan por tanto al estómago del consumidor.
En el tema
de los peligros contenidos en alimentos, el tema va para largo: sería
inadecuado limitarse a los antiparasitarios. Las bananas contienen potentes
vasoconstrictores; los quesos, aminas nada inocuas como la histamina; las
judías y los guisantes sustancias enemigas de la vitamina E. También los
principios útiles contenidos en algunos alimentos pueden volverse peligrosos
por encíma de un cierto nivel. Dosis sola
facit venenum, decía ya Paracelso, personaje pintoresco y genial que con
este criterio —«sólo la dosis hace el veneno»— usaba algunos venenos como
fármacos.
Ciertos
hábitos alimentarios, además, están tan difundidos que se consideran totalmente
naturales. Y por el contrario es mejor dedicarles un poco de atención, leyendo
lo que sigue con mucha calma; quizá degustando una humeante taza de café…, que
contiene unos 500 microgramos (milésimas de miligramo) de agentes cancerígenos
(agua oxigenada y metil-glioxal). A los lectores adolescentes, si quieren
apagar la sed y refrescarse, les podemos sugerir tomarse una cola X o Y,
tragándose así un par de miligramos (2.000 microgramos) de formaldehido (otro
cancerígeno).
Cuando
después nos entre hambre, se puede empezar con un buen plato de tallarines al
pesto a la genovesa. Pero que conste que la albahaca, ingrediente fundamental,
contiene estrágolo, también reconocido como capaz de provocar tumores malignos.
Una hoja contiene unos 750 microgramos. ¿Queremos una comida simple? Pues
tomemos un buen bistec a la florentina, bien salteado y picante, acompañado por
un pellizco de apio, perejil y zanahorias. Otros cancerígenos que sumar a la
cuenta, presentes en las verduras y en la carne tostada: algunos centenares de
miligramos (centenares de miles de microgramos).
Pero no
dejemos que se nos atragante el bocado. Nuestro organismo probablemente
resistirá. Cuando se dice que una sustancia ha sido reconocida como
cancerígena, significa que ha mostrado tal efecto sobre animales de laboratorio
a la máxima dosis que pueden soportar. Los números apenas citados son
inferiores, para ciertas sustancias mucho más, y no existe ninguna prueba de
que lo que provoca cáncer tomado en grandes dosis, lo provoque también una
dosis bastante más baja.
Entonces
—nos preguntarán los lectores— ¿por qué este libro dice cosas de este tipo? La
respuesta tiene su origen en una simple comparación. Hace algunos años, se
calculó que un ciudadano de Estados Unidos ingería de media cada día unos 150
microgramos de antiparasitarios fabricados por el hombre. De éstos, 105
microgramos eran debidos a tres compuestos —fosfato de etilhexilo, malathion y
chlorpropham— que no provocan cáncer en los roedores de laboratorio. Quedaban
45 miligramos sobre cuyo poder cancerígeno no se tiene aún información. Incluso
en la peor hipótesis, o sea, que los 45 microgramos pudieran causar tumores
malignos, esta cantidad era bien poca cosa si se compara con el efecto de las
sustancias naturales y las creadas por la cocción de los alimentos.
En resumen,
atribuir un tumor maligno a residuos de pesticidas sintéticos ingeridos junto
con los alimentos es del todo arbitrario y científicamente incorrecto. Una cosa
es cierta: si la naturaleza fuera una empresa química y pidiera hoy el permiso
ministerial (es decir, la autorización a vender) para uno de sus
antiparasitarios, tendría pocas esperanzas de que se lo concedieran. El tema,
en realidad, podría extenderse a otros sectores, pero corre el riesgo de
alargarse desmedidamente. Nos limitaremos, por tanto, a dar un solo ejemplo, en
particular significativo porque es reciente. Este ejemplo nos lo ha provisto
Fiero Piazzano, redactor jefe de Atroné, publicación mensual muy conocida por
su compromiso en defensa del medio ambiente.
El 27 de
marzo de 1998 The Alchemist, revista consultable por internet y publicada por
la organización británica ChemWeb, recogía un interesante artículo sobre la
contaminación del aire dentro de los edificios. En dicho artículo, Piazzano
ilustraba un estudio llevado a cabo por investigadores del Centro Comune di
Ricerca (Centro de Investigación de Ispra, Várese, Italia). Entre dichos
investigadores se encuentra el italiano Maurizio de Bortoli. Después de haber
acusado a los modernos materiales de construcción, los aparatos de oficina
(fotocopiadoras, impresoras), los productos del hogar (desodorantes,
detergentes) y las exhalaciones de las cocinas, «la investigación —citamos,
traduciéndolas del inglés, las palabras de Piazzano— contradice la difundida
convicción de que los materiales naturales sean a priori más seguros que los
artificiales. De hecho, la madera natural libera ácidos, aldehídos y terpenos.
Además, el linóleo (hecho mezclando productos naturales) emite ácidos
carboxílicos, alquibencenos, aldehídos, éteres y terpenos».
Entre los
contaminantes producidos por el hombre, únicamente uno en la última década ha
tenido con seguridad una relevancia creciente sobre la evolución de los casos
de cáncer: el humo del tabaco. Los tumores malignos atribuidos a éste han ido
en aumento en el mundo técnicamente desarrollado hasta la reciente promoción de
campañas anti-tabaco, mientras que los debidos a otras causas están desde hace
bastante tiempo estadísticamente estacionarios o incluso han experimentado un
ligero descenso.
Retomando el
tema de la importancia de las dosis, se puede establecer una comparación entre
el humo y un ejemplo de compuesto químico usado en la agricultura. El alar, un
regulador de crecimiento que ayuda a las manzanas a no caer antes de tiempo del
árbol y prolonga su conservación después de la cosecha, causó mucha aprensión
hace algunos años. La conocida actriz Meryl Streep declaró que para ella los
niños no deberían comer manzanas tratadas con alar. En febrero de 1989 las
autoridades de Nueva York, Los Ángeles y Chicago decidieron eliminarlas de los
comedores escolares; aunque todo el contenido quizá cancerígeno derivado del
alar que una persona ingeriría en un año si comiera dos kilos de manzanas al
día, pesaría tanto como el alquitrán proveniente, con su carga seguramente
cancerígena, del humo de dos cigarrillos.
Comparaciones
de este tipo nos deberían poner en guardia contra la costumbre de lanzar acusaciones
desproporcionadas, sugeridas por la irracionalidad o la desinformación. A
menudo es precisamente la falta de sentido de la medida la que nos lleva a
contraponer la naturaleza a las tecnologías modernas: siempre buena la primera,
siempre malas las segundas. Por lo demás, que la realidad no es tan simple ha
sido intuido por numerosos espíritus sublimes, los cuales quizá no sabían nada
sobre ciencia, pero que razonaban con la mente libre de ideas fijas. Desde
Leopardi, que llama a la naturaleza «matrigna» (madrastra), podemos retroceder
unos siglos hasta Mimnermo, compilando una rica antología de consideraciones
bien tristes sobre la condición natural del hombre.
Esto no
significa ciertamente que el progreso técnico haya dado al hombre la felicidad,
y por lo demás el poeta de Recanati (Leopardi) —debemos decirlo, ya que lo
hemos citado— no ponía ninguna esperanza en este progreso. De todos modos no se
pueden negar las conquistas de ciencias que como las de la química pueden
traducirse en ventajas prácticas, el mérito de haber al menos alargado nuestra
vida y retrasado el envejecimiento. Se diga lo que se diga, la modernidad ha
reducido las mortales fatigas de los obreros y campesinos, ha enriquecido la
alimentación de las masas, ha combatido eficazmente muchas enfermedades.
Intentemos imaginar cómo se lo harían hoy en día más de cinco mil millones de
seres humanos para librarse del hambre sin agricultura asistida por
fertilizantes y antiparasitarios. Y cuando nos lamentemos, quizá justamente, de
la situación de la asistencia sanitaria, imaginémonos ingresados en un hospital
de hace algunos siglos, sin los desinfectantes, los anestésicos y los fármacos
que los químicos han sido capaces de inventar.
Cada medalla
tiene de todas maneras su reverso, y este libro invita a cerrar los ojos a los
inconvenientes que el hombre, al usar las conquistas de la química (como por lo
demás también de las otras ciencias), ha provocado y provoca a sí mismo y al
medio ambiente. Hay a este respecto dos datos reales, uno consolador y el otro
preocupante, que no pueden ignorarse. El primero es que en el mundo occidental
las asociaciones ecologistas, aunque a veces pecando de extremistas y adoptando
actitudes erróneas, han tenido sin duda el mérito de aguijonear a los
legisladores e industriales, para hacer menos antiecológicos los procesos de
producción y para redirigir incluso el consumo hacia productos y materiales más
sanos y compatibles con el medio ambiente.
Para
convencerse de la importancia de quien por nosotros ha desempeñado un papel de
estímulo, basta pensar en lo sucedido más allá del Telón de Acero, donde tal
estímulo faltaba, mientras que aquel se ha mantenido en pie. El clamoroso
desprecio de la seguridad de la maquinaria y del buen sentido en el
desmantelamiento de los residuos de todo tipo ha demostrado, a quien tuviera
necesidad de ello, que la culpa de la contaminación no es sólo de la lógica
capitalista. Mientras nosotros nos preocupábamos de las descargas de nuestros
autos, los utilitarios (coches) de la antigua Alemania del Este diseminaban por
el aire venenos en grandes cantidades. Y en comparación con algunos grandes
lagos de la ex Unión Soviética, el agua de los nuestros era casi potable. Aún
ahora, después del fin de los regímenes totalitarios, la situación del medio
ambiente en Europa del Este brega por mejorar, porque la atención a los
problemas ecológicos requiere una economía robusta, que pueda invertir en alguna
cosa aparte de en la supervivencia inmediata. Éste es un lujo que aquellos
países consideran difícil permitirse, como por lo demás esos que hace no mucho
se llamaban subdesarrollados, y a los que ahora se prefiere aplicar la
eufemística expresión de «Tercer Mundo».
Otro dato
real es que con el paso del tiempo se descubren continuamente propiedades
perjudiciales en sustancias antes consideradas inocuas, que quizá habían
entrado en uso por las garantías que daban en comparación con productos más
viejos. Pensemos, por ejemplo, en los clorofluorocarburos (más conocidos por
las siglas CFG) o en la marca freon, difundidos en muchas aplicaciones. Han
sido prohibidos para defender la capa de ozono estratosférica; y, aún así, al
principio sólo se conocían las ventajas, la primera de ellas la de no ser
inflamables. En la práctica, esta característica suya ha evitado quién sabe
cuántos accidentes, salvando muchas vidas; pero ahora se sabe que hace falta
algo diferente. El encontrar un sustituto adecuado es mucho más difícil de lo
que uno pueda pensar.
Por ejemplo,
en muchos casos en los aerosoles (lacas para el pelo, desodorantes, barnices…)
en ciertos países se usan ahora como propelentes hidrocarburos gaseosos. Al no
contener cloro, respetan el ozono, y han sido elegidos porque son solubles en
el líquido que pulverizar. Esto permite que puedan ejercer la presión adecuada
después de muchas pulverizaciones, porque existe un equilibrio entre el
propelente en estado gaseoso (en el que puede empujar fuera el líquido con
fuerza) y en estado de sustancia disuelta. Mientras el propelente exista en
estado gaseoso, debe existir también en estado líquido, con la presión adecuada
a su concentración en el líquido: si un poco de gas sale del envase, saldrá
también otro poco de líquido, y así en el envase mantendrá la presión.
A decir
verdad, el paso de una cierta dosis de propelente del líquido al gas que está
por encima baja un poco su concentración en el líquido mismo. Después de
pulverizar, la presión en equilibrio con el nuevo valor de la concentración
será un poco menor que la precedente. Al continuar pulverizando, tendremos en
el envase una presión en continua disminución, pero suficiente para su
objetivo, hasta que el propelente disuelto en el líquido no se haya consumido
casi del todo. En la práctica se acaba siempre antes el líquido del aerosol.
Cuando el aerosol llega a descargarse, al final sale sólo gas, como muchos
habrán notado. Si el propelente no fuera soluble y la cantidad necesaria
debiera estar presente toda como gas desde el principio, su presión sería muy
alta, y para contener el conjunto haría falta bastante más que un ligero y
económico envase de fina chapa. Por desgracia, los propelentes a base de
hidrocarburos son altamente inflamables, y al mezclarse con el aire pueden
incluso explotar. Moraleja: esperemos no tener que atribuir de aquí a unos años
una larga lista de incendios, explosiones y muertos a esta novedad llegada para
sustituir los CFG.
Pongamos
ahora un ejemplo de peligros que llegados a un cierto punto se descubren, o que
son al menos señalados por alguno, aunque muchos otros en el mundo científico
no estén de acuerdo. En los últimos años, las asociaciones ecologistas han
empezado a movilizarse contra el uso de algunos compuestos químicos
considerados responsables de disfunciones hormonales y reproductoras en los
animales superiores. Hay quien piensa que algunas sustancias pueden hacer
disminuir la fertilidad en los machos de la especie humana.
Como es
habitual, cuando la polémica contrapone a grandes intereses industriales gente
llevada, como son los ecologistas, a afrontar problemas que quizá tienen un
fondo de realidad, pero que los afrontan de modo a menudo más emotivo que
racional, cada parte se dirige por separado a la opinión pública, por lo que
las posibilidades de que se llegue a un verdadero esclarecimiento son escasas.
Son vistas, por tanto, favorablemente iniciativas como las del Centro PVC (asociación
de las empresas italianas ligadas al PVC y a los aditivos usados en su
elaboración). En otoño de 1997 esta asociación organizó un convenio en Roma y
otro en Milán, invitando a hablar, además de a exponentes de la industria
italiana y extranjera, también a Enrico Fontana, director de Nuova Ecología, y
a representantes del partido ecologista, de Greenpeace, de los Amigos de la
Tierra y de WWE.
En estos
encuentros, los ecologistas dirigieron sus acusaciones sobre todo contra los
ftalatos, que se añaden al PVC (siglas que, recordemos, significan cloruro de polivinilo)
como plastificantes, para hacer más flexible el polímero. Los objetos de PVC
—según las convicciones de los ecologistas— liberan estos ftalatos. En ciertos
casos, como en el sector médico, ya que por ejemplo las bolsas de sangre y sus
derivados para transfusiones están hechos de PVC, podrían ser transmitidos
directamente al paciente. El plastificante más difundido y estudiado es el DEHP
(di-etil-hexilo-ftalato). Los ecologistas citan algunas publicaciones
científicas que lo juzgan peligroso para el hígado, los riñones y el aparato
genital. Los ecologistas acusan también a los plastificantes introducidos
recientemente por algunos fabricantes (por ejemplo el PVC para usar en la
fabricación de juguetes) de resistir largamente en el organismo sin ser
destruido por mecanismos biológicos de defensa, lo que, de ser cierto, los
haría más peligrosos que el DEHP.
En los
convenios de Roma y Milán, los representantes de las empresas europeas que
producen ftalatos han desmentido estas acusaciones tajantemente. Según ellos,
no hay peligro ni siquiera en los casos de contacto prolongado. Los ftalatos no
provocan cáncer y no dañan el sistema reproductor. Un alto funcionario de la
Solvay International, gran productora de PVC, añadió que las actuales normas
europeas son suficientes para proteger incluso a los niños pequeños que puedan
morder o chupar los juguetes hechos de este material. De similar tono fueron
las intervenciones del responsable europeo para las normas sobre materiales que
entran en contacto con los alimentos —que ha declarado que no hay motivos
sanitarios para recrudecer las de plastificantes—, y de una funcionaria del
Instituto Nacional Italiano de la Salud. Dicha funcionaría garantizó la
seriedad de los experimentos hechos para controlar que los materiales respeten
los límites impuestos en la liberación de sustancias potencialmente absorbibles
por el organismo. También ha garantizado que, cuando se ha sabido que una
sustancia haya dado motivos para sospechar de su peligrosidad, se han adoptado
siempre las restricciones más severas.
Por el
momento, sobre este problema parecen un tanto excesivas las preocupaciones de
los ecologistas, aunque no se puede tampoco excluir que tengan algún
fundamento. Por este motivo es un bien que ambas partes hayan empezado a
reunirse, tal como lo ha conseguido el Centro PVC. Discutir es siempre mejor
que seguir adelante cada uno por su cuenta; y deja el camino abierto al menos a
la esperanza de que se presenten a la opinión pública argumentos racionales en
vez de los habituales tópicos.
La búsqueda
de una mejor calidad de vida, de hecho, necesita una información seria y
completa, de la que, en lo concerniente al medio ambiente, estamos bastante lejos.
A propósito de ello, he aquí otra creencia absurda, muy difundida en el tema de
química y naturaleza. Una encuesta hecha hace años en una universidad del
estado de Nueva York proponía a los estudiantes de varias disciplinas esta
pregunta: «¿La glucosa sintetizada en laboratorio es igual o no a la glucosa
extraída de la uva?». La glucosa, como ya se ha visto, es el compuesto que da
energía a nuestras células. El 75 % de los interrogados respondió que las dos
sustancias son diferentes, y ambas son idénticas. Pueden existir diferencias
entre el producto natural y el sintético sólo si no son puros. Pero si lo son,
ambos están constituidos de moléculas de glucosa sin nada extraño, y entonces
no pueden ser más que iguales; De hecho, cada sustancia está compuesta por
determinadas partículas (iones o moléculas), y cada una de estas partículas
tiene una fisonomía precisa e independiente de su origen.
En 1799, el
francés Joseph-Louis Proust, que prestaba siempre particular atención a
purificar con cuidado los productos de sus experimentos, descubrió la llamada
ley de las proporciones constantes. En Madrid, donde daba clases, demostró que
la composición del carbonato de cobre era siempre la misma, tanto si la
sustancia se encontraba en la naturaleza —es decir, si sé trataba de un
mineral— como si se preparaba en laboratorio. Han pasado dos siglos, pero hay
aún muchas personas que creen que un mismo compuesto, independientemente de su
pureza, puede ser diferente si existe en la naturaleza o si lo fabrica un
químico. Seguro que el desmentido de tal seudoaxioma resultará nuevo para algún
lector.
GIANNI FOCHI
EL SECRETO DE LA QUÍMICA
Ed. MANONTROPPO
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