viernes, 25 de noviembre de 2016

Pedro Salinas

(Madrid, 1891 - Boston, 1951) Poeta español, miembro de la Generación del 27, en la que destacó como poeta del amor. Profundo intelectual y humanista, Salinas estudió las carreras de derecho y de filosofía y letras.
Poeta subjetivo, heredero de la tradición amorosa de Garcilaso de la Vega y de Gustavo Adolfo Bécquer, el gran tema de su poesía fue el amor, a través del cual matizó y recreó la realidad y los objetos. En su producción se pueden distinguir tres etapas. La primera, de poesía pura, influida por Juan Ramón Jiménez, abarca desde los inicios hasta 1931 (Presagios, 1924; Seguro azar, 1929 y Fábula y signo, 1931).
La segunda alcanza hasta 1939 y fue la de la poesía genuinamente amorosa, fruto de su apasionada relación con la profesora norteamericana Katherine Whitmore. En ella celebra el amor que da sentido al mundo; la amada es una criatura concreta, en un espacio cotidiano, con la que el poeta mantiene un coloquio continuo. El amor de su lírica no es atormentado y sufrido; es una fuerza prodigiosa que da sentido a la vida (La voz a ti debida, 1933; Razón de amor, 1936 y Largo lamento, 1939).
Las obras de esta etapa se nutren de una lírica en segunda persona, vocativa, dirigida a la imagen de la amada, envuelta en las circunstancias externas de la vida actual: relojes, teléfonos, playas, calles, publicidad, automóviles y calendarios aparecen en tal poesía cambiados y transfigurados. La mujer es vista en una perspectiva de proximidad, como una amiga que se convierte en amada al contemplarse reflejada en el "espejo ardiente" que el amor le ofrece. Tal actividad poética, en la que se utilizan elementos métricos muy tenues y leves (metros cortos, con asonancias de una gran flexibilidad, que subrayan el ritmo interno de las metáforas, las ideas y la fluida elocución), halla su mejor representación en La voz a ti debida, obra que ha influido profundamente en la poesía española.
Extraído de Biografias y Vidas: 
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/salinas_pedro.htm




 Cuánto rato te he mirado
sin mirarte a ti, en la imagen
exacta e inaccesible
que te traiciona el espejo!
«Bésame», dices. Te beso,
y mientras te beso pienso
en lo fríos que serán
tus labios en el espejo.
«Toda el alma para ti»,
murmuras, pero en el pecho
siento un vacío que sólo
me lo llenará ese alma
que no me das.
El alma que se recata
con disfraz de claridades
en tu forma del espejo.



Mis ojos ven en el árbol
el fruto redondo y fresco.
Mis manos se van certeras
a cogerlo. Pero tú,
pero tú, mano de ciego,
¿qué estás haciendo?
La mano da vueltas, vueltas
por el aire; si se posa
sobre cosa material,
huye tras palpo suave,
sin llegar nunca a cogerla.
Siempre abierta. Es que no sabe
cerrarse, es que tiene
ambiciones más profundas
que las de los ojos, tiene
ambiciones de esa bola
imperfecta de este mundo,
buen fruto para una mano
de ciego, ambición de luz,
eterna ambición de asir
lo inasidero.
Cuando se cansa de inútiles
devaneos, tristemente,
se va en busca de su hermana
y se entrecruzan las manos
del ciego.
Y sólo así se están quietas,
enclavijadas,
asidas ansia con ansia
y deseo con deseo.
Mano de ciego no es ciega:
una voluntad la manda,
no los ojos de su dueño.



No de cantera nacida,
ni de piedra ni de hierro,
no trabajada por manos,
hecha del alma,
columna mía;
de fuego hecha,
de la lumbre conocida
por mí desde que he sentido
lumbre de vida.
En vano el hacha se afila
para ella, en vano ruinas
de excelsos tiempos me dictan
ejemplos tristes.
Fogosa es esta columna;
ni la cortará el acero
ni a obligada servidumbre
la habrá de rendir el tiempo.
Cada día la doy forma
cuando la alimento y echo
en su seno
lo que da al pecho amado:
vida y amor nuestro.
Y ella va subiendo siempre
de tierra a cielo,
sin más soporte que este
corazón mío, sin nada
que sustentar más que el gozo
del corazón mío.
Columna fogosa, pura
consunción de mi albedrío,
siempre tendrás que quemar
ramas, tronco vivo y luego
estas raíces que hundo
en tierra,
todo tuyo y todo mío,
que has de acabarte, fogosa
columna, conmigo mismo.
Ni truncada por el hacha,
ni muerto vestigio:
un día
tu fuego se apagará
con el mío;
en la dulzura del alba
el humo se irá fundiendo
y morirá la ceniza
en brazos del viento nuevo.



Mi tristeza
me la ha robado la noche.
Era mía, era bien mía,
pensaba decirla en versos,
darla forma como dan
las lágrimas forma tibia
al dolor de adentro… Pero
estaba clara la noche
y el papel esperó en vano.
Anduve por la ciudad,
y las estrellas y el aire
y las piedras de las casas
y el olor de acacia, todo
era como un corazón
tendido a la confidencia.
Y mi tristeza está ahora
lejos, muy lejos,
en las estrellas altas,
en esa brisa fresca
que no puedo aprisionar
aunque abro y cierro las manos;
está ya fuera de mí.
La ofrenda que te traía,
madre Tristeza, era aroma
y el aire se la llevó.
Sombra son estas palabras
de aquellas
que la noche me robó.



Estos dulces vocablos con que me estás hablando
no los entiendo, paisaje,
no son los míos.
Te diriges a mí con arboledas
suavísimas, con una ría mansa y clara
y con trinos de ave.
Y yo aprendí otra cosa: la encina dura y seca
en una tierra pobre, sin agua, y a lo lejos,
como dechado, el águila,
y como negra realidad, el negro cuervo.
Pero es tan dulce el son de ese tu no aprendido
lenguaje, que presiente el alma en él la escala
por donde bajarán los secretos divinos.
Y ansioso y torpe, a tu vera me quedo
esperando que tú me enseñes el lenguaje
que no es mío, con unas incógnitas palabras
sin sentido.
Y que me lleves a la claridad de lo incognoscible,
paisaje dulce, por vocablos desconocidos.



¿A dónde ir?. Envuelta toda entera
en neblina sutil la ciudad yace.
El lírico hipogrifo sueños pace
inclinada la testa, en la pradera
más íntima del ser, y considera
con deleite amoroso el fuerte enlace
que a quietud le sujeta y que deshace
el ansia de la ruta viajera.
No hay nada afuera que me ponga linde:
ni camino que incite ni montaña
que dulce trasponer al alma sea.
La vida al interior panal se rinde
y libre al fin de la atadura extraña
dentro de sí sus horizontes crea.



La tierra yerma, sin árbol
ni montaña, el cielo seco,
huérfano de nube o pájaro;
tan quietos los dos, tan solos,
frente a frente tierra y cielo,
paralelismo de espejos,
que ahora no hay lejos ni cerca,
alto o bajo, mucho o poco,
en el universo.
¡Dulce muerte de medidas,
guiño de infinito!
Pero de un surco se vuela
un pájaro primerizo.
Y todo vuelve a ordenarse
por la pauta de su sino.
Ya la tierra está aquí abajo
y el cielo allí arriba puesto,
ya la llanura es inmensa
y el caminante pequeño.
Y ya sé lo que está lejos:
dicha, gracia, paz o logro.
Y ya sé lo que está cerca:
el corazón en el pecho.



Estoy sentado al sol en la puerta de casa,
sin otra compañía que la sombra
de mí mismo tendida por el suelo.
La criatura extraña
que entre el sol de setiembre y yo creamos,
sabe cosas de mí que yo no sé.
Me define de modos muy distintos,
es más ágil que yo y en tanto lucho
por dar con el secreto del movimiento justo
para mi verbo, ella se expresa bien, se alarga,
se hace tenue y vaga como la noche exige
o se precisa como verso de mármol
si así lo quiere el sol.
Yo me veo bien claro:
lo de fuera de mí, sol o luna, y aquello
que yo soy, haz y envés,
la sombra lo junta y expresa.
¿Pero de qué me sirve?
Si la miro en demanda ansiosa de conciencia,
es burlona, enflaquece risiblemente o hace
de todo yo una bola grotesca.
Y por eso la mato cada día
entrándome en la casa, toda sombra sin sombras,
asesino pueril y Caín de burla.




Crepúsculo. Sentado en un rincón
siento en el alma el poso de este día.
Aquí a mi lado,
firme pupila la ventana abre:
lo que ella ve de afuera
lo repite en el fondo de la estancia
un viejo espejo familiar, ingenua madre
que la luz y la vida nos trasmite
pura y sin mancha.
En el espejo la mirada hundo
y en lo que veo en él: como en entraña
palpitante del mundo,
la sangre del ocaso hacia él afluye
y por encima, las iniciaciones
de vagas ilusiones estelares
y el signo del apóstata —mas no la cruz—
y el «vencerás conmigo»,
clave de todo el arco.
¿Será posible? Acaso…
Me lanzo a la ventana. Miro:
cada cosa en su sitio, como siempre;
la montaña, el poniente y la estrella primera,
otra vez me confirman esa orden
que al nacer entendí, sin nada nuevo.
¿Y lo que yo esperaba?
Miro al espejo y sólo a mí me veo
—ya se borró el crepúsculo indeciso—
en la estampa de mí que me da el rostro.
De lo demás, allí en los ojos algo…
A mi rincón me vuelvo. Que la vida
se muera lentamente en el espejo.



PASILLO DE LA PRISA

¡Quémate día, quémate
en la —¡quémate día!— hoguera
de la prisa!
¡Pronto, la llama alta,
que me espera otro tú, otro dial
iMás alta llama! Te echaré
porque te acabes antes
todo lo que me pidas.
Toda mi perfección guardada y seca,
ahorro de tantos años,
¡cómo la despilfarro,
viéndola chispear, brotar, chascando
para que ella me invente al consumirse
un mundo en blanco!
Desnudo del ayer, del hoy desnudo
I qué ardiendo, qué saltando!
lo recordado —briznas—,
lo deseado —qué olor fresco de retama—,
en la hoguera lo veo. Yo lo eché.
Pero aún me quedo yo.
Derecho, yo también
a la llama, a la prisa,
a llegar, a pasar, limpio, por fuego
más allá, al otro lado
—fénix, al otro día—
del día, de la prisa.



MUERTES

Primero te olvidé en tu voz.
Si ahora hablases aquí,
a mi lado,
preguntaría yo: «¿Quién es?».

Luego, se me olvidó de ti tu paso.
Si una sombra se esquiva
entre el viento, de carne,
ya no sé si eres tú.

Te deshojaste toda lentamente,
delante de un invierno: la sonrisa,
la mirada, el color del traje, el número
de los zapatos.

Deshojaste aún más:
se te cayó tu carne, tu cuerpo.
Y me quedó tu nombre, siete letras, de ti.
Y tú viviendo,
desesperadamente agonizante,
en ellas, con alma y cuerpo.
Tu esqueleto, sus trazos,
tu voz, tu risa, siete letras, ellas.
Y decirlas tu solo cuerpo ya.
Se me olvidó tu nombre.
Las siete letras andan desatadas;
no se conocen.
Pasan anuncios en tranvías; letras
se encienden en colores a la noche,
van en sobres diciendo
otros nombres.
Por allí andarás tú,
disuelta ya, deshecha e imposible.
Andarás tú, tu nombre, que eras tú,
ascendido
hasta unos cielos tontos,
en una gloria abstracta de alfabeto.



LA VOZ A TI DEBIDA

Tu vives siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías en tu música.
La vida es lo que tú tocas.

De tus ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada más.

Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas todo, te arrojas
sobre proas, sobre alas,
estás ya allí; con los besos,
con los dientes la desgarras:
ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.

Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reló
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.

y nunca te equivocaste,
más que una vez, una noche
que te encaprichó una sombra
—la única que te ha gustado—.
Una sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era yo.




¿Por qué tienes nombre tú,
día, miércoles?
¿Por qué tienes nombre tú,
tiempo, otoño?
Alegría, pena, siempre
¿por qué tenéis nombre: amor?

Si tú no tuvieras nombre,
yo no sabría qué era,
ni cómo, ni cuándo. Nada.

¿Sabe el mar cómo se llama,
que es el mar? ¿Saben los vientos
sus apellidos, del Sur
y del Norte, por encima
del puro soplo que son?

Si tú no tuvieras nombre,
todo sería primero,
inicial, todo inventado
por mi,
intacto hasta el beso mío.
Gozo, amor: delicia lenta
de gozar, de amar, sin nombre.

Nombre, ¡qué puñal clavado
en medio de un pecho cándido
que sería nuestro siempre
si no fuese por su nombre!



¡Qué gran víspera el mundo!
No había nada hecho.
Ni materia, ni números,
ni astros, ni siglos, nada.
El carbón no era negro
ni la rosa era tierna.
Nada era nada, aún.
¡Qué inocencia creer
que fue el pasado de otros
y en otro tiempo, ya
irrevocable, siempre!
No, el pasado era nuestro:
no tenía ni nombre.
Podíamos llamarlo
a nuestro gusto: estrella,
colibrí, teorema,
en vez de así, «pasado»;
quitarle su veneno.
Un gran viento soplaba
hacia nosotros minas,
continentes, motores.
¿Minas de qué? Vacías.
Estaban aguardando
nuestro primer deseo,
para ser en seguida
de cobre, de amapolas.
Las ciudades, los puertos
flotaban sobre el mundo,
sin sitio todavía:
esperaban que tú
les dijeses: «Aquí»,
para lanzar los barcos,
las máquinas, las fiestas.
Máquinas impacientes
de sin destino, aún;
porque harían la luz
si tú se lo mandabas,
o las noches de otoño
si las querías tú.
Los verbos, indecisos,
te miraban los ojos
como los perros fieles,
trémulos. Tu mandato
iba a marcarles ya
sus rumbos, sus acciones.
¿Subir? Se estremecía
su energía ignorante.
¿Sería ir hacia arriba
«subir»? ¿E ir hacia dónde
sería «descender»?
Con mensajes a antípodas,
a luceros, tu orden
iba a darles conciencia
súbita de su ser,
de volar o arrastrarse.
El gran mundo vacío,
sin empleo, delante
de ti estaba: su impulso
se lo darías tú.
Junto a ti, vacante,
por nacer, anheloso,
con los ojos cerrados,
preparado ya el cuerpo
para el dolor y el beso,
con la sangre en su sitio,
yo, esperando
—ay, si no me mirabas—
a que tú me quisieses
y me dijeras: «Ya».



¡Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías
—azogues, almas cortas—, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida —¡qué transporte ya!—, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte. 



Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma.

Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eras.




¿Quién, quién me puebla el mundo
esta noche de agosto?
No, ni carnes, ni alma.
Faroles, contra luna.
¿Abrazarme? ¿Con quién?
¿Seguir? ¿A quién? Veloces
Coincidencias de astro
y gas lo suplen todo.
Sombras y yo. Y el aire
meciendo blandamente
e] cabello a las sombras
con un rumor de alma.
Me acercaré a su lecho
—aire quieto, agua quieta—
a intentar que me quieran
a fuerza de silencio
y de beso. Engañado
hasta que venga el día
y el gran lecho vacío
donde durmieron ellas,
sin huellas de la carne,
y el gran aire vacío,
limpio,
sin señal de las almas,
otra vez me confirmen
la soledad, diciendo
que todo eran encuentros
fugaces, aquí abajo
de las luces distantes,
azares sin respuesta.
No, ni carnes, ni almas.




RAZÓN DE AMOR (1936)

¿Serás, amor,
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico,
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan, 
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.




A esa, a la que yo quiero,
no es a la que se da rindiéndose,
a la que se entrega cayendo,
de fatiga, de peso muerto,
como el agua por ley de lluvia,
hacia abajo, presa segura
de la tumba vaga del suelo.
A esa, a la que yo quiero,
es a la que se entrega venciendo,
venciéndose,
desde su libertad saltando
por el ímpetu de la gana,
de la gana de amor, surtida,
surtidor, o garza volante,
o disparada —la saeta—
sobre su pena victoriosa,
hacia arriba, ganando el cielo.


Ahora te quiero
como el mar quiere a su agua:
desde fuera, por arriba,
haciéndose sin parar
con ella tormentas, fugas,
albergues, descansos, calmas.
¡Qué frenesíes, quererte!
¡Qué entusiasmo de olas altas,
y qué desmayos de espuma
van y vienen! Un tropel
de formas, hechas, deshechas,
galopan desmelenadas.
Pero detrás de sus flancos
está soñándose un sueño
de otra forma más profunda
de querer, que está allá abajo:
de no ser ya movimiento,
de acabar este vaivén,
este ir y venir, de cielos
a abismos, de hallar por fin
la inmóvil flor sin otoño
de un quererse quieto, quieto.
Más allá de ola y espuma
el querer busca su fondo.
Esa hondura donde el mar
hizo la paz con su agua
y están queriéndose ya
sin signo, sin movimiento.
Amor
tan sepultado en su ser,
tan entregado, tan quieto,
que nuestro querer en vida
se sintiese
seguro de no acabar
cuando terminan los besos,
las miradas, las señales.
Tan cierto de no morir
como está
el gran amor de los muertos.




No canta el mirlo en la rama,
ni salta la espuma en el agua:
lo que salta, lo que canta
es el proyecto en el alma.
Las promesas tienen hoy
rubor de haber prometido
tan poco, de ser tan cortas;
se escapan hacia su más,
todas trémulas de alas.
Perfección casi imposible
de la perfección hallada,
en el beso que se da
se estremece de impaciencia
el beso que se prepara.
El mundo se nos acerca
a pedirnos que le hagamos
felices con nuestra dicha.
Horizontes y paisajes
vienen a vernos, nos miran,
se achican para caberte
en los ojos; las montañas
se truecan en piedrecillas
por si las coge tu mano,
y pierden su vida fría
en la vida de tu palma.
Leyes antiguas del mundo,
ser de roca, ser de agua,
indiferentes
se rompen porque las cosas
quieren vivirse también
en la ley de ser felices,
que en nosotros se proclama
jubilosamente.
Todo querría ser dos
porque somos dos. El mundo
seducido por el canto
del gran proyecto en el alma
se nos ofrece, nos da
rosas, brisas y coral,
innumerables materias
dóciles, esperanzadas
de que con ellas tú y yo
labremos
el gran amor de nosotros.
Coronándonos, la dicha
nos escoge, nos declara
capaces de creación
alegre. El mundo cansado
podría ser —él lo siente—,
si nosotros lo aceptamos
por cuerpo de nuestro amor,
reciennacido otra vez,
primogénito del gozo.
¿Le oyes
que se nos está ofreciendo
en flor, en roca y en aire?
Pero tú y yo resistimos
 la tentación de su voz,
la lástima que nos da
su gran cuerpo sin empleo.
Allí se quedan las piedras,
Las violetas, ajenas,
tan fáciles de morir,
esperando
otro amor que las redima.
No.
Nuestro proyecto cantante,
empinado, irresistible,
de su embriaguez en el alma,
no se labrará en los mármoles
ni con pétalos o sueños:
se hará carne en nuestra carne.
Le entregamos alma y cuerpo
para que él sea y se viva.
Y sin ayuda del mundo,
de su bronce, de su arena,
tendrá forma en lo que ofrecen
nuestros dos seres unidos:
la pareja suficiente.
Y las dos vidas, viviendo
abrazadas,
serán la dócil materia
eterna, con que se labre
el gran proyecto del alma.




LARGO LAMENTO (1937-1938)


EL AIRE YA ES APENAS RESPIRABLE

El aire ya es apenas respirable
porque no me contestas:
tú sabes bien que lo que yo respiro
son tus contestaciones. Y me ahogo.

La primera pregunta que te hice
fue cuando tú tenías
los brazos apoyados
en una barandilla de recuerdos,
una tarde inclinada
sobre ese lago azul que llevas dentro,
mirando a cuatro dudas
con plumaje de penas,
tan blancas y calladas como cisnes,
que lo surcaban, sin moverlo casi.
Tú mirabas la estampa
confusa de ti misma, te veías
en ella reflejada
pero con tal temblor, tan insegura
de tu propio existir, de lo que eras,
que te marchaste huyendo
a buscar en tu armario algún vestido
de denso terciopelo, y a probártelo.
Como está hecho a medida,
meter el cuerpo en él
es persuadirse unos instantes
por el consolador
y ajustado contacto de la tela,
de que se vive y de que somos algo
más que un reflejo trémulo
del que tenemos miedo, en aquel lago.
Y yo te pregunté: «¿Buscamos juntos?
Lo que se quiere hallar
en un agua tan vaga y tan borrosa
hay que buscarlo,
por el aire hacia arriba.
Porque en lo hondo de un lago lo que hay siempre
es la copia de un ángel o de un dios,
 la figura de un ser que allí se mira,
desde su verdadero ser celeste.
Y hay que buscarlo donde está; si buscas
como otras engañadas hacia abajo,
sólo te encontrarás ramas o piedras,
limo blando y sortijas oxidadas.
¿Quieres, di, que vayamos por los años,
los años del futuro, como cielos,
en busca de tu ángel?
¿Quieres que sea yo tu compañero
para lo mismo que en las golondrinas
un ala es compañera de otra ala?
Yo saldré por la vía
más rápida que haya,
dentro de un radiograma, si me aceptas».
Comprendo tu silencio. La pregunta
la hice a seis mil kilómetros
y como hablé muy bajo
para que sólo tú me oyeses,
me pudiste oír. Y continúas
probándote vestidos que te calman.

La segunda pregunta la escribí
el mes de octubre, en una hoja del árbol
que hay cerca de tu casa. Tú sentías
el otoño llegar, aquella tarde,
en grandes cantidades
de viento gris y de proyectos vagos,
apenas defendida
por una fe tan leve en tu calor
como la seda de tus medias.
Tu paso acelerado contra el aire
se hacía la ilusión de que corriendo,
a primeros de octubre,
se llega antes a la primavera.
Yo te escribí: «Tengo un verano
que se abre, sólo, cuando dos personas
que aman lo verde y tienen miedo al frío
al mismo tiempo llaman a su puerta.
No hay más invierno que la soledad.
Lo que funde la nieve es un amor
que se sirve del sol como su intérprete.
Toma mi brazo, acéptame este modo
sencillo de abolir, al mismo tiempo,
invierno y soledad, llamado amarse.
¿Quieres que entremos
en esa fiesta de las claridades
que empieza al iniciarse una pareja,
donde gracias a ciertas
sutiles transparencias y trasluces
de carne o de cristal, siempre anochece
mucho, mucho más tarde que en el mundo,
y la aurora coincide
con el primer deseo de la luz?».
El árbol entregó oportunamente
mi mensaje a tus pies. ¿Tú no recuerdas
una hoja que cayó cuando pasabas,
un rumor tierno por el suelo,
con las silabas rotas de tu nombre
apenas susurradas, y un rodar
de materia muy leve, sobre piedras,
que iba detrás de ti, para salvarte
de tantas inclemencias solitarias?
Nunca me has contestado. Estoy seguro
de que, por no ir pensando en mí, la confundiste
con cualquier hoja de esas
que editan por millones los otoños
para hacer propagandas de lo ausente.

La tercera pregunta te la hice,
estando cerca, sí, muy cerca.
Abrazados estábamos.
Nuestro techo era abrazo,
las paredes y el suelo abrazo eran,
de ese color intenso
con que lo pinta todo el abrazarse.
Abrazo fue la puerta por que entramos.
La ventana era abrazo.
La noche, sus praderas,
el rebaño de mansos rascacielos
pastando estrellas con el cuello erguido,
a través del abrazo lo veíamos.
La visión era abrazo y oír abrazo.
Y estaban los sentidos
tan apretados unos contra otros
brindando a nuestra unión sus diferencias,
que hasta entonces mis ojos
no habían visto lo que vio el abrazo.
Por eso yo te pregunté sin voz,
sólo estrechando aun más contra mi pecho
el cuerpo que los cielos me prestaban,
si tú sabías escribir
promesas con los ojos
y si en la hoja primera
del primer pliego de la aurora tú
me quemas trazar
cualquier palabra, por ejemplo: «eterno».
Mi afán era saber
como es tu letra cuando el alma escribe.
Tú no me has respondido. Lo comprendo.
Te habías ya dormido allí en mi pecho;
y mi pregunta como un ala se deshizo
al chocar con los ojos ya cerrados.
Algunas de sus plumas o palabras
—promesa, aurora, eterno— te rozaron
el alma, sí, pero tan levemente
que tú, creyendo que eran
uno de tantos sueños sin pregunta,
nunca has pensado en responder a un sueño.




MUERTE DEL SUEÑO

Nunca se entiende un sueño 
más que cuando se quiere a un ser humano,
despacio, muy despacio,
y sin mucha esperanza.

Por ti he sabido yo cómo era el rostro
de un sueño: sólo ojos.
La cara de los sueños
mirada pura es, viene derecha,
diciendo: «A ti te escojo, a ti, entre todos»
como lo dice el rayo o la fortuna.
Un sueño me eligió desde sus ojos,
que me parecerán siempre los tuyos.

Por ti supe también
cómo se peina un sueno.
Con qué cuidado parte sus cabellos
con una raya que recuerda
a la estela que traza sobre el agua
la luna primeriza del estío.
Mi mano, o una sombra de mi mano,
o acaso ni una sombra,
la memoria, tan sólo, de mi mano
jamás acarició una cabellera
tan lenta y tan profunda
como la de ese sueño que me diste.
En el pelo, en el pelo de tu sueño
fueron mis pensamientos enredándose,
entrando poco a poco, y se han perdido
tan voluntariamente en él que nunca
los quiero rescatar: su gloria es esa.
Que estén allí, que duermas
Sobre las despeinadas
Memorias que mi alma te ha dejado,
entretejidas en su cabellera.

Por ti he cogido a un sueño de las manos.
Por ti mi mano de mortal materia,
ha tocado los dedos
tan trémulos, tan vagos,
como sombras de chopos en el agua,
con los que un sueño roza al mundo
sin que apenas lo sienta
nadie más que la frente consagrada.
Por ti he cogido un sueño de las manos,
o de las que parecen manos, alas.
Las he tenido entre las mías,
un año y otro año y otro
como se tienen las de un ser que va a marcharse,
fingiendo que es para decirle adiós,
pero con tal ternura al estrecharlas,
que renuncia a su fuga y nuestro tacto,
de adiós se nos trasmuta en bienvenida.

Por ti aprendí el lenguaje
tan breve y misterioso de los sueños.
Cabría en el cristal
de una gota de agua.
Está hecho de dos letras cuyos trazos
aluden con su recta y con su curva
a la humana pareja, hombre y mujer.
«Sí» dice, sólo «sí».
Los sueños nunca dicen otra cosa.
Nos dicen «sí» o se callan en la muerte.

Por ti he sabido cómo andan los sueños.
Llevan los pies desnudos
Y parecen más altos todavía.
El alma por que cruzan se nos queda
como la playa que primero holló
Venus al pisar tierra, concediéndola
las indelebles señas de su mito:
las huellas de los dioses no se borran.
Entre el vasto rumor de los tacones,
que surcan las ciudades colosales,
mi oído a veces percibe
un rumor leve como de hoja seca,
o de planta desnuda: es que te acercas,
por las celestes avenidas solas,
es que vienes a mí, desde mi sueño.

He sabido por ti de qué color
es la sangre de un sueño. Yo la he visto
cuando un día la abriste tú las venas
escapar dulcemente, sin prisa, como el día
más hermoso de abril, que no quisiera
morirse tan temprano y se desangra,
despacio, triste, recordando
la dicha de su vida:
su aurora, su mañana, sin rescate.

Por ti he asistido, porque lo quisiste,
al morirse de un sueno.
Poco a poco se muere
como agoniza el campo en el regazo
crepuscular, por orden de la altura.
Primero, lo que estaba al ras de tierra,
la hierba, la primer oscurecida;
luego, en el árbol, las cimeras hojas,
donde la luz, temblando se resiste,
y al fin el cielo todo, lo supremo.
Los sueños siempre empiezan a morirse
por los pies que no quieren ya llevarlos.
Como el cielo de un sueño está en sus ojos
lo último que se apaga es su mirada.

Y por ti he visto lo que nunca viera:
el cadáver de un sueño.
Lo veo, día a día, al levantarme, aquí, en mi cara.
(Has vuelto tu mirar hacia otro rostro).
Me lo siento en las manos,
enormes fosas llenas de su falta.
Está yacente: tumba le es mi pecho.
Me resuena en los pasos
que van, como viviendo, hacia mi muerte.
Ya sé el secreto último:
el cadáver de un sueño es carne viva,
es un hombre de pie, que tuvo un sueño,
y alguien se lo mató. Que vive finge.
Pero ya, antes de ser su propio muerto,
está siendo el cadáver de un sueño.

Por ti sabré, quizá, cómo viviendo
se resucita aún, entre los muertos.
 
 
 

 LA FALSA COMPAÑERA

Yo estaba descansando
de grandes soledades
en una tarde dulce
en una tarde dulce
que parecía casi
Sobre mí, ¡qué cariño
vertían, entendiéndolo
todo, las mansas sombras,
los rebrillos del agua,
los trinos, en lo alto!
¡Y de pronto la tarde
se acordó de sí misma
y me quitó su amparo!
¡Qué vuelta dio hacia ella!
¡Qué extática, mirándose
en su propia belleza,
se desprendió de aquel
pobre contacto humano,
que era yo, y me dejó,
también ella, olvidado!
El cielo se marchó
gozoso, a grandes saltos
—azules, grises, rosas,—
a alguna misteriosa
cita con otro cielo
en la que le esperaba
algo más que la pena
de estos ojos de hombre
que le estaban mirando.
Se escapó tan deprisa
que un momento después
ya ni siquiera pude
tocarlo con la mano.
Los árboles llamaron
su alegría hacia adentro;
no pude confundir
a sus ramas con brazos
que a mi dolor se abrían.
Toda su vida fue
a hundirse en las raíces:
egoísmo del árbol.
La lámina del lago,
negándome mi estampa,
me dejó abandonado
a este cuerpo hipotético,
sin la gran fe de vida
que da el agua serena
al que no está seguro
de si vive y la mira.
Todo se fue. Los píos
más claros de los pájaros
ya no los comprendía.
Inteligibles eran
Para otras aves; ya
sin cifra para el alma.
Yo estaba solo, solo.
Solo con mi silencio;
solo, si lo rompía,
también, con mis palabras.
Todo era ajeno, todo
se marchaba a un quehacer
incógnito y remoto,
en la tierra profunda,
en los cielos lejanos.
Implacable, la tarde
me estaba devolviendo
lo que fingió quitarme
antes: mi soledad.
Y entre reflejos, vientos,
cánticos y arreboles,
se marchó hacia sus fiestas
trascelestes, divinas,
salvada ya de aquella
tentación de un instante
de compartir la pena
que un mortal le llevaba.
Aun volvió la cabeza;
y me dijo, al marcharse,
que yo era sólo un hombre,
que buscara a los míos.
Y empecé, cuesta arriba,
despacio, mi retorno
al triste techo oscuro
de mí mismo: a mi alma.
El aire parecía
un inmenso abandono.



CUANDO EL DÍA SE ACABA

Cuando el día se acaba
aun no empieza la noche.
Cuando tu voz se calla
aun no empieza el silencio.
Hay un lento crepúsculo
de la luz de tu voz
por los cielos del alma.
El son de las palabras
se extinguió, pero ellas
flotan, nubes rosadas,
áureas. Tornasoles
y nácares de voz
aseguran que existes
detrás del horizonte,
que hablarás.
cuando vuelva a sonar
tu voz será de alba.
Si decías «delicia»,
al dejar de decirlo
los sones, sí, se apagan,
mas ya, como una estrella
de siete puntas, letras,
en el silencio oscuro
«delicia» se alumbraba.
La corporal materia
se volvía a su nada
pero las claras almas
de lo que tú quisiste
decir, allí en el cielo
del callar se salvaban.
Vueltas constelaciones
De pensamientos puros
Me poblaban la noche.
Ni el silencio absoluto,
Ni la noche vacía,
Ni ía riueae vacia, no existen ya. Son sólo
El estrellado espacio
Que el gran orden del mundo,
Del amor, necesitan
Para ir desde tu voz
—crepúsculo— de hoy,
A tu otra voz —aurora
Delicia, de mañana.



¿DÓNDE ESTÁ MI VIDA, DI?

¿Dónde está mi vida, di?
¿Tu sabes por dónde anda?
¿Está alternando con pájaros
por las salas de los aires?
¿Está flotando en el agua?
¿Está enterrada en la tierra,
esperando que la salgan
las flores que se promete?
Ni [en] agua en aire o en tierra,
está mi vida. La tienes
tú, toda entera entregada.
Yo no la llevo en mi cuerpo.
Tú la tienes. Ella es
lo que tú estés ahora haciendo
con ella dentro de ti.
¿Está alegre o está triste?
Yo no me atrevo a tener
alegrías o tristezas,
sin preguntarle a tu alma
por el color de mi vida.
Por eso tampoco tengo
Mi muerte aquí en este pecho.
Tú, que posees las magias
que le dan vida a mi vida,
tienes las flechas, también,
con que mi vida se mata.
Flechas de tu voluntad,
aceros de tu mirada
aceros de tu mirada que si un día lo decides
vendrán a mí disparadas,
a matar a un ser ya muerto,
muerto ya cuando le toque
en la carne la saeta.
Porque yo me moriré
antes de sentir la muerte
aquí, donde está mi cuerpo,
desde el momento en que tú
me hayas matado en tu alma.



VARIACIÓN XI

El poeta

Hoy te he visto amanecer  
tan serenamente espejo,
tan liso de bienestar,
tan acorde con tu techo,
tan acorde con tu techo,
en tu sumo, en lo perfecto.
A tal azul alcanzaste
que te llenan de aleteos
ángeles equivocados.
Y el cielo,
el que te han puesto los siglos
desde el día que naciste
por cuotidiano maestro,
y te da lección de auroras,
de primaveras, de inviernos,
de pájaros con las sombras
que te presta de sus vuelos —,
al verte tan celestial
es feliz: otra vez sois
inseparables iguales,
como erais a lo primero.

Pero tú nunca te quedas
arrobado en lo que has hecho;
apenas lo hiciste y ya
te vuelves a lo hacedero.
¿No es esta mañana, henchida
de su hermosura, el extremo
de ti mismo, la plenaria
realización de tu sueño?
No. Subido en esta cima
ves otro primor, más lejos:
te llama una mejoría
desde tu posible inmenso.
El más que en el alma tienes
nunca te deja estar quieto,
y te mueves
como la tabla del pecho:
hay algo que te lo pide
desde adentro.
Por la piel azul te corren
undosos presentimientos,
las finas plumas del aire
ya te cubren de diseños,
en las puntas de las olas
se te alumbran los intentos.
Ocurrencias son fugaces
Las chispas, los cabrilleos.
Curvas, más curvas, se inician,
dibujantes de tu anhelo.
La luz, unidad del alba,
se multiplica en destellos,
lo que fue calma es fervor
de innúmeros espejeos
que sobre la faz del agua
anuncian tu encendimiento.
Una agitación creciente,
un festivo clamoreo
de relumbres, de fulgores
proclaman que estás queriendo;
no era aquella paz la última,
en su regazo algo nuevo
has pensado, más hermoso
y ante la orilla del hombre
ya te preparas a hacerlo.
De una perfección te escapas
alegremente a un proyecto
de más perfección. Las olas
—más, más, más, más— van diciendo
en la arena, monosílabas,
tu propósito al silencio.

Ya te pones a la obra,
convocas a tus obreros:
acuden desde tu hondura,
descienden del firmamento
—los horizontes los mandan—
a servirte los deseos.
Luces, sombras, son; celajes,
brisas, vientos;
el cristal es, es la espuma
surtidora
por el aire de arabescos,
son fugitivas centellas
rebotando en sus reflejos.
Todo lo que el mundo tiene
el día lo va trayendo
y te acarrean las horas
materiales sin estreno.
De las hojas de la orilla
vienen verdes abrileños,
y en el seno de las olas
todavía son más tiernos.
Llegan tibias por los ríos
las nieves de los roquedos.
Y hasta detrás de la luz,
veladamente secretos
aguardan, por si los quieres,
escuadrones de luceros.
En el gran taller del gozo
a los espacios abierto,
feliz, de idea en idea,
de cresta en cresta corriendo,
tan blanco como la espuma
trabaja tu pensamiento.
Con estrías de luz haces
maravillosos bosquejos,
deslumbradores rutilan
por el agua tus inventos.
Cada vez tu obra se acerca
ola a ola,
más y más a sus modelos.
¡Qué gozoso es tu quehacer,
qué apariencias de festejo!
Resplandeciente el afán,
alegrísimo el esfuerzo,
la lucha no se te nota.
Velando está en puro juego
ese ardoroso buscar
la plenitud del acierto.
¡El acierto! ¿Vendrá? ¡Sí!
La fe te lo está trayendo
con que tú lo buscas. Sí.
Vendrá cuando al universo
se le aclare la razón
final de tu movimiento:
no moverse, mediodía
sin tarde, la luz en paz,
renuncia del tiempo al tiempo.
La plena consumación
—al amor, igual, igual—
de tanto ardor en sosiego.