Tántalo, hijo de Zeus, reinaba en Sípilo, Lidia, y era extraordinariamente rico y famoso. Si jamás los dioses olímpicos habían honrado a un mortal, éste era Tántalo. En consideración a su elevada alcurnia le distinguieron con su íntima amistad y, finalmente, le permitieron comer a la mesa de Zeus y escuchar cuanto los inmortales hablaban entre sí. Pero su humano espíritu, lleno de vanidad, no supo mantenerse a la altura de aquella felicidad sobrehumana y comenzó a faltar a los dioses de muy diversas maneras. Revelaba a los mortales los secretos de los olímpicos; robaba de su mesa néctar y ambrosía y repartía el producto de su latrocinio con sus compañeros terrenales; escondió el precioso perro de oro que otro sustrajera del templo de Zeus, de Creta, y al reclamarlo el dios, negó él bajo juramento haberlo recibido. Finalmente, en el colmo ya de la insolencia, invitó a los dioses a un banquete, y, para poner a prueba su omnisciencia, mandó sacrificar a su propio hijo Pélope y aderezarlo y servirlo a la mesa. Sólo Deméter, sumida en dolorosas cavilaciones por el rapto de su hija Perséfone, comió una paletilla del horrible manjar, mientras los demás dioses, dándose cuenta de la atrocidad, echaron en un caldero los miembros descuartizados del muchacho y la parca Cloto les dio nueva vida con renovada belleza. El omóplato consumido se reemplazó por uno de marfil. Tántalo había colmado la medida de su maldad y los dioses lo arrojaron al Hades, donde fue sometido a terribles tormentos. Estaba en un estanque cuya agua le llegaba hasta la barbilla, y sin embargo sufría una sed devoradora, sin poder jamás alcanzar el líquido que tan cerca tenía. En cuanto se agachaba para llevar la boca hasta el agua, secábase ésta y el oscuro suelo aparecía a sus pies; parecía como si un demonio hubiese vaciado el lago. Padecía además de un hambre crudelísima. Detrás de él, en la orilla del estanque, elevábanse magníficos frutales, cuyas ramas se curvaban sobre su cabeza. Cuando se incorporaba, reflejábanse en sus pupilas jugosas peras, manzanas de roja piel, relucientes granadas, apetitosos higos y verdes olivas; pero no bien trataba de cogerlas con la mano, soplaba un viento tempestuoso y repentino que levantaba las ramas hasta las nubes. A este suplicio infernal uníase un constante terror de la muerte, puesto que había una roca enorme suspendida en el aire sobre su cabeza y que amenazaba desplomarse a cada momento. Así aquel ofensor de los dioses, el desalmado Tántalo, se vio condenado a sufrir un triple y eterno martirio en los infiernos.
GUSTAV SCHWAB
Las más bellas leyendas de la Antigüedad clásica
BIBLIOTECA DE LA NUEVA CULTURA
Serie MUNDO ANTIGUO
EDITORIAL CREDOS, S. A
TÁNTALO
según Robert Graves
La ascendencia y el origen de Tántalo son motivo de discusión. Su madre era Pluto, hija de Cronos y Rea, o, según dicen algunos, de Océano y Tetis l; y su padre Zeus o Tmolo, el dios con corona de roble del monte Tmolo que, con su esposa Ónfale, gobernaba en el reino de Lidia y había juzgado el certamen entre Pan y Apolo . Sin embargo, algunos llaman a Tántalo rey de Argos o de Corinto; y otros dicen que fue al norte desde el monte Sípilo en Lidia para gobernar el país de Paflagonia, de donde, por haber incurrido en la ira de los dioses, fue expulsado por el frigio Ilo, a cuyo hermano menor Ganimedes había raptado y seducido.
Por su esposa Eurianasa, hija del dios fluvial Pactolo; o por Euritemiste, hija del dios fluvial Janto; o por Clitia, hija de Anfidamante; o por la pléyade Dione, Tantalo fue padre de Pélope, Níobe y Bróteas. Sin embargo, algunos llaman a Pélope bastardo, o hijo de Atlante y la ninfa Linos.
Tántalo era amigo íntimo de Zeus, quien lo admitía en los banquetes de néctar y ambrosía del Olimpo, hasta que la buena suerte le trastornó la cabeza, reveló compartirlos con sus amigos mortales. Antes que se descubriera este delito cometió otro peor. Habiendo invitado a los olímpicos a un banquete en el monte Sípilo, o quizás en Corinto, Tántalo descubrió que los alimentos que tenía en la despensa eran insuficientes para los invitados y entonces no se sabe si para poner a prueba la omnisciencia de Zeus, o simplemente para poner de manifiesto su buena voluntad, despedazó a su hijo Pélope y agregó los pedazos al guisado preparado para los dioses, como habían hecho los hijos de Licaón con su hermano Níctimo cuando agasajaron a Zeus en Arcadia. Todos los dioses reconocieron lo que tenían en el plato, y lo rechazaron con horror, todos menos Deméter, quien, trastornada por haber perdido a Perséfone, comió la carne de la paletilla izquierda.
Por estos dos delitos fue castigado Tántalo con la ruina de su reino y, después de su muerte por la mano de Zeus, con el tormento eterno en compañía de Ixión, Sísifo, Ticio, las Danaides y otros. Ahora cuelga, consumido perennemente por la sed y el hambre, de la rama de un árbol frutal que se inclina sobre un lago, pero cuando se inclina para beber retroceden y no dejan más que el negro cieno a sus pies; o, si alguna vez logra recoger un puñado de agua, ésta se desliza entre sus dedos y lo único que consigue es humedecer sus labios agrietados, quedándose más sediento que antes. El árbol está cargado de peras, manzanas brillantes, higos dulces, olivas y granadas maduras, pero cada vez que tiende la mano para tomar un fruto suculento una ráfaga de viento lo pone fuera de su alcance.
Además, una piedra enorme, un risco del monte Sípilo, sobresale por encima del árbol y amenaza eternamente con aplastar el cráneo de Tántalo. Este es su castigo por un tercer delito: el robo, agravado con el perjurio. Un día, cuando Zeus era todavía un infante en Creta y le amamantaba la cabra Amaltea, Hefesto le hizo a Rea un mastín de oro para que guardara al niño; este mastín llegó a ser luego el guardián de su templo en Dicte. Pero Pandáreo, hijo de Merope, nativo de la Mileto lidia, o quizá cretense —si, en verdad, no era efesio— se atrevió a robar el mastín y lo llevó a Tántalo para que lo custodiara en el monte Sípilo. Cuando terminó la alarma causada por el robo, Pandáreo pidió a Tántalo que le devolviera el mastín, pero Tántalo juró por Zeus que nunca había visto ni oído hablar de un perro de oro. Cuando este juramento llegó a oídos de Zeus, ordenó a Hermes que investigara el asunto, y aunque Tántalo siguió perjurando, Hermes recuperó el perro por la fuerza o mediante una estratagema, y Zeus aplastó a Tántalo bajo un risco del monte Sípilo. Todavía se muestra el lugar cerca del lago Tantálido, guarida de cisnes-águilas blancos. Más tarde, Pandáreo y su esposa Harmótoe huyeron a Atenas, y de allí a Sicilia, donde perecieron miserablemente.
Según otros, sin embargo, fue Tántalo quien robó el mastín de oro y Pandáreo aquel a quien lo confió y quien, por haber negado que lo había recibido, fue destruido, juntamente con su esposa, por los dioses airados, o convertido en piedra. Pero las hijas huérfanas de Pandáreo, Mérope y Cleotera, a las que algunos llaman Camiro y Clitia, fueron criadas por Afrodita con cuajadas, miel y vino dulce. Hera las dotó con belleza y una sabiduría más que humana; Ártemis las hizo altas y fuertes; Atenea las instruyó en todas las artes manuales conocidas. Es difícil comprender por qué estas diosas mostraron tal solicitud, o eligieron a Afrodita para que ablandará el corazón de Zeus con respecto a esas huérfanas y arreglara buenos casamientos para ellas, a menos, por supuesto, que hubieran animado a Pandáreo para que cometiese el robo. Zeus tuvo que haber sospechado algo, pues mientras Afrodita estaba encerrada con él en el Olimpo, las Harpías se apoderaron de las tres muchachas con su consentimiento y las entregaron a las Erinias, quienes les hicieron sufrir sustitutivamente por los pecados de su padre.
Este Pandáreo fue también el padre de Aedón, esposa de Zeto, a quien dio como hijo Itilo. A Aedón le atormentaba la envidia que sentía por su hermana Níobe, quien gozaba del amor de seis hijos y seis hijas, y cuando trató de matar a Sípilo, el mayor de ellos, mató por error a Ítilo; Zeus la transformó inmediatamente en un ruiseñor que, a comienzos del verano, lamenta todas las noches a su hijo asesinado.
Después de castigar a Tántalo, Zeus se dio el placer de resucitar a Pélope; para ello ordenó a Hermes que recogiera los miembros y los volviera a hervir en la misma caldera, sobre la cual pronunció un hechizo. Entonces la Parca Cloto los rearticuló; Deméter le dio una paletilla de marfil, para sustituir a la que había comido, y Rea le insufló la vida, mientras Pan danzaba alegremente.
Pélope salió de la caldera mágica revestido con una belleza tan radiante que Posidón se enamoró de él al instante y lo llevó al Olimpo en un carro tirado por caballos de oro. Allí le nombró su copero y compañero de lecho, como Zeus posteriormente nombró a Ganimedes, y le alimentó con ambrosía. Pélope advirtió por primera vez que su hombro izquierdo era de marfil cuando se desnudó el pecho para llorar a su Níobe. Todos los verdaderos descendientes de Pélope están marcados de ese modo, y después de su muerte la paletilla de marfil fue guardada en Pisa.
Robert Graves
Los mitos griegos
Alianza editorial
De:
EL SIMBOLISMO EN LA MITOLOGÍA GRIEGA
PAUL DIEL
EDITORIAL LABOR. S.A.
El mito de Tántalo permite medir en toda su profundidad este tema de fábula: simbolización de la elevación y la caída.
En la historia de Tántalo que precede al mito propiamente dicho, la alternancia nerviosa se encuentra indicada. Tántalo nos muestra, no viviendo más que para la justificación de sus deseos corporales, aquello que lo conduce al exceso del crimen, del asesinato. A esta desgracia, sucede un estado de elevación excesivo que, en razón de su exaltación malsana, precipita la caída definitiva. El mito propiamente dicho se contenta con simbolizar el exceso de la aspiración final y de su negación. La avidez del alma que busca la intensidad de la vida al paroxismo, ya sea en la perversión o en la sublimación, testimonia la existencia de un impulso vital excesivamente grande. El desencadenamiento de los deseos corporales que precede al movimiento de elevación se encuentra frecuentemente en la historia de los hombres que han aspirado a la más perfecta de las purificaciones llegando hasta el deseo de santidad.
En el mito de Tántalo la elevación última no es más que una tentativa impotente como la de Icaro para quien la sola aproximación de la región sublime es fatal. Tántalo, gracias a la profundidad de su arrepentimiento, logra aproximarse a la región sublime: transformándose en un «amado de los dioses».
Las divinidades —como cualesquiera otros personajes míticos— son símbolos de significado oculto. Ni el mito de Tántalo ni ningún otro mito pueden ser traducidos sin que se deje traslucir claramente la significación del simbolismo más frecuente y mas importante.
Las divinidades simbolizan las cualidades idealizadas del hombre. La expansión de sus cualidades es acompañada por alegría; su destrucción engendra angustia, inhibición, impotencia, tormento. Los mitos simbolizan tales hechos psicológicos diciendo que las divinidades recompensan o castigan. El hombre debe luchar contra sus inclinaciones perversas con el fin de desarrollar sus cualidades y obtener alegría. En sus combates simbólicos, las divinidades aparecen ayudando al hombre o prestándole armas. Pero lo que en realidad viene en su ayuda son sus cualidades mismas (simbolizadas por la divinidad propicia y las armas otorgadas por ella). En el plano de los conflictos del alma, la victoria es debida a la fuerza inherente al hombre. Por eso podemos decir que, en el plano esencial, la justicia es inherente a la vida. Las divinidades se transforman así en la expresión simbólica de la legalidad esencial de la vida y de su justicia inherente. A causa de la frecuente intervención de las divinidades en los mitos, no nos será posible retornar a esta significación, motivo por el cual debe ser comprehendida de una vez y para siempre.
El mito de Tántalo, el conflicto psíquico, no está simbolizado por un combate contra el monstruo. La intervención de las divinidades tiene, sin embargo, también aquí una significación simbólica, y el simbolismo que hace del héroe un «amado de los dioses» significa que Tántalo, gracias a la amplitud de su arrepentimiento, se eleva hacia la región sublime, recobra sus propias cualidades y se reconcilia así con las divinidades que son sus cualidades, figuradas en una forma perfecta e ideal. En este sentido nada es más justo que decir —tal como lo hace el mito— que Tántalo es el invitado de los dioses. Que es su comensal, que se nutre de néctar y ambrosía, símbolos ambos de espiritualización (verdad) y de sublimación (amor).
A la elevación real no puede suceder una caída más que si tal elevación se manifiesta por un estado de exaltación imaginaría: la vanidad. El mito cuenta que Tántalo finaliza por no contentarse ya con ser el invitado y amado de los dioses. Enardecido por su éxito y olvidado de su condición de mortal y de sus límites, Tántalo se exalta hasta querer ser igual a las divinidades, puros símbolos del espíritu.
Con el fin de comprender el estado de alma simbolizado por el mito de Tántalo y, por lo mismo, de analizar su traducción, es preferible comenzar antes que por el desarrollo de los símbolos, por la explicación psicológica del estado simbolizado.
El hombre que aspira a la espiritualización-sublimación no es el mismo ser a cada instante de su vida, ni debe necesariamente querer vivir sin cesar en la esfera sublime simbolizada por la morada de las divinidades en el mito griego, el Olimpo. Basta que sepa «bajar a tierra», es decir, que se digne satisfacer la necesidad de sus deseos «terrestres», de sus deseos corporales. La falta de Tántalo es precisamente la de alimentar el proyecto insensato de abdicar completamente de su condición «terrestre», el intentar permanecer siempre como «invitado de los dioses», de considerar como indigno el retorno a la tierra, el querer ser «un dios entre los dioses».
La imaginación espiritual, la visión del objetivo sublime, que constituye la fuerza de Tántalo arrepentido y que ha hecho de él «el amado de los dioses», se exalta transformándose así en imaginación perversa, en vanidad. Tántalo, en estado de exaltación vanidosa, exagera su deseo esencial y disimula sus deseos corporales. Es la falta esencial cometida por todos los nerviosos, la culpa vanidosa que, en el mito de tipo «Tántalo», se manifiesta en su más alto grado de peligro y audacia.
En la medida en que los deseos espirituales y los deseos corporales correspondan a un deseo natural, unos y otros son conciliables: únicamente la exaltación los hace contradictorios. Al exceso de perversión corresponde un hastío excesivo que corre el riesgo de engendrar un exceso de sublimación. Siendo todo estado de elevación insuficiente, permanece aguijoneado hasta el exceso por la persistencia del desencanto, y de esta culpabilidad exaltada surgirá finalmente el deseo de sublimidad exaltada: la vanidad de querer ser purificado de todo deseo corporal, de querer realizar el ideal perfecto de elevación, el ideal que sobrepasa las fuerzas disponibles. De este estado, caracterizado tanto por la exaltación excesiva del deseo esencial como por la inhibición excesiva de los deseos corporales, nace el desdeño total del cuerpo y sus deseos más naturales. En los períodos dominados por ese desdeño, la vanidad triunfante hace de las suyas. El individuo no se contenta con imaginarse purificado, alucina también con la santidad hasta el delirio. Pero el menosprecio no es más que la forma negativa de la exaltación de los deseos: revela un nexo obsesivo con su objeto. Sobrecargados por el desprecio, los deseos corporales no se disuelven en la sublimación: si lo fueran, no provocarían ninguna fuerza exaltante: no más atrayente que repelente en todo caso. De este modo, no disueltos, los repugnantes deseos corporales se vuelven atrayentes. La alucinación de lo sublime se agota y cede lugar a la invasión alucinada de los deseos reprimidos. A la más elevada vanidad, tanto alucinada como definitiva, corresponde la caída más honda en el tormento terrible de la culpabilidad.
Una de las empresas más vanas con el fin de escapar a ese balancearse peligroso entre la exaltación de los deseos corporales y la exaltación espiritual, consiste en intentar eliminar los deseos corporales por medio del ascetismo; lo que puede considerarse como el intento de anular y castigar (e inclusive de destruir, de matar) al cuerpo impuro, presa de los deseos carnales. Sin embargo, ausente la suficiente fuerza de sublimación, no existe más que un solo camino para escapar de la destrucción completa —inclusive de las fuerzas disponibles—liberar al espíritu de su exaltación y aceptar el cuerpo. El ensayo vano y obsesivo de salvar al psiquismo (el alma), girando la amenaza de destrucción hacia el cuerpo, por el ascetismo, no hará más que acelerar la llegada del «castigo» final: la abolición de toda fuerza física, la impotencia que ya no alcanza a obtener ninguna satisfacción real de sus deseos alucinados.
Esa forma excesiva de la vanidad culpable, la falsa santidad, es, ya veremos, el tema del mito de Tántalo.
Debemos señalar que el ideal de la cultura griega no es la santidad. El santo es el ideal de otros ciclos míticos tales como el hindú o el cristiano. De acuerdo con el sentido oculto de esos mitos, el santo (el hombre simbólicamente divinizado) ha vencido los deseos corporales en verdad y en la realidad pero también, y especialmente, en la imaginación. Habiéndolos disuelto, ya no conoce más su tentación. La energía, sustraída de los deseos múltiples, está enteramente a su disposición. Todas las fuerzas se concentran en él, desprendiéndose del mundo del cual ya no desea nada, pero precisamente por haberse desligado de todos los nexos afectivos permanece todavía unido al mundo gracias al puente más intenso: el del afecto sublimado, el del amor objetivado, la bondad. La cultura cristiana es un paso evolutivo que sobrepasa la cultura griega por medio de la creación del ideal del santo. La tentativa vana, expresada en el mito griego de Tántalo, es en el mito cristiano una realización. En términos simbólicos: la carne se hace espíritu, el hombre deviene dios (precisamente lo que Tántalo hubiera querido ser); o, para emplear las inversiones simbólicas por las cuales el mito cristiano manifiesta sus relaciones: «El espíritu se hizo carne», «Dios se hizo hombre».
La cultura griega que precede a la era cristiana no tiene como ideal la santidad, sino la armonía entre todas las pulsiones en expansión, tanto espirituales como corporales: el justo medio. Pero será desconocer totalmente el desarrollo de la cultura griega pensar que ella fue la realización completa de ese ideal. Permaneció tan separada de él como la cultura cristiana todavía lo está del suyo.
Precisamente porque los griegos no han alcanzado la visión clara y más elevada del ideal simbólicamente expresado por el mito cristiano no podían ver en el deseo de purificación perfecta más que su aspecto negativo: el peligro de una excitación malsana en la esfera de lo espiritual. Su visión mítica advierte justamente ese conflicto; no expresa sino el peligro de ver rota la armonía de las pulsiones, perdiéndose así su justa medida.
Se trata de revelar detalladamente cómo la simbolización del mito griego expresa y condena, en la historia de Tántalo, esa falsa santidad, que no es más que una exaltación sentimental hacia el espíritu.
El mito cuenta que Tántalo, admitido a la mesa de los dioses y queriendo igualarlos, los invita a su vez a un festín prometiéndoles delicias desconocidas. Tántalo mata a su hijo (Pélope) y lo sirve a la mesa de los dioses, queriendo saber si las divinidades se darán cuenta de lo servido.
De acuerdo con este simbolismo, Tántalo reemplaza la comida habitual de los dioses, el alimento del espíritu, por la forma más abyecta de alimentación terrestre. En la historia real de Tántalo, su hijo se llama Pélope. En el relato significativo de su vida, expresado en el simbolismo mítico que hace de Tántalo una figura representativa de la vida humana en general, su hijo, Pélope, debe tener también una significación simbólica. Pues ¿quién es el hijo mítico del hombre, de todo hombre?
Como la alimentación que las divinidades sirven al hombre en estado de elevación tiene un significado oculto, simbolizando la alegría de espiritualización-sublimación, el alimento que el hombre, queriendo ser igual a los dioses —mortal en elevación vanidosa— les convida, debe tener también él una importancia psíquica que no puede ser sino lo inversa de la significación sublime. La comida abyecta que Tántalo sirve a los dioses será así su propia perversión.
Podemos decir, en efecto, de todo hombre en estado de elevación vanidosa, que toma sus cualidades perversas por cualidades sublimes, es decir, que «ofrece a las divinidades» su perversión pensando que tal ofrenda pueda ser considerada como sublime.
Se ha señalado ya que las relaciones de parentesco entre las divinidades y el hombre simbolizan el grado de espiritualización. Ya que, en tanto ser espiritual, teniendo cualidades espiritualizadas, el hombre es, simbólicamente hablando, «el hijo» de la divinidad (es específicamente hijo de tal divinidad que simboliza tal característica del héroe mítico). Si, por su deseo de espiritualización, el hombre se transforma simbólicamente en «hijo de dios», el hombre es, inversamente, el «padre» de los deseos corporales. El simbolismo de «hijo del hombre» significa entonces los deseos corporales, los deseos que atan el hombre a la tierra, los deseos terrenales. Acechando al cuerpo, a la carne, se denominan, por consecuencia simbólica, deseos carnales. Los deseos corporales se simbolizan así por «hijo carnal» o por «la carne del hijo». El «hijo asesinado» significa los deseos terrestres psíquicamente aniquilados, perversamente eliminados: la negación de su existencia. El «hijo asesinado, servido a la mesa de los dioses», simboliza la exaltación vanidosa a su nivel máximo; el rechazo de todo goce terrestre, rechazo debido al convencimiento erróneo de poder transformar así la alegría negada en alegría sublime, la perversión en cualidad espiritual, «sirviendo» así al ideal del espíritu, a las «divinidades». Sin embargo, los deseos reprimidos no están realmente muertos, pues continúan alimentando, el psiquismo: pero están transformados en perversión; constituyen un alimento abyecto: Tántalo ama secretamente sus deseos carnales (su «hijo»), lo ama de una manera exaltada y, a pesar de «matarlo» en sus deseos reprimidos, sigue convencido de que se trata de un alimento delicioso. Pero quisiera al mismo tiempo liberarse de la malsana ambivalencia que acompaña inseparablemente la del amor exaltado de los placeres corporales: el tormento de la culpa. Está, a pesar de su amor por ese «hijo mítico» (los placeres), dispuesto a sacrificarlo. Si ofrece a las divinidades ese alimento abominable es porque, queriendo igualarlas y no pudiendo hacerlo, trata de rebajarlas a su nivel. Espera que ese alimento, hasta entonces desconocido de los dioses, les gustará, o por lo menos que los dos estados, lo sublime y lo perverso, confundidos por su vanidad y sin embargo discernidos por su culpabilidad, pasen inadvertidos por los dioses. Espera que las divinidades no reconozcan lo comido, que gocen del manjar y lo feliciten.
Ese pasaje simbólico expresa así la perversión de Tántalo y su tentativa culpable por liberarse (del hijo muerto), señalando la forma perversa que adquiere su vanidad (el hijo asesinado, en la mesa de los dioses). Expone de este modo el estado psíquico que resulta de tal perversión: el desgarramiento entre la vanidad y la culpabilidad, la incertidumbre que busca justificarse. El manjar, el hijo asesinado, siendo una falsa purificación ofrecida a las divinidades, su aceptación por éstas como símbolo de la pureza ideal— simbolizaría la absolución vanamente buscada: el apaciguamiento completo de la culpabilidad, la justificación suprema de la purificación falsa y vanidosa. A fin de captar toda la amplitud de la simbolización, es importante señalar que Tántalo no sacrifica solamente su perversión, lo cual sería su verdadera sublimación. Su proyecto de ser igual a los dioses lo incita a una elevación exaltada, empujándolo a matar a «su hijo», los deseos naturales. Sucumbe a la perversión por la exaltación hacia lo sublime. Todo hombre debería sacrificar la tentación exaltada de las pulsiones corporales. Pero sacrificar el deseo natural de las pulsiones es sobrepasar la condición humana, es aspirar a ese grado supremo de sublimidad que se halla designado por el simbolismo «divinización». (El mito griego —ya lo hemos dicho, pero habrá que repetirlo— no incluye esta posibilidad suprema de la naturaleza humana, centro del mito cristiano.)
Desprovisto Tántalo de su fuerza de realización, su aspiración recae al nivel de la imaginación exaltada, transformándose en una perversión más peligrosa todavía que la exaltación de los deseos corporales. Se trata de la perversión del espíritu en su forma más decisiva: la vanidad llevada a su paroxismo.
Tal es la falta de Tántalo.
Se debate vanamente contra la condición humana; sacrifica su «hijo», los deseos naturales. Lo mata para ofrecerlo a los dioses; pero su ofrenda no es más que embuste. No sacrifica en sí mismo al espíritu perverso, sino que mata solamente su cuerpo, mortificando su carne (el hijo del hombre) en lugar de ofrecer su alma purificada (el hijo de dios).
Pero las divinidades no se dejan engañar. Reconocen la blasfemia. Saben distinguir el espíritu verdadero del espíritu falso, el alimento sublime de la alimentación perversa.
Solamente una divinidad se deja engañar. Es Deméter, diosa de la tierra nutricia, diosa que ofrece los frutos de la tierra, los goces naturales, la satisfacción de los deseos justificables frente al espíritu. Ella puede equivocarse, ya que lo que se le ofrece son los deseos naturales, cosa que ella ama. Ella «ama» al «hijo del hombre», a la carne, a los goces terrestres, los frutos de la tierra, ya que su función simbólica es la de ofrecerlos. Pero no puede sino dejarse engañar provisionalmente; ya que muy pronto percibe que lo que está comiendo es el fruto corrupto, la carne mortificada, el goce terrestre, su propio don, pero negado y sacrificado por desprecio. Horrorizada, devuelve lo que se le ha ofrecido. Y Zeus restablece el orden de la naturaleza, deseosa de que viva «el hijo del hombre», el deseo natural, resucitando así a Pélope.
Tántalo, culpable, es castigado.
Lo expulsan del Olimpo, es arrojado fuera de la esfera del espíritu. Ha rechazado, no por su sublimación sino por exaltación perversa, las satisfacciones vitales y elementales que los dioses reservaban a todo hombre, y son las divinidades quienes le niegan para siempre las alegrías sublimes y espirituales para las cuales sus facultades estaban excepcionalmente dotadas. Es precipitado en las profundidades subterráneas, símbolo del subconsciente, míticamente llamado Tártaro (Infierno), región de la culpabilidad rechazada, del tormento sin fin, región de la desesperación donde el hombre culpable debe expiar.
El mito nos muestra a Tántalo, condenado a estar subido a un árbol cuyos frutos están al alcance de la mano, mientras sus pies se hunden en el agua. Cuando tiende la mano para coger los frutos éstos desaparecen, y cuando se inclina a beber, el agua se retira.
¿Cuál es la significación “psicológica de esa imagen del castigo? A toda exaltación hacia el espíritu sucede la caída. Según su sentido oculto, el castigo no es más que la consecuencia del estado psíquico de Tántalo. La primera parte del mito simboliza la aventura loca; la situación final simboliza la explosión de la locura manifiesta. El ascetismo no es la única forma malsana que adopta la exaltación del espíritu en su máximo punto de ruptura. A la destrucción ascética del cuerpo corresponde la disociación delirante de la psique; al rechazo excesivo de los deseos corporales responde la explosión alucinante. Esa ley psíquica se observa con más frecuencia que en otras manifestaciones en el delirio místico, dividido en dos estados distintos: uno eufórico (vanidad delirante), estado mediante el cual el enfermo se representa el cielo abierto y se ve elevado a la altura del espíritu (simbólicamente hablando se cree un invitado de Dios); y el estado atormentado (culpabilidad alucinante) mediante la cual el enfermo se cree condenado para siempre por el espíritu, siendo el más indigno de los hombres, y excluido de toda satisfacción.
El castigo al cual es condenado Tántalo por el veredicto de «la divinidad ultrajada», por la «sentencia» del espíritu de la vida, por la ley psíquica, es el más justo que pueda existir: trata de la simple ilustración de la legalidad de la vida y de su justicia inherente. Tal castigo no es más que otro aspecto del crimen cometido: cuando el individuo se entrega a la loca aventura de una elevación que rebasa el límite de sus fuerzas, cuando se excede más allá del margen de sus fuerzas con el fin de exaltar sus deseos espirituales, no le queda más energía para satisfacer sus deseos naturales. Esa es la ley secreta del ascetismo. El hombre cree cometer la acción más sublime (igualarse a la divinidad), y no es más que la víctima de una obsesión malsana.
El agua que se retira y los frutos que se escapan son los símbolos claros de una pérdida del sentido de lo real, símbolo de la imaginación impotente en estado de alucinación. La alucinación ofrece a Tántalo los frutos y el agua, elementalmente necesarios para calmar el hambre y la sed. Pero cuando trata de tomarlos, no puede hacerlo; las promesas alucinantes no son más que fantasmas, y su mano busca vanamente. El agua y los frutos, la satisfacción de su sed y de su hambre le son al mismo tiempo que alucinantemente prometidos, realmente prohibidos por su espíritu ascético, por el espíritu de esa vida que él no anima y que, a fuerza de exaltación vanidosa, no se manifiesta más que bajo la forma del tormento y de la inhibición, bajo la máscara de la culpabilidad exaltada: el insaciable que, por exaltación vanidosa, no ha sabido contentarse con el alimento sublime que los dioses han querido ofrecerle, tampoco puede, por culpabilidad exaltada, coger el alimento terrestre y corporal. El símbolo del castigo (los frutos que se evaporan) tiene así la misma significación que el símbolo del crimen (el hijo asesinado). Aquí —como en casi todos los mitos— parece que la perversión y el castigo son una y la misma cosa. La culpa es el castigo. La intervención de la divinidad no es más que un símbolo entre otros, indicador de la falta cometida o la falta obviada y su consecuencia: la deformación malsana o la sana formación del psiquismo. El funcionamiento legal actúa inevitablemente por sí mismo, por sus propios medios. En el mito de Tántalo, los símbolos del castigo, el agua y los frutos que se rechazan son la repetición final y la demostración del tema central del mito: la impotencia corporal y espiritual, consecuencia de la exaltación imaginativa.
Pues los símbolos finales no solamente expresan el vano delirio de la sed y el hambre corporales, sino que contienen también el otro aspecto de la locura manifiesta: el enloquecimiento impotente del espíritu que ya no encuentra satisfacción alguna más que por medio de la alucinación. El agua, gracias a su cualidad refrescante y purificadora, es el símbolo constante de la espiritualización-sublimación (que se ha vuelto inaccesible), y los frutos que se evaden de las manos del culpable castigado no son solamente el símbolo del alimento corporal, sino que representan también la obra espiritual. Simbolizan los «frutos» que la sublimación debería producir, los frutos del frustrado esfuerzo espiritual. Todos los frutos de su esfuerzo espiritual se le escapan al hombre malsanamente exaltado, a Tántalo. Su castigo es lo contrario de lo que su exceso frente a la intensidad de la vida había querido obtener: es la esterilidad definitiva del espíritu que penetra la sombra de la locura.
Después de la traducción del mito de Tántalo puede ser interesante hacer notar con mayor precisión el paralelismo (señalado antes, por lo demás) y también la diferencia que existe entre este mito griego y ciertos aspectos del mito cristiano.
El hijo asesinado recuerda el sacrificio. Mejor dicho, el sentido simbólico del sacrificio y el renunciamiento a los bienes terrestres por amor al espíritu (la divinidad). De este modo, el simbolismo del «hijo asesinado» se encuentra en los mitos de todos los pueblos. Por no citar más que un ejemplo: cuando Abraham se dispone a sacrificar a su hijo, un ángel (intuición sublime) le revela que el único sacrificio valioso es la purificación del alma y de toda exaltación en ella, purificación cuyo símbolo más constante es el animal inocente, el cordero (el hecho de que el hombre a sacrificar se haya reemplazado por el animal indica al mismo tiempo la purificación de las costumbres que corresponde a la transformación evolutiva de las tribus de cazadores en tribus de pastores).
En el mito judeocristiano el padre mítico de todos los hombres y Dios único, es símbolo de la idealización perfecta del espíritu. La madre mítica, por el contrario, es la tierra, el mundo manifiesto, el mundo sensible simbolizado en el mito griego por Deméter (terra-mater), y en el mito cristiano por la madre-virgen: María. En tanto el mundo sensible permanezca inocente (virgen), en la medida en que no haya sido vanidosamente exaltado, encuéntrase justificado frente al Dios-Espíritu. Únicamente la revuelta vanidosa (la promesa de la serpiente) puede herir el mundo de los sentidos (los deseos). Es así como en el mito cristiano, el símbolo del mundo inocente y bueno, de la madre mítica, María, es representado con frecuencia sobre la esfera terrestre destruyendo con su pie a la serpiente.
Míticamente hablando, todo hombre es «hijo de dios». Es hijo de madre y padre míticos, hijo del espíritu y de la tierra. Los héroes míticos son más especialmente los «hijos de dios»: el espíritu, herencia del padre mítico, actúa en ellos; pero los deseos corporales no están menos presentes, ni los deseos terrenales, producidos por la madre mítica. De ahí el peligro de exaltación y, por lo tanto, los conflictos típicos del hombre, simbolizados por los combates que debe llevar a cabo el héroe.
Para un desarrollo consecuente de la imaginación simbólica, el héroe del mito cristiano es representado como hijo de la tierra virgen, María, y del Espíritu Santo. Así se convierte en el vencedor definitivo del conflicto interior. Estando los deseos terrenales perfectamente disueltos, su energía se espiritualiza. Los goces corpóreos se convierten realmente y sin exaltación vanidosa en alegría sublime. Ese sacrificio último de los deseos múltiples es igualmente expresado por el símbolo del «hijo asesinado». Sin embargo, en virtud de la victoria realizada, el «hijo sacrificado» ya no significa el rechazo de algo sino quien sacrifica su «hijo» a la divinidad, sino que es «Dios» quien unió del siguiente modo. Gracias a su purificación perfecta, el héroe del mito cristiano —siendo un hombre real— se ha convertido en un «igual» del símbolo «divinidad»: es simbólicamente divinizado, es decir, que se ha convertido en la manifestación real de la cualidad ideal de la cual la divinidad es símbolo. Tal cualidad para seguir siendo el ideal exigido (simbólicamente hablando: Dios «quiere»), debe lograr que su «hijo» simbólico, el hombre real, resista hasta en la muerte el asalto del mundo perverso sin dejarse caer en la perversión. Expresado en el plano simbólico: Dios-Hijo se sacrifica a los hombres, mostrando, gracias a su invencible fuerza de sublimación, el camino de la salvación.
Pero la analogía simbólica entre el mito griego y el mito del Nuevo Testamento es todavía más profunda. No concierne solamente al contraste entre la elevación vanidosa de Tántalo y la elevación sublime del mito cristiano, sino que toca también al simbolismo de la caída que (narrada en el Antiguo Testamento) precede a la elevación perfecta y sublime, de modo que la analogía se extiende así hasta el mito judaico.
Satán, el espíritu caído (simbólicamente: el ángel caído), quiso —como Tántalo— igualarse a la divinidad. Como Tántalo es expulsado del cielo (lugar simbólico de la alegría) siendo precipitado en el infierno (lugar simbólico del tormento). Como Tántalo, Satán simboliza la exaltación imaginativa. Pero, y aquí se da la diferencia fundamental entre las dos culturas, el mito griego sigue siendo una aparición singular e individual, mientras que en el mito judeocristiano el ángel caído simboliza al espíritu del Mal. No es solamente la ilustración aislada del destino de la imaginación exaltada; es la personificación de esa función psíquica, pues simboliza la culpa y la caída del mundo entero. El principio psicológico del Mal (la exaltación vanidosa) se convierte en el plan simbólico en el príncipe del Mal, el demonio que, en forma de serpiente (vanidad), promete a Adán (símbolo de la humanidad) igualarlo a Dios. La diferencia más importante y más significativa entre el mito griego y el mito judeocristiano reside en el hecho de que Satán no incita a rechazar el fruto y a rebelarse contra el espíritu, sino a comer el fruto y rebelarse contra el «Espíritu-Dios». Pero la diferencia no es más que aparente, pues —psicológicamente hablando las exaltaciones inversas están ambivalentemente ligadas y terminan por fundirse en una misma significación. El rechazo exaltado de los deseos terrenales, de los «frutos», conduce —como lo muestra el castigo de Tántalo— los deseos a la exaltación alucinada de éstos mismos a su insaciabilidad: al deseo –aunque impotente— de coger el «fruto» (la invitación de la serpiente-Satán). El mito cristiano agrega al mito judío de la caída la explicación simbólica del estado de elevación perfecta, realmente alcanzado por el héroe (en la redención). El mito griego —precursor en ese sentido incompleto— ignora la visión del estado de elevación en su más alto grado y en su forma más perfecta; se conforma con expresar el horror que, comparado con su ideal de armonía, le inspira el exceso de elevación vana, impotente e insaciable que, en verdad, no es más que la caída mito de Tántalo.
Mediante el mito de Perseo, la cultura griega, logra simbolizar la elevación sana y armónica, conforme a su ideal de equilibrio entre las pulsiones.
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