sábado, 27 de febrero de 2016

María Mercedes Carranza



MARÍA MERCEDES CARRANZA (Bogotá 1945-2003), licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de los Andes, dirigió las páginas literarias «Vanguardia» y «Estravagario» de El Siglo de Bogotá y El Pueblo de Cali. Ejerció como jefe de redacción del semanario Nueva Frontera durante trece años y fue miembro de la Asamblea Nacional Constituyente que reformó la constitución colombiana de 1991.
Publicó los siguientes libros de poesía: Vainas y otros poemas (Bogotá, 1979), Tengo miedo (Bogotá, 1983), Hola, soledad (Bogotá, 1987), Maneras del desamor (Bogotá, 1993), El canto de las moscas (Bogotá 1997), Poesía completa y cinco poemas inéditos (Bogotá, 2004).
Desde su fundación, en 1986, hasta su muerte dirigió la Casa de Poesía Silva en Bogotá.





En vida y otras muertes
  

No llega. Va con cada palabra
que te digo, me la entregas
en cada gesto y yo te la devuelvo,
mano a mano. Es un ir y venir
disfrazado de nosotros dos. Vuela
air mail con las cartas
que escribimos, anda entre la sopa
y más que nunca por la tarde. Está
detrás de todo ese montón de ropa
para lavar, contra el espejo que miramos,
desde la sonrisa de las fotos, junto
a aquel viaje al mar. «Vendrá
la muerte y tendrá tus ojos». Y sólo será
un gesto más entre tú y yo. Porque
Manrique, amigo dilecto
de las calaveras, ¿qué fue
de tanto verso sino palabras más o menos?





Aquí entre nos


Un día escribiré mis memorias, ¿quién
que se irrespete no lo hace? Y
allí estará todo. Estará el esmalte
de las uñas revuelto
con Pavese y Pavese con las agujas y
una que otra cuenta de mercado. Donde
debieran estar los pensamientos
sublimes pintaré
tus labios a punto de decirme
buenos días todos los días. Donde
haya que anotar lo más importante
recordaré un almuerzo
cualquiera llegando al corazón
de una alcachofa, hoja por hoja.
Y de resto,
llenaré las páginas que me falten
con esa memoria que me espera entre cirios,
muchas flores y descanse en paz.




Cuando la viuda arrancó sus cabellos
«Todos los que se abstuvieron, votaron por mí»
GABRIEL ANTONIO GOYENECHE
Presidente de la República de Colombia

Debe decirse viuda y gloria inmarcesible.
El colgar los cabellos de un árbol
da el tono de desespero bíblico
indispensable para llorar en coro.
Si se añade espadas cual centellas
puede pensarse en raudo, en fulgurante,
y si se dice esclavos habrá quien crea
que después de cantarlo todos seremos libres.
Pero no sólo eso: debe decir termopilas,
constelación de cíclopes y centauros,
para que nadie entienda, y trompas
victoriosas y pérfida salud. Todo ello
nimbado de lauros y de sangre y de expansivo
empuje y además muy brillante por estar
bajo el palio de un sol de libertad.
Y detrás de todo eso, lo que vemos
a diario, que se debe cantar en un himno
distinto de éste, hecho para damas que toman
chocolate y para caballeros que juegan 
golf los martes y se comen los mocos.




Aquí con la señora Arnolfini

Bueno, señora Arnolfini, es
el momento de que se decida.
Está muy bien (molto bene para hablar claro)
que mire a su esposo con ojos de 
oh dulces prendas por mí bien halladas
pero va siendo hora de que tenga su hijo
y de que injiera las naranjas,
porque no todo es dulce
y alegre cuando Dios quería
y de pronto empiezan las naranjas
-digo- a oler feo. No
me explico por qué sigue posando,
si hasta el mismo Van Eyck está requetemuerto
y su pinocho –perdone- su mando ya no es
el hábito del alma suya, pues es
sabido que últimamente las señoras
prefieren otras fibras.
Venda su palacio y sus alhajas
y recorra el mundo en auto-stop; beba
la pausa que refresca, compre
lo que tarde o temprano será
un Philips y lea el Reader’s Digest;
dedíquese a coleccionar llaveritos y
hágase la cirugía plástica; después
tome barbitúricos. Haga algo señora
para no verla morir entre memorias tristes,
como tanto les ocurre a las palomas
en la Piazza della Signoria.





Métale cabeza

Cuando me paro a contemplar
su estado y miro su cara
sucia, pegochenta,
pienso, Palabra, que
ya es tiempo de que no pierda
más la que tanto ha perdido. Si
es cierto que alguien
dijo hágase
la Palabra y usted se hizo
mentirosa, puta, terca, es hora
de que se quite su maquillaje y
empiece a nombrar, no lo que es
de Dios ni lo que es
del César, sino lo que es nuestro
cada día. Hágase mortal
a cada paso, deje las rimas
y solfeos, gorgoritos y
gorjeos, melindres, embadurnes y
barnices y oiga atenta
esta canción: los pollitos dicen
píopíopío cuando tienen
hambre, cuando tienen frío.




Fuerza, Canejo, sufra y no llore…

Entre la espada y la pared
está el gesto necesario,
siempre listo
para asaltar a aquel que nos habla
al que hablamos.
El catálogo es dispendioso
y se parece al andar de las palomas
en el parque, sutil y monótono.
Sonreír para verse amable, para
bailar torcer el cuello. Alzar
las cejas al asombro,
con el asco arrugar la cara y
mucho parpadeo que eso sirve para todo.
El pedir puesto requiere
capítulo especial, modoso, solícito y
más que nada mostrarse
dispuesto a vender el alma.
Si gesto tras cada cosa, no
en todo lugar y menos al morir: allí
sólo seriedad y buenas maneras.



Salmodia, sin gracia ni ritmo

Sé muchas cosas alrededor
de mí. Sé que yo no me visto
de crepúsculos para dormir. Añoro
esas viejas andanzas de tanto
vate insigne. Mas sin embargo
sólo me pongo la piyama
y un par de medias en los pies.
Tampoco veo cosas misteriosas,
ni las intuyo, ni me importan.
Me basta con que el cielo siga
todos los días, sin más perendengues,
y que tus caricias sean eso
y no vehículos para llegar
a las esferas celestiales. Juro
que Dios, Libertad y otros no son más
que la estupidez diaria de tener
que vivir cansada y de no llegar
a conocerlos nunca, que son palabras
con mayúscula y objeto
de gentes sin oficio. Y cómo no,
reconozco que me gusta el aguardiente
y no los néctares sagrados.
Después de todo,
malvivo mi vida, como usted.



Babel y usted

Si las palabras no se arrugaran, si
fuera posible ponérselas cada mañana,
como una blusa o una falda, previo
uso del quitamanchas, el cepillo y la plancha.
Si no se pudieran pronunciar ya más
por lo brilladas y rodillonas.
Si, después de un largo viaje, se
botaran como la maleta, tan descosida,
tan llena de letreros y de mugre. Si no se
cansaran, si fuera normal y corriente
someterlas a chequeo médico cada año,
con diagnósticos y exámenes de laboratorio,
vitaminas y reconstituyentes y hasta
menjurges para la anemia. Si las
palabras hicieran sindicato en defensa
de sus fueros más legítimos y reclamaran
indemnizaciones por abuso de confianza
a aquellos que las tratan como a violín
prestado. Si algún día hicieran huelga,
¿qué opina usted, García?




Se lo voy a decir

Es necesario decirlo
porque si no para qué esta palabra.
Que las plantas nacen, crecen,
se reproducen y mueren, lo sabe todo el mundo.
Pasa igual con el día
que se muere por la tarde
y también se mueren los cangrejos
y hasta las estrellas de la Vía Láctea.
Cada rato hay nuevas maneras
para decir las mismas cosas.
Pero lo que yo tengo que decir nadie lo sabe.
Es obvio como una ola,
bello como una araña,
es posible como el verde
y largo como el croché.
¿Ya comprendió?



Muestra las virtudes del amor verdadero y confiesa al amado los afectos varios de su corazón
A Fernando

Hoy pienso especialmente en ti
y veo que ese amor carece de desmayos,
de ojos aterciopelados
y demás gestos admirables.
Ese amor no se hace como la primavera
a punta de capullos
y gorjeos. Se hace cada día
con el cepillo de dientes por la mañana,
el pescado frito en la cocina
y los sudores por la noche.
Se vive poco a poco ese amor
entre tanto plato sucio, detrás del cotidiano
montón de ropa para planchar,
con gritos de niños y cuentas del mercado,
las cremas en la cara
y los bombillos que no funcionan.
Y otra cosa: cada tarde te quiero más.



Poema de amor

A través de una luz irreal
-la cortina azul de la habitación
cerrada a media tarde-
se acerca a la cama.
En estos instantes su cuerpo es inmenso,
sólo el cuerpo existe.
Puedo repetir las palabras entredichas,
la piel que se derrite, el sudor.
Pero en realidad sucede
que mi cuerpo está bajo su cuerpo
-fantasías inconfesables,
manos sabias, miradas inequívocas—
ambos tratando de sobrevivir
cada uno gracias al otro.
Caemos y caemos como Alicia
en un precipicio sin tocar fondo.
Y como Alicia nos detenemos de repente:
ese tenso, inmóvil instante.
El espejo se rompe
cuando oigo su voz que me dice:
«Qué bien lo hemos pasado, mi amor».
Pienso entonces que debo ocuparme ya
de encender las luces de la casa.



«Solo ante el peligro»

Para hablar de ti no sirve un poema.
Tal vez una vieja canción del Oeste,
una canción que diga de aquel hombre solo
que va por el mundo
jugando a los vaqueros. Una canción
que recuerde las ciudades
que el hombre lleva en la memoria,
donde siempre hubo un duelo,
un bar y una mujer. Una canción
que hable de los largos caminos
que nunca acaban
y el hombre en su caballo
hacia cualquier parte.
Nadie sabe su nombre porque así
lo quiso él, aunque, con frecuencia,
en las noches luminosas
el hombre eche de menos una palabra
tierna y tal vez llore.
Una canción que diga de la mujer
que en cada pueblo deja,
sentada en la barra de una cantina,
recordando al hombre
y sus borracheras de matón
y sus agresivos momentos de soledad
y sus monólogos agrios con fantasmas
y su tierna intimidad al amanecer
y su incontenible ansiedad
por sentir el pie en el estribo, nuevamente.
Una canción que hable de ti, Juan.




Balance final

Sobre la cama de sábanas destendidas
un segundo del tiempo que les fue dado
se encontraron más allá de la piel.
Por un instante el mundo fue exacto y bondadoso
y la vida algo más que una historia desolada.
Luego y antes y ahora y para siempre
todo fue un juego de espejos enemigos:
sólo hubo rechazos, cuerpos solitarios,
mal aliento, ilusiones no compartidas,
cartas banales, gestos rutinarios
y un paciente velar el cadáver de aquel instante.





Quiero bailar con Ulises
«Heureux qui comme Ulysse
A fait un beau voyage»
JOACHIM DU BELLAY
Quiero invitar a bailar a Ulises,
quiero beber con él y que me cuente
de qué color eran los ojos del joven Aquiles.
Quiero que me cante el canto de las sirenas
y me diga de sus noches de insomnio
sobre las aguas del Mediterráneo.
Quiero saber de su complicidad con Circe
en la isla de Ea y de sus extrañas
ceremonias y encantamientos.
Quiero que Ulises me haga el amor
y en la cama me cuente
cómo eran los vestidos de Helena
y si París fue como lo pinta Rubens.
Quiero saber qué vio en el país de los Lotófagos,
de qué color eran las montañas de Eólide.
Quiero que me cuente por qué regresó a Itaca.




Poema de amor

Afuera el viento, el olor metálico de la calle.
Ya dentro, va dejando todo lo que lleva encima,
primero la cartera y la sonrisa;
se deshace de las caras que ese día ha visto,
los desencuentros, la paz fingida,
el sabor dulzarrón del deber cumplido.
Y se desviste como para poder tocar
toda la tristeza que está en su carne.
Cuando se encuentra desnuda
se busca, casi como un animal se olfatea,
se inclina sobre ella y se acecha;
inicia una larga confidencia tierna,
se pide respuestas, tal vez tiene la mirada turbia;
separa las rodillas y como una loba se devora.
Afuera el viento, el olor metálico de la calle.





Borgiana

Yo quiero pensar en este anciano,
los ojos ciegos, lentos los labios,
el desprecio en el vacío rostro duro.
Ha hallado la palabra única
que resume todo el universo.
Pero la eternidad le vale nada.
Solo, en la habitación de la vieja casa,
vuelve terco a hacer memoria de su sueño,
inventa con voz que suena a metal y a lágrima
la batalla en la que hubiera querido morir
y se dice que deseó cumplir otro destino:
no el de las palabras en un papel,
no Cervantes sino Alonso Quijano.
Con la memoria mira
Los rostros imaginarios de sus antepasados.
Como su abuelo, el coronel Suárez,
hubiera querido caer en Junín bajo las lanzas
o como Francisco Borges en lo alto de un caballo
deteniendo las balas con el pecho.
Si tan sólo se le hubiese permitido
usar por una vez el cuchillo de Muraña
para saborear el coraje de matar o de ser muerto.
En la habitación de la vieja casa, derrotado
se resigna fatalmente a la sabiduría.



Bogotá, 1982

Nadie mira a nadie de frente,
de norte a sur la desconfianza, el recelo
entre sonrisas y cuidadas cortesías.
Turbios el aire y el miedo
en todos los zaguanes y ascensores, en las camas.
Una lluvia floja cae
como diluvio: ciudad de mundo
que no conocerá la alegría.
Olores blandos que recuerdos parecen
tras tantos años que en el aire están.
Ciudad a medio hacer, siempre a punto de parecerse a algo
como una muchacha que comienza a menstruar,
precaria, sin belleza alguna.
Patios decimonónicos con geranios
donde ancianas señoras todavía sirven chocolate;
patios de inquilinato
en los que habitan calcinados la mugre y el dolor.
En las calles empinadas y siempre crepusculares,
luz opaca como filtrada por sementinas láminas de alabastro,
ocurren escenas tan familiares como la muerte y el amor;
estas calles son el laberinto que he de andar y desandar
todos los pasos que al final serán mi vida.
Grises las paredes, los árboles
y de los habitantes el aire de la frente a los pies.
a lo lejos el verde existe, un verde metálico y sereno,
un verde Patinir de laguna o río,
y tras los cerros tal vez puede verse el sol.
La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida;
nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia
pero también la costumbre irremplazable y el viento.




Encuentros con el enemigo

Ocurre ya bien entrada la noche. De repente
los motivos del día quedan en suspenso.
Una música que en otras horas
le hubiera traído nostalgias impacientes
la oye ahora como palabras y palabras.
Llama por teléfono a alguien
y alguien no está o sí pero es igual.
Piensa en el que ama y ve con claridad
que ese amor es la violeta del sueño que no existe.
Los rostros perdidos vienen uno a uno a su memoria,
indiferente los mira y los deja pasar de largo.
Entonces ocurre el miedo porque sí
y ya nada queda sino el abandono.
A la mañana siguiente, irresponsable y cotidiana,
amará de nuevo y sin pudor
a todos los fantasmas de la noche pasada.



Sobran palabras

Por traidoras decidí hoy,
martes 24 de junio,
asesinar algunas palabras.
Amistad queda condenada
a la hoguera, por hereje;
la horca conviene
a Amor por ilegible;
no estaría mal el garrote vil,
por apóstata, para Solidaridad;
la guillotina como el rayo,
debe fulminar a Fraternidad;
Libertad morirá
lentamente y con dolor;
la tortura es su destino;
Igualdad merece la horca
por ser prostituta
del peor burdel;
Esperanza ha muerto ya;
fe padecerá la cámara de gas;
el suplicio de Tántalo, por inhumana,
se lo dejo a la palabra Dios.
Fusilaré sin piedad a Civilización
por su barbarie;
cicuta beberá Felicidad.
Queda la palabra Yo. Para esa.
por triste, por su atroz soledad,
decreto la peor de las penas:
vivirá conmigo hasta
el final.



Conversación con mi hija

Muchas cosas pasarán sobre tu cuerpo
lluvia, deseos, labios, tiempo
gastarán tu piel y por dentro tu alma.
A menudo tendrás que saludar
a la fe, a la esperanza, a la caridad.
Son cuestiones inevitables,
usa la cortesía y santas pascuas.
Te acosarán a respuestas blanco sobre negro
y viva la civilización, te gritarán
y cuando entiendas por fin que el mundo
es redondo habrás perdido para siempre.

Sobre tus hombros la llevarás,
a la civilización te digo,
vestida de gringa, o de sueca o de japonesa:
esta dama lee a Platón,
se bendice las axilas con desodorantes,
toma coca-cola y no permite
que la saluden con el sombrero puesto.
Usa siempre la cortesía y
no se te olvide, hija
lavarte los dientes todas las mañanas
y apagar la luz antes de dormir.




No vivo en un jardín de rosas

«C’est la prison Dedalus
Que de ma mélancollie,
Quant je la cuide fallie,
J’i rentre de plus en plus»
CHARLES D’ORLÉANS

Si nombro mis fantasmas
tal vez pueda engañar al enemigo.
El enemigo espera ese momento
del atardecer, irreal y desapacible,
en el que yo muero con el día.
Entonces me asalta
y sin piedad me despedaza.
Tal vez pueda engañar al enemigo.
¿Por qué, cuando lo presienta
turbio e inminente,
no sentarme, en escena feliz,
a comer papas fritas y ver televisión?
A lo mejor puedo ir mañana
a las islas griegas de turista satisfecha
o comprarme una casa en cómodas cuotas
y mi pelo brillante y
mi cara joven porque uso crema Ponds.
Pero el enemigo sabe con quién trata
y sutil y terco esperará agazapado
a que apague la televisión
y sea noche y sea silencio y yo
en mi cama dé vueltas sola y desolada.




La Patria

Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace vanos siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.

A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.

Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina,
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos.




Juventud, bien ida seas

«Fui feliz, pero me aburrí tanto»
GRAHAM GREENE

Un cuerpo que se alza con pereza
porque el aire le pesa y el vestido.
Sin sed ni preguntas, la boca cae,
caen también los pechos, tela de seda ajada,
y son frutas secas los pómulos maquillados.
Los ojos hundidos no miran hacia fuera
para ver el cojín desgonzado en el sofá
o la luz que recalienta las flores;
pasa ahora por ellos lo invisible,
como una cara que ya no es
o el verde acero de un río
paralizado para siempre en la memoria.
Juventud, bien ida seas:
heroína de fábulas misteriosas
vestida con ropas prestadas, bien ida seas.
Te llevas el coqueteo de los espejos
y la alegría de gastar un cuerpo joven.
Pero cómo añorar los turbios monólogos del amor,
las tardes de sábado con sus afanes fracasados,
aquella espera ciega de algo que no llega
y tanta playa, vino y rosas, piernas desnudas
que anunciaron infiernos y paraísos
y sólo se recuerdan después con un bostezo.

Juventud, bien ida seas,
es el momento de cambiar de sueños.




El corazón

40 años han dejado nudos y sospechas
y un cielo turbio donde envejecen sin remedio
el sol, la dicha y las palabras.
Lo cruzan calles ahora sin olores ni mediodías;
a veces el esplendor de un nombre
se pudre como saliva o como flor.
Ausencias y desamores son raíces secas,
ya sin rabia ni belleza.
Ha hecho suyas algunas cosas muertas:
las risas, las caricias y las cenizas de una tarde,
el sabor del domingo a los 10 años,
ciertos versos Celestinos y necesarios,
algunos cuerpos usados con ternura.
Allí el futuro está de sobra
como el polvo en los muebles de la casa
y sólo una certidumbre sobrevive:
el deseo incancelable de estar siempre en otra parte.
Una lluvia bogotana, leve y gris, cae sin parar.
Cementerio de sueños, pobre corazón,
nada inmortal lo habita.



Oda al amor

Una tarde que ya nunca olvidarás
llega a tu casa y se sienta a la mesa.
Poco a poco tendrá un lugar en cada habitación,
en las paredes y los muebles estarán sus huellas,
destenderá tu cama y ahuecará la almohada.
Los libros de la biblioteca, precioso tejido de años,
se acomodarán a su gusto y semejanza,
cambiarán de lugar las fotos antiguas.
Otros ojos mirarán tus costumbres,
tu ir y venir entre paredes y abrazos
y serán distintos los ruidos cotidianos y los olores.
Cualquier tarde que ya nunca olvidarás
el que desbarató tu casa y habitó tus cosas
saldrá por la puerta sin decir adiós.
Deberás comenzar a hacer de nuevo la casa,
reacomodar los muebles, limpiar las paredes,
cambiar las cerraduras, romper los retratos,
barrerlo todo y seguir viviendo.




Poema del desamor

Ahora en la hora del desamor
y sin la rosada levedad que da el deseo
flotan sus pasos y sus gestos.

Las sonrisas sonámbulas, casi sin boca,
aquellas palabras que no fueron posibles,
las palabras que sólo zumbaron como moscas,
la poca fe en las ceremonias de la ternura
y sus ojos, frío pedazo de carne azul.
Días perdidos en oficios de la imaginación,
como las cartas mentales al amanecer
o el recuerdo preciso y casi cierto
de encuentros en duermevela que fueron con nadie.
Los sueños, siempre los sueños.

¡Qué sucia es la luz de esta hora,
qué turbia la memoria de lo poco que queda
y qué mezquino el inminente olvido!




El olvido

Todo sucede en el oleaje de la memoria:
palabras que fueron dichas pierden su esplendor,
de las sonrisas desaparece esa boca,
el amanecer ocurre todavía pero nadie lo espera ya,
su cuerpo es igual a otro cuerpo,
muere la ausencia, ese insaciado apetito que acompaña,
el teléfono no trae su voz y poco importa.

Y hacía brillar las mesas y los ojos.
Es el olvido, puerta siempre abierta
que nadie sabe cuándo se atraviesa.
Ocurre un día y comienza entonces el recuerdo,
lenta mirada sobre territorios muertos.



Oración

No más amaneceres ni costumbres,
no más luz, no más oficios, no más instantes.
Sólo tierra, tierra en los ojos,
entre la boca y los oídos;
tierra sobre los pechos aplastados;
tierra entre el vientre seco;
tierra apretada a la espalda;
a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra;
tierra entre las manos ahí dejadas.
Tierra y olvido.





Descripción del enemigo
«Y porque nuestra razón nos aparta
Violentamente del abismo, por eso nos acercamos
A él con más ímpetu»
EDGAR ALLAN POE (El demonio de la perversidad]

I
Es el aire que entra por tu boca el enemigo,
el sueño que sueñas sola,
las palabras que dices y las que no dices,
las miradas que salen de tus ojos,
tus pensamientos quién sabe en qué,
las manos que usas para tocar
así sea con la sabiduría del deseo,
los pies que te conducen sin rumbo hacia el desastre,
son el enemigo en vela, el insomne impávido
que te aborda por todos los poros
y como un tumulto de hormigas rojas
te inunda con la sangre de tus venas
y te deja, ya para nada, seguir la vida.

II
O lo mismo: colocarte de estatua en un parque
para que escriban vulgaridades
en tu piel oscura o pasen de largo,
ponerte al filo del abismo por si acaso,
soñar con el desastre más cercano
y empujar el sueño a la vigilia,
buscar la trampa para caer en ella
hasta perder la luz y el corazón,
construirte con primor por la mañana
y naufragar por la tarde en la taza de té,
colocarte ante el espejo para mirar tu obra
y seguir la vida, ya para nada.



18 de agosto de 1989

«Vi estallar en los cielos el relámpago, el nombre
que divide la tarde, las resacas airadas,
el alba como un pueblo de palomas borradas
y acaso vi en todo esto lo que cree ver el hombre»
ARTHUR RIMBAUD
Este hombre va a morir
hoy es el último día de sus años.
Amanece tras los cerros un sol frío:
el amanecer nunca más alumbrará su carne.
Como siempre, entre sus cuatro paredes
desayuna, conversa, viste su traje;
no piensa en el pasado, aún liviano y todo víspera,
en los gestos, hechos y palabras de su vida
que mañana serán distintos en el bronce y en los himnos,
porque este hombre no sabe que hoy va a morir.

En su corazón de piedra
el asesino afila los cuchillos.

Este hombre va a morir.
hoy es la última mañana de sus horas.
Por sus ojos de fría carne azul
sólo pasan idiomas y horizontes
para ciertas cosas que los otros sueñan:
la urgencia del pan y de la sal,
la flor abierta del abrazo, la sangre
invisible y contenida en su caracol de venas.
Ahora conversa por teléfono, escribe un discurso.
En el libro de apuntes lo atropellan
con letra afanada y resbalosa
los nombres y las citas de ese día,
porque este hombre no sabe que hoy va a morir.

El asesino esconde la cara siempre
para que el sol no le escupa sus gargajos de fuego.

Este hombre va a morir,
hoy es el último mediodía de sus años.
Con la frente en el abismo sin saberlo
estrecha manos, almuerza, pregunta la hora.
Sus pasos que ha dirigido otras veces al amor
y a asuntos más rutinarios como el olvido
o la toalla azul después del baño,
que lo han llevado a conocer la gloria
en la algarabía elemental de las multitudes,
sus pasos pueden ser contados ya
porque este hombre camina hacia la muerte.

El asesino: humores de momia, hiel de alacrán,
heces de ahorcado, sangre de Satán.

Este hombre va a morir,
hoy es la última tarde de sus días.
Se prepara sin saberlo para el ritual:
con la voz fingida en la memoria,
que casi oye ya entre las caras como olas,
repasa las palabras de la arenga:
pan y verde, lagos de luz, verde y labios.
Frente al espejo rehace el nudo de la corbata,
cepilla otra vez sus dientes
y con los dedos recorre las alas amarillas del bigote.
Entonces las banderas y las manos y las voces,
la lluvia roja de papel picado,
la hora y el minuto y el segundo.

El asesino danza, la Danza de la Muerte:
un paso adelante, una bala al corazón,
un paso atrás) una bala en el estómago.

Cae el cuerpo, cae la sangre, caen los sueños.
Acaso este hombre entrevé como en duermevela
que se ha desviado el curso de sus días,
los azares, las batallas, las páginas que no fueron,
acaso en un horizonte imposible recuerda
una cara o voz o música.

Todas las lenguas de la tierra maldicen al asesino.





Las manos amadas

Manos sabias:
dedos que han oído
y en la oscuridad han visto.
Manos que llevan en su memoria
carnes destruidas ya por el olvido
y en las uñas
ese vago temor a la barbarie.
Manos que van de palabra
a labio, a instante
en que los dedos desordenan
infiernos y gestos y venas.
Piel cómplice o mezcla de sangres
cuando roza el centro de suave paloma.
Manos que también dicen adiós.




Reloj de sangre
«Nada es más hondo
que una ausencia admitida»
JON SlLKIN

Las ausencias me asisten:
esa voz que saluda grosera
«hola borracha», ya me falta
y también la dulce de anteayer: «¿eres tú?»;
la punzada que regresa con unos versos
hoy de repente recordados:
«Vinieras y te fueras dulcemente
de otro camino
a otro camino…»
Me asiste el pinar de Daroca
y mi madre allí mirando como ida;
hay también un río quieto:
ese de verde agua profunda
que moja mis 10 años.
Me ilumina aquel luminoso
«has sido mi compañera de camino»
dicho en la sombra de la alcoba
por una voz que hoy es ceniza.
Y está también lo que ya sé:
«adiós», me dices,
no ha ocurrido, ya ha ocurrido
porque hieren las ausencias antes,
mucho antes que mañana sean.




Huele a podrido

Caes cada día en el pozo de la culpa.
Caes y te levantas en un juego innoble
de muertes sin fin y resurrecciones.
Porque mueres a causa de cosas frívolas,
como un amor que inatajable se seca
o las trece sílabas que hacen un verso amargo
o por las sábanas destendidas y el turbio olor
que deja en tu cama un cuerpo ajeno y pasajero
o sólo por una palabra que oyes a destiempo.
Y resucitas por esa indolente resignación
a desangrar hechos y risas con desgano.
A tu alrededor, sin embargo, y a toda hora
hay muertos que mueren de verdad,
el aire huele a cosa sucia y podrida
y la vida se vive entre las balas y el abismo.
El miedo como un sol negro y derretido
se filtra en las habitaciones, ocupa los espejos.
El miedo, ese viento que cierra puertas y ventanas.
Hay rencor y hay asco en todas partes:
entre los platos de comida, sobre las almohadas,
a la hora de hablar de los recuerdos,
antes y después del buenos días, en los bostezos,
en toda esquina, ojo, instante, boca.
Y tú, infeliz sobreviviente de una muerte
que forma parte del paisaje como el aire
y que a todos al mismo tiempo manosea,
debes cada día confundir tu culpa.




Las sobras de arroz frío

Amo la tierna berenjena
de carne amarga y suave
y color de las grandes penas.
El curry me llevó a esos mundos
populosos, de gentes, de olores y de dioses.
La alcachofa, mi flor preferida,
se desviste, hoja a hoja,
sobre el plato y me ofrece su
corazón
que es dulce y se derrite.

Deliro con el cordero,
el recién nacido y cocinado en sus jugos
aromas y sustancias del campo
de Castilla.
Un sushi de mariscos misteriosos
me reveló los sofisticados ritos
de un pueblo que suspira con
las flores del almendro.

Mas es en mi ciudad, en mi casa,
en mi cocina y sin platos ni manteles
donde he conocido el placer verdadero.
Ya de noche y en silencio el mundo,
tomé de la nevera arroz blanco,
sobras de otros días,
apenas hervido con agua y aceite:
ahora perlas deslucidas, duras y secas,
heladas.
Y así pasaron de mi mano a la boca.
Y así gocé del simple,
vergonzante y oculto placer
que todas las cocinas guardan.