sábado, 23 de diciembre de 2017

El demonio. Actividad. J. A. Sayés



EL DEMONIO ¿REALIDAD O MITO?

José Antonio Sayés


CAPÍTULO 6



La actividad demoníaca

La primera y más importante actividad del demonio en la vida de los hombres es, sin duda alguna, la tentación; algo que podríamos calificar de actividad ordinaria frente a la actividad extraordinaria que implica la posesión o la infestación.

1. La tentación

Con todo, la tentación tiene en nosotros mismos una fuente propia e indudable. Existe en nuestra propia naturaleza la pasión, la ambición, la vanagloria..., todo un conjunto de deseos que nacen del desequilibrio interior (concupiscencia) que ha dejado en nosotros el pecado original. Dejemos que lo diga san Pablo de forma gráfica: «Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley que es buena: en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.
Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Pobre de mí! , ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!.
 Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado» (Rm 7, 14-25).
Está claro, según este texto, que la tentación tiene en el hombre mismo, en nuestra condición pecadora, una fuente propia. En otros casos, la tentación puede provenir del propio temperamento, del ambiente, de situaciones peculiares, etc. No es, pues, preciso recurrir siempre al demonio para explicar el origen de las tentaciones que padecemos, ni mucho menos.
Y la tentación la sentimos sin duda alguna porque, aunque en sí misma nos proponga un mal, lo propone en su aspecto positivo y bueno. No existe el mal absoluto, sino que es la deficiencia de un bien debido. Un adulterio es un mal porque se trata de una injusticia contra el propio cónyuge, pero tiene también su aspecto atractivo: el placer que procura. Ahí radica la atracción de la tentación. Un mal absoluto (impensable) no atraería nunca a ningún hombre; es el bien que se da junto al mal, lo que hace apetecible la tentación. El hombre sabe muy bien que aprovecharse de un cargo público para enriquecerse ilícitamente es un mal, pero sin duda es un mal que va acompañado de un aspecto atractivo: el enriquecimiento fácil y rápido.
Es indudable, por otro lado, que el demonio puede servirse de nuestra situación, de la misma inclinación al pecado que llevamos dentro, y potenciarla mediante la seducción y el engaño.
En ello radica precisamente su carácter de tentador.
Resulta enormemente difícil el discernir la tentación específica del diablo, el saber si la tentación viene de nuestra propia pasión o está en nosotros mediante la instigación del diablo. No es tema fácil discernir qué tipo de tentaciones son las que provienen del diablo. Ya decía san Juan de la Cruz que de los tres enemigos del hombre (el demonio, el mundo y la carne) es el demonio el más oscuro de entender l.
l. Castelas 2
Sabemos, sin embargo, que el demonio nos tienta de forma continua. Decía santo Tomás que «el oficio propio del diablo es tentar» 2. Nos recuerda la primera carta de san Pedro: «Sed sobrios y velad, vuestro adversario, el diablo, anda como león rugiente, buscando a quién devorar» (l P 5, 8).
Cabe, con todo, hablar de indicios que nos revelen la presencia del diablo que tienta. Decía Pablo VI: «Podemos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; allí donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; allí donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (l Co 16, 22; 12, 3); allí donde el espíritu del evangelio se adultera y se desmiente; allí donde se afirma la desesperación como última palabra».

Y«Allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda». En efecto, el diablo tiene como función principal separar de Dios; de ahí viene precisamente su etimología. Cuando uno peca por debilidad, por la fuerza de la pasión, pero sigue manteniendo una firme fe en Dios, la pasión lo explicaría todo. Sin embargo, en la tentación del Génesis, el diablo va más allá: le propone a Adán ser como Dios, o como dioses. Es algo que va dirigido a prescindir de Dios en la vida.
Hoy en día, la mayor parte de los autores interpreta el árbol  de la ciencia del bien y del mal como una referencia a la pretensión de los primeros padres de poseer un discernimiento y determinación del bien y del mal totalmente independiente de Dios. El pecado, observa Grelot 3, consistió en pretender una total autonomía en la determinación del bien y del mal al margen de Dios. El tema va en línea del género sapiencial en el que se inscribe el relato. Discernir entre el bien y el mal (en lo que consiste la verdadera sabiduría) es algo que compete a Dios y que, sólo como don, se puede recibir (l R 3, 9; Dt 30, 15.19; Am 5, 14- 15). Por ello, lo que intentan Adán y Eva es la determinación autónoma del bien y del mal, la usurpación de un privilegio exclusivo de Dios 4.
2. I, q.ll4, a.2 
3. P. GRELOT, El problema del pecado original (Barcelona 1970) 60ss. 
Es, por lo tanto, un problema siempre actual, observa Grelot. El hombre, aunque crea en Dios, pretende que quede alejado en la nube de su trascendencia, para poder determinar por sí mismo lo que está bien y lo que está mal. Comprendemos así el «seréis como dioses».
 Allí, pues, donde la tentación tenga la pretensión de hacernos como dioses, podemos percibir sin duda un indicio de la presencia del demonio. Y nadie puede negar que el hombre moderno tiene la pretensión de dejar a Dios en el Olimpo, allí donde no estorbe; la tentación de creer en el dios del deísmo que deja al hombre total autonomía para decidir por sí mismo el bien y el mal al margen de el. Hay algo más sutil y malévolo que negar a Dios: hacerlo inútil. No se le niega la existencia, pero se le perdona la vida. El hombre se bastaría a sí mismo para realizarse, para decidir el bien y el mal al margen de Dios desde su propia subjetividad.
Nadie puede negar, por otro lado, que hay ciertas formas de pecado que recuerdan lo demoníaco. Cuenta Balducci que, cuando en una ocasión quería convencer a una persona de la existencia del diablo, esta le contestó: «No, no, en el demonio creo, porque existen formas de maldad humana tan refinadas y perversas que, si no existiese el diablo, no podría explicármelas» 5. Recuerdo que, en mis años de estudiante en Roma, supe que una muchacha, integrante de un grupo de colegiales que visitaba la ciudad, se quedó sola y separada del grupo; circunstanc1a que aprovecharon doce muchachos para violarla sucesivamente. Fue algo que apareció en los periódicos. ¿No hay en ello algo de demoníaco? ¿No estamos aquí ante un caso en el que el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel, por usar las mismas palabras de Pablo VI? ¿Y que decir de los campos de exterminio de Hitler o dela siembra de odio que grupos emparentados con el terrorismo hacen en la juventud de nuestros países democráticos? El odio puede tener a veces tanta o más fuerza que el amor.

* «Allí donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa contra la verdad evidente». Cristo llamó a Satanás «padre de la mentira» (Jn 8, 44). Indudablemente, uno puede mentir por debilidad, interés o comodidad. Esto es evidente, y no habría que recurrir al diablo para explicar la mayoría de las mentiras que se dan entre nosotros. Ahora bien, una mentira sistemática como la que tiene lugar en los regímenes totalitarios que, como el de Hitler o el del comunismo, llegan a la despersonalización total de los hombres; allí donde la persona es anulada mediante el temor, el miedo o la propaganda difamatoria, allí ciertamente hay algo de demoníaco. Particularmente, cuando se emplean los medios de comunicación para desprestigiar sistemáticamente a la Iglesia o al Papa, cuando se manipula la verdad de forma reiterativa en favor de un grupo de poder, cuando se destruyen personas y vidas de modo consciente mediante la difamación o la calumnia, allí hay algo de demoníaco, porque en todos estos casos se trasciende el ámbito de la debilidad humana y se entra en el dominio del odio y de la falsedad que son propios del diablo.
4. Ya no se sostiene hoy en día la interpretación sexual como hiciera COPPENS, 
La connaissance du bien et a’u mal et le péché du paradís (Lovaina 1948). 
El verbo conocer (yadá) que sin duda puede tener una interpretación 
sexual la tiene de hecho cuando lleva un complemento personal 
y no una determinación abstracta (conocer el bien y el mal).
5. C. BALDUCCI, El diablo. Existe y se puede reconocerlo (Bogotá 1994) 167.

Ya no se trata del pecado que se debe a la debilidad o la comodidad; es el ansia misma de destrucción y de la fuerza implacable del odio. El diablo odia la verdad, porque la verdad conduce al que la sigue, a la salvación. Todo el que sigue la verdad, en la medida en que la puede conocer, se salva por la gracia de Dios. Hay una vía para apartar de la salvación: destruir la verdad. Eso es lo demoníaco. Y en este sentido, hay también algo de demoníaco en la desobediencia de ciertos teólogos al magisterio de la Iglesia. Hay quien enseña en contra del magisterio y siente el orgullo de hacerlo, presentando sus propias opiniones como más dignas de crédito que lo que el magisterio enseña y repite. A veces, se dan casos de desobediencia sistemática y, con la pretensión de que el Papa está equivocado, se subleva al pueblo contra la verdad que él predica con la falsa promesa de que otro Papa enseñará lo contrario.
El orgullo en otras materias se entiende mejor; se entiende menos en el campo de la verdad revelada que sólo el magisterio puede interpretar auténticamente. Hay teólogos que se fían de sí mismos más que de lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de toda la tradición. Decía santa Teresa: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará —no lo permitirá Dios— al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe»; a esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar —aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» 6. El que da crédito a «quien enseña cosas diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad» (l Tm 6, 3), no sólo cae en el error —lo cual es grave-—, sino que cae bajo el influjo del padre de la mentira —lo cual es más grave aún—.

«Allí donde Cristo es impugnado de modo consciente y rebelde». Ciertamente, blasfemar de Cristo es algo de tipo demoníaco. Pero hay otra forma de descalificar a Cristo de forma más sutil y velada que la blasfemia. Si hay algo que el demonio odia es la cruz de Cristo, pues en la cruz fue donde Cristo salvó y sigue salvando a la humanidad. El demonio sabe muy bien que Cristo le venció en la cruz. Y por ello, como dice Spaemann, «la cruz plantea, a ángeles y hombres, la elección entre las tinieblas y la vida» 7. El hombre no se salva si no es en la cruz de Cristo.
Cristo mismo fue tentado por el demonio para que abandonara el camino de la cruz. Lo que el demonio le proponía era un camino de gloria, un camino de mesianismo triunfal en lugar del mesianismo de servicio y de cruz. Es san Pedro quien tienta a Cristo y le dice: «Tú no vas a la cruz».
6, Vida 25, 12. 
7. H. SPAEMANN, El maligno (Madrid 1994) 19.

Pues bien, el demonio vendrá a convencernos de que, si queremos medrar en el mundo o en la Iglesia, el camino es quitarse de encima la contradicción y la cruz. No animará a nadie a seguir a solas el camino de la fidelidad a costa de perder la propia imagen o la posibilidad de medrar. El demonio enseña a ser complacientes con todos, a quedar siempre bien, a decir lo que los otros esperan, a no defender la verdad contra corriente, a no quedarse a solas por fidelidad, como hizo María. El precio que hay que pagar para medrar o, simplemente, para no tener enemigos o sufrir persecución o marginación, lo pagan muchos hoy en día.

Lo que hace el demonio es proponer el éxito, el éxito que se consigue a costa de no decir la verdad, de no predicar la verdad, cuando puede resultar odiosa. Lo de vender el alma al diablo es mucho más sencillo y menos dramático de lo que se puede imaginar. Basta con seguir la corriente y no llevar el peso de la fidelidad ala verdad, el peso de la cruz. Hay situaciones en la Iglesia en las que, por el silencio de unos y la cobardía de otros, se hace prácticamente imposible reconocer la verdad. Recuerdo que, en una ciudad española, a un sacerdote que tuvo la valentía de predicar la existencia del infierno, se le criticó desde las parroquias y las asociaciones de fieles. Los que tenían que defenderle, callaron. Es así como se produce la metástasis en la Iglesia.
La cobardía y el miedo a perder la propia imagen puede ser el mejor aliado del diablo. Después, nos encontramos en situaciones de pérdida de fe y de abandono de la práctica religiosa y no nos explicamos cómo ha sucedido todo ello. Y es que, sino se sirve a la verdad, el demonio lo tiene muy fácil. Si no se decanta la verdad, si todo vale, es que nada es verdad. Del relativismo al agnosticismo hay sólo un paso: si todo vale, es que nada es verdad. Por ello hoy en día hacen falta santos y mártires más que nunca; mártires que lleven el peso de la persecución y de la maledicencia para seguir el camino que Cristo, en obediencia al Padre, siguió hasta la cruz.

* «Allí donde se afirma la desesperación como la última palabra». Ciertamente el demonio es destrucción, y a la destrucción de uno mismo se llega por el camino de la desesperación. Decía Spaemann: «Se puede decir que la esencia de Satanás es el odio mortal, así como la esencia de Dios es el amor que despierta y da la vida. Mientras el odio de Satanás tenga algún ser viviente del que se pueda apoderar para atormentarlo hasta la muerte, su existencia satánica tendrá un cierto significado, una cierta saciedad.
En la caída, su señorío —concedido por Dios para hacer valer el poder del amor de Cristo- degeneró en instinto de dominio, y éste está unido ahora a la insaciable voluntad de desfiguración, destrucción y aniquilación de todo vestigio de vida. La naturaleza de los demonios está marcada por un incesante intento de atrapar objetos sobre los que quieren desahogar su avidez de poder y de aniquilación» 8.
Cuando una persona llega a la desesperación, no hay sitio alguno para Dios. Y a ello conduce el diablo produciendo inquietud, desasosiego, oscuridad, tristeza... Es lo suyo. Suele tener como estrategia meter en el hombre convicciones absurdas («me voy a condenar», por ejemplo), ideas falsas y persistentes que no prov1enen n1 tienen su origen en el propio temperamento, educación o ideas personales 9.
Santa Teresa, comentando una tentación que tuvo contra la humildad, nos señala los elementos típicos de la tentación diabólica. Esta era «una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y probar si puede traer el alma a desesperación. Se ve claro [que es cosa diabólica] en la inquietud y desasosiego con que comienza y el alboroto que da en el alma todo el tiempo que dura, y la oscuridad y aflicción que en ella pone,  la sequedad y mala disposición para la oración o para cualquier cosa buena. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo para que de nada aproveche» 10.
8. Ibíd., 34. 
9. Cfr. J. RIVERA-J. M. IRABURU, 0.6., 299. 
10. Vida 30, 9.
De todos modos, hablando de la tentación, es preciso recordar que el demonio puede influir en nuestros sentidos, en la fantasía y en la imaginación, en el entendimiento incluso, pero no puede suplantar la libertad humana ni eliminarla. El hombre sigue siendo libre bajo la tentación del demonio. La libertad es el último sustrato del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y el diablo no la puede dominar. «El demonio —enseña san Juan de la Cruz- no puede nada en el alma si no es mediante las operaciones de las potencias de ella, principalmente por medio de las noticias [que ocupan la memoria], porque de ellas dependen casi todas las demás operaciones de las demás potencias; de donde, si la memoria se aniquila de ellas, el demonio no puede nada, porque nada
halla de donde asir, y sin nada, nada puede» 11. Dios puede obrar en la sustancia del alma inmediatamente o también mediatamente, con ideas, sentimientos, palabras interiores. Pero el demonio sólo mediatamente puede actuar sobre el hombre, induciendo en él sentimientos, imágenes, dudas, convicciones falsas, iluminaciones engañosas. Sin la complicidad de las potencias espirituales del hombre, el alma misma permanece para él inaccesible.
Por otro lado, no podemos olvidar las palabras consoladoras de san Pablo que nos dicen que Dios no permite que nadie sea tentado por encima de su capacidad. En el momento de la tentación, Dios da la gracia de resistir y vencer (l Co 10, 13).

2. El demonio en la sociedad y en la Iglesia

Pero la acción del diablo no se limita a la tentación individual; su influjo se extiende también a la sociedad y a la Iglesia a la que Cristo prometió que las fuerzas del infierno no podrían contra ella (Mt 16, 18).
Reducir la influencia del diablo a la tentación individual sería olvidar el relieve y la importancia que Cristo le da como príncipe de este mundo, como enemigo frontal del Reino.
Ningún creyente puede negar que el ataque del demonio mas que contra el mundo (en el sentido peyorativo que tiene en san Juan: Jn l, 10; 8, 23; 12, 31; 14, 17), va dirigido contra la Iglesia de Cristo. Recordemos el texto de Ap 12, 1-12. La Iglesia es el germen y el principio del Reino, y Satanás lucha contra el Reino de Cristo.
ll. Subida 4,1.

Cuando en la vida pastoral me preguntan, jóvenes sobre todo, si las posesiones diabólicas son muy frecuentes, suelo responder que, de ser yo el demonio, no haría muchas, pues toda posesión diabólica, en un mundo descreído como el nuestro, induciría a creer. Si yo fuera el demonio, haría dos cosas: convencer al clero de que la oración no es tan importante como se decía en otro tiempo e introducir el relativismo en la Iglesia y el mundo.
En efecto, Pablo VI en 1972 se refirió explícitamente a la acción de Satanás en la Iglesia: «El humo de Satanás ha entrado en la Iglesia», dijo aquel hombre tímido, pero lleno de fe.
No es fácil, sin embargo, detectar con certeza la acción del diablo en fenómenos concretos de la vida de la Iglesia. Por ello lo que a continuación exponemos lo hacemos no desde la afirmación categórica, sino desde la sugerencia y la sospecha. De todos modos, conocemos una característica de la acción propia del diablo: es el enemigo del Reino. Por ello todo lo que tiene el sello de anticristo podría en principio provenir de él. Es un principio claro, como decimos, aunque resulta difícil señalar fenómenos concretos como acciones del diablo.
Así pues, siendo la acción del diablo una acción frontal contra Cristo, nos preguntamos si el actual proceso de secularización que la Iglesia vive no se debe en cierto modo a el. Por supuesto que dicha secularización tiene también sus aspectos positivos, como puede ser el mayor reconocimiento de la autonomía de las ciencias, la superación de posturas excesivamente sacralizadoras y la corrección de ciertas formas pseudorreligiosas. Pero en el fondo lo que se postula es una reducción de Cristo a un mero ejemplo de comportamiento humano, a un fundador más de religión, a un líder sociopolítico, para quedarnos en el fondo con la idea del Dios del deísmo que a nada compromete y que le permite al hombre una autonomía total en el plano moral y ético.
Cuando el cardenal Ratzinger analiza la nueva frontera de la teología12 viene a decir que no es la teología de la liberación, sino la teología liberal la que presenta dificultad. Mantiene esta el postulado de que no se puede conocer la verdad objetiva, que todas las religiones son iguales y que por tanto ninguna es la revelada. Se admite la existencia de un Dios creador que en el fondo vuelve a ser el dios del leísmo y se postula la desaparición de los dogmas, los cuales, partiendo de la creencia de que se puede conocer la verdad, no hacen otra cosa sino dividir a los hombres. Así pues, todo se reduce a la creencia en ese Dios único (volvemos a repetir que se trata del dios del leismo) ya una praxis ética que no tiene otros fundamentos que la conciencia individual y las leyes que, por vía de consenso democrático surjan en el parlamento.
12. OssRom (l de noviembre de 1996).

Vivimos hoy en día en un mundo en el que el hombre pretende ocupar el lugar de Dios. Cualquier otra crisis en la historia de la Iglesia se daba en un horizonte teocéntrico. La de hoy es, sin embargo, una crisis de tipo antropocéntrico, Se permite ciertamente una religiosidad, pero que quede reducida al ámbito de lo privado. Dios no configura ya la vida social y cultural, y Cristo en el fondo no podía pretender ser el centro de la vida, sino un simple fundador más de religión en el marco de la historia de las religiones.
De ahí la nota de privacidad que se da a todo lo religioso que se le respetan, porque nos encontramos en una democracia pero se le pedirá que no hable de Dios en publico y que no moleste. Dios queda así fuera del ámbito de la sociedad y de la vida pública. Dios es la palabra que no se puede pronunciar en público. 
 
 Por otro lado, nuestro mundo científico, que admite el principio de verificación como criterio de todo lo científico, relega el ámbito de lo no experimentable al campo de la pura opinión que nace en el subjetivismo y en el sentimiento. Con el escepticismo filosófico que reina hoy en día, nadie podría tener la pretens1ón de poseer la verdad revelada. Cada uno confiesa por tanto la religión desde su sentimiento religioso, dando así lugar a un relativismo en el que nadie puede tener la pretensión de poseer la religión revelada.
Se postula de esta forma una ética autónoma, que no tiene su fundamento último en Dios, y a la que se llega prácticamente por la vía del consenso. Es el hombre moderno que se libera de Dios. No niega su existencia, pero se trata de un Dios que le permite determinar el bien y el mal por sí mismo independientemente de él. Se concibe así la conciencia en un sentido autónomo desde el que cada uno determina el bien y el mal. «Cada uno tiene su propia conciencia», se suele decir. Este es el subjetivismo de nuestra época, un subjetivismo que hace de Dios una hipótesis, en todo caso inútil, porque la v1da puede configurarse al margen de él. Digamos de entrada que la secularización es una puerta que conduce al agnosticismo, pues si Dios es inútil en cuanto que se puede prescindir de él, se termina por ignorarlo.
El hombre decide así el bien y el mal al margen de Dios postulando una autonomía total de la moral. Y si la vida es autónoma, se van suprimiendo poco a poco los signos religiosos como una injerencia ofensiva a la profanidad de lo mundano. Pues bien, este proceso secularizador que relega a Cristo nació en la Iglesia a finales de los 60 y continúa aún presente entre nosotros 13. La misma teología de la liberación se resiente de él, toda vez que hace de Cristo un liberador político y social y olvida su carácter redentor, al menos en muchos de sus exponentes.


El proyecto de un cristianismo no religioso parece que nació con el teólogo protestante alemán D. Bonhóffer (1906-1945). Este había sido un teólogo que tenía muchos puntos de contacto con el catolicismo, pero parece ser que en su última etapa escribió una serie de cartas a su amigo E. Bethge recogidas posteriormente con el título Resistencia y sumisión, en las que de forma poco sistemática  fue expresando su concepción de Dios. En ello influyó no poco, al parecer, el sentimiento que tuvo de estar abandonado de Dios, pues se encontraba en la cárcel de Tegel (1943-1944) y tuvo situaciones de depresión. Fue así como dio lugar al programa de un cristianismo no religioso.
La nueva forma de vida que él propone sería la de afrontar las situaciones de la vida sin recurrir a Dios, afrontarlas «como si Dios no existiese». El Dios de la religión sería, en efecto, como una especie de Dios tapa-agujeros, es decir, una especie de recurso ante las lagunas y deficiencias que tiene la vida humana. De esta forma, la religión pierde terreno en la medida en que la ciencia va progresando y solucionando los problemas humanos, hasta el punto de que el hombre moderno no es un hombre religioso y hay que hablarle por ello en términos de mundanidad. Bonhóffer, que postulaba un cristianismo no religioso, lo hace en la medida en que presenta a Jesús como prototipo de hombre no religioso que en la cruz afronta la muerte con el sentimiento de haber sido abandonado por el Padre. Jesús es en todo caso un hombre para los demás y queda reducido a un modelo de hombre como puede haber otros en la historia humana.


2.1. Los postulados de la secularización

Otros autores, a partir de este pensamiento, irían sistematizando la llamada teología de la secularización. Trataríamos de resumirla en los siguientes postulados:

— El hombre moderno no es un hombre religioso. Dotado de la técnica y la ciencia moderna, cada vez más va prescindiendo de Dios para solucionar sus problemas.
-— Dios no interviene en la historia. Su intervención responde a una concepción mítica y mágica de Dios (Bultmann).
—- En consecuencia, se postula la total autonomía de lo mundano, incluso en el plano e’tico, sin que por ello deban interferir signos de lo religioso. Se postula así la profanidad del mundo.
Se lucha contra el concepto de lo sagrado en cuanto lo entienden como separado de lo profano. Por lo que respecta a Dios, hemos de distinguir secularidad de secularización.

13. Cfr. J. A. SAYÉS, Teología y relativismo (BAC, Madrid 2007).

Secularidad es un concepto sano, admitido por el Vaticano II (GS 36), según el cual cabe una autonomía relativa de lo mundano: el mundo tiene sus propias leyes que el cristiano tiene que aprender y respetar, pero son leyes fundadas en Dios, creador de las mismas.
Secularización, por el contrario, es un concepto que va mucho más allá. Es el intento de suprimir toda referencia a Dios en el mundo y en el hombre, y en concreto, la teología de la secularización es el intento de Vivir un cristianismo no religioso. Es vivir la vida como si Dios no existiese, es prescindir de Él en todos los ámbitos de la Vida. Se funda, sobre todo, en el pensamiento de que Dios no puede ser objeto de nuestros actos y en que Dios sería totalmente distinto a como lo concebimos («el totalmente otro»).
Secularismo es la radicalización de la secularización, identificándose con la teología de la muerte de Dios. Mencionemos a Van Buren, exponente del agnosticismo de la analítica del lenguaje14. Según él, el término Dios carece de sentido y la sustancia del mensaje cristiano se puede expresar sin recurrir a dicho término. De todos modos, secularización y secularismo no son tan distintos, dado que ambos colocan a Dios fuera del ámbito del conocimiento humano15. En efecto, el Dios de la secularización (recordemos a A. J. T. Robinson, Sincero para con Dios 16), es el Dios del deísmo, pero, además, mediatizado por la teología de Barth, Bultmann y Tillich, que hacen de él un Dios sumido en la duda por lo que al conocimiento racional se refiere.

14. J . B. MONDIN, l teologí della marte di Dio (Turín 1968); D. BONHÓFFER, 
Reszstencia y sumisión (Barcelona 1968); A. J. T, ROBINSON, 
Sincem para con Dios (Barcelona 1967); H. COX, La ciudad secular
 (Barcelona 1966); W. HAMIL- TON-T. J. ALTIZER, 
Teología radical de la muerte de Dias (Barcelona-México 1967); 
G. VAHANIAN, The death of God (Nueva York 1961); 
P. M. VAN BUREN The secular meaning of the Gospel (Londres 1963). 9 
15. C. POZO, Secularidad y secularización (Madrid 1978) 20.

No es el momento de entrar en la concepción de Dios que presentan Barth o Tillich 17. Nos limitamos a hablar del influjo de Bultmann con su pretensión de que los evangelios son una
mitificación de la figura puramente humana de Jesús.
Bultmann sólo admite la precomprensión (Vorverstädndnis) de Dios en la experiencia humana, en cuanto que el hombre hace la experiencia de lo finito y del límite y está por ello existencialmente abierto al problema de Dios. Pero en Bultmann no cabe un conocimiento objetivo de la existencia de Dios.
Asimismo, la Revelación no supone una intervención objetiva de Dios en la historia que pueda ser captada por signos externos. Hemos de desechar la concepción mítica de Dios, según la cual el no cósmico y trascendente se haría cósmico e inmanente. Cristo fue (después de la desmitologización que hemos de hacer de los evangelios) un hombre que vivió la existencia auténtica, porque en todo momento se sintió juzgado por la palabra de Dios y abandonado a su confianza, particularmente en el momento de la muerte, cuando puso su Vida en manos de Dios.
Partiendo de la teología de la secularización y de la no intervención de Dios en la historia, inmediatamente se pierde el concepto cristiano de lo sagrado. Para el cristiano hay personas o lugares sagrados porque en ellos se da una especial intervención de Dios o una presencia de Cristo. Este concepto cristiano de lo sagrado, que tiene como función la salvación del hombre en cuanto que se trata en el fondo de la presencia de Cristo y de su gracia, no tiene nada que ver con el concepto judío de lo sagrado entendido como lo apartado, ni con el concepto mágico de las religiones paganas. Es la acción de Cristo y la presencia de su gracia salvadora que tienden a la santificación del hombre y de la historia.
16. Cfr. nota 13. 
17. Cfr. J. A. SAYÉS, Teología y relativismo.
Es cierto que hay una distinción entre la Iglesia y el mundo, entendido en el sentido de mundo de pecado como lo presenta san Juan en su evangelio frecuentemente (Jn 14, 30; 16, ll). Es el mundo en cuanto que, por el pecado, rechaza la salvación de Cristo. En este sentido, cabe hablar de una batalla entre dos reinos, el Reino de Cristo y el reino de las tinieblas, que es el mundo que hay que evangelizar y liberar del pecado.


2.2. Secularización de la vida sacerdotal y religiosa

La secularización de la vida sacerdotal y religiosa viene apoyada en el concepto de lo sagrado, entendido como lo separado. Nació de un concepto falso de lo sagrado para eliminar en el fondo la verdadera presencia de Cristo en el sacerdote como instrumento de su acción redentora. Se postulaba así, en los últimos años de los 60 y en los primeros de los 70, la supresión de toda distinción entre el sacerdocio ministerial y el laical. «Todos somos laicos y todos somos sacerdotes», se repetía. Hubo en Europa cantidad de asambleas sacerdotales y religiosas conducidas por la idea de la secularización. Comenta Iraburu de aquella época: «En esta secularización de la vida del sacerdote, según tendencias más o menos radicales, se propugnaba la inserción del clero en el mundo secular por el trabajo civil, el compromiso político, el matrimonio optativo, el ocio y las diversiones, el vestido y la casa, y todo el conjunto de su vida. Y el planteamiento, mutatís mutandís, venía a ser el mismo para la vida de los religiosos y religiosas. En esos años, rápidamente, fueron desapareciendo sotanas y hábitos, que fueron sustituidos por algún leve distintivo, pronto llamado, por la misma lógica secularizante, a desaparecer también. Vimos religiosos taxistas, sacerdotes repartidores de gaseosas, etc. Los seminaristas pasaron de los seminarios a viviendas normales de ambientes populares, y lo mismo los religiosos dejaron en muchos casos sus conventos para vivir “como los seglares”. Eran años, precisamente, en que muchas familias religiosas hubieron de celebrar sus capítulos extraordinarios posconciliares. Las secularizaciones existenciales se desarrollaron entre sacerdotes y religiosos aceleradamente, y en poco tiempo las secularizaciones canónicas se contaron en muchas decenas de miles.
En aquellos años, casi todas las revistas y editoriales se pusieron al servicio del impulso secularista, y difundieron textos que en todos los tonos —crítico, histórico, filosófico, sociológico, ascético o incluso heroico y lírico- propugnaban la teología de la secularización» 18. La teología de la secularización radicaba en el fondo en un fallo teológico y en otro antropológico. En el fondo, lo que estaba en duda era la presencia misma redentora de Cristo en el sacerdote, en la liturgia, etc. Se partía de la concepción de que todo lo natural es sobrenatural y de que, por ello mismo, no hacía falta una presencia especial y redentora de Cristo. Cristo, en todo caso, había venido a culminar la creación, pero no a redimirla.

En los ambientes secularizados, lo que entra en crisis es el mismo concepto de redención. Ya no se habla de pecado, de gracia, de condenación, etc. Aquí en la tierra ya no hay una batalla entre el Reino de Cristo y el reino del príncipe de este mundo. No hay en nuestro mundo una lucha dramática en la que va implicada la salvación de los hombres. Se relega el sacramento de la penitencia. Hay amplias zonas en la Iglesia en las que prácticamente se ha suprimido el sacramento de la penitencia. Y cuando uno ve que, ante los lamentos del Papa y las llamadas a la rectificación, se responde con ironías o descalificaciones al Papa; cuando uno ve que la desobediencia, incluso por parte de personas consagradas, se utiliza como arma sistemática de presión, uno no puede menos de preguntarse si detrás de ello está la escondida presencia del enemigo del Reino.
18. Cfr. J. M. IRABURU, Sacralídad y secularización (Pamplona 1994) 29.
La eucaristía se entiende como la ocasión de expresar la fratemidad humana, pero no como presencia de Cristo y de su sacrificio redentor. Es el cristianismo como redención lo que cae
en esta teología, para hacer de el, en todo caso, una religión en la que se cree en el Dios del deísmo simplemente y se postula la solidaridad humana. Cuando se llega a afirmar impunemente que Cristo no sabía que iba a morir y que su muerte no tiene otra explicación que ser el resultado de un enfrentamiento fáctico con los poderosos de su tiempo, de modo que Cristo no ledlo un sentido redentor, cuando se silencia en la predicación todo el tema del más allá y de la posibilidad de la condenación (llevamos ya treinta años sin predicar del más allá), cuando se plerde la conciencia de la necesidad que tiene el hombre de la grac1a divina incluso para cumplir las exigencias de una vida natural, cuando se olvida la existencia del pecado original... entonces se pone en juego la redención de Cristo.9
Se suele hablar de Jesús (más que de Cristo), pero en el sentido de un ejemplo para el comportamiento humano no como redentor de servidumbres de las que el hombre no se, podría liberar por sí mismo. Reduciendo a Jesús a ejemplo de un comportamiento humano y solidario, es lógico que su divinidad se convierta en algo superfluo. Decía un profesor de cristología que «¿Jesús es Dios?, ¿y a mí, qué?»
Indudablemente, los milagros de Cristo y el carácter histórico de su resurrección quedan oscurecidos desde la teología desmitificadora de Bultmann. La teología de la secularización respondía, pues (y responde), a una profunda crisis de fe en la que Dios queda relegado a la trascendencia de la nube, y el hombre, disfrutando de una autonomía que le permita dirigir por sí mismo su vida. Estamos todavía pagando las consecuencias de todo ello.
A partir de esta concepción secularizada, es lógico que se hiciera la guerra a todo signo exterior de lo sagrado. Había una especial alergia a todo signo exterior. Se le consideraba como contrario a, la legítima autonomía de lo mundano y como Interferencia provocadora. Y este es el error antropológico que comete la teología de la secularización. En los sacerdotes respondía a la crisis de fe que vivían; en los seglares suponía la pérdida de todo signo que pudiera conducirles a lo trascendente. Los sacerdotes habían olvidado que la fe, que es don de Dios, entra sin embargo por los ojos. La carencia de signos significa la carencia de Dios. La secularización que muchos clérigos vivían condujo, en muchos casos, a la pérdida de fe o al menos a la pérdida de la práctica religiosa por parte de muchos de nuestros seglares. Una fe que no se expresa es una fe que no existe. El signo es una ley de la antropología que se negaba a Dios en nombre de una fe más pura, que al final desaparece.
Así la secularización del mundo se ha unido a la secularización de la Iglesia: el resultado es la pérdida de la fe en gran parte de Europa y la reducción de la práctica religiosa, la ausencia de vocaciones y la relajación de la vida consagrada.
Indudablemente, todo este proceso de secularización (presente también en la teología de la liberación) que hemos presentado aquí no es un proceso que abarque a toda la Iglesia. La
Iglesia sigue y seguirá poseyendo siempre hombres de plena fidelidad que tienden ante todo a la santidad y que son, por el designio de la providencia, muchas veces incomprendidos y marginados. No queremos dar la impresión de que todo en la Iglesia sea secularización e infidelidad, ni mucho menos. Ésta es la Iglesia de Cristo y seguirá adelante a pesar de nosotros mismos. Pero nadie puede negar que ese proceso de secularización siga siendo real. Repetimos que no podemos afirmar categóricamente que todo ese proceso sea obra del maligno. En el proceso de secularización influye la mentalidad misma del mundo y, en el fondo, los principios de la Ilustración. Pero tampoco se puede negar que, en conjunto, sea un proceso anti-Cristo, por lo que nos preguntamos a modo de sugerencia si en él no se da también el influjo del maligno. No se trata ya de la negación de uno u otro dogma, sino de un ataque frontal al cristianismo. Lo que muchos han rechazado en este proceso ha sido y es el carácter central de Cristo en nuestra vida y en la misma historia. Lo que se pretende en el fondo es la vuelta al Dios de leísmo, a la autonomía total del hombre en el campo de la moral, lo cual hace inútil a Cristo mismo. Cristo sería en todo caso un complemento decorativo, la culminación de todo lo humano, pero no el redentor de todo hombre, impotente por sí mismo para vencer al pecado y la muerte. Allí, pues, donde se desfigura el carácter central de Cristo, ¿no podemos decir que está presente la acción del diablo? Es simplemente una pregunta.
El caso es que el diablo tiene además un estilo a la hora de actuar: pasar desapercibido. El demonio trabaja mucho mejor con los parámetros «políticamente correctos» de nuestra sociedad secularizada. Decía Baudelaire que la plus belle ruse du diable est de nous persuader qu’il n’exíste pas 19 (la mayor astucia del diablo es la de persuadimos de que no existe). Y justamente nadie pensaba en el demonio cuando la teología de la secularización dominó en la Iglesia. Era una teología que se presentaba en nombre de la madurez humana y de la ciencia. Y, sin embargo, ninguna teología separa tanto al hombre de Dios. Su influjo se dejó y se deja sentir aún en la Iglesia y en la sociedad. Hoy todavía duran sus efectos.
Y termino con un párrafo del cardenal Suenens, antiguo arzobispo de Bruselas, uno de los principales artífices del Vaticano II, que luchaba por la renovación y el progreso de la Iglesia. Decía al final de su libro Renouveau et puíssances desténebres: «Acabo estas páginas, confieso que yo mismo me siento interpelado, ya que me doy cuenta de que a lo largo de mi ministerio pastoral no he subrayado bastante la realidad de las potencias del mal que actúan en nuestro mundo contemporáneo y la necesidad del combate espiritual que se impone entre nosotros»20.
19 C. BAUDELAIRE, Petits poémes en prosa, en Oeuvres complétes (París 1969) 169. 
20. Citado por G. HUBER, El diablo hay (Madrid 1996) 15