
Nacido en Cumaná en 1890 y muerto en Ginebra en 1930, la
vida de Ramos Sucre está marcada por un insomnio despiadado y una entrega al
estudio de la literatura y de los idiomas que no tiene parangón en su época. Su
angustia final, trastornado por una dolencia sin cura, le arrastrará al
suicidio: fin prematuro para una existencia de caballero tan discreto como
erudito, tan solitario como sociable, que ejerció como profesor, traductor y
diplomático, y cuya obra, inclasificable, fue reivindicada por las nuevas
generaciones de poetas venezolanos que vieron en Ramos Sucre al fundador de la
poesía moderna en su país.
De “Poesía Completa” por Toni Montesinos
José Antonio Ramos Sucre (Cumaná, 9 de junio de 1890 - Ginebra, Suiza, 13 de junio de 1930), poeta, ensayista educador, políglota, autodidacta y diplomático venezolano.
Considerado uno de los más destacados escritores e intelectuales de la
historia literaria de Venezuela. Su poesía, escrita en prosa, ha sido
objeto de muchos análisis con la intención de catalogarla, sin éxito,
como vanguardista o pre-surrealista. Críticos literarios coinciden y le
reconocen un rechazo al criollismo
que reinaba en el ámbito literario venezolano e identifican en su
poesía una recurrente supresión del «que» relativo y el cultivo del
monólogo y el «yo». La temática que empleó Ramos Sucre en su obra estuvo
caracterizada por el uso frecuente del simbolismo, la mitología,
personajes históricos venezolanos, lo fantástico y esotérico; el tema de
la muerte ocupó un gran espacio en su producción literaria. Su vida
personal, universitaria y profesional estuvo signada por las vicisitudes
propias de las guerras civiles en su país y, en especial, el gobierno del General Juan Vicente Gómez
(1908-1935) quien gobernó Venezuela, como dictador, durante su
transición rural a la petrolera. Ramos Sucre libró una larga lucha
contra el insomnio hasta que la perdió cuando cometió suicidio en la ciudad de Ginebra, Suiza, en el año 1930. Sus restos mortales reposan en el Cementerio de Santa Inés de la ciudad de Cumaná, estado Sucre, Venezuela.
La prosa de Ramos Sucre, afinada, tajante y exquisita como su
composición poética presenta en múltiples casos una propuesta a
destiempo existencialista (a través de la metamorfosis del «Yo») pues no
solo la belleza de esta evolución en toda su obra se ve mercada si no
la supresión de posesivos y de el «que», repercutiendo en cierta forma
como una expresión de la permeabilidad de los grandes clásicos literatos
venezolanos como Ricardo Leon y Baralt, Ramos Sucre es considerado un
erudito y maestro de la poesía venezolana en múltiples y reconocidas
personalidades letradas.
De wikipedia
LA TORRE DE TIMÓN 1925
El fugitivo
Huía ansiosamente, con pies doloridos, por el descampado. La
nevisca mojaba el suelo negro.
Esperaba salvarme en el bosque de los abedules, incurvados
por la borrasca.
Pude esconderme en el antro causado por el desarraigo de un
árbol. Compuse las raíces manifiestas para defenderme del oso pardo, y despedí
los murciélagos a gritos y palmadas.
Estaba atolondrado por el golpe recibido en la cabeza.
Padecía alucinaciones y pesadillas en el escondite. Entendí escaparlas
corriendo más lejos.
Atravesé el lodazal cubierto de juncos largos, amplectivos,
y salí a un segundo desierto. Me abstenía de encender fogata por miedo de ser
alcanzado.
Me acostaba a la intemperie. Entumecido por el frío.
Entreveía los mandaderos de mis verdugos metódicos. Me seguían a caballo,
socorridos de perros negros, de ojos de fuego y ladrido feroz. Los jinetes
ostentaban, de penacho, el hopo de una ardita.
Divisé, al pisar la frontera, la lumbre del asilo, y corrí a
agazaparme a los pies de mi dios.
Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con
dulzura.
Insistían en el resentimiento de los antiguos reyes,
olvidados en su catacumba.
Reposaban en un valle, al pie de cerros tapizados de
vegetación menuda, donde la luz y el aire divertían con variaciones de
terciopelo verde.
Yo me junté a la caterva de jóvenes animosos, esperanzados
de reducir los difuntos, por medio de increpaciones, dentro de los límites de
su reino indeciso.
Nos acercamos a la puerta de la cripta y dudamos entrar.
Sobrevino mi azaroso compañero y se nos adelantó
resueltamente.
Volvió en compañía de los reyes y de los héroes incorporados
de su urna de piedra.
Estábamos mudos de terror.
Observé entonces, por primera vez, su faz enjuta, blanquiza,
de cal.
Acerté con su origen espantoso.
Había desertado de entre los muertos.
Lied
Los espinos llenan, desde el pórtico en minas, la hondonada.
Tejen sus ramas siniestramente,
figurando coronas de martirio.
La dama de la corza blanca se
entrega a cantar, al sentir en torno la magia lunar.
El eco burlesco augura la muerte
desde el matorral.
Nadie podría decir el susto de la
corza blanca.
Hasta ese momento no se había
cantado en la mansión desierta.
La alucinada
La selva había crecido sobre las ruinas de una ciudad
innominada.
Por entre la maleza asomaba, a cada paso, el vestigio de una
civilización asombrosa.
Labradores y pescadores vivían de la tierra aguanosa,
aprovechando los aparejos primitivos de su oficio.
Más de una sociedad adelantada había sucumbido, de modo
imprevisto, en el paraje malsano.
Conocí, por una virgen demente, el suceso más extraño.
Lloraba a ratos, cuando los intervalos de razón suprimían su locura serena.
Se decía hija de los antiguos señores del lugar.
Habían
despedido de su mansión fastuosa a una vieja barbuda, repugnante.
Aquella repulsa motivó sucesivas calamidades, venganza de la
harpía. Circunvino a la hija unigénita, casi infantil, y la persuadió a lanzar,
con sus manos puras, yerbas cenicientas en el mar canoro.
Desde entonces juegan en silencio sus olas descolmadas. La
prosperidad de la comarca desapareció en medio de un fragor. Arbustos y
herbajos nacen de los pantanos y cubren los escombros.
Pero la virgen mira, durante su delirio, una floresta
mágica, envuelta en una luz azul y temblorosa, originada de una apertura del
cielo.
Oye el gorjeo insistente de un pájaro invisible, y celebra las piruetas
de los duendes alados.
La infeliz sonríe en medio de su desgracia, v se aleja de
mí, diciendo entre dientes una canción desvariada.
La cuita
La adolescente viste de seda blanca. Reproduce el atavío y
la suavidad del alba. Observa, al caminar, la reminiscencia de una armonía
intuitiva. Se expresa con voz jovial, timbrada para el canto en una fiesta de
la primavera.
Yo escucho las violas y las flautas de los juglares en la
sala antigua. Los sones de la música vuelan a zozobrar en la noche encantada,
sobre el golfo argentado.
El aventurero de la cota roja y de las trusas pardas arma
asechanzas y redes contra la doncella, acervando mis dolores de proscrito.
La niña ausente a una señal maligna del seductor.
Personas
de rostro desconocido invaden la sala y estorban mi interés. Los juglares rostro
desconocido invaden la sala y estorban mi interés. Los juglares celebran, con
una música vehemente, la fuga de los enamorados.
Discurso del contemplativo
Amo la paz y la soledad; aspiro a vivir en una casa
espaciosa y antigua donde no haya otro ruido que el de una fuente, cuando yo
quiera oír su chorro abundante. Ocupará el centro del patio, en medio de
árboles que, para salvar del sol y del viento el sueño de sus aguas, enlazarán
las copas gemebundas. Recibiré la única visita de los pájaros que encontrarán
descanso en mi refugio silencioso. Ellos divertirán mi sosiego con el vuelo
arbitrario y el canto natural; su simpleza de inocentes criaturas disipará en
mi espíritu la desazón exasperante del rencor, aliviando mi frente el
refrigerio del olvido.
Como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo
terrenal estorbará las alas de mi meditación, que en la cima solemne del
éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el
ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable.
Las novedades y variaciones del mundo llegarán mitigadas al
sitio de mi recogimiento, como si las hubiera amortecido una atmósfera pesada.
No aceptaré sentimiento enfadoso ni impresión violenta: la luz llegará hasta mí
después de perder su fuego en la espesa trama de los árboles; en la distancia
acabará el ruido antes que invada mi apaciguado recinto; la oscuridad servirá
de resguardo a mi quietud; las cortinas de la sombra circundarán el lago
diáfano e imperturbable del silencio.
Ante el mar de las arenas africanas. No sacudirán mi
equilibrio los días espléndidos de sol, que comunican su ventura de donceles
rubios y festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la ceniza de la
penitencia. En esa disposición ecuánime esperaré el momento y afrontaré el
misterio de la muerte.
Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme
junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará
por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio
de consolación bajará del altar del encendido cielo. A mi cadáver sobrará por
tardía la atención de los hombres; antes que ellos, habrán cumplido el mejor
rito de mis sencillos funerales el beso virginal del aura despertada por la
aurora y el revuelo de los pájaros amigos.
El episodio del nostálgico
Siento, asomado a la ventana, la imagen asidua de la patria.
La nieve esmalta la ciudad
extranjera.
La luna prende un fanal en el
tope de cada torre.
Las aves procelarias descansan
del océano, vestidas de edredón.
Protejo, desde ayer, a la
huérfana del caballero taciturno, de origen ignorado.
Refiere sobresaltos y peligros, fugas improvisas sobre caballos
asustados y en barcos náufragos. Añade observaciones singulares, indicio de una
inteligencia acelerada por la calamidad.
Duda si era su padre el caballero
difunto.
Nunca lo vio sonreír.
Sacaba, a veces, un medallón
vacío.
Miraba ansiosamente el reloj de
hechura antigua, de campanada puntual.
Nadie consigue entender el
mecanismo.
He espantado, de su seno, las
mariposas negras del presagio.
La conversión de Pablo
Los moradores de aquel pueblo extrañaban la facilidad con
que yo había ganado la privanza del sacerdote que los presidía y curaba de sus
almas. Ponderaban su carácter extraordinario, insistían en su retraimiento
lastimoso, recordaban para contraste los desmanes de su libre juventud
rectificada bruscamente. Venía al caso apuntar la índole sombría de sus deudos,
que buscaban el sosiego en diversiones brutales y en regocijos estruendosos,
antes de incurrir en el desvarío místico o zozobrar en la demencia.
Decían que el arrepentimiento lo había consumido, que la
virtud adoptada de pronto le había prestado aquel aspecto de árbol delgado y
vacilante. La frente grave y los ojos desatentos indicaban al hombre
desprendido del mundo, que recorre alado la tierra, que oye en el silenció
altas voces aéreas.
Acostumbraba el monólogo mortificante, la retirada excursión
bajo la luna lenta, el huraño extravío a lo largo de los árboles que mece el
aura de la tarde.
Una vez toleró mi compañía. Las estrellas lucían nuevas en
la atmósfera despejada por la lluvia. Celajes desvaídos viajaban hacia el sol
declinante. Cálido vapor surgía de la tierra desperezada al extinguirse el
fuego del día.
Avanzaba a mi lado con el paso temeroso de un anciano,
cuando me reveló el motivo de su sacerdocio, la razón de su perfeccionamiento
asiduo. Entrecortaba este relato bajo un miedo angustioso:
—Vivía yo en donde nací, en una ciudad de claras bizarrías,
de consejas extrañas y cármenes morunos.
Debieran ser mármoles truncos sus
escombros para completar el cuadro helénico del cielo y del mar cristalinos.
Por una de sus calles vetustas regresaba solo a descansar
de la noche de orgía y de pasión. Yo adelantaba por aquella oscuridad de
caverna cuando me detuvo un miedo superior.
Alguien se me oponía en traje de religioso…
Reconocí la aparición infausta que augura el trance supremo
a los hombres de mi raza licenciosa y doliente, y que les inspira el
pensamiento invariable en las postrimerías que amenazan más allá de la muerte.
Entonces contraen ellos la demencia o conciben desesperada contrición.
La ventana
Ella está puesta a la ventana, desierta de galanes. Vestida
de luto y pensativa, reclama la atención de los artistas y demanda la
reverencia de los soñadores.
Ajada por el tiempo, regala y apacigua las almas
afligidas.
Vuelve los ojos de la calle solitaria a la colina opuesta,
por donde el día se aleja como un rey asiático sobre lerdo elefante. Observa la
sombra que adelanta con el furtivo paso de la mendiga a un festín regio.
Conforma el ánimo con el apocamiento de la luz; bendice con
un recuerdo la estrella más temprana; y mira que los celajes dolorosos componen
una escena de holocausto, donde su esperanza, casta Ingenia, sucumbe entre
lamentos.
El culpable
Agonicé en la arruinada mansión de recreo, olvidada en un
valle profundo.
Yacían por tierra los faunos y
demás simulacros del jardín.
El vaho de la humedad enturbiaba
el aire.
La maleza desmedraba los árboles
de clásica prosapia.
Algunos escombros estancaban,
delante de mi retiro, un río agotado.
Mis voces de dolor se prolongaban
en el valle nocturno.
Un mal extraño desfiguraba mi organismo.
Los facultativos usaban, en medio
del desconcierto, los recursos más crueles de su arte. Prodigaban la saja y el
cauterio.
Recuerdo la ocasión alegre,
cuando sentí el principio de la enfermedad. Festejábamos, después de mediar la
noche, el arribo de una extranjera y su belleza arrogante.
La pesada lámpara de
bronce cayó de golpe sobre la mesa del festín.
Entreveía en el curso de mis
sueños, pausa de la desesperación, una doncella de faz seráfica, fugitiva en el
remolino de los cendales de su veste. Yo la imploraba de rodillas y con las
manos juntas.
Mi naturaleza venció, después de
mucho tiempo, el mal encarnizado. Salí delgado y trémulo.
Visité, apenas restablecido, una
familia de mi afecto, y encontré la virgen de rostro cándido, solaz de mi
pasada amargura.
Estaba atenta a una melodía
crepuscular.
El recuerdo de mis extravíos me
llenaba de confusión y de sonrojo. La contemplaba respetuosamente.
Me despidió, indignada, de su
presencia.
A una desposada
Cualquier invención de mi enfermizo numen desluciría las
páginas de este álbum. Las ofendería con el desentono de azarosa tela de araña
en una mansión regia. Más conviene el relato de venturosas nupcias.
Sueño que lo escuché de virgen lisonjera en una comarca del
Asia inverosímil; que era de noche, y estaba yo embriagado con la plácida
expiración de rumores, canciones y perfumes; que el paisaje exótico se coronaba
con la luna y con el cortejo de las estrellas mayores, porque las menores no
conseguían lucir en medio de la irradiación de aquellas, sus hermanas; y sueño
que, sobre la tierra y delante de mis ojos, fantástica ciudad de cúpulas y
torres dormía cabe el espejo de un río fabuloso; y recuerdo que la virgen me
refirió esta fábula amena: Yo conocí una princesa prometida en matrimonio al
sultán de un país remoto. Veía en las bodas el comienzo de un cautiverio,
porque, retirada y asustadiza, imitaba las selváticas gacelas. Buscaba mi
compañía y luego la contemplación ba las selváticas gacelas. Y de tupidos
cabellos, que bajaban a confundirse con las aguas del ensombrado tazón de
mármol. Hasta aquí vino una tarde cierto poeta errante, precursor del cortejo
nupcial cada vez más vecino. Él se dijo despedido de entre los suyos para
entretener a la princesa durante el viaje a la capital del esposo prometido.
Todos se reúnen y parten el día siguiente, cuando ya la princesa acepta los
agasajos del poeta y lo ama sin manifestarlo. El cortejo recorre selvas y
desiertos, en medio de la lluvia rumorosa El cortejo recorre selvas y
desiertos, en medio de la lluvia rumorosa y del estío lento, cuando el sol
prefiere su carro de bueyes albos. El poeta ejerce, en su vez, el valor, el
gracejo y la piedad. Ofende al tigre de estirpe ejerce, en su y lana;
reverencia al asceta absorto. Se muestra cortesano amable y jinete aguerrido.
Ella se acerca al término del viaje y divisa los palacios dispuestos para
hospedarla, y repara que más le convendría el desierto en compañía del vate
gentilísimo.
Entretanto, éste ha desaparecido de su lado, y ella es
introducida, con el rostro sumiso, a presencia de su dueño; pero una voz oculta
y bien conocida la exhorta a la alegría. La princesa alza los ojos y observa
que el cortés poeta era el esposo prometido, quien había dejado las galas de
monarca para ganar afectuosamente la mano de la amada, omitiendo el prestigio
de su elevado puesto.
Así me dijo la virgen lisonjera en un país distante, debajo
de un árbol musical; y su relato y mi único sueño venturoso terminaron cuando
la aurora llamaba, enamorada, a mi ventana.
Hechizo
La tarde aterida vestía de azul, ceniza y plata. Las
neblinas, fantasmas de la atmósfera, bajaban la escala del monte procero hasta
las ondulaciones de la tierra dura y parda. Circulaban arpegios moribundos, sones
eolios, gemidos del aire. Descendía en sacudidos copos la tristeza y una difusa
luz tildaba los vértices de cristal.
La niña de infausta belleza rompía con emersión de nelumbo
el lago del tedio. Lucía también colores austeros y marchitos, excepto el azul
cándido de los ojos infantiles y el lujo solar de la cabellera, capaz de
coronar con majestad de tiara su continente de sacerdotisa intacta, al servicio
de una religión astronómica.
Yo soy ahora un mar callado al pie de una columna de
basalto, orillas de un reino de escaldas, donde no alcanza el sol oblicuo.
Y
ella misma, druidesa de espantoso bosque, sugiere el lago de una comarca
hiperbórea, oscuro y glacial, de donde huyera la danzante luz con el atributo
de noviembre. Y su rostro perdura en mis ojos desde que me apareció por vez
primera en el curso de un letargo, del cual desperté con la súbita fractura de
un espejo, en medio de mansión desamparada, una noche interminable.
La noticia de su nombre debía prenunciar mágicamente este
segundo encuentro, parecido al reconocimiento fortuito, desenlace de los dramas
fatales. Yo conocí aquel nombre leyéndolo con dificultad a la luz de
arrinconada lámpara, en la sala de una fiesta concluida. Aquella luz era
intermitente, fuliginosa y de color pálido. También eran de color pálido los
contados trechos libres del cielo y, con significación de presagio irrevocable,
una nube enorme, vampiro de alas satánicas, estorbaba en aquel instante el
nacimiento del sol.
El rapto
El follaje exánime de un sauce roza, en la isla de los
huracanes, su lápida de mármol.
Yo la había sustraído de su patria, un lugar desviado de las
rutas marítimas. Los más hábiles mareantes no acertaban a recordar ni a
reconstituir el derrotero. La consideraba un don funesto y quería devolverla.
Pero también deseaba sorprender a mis compatriotas con
aquella criatura voluntariosa, de piel cetrina, de cabellos lacios y fuertes.
Su lenguaje constaba de sones indistintos.
Enfermó de nostalgia a la semana de la partida. Los marinos
de ojos verdes, abochornados con el sol de las regiones índicas, escuchaban,
inquietos, sus lamentos. Recalaron para sepultarla, una vez muerta, en sitio
retraído. Se abstuvieron de arrojarla al agua, temerosos de la soltura de su
alma sollozante en la inmensidad.
La compasión y el pesar desmadejaron mi organismo. Pedí y
conseguí mi licencia del servicio naval. Me he retirado al pueblo nativo,
internado en un país fabril, donde las fraguas y las chimeneas arden sobre el
suelo de hierro y de carbón.
Mi salud sigue decayendo en medio del descanso y de la
esquivez. Siento la amenaza de una fatalidad inexorable. Al descorrer las
cortinas de mi lecho, ante la suspirada aparición del día, he de reconocer en
un viejo de faz inexpresiva, más temible cuando más ceremonioso, al padre de la niña
salvaje, resuelto a una venganza inverosímil.
El mensajero
La luna, arrebatada por las nubes impetuosas, dora apenas el
vértice de los sauces trémulos, hundidos, con la tierra, en un mar de sombras.
Yo cavilaba a orillas del lago estéril, delante del palacio
de mármol, fascinado por el espanto de las aguas negras.
Ella apareció bruscamente en el vestíbulo, alta y serena,
despertando leve rumor.
Pero volvió, pausada, a su refugio, cerrando tras de sí la
puerta de hierro, antes de volver en mi acuerdo y mientras esforzaba, para
hablarle, mi palabra anulada.
Yo rodeo la mansión hermética, añadiendo mi voz al gemido
inconsolable del viento; y espero, sobre el suelo abrupto, el arribo del bajel
sin velas, bajo el gobierno del taumaturgo anciano, monarca de una isla triste,
para ser absuelto del pesado mensaje.
Sueño
Mi vida había cesado en la morada sin luz, un retiro
desierto, al cabo de los suburbios. El esplendor débil, polvoso, de las
estrellas, más subidas que antes, abocetaba apenas el contorno de la ciudad,
sumida en una sombra de tinte horrendo. Yo había muerto al mediar la noche, en
trance repentino, a la hora misma designada en el presagio. Viajaba después en
dirección ineluctable, entre figuras tenues, abandonado a las ondulaciones de
un aire gozoso, indiferente a los rumores lejanos de la tierra. Llegaba a una
costa silenciosa, bruscamente, sin darme cuenta del tiempo veloz. Posaba en el
suelo de arena blanca, marginado por montes empinados, de cimas perdidas en la
altura infinita. Delante de mí callaba eternamente un mar inmóvil y cristalino.
Una luz muerta, de aurora boreal, nacida debajo del horizonte, iluminaba con
intensidad fija el cielo sereno y sin astros. Aquel paraje estaba fuera del
universo y yo lo animaba con mi voz desesperada de confinado.
La casa del olvido
Un espejo retrata la oscuridad de la estancia, donde los
muebles antiguos aumentan la majestad de la sombra. El color amarillo de los
marcos, guarniciones y entalladuras vacila y fenece en un borde negro. La
estancia ocupa un extremo interior de la mansión desierta, salvo de ruidos y de
alarmas; conviene con la meditación abismada y con el desconsuelo infinito;
rememora las ilusiones de antaño, desfile de lamentos. El sueño, de semblante
lívido y alas funerales, visita el retiro inexpugnable, posando finalmente
sobre el piso de alfombras; él es la única interrupción del soliloquio
vertiginoso.
Con natación de náyade y corre con desbandada fuga de
Atalanta. Un vegetal flexible sigue la jamba de la ventana, se dobla en arco y
termina en flor solitaria; una flor que parece de artificio: casta, indemne del
tiempo, color de alabastro y sin aroma; y esa flor beata, de palidez litúrgica,
traba relaciones dichosas con una estrella, divisada desde la ventana en un
mismo sitio del cielo.
Pero la flor padece otro amor secreto y más vehemente:
solicita el estanque vecino, yacija del agua dormida y desnuda, y quiere
escapar de la sombra, para morir sumisa bajo el dardo del sol, igualando el
sacrificio de tal cautiva, amante del vencedor en bárbara epopeya.
La luna coloca un nimbo de plata sobre la flor enjuta, monja
negada al sueño y sustraída del mundo, una noche amenizada con inmensa luz
remota, preludio y mensaje del cielo; y esa noche de contemplación, en su llano
estanque, murmura en sueños el agua virginal.
La mansión enorme engrandece los fantasmas de la sombra y
recibe la inundación del sol con el sosiego del desierto. Dispone la mente a la meditación escrupulosa de la muerte y su recinto sellado enuncia agüeros de la
eternidad.
En el centro de la morada funeral, edificada con regularidad
severa, el agotado pozo antiguo, convertido en fosa, puede sustentar la vida de
un ciprés inmóvil. El árbol huraño vigila sin fin sobre la fosa inadvertida, y
su cúspide, finalmente elevada por encima de los muros de la mansión rigurosa,
demanda el horizonte lejano y el lenitivo de la aurora.
EL CIELO DE ESMALTE 1929
El valle del éxtasis
Yo vivía perplejo descubriendo las ideas y los hábitos del
mago furtivo. Yo establecía su parentesco y semejanza con los músicos
irlandeses, juntados en la corte por una invitación honorable de Carlomagno.
Uno de esos ministriles había depositado entre las manos del emperador difunto,
al celebrarse la inhumación, un evangelio artístico.
El mago furtivo no cesaba de honrar la memoria de su hija y
sopesaba entre los dedos la corona de perlas de su frente. La doncella había
nacido con el privilegio de visitar el mundo en una carrera alada. La muerte la
cautivó en una red de aire, artificio de cazar aves, armado en alto. Su
progenitor la había bautizado en el mar, siguiendo una regla cismática, y no
alcanzó su propósito de comunicarle la invulnerabilidad de un paladín resplandeciente.
El mago preludiaba en su cornamusa, con el fin de celebrar
el nombre de su hija, una balada guerrera en el sosiego nocturno y de esa misma
suerte festejaba el arribo de la golondrina en el aguaviento de marzo.
La voz de los sueños le inspiró el capricho de embellecer
los últimos días de su jornada terrestre con la presencia de una joya fabulosa,
a imitación de los caballeros eucarísticos. Se despidió de mí advirtiéndome su
esperanza de recoger al oie de un árbol invisible la copa de zafir de
Teodolinda. Una reina lombarda.
Lucía
Yo abría las ventanas de la cámara desnuda y fiaba el nombre
de la ausenté a los errores de una ráfaga insalubre. Mi voz combatía una
lápida, imitaba el asalto del ave del océano sobre el fanal.
Yo adivinaba los acentos claros del alba, salía de mi retiro
y pisaba con reverencia y temor la escalinata roída por la intemperie. Yo
divertía la pesadumbre con la vista de un horizonte diáfano. El fresno y el
pino menudeaban lejos y a la ventura en el país de lagos y raudales.
Yo me censuraba fielmente. Quería atinar un desliz de
ineptitud o de apatía en el proceso de sus dolores inhumanos y no recordaba
sino mi actividad y mi presencia continua en el aposento. Su muerte reprodujo
el semblante de la agonía de Jesús.
Brumas lentas nacían, al empezar la noche, de los pozos del
agua pluvial, sosegaban los ruidos y se perdían en la vivienda alucinada.
Los velos del agua palúdica facilitaron el regreso de la
virgen asidua. Se allanó a dejar en mis manos, señal de reconocimiento, la
presea de su candor. Me devolvió la corona de su frente.
El cirujano
Los valentones convinieron el duelo después de provocarse
mutuamente. El juglar, compañero del médico de feria, motivó la altercación
irritándolos con sus agudezas.
Acudió la multitud encrespada del barrio de la horca y las
mujeres se dividieron en facciones, celebrando a voz en grito el denuedo de
cada rival.
La cáfila bulliciosa recibía alegremente en su seno al
verdugo y le dirigía apodos familiares. Los maleantes vivían y sucumbían sin
rencor.
Yo estudiaba la anatomía bajo la autoridad de Vesalio y me
encaminaba a aquel sitio a descolgar los cadáveres mostrencos. El maestro
insistía en las lecciones de la experiencia y me alejaba de escribir
disertaciones y argumentos en latín.
Uno de los adversarios, de origen desconocido, pereció en el
duelo. El registro de ninguna parroquia daba cuenta de su nacimiento ni de su
nombre.
Fue depositado en una celda de osario y yo la señalé para
satisfacer más tarde mis propósitos de estudioso.
Nadie podía solicitar las
reliquias deplorables, con el fin de sepultarlas afectuosamente. Yo no salgo de
la perplejidad al recordar el hallazgo de dos esqueletos en vez del cuerpo
lacerado.
El rebelde
El cincelador italiano trabaja con el arcabuz al lado. Trata
a los magnates de su siglo mano a mano y sin rebozo, arrogándose una majestad
superior.
Sus pasiones no se coronan de flores, ajustándose a la
imagen de Platón, muy celebrado en esos días, sino se exaltan y revuelven a la
manera de la hueste épica de las amazonas.
Los cortesanos de un rey batallador lo saludan con un gesto
de asombro y se dividen para formarle calle. Derrama en el suelo y a los pies
del trono las dádivas de su arte seguro y de su numen independiente. Las joyas
despiden en la oscuridad una luz convulsa y reproducen la vegetación caprichosa
del mar y las quimeras del terror.
Se cree invulnerable y desahoga en aventuras y reyertas la
índole soberbia. Aleja de tal modo las insinuaciones del amor y de los afectos
humanos para seguir mereciendo el socorro de la salamandra y de la república
volante de las sílfides.
La cábala
El caballero, de rostro famélico y de barba salvaje, cruzaba
el viejo puente suspendido por medio de cadenas.
Dejó caer un clavel, flor apasionada, en el agua malsana del
arroyo.
Me sorprendí al verlo solo. Un jinete de visera fiel le
precedía antes, tremolando un jirón en el vértice de su lanza.
Discutían a cada momento, sin embargo de la amistad segura.
El señor se había sumergido en la ciencia de los rabinos desde su visita a la
secular Toledo. Iluminaba su aposento con el candelabro de los siete brazos,
sustraído de la sinagoga, y lo había recibido de su amante, una beldad judía
sentada sobre un tapiz de Esmirna.
El criado resuelve salvar al caballero de la seducción
permanente y lo persuade a recorrer un mar lejano, en donde suenan los nombres
de los almirantes de Italia y las Cicladas, las islas refulgentes de Horacio,
imitan el coro vocal de las oceánidas.
Cervantes me refirió el suceso del caballero devuelto a la
salud. Se restableció al discernir en una muchedumbre de paseantes la única
doncella morena de Venecia.
El político
La carroza del caudillo sanguinario solivianta el polvo de
la ruta de fuego. Su escolta ha recogido las tiendas de campaña sobre el lomo
de unos perros inicuos.
El tizne del incendio releva la tez bisunta y los cabellos
lacios de los guerreros enjutos, efialtos y vestiglos, delirio de un bonzo.
El mandarín, astuto y perezoso, gato sibarita, socava el
auge de la horda montes. Su discurso indirecto, proferido a sovoz en una
entrevista con los invasores, divierte el estrago a una lontananza quimérica.
Su frívolo cincel refina la corola de marfil de una flor mecánica.
El tropel de sagitarios, amenaza frenética, se engolfa en el
erial, se encara al cielo resplandeciente, de límites violáceos. Un numen aleve
suelta la cuadriga de los torbellinos y sepulta la algazara de los jinetes bajo
un tapiz monótono.
El mandarín, azar de su niñez, recibió de su maestro, un
peregrino tunante, el apólogo de la calavera nihilista, en el sitio del
vendaval. Un astrólogo señalaba ese día el equilibrio de los elementos.
La nave de las almas
Recuerdo apenas el lugar de mi ausencia. Una columna de
fuego iluminaba el clima boreal. Yo me había perdido en un desierto de nieve.
La voz de mi congoja subía hasta las nubes de ámbar pálido.
Tu fantasma vino de la distancia, en la nave taciturna,
dirigida por el vuelo de un albatros herido. Tu vida real se había deslizado,
siglos antes, en una ciudad gentil. Shakespeare ha soñado los jardines
quiméricos, en donde los señores y las damas de viso porfían a ganar el prez de
la agudeza o decantan los méritos del amor con citas y argumentos de Platón.
Cipreses y laureles demandan el cielo virginal.
Yo había concebido en torno de tu imagen una leyenda
inhumana y señalado tu paso de este mundo en la oscuridad nocturna. Yo deposité
furtivamente sobre tu féretro unas violetas, las flores de tu mismo nombre.
Tú me llevaste, en premio de mi fidelidad, al país desvaído
de tu vivienda, a un horizonte de ensueño, ^o presencié el desfile sonámbulo de
tus hermanas, las heroínas de la tragedia. Y caí de bruces a la vista del
dolor, bajo los aletazos de un pájaro vengativo, condenado a la suerte de
Satán.
La frontera
La infanzona habilita la gente del servicio, las criadas
simples, en el uso de la ballesta y del arco. Distingue, esforzando el oído,
los atabales de de la ballesta y del arco. Distingue, esforzando el oído, los
atabales de la morisma.
Los castellanos se han dividido en facciones y olvidan la
saña con los infieles. Un prelado violento los acusa de amistarse con el
adversarlo, de sobrellevar sus maneras lúbricas, de preferir la sombra de la
palma y el ambiente del jazmín al resol de la jornada pulverulenta.
Un leproso de semblante escarnecido no se limita a ofender
el sosiego de las fuentes, sino allana la empresa del invasor, asumiendo el
servicio de práctico. Se ha formado entre los judíos y herejes del Languedoc y
difunde sus doctrinas culpables. La enfermedad lo precipita de la grandeza.
El prelado sabe del conflicto por un medio original. Se
esfuerza en reprimir una desazón, un susto repentino, y acude al secreto del
santuario, a la consulta reverenda. Un hilo de sangre divide el corporal, el
lienzo eucarístico.
El prelado se encamina a la plaza, junta los feligreses en
son de guerra y los induce a un entusiasmo victorioso.
La turba de los humildes acorre a suprimir el asedio y
admira a la heroína sobre el adarve. Un anciano triste y de vestido rozagante
proclama el avenimiento de la santidad con el valor en una misma persona Ha
visto en sueños, dirigido por una voz juvenil, la cota de armas de lumbre
diamantina, arrojada a los pies de una cruz.
El exvoto
El rey progenitor del paladín, bebía agua de un pozo.
Guardaba una simplicidad rural. Defería al parecer de su noble consorte, segura
y satisfecha de una vejez lozana.
El rey había recibido agravios de un salvaje de extraña
fealdad y esperaba de un hijo desaparecido el restablecimiento de la honra.
Descubrió en un sueño, la noche de un domingo, la suerte del niño y su crianza
bajo la encomienda de un caballero denominado Héctor, émulo del héroe troyano
en las virtudes, y no pudo acertar con el domicilio, ni consultando a los
sabios del reino.
El desaparecido retorna, sin el consejo de nadie, al sentir
los bríos de la mocedad y encuentra el camino derecho de su casa.
Ha empezado
el viaje del regreso al ceñirse, por travesura y petulancia juvenil, un arma
invencible, una espada secreta, sin el asentimiento ni la presencia de su
maestro.
El caballo resplandeciente de un santo, autor del miedo
pánico en la muchedumbre de los paganos, lo espera el principio de un bosque
envuelto en una lumbre matinal; y la hija del maestro lo alcanza y lo sigue en
otro de la misma casta, después de tejer en sus cabellos el iris y el nenúfar
de un estanque diáfano.
El príncipe fue reconocido por sus progenitores y les
sucedió y su compañera vino a ser reina. Agradeció la felicidad emprendiendo y
ejecutando la fábrica de una iglesia y tejió en su ornamento la semblanza de la
llama, de la rosa y del trébol; y su dama constante se disculpó de la
presunción de usar corona, ofreciendo su guirnalda de flores acuáticas para el
adorno de los capiteles.
El herbolario
El topo y el lince eran los ministros de mi sabiduría
secreta. Me habían seguido al establecerme en un paisaje desnudo. Unos pájaros
blancos lamentaban la suerte de Euforión, el de las alas de fuego, y la
atribuían al ardimiento precoz, al deseo del peligro.
El topo y el lince me ayudaban en el descubrimiento del
porvenir por medio de las llamas danzantes y de la efusión del vino, de púrpura
sombría. Yo contaba el privilegio de rastrear los pasos del ángel invisible de
la muerte.
Yo recoma la tierra, sufriendo la grita y pedrea de la
multitud.
No conseguí el afecto de mis vecinos alumbrándoles aguas
subterráneas en un desierto de cal.
Una doncella se abstuvo de censurar mi traje irrisorio,
presente de Klingsor, el mago infalible.
Yo la salvé de una enfermedad inveterada, de sus lágrimas
constantes. Un espectro le había soplado en el rostro y yo le volví la salud
con el auxilio de las flores disciplinadas y fragantes del díctamo, lenitivo de
la pesadumbre.
El rencor
La música del clavecín, alivio de un alma impaciente, vuela
a perderse en el infinito. La artista divisa, por la ventana de su balcón, el
río fatigado y el temporal de un cielo variable.
El instrumento musical había venido de Italia, años antes,
por la vía del mar. Los naturales de mi provincia convinieron en el primor de
la fábrica y dejaron, esa vez, de enemistarse por una causa baladí. Los
artesanos habían aprovechado la madera de un ataúd eterno.
La artista no se mostraba jamás. Un drama de celos había
arruinado su casa y dividido a sus progenitores. Los hermanos la vedaban a la
vista de los jóvenes y riñeron conmigo al sorprenderme en la avenida de su
mansión. Yo vivía suspenso por efecto de los sones ansiosos y sobrellevé la
arbitrariedad y no me adherí al resentimiento de mis abuelos, heridos por esa
familia rival.
La artista había nacido de una pasión ilícita, oprobio del
honor intransigente. Yo vine a discurrir sobre el desvío de los suyos para mis
antepasados y concebí una leyenda oscura y tal vez injusta.
Los hermanos de la artista aceptaron sin recato mi pésame
cuando sucumbió de un mal exasperado. Los retratos de la sala mortuoria me
dirigieron una mirada penetrante e impidieron la reconciliación
definitiva.
La abominación
El solitario maldijo la ciudad en términos precisos y se
escondió lejos, en una selva de espinos florecientes.
Los naturales divisaban, desde los miradores y solanas, un
contorno inflamado. El moral resistía esforzadamente el suelo de nitro y el
pozo de betún.
Las mujeres ejercían la autoridad y celebraban de noche un
rito lúgubre y sensual. “Yo mismo presencié la fiesta del llanto y del amor.
Conseguí sustraer de la muchedumbre una joven destinada a la
orgía clamorosa. Adiviné el fervor de su ternura e inocencia.
Unos piratas la
habían cautivado sutilmente.
El solitario nos puso en el camino del mar y yo no acierto a
distinguir si me perteneció la idea súbita de invocar el nombre de Ulises, para
conciliarme la voluntad de unos remeros griegos.
La procesión
Yo rodeaba la vega de la ciudad inmemorial en solicitud de
maravillas. Había recibido de un jardinero la quimérica flor azul.
Un anciano se acercó a dirigir mis pasos. Me precedía con
una espada en la mano y portaba en un dedo la amatista pontifical. El anciano
había da en la mano y portaba en un dedo la amatista pontifical. El anciano
había ahuyentado a Atila de su carrera, apareciéndole en sueños.
Dirigió la palabra a las siete mil estatuas de una basílica
de mármol y bajaron de sus zócalos y nos siguieron por las calles desiertas.
Las estatuas representaban el trovador, el caballero y el monje, los ejemplares
más distinguidos de la Edad Media.
Unas campanas invisibles difundieron a la hora del ángelus
el son glacial de una armónica.
El anciano y la muchedumbre de los personajes eternos me
acompañaron hasta el campo y se devolvieron de mí cuando las estrelias
profundas imitaban un reguero de perlas sobre terciopelo negro, sugiriendo una
imagen del fastuoso pincel veneciano. Se alejaron elevando un cántico radiante.
Yo caí de rodillas sobre la hierba dócil, rezando un terceto
en Yo caí üe rodillas sobre la Hierba dócil, rezando un terceto de la
incertidumbre.
El aprendiz
Yo me esforzaba en atinar los vestigios de una sombra
aventurera. Le atribuía la rueda y el compás, los avíos de Santa Catalina o de
Urania, e imaginaba su descenso de una sala etérea, de un reino inverosímil.
Yo trataba entonces con el maestro de un arte sublime, autor
de edificios reflejados en las linfas del Rhin, y atento a imitar la
regularidad sideral, la melodía visible del cielo.
Yo horadaba continuamente la tierra para descubrir
maravillas sombrías. Un ser proscrito me había celebrado a solas los aposentos
y corredores de una urbe sepultada y añadía los méritos del gnomo en la fábrica
del cristal y su recelo de los hombres. Una piedra me separó de la entrevista,
cayendo de repeso en las aguas de una laguna crepuscular.
Yo vine a pensar en los artistas de una raza difunta y
soterrada. Los residuos de su grandeza habían inspirado sin duda la disciplina
de mi consejero y maestro y yo erraba al asignarle un origen celeste. El espió
desde ese momento mis pasos, sin arrepentirse de su benevolencia, me siguió por
una caverna sinuosa y me recogió, inerte y desvariado, delante de un sepulcro
distinguido con la rueda y el compás, los signos de Santa Catalina o de Urania.
El peregrino ferviente
Yo sufría en paz el sinsabor de los cielos ateridos. Un
esplendor lívido, el sol extraviado, nacía debajo del horizonte e iluminaba la
urbe glacial. El agua de los meteoros ennegrecía las casas monumentales.
Un monje reflexivo, poseído de la soberbia, conocía los
secretos de la mecánica y de la magia natural. La cabeza de un autómata
anunciaba el porvenir y yo la consulté sin remordimiento.
Yo recibí ese día un castigo de origen arcano. Pasabas de
esta vida a ocultas de mí y sin esperanza. Yo vine a perderme en la sombra y en
el polvo de un palacio frágil, seguí los errores de un fantasma ciego, de una
efigie entrevista bajo las tenues gasas de Eurídice y volví a la plaza misma
del ingreso, después de una ronda febril.
Emprendí la vuelta de mi patria en medio del rumor de una
inmensa desventura. Los hombres desertaban de las ciudades, huyendo de la peste
y de los ludibrios del miedo. El incendio de las ricas mansiones desentumía al
lobo condenado.
Unas vírgenes de tu amistad, inspiradas en el ejemplo de tu
virtud y vestidas con el atavío del fantasma ciego, de la sombra aérea, me
encaminaron al lugar de tu sepulcro, me arrodillaron al pie de tu imagen de
alabastro.
La ciudad de los espejismos
Yo cultivo las memorias de mi niñez meditabunda. Un
campanario invisible, perdido en la oscuridad, sonaba la hora de volver a casa
de recogerme en el aposento.
Ruidos solemnes interrumpían a cada paso mi sueño. Yo creía
sentir el desfile de un cortejo y el rumor de sus preces. Se dirigía a la tumba
de un héroe, en el convento de unos hermanos inflexibles, y transitaba la calle
hundida bruscamente en el río lánguido.
Yo me incorporaba de donde yacía, atinaba un camino entre
los muebles del estrado, sala de las ceremonias, y abría en secreto las
ventanas. Porfiaba inútilmente en distinguir el cortejo funeral. Una vislumbre
desvariada recorría los cielos.
No puedo señalar el número de veces de mi despertamiento y
vana solicitud. Recuperaba a tientas mi dormitorio, después de restablecer el
orden en las alhajas de la sala. Un insecto diabólico provocaba mi enfado
ocultándose velozmente en la espesura de la alfombra.
La ruina de las paredes había empolvado la sala desierta.
Mis abuelos, enfáticos y señoriles, no recibían sino la visita de la muerte.
Yo no alcanzaba a desprenderme de los fantasmas del sueño en
el curso de la vigilia. La mañana invadía de tintes lívidos mi balcón florido y
yo reposaba la vista en una lontananza de sauces indiferentes, en un ensueño de
Shakespeare.
LAS FORMAS DEL FUEGO 1929
Las ruinas
Sentía bajo mis pies la molicie del musgo de color de
herrumbre, aficionado a la humedad. Proliferaba sobre el tejado y en la rotura
de las paredes y de las ménsulas.
Sobre la maciza escalinata había corrido un tropel de
caballos alados y de zueco de hierro, a la voz de un héroe imberbe, lisonjeado
por la victoria. Hería con una maza ligera y usual como un cetro, de cabeza
redonda y armada de puntas metálicas.
Yo visitaba, después de un decenio, el palacio de techo
hundido. La lluvia, descolgada perpetuamente a raudales, había desnudado, de su
delgado tapiz de tierra, la roca de granito situada a los pies y delante del
edificio. Su acceso había llegado a ser una cuesta difícil.
Yo me incliné delante de la imagen de un santo, aposentada
en su vetusta hornacina, orlada de parietarias, y bajé a perderme en una senda
de robles. Desde sus ramas bajaban hasta el suelo de arena los sarmientes
péndulos de una flora adventicia.
Yo seguí por ese camino, solo y sin deponer la espada, y
vine a sentarme, ansioso de meditar y de leer, en un poyo de piedra, ceñido al
pie de un árbol imprevisto.
Sus hojas amarillas y de un revés grisáceo vibraban al
unísono del mar indolente y una de ellas, volando al azar, rozó mi cabeza y
vino a llenar de fragancia las páginas de mi libro de Amadís.
Mito
El rey sabe de los motines y asonadas provocados por los
descontentos en tomo de la misma capital. Recibe a cada paso un mensajero de
semblante mustio. Se traba un diálogo sobresaltado en torno de una noticia
ambigua.
El soberano imagina la devastación de una zona feraz y el
exterminio de sus labradores. Una tribu cerril se ha aprovechado de la
confusión del reino y lo ha invadido en carros armados de hoces. Unas brujas
desvergonzadas, consejeras de los caudillos montaraces, vociferan sus
vaticinios en medio de los residuos negros de las hogueras. A través del aire
calentado se distingue un sol rojo, de país cálido.
Los hombres de la tribu cerril trasportan unas tiendas de
cuero sobre el lomo de sus perros desfigurados, ávidos de sangre, y se
establecen con sus mujeres, a sus anchas y cómodas, en cavernas practicadas en
el suelo. Reservan las tiendas para sus jefes.
El rey consulta en vano el remedio del estado con los
capitanes antiguos, de barba pontificia y de elocución breve.
El príncipe, su hijo, sobreviene a interrumpir el consejo,
en donde reina un silencio molesto. Inventa los medios saludables y los
recomienda en un discurso fácil. Posee la idea virtual y el verbo redentor.
Acaba de salir de la compañía de los atolondrados.
Los veteranos se retiran ceremoniosos y esperanzados y se
sujetan a sus órdenes. La presencia del joven suprime las fluctuaciones de la
victoria y neutraliza el ardid de los rebeldes.
El héroe ha salido al peligro con la asistencia de una
muchedumbre entusiasmada.
El día de su regreso, las mujeres hermosas entonan, desde la
azotea de los palacios de la capital, un himno de antigüedad secular en
alabanza del arco iris.
El retrato
Yo trazaba en la pared la figura de los animales decorativos
y fabulosos, inspirándome en un libro de caballería y en las estampas de un
artista samurái.
Un biombo, originario del Extremo Oriente, ostentaba la
imagen de la grulla posada sobre la tortuga.
En la casa de las cortesanas, alhajada de muebles de laca.
Mi favorita se colgaba afectuosamente de mi brazo, diciéndome palabras mimosas
en su idioma infranqueable. Se había pintado, con un pincel diminuto, unas
cejas delgadas y largas, por donde resaltaba la tersura de nieve de su
epidermis. Me mostró en ese momento un estilete guardado entre su cabellera y
destinado para su muerte voluntaria en la víspera de la vejez. Sus compañeras
reposaban sobre unos tapices y se referían alternativamente consejas y
presagios, diciéndose cautivas de la fatalidad. Fumaban en pipas de plata y de
porcelana o pulsaban el laúd con ademán indiferente.
Yo sigo pintando las fieras mitológicas y paso repentinamente
a dibujar los rasgos de una máscara sollozante. La fisonomía de la cortesana
inolvidable, tal como debió de ser el día de su sacrificio, aparece
gradualmente por obra de mi pincel involuntario.
El sopor
No puedo mover la cabeza amodorrada y vacía. El malestar ha
disipado el entendimiento. Soy una piedra del paisaje estéril
El fantasma de entrecejo imperioso vino en el secreto de la
sombra y asentó sobre mi frente su mano glacial. A su lado se esbozaba un
mastín negro.
He sentido, en su presencia y durante la noche, el continuo
fragor de un trueno. El estampido hería la raíz del mundo.
La mañana me sobrecogió lejos de mi casa y bajo el
ascendiente de la visión letárgica.
El sol dora mis cabellos y empieza a suscitar mis
pensamientos informes.
Caído sobre el rostro, yo represento el simulacro de un
adalid abatido sobre su espada rota, en una guerra antigua.
La verdad
La golondrina conoce el calendario, divide el año por el
consejo de una sabiduría innata, Puede prescindir del aviso de la luna
variable.
Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el
ordenamiento de su organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el
fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.
La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha
conocido desde antaño la medida del orbe terrestre, anticipándose a los
dragones infalibles del mito.
Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y
roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas
del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un
prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento de situar en el ruedo del
sol el destierro de las almas condenadas.
Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de
una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un
reino difunto, erigidos conforme una aritmética primordial, subieron hasta el
clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo,
el secreto de la esfinge impúdica.
El impío
El ciervo del abad se ha acogido a la iglesia, librándose de
los perros sanguinarios. Oye, desde su refugio, el grito del cazador. Descansa
del peligro bajo una luz velada, atisbo del infinito.
El cazador amedrenta los humildes, señalándolos a la jauría
frenética. Ríe estrepitosamente de su capricho de señor.
Sube las gradas de la iglesia, camino de su pórtico, sobre
un caballo de pisada firme. Apellida los canes, desde el umbral, por medio de
una bocina irreverente.
El abad, indignado por la irrupción del sonido, resiste al
profano, arredra la jauría feral.
El caballo emprende súbita carrera y desaparece en un
precipicio, llevando su jinete.
Los canes aúllan en torno de un sumidero calcinado.
La guerra
El hombre de inteligencia rudimentaria salió a cazar lejos
de su llanura inundada, al empezar el día de una época primitiva.
Dirigió sus pasos a un desfiladero de origen volcánico,
donde habitaban dragones crispados y aves deformes y perezosas.
Escogió, durante el trayecto, las piedras más sólidas, para
armar su honda.
Emitió gritos con el mayor aliento, usando las manos a guisa
de tornavoz.
Otro hombre apareció, vestido de una zamarra y aparejado a
la lucha. Vociferaba desde la cima de un monte. Su rostro se perdía en el
bosque del cabello y de la barba.
El combate duró, sin decidirse, un tiempo indefinido. Hilos
de sangre pintaban la cara y el pecho de los rivales.
Una mujer falseó cautelosamente el pie del defensor y lo
precipitó desde la altura. Se vengaba de una sumisión abyecta.
El vencedor la toma bajo su autoridad e impone sobre sus
hombros la suma del botín. La dirige hacia la llanura por una cuesta breve.
Se despreocupa de la espalda abrumada y de los pies
sangrientos de la cautiva.
El entierro
Erase un mocetón dicaz y engreído. Venía de la guerra civil,
de lucirse en una jornada sangrienta, de esclarecer el abolengo marcial en
presencia de un caudillo ambicioso.
Tenía en sus manos el gobierno de una aldea.
Salió una noche fuera de poblado a gozar un paisaje esquivo
y silencioso. La luna asomaba sobre un estribo de la sierra.
El mozo distinguió, en la hora ambigua, el paso de un
cortejo. Algunos burladores iban a su frente, llevando sobre sí una cama y pregonando
la nueva de una muerte. Eran lugareños de vida traviesa y faz alcoholizada.
El joven escuchó su propio nombre al preguntar el del caído.
Los persuadió fácilmente al abandono de la farsa lúgubre y a desbandarse en
demanda de sus hogares.
Se juntaron, la noche siguiente, para la misma diversión a
la vista de la luna exangüe, y retiraron el aviso de la muerte del joven. El
los deshizo espada en mano, a tajos y denuestos y arrestó los más culpables.
Una fiesta se dio, a los pocos días, en la casa de un
hidalgo rural.
El héroe agasajaba sumisamente a las hermosas y las trenzaba
guirnaldas de flores pasajeras.
Un hombre macizo y desgreñado penetró en la sala y se trabó
con el galán. Venía de la maleza v del barranco y desahogaba una acometividad
irreflexiva.
El desconocido parecía invulnerable al arma de fuego.
La lucha se decidió con el puñal y terminó, después de unos
momentos premiosos, con la muerte de ambos adversarios.
Los lugareños, de vida traviesa y faz alcoholizada, fueron
absueltos de su arresto y encargados de llevarse el cadáver del joven.
No consiguieron identificar el del importuno.
Saudade
De las zagalas y de las ninfas celebradas en más de una
fábula de origen lusitano. Jorge de Montemayor, el bizarro gentilhombre, dejó
la memoria de esas mujeres sensibles y de sus cuitas de amor en los párrafos
elegantes de su Diana, y pereció, acusado de indiscreto, por efecto de una
asechanza nocturna, dirigida desde el recato de una celosía.
La estampa de una mano crispada en el muro calizo y una cruz
señalan el sitio del malcaso.
La niña descubre, en la corteza de un fresno, la cifra del
nombre aciago.
Un aura indolente desprende, sobre el caudal de agua, las
hojas de la selva nostálgica, en el principio de la mañana ilusoria.
El secreto del Nilo
Adriano estaba inconsolable con la pérdida de su favorito en
el río cenagoso, entre saurios torpes. Había perecido cuando ostentaba los
atributos e insignias de Apolo.
Las palmeras descabelladas presenciaban una vez más el
sacrificio del sol, anegadas en la penumbra del momento solemne, y una pirámide
abrumaba el horizonte de modo inexorable.
Adriano había seguido las inspiraciones de una curiosidad
impía y las enseñanzas de una crítica presumida, al visitar osadamente el país
de los mitos sabios, espectador inmóvil del misterio.
Adriano se ha reclinado sobre el zócalo de un monumento
derruido, en la vecindad del río inagotable, y descubre una imagen de su
pensamiento en la actitud de un gavilán, el mismo del rito indígena, ensañado
en aventar las plumas de una víctima.
El musulmán
La mezquita había venido al suelo durante el exterminio de
los fieles.
Los piratas rubios habían mutilado sus torres y cubierto de
estuco las letras decorativas en donde se leía el nombre del profeta. Se reían
de la filigrana concebida y realizada por nuestros antepasados en una serie de
siglos de entusiasmo.
Los muecines, humillando la frente en el polvo, anunciaron
la nube de los neblíes sanguinarios.
Llegaron después de una travesía de seis meses, lucios y
descortezados por el bochorno de los mares tórridos. El viento se dividía en
silbidos al correr entre las velas tirantes. Los grumetes soplaban las sirenas,
colgados ágilmente de los mástiles.
No nos atrevimos a combatirlos en el litoral, sino en un
descampado fácil a nuestra caballería. Fuimos asesinados a mansalva. Nuestros
héroes fiaban locamente en una lid vistosa, de aceros cruzados en combate
singular. El fuego de los ingenios de hierro venció al denuedo franco y esteró
el suelo con las víctimas y despojos de un simún.
Mi hermano mayor quedó entre los prisioneros y sufrió una
suerte aciaga.
Los vencedores lo escogieron para blanco de sus pistolas. Su
cadáver, colgado por los pies, se deshizo durante varios días en medio de una
ronda de chacales crepusculares. El se había atrevido, a pesar de sus cadenas,
con un jefe principal.
Yo visité a hurtadillas la mezquita de nuestra devoción,
antes de ausentarme de mi suelo cautivo, y rescaté las reliquias de mi hermano,
pagándolas al vencedor con el presente de unas armas antiguas y de una estofa
suntuosa. La muselina, elástica y transparente, pasaba sin ajarse a través de
un anillo.
Escogí para mi destierro el hogar de un pueblo hermano. Una
planta voluble, presea de nuestras selvas, se teje en torno de un árbol seco v
lo adorna con sus flores de escarlata. Yo la traje y la conservo en memoria de
mi casa.
Pedí servicio en una flotilla de pescadores de perlas y
recorro un golfo cristalino.
El clima del nopal
El ermitaño cuenta los sucesos y prodigios del amor y se
incorpora a la hueste de los personajes lacerados y sin remedio. Se confiesa
autor de más de un rapto y sugiere, por medio de una elocución viva, el susto
de la fuga a rienda suelta, bajo el alcance de las piedras y de los disparos.
Se finge dedicado a la memoria de Mercedes, constante en
censurar sus mocedades y autora, una vez difunta, de su retiro del siglo y de
su arrepentimiento y humildad.
Describe la estancia en donde pasó de esta vida y quedó
yacente, sin los ventanales, arrojaba lejos el perfume de los sahumerios y
extinguía, delante del crucifijo de marfil, un cirio de lumbre mustia.
Pasa a celebrar su propósito irrevocable de vivir penitente,
desde esa hora, en el hueco del monte, en medio de una maleza parca y
cenicienta.
El ermitaño da fin a su discurso y me sorprende con la
mención de sus compañeros y el reproche de su tardanza. Los apellida por medio
de un silbato de cobre.
Yo me vi amenazado, en breve espacio, por una rueda de
fusiles asestados. No podía alzar mi voz sobre la greguería de los truhanes.
El capitán los persuadió a respetarme la vida y me sacó a
salvo por caminos despeñados, sin dejar el hábito de monje, y contentándose con
mi dinero y la promesa de navegar la vuelta de mi patria.
Disparaba su pistola sobre unas aves de rapiña juntadas,
sobre mí, en revuelo furioso.
El cristiano
Yo lo veía diariamente sentado a la puerta de su choza y con
la cabeza entre las manos, hundido en una reflexión intensa. Se mostraba en
aquella actitud cerca de la noche, cuando el cielo igual de la región se
alteraba ligeramente con delgados celajes de ámbar y violeta.
Él había perdido los años más fértiles de la vida en el
sufrimiento del presidio, por efecto de una acusación injusta. Su honestidad se
había conservado intacta y lo había redimido al principio de la vejez. Los
superiores le habían permitido edificar su vivienda en un descampado. El se
había insinuado en la amistad de sus compañeros y había suavizado la ley de su
destino, esclareciéndoles las promesas del Evangelio.
Yo lo visitaba con frecuencia y lo seguía en sus
peregrinaciones hasta la orilla del océano de las ballenas y de los témpanos.
Había sustituido con un nombre fingido el verdadero y se justificaba alegando
su humildad y el propósito de semejarse a la ola fundida en el mar.
El me enseñó la caridad con los animales. Antes de su
muerte, me encontró digno de proteger sus dos amigos más probados. Yo trasladé
para mi casa, sobre mis hombros, el ajuar de la suya y eché por delante un
zorro azul del polo y una liebre sedosa.
El desahucio
La cortesana había arribado de Londres y se había revestido
con sus nieblas. Se encontraba sola y enferma.
Yo me apresuré a defenderla de la incertidumbre y la recibí
en mi estancia desprevenida. Subió la escalera apoyándose en mi hombro.
Alboroté el fuego para restablecerla del pasmo del frío. El
gozo de la llama tino de rojo las cortinas de terciopelo, residuo de mi fortuna
salvado de las garfas de los acreedores.
Gendarmes y sollozaba amargamente al declarar la ruina de su
salud y de su prestigio.
Se acomodó en la cama de palisandro, enriquecida de placas
de bronce e incrustada de plata, conforme el estilo de Pompeya, y se perdió entre
las sábanas abandonándose a merced de sus morbos. No podía resistir la
muchedumbre de sus redolores.
Yo consumí en sus exequias el resto de mis bienes y la
incineré con los muebles artísticos, arriesgando la última partida con el
desgaire de un Sardanápalo.
No pude pagar el alquiler de la vivienda y me arrojé a la
calle en demanda de los peligros de la intemperie.