domingo, 5 de marzo de 2017

La esencia de la oración (II). Dom Georges Lefebvre

La esencia de la oración
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HUFFINGTON POST


«Fe pura», «fe viva», son expresiones que se repiten sin cesar en los escritos de San Juan de la Cruz. ¿Qué quiere designar con estas palabras? Con frecuencia, al leerlo, se tiene la impresión de que se trata de alguna gracia elevada, cuyo misterio no podemos penetrar. La describe, en efecto, como una luz muy pura y una gracia superior a toda gracia, hasta el punto de que vale la pena renunciar a todas las gracias por vivir únicamente de ésta. Es el «tránsito que hace el alma a la unión de Dios», el «medio o camino por dónde ha de ir el alma a esta unión».
Si esta gracia es, a los ojos de San Juan de la Cruz, preciosa entre todas, es, en primer lugar, por ser la más esencial. Es la única necesaria, y ningún favor tiene precio para un alma sincera si no contribuye a fortalecer en ella esta fe viva en la que se realiza la unión con Dios de modo tan íntimo y perfecto, que el santo llega a decir: «la fe sirve en esta vida para la divina unión, como la lumbre de gloria sirve en la otra de medio para la clara visión de Dios» *.
La primera lección de esta enseñanza del doctor místico es que lo que hace la verdadera perfección de la oración es lo más esencial en ella: lo que pertenece a su naturaleza más íntima y se encuentra en la entraña misma de toda oración, aun la más humilde, la más elemental, desde el momento que es verdadera oración.
Sea esto para nosotros una invitación a buscar en nuestro propio campo, por pobre que sea, ese tesoro que tiene que estar oculto en él, a reconocerlo y a apreciar su valor.

Una luz tenue

Sucede, a veces, que, durante días y días, nuestra oración se mantiene como puede, semejante a una lamparita a punto de apagarse: continuamente dudamos si luce todavía, pues tan tenue es su luz, que apenas rompe la niebla del horizonte gris de cada día.
Pero si nos encontramos ante un incidente que nos exige un esfuerzo de renuncia propio o de caridad, por ejemplo, nos parece fácil realizarlo. No se trata de un fervor pasajero, sino de algo más hondo y verdadero a la vez. Algo que nos penetra hasta lo más íntimo y nos une a no sé qué que sentimos de repente —con más realidad y más paz que nunca—, que nos sacia y es lo único que tiene valor a nuestros ojos. Nos basta con seguir este movimiento para que nos parezca sencillo y fácil lo que antes no hubiéramos aceptado sino después de luchar duramente y con gran agitación interior, señal de que no habíamos vencido sin dolor.
Así la humilde gracia oculta, la discreta luz, que poco a poco fue haciéndose camino en una oración aparentemente tan pobre, descubre de repente su presencia.
Esta luz tan tenue, tan discreta y sin brillo, pero tan sencilla, pura y penetrada por el amor, es «la fe pura», «la fe viva» de san Juan de la Cruz: «esa noticia amorosa y oscura es la fe». Si abrimos el alma a esta fe, nos llevará por un camino tan escondido como pueden serlo «las pisadas sobre el mar», y nos conducirá hasta la perfecta adhesión a Dios de un alma sinceramente, desasida de todo, porque es toda de él.
Tal es la perfección a que tiende la oración: la adhesión a Dios, que, al hacerse más íntima y verdadera, se hace también más sencilla, más natural y espontánea. Sencilla orientación del alma que se traduce en todos sus actos y en todas sus actitudes. No es algo brillante ni vistoso, sino sobrio, discreto, casi inadvertido, pero cargado de verdad.

Una realidad viva

La oración puede llegar a ser constante, como la atmósfera que envuelve toda la vida. Si nos es difícil comprender el consejo de san Pablo: «orad sin interrupción», es porque tenemos de la oración una idea demasiado «artificial».
Una actitud interior no puede mantenerse mucho tiempo si no es natural y espontánea. Ahora bien, la oración responde al movimiento más natural y espontáneo de la interioridad de nuestro ser. Pero, como nos dejamos arrastrar por lo externo y como nos dispersamos entre tantas cosas exteriores, nos es difícil escuchar este deseo de Dios, oculto en el secreto de la conciencia. Será preciso «reconstruirlo» de alguna manera, rehacerlo por medio de ideas y consideraciones, aptas para suscitar algunos sentimientos de amor de Dios. De este modo procuraremos mantener la mente ocupada con él para acostumbrar al corazón a complacerse en él. Pero como esto exige esfuerzo, la oración no será entonces expresión espontánea de nuestra intimidad, sino una construcción elaborada trabajosamente. Lejos de ser parte de nosotros, de expresar un aspecto de nuestra actitud habitual, inseparable de la conciencia, es fruto de un trabajo, a veces difícil, como algo externo, que dura mientras se sostiene la actividad de la mente, que pronto se cansa. De este modo llegamos a formarnos una idea bastante «artificial» de la oración, en el sentido etimológico: una construcción, algo fabricado, algo no natural, no la expresión espontánea de un impulso vital.

No queremos decir con esto que tal modo de oración sea un trabajo inútil. Sólo se pretende recordar que, a pesar de las apariencias contrarias, no se trata «construir» algo «hecho por mano de hombres», fruto de nuestro «arte» y resultado de nuestro esfuerzo. Lo único que hace este esfuerzo y por sí solo no puede hacer otra cosa, es poner en su sitio el apoyo sobre el que el miembro vivo va recobrando su vitalidad y su fuerza y crear un clima favorable en el que el alma, por un lento progreso, adquiere un vigor nuevo, una vitalidad nueva, inscrita en lo más íntimo de su esencia.
Este nuevo vigor vivifica toda auténtica oración. Conviene recordar siempre que lo que constituye la esencia de la oración es algo profundamente natural Solo entendiendo esto comprenderemos que la oración puede llegar a ser constante y habitual. Y discerniremos dónde está su auténtica perfección: en la verdad y en la intensidad de la actitud interior ante Dios, que llega a hacerse sencilla y espontánea.

En nuestra más íntima interioridad

La oración, en sí, no tiene por fin hacernos conocer mejor el objeto de nuestra fe, ni enriquecer nuestros conocimientos con datos nuevos, aunque puede servirse de estos medios para tender a su objeto esencial, que es reforzar la adhesión de nuestra fe, la adhesión de lo más íntimo del ser a aquel de quien nos dice la fe que es el único ser digno de nuestro amor. Esta adhesión debe hacerse más auténtica, más profunda y más pura, y es lo que hay que descubrir en la oración, algo muy sutil y casi intangible, pero que nos damos cuenta de que existe en nosotros como una de las aspiraciones más hondas. Consiste en un deseo ardiente, más auténtico que todos los demás, que no sólo es mejor, sino distinto, inconfundible con otro, porque no está en el mismo plano que ellos. Es el germen de vida que la oración tiene que desarrollar y hacer que madure, no abriéndose, sino intensificándose.
Este germen es la fe pura, esencia de la oración, en lo que consiste toda su perfección, desde sus comienzos hasta sus últimos retoques. En cuanto se despierta en el alma este aliento de verdad y de sinceridad que desde lo más hondo se eleva hasta Dios, lo llama y lo busca, no tiene más que ofrecérselo en un acto de la más pura confianza, sin detenerse en lo que siente o experimenta, sin extrañarse al constatar que esta luz «es a veces tan sutil y delicada, mayormente cuando ella es más pura y sencilla y perfecta y más espiritual e interior, que el alma, aunque está empleada en ella, no la echa de ver ni la siente». El alma, entonces, es consciente de que ama a Dios, sabe que es de él, que hay en ella algo que va hacia él, que vive con sencillez bajo su mirada, bajo esa mirada que tiene la clarividencia del amor, y forzosamente distingue en lo más íntimo de su ser la lucecita discreta y pura, algo tanto más sencillo y desasido cuanto más hondo y sincero.
Tal es el estado del alma cuyo deseo más íntimo y más verdadero es el deseo de Dios. Y ésta es su oración, oración que nunca se apaga del todo, porque nunca es del todo lo que sería, si no sintiera, en el fondo, lo que hace más clara y apacible la atmósfera en que vive, y que pone la nota de sencillez y de sinceridad en la mirada que dirige a Dios. 
Sencillez de la oración
Dom Georges Lefebvre
NARCEA, S. A. DE EDICIONES 
MADRID