Del
libro "La paz interior".
Autor:
Jacques Philippe. Ediciones Rialp. S. A. Madrid
10.-
JESÚS ESTÁ EN TODO LO QUE SUFRE
La
razón definitiva que nos ayudará a afrontar serenamente el drama
del dolor es la siguiente: hemos de tomar en serio el misterio de la
Encarnación y el de la Cruz: Jesús tomó nuestra carne, realmente sobre sí nuestros sufrimientos, y de este modo está en
todo el que sufre. En el capítulo 25 del Evangelio de San Mateo
sobre el Juicio Final, Jesús dice a los que han visitado a los
enfermos y a los presos:
«Cuanto
hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo
hicisteis». Esas palabras del Señor nos enseñan que «a la caída
de la tarde nos examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz),
y en especial del amor a nuestros hermanos necesitados. Es una
llamada a la compasión. (¿Acaso esas palabras de Jesús no nos
invitan también a reconocer sus rasgos, su presencia en todos los
que sufren? Nos llaman a recurrir a todas nuestras fuerzas para
aliviar ese sufrimiento, pero también a dirigir sobre él una mirada
de esperanza. En todo dolor hay un germen de vida y de resurrección,
ya que Jesús en persona esta en él.
Si,
ante una persona que sufre, estamos convencidos de que es Jesús
quien sufre en ella, que, en palabras de San Pablo, completa en ella
lo que falta a su Pasión, (¿Como desesperarse ante ese
padecimiento? ¿Acaso no ha resucitado Cristo? (¿No es redentora su
Pasion? «No os aflijáis como esos otros que no tienen esperanza»
(1 Tes 4, 13).
11.
LOS DEFECTOS y LAS DEFICIENCIAS DE LOS DEMÁS
Ya
he aludido a la inquietud ante cualquier mal que amenace o atente
contra nuestra persona o contra nuestros prójimos como el motivo mas
frecuente de la pérdida de la paz interior.
La
respuesta es el abandono en las manos de Dios, que nos libra de todo
mal o que, si lo permite, nos da la fuerza para soportarlo y
transformarlo en beneficio nuestro.
Esta
respuesta sigue siendo válida para todas las demás causas que nos
hacen perder la paz, en las que vamos a interesarnos ahora y que son
casos particulares. No obstante, conviene hablar de ellas, pues si la
unica ley es el abandono, su práctica toma distintas formas segun el
origen de nuestros problemas y de nuestras preocupaciones.
Suele
suceder que perdamos la paz no porque un sufrimiento nos afecte o nos
amenace personalmente, sino más bien a causa del comportamiento, que
nos aflige y nos preocupa , de una persona o un grupo de personas. En
ese caso, lo que está amenazado no es directamente nuestro bien -en
el que, por otra parte, estamos interesados-, sino el bien de nuestra
comunidad, de la Iglesia o la salvación de una persona determinada.
Una
mujer puede sentirse preocupada porque no ve que se produzca la
deseada conversión de su esposo. El superior de una comunidad puede
perder la paz viendo que uno de los frailes o de las religiosas hace
lo contrario de lo que se espera de ellos. O más simplemente, nos
irrita que un pariente no se comporte en la vida cotidiana como
creemos que debía conducirse. ¡Cuánto nerviosismo provoca este
tipo de situaciones!
La
respuesta es la misma que la precedente: la confianza y el abandono.
He de hacer todo lo que se me ocurra para ayudar a mejorar a los
demás, serena y tranquilamente, y dejar el resto en las manos del
Señor, que sabrá sacar provecho de todo.
A
propósito de esto, querríamos enunciar un principio general, muy
importante para la vida espiritual y para la cotidiana, y que es el
punto en el que habitualmente tropezamos cuando se trata de los casos
citados anteriormente. Por otra parte, su campo de aplicación es
mucho más amplio que el tema de la paciencia con los defectos del
prójimo.
Este
principio es el siguiente: debemos velar no por desear únicamente
cosas buenas en sí mismas, sino también por quererlas de un modo
bueno. Estar atentos no sólo a lo que queremos, sino también a la
manera en que lo queremos. En efecto: frecuentemente pecamos así:
deseamos una cosa que es buena, incluso muy buena, pero la deseamos
de un modo que es malo. Para hacerlo comprender mejor, volvamos a uno
de los ejemplos anteriores: es normal que un superior de una
comunidad vele por la santidad de los que le han sido confiados: es
una cosa excelente, conforme con la voluntad de Dios. Sin embargo, si
ese superior se enfada, se irrita y pierde la paz ante las
imperfecciones o el escaso fervor de sus hermanos, ciertamente el
Espíritu Santo no le está inspirando. Y a menudo mostramos esta
tendencia: como la cosa que deseamos es buena, incluso realmente
querida por Dios, nos creemos justificados para desearla de tal modo
que, si no se realiza, nos impacientamos y disgustamos. ¡Cuanto más
buena nos parece una cosa, más nos inquietamos y nos preocupamos por
obtenerla!
Como
ya he dicho, debemos pues, no sólo verificar que las cosas que
deseamos son buenas en sí mismas, sino también que es bueno nuestro
modo de quererlas y buenas las disposiciones de nuestro corazón. Es
decir, que nuestro querer debe seguir siendo sereno, pacífico,
paciente, desprendido, abandonado en Dios. No debe ser un querer
impaciente, demasiado precipitado, inquieto, irritable, etc. En la
vida espiritual suele ocurrir que nuestra actitud es defectuosa:
ciertamente no somos de los que quieren cosas malas, contrarias a
Dios; deseamos cosas buenas, en conformidad con la voluntad de Dios,
pero todavía las queremos de un modo que no es «el modo de Dios»,
es decir, el del Espíritu Santo, que es dulce, pacífico y paciente,
sino a la manera humana: tenso, precipitado, y defraudado si no logra
inmediatamente aquello hacia lo que tiende.
Todos
los santos insisten en decirnos que debemos moderar nuestros deseos,
incluso los mejores, pues si deseamos al modo humano que hemos
descrito, el alma se conturba, se inquieta, pierde la paz y
obstaculiza las actuaciones de Dios en ella y en el prójimo.
Eso
se aplica a todo, incluso a nuestra propia santificación. ¡Cuántas
veces perdemos la paz porque nos parece que nuestra santificación no
avanza lo bastante aprisa, que tenemos todavía muchos defectos! Y
eso no hace más que retrasar las cosas. San Francisco de Sales llega
hasta decir que «nada retrasa tanto el progreso en una virtud como
el desear adquirirla con demasiado apresuramiento». Volveremos sobre
ello más adelante.
Para
terminar, recordemos lo siguiente: la prueba de que estamos en la
verdad, que deseamos según el Espíritu Santo, no es sólo que la
cosa ansiada sea buena, sino también que conservemos la paz. Un
deseo que hace perder la paz, incluso si la cosa deseada es excelente
en sí, no es de Dios. Hay que desear y anhelar, pero de un modo
libre y desprendido, abandonando en Dios la realización de esos
deseos como Él lo quiera y cuando lo quiera. Es de gran importancia
educar el corazón en este sentido para progresar espiritualmente.
Dios es quien hace crecer y quien convierte, no nuestra agitación,
nuestra precipitación o nuestra inquietud.
- PACIENCIA CON EL PRÓJIMO
Apliquemos,
pues, todo lo dicho, al deseo que tenemos de que los que nos rodean
mejoren su conducta, un deseo que ha de ser sereno y sin inquietudes;
sepamos permanecer tranquilos aunque ellos actúen de un modo que
consideramos erróneo o injusto. Hagamos, por supuesto, todo lo que
dependa de nosotros para ayudarles, es decir reprenderlos o
corregirlos en función de las eventuales responsabilidades que
tengamos que asumir respecto a ellos, pero hagámoslo todo en un
ambiente de cariño y de paz. Y cuando seamos incapaces,
permanezcamos tranquilos y dejemos actuar a Dios.
¡Cuántas
personas pierden la paz al pretender cambiar a toda costa a quienes
les rodean! ¡Cuántas personas casadas se alteran y se irritan
porque querrían que su cónyuge no tuviera este defecto o aquel
otro! Por el contrario, el Señor nos pide que soportemos con
paciencia los defectos del prójimo.
Tenemos
que razonar así: si el Señor no ha transformado todavía a esa
persona, no ha eliminado de ella tal o cual imperfección, ¡es que
la soporta como es! Espera con paciencia el momento oportuno, y yo
debo actuar como ÉL Tengo que rezar y esperar pacientemente. ¿Por
qué ser más exigente y más precipitado que Dios? En ocasiones creo
que mi prisa está motivada por el amor, pero Dios ama infinitamente
más que yo, y sin embargo ¡se muestra menos impaciente! «Hermanos,
tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad, el labrador
aguarda el fruto precioso de la tierra, esperándolo con paciencia,
mientras caen las lluvias tempranas y tardías» (Sant 5, 7).
Esta
paciencia es tanto más importante cuanto que opera en nosotros una
purificación indispensable. Aunque creemos desear el bien de los
otros o nuestro propio bien, ese deseo suele estar mezclado con una
búsqueda de nosotros mismos, de nuestra propia voluntad , del apego
a nuestros criterios personales estrechos y limitados, a los que nos
aferramos y queremos imponer a los demás, y a veces, incluso a Dios.
Debemos liberarnos a toda costa de esa estrechez de corazón y de
juicio, a fin de que no se realice el bien que imaginamos, sino el
que corresponde a los designios divinos, infinitamente más amplios y
más hermosos.
- PACIENCIA CON NUESTRAS PROPIAS FALTAS Y NUESTRAS IMPERFECCIONES
La
persona que ha recorrido determinado camino en la vida espiritual,
que desea realmente amar al Señor con todo su corazón y que ha
aprendido a confiar en Él y a abandonarse en sus manos en medio de
las dificultades, suele correr el riesgo de perder la paz y la
tranquilidad del alma en una circunstancia que el demonio aprovecha
con frecuencia para desanimarla y desconcertarla.
En
esta ocasión se trata de la visión de su miseria, de la experiencia
de sus propias faltas y, a pesar de su buena voluntad, de caídas en
un terreno u otro.
También
en este caso es importante comprender que la tristeza, la inquietud y
el desánimo que sentimos en el alma después de una falta no son
buenos y que, por lo tanto, debemos de hacer todo lo posible para
permanecer en paz.
Existe
un principio fundamental que debe guiarnos cuando experimentemos a
diario nuestras miserias y nuestras caídas: no se trata tanto de
hacer unos esfuerzos sobrehumanos para eliminar totalmente nuestros
defectos y pecados (¡algo que, en cualquier caso, está fuera de
nuestro alcance!), sino de recuperar lo antes posible la paz,
evitando la tristeza y el desaliento cuando caigamos en una falta o
cuando nos sintamos afectados por la experiencia de nuestras
imperfecciones.
Esto
no significa dejadez ni resignación ante nuestra mediocridad: al
contrario, es el medio para santificarnos más rápidamente. Y así
lo demuestran numerosas razones.
La
primera es el principio fundamental al que ya hemos aludido en varias
ocasiones: Dios actúa en el alma en paz. No conseguiremos liberarnos
del pecado con nuestras propias fuerzas, eso solamente lo conseguirá
la gracia de Dios. En lugar de rebelarnos contra nosotros mismos,
será más eficaz que nos encontremos en paz para dejar actuar a
Dios.
La
segunda razón es que eso complace más al Señor. ¿Qué es lo que
más le agrada? ¿Cuando después de una caída nos descorazonamos y
atormentamos, o cuando reaccionamos diciendo: «Señor, te pido
perdón, he pecado otra vez, ¡mira lo que soy capaz de hacer por mí
mismo! Pero me abandono confiadamente en tu misericordia y en tu
perdón y te doy gracias por no haberme permitido pecar aún más
gravemente. Me abandono en Ti con confianza porque sé que, un día,
me curarás por fin. Mientras tanto, te pido que la experiencia de mi
miseria me haga más humilde, más dulce con los otros, más
consciente de que no puedo nada por mí mismo, sino que todo lo tengo
que esperar solamente de tu amor y tu misericordia». La respuesta es
clara.
La
tercera razón es que la angustia, la tristeza y el desaliento que
sentimos después de nuestras faltas y fracasos raramente son puros y
no suelen deberse al simple dolor de haber ofendido a Dios: en ello
se mezcla una buena parte de orgullo. Nos sentimos tristes y
desalentados, no tanto por haber ofendido a Dios, sino porque la
imagen ideal que teníamos de nosotros mismos se ha visto brutalmente
destruida.
¡Frecuentemente
nuestro dolor es el del orgullo herido! Este dolor excesivo es
justamente la prueba de que confiábamos en nosotros mismos y en
nuestras fuerzas, y no en Dios. Escuchemos a Lorenzo Scupoli, antes
citado: «Un hombre presuntuoso se cree seguro de desconfiar de sí
mismo y de confiar en Dios (que son los fundamentos de la vida
espiritual, y que, por lo tanto, debemos esforzarnos por adquirir),
pero está cometiendo un error que sólo advertirá cuando se
produzca alguna caída. Entonces, si se altera, si se aflige, si
pierde la esperanza de hacer nuevos progresos en la virtud, demuestra
que no ha puesto toda su confianza en Dios sino en sí mismo; y
cuanto mayor sea la tristeza y la desesperanza, más culpable se
considerará.
Cuando
el que desconfía de sí mismo y confía totalmente en Dios comete
alguna falta, no se extraña, no se disgusta ni se inquieta, porque
comprende perfectamente que es el resultado de su fragilidad y del
poco cuidado que ha tenido en depositar su confianza en Dios. Esa
caída, al contrario, le enseña a desconfiar todavía más de sus
fuerzas y a confiar cada vez más en la ayuda del Único que tiene el
poder; detesta su pecado por encima de todo; condena la pasión o la
costumbre perniciosa que ha sido la causa; siente un vivo dolor de
haber ofendido a Dios, pero ese dolor, siempre sereno, no le impide
volver a sus ocupaciones anteriores, a soportar las pruebas
acostumbradas y a perseguir hasta la muerte a sus crueles enemigos...
Existe
además la ilusión, muy común, de atribuir a un sentimiento de
virtud el temor y la turbación que se siente después del pecado.
Aunque la inquietud que sigue al pecado vaya siempre acompañada de
cierto dolor, procede, sin embargo, de un fondo de orgullo, de una
secreta presunción causada por una excesiva confianza en las propias
fuerzas. Así, cuando la persona que se cree asentada en la virtud y
desprecia las tentaciones llega a reconocer -por la triste
experiencia de sus caídas- que es tan frágil y pecadora como las
demás, se asombra ante un hecho que no debía haber sucedido y,
privada del débil apoyo con el que contaba, se deja invadir por el
disgusto y la desesperanza.
Esta
desdicha no sucede nunca en el caso de los humildes, que no presumen
de ellos mismos, y solamente se apoyan en Dios, porque cuando caen,
ni se sorprenden ni se turban, pues la luz de la verdad que los
ilumina les hace ver que su caída es un efecto natural de su
debilidad y su inconstancia» ( Combate espiritual , cap. 4 y 5).
14.
DIOS PUEDE SACAR EL BIEN INCLUSO DE NUESTRAS FALTAS
La
cuarta razón por la que esta tristeza y ese desaliento no son buenos
radica en que no debemos tomar trágicamente nuestras propias faltas,
pues Dios es capaz de sacar un bien de ellas. Santa Teresa de Lisieux
gustaba mucho de esta frase de San Juan de la Cruz: «El Amor sabe
sacar provecho de todo, del bien como del mal que encuentra en mí, y
transformar en Él todas las cosas».
Nuestra
confianza en Dios debe llegar hasta ahí: hasta creer que Él es lo
bastante bueno y poderoso como para sacar provecho de todo, incluidas
nuestras faltas y nuestras infidelidades.
Cuando
San Agustín cita la frase de San Pablo:
«Todo
coopera al bien de los que aman a Dios», añade: «Etiam peccata»:
¡incluso el pecado!
Por
supuesto, hemos de luchar enérgicamente contra el pecado y batallar
por corregir nuestras imperfecciones. Dios vomita a los tibios, y
nada enfría tanto el amor como la resignación ante cierta
mediocridad, una resignación que es, además, una falta de confianza
en Dios y en su capacidad para santificamos. Cuando hemos sdo
causantes de cualquier mal debemos también intentar repararlo en la
medida de lo posible, pero no debemos sentirnos excesivamente
desolados por nuestras faltas, pues, cuando volvemos a Él con un
corazón arrepentido, Dios es capaz de hacer surgir un bien de ellas.
Esa actitud nos hará crecer en humildad y nos enseñará a poner
algo menos de confianza en nuestras propias fuerzas y un poco más
solamente en ÉL
¡Grande
es la misericordia del Señor, que emplea nuestras faltas en
beneficio nuestro! Ruysbroek, un místico flamenco de la Edad Media,
dice lo siguiente:
«En
su clemencia, el Señor ha querido volver nuestros pecados contra
ellos mismos y a favor nuestro; ha encontrado el medio de hacer que
nos sean útiles, de convertirlos en instrumentos de salvación en
nuestras manos. Que esto no disminuya nuestro temor a pecar, ni
nuestro dolor por haber pecado. Pero nuestros pecados se han
convertido, para nosotros, en una fuente de humildad.»
Añadamos
que también pueden convertirse en un manantial de ternura y
misericordia para con el prójimo. Yo, que caigo tan fácilmente
¿puedo permitirme juzgar a mi hermano? ¿Cómo no ser misericordioso
con él como el Señor lo ha sido conmigo?
Por
lo tanto, después de una falta, cualquiera que sea, en lugar de
quedarnos hundidos en medio del desaliento y de machacar sobre ella,
debemos volvemos confiadamente a Dios de inmediato e incluso
agradecerle el bien que, en su misericordia, ¡sacará de esa falta!
Hemos
de saber que una de las armas que el demonio suele emplear para
impedir el camino de las almas hacia Dios consiste precisamente en
hacerles perder la paz y llegar a desalentarlas a la vista de sus
faltas.
Necesitamos
saber distinguir el auténtico arrepentimiento, el verdadero deseo de
corregimos -que siempre es tranquilo, apacible y confiado-, del falso
arrepentimiento, de esos remordimientos que nos conturban, nos
desaniman y nos paralizan. ¡No todos los reproches que proceden de
nuestra conciencia están inspirados por el Espíritu Santo! Algunos
provienen de nuestro orgullo o del demonio, y tenemos que aprender a
discernirlos. Y la paz es un criterio esencial en el discernimiento
del espíritu. Los sentimientos que inspira el Espíritu de Dios
pueden ser poderosos y profundos, pero no por ello menos sosegados.
Oigamos de nuevo a Scupoli:
«Para
mantener el corazón en un perfecto sosiego, es necesario también
despreciar ciertos remordimientos interiores que parecen venir de
Dios, porque son unos reproches que nos hace nuestra conciencia sobre
auténticos defectos, pero que proceden del espíritu maligno, según
se puede comprobar por las consecuencias. Si los remordimientos de
conciencia sirven para humillamos, si nos hacen más fervorosos en la
práctica de buenas obras, y si no disminuyen en absoluto nuestra
confianza en la misericordia divina, hemos de recibirlos con acciones
de gracias y como favores del Cielo. Pero si nos causan angustia, si
hacen decaer nuestro ánimo, y si nos vuelven perezosos, tímidos o
lentos en el cumplímiento de nuestros deberes, hemos de creer que
son sugerencias del enemigo y debemos seguir haciendo las cosas del
modo habitual, sin dignarnos escucharlas ( Combate espiritual, cap.
25).
Comprendamos
esto: para la persona de buena voluntad, la gravedad del pecado no
radica tanto en la falta en sí, como en el abatimiento que provoca.
El que cae, pero se levanta inmediatamente, no ha perdido gran cosa;
más bien ha ganado en humildad y en experiencia de la misericordia
divina. Pierde más el que permanece triste y abatido. La prueba del
progreso espiritual no es tanto la de no caer, sino la de ser capaz
de levantarse rápidamente de las caídas.
- ¿QUÉ HACER CUANDO HEMOS PECADO?
De
todo lo que acabamos de decir se deduce una regla de conducta muy
importante para nosotros cuando caigamos en cualquier falta.
Ciertamente hemos de sentir dolor por haber pecado, pedir perdón a
Dios y suplicarle humildemente que nos conceda la gracia de no
ofenderle así, y formar el propósito de confesarnos en el momento
oportuno. Todo ello sin entristecemos ni desanimarnos, recuperando la
paz lo antes posible gracias a las consideraciones antes expuestas, y
reanudando nuestra vida espiritual normal como si nada hubiera
pasado. ¡Cuanto antes recobremos la paz interior, mejor será!
¡Avanzaremos así mucho más que impacientándonos con nosotros
mismos!
Veamos
el siguiente ejemplo, muy importante: bajo la confusión que nos
invade al caer en cualquier falta, generalmente sentimos la tentación
de relajarnos en nuestra vida de piedad, de abandonar, por ejemplo,
nuestro tiempo habitual de oración personal. Y encontramos buenas
excusas: «¿Cómo yo, que acabo de caer en el pecado, que acabo de
ofender al Señor, me voy a presentar ante Él en este estado?» Y a
veces pasan varios días hasta que recuperamos nuestros hábitos de
oración. Pero eso es un gran error: no es más que la falsa humildad
inspirada por el demonio. Es imprescindible no variar nuestros
hábitos de oración, sino todo lo contrario. ¿Dónde encontraremos
la curación de nuestras faltas sino junto a Jesús? Nuestros pecados
son un mal pretexto para alejarnos de Él, pues cuanto más pecadores
somos, más necesitamos acercarnos al que dice: «No tienen necesidad
de médico los sanos, sino los enfermos... No he venido a llamar a
losjustos, sino a los pecadores » (Mt 9, 12-13).
Si
esperamos ser justos para llevar una vida de oración habitual,
podemos esperar mucho tiempo. Y al contrario, al aceptar presentarnos
delante del Señor en nuestra condición de pecadores , recibiremos
la curación y poco a poco nos transformaremos en santos.
Hemos
de abandonar una ilusión muy importante:
¡querríamos
presentarnos delante del Señor únicamente cuando estamos limpios y
bien peinados, además de satisfechos de nosotros mismos! Pero en
esta actitud hay mucho de presunción. A fin de cuentas, nos gustaría
no necesitar de su misericordia. Sin embargo, ¿qué clase de
naturaleza es la de esa pseudo-santidad a la que aspiramos, a veces
inconscientemente, que nos haría prescindir de Dios? Por el
contrario, la verdadera santidad consiste en reconocer siempre que
dependemos exclusivamente de su misericordia.
Para
terminar, citaremos un último pasaje del Combate espiritual que nos
remite a todo lo dicho y que nos indica la línea de conducta que
hemos de seguir cuando caigamos en alguna falta; se titula: «Lo que
hemos de hacer cuando recibimos alguna herida en el Combate
Espiritual» :
«Cuando
os sintáis heridos, es decir cuando veis que habéis cometido alguna
falta, sea por mera fragilidad, o intencionadamente y con malicia, no
debéis entristeceros demasiado: no os dejéis invadir por el
disgusto y la inquietud, sino dirigíos inmediatamente a Dios con
humilde confianza: "Ahora, ¡oh Dios mío!, dejo ver lo que soy,
porque ¿qué podía esperarse de una criatura débil y ciega como
yo, sino errores y caídas?" Deteneos un poco en este punto, a
fin de recogeros en vosotros mismos y concebir un vivo dolor por
vuestras faltas.
Después,
sin angustiaros, dirigid vuestra cólera contra todas las pasiones
que os dominan, especialmente contra la causante de vuestro pecado.
"Señor, diréis, habría cometido crímenes aún mayores si,
con vuestra infinita bondad, no me hubierais socorrido."
Enseguida,
dad miles de gracias a ese Padre de las misericordias; amadle más
que nunca, viendo que, lejos de sentirse agraviado por la ofensa que
acabáis de hacerle, os tiende de nuevo la mano ante el temor de que
caigáis de nuevo en algún desorden semejante.
Por
fin, llenos de confianza, decidle: "Muestra lo que eres, ¡oh
Dios mío!; haz sentir tu divina misericordia a un humilde pecador;
perdona todas mis ofensas; no permitas que me separe, que me aleje ni
siquiera un poco de ti. Fortaléceme con tu gracia de tal modo, que
no te ofenda jamás ."
Después,
no os dediquéis a pensar si Dios os ha perdonado o no: eso significa
querer preocuparos en vano y perder el tiempo; y en este
procedimiento hay mucho orgullo e ilusión diabólica, que, a través
de estas inquietudes del alma, trata de perjudicaro s y atormentaros
. Así, abandonaos en su misericordia divina y continuad vuestras
prácticas con la misma tranquilidad del que no ha cometido falta
alguna. Incluso si habéis ofendido a Dios varias veces en un solo
día, no perdáis jamás la confianza en Él. Practicad lo que os
digo la segunda, la tercera y la última vez como la primera... Esta
manera de luchar es la que más teme el demonio, porque sabe que
agrada mucho a Dios, y porque, verse dominado por el mismo al que ha
vencido fácilmente en otras contiendas, le produce siempre un gran
desconcierto...
...Si,
desgraciadamente, caéis en una falta que os produce angustia y
desánimo, lo primero que debéis hacer es tratar de recobrar la paz
de vuestra alma y la confianza en Dios...»
Para
concluir este punto, querríamos añadir un comentario: es cierto que
es peligroso hacer el mal, y que debemos hacer todo lo posible por
evitarlo. Pero reconozcamos que, tal y como somos, ¡lo peligroso
sería que no hiciéramos más que el bien!
En
efecto, marcados por el pecado original, tenemos una tendencia tan
enraizada a la soberbia, que nos es difícil, incluso inevitable,
hacer algún bien sin apropiárnoslo, ¡sin atribuirlo al menos en
parte a nuestras aptitudes, a nuestros méritos y a nuestra santidad!
Si el Señor no permitiera que de vez en cuando actuemos mal, que
cometamos errores, ¡correríamos un peligro enorme! Caeríamos
inmediatamente en la vanidad , en el desprecio hacia el prójimo, y
nos olvidaríamos de que todo nos viene de Dios gratuitamente .
Y
nada como esta soberbia impide el amor verdadero. Para preservarnos
de ese gran mal, el Señor permite en ocasiones un mal menor, como el
de caer en algún defecto; y debemos darle las gracias por ello,
pues, sin ese parapeto, ¡correríamos un gran peligro de perdernos!