martes, 21 de marzo de 2017

Fray Luis de León

Belmonte, 1527 o 1528 -Madrigal de las Altas Torres, 23 de agosto de 1591) fue un poeta, humanista y religioso agustino español de la escuela salmantina.
Fray Luis de León es uno de los poetas más importantes de la segunda fase del Renacimiento español. Su obra forma parte de la literatura ascética de la segunda mitad del siglo XVI y está inspirada por el deseo del alma de alejarse de todo lo terrenal para poder alcanzar lo prometido por Dios, identificado con la paz y el conocimiento. Los temas morales y ascéticos dominan toda su obra.
Con catorce años, marchó a Salamanca para ingresar en la Orden de los Agustinos, probablemente en enero de 1543, y profesó en 1544. Salamanca constituyó más adelante el centro de su vida intelectual como profesor de su universidad.
Estuvo un periodo en la cárcel (en Valladolid, en la calle que ahora recibe el nombre de Fray Luis de León) por traducir la Biblia a la lengua vulgar sin licencia; concretamente, por su célebre versión del Cantar de los cantares. En prisión escribió De los nombres de Cristo y varias poesías, entre las cuales está la Canción a Nuestra Señora. Tras su estancia en prisión (del 27 de marzo de 1572 al 7 de diciembre de 1576), fue nombrado profesor de filosofía moral y un año más tarde consiguió la cátedra de la Sagrada Escritura, que obtuvo en propiedad en 1579.
Tras salir de la cárcel, regresó a dictar su cátedra. Sus biógrafos cuentan que Fray Luis acostumbraba en sus años de docencia resumir las lecciones explicadas de la clase anterior y que al volver a la Universidad, en enero de 1577, retomó sus lecciones con la frase “Decíamos ayer…” (Dicebamus hesterna die), como si sus cuatro años de prisión no hubieran transcurrido.
El propio fray Luis dejó escrito su concepto de la poesía, "una comunicación del aliento celestial y divino", en su De los nombres de Cristo, libro I, "Monte", "para que el estilo del decir se asemeje al sentir, y las palabras y las cosas fuesen conformes":
Sus temas preferidos y personales, si dejamos a un lado los morales y patrióticos que también cultivó ocasionalmente, son, en el largo número de odas que llegó a escribir, el deseo de la soledad y del retiro en la naturaleza (tópico del Beatus Ille), y la búsqueda de paz espiritual y de conocimiento (lo que él llamó la verdad pura sin velo), pues era hombre inquieto, apasionado y vehemente, aquejado por todo tipo de pasiones, y deseaba la soledad, la tranquilidad, la paz y el sosiego antes que toda cosa:
Como poeta desarrolló la lira como estrofa, pero prefería el endecasílabo para las traducciones de poetas latinos y griegos, que por lo general realizaba en tercetos encadenados o en octava real.
Escribir, piensa Fray Luis, es actividad difícil ("negocio de particular juicio"). Se usarán palabras comunes, pero selectas. Las que todos hablan, elige las que convienen y mira el sonido de ellas y aun cuenta a veces las letras y las pesa y las mide y las compone para que no solamente digan con claridad lo que pretenden decir, sino también con armonía y dulzura.

Aunque su estilo es en apariencia sobrio y austero, y según Marcelino Menéndez Pelayo reflejaba la sofrosine o equilibrio griego, la crítica actual ha hecho notar que su lenguaje y técnica traslucen el carácter vehemente y apasionado del autor. Así que su estilo sólo es sencillo y austero en cuanto a las imágenes, el vocabulario y los adornos, pero la sintaxis, que dice más sobre la esencia verdadera del autor, se ve constreñida por la exigente forma de la lira y recurre con frecuencia desusada al encabalgamiento abrupto, expresando con ello un carácter atormentado, y desborda con frecuencia el cauce del verso y aun de la estrofa.                                  (De Wikipedia)




Vida retirada

¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio moro, en aspes sustentado.

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera;
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado,
si en busca de este viento
ando desalentado
con ansias vivas y mortal cuidado?

¡Oh campo, oh monte, oh río!
¡Oh secreto seguro deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
del que la sangre sube o el dinero.

Despiértenme las aves
con su cantar suave no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
quien al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa
de ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va esparciendo.

El aire el huerto orea,
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido,
que del oro y del cetro pone olvido.

Ténganse su tesoro
los que de un flaco leño se confían:
no es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna; al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.

A mí una pobrecilla
mesa, de amable paz bien abastada,
me baste; y la vajilla
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrasando
en sed insaciable
del no durable mando,
tendido yo a la sombra esté cantando. 

A la sombra tendido,
de yedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce acordado
del plectro sabiamente meneado. 

Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.




Alargo enfermo el paso, y vuelvo, cuanto
alargo el paso, atrás el pensamiento;
no vuelvo, que antes siempre miro atento
la causa de mi gozo y de mi llanto.

Allí estoy firme y quedo, mas en tanto
llevado del contrario movimiento,
cual hace el extendido en el tormento,
padezco fiero mal, fiero quebranto.

En partes, pues, diversas dividida
el alma, por huir tan cruda pena,
desea dar ya al suelo estos despojos.

Gime, suspira y llora dividida,
y en medio del llorar sólo esto suena:

—¿Cuándo volveré, Nise, a ver tus ojos?
 




Folgaba el Rey Rodrigo
con la hermosa Cava en la ribera
del Tajo, sin testigo;
el río sacó fuera
el pecho, y le habló desta manera:

En mal punto te goces,
injusto forzador; que ya el sonido
oyo, ya y las voces,
las armas y el bramido
de Marte, de furor y ardor ceñido.

 
¡Ay! esa tu alegría
qué llantos acarrea, y esa hermosa,
que vio el sol en mal día,
a España ¡ay cuán llorosa!,
y al cetro de los Godos ¡cuán costosa!

 
Llamas, dolores, guerras,
muertes, asolamientos, fieros males
entre tus brazos cierras,
trabajos inmortales
a ti y a tus vasallos naturales;

 
a los que en Constantina
rompen el fértil suelo, a los que baña
el Ebro, a la vecina
Sansueña, a Lusitaña:
a toda la espaciosa y triste España.

 
Ya dende Cádiz llama
el injuriado Conde, a la venganza
atento y no a la fama,
la bárbara pujanza,
en quien para tu daño no hay tardanza.

 
Oye que al cielo toca
con temeroso son la trompa fiera,
que en África convoca
el moro a la bandera
que al aire desplegada va ligera.

 
La lanza ya blandea
el árabe crüel, y hiere el viento,
llamando a la pelea;
innumerable cuento
de escuadras juntas veo en un momento.

 
Cubre la gente el suelo,
debajo de las velas desparece
la mar; la voz al cielo
confusa y varia crece;
el polvo roba el día y le escurece.

 
¡Ay!, que ya presurosos
suben las largas naves. ¡Ay!, que tienden
los brazos vigorosos
a los remos, y encienden
las mares espumosas por do hienden.
 
El Éolo derecho
hinche la vela en popa, y larga entrada
por el Hercúleo Estrecho
con la punta acerada
el gran padre Neptuno da a la armada.
 
¡Ay, triste! ¿y aun te tiene
el mal dulce regazo? ¿Ni llamado
al mal que sobreviene,
no acorres? ¿Ocupado,
no ves ya el puerto a Hércules sagrado?
 
Acude, acorre, vuela,
traspasa la alta sierra, ocupa el llano;
no perdones la espuela,
no des paz a la mano,
menea fulminando el hierro insano.

¡Ay, cuánto de fatiga,
ay, cuánto de sudor está presente
al que viste loriga,
al infante valiente,
a hombres y a caballos juntamente!

El furibundo Marte
cinco luces las haces desordena,
igual a cada parte;
la sexta, ¡ay!, te condena,
¡oh, cara patria!, a bárbara cadena.



A don Pedro Portocarrero

Virtud hija del cielo,
la más ilustre empresa de la vida; 
en el escuro suelo
luz tarde conocida,
senda que guía al bien, poco seguida: 

Tú dende la hoguera 
al cielo levantaste al fuerte Alcides;
tú en la más alta esfera
con las estrellas mides
al Cid, clara victoria de mil lides.

Por ti el paso desvía
de la profunda noche y resplandece
muy más que el claro día
de Leda el parto, y crece
el Córdoba a las nubes, y florece.

Y por tu senda agora
traspasa luengo espacio con ligero
pie y ala voladora
el gran Portocarrero
osado de ocupar el bien primero. 

Del vulgo se descuesta,
hollando sobre el oro, firme, aspira
a lo alto de la cuesta;
ni violencia de ira,
ni dulce y blando engaño le retira. 

Ni mueve más ligera,
ni más igual divide por derecha
el aire y fiel carrera,
o la traciana flecha,
o la bola tudesca un fuego hecha. 

En pueblo inculto y duro
induce poderoso igual costumbre,
y do se muestra escuro
el cielo, enciende lumbre
valiente a ilustrar más alta cumbre. 

Dichosos los que baña
el Miño, los que el mar mostroso cierra
desde la fiel montaña
hasta el fin de la tierra,
los que desprecia de Eume la alta sierra.  




A Francisco Salinas
Catedrático de música 
de la Universidad de Salamanca 
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamiento se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo ciego adora:
la belleza caduca engañadora.
 
Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es de todas la primera.

Ve cómo el gran maestro
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
mezclan una dulcísima armonía.

Aquí  la alma navega
por un mar de dulzura, y, finalmente,
en él ansí se anega,
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente. 

¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido! 

A aqueste bien os llamo,
gloria del Apolíneo sacro coro,
amigos, a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo demás es triste lloro. 

¡Oh! Suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino 
despiertan los sentidos,
quedando a lo demás amortecidos. 





En el nacimiento de doña Tomasina, 
hija del marqués deAlcañices, 
don ALvaro de Borja y doña Elvira Enríquez 

Inspira nuevo canto,
Calíope, en mi pecho en este día,
que de los Borjas canto
y Enríquez la alegría:
el rico don que el cielo les envía. 

Hermoso sol luciente,
que el día traes y llevas: rodeado
de luz resplandeciente
más de lo acostumbrado:
sal ya, verás nacido tu traslado. 

O si te place agora
en la región contraria hacer manida,
detente allá en buena hora;

que con la luz nacida
podrá ser nuestra esfera esclarecida.

Alma divina, en velo
de femeniles velos encerrada:
cuando veniste al suelo,
robaste de pasada
la celestial riquísima morada. 

Diéronte bien sin cuento
con voluntad concorde y amorosa,
quien rige el movimiento
sexto, con la diosa
que en la tercera rueda es poderosa.

De tu belleza rara
el envidioso viejo, mal pagado,
torció el paso y la cara:
y el fiero Marte airado
el camino dejó desocupado. 

Y el rojo y crespo Apolo
que, tus pasos guiando, descendía 
contigo al bajo polo,
la cítara hería.
y con divino canto ansí decía:

Desciende en punto bueno,
espíritu real, al cuerpo hermoso,
que en el ilustre seno
está ya deseoso
de dar a tu valor digno reposo. 

Él te dará la gloria
que en el terreno cerco es más tenida:
de agüelos larga historia,
por quien la no sumida
nave, por quien la España fue regida.

Tú dale, en cambio de esto,
de los eternos bienes la nobleza,
deseo alto, honesto,
generosa grandeza,
claro saber, fe llena de pureza.

En su rostro se vean
de tu beldad sin par vivas señales,
los sus dos ojos sean
dos luces celestiales,
que guíen al bien sumo a los mortales.

El cuerpo delicado
como cristal lucido y trasparente,
tu gracia y bien sagrado,
tu luz, tu continente,
a sus dichosos siglos represente. 

La soberana agüela
dechado de virtud y hermosura;  
la tía, de quien vuela
la fama, en quien la dura
muerte mostró lo poco que el bien dura:

Con todas cuantas precio
de gracia y gentileza hayan tenido,
serán por ti en desprecio
y puestas en olvido,
cual hace la verdad con lo fingido.

¡Ay, tristes! ¡Ay, dichosos
los ojos que te vieren! Huyan luego,
si fueren poderosos,
antes que prenda el fuego
contra quien no valdrá ni oro ni ruego.

Ilustre y tierna planta,
gozo del claro tronco y generoso,
creciendo, te levanta
a estado el más dichoso,
de cuantos dio ya el cielo venturoso. 




A Felipe Ruiz

En vano el mar fatiga
la vela portuguesa: que ni el seno
de Persia, ni la amiga
Maluca da árbol bueno,
 que pueda hacer un ánimo sereno.

No da reposo al pecho,
Felipe, ni la mina, ni la rara
esmeralda provecho;
que más tuerce la cara
cuanto posee más el alma avara.

Al capitán romano
la vida, y no la sed, quitó el bebido
tesoro persiano;
y Tántalo, metido
en medio de las aguas, afligido 

de sed está; y más dura
la suerte es del mezquino, que sin tasa
se cansa a sí; y endura
el oro, y la mar pasa
osado, y no osa abrir la mano escasa. 

¿Qué vale el no tocado
tesoro, si corrompe el dulce sueño:
si estrecha el ñudo dado,
si más enturbia el ceño,
y deja en la riqueza pobre al dueño? 


Profecía del Tajo 

Folgaba el Rey Rodrigo
con la hermosa Caba en la ribera
del Tajo sin testigo.
El pecho sacó fuera
el río, y le habló de esta manera:

En mal punto te goces,
injusto forzador: que ya el sonido,
y las amargas voces,
y ya siento el bramido
de Marte, de furor y ardor ceñido.

¡Aquesta tu alegría,
qué llantos acarrea! ¡Aquesa hermosa,
que vio el sol en mal día,
al Godo, ¡ay! cuan llorosa,
al soberano sceptro, ¡ay! ¡cuan costosa!

Llamas, dolores, guerras,
muertes, asolamientos, fieros males
entre tus brazos cierras,
trabajos inmortales
a ti y a tus vasallos naturales.

A los que en Constantina
rompen el fértil suelo, a los que baña
el Ebro, a la vecina
Sansueña a Lusitana:
a toda la espaciosa y triste España.

Ya dende Cádiz llama
el injuriado Conde, a la venganza
atento, y no a la fama
la bárbara pujanza,
en quien para tu daño no hay tardanza. 

0ye que al cielo toca
con temeroso son la trompa fiera
que en África convoca
el moro a la bandera.
que al aire desplegada va ligera. 

La lanza ya blandea
el árabe cruel, y hiere el viento
llamando a la pelea:
innumerable cuento
de escuadras juntas veo en un momento. 

Cubre la gente el suelo:
debajo de las velas desparece 
la mar, la voz al cielo
confusa, incierta, crece;
el polvo roba el día y le escurece. 

¡Ay!, que ya presurosos
suben las largas naves ¡Ay!, que tienden
los brazos vigorosos
a los remos, y encienden
las mares espumosas por do hienden.

El Eolo derecho
hinche la vela en popa, y larga entrada
por el hercúleo estrecho
con la punta acerada
el gran padre Neptuno da a la armada.

¡Ay triste! ¿Y aún te tiene
el mal dulce regazo? ¿Ni llamado,
al mal que sobreviene
no acorres? ¿Abrazado
con tu calamidad, no ves tu Hado?

Acude, acorre, vuela,
traspasa la alta sierra, ocupa el llano,
no perdones la espuela,
no des paz a la mano,
menea fulminando el hierro insano.

¡Ay!, ¡cuánto de fatiga!
¡Ay!, ¡cuánto de sudor está presente
al que viste loriga,
al infante valiente:
a hombres y a caballos juntamente!

Y tú, Betis divino,
de sangre ajena y tuya amancillado,
darás al mar vecino,
¡cuánto yelmo quebrado!,
¡cuánto cuerpo de nobles destrozado!

El furibundo Marte
cinco luces las haces desordena,
igual a cada parte;
la sexta, ¡ay!, te condena,
¡oh cara patria! a bárbara cadena!.





Noche serena 

Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado:

El amor y la pena
despiertan en mi pecho una ansia ardiente;  
despiden larga vena
los ojos hechos fuente;
la lengua dice al fin con voz doliente:

¡Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura!
Mi alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel, baja, escura? 

¿Qué mortal desatino
de la verdad aleja así el sentido,
que de tu bien divino
olvidado, perdido
sigue la vana sombra, el bien fingido? 

El hombre está entregado
al sueño, de su suerte no cuidando,
y con paso callado
el cielo, vueltas dando,
las horas del vivir le va hurtando. 

¡Ay!, ¡despertad, mortales!
Mirad con atención en vuestro daño.
¿Las almas inmortales
hechas a bien tamaño,  
podrán vivir de sombra y solo engaño?

¡Ay!, ¡levantad los ojos
a aquesta celestial eterna esfera!
burlaréis los antojos
de aquesa lisonjera
vida, con cuanto teme y cuanto espera. 

¿Es más que un breve punto
el bajo y torpe suelo, comparado
a aqueste gran trasumpto,
do vive mejorado
lo que es, lo que será, lo que ha pasado?

Quien mira el gran concierto
de aquestos resplandores eternales,
su movimiento cierto,
sus pasos desiguales,
y en proporción concorde tan iguales: 


La luna cómo mueve
la plateada rueda, y va en pos de ella
la luz do el saber llueve,
y la graciosa estrella
de amor le sigue reluciente y bella: 

Y cómo otro camino
prosigue el sanguinoso Marte airado,
y el Júpiter benino
de bienes mil cercado
serena el cielo con su rayo amado: 

Rodéase en la cumbre
Saturno, padre de los siglos de oro;
tras dél la muchedumbre
del reluciente coro
su luz va repartiendo y su tesoro: 

¿Quién es el que esto mira,
y precia la bajeza de la tierra,
y no gime y suspira
por romper lo que encierra
al alma, y de estos bienes la destierra? 

Aquí vive el contento;
aquí reina la paz; aquí, asentado
en rico y alto asiento,
está el Amor sagrado
de honras y deleites rodeado. 

Inmensa hermosura
aquí se muestra toda, y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.

¡0h campos verdaderos!
¡Oh prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh deleitosos senos!
¡Repuestos valles de mil bienes llenos!



A Felipe Ruiz 

¿Cuándo será que pueda
libre de esta prisión volar al cielo,
Felipe, y en la rueda
que huye más del suelo,
contemplar la verdad pura sin velo? 

Allí, a mi vida junto,
en luz resplandeciente convertido,
veré distinto y junto
lo que es y lo que ha sido,
y su principio propio y ascondido. 

Entonces veré cómo
el divino poder echó el cimiento
tan a nivel y plomo,
do estable, eterno asiento
posee el pesadísimo elemento.

Veré las inmortales
columnas, do la tierra está fundada;
las lindes y señales
con que a la mar airada
la Providencia tiene aprisionada.

Por qué tiembla la tierra,
por qué las hondas mares se embravecen,
do sale a mover guerra
el cierzo, y por qué crecen
las aguas del océano y descrecen.

De do manan las fuentes;
quién ceba y quién bastece de los ríos
las perpetuas corrientes;
de los helados fríos
veré las causas y de los estíos. 

Las soberanas aguas
del aire en la región quién las sostiene;
de los rayos las fraguas;
do los tesoros tiene
de nieve Dios, y el trueno dónde viene.

¿No ves cuando acontece
turbarse el aire todo en el verano?
El día se ennegrece,
 sopla el gallego insano,
y sube hasta el cielo el polvo vano;

y entre las nubes mueve
su carro Dios ligero y reluciente,
horrible son conmueve,
relumbra fuego ardiente,
treme la tierra, humíllase la gente.

La lluvia baña el techo;
envían largos ríos los collados;
su trabajo deshecho,
los campos anegados,
miran los labradores espantados.

Y de allí levantado
veré los movimientos celestiales,
ansí el arrebatado
como los naturales,
las causas de los hados, las señales.

Quién rige las estrellas
veré, y quién las enciende con hermosas
y eficaces centellas;
por qué están las dos osas
de bañarse en el mar siempre medrosas.

Veré este fuego eterno,
fuente de vida y luz, do se mantiene;
y por qué en el invierno
tan presuroso viene,
por qué en las noches largas se detiene.

Veré, sin movimiento
en la más alta esfera, las moradas
del gozo y del contento,
de oro y luz labradas,
de espíritus dichosos habitadas. 



A don Pedro Portocarrero, ausente


La cana y alta cumbre
de Illíberi, clarísimo Carrero,
contiene en sí tu lumbre
ya casi un siglo entero,
y mucho en demasía
detiene nuestros gozos y alegría; 

los gozos, que el deseo
figura ya en tu vuelta, y determina;
a do vendrá el Lieo;
y de la Caballina
fuente la moradora;
y Apolo con la cítara cantora. 

Bien eres generoso
pimpollo de ilustrísimos mayores;
mas esto, aunque glorioso,
son títulos menores,
que tú, por ti venciendo,
a par de las estrellas vas luciendo.
Y juntas en tu pecho
una suma de bienes peregrinos,
por donde con derecho
nos colmas de divinos
gozos con tu presencia,
y de cuidados tristes con tu ausencia. 

Porque te ha salteado
en medio de la paz la cruda guerra,
que agora el Marte airado
despierta en la alta sierra,
lanzando rabia y sañas
en las infieles bárbaras entrañas. 

Do mete a sangre y fuego
mil pueblos el morisco descreído,
a quien ya perdón ciego
hubimos concedido,
a quien en santo baño
teñimos para nuestro mayor daño;
para que el nombre amigo,
 (¡ay piedad cruel!), desconociese
el ánimo enemigo,
y ansí más ofendiese:
mas tal es la fortuna
que no sabe durar en cosa alguna. 

Ansí la luz que agora
serena relucía, con nublados
veréis negra a deshora.
y los vientos alados
amontonando luego
nubes, lluvias, horrores, trueno y fuego. 

Mas tú aquí, solamente
temes del caro Alfonso, que inducido
de la virtud ardiente
de pecho no vencido,

por lo más peligroso
se lanza discurriendo victorioso. 

Como en la ardiente arena
el líbico león las cabras sigue, 
las haces desordena,
y rompe y las persigue
armado relumbrando,
la vida por la gloria despreciando. 

Testigo es la fragosa
Poqueira, cuando él solo y traspasado
con flecha ponzoñosa
sostuvo denodado,
y convirtió en huida
mil banderas de gente descreída. 

Mas, sobre todo, cuando
los dientes de la muerte agudos, fiera,
apenas declinando.
alzó nueva bandera,
mostró bien claramente
valor no vencible lo excelente. 

El, pues, relumbre claro
sobre sus claros padres; mas tú en tanto,
dechado de bien raro,
abraza el ocio santo;
que muchos son mejores
 los frutos de la paz y muy mayores.


Contra un juez avaro 

Aunque en ricos montones
levantes el cautivo, inútil oro;
y aunque tus posesiones
mejores con ajeno daño y lloro;
Y aunque, cruel tirano,
oprimas la verdad, y tu avaricia
cerrada en nombre vano,
convierta en compra y venta la justicia; 
Y aunque engañes los ojos
del mundo, a quien adoras; no por tanto
no nacerán abrojos
agudos en tu alma; ni el espanto. 
No velará en tu lecho,
ni huirás la cuita, la agonía
del último despecho;
ni la esperanza buena en compañía 
del gozo tus umbrales
penetrará jamás; ni la Meguera
con llamas infernales,
con serpentino azote la alta y fiera
Y diestra mano armada,
saldrá de tu aposento sola un hora;
¡ay! ni tendrás clavada
la rueda, aunque más puedas, voladora 
del tiempo, hambriento y crudo,
que viene, con la muerte conjurado,
a dejarte desnudo
del oro y cuanto tienes más amado; 
Y quedarás sumido
en males no finibles, y en olvido.
 



Esperanzas burladas 

Huid, contentos, de mi triste pecho.
¿Qué engaño os vuelve a do nunca pudistes
tener asiento ni hacer provecho? 

Tened en la memoria, cuando fuiste
con público pregón, ¡ay!, desterrados
de toda mi comarca y reinos tristes. 

A do ya no veréis sino nublados,
y viento, y torbellino, y lluvia fiera,
suspiros encendidos y cuidados. 

No pinta el prado aquí la primavera,
ni nuevo sol jamás las nubes dora,
ni canta el ruiseñor lo que antes era. 

La noche aquí se vela, aquí se llora
el día miserable sin consuelo,
y vence al mal de ayer el mal de agora. 

Guardad vuestro destierro, que ya el suelo
no puede dar contento al alma mía,
si ya mil vueltas diere andando el cielo. 

Guardad vuestro destierro, si alegría,
si gozo, y si descanso andáis sembrando,
que aqueste campo abrojos sólo cría. 

Guardad vuestro destierro, si tornando
de nuevo no queréis ser castigados
con crudo azote y con infame bando. 

Guardad vuestro destierro, que olvidados
de vuestro ser, en mí seréis dolores:
tal es la fuerza de mis duros hados.

Los bienes más queridos y mejores
se mudan, y en mi daño se conjuran,
y son, por ofenderme, a sí traidores.


Mancíllanse mis manos, si se apuran;
la paz y la amistad, me es cruda guerra;
la culpa falta, mas las penas duran.

Quien mis cadenas más estrecha y cierra
es la inocencia mía y la pureza;
cuando ella sube, entonces vengo a tierra.

Mudó su ley en mí naturaleza,
y pudo en mí el dolor lo que no entiende
ni seso humano ni mayor viveza.

Cuanto desenlazarse más pretende
el pájaro cautivo, más se enliga,
y la defensa mía más me ofende. 

En mí la ajena culpa se castiga,
y soy del malhechor, iay!, prisionero,
y quieren que de mí la fama diga:

Dichoso el que jamás ni ley ni fuero,
ni el alto tribunal, ni las ciudades,
ni conoció del mundo el trato fiero.

Que por las inocentes soledades,
recoge el pobre cuerpo en vil cabaña,
y el ánimo enriquece con verdades. 

Cuando la luz el aire y tierras baña,
 levanta al puro sol las manos puras,
sin que se las aplomen odio y saña.

Sus noches son sabrosas y seguras,
la mesa le bastece alegremente
el campo, que no rompen rejas duras. 


Lo justo le acompaña, y la luciente 
verdad, la sencillez en pechos de oro,
la fe no colorada falsamente.

De ricas esperanzas almo coro,
y paz con su descuido le rodean,
y el gozo, cuyos ojos huye el lloro.

Allí, contento, tus moradas sean; 
allí te lograrás, y a cada uno
de aquellos que de mi saber desean,
les di que no me viste en tiempo alguno.



A don Pedro Portocarrero

No siempre es poderosa,
Carrero, la maldad; ni siempre atina
la envidia ponzoñosa:
y la fuerza sin ley que más se empina,
al fin la frente inclina;
que quien se opone al cielo,
cuando más alto sube viene al suelo.
Testigo es manifiesto
el parto de la tierra mal osado,
que cuando tuvo puesto
un monte encima de otro y levantado,
al hondo derrocado,
sin esperanza gime
debajo su edificio que le oprime.

Si ya la niebla fría,
al rayo que amanece odiosa ofende,
y contra el claro día
las alas escurísimas extiende,
no alcanza lo que emprende,
al fin y desparece,
y el sol puro en el cielo resplandece.

No pudo ser vencida,
ni lo será jamás, ni la llaneza,
ni la inocente vida,
ni la fe sin error, ni la pureza,
por más que la fiereza
del tigre ciña un lado,
y el otro el basilisco emponzoñado.

Por más que se conjuren
el odio, y el poder, y el falso engaño,
y ciegos de ira apuren
lo propio y lo diverso, ajeno, extraño,
jamás le harán daño;
antes cual fino oro
recobra del crisol nuevo tesoro. 
 
El ánimo constante
armado de verdad, mil aceradas,
mil puntas de diamante
embota y enflaquece; y desplegadas
las fuerzas encerradas,
sobre el opuesto bando
con poderoso pie se ensalza hollando.
Con cien voces suena
la fama, que a la sierpe, al tigre fiero,
vencidos, los condena
a daño no jamás perecedero;
y con vuelo ligero,
viniendo la victoria,
corona al vencedor de gozo y gloria. 



En la Ascensión

¡Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, escuro,
con soledad v llanto!
Y tú, rompiendo el puro
aire, ¿te vas al inmortal seguro? 

Los antes bien hadados,
y los agora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de Ti desposeídos,
¿a do convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Aqueste mar turbado
¿quién le pondrá ya freno? ¿quién concierto
al viento fiero airado?
Estando tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?

¡Ay!, nube, envidiosa
aun de este breve gozo, ¿qué te aquejas?
¿Do vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡cuán pobres y cuan tristes, ay, nos dejas!

Tú llevas el tesoro
que sólo a nuestra vida enriquecía,
que desterraba el lloro,
que nos resplandecía
mil veces más que el puro y claro día.
¿Qué lazo de diamante,
(¡ay alma!) te detiene y encadena
a no seguir tu amante?
¡Ay, rompe y sal de pena!
¡Colócate ya libre en luz serena! 

¿Qué temes la salida?
¿Podrá el terreno amor más que la ausencia
de tu querer y vida?
Sin cuerpo no es violencia
vivir, mas lo es sin Cristo y su presencia. 

Dulce Señor y Amigo,
dulce Padre y Hermano, dulce Esposo:
en pos de Ti yo sigo,
o puesto en tenebroso,
o puesto en lugar claro y glorioso.


 


En la fiesta de Todos los Santos

¿Qué santo o qué gloriosa
virtud? ¿qué deidad que el cielo admira,
ioh! Musa, poderosa en la cristiana lira,
diremos, entre tanto que retira 
el sol con presto vuelo
el rayo fugitivo, en este día
que hace alarde el cielo de su caballería?
¿Qué nombre entre estas breñas a porfía
repetirá sonando
la imagen de la voz, en la manera,
el aire deleitando,
que el Efrateo hiciera
del sacro y verde Hermón por la ladera?

A do, ceñido el oro
crespo de verde hiedra, la montaña
condujo con sonoro
laúd, con fuerza y maña
del oso y del león domó la saña.

¿Pues quién diré primero
que el Alto y que el Humilde, que la vida
por el manjar grosero,
restituyó, perdida;
que al cielo levantó nuestra caída?
Igual al Padre Eterno,
igual al que en la tierra nace y mora,
de quien tiembla el infierno,
a quien el sol adora,
en quien todo el ser vive y se mejora.
Tras de él el vientre entero,
la Madre de esta luz, será cantada,
clarísimo lucero
en esta mar turbada.
del linaje humanal fiel abogada. 
Espíritu divino,
no callaré tu voz, tu pecho opuesto
contra el dragón malino;
ni tú en olvido puesto,
que a defender mi vida estás dispuesto.
Osado en la promesa,
Barquero de la barca no sumida,
a ti mi voz profesa;
y a ti que la lucida
noche te traspasó de muerte a vida.

¿Quién no dirá tu lloro,
tu bien trocado amor, oh Magdalena?
¿de tu nardo el tesoro,
de cuyo olor la ajena
casa, la redondez del mundo, es llena?
Del Nilo moradora
tierna flor de saber y de pureza:
de ti yo canto agora,
que de la santa alteza
de Arabia, esparce luz tu fortaleza.

¿Diré el rayo africano?
¿Diré el Estridonés sabio elocuente?
¿O del panal romano,
o del que justamente
nombraron «boca de oro» entre la gente?

Columna ardiente en fuego
el firme y gran Basilio al cielo toca,
mayor que el miedo y ruego;
y ante su rica boca
la lengua de Demóstenes se apoca.

Cual árbol, con los años
la gloria de Francisco sube y crece,  
y entre los ermitaños
el claro Antón parece
luna, que en las estrellas resplandece.
¡Ay, Padre! ¿y do se ha ido
aquel raro valor? ¡Ay! ¿qué malvado
el oro ha destruido
de tu templo sagrado?
¿Quién zizañó tan mal tu buen sembrado? 

A donde la azucena
lucía y el clavel, do el rojo trigo,
reina agora la avena,
la grama, el enemigo
cardo, la sinrazón, el falso amigo.

Convierte piadoso
tus ojos, y nos mira; y con tu mano
arranca poderoso
lo malo y lo tirano,
y planta aquello antiguo, santo y llano.  

Da paz a aqueste pecho
que hierve con dolor en noche oscura:
que, fuera de este estrecho,
diré con más dulzura
tu nombre, tu grandeza y hermosura.
No niego, dulce amparo
del alma, que mis males son mayores
que aqueste desamparo:
mas cuanto son peores,
tanto resonarán más tus loores.



A Santiago

Las selvas conmoviera,
las fieras alimañas como Orfeo,
si ya mi canto fuera
igual a mi deseo,
cantando el nombre santo Zebedeo. 

Y fueran sus hazañas
por mí con voz eterna celebradas,
por quien son las Españas
del yugo desatadas
del bárbaro furor y libertadas. 

Y aquella nao dichosa
de el cielo esclarecer merecedora,
que joya tan preciosa
nos trajo, fuera ahora
cantada del que en Citia y Cairo mora. 

Osa el cruel tirano
ensangrentar en ti su injusta espada:
no fue consejo humano,
estábate ordenada
la primera corona y consagrada. 

Asaz de bien cumpliste
lo que por ti fue a Cristo prometido:
del su cáliz bebiste,
apenas que subido
le viste al cielo ya de ti partido. 

No sufre larga ausencia,
no sufre, no, el amor que es verdadero;  
la muerte y su inclemencia
tiene por muy ligero
medio, por ver al dulce compañero. 

¡Oh viva fe constante!
¡oh verdadero pecho, amor crecido!
Un punto de su amante
no vive dividido:
síguele por los pasos que había ido. 

Cual suele el fiel sirviente,
si en el camino su amo le ha dejado,
que haciendo prestamente
lo que le fue mandado,
vuelve corriendo al amo ya alejado, 

Ansí, en un momento,
del mar Egeo al mar Atlante vuela;
do, puesto el fundamento
de la cristiana escuela,
torna buscando a Cristo a remo y vela. 

Allí por la maldita
mano el sagrado cuello fue cortado…
¡Camina en paz, bendita
alma, que ya has llegado
al término por ti tan deseado! 

A España, a quien amaste
—que siempre al buen principio el fin responde—
tu cuerpo le enviaste
para dar luz adonde
el sol su resplandor cubre y asconde. 

Por las tendidas mares
la rica navecilla va cortando;
Nereidas a millares
del agua el pecho alzando,
turbadas entre sí, vanla mirando. 

Y de ellas hubo alguna
que con las manos de la nave asida
la aguija con la una,
y con la otra tendida
a las demás que alleguen las convida. 

Ya pasa del Egeo,
[ya] vuela por el Ionio, atrás ya deja
el puerto Lilibeo;
de Córcega se aleja,
y por llegar a nuestro mar se aqueja.



Esfuerza, viento, esfuerza,
hinche la santa vela, hiere en popa;
el curso haz que no tuerza,
do Ahila casi topa
con Calpe, hasta llegar al fin de Europa. 

Y tú, España, segura
del mal y cautiverio que te espera,
con fe y voluntad pura
acude a la ribera
a recibir tu guarda verdadera. 

Que tiempo será, cuando
de innumerables huestes rodeada,
del cetro real y mando
te verás derrocada,
en sangre y llanto y en dolor bañada. 

De hacia el Mediodía
oye que ya la voz amarga suena;
la mar de Berbería
de flotas veo llena,
de gente hierven la playa y la arena. 

Con voluntad conforme
las proas contra ti se dan al viento;
y con clamor deforme
de pavoroso acento
avivan del remar el movimiento.

Y la infernal Meguera,
la frente de culebras rodeada,
guía la delantera
de la morisca armada,
de llamas, de furor, de muerte armada. 

Cielos, so cuyo amparo
España está: ¡merced en tanta afrenta!
Si ya este suelo caro
os fue, nunca consienta
vuestra piedad, que un mal tan crudo sienta. 

Mas, ¡ay!, que la sentencia
en tablas de diamante está esculpida.
Del Godo la potencia
por el suelo caída,
España en breve tiempo es destruida. 

¿Qué río caudaloso,
que los opuestos muelles ha rompido
con sonido espantoso,
por los campos tendido
tan presto y tan feroz jamás se vido? 

Mas cese el triste llanto;
recobre el español su bravo pecho:
que ya el Apóstol Santo,
otro Marte hecho,
del cielo viene a darle su derecho. 

Vesle de limpio acero
cercado y con espada relumbrante,
como un rayo ligero
cuanto le va delante
destroza y desbarata en un instante. 

De grave espanto herido,
los rayos de su vista no sostiene
el pueblo descreído:
por valiente se tiene
cualquier que para huir ánimo tiene. 

Como león hambriento,
sigue, teñida en sangre espada y mano,
de más sangre sediento,
al Moro que huye en vano:
de muertos deja lleno el monte, el llano. 

¡Huye!, si puedes tanto:
¡Huye! Más por demás, que no hay huida.
Bebe dolor y llanto
por la misma medida
con que de ti ya España fue medida. 

¡Oh gloria! ¡Oh gran prez nuestra!
¡Escudo fiel! ¡Oh celestial guerrero!
Vencido ya se muestra
el africano fiero
por ti, tan orgulloso de primero. 

Por ti del vituperio,
por ti de la afrentosa servidumbre
y duro cautiverio
libres, en clara lumbre
y de la gloria estamos en la cumbre. 

Siempre venció tu espada:
o fuese de tu mano poderosa,
o fuese meneada
de aquella generosa,
que sigue tu milicia victoriosa. 

Las enemigas haces
no sufren de tu nombre el apellido;
con sólo aquesto haces
que el español oído
sea, y de un polo a otro tan temido. 

De tu virtud divina
la fama que resuena en toda parte,
siquiera sea vecina,
siquiera más se aparte,
a las gentes conduce a visitarte. 

El áspero camino
vence con devoción, y al fin te adora
el franco, el peregrino
que Libia descolora,
el que en poniente, el que en levante mora. 






A Nuestra Señora

Virgen que el sol más pura,
gloria de los mortales, luz del cielo,
en quien la piedad es cual la alteza:
Los ojos vuelve al suelo,
y mira a un miserable en cárcel dura,
cercado de tinieblas y tristeza:
Y si mayor bajeza
no conoce ni igual juicio humano,
que el estado en que estoy por culpa ajena:
Con poderosa mano
quiebra, Reina del cielo, esta cadena. 

Virgen, en cuyo seno
halló la Deidad digno reposo,
do fue el rigor en dulce amor trocado:
Si blando al riguroso
volviste, bien podrás volver sereno
un corazón de nubes rodeado:
Descubre el deseado
rostro, que admira el cielo, el suelo adora,
y las nubes huirán, lucirá el día:
Tu luz, alta Señora,
venza esta ciega y triste noche mía.

Virgen y Madre junto,
de tu Hacedor dichosa engendradora,  
a cuyos pechos floreció la vida:
Mira como empeora
y crece mi dolor más cada punto,
el odio cunde, la amistad se olvida:
Si no es de ti valida
la justicia y verdad, que tú engendraste,
¿a dónde hallarán seguro amparo?
Y pues madre eres, baste
para contigo el ver mi desamparo. 

Virgen del sol vestida,
de luces eternales coronada,
que huellas con divinos pies la luna:
Envidia emponzoñada,
engaño agudo, lengua fementida,
odio cruel, poder sin ley ninguna
me hacen guerra a una.
Pues contra un tal ejército maldito,
¿cuál pobre y desarmado será parte,
si tu nombre bendito,
María, no se muestra por mi parte? 


Virgen, por quien vencida
llora su perdición la sierpe fiera,
su daño eterno, su burlado intento:
Miran de la ribera
seguras muchas gentes mi caída,
el agua violenta, el flaco aliento.
Los unos con contento,
los otros con espanto, el más piadoso
con lástima la inútil voz fatiga:
Yo puesto en ti el lloroso
rostro, cortando voz la onda enemiga.

Virgen, del Padre Esposa,
dulce Madre del Hijo, templo santo
del inmortal Amor, del hombre escudo:
no veo sino espanto;
Si miro la morada, es peligrosa;
si la salida, incierta; el favor mudo,
el enemigo crudo,
desnuda la verdad, muy proveída
de valedores, de armas la mentira:
La miserable vida
sólo, cuando me vuelvo a ti, respira. 

Virgen, que al alto ruego
no más humilde Sí diste que honesto,
en quien los cielos contemplar desean:
Como terrero puesto,
los brazos presos, de los ojos ciego,
a cien flechas estoy que me rodean,
que en herirme se emplean;
Siento el dolor, mas no veo la mano,
ni puedo huir, ni me es dado escudarme:
Quiera tu soberano
Hijo, Madre de amor, por ti librarme. 

Virgen, lucero amado,
en mar tempestuosa clara guía,
a cuyo santo rayo calla el viento:
Mil olas a porfía
hunden en el abismo un desarmado
leño de vela y remo, que sin tiento
el húmedo elemento
corre; la noche carga, el aire truena,
ya por el suelo va, ya el cielo toca:
gime la rota antena:
Socorre antes que embista en cruda roca.

Virgen, no inficionada
de la común mancilla y mal primero,
que al humano linaje contamina:
Bien sabes que en ti espero
desde mi tierna edad; y si malvada
fuerza, que me venció, ha hecho indina
de tu guarda divina
mi vida pecadora: tu clemencia
tanto mostrará más su bien crecido,
cuanto es más la dolencia,
y yo merezco menos ser valido.


Virgen, el dolor fiero
añuda ya la lengua, y no consiente
que publique la voz cuanto desea:
Mas oye tú al doliente
ánimo que continuo a ti vocea.





DEL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

En el profundo del abismo estabas
del no ser encerrado y detenido,
sin poder ni saber salir afuera,
y todo lo que es algo en mí faltaba,
la vida, el alma, el cuerpo y el sentido;
y en fin, mi ser no ser entonces era,
y así de esta manera
estuve eternamente
nada visible y sin tratar con gente,
en tal suerte que aun era muy más buena
del ancho mar la más menuda arena;
y el gusanillo de la gente hollado
un rey era, conmigo comparado.

Estando, pues, en tal tiniebla oscura,
volviendo ya con curso presuroso
el sexto siglo el estrellado cielo,
miró el gran Padre, Dios de la natura,
y viome en sí benigno y amoroso,
y sacóme a la luz de aqueste suelo,
vistióme de este velo,
de flaca carne y güeso,
mas diome el alma, a quien no hubiera peso,
que impidiera llegar a la presencia
de la divina e inefable Esencia,
si la primera culpa no agravara
su ligereza y alas derribara

¡Oh culpa amarga, y cuánto bien quitaste
al alma mía! ¡Cuánto mal hiciste!
Luego que fue criada y junto infusa,
tú de gracia y justicia la privaste,
y al mismo Dios contraria la pusiste;
ciega, enemiga, sin favor, confusa,
por ti siempre rehúsa
el bien, y la molesta
la virtud, y a los vicios está presta;
por ti la fiera muerte ensangrentada,
por ti toda miseria tuvo entrada,
hambre, dolor, gemido, fuego, invierno,
pobreza, enfermedad, pecado, infierno.

Así que en los pañales del pecado
fui, como todos, luego al punto envuelto
y con la obligación de eterna pena,
con tanta fuerza y tan estrecho atado,
que no pudiera de ella verme suelto
en virtud propia ni en virtud ajena,
sino de aquella (llena
de piedad tan fuerte)
bondad, que con su muerte a nuestra muerte
mató, y gloriosamente hubo deshecho,
rompiendo el amoroso y sacro pecho,
de donde mana soberana fuente
de gracia y de salud a toda gente.

En esto plugo a la bondad inmensa
darme otro ser más alto que tenía,
bañándome en el agua consagrada;
quedó con esto limpia de la ofensa,
graciosísima y bella el alma mía,
de mil bienes y dones adornada;
en fin, cual desposada
con el Rey de la gloria,
¡oh, cuán dulce y suavísima memoria!,
allí la recibió por cara Esposa,
y allí le prometió de no amar cosa
fuera de él o por él, mientras viviese.
¡Oh, si, de hoy más siquiera, lo cumpliese!

Crecí después y fui en edad entrando;
llegué a la discreción, con que debiera
entregarme a quien tanto me había dado,
y, en vez de esto la lealtad quebrando,
que en el bautismo sacro prometiera
y con mi propio nombre había firmado,
aún no hubo bien llegado
el deleite vicioso
del cruel enemigo venenoso,
cuando con todo di en un punto al traste.
¿Hay corazón tan duro en sí, que baste
a no romperse dentro en nuestro seno,
de pena el mío, de lástima el ajeno?
Más que la tierra queda tenebrosa,
cuando su claro rostro el sol ausenta
y a bañar lleva al mar su carro de oro;
más estéril, más seca y pedregosa,
que cuando largo tiempo está sedienta,
quedó mi alma sin aquel tesoro,
por quien yo plaño y lloro,
y hay que llorar contino,
pues que quedé sin luz del Sol divino,
y sin aquel rocío soberano,
que obraba en ella el celestial verano;
ciega, disforme, torpe y a la hora
hecha una vil esclava de señora.

¡Oh, Padre inmenso, que inmovible estando
das a las cosas movimiento y vida,
y las gobiernas tan süavemente!,
¿qué amor detuvo tu justicia, cuando
mi alma tan ingrata y atrevida,
dejando a ti, del bien eterno fuente,
con ansia tan ardiente
en aguas detenidas
de cisternas corruptas y podridas,
se echó de pechos ante tu presencia?
¡Oh, divina y altísima clemencia,
que no me despeñases al momento
en el largo profundo del tormento!

Sufrióme entonces tu piedad divina
y sacóme de aquel hediondo cieno,
do, sin sentir aún el hedor, estaba
con falsa paz el ánima mezquina,
juzgando por tan rico y tan sereno
el miserable estado que gozaba,
que sólo deseaba
perpetuo aquel contento;
pero sopló a deshora un manso viento
del Espíritu eterno, y, enviando
un aire dulce al alma, fue llevando
la espesa niebla que la luz cubría,
dándole un claro y muy sereno día.
Vio luego de su estado la vileza,
en que, guardando inmundos animales,
de su tan vil manjar aún no se hartara;
vio el fruto del deleite y de torpeza
ser confusión, y penas tan mortales;
temió la recta y no doblada vara,
y la severa cara
de aquel juez sempiterno;
la muerte, juicio, gloria, fuego, infierno,
cada cual acudiendo por su parte,
la cercan con tal fuerza y de tal arte,
que, quedando confuso y temeroso,
temblando estaba sin hallar reposo.

Ya que, en mí vuelto, sosegué algún tanto,
en lágrimas bañando el pecho y suelo,
y con suspiros abrasando el viento:
«Padre piadoso, dije, Padre santo,
benigno Padre, Padre de consuelo,
perdonad, Padre, aqueste atrevimiento;
a vos vengo, aunque siento,
de mí mismo corrido,
que no merezco ser de vos oído;
mas mirad las heridas que me han hecho
mis pecados, cuán roto y cuán deshecho
me tienen, y cuán pobre y miserable,
ciego, leproso, enfermo, lamentable.

Mostrad vuestras entrañas amorosas
en recebirme agora y perdonarme,
pues es, benigno Dios, tan propio vuestro
tener piedad de todas vuestras cosas;
y si os place, Señor, de castigarme,
no me entreguéis al enemigo nuestro;
a diestro y a siniestro
tomad vos la venganza,
herid en mí con fuego, azote y lanza;
cortad, quemad, romped; sin duelo alguno
atormentad mis miembros de uno a uno,
con que, después de aqueste tal castigo,
volváis a ser mi Dios, mi buen amigo».

Apenas hube dicho aquesto, cuando
con los brazos abiertos me levanta
y me otorga su amor, su gracia y vida,
y a mis males y llagas aplicando
la medicina soberana y santa,
a tal enfermedad constituida,
me deja sin herida,
de todo punto sano,
pero con las heridas del tirano
hábito, que iba ya en naturaleza
volviéndose, y con una tal flaqueza,
que, aunque sané del mal y su accidente,
diez años ha que soy convaleciente.

Al salir de la cárcel


Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado:
dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado;
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso,
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.