viernes, 29 de mayo de 2015

Oreja de liebre. Candilera. Mechera.

OREJA DE LIEBRE. CANDILERA. MECHERA. Phlomis lychnitis L.
Las hojas se utilizaron como mechas o torcidas para los candiles de ahí que a los gordolobos y candileras se les designe como phlomis, derivados de phlox=llama.
Considerada astringente se aplica en las hemorroides.

lunes, 25 de mayo de 2015

El pequeño Heidelberg. Cuento de Isabel Allende.

Padre que desapareció sin dejar recuerdos. Mi madre fue norte de mi infancia. Tal vez por eso me resulta más fácil escribir sobre mujeres. Ella me dio un cuaderno para anotar la vida a la edad en que otras niñas juegan con muñecas, plantando así la semilla que treinta años más tarde me llevaría a incursionar en la literatura.

Isabel Allende nació en 1942, se ha casado dos veces y tiene dos hijos y dos hijastros. Ha trabajado incansablemente y sin conocer el desánimo desde los diecisiete años, primero como periodista y luego como escritora. Cuando en 1982 publicó su primera novela “La Casa de los Espíritus”, se convirtió de inmediato en uno de los pocos nombres clave de la narrativa contemporánea en lengua española. Su obra, publicada en más de veinte idiomas, se ha ido sucediendo sumando éxitos rotundos. En los últimos ocho años ha publicado otras dos novelas, “De Amor de Sombra”y “Eva Luna”, y ahora estos “Cuentos de Eva Luna” que, como la totalidad de su obra, refleja maravillosamente un rasgo esencial de su carácter: el entusiasmo por la vida.


EL PEQUEÑO HEIDELBERG

Tantos años bailaron juntos El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de la próxima vuelta, interpretar la más sutil presión de la mano o desviación de un pie. No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión de una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso resultaba tan difícil imaginar que nunca habían cruzado ni una sola palabra.

El Pequeño Heidelberg es un salón de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en un cerro rodeado de plantaciones de plátanos, donde además de buena música y de un aire menos bochornoso, ofrecen un insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda suerte de especies, demasiado contundente para el clima ardiente de esta región, pero en perfecto acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes de la crisis del petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se importaban frutas de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero despues que del petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructibie y el recuerdo de tiempos mejores, hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el baile, están cubiertas con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen escenas bucólicas de la vida campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas, fornidos mocetones y vacas irnpolutas. Los músicos —vestidos con pantalones cortos, calcalcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas— se sitúan sobre una plataforma coronada por un águila embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de vez en cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el tercero se las arregla con pies y manos para hacer sonar simultáneamente la batería y los platillos. El del acordeón es un maestro de su instrumento y también canta con cálida voz de tenor y un vago acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo de tabernero suizo es el favorito de las señoras asiduas al salón y varias de ellas acarician la secreta fantasía de quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal, por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo, donde exhalarían contentas el último aliento envueltas por esos brazos poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores lamentos al acordeón. El hecho de que la edad promedio de esas damas alcance los setenta años, no inhibe la sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el dulce soplo de la muerte. La orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol y termina a medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena de turistas y deben continuar hasta que el último cliente se retire, en la madrugada. Sólo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en vez de hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin.

En la cocina reina doña Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a quienes pocos conocen, porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada en preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el struddel de frutas tropicales y ese guiso afrodisíaco capaz de devolverle el vigor al más apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de los dueños, un par de sólidas mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras mozas de la localidad, todas de mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone de emigrantes europeos llegados al país escapando de alguna guerra o de la pobreza, comerciantes, agricultores, artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola cortesía de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas, pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta el alma, van despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados del baúl de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche atronador de sus motos y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan con el único propósito de burlarse de los viejos, pero el incidente no pasa de una escaramuza, porque el músico de la batería y el saxofonista están siempre dispuestos a arremangarse e imponer orden.

Los sábados, a eso de las nueve de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado su ración del guiso afrodisíaco y se ha abandonado al placer del baile, aparece La Mexicana y se sienta sola. Es una cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galeón —quilla alta, barrigona, amplia de popa, rostro de mascarón de proa— que luce un escote maduro, pero aún turgente, y una flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora flamenca, por supuesto, pero en ella resulta más natural que en las otras señoras de pelo blanco y cintura triste que ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana bailando la polca es una nave a la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del vals parece deslizarse en aguas dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El Capitán y despertaba con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen que El Capitán provenía de una flota nórdica cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto en barcos antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacían sepultados en lo profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de esta región, donde el mar es un plácido acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado para la navegación de los intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un hombre alto y seco, un árbol sin hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello todavía firmes, vestido con su chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura trágica de los marinos retirados. No se le escuchó nunca ni una palabra en español o en algún otro idioma conocido. Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era seguramente finlandés, por el color de hielo de sus pupilas y la justicia irrenunciable de su mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por aceptarlo. Por lo demás, en el Pequeño Heidelberg el idioma carece de importancia, pues nadie va allí a conversar.

Algunas reglas del comportamiento han sido modificadas, para comodidad y conveniencia de todos. Cualquiera puede salir a la pista solo o invitar a alguien de otra mesa, y las mujeres también toman la iniciativa de aproximarse a los hombres, si así lo desean. Es una solución justa para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La Mexicana, porque se entiende que ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben aguardar, temblorosos de anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro en el cenicero, descruza las feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpiño, avanza hasta el escogido y se le planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en cada baile, pero antes reservaba por lo menos cuatro piezas para El Capitán. Él la cogía por la cintura con su firme mano de timonel y la guiaba por la pista sin permitir que sus muchos años le cortaran la inspiración.

La más antigua parroquiana del salón, que en medio siglo no faltó ni un sábado al Pequeño Heidelberg, era la Niña Eloísa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel de papel de arroz y una corona de cabellos transparentes. Por tanto tiempo se ganó la vida fabricando bombones en su cocina, que el aroma del chocolate la impregnó totalmente y olía a fiesta de cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos gestos de la primera juventud y era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la pista de baile sin descalabrarse los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había llegado al país a comienzos del siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia, con su madre, quien entonces era de una belleza deslumbrante. Vivieron juntas fabricando chocolates, ajenas por completo a los rigores del clima, del siglo y de la soledad, sin maridos, sin familia, ni grandes sobresaltos, y sin más diversión que El Pequeño Heidelberg cada fin de semana. Desde que murió su madre, la Niña Eloísa acudía sola. Don Rupert la recibía en la puerta con gran deferencia y la acompañaba hasta su mesa, mientras la orquesta le daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals favorito. En algunas mesas se alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la persona más anciana y sin duda la más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar a un hombre a bailar, pero en todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque para cualquiera constituía un privilegio tomar su mano, enlazarla por el talle con delicadeza para no descomponerle algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era una bailarina graciosa y tenía esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la oliera los mejores recuerdos de su infancia.

El Capitán se sentaba solo, siempre en la misma mesa, bebía con moderación y no demostró jamás ningún entusiasmo por el guiso afrodisíaco de doña Burgel. Seguía el ritmo de la música con un pie y cuando la Niña Eloísa estaba libre la invitaba, cuadrándosele al frente con un discreto chocar de talones y una leve inclinación. No hablaban nunca, sólo se miraban y sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de alguna añeja danza.

Un sábado de diciembre, menos húmedo que otros, llegó al Pequeño Heidelberg un par de turistas. Esta vez no eran los disciplinados japoneses de los últimos tiempos, sino unos escandinavos altos, de piel tostada y cabellos pálidos, que se instalaron en una mesa a observar fascinados a los bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los jarros de cerveza, se reían con gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los extranjeros alcanzaron al Capitán en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y otro paisaje, le llegó el sonido de su propia lengua, entero y fresco, como recién inventado, palabras que no había oído desde hacía varias décadas, pero que permanecían intactas en su memoria. Una expresión suavizó su rostro de viejo navegante, haciéndolo vacilar por algunos minutos entre la reserva absoluta donde se sentía cómodo y el deleite casi olvidado de abandonarse en una conversación. Por último se puso de pie y se acercó a los desconocidos. Detrás del bar, don Rupert observó al Capitán, que estaba diciendo algo a los recien llegados, ligeramente inclinado, con las manos en la espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los músicos se dieron cuenta de que ese hombre hablaba por primera vez desde que lo conocían y también se quedaron quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de bisabuelo, cascada y lenta, pero ponía una gran determinación en cada frase. Cuando terminó de sacar todo el contenido de su pecho, hubo tal silencio en el saIon que doña Burgel salió de la cocina para enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de una pausa larga, uno de los turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert para decirle en un inglés primitivo, que lo ayudara a traducir el discurso del Capitán. Los nórdicos siguieron al viejo marino hasta la mesa donde la Niña Eloísa aguardaba y don Rupert se aproximó también, quitándose por el camino el delantal, con la intuición de un acontecimiento solemne. El Capitán dijo unas palabras en su idioma, uno de los extranjeros lo interpretó en inglés y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote tembleque, lo repitió en su español torcido.

—Niña Eloísa, pregunta El Capitán si quiere casarse con él.

La frágil anciana se quedó sentada con los ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo de batista, y todos esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logró sacar la voz.

—¿No le parece que esto es un poco precipitado?—musitó.

Sus palabras pasaron por el tabernero y los turistas y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa.

—El Capitán dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente de nuevo ahora.

—Está bien —susurró apenas la Niña Eloísa y no fue necesario traducir la respuesta, porque todos la entendieron.

Don Rupert, eufórico, levantó ambos brazos y anunció el compromiso, El Capitán besó las mejillas de su novia, los turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los músicos batieron sus instrumentos en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes hicieron una rueda en torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los hombres brindaban emocionados, don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza entre los brazos, sacudido por la emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas destapaban botellas del mejor ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio Azul y todos despejaron la pista.

Capitán tomó de la mano a esa suave mujer que había amado sin palabras por tanto tiempo y la llevó hasta el centro del salón, donde bailaron con la gracia de dos garzas en su danza de bodas. El Capitán la sostenía con el mismo amoroso cuidado con que en su juventud atrapaba el viento en las velas de alguna nave etérea, conduciéndola por la pista como si se mecieran en el tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía en su idioma de ventiscas y bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese momento. Bailando y bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y en cada paso estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la música más vibrantes, los pies más rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces vio que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró girando y girando con los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de chocolate.

El tenor le indicó a los músicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para siempre, porque comprendió que con la última nota El Capitán despertaría de su ensueño y el recuerdo de la Niña Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los viejos parroquianos del Pequeño Heidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas, hasta que por fin La Mexicana, con su arrogancia transformada en caritativa ternura, se levantó y avanzó discretamente hacia las manos temblorosas del Capitán, para bailar con él.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Buda. Siddharta Gautama.



Siddharta Gautama: EL Buda
La vida
El nacimiento

En el Terai nepalí, en la planicie, hace más de dos mil quinientos años, había un reino conocido como el de los Sakyas, cuya capital era Kapilavastu. El monarca se llamaba Suddhodana y tenía por esposa a una delicada y tierna mujer llamada Maya. El reino vecino a estas tierras de hermosos arrozales era el de Kosala, con el que los sakyas mantenían buenas relaciones gracias a la sagacidad de Suddhodana.

La reina se quedó encinta. Se dice que llevó en sus entrañas al hijo a lo largo de diez meses lunares. Cuando sintió que el parto se acercaba, decidió desplazarse hasta la ciudad de Devadaha para visitar a sus parientes y alumbrar junto a ellos. Se hizo acompañar por un séquito de algunas de sus damas. A medio viaje sintió fuertes dolores y contracciones cada vez más seguidas. El alumbramiento podía producirse en cualquier momento. Había cerca un agradable y silencioso jardín (todavía hoy en día lo es) llamado Lumbini y en el mismo un estanque de aguas cristalinas. Las damas ayudaron a la reina a que se situase debajo de un árbol sala. Una de las acompañantes dispuso un cojín con hojas y hierbas para que la reina apoyara en el mismo la cabeza. Poco tiempo después nació un niño, cuyo pequeño cuerpo era cuidadosamente lavado por las damas del séquito. La reina, al sentirse muy débil, decidió volver a Kapilavastu. La noticia del nacimiento del príncipe se propagó por todo el reino. Días después visitó al niño el sabio y ermitaño Ashita y lo cogió entre sus brazos. Tras quedarse absorto algunos instantes, dijo: 


Ésta es una criatura sublime. Puedo confirmar lo que han aseverado los sesenta y cuatro brahmanes videntes. Este niño tiene un destino muy especial. Si asume ser rey, será monarca universal y será respetado por las gentes de muchos reinos; pero si corta con sus lazos mundanos, su destino será aún más noble, porque se convertirá en un buda (iluminado). Pondrá en marcha la Rueda de la Doctrina y conducirá a miles y miles de seres humanos de la servidumbre a la libertad.

El monarca se sintió estremecido ante la idea de que su hijo no le sucediera dinásticamente. Tras el alumbramiento, la reina cada vez se fue debilitando en mayor grado. Cinco días después del mismo, el niño recibió el nombre de Siddharta. Al séptimo día del parto, la reina padeció una hemorragia fortísima y nada pudieron hacer los médicos por Maya, que murió. No tuvo tiempo de disfrutar siquiera del que iba a ser uno de los más grandes maestros del espíritu de todas las épocas.

Vida palaciega

La hermana de la reina, Prajapatía, se hizo cargo del cuidado del niño. Al príncipe no le faltó ninguna atención y gozó de todos los caprichos y lujos. Sin embargo, Siddharta, cuando llegó a la edad de adolescente, no se sentía especialmente feliz ni atraído por los fastos del palacio, las llamativas fiestas ni todo el lujo que le rodeaba. Con motivo de un festival de la cosecha, siddharta entró espontáneamente en una profunda meditación. El monarca se sintió muy alarmado al recordar las palabras del yogui Ashita.¿El rey ordenó que el niño no tuviese acceso a las escrituras ni tratase con personas religiosas y que, por el contrario, se le rodease de todos los lujos inimaginables. Pero a Siddharta cada día le gustaban menos las fiestas palaciegas y empezó a sentir un gran rechazo hacia las artes marcíales y otras disciplinas deportivas. Con quince años sintió la necesidad de abandonar el palacio y todos sus fastos e incluso escribió una nota de despedida a su padre, pero por no dañarle terminó por romperla. Un año después, se le anunció que había llegado el momento de buscarle esposa. El muchacho se sintió tristemente sobrecogido. El rey envió emisarios a las familias nobles para anunciarles que el príncipe buscaba esposa, pero los jefes de las familias sakyas, conocedores del desinterés del príncipe por las artes marciales, los deportes y los estudios, se negaron a presentarle a sus hijas. La noticia abatió tanto al monarca que el príncipe, para consolarle, le dijo:

—Padre, si es lo que quieres, organiza un torneo de aquí a siete días y que los jefes sakyas envíen a competir a sus hijos más intrépidos. No te dejaré en mal lugar, aunque yo sé que la única victoria que importa es la que se tiene sobre sí mismo.

Durante siete días el príncipe, guiado por los mejores maestros, se entrenó en las artes marciales: la de la arquería, la de la espada y la de la lucha cuerpo a cuerpo. El príncipe se impuso a todos sus adversarios cuando se celebraron los juegos marciales y los jefes sakyas notificaron que enviarían a sus hijas al palacio a conocer al príncipe. Se celebró una esplendorosa fiesta y el príncipe fue obsequiando a las doncellas, una a una, con joyas valiosísimas que el monarca había dispuesto a tal fin. Pero cuando el príncipe llegó a la última de las doncellas ya no tenía ninguna joya que entregarle. Miró al rostro de la bellísima doncella, para la que no tenía regalo, y se sintió azorado, pero la exquisita joven le dijo:

-No te inquietes, señor, porque tu presencia es el mejor obsequio para mí.

El príncipe ordenó traer la mejor gargantilla que pudiera encontrarse y la colocó en el bello cuello de la doncella. Se trataba de la princesa Yasodhara, hija de Duprabhudda y Panita, monarcas de los kolyas. El príncipe quedó al instante prendado de esa primorosa joven. Un tiempo después se desposó con ella.

Durante años los príncipes disfrutaron de los fastos palaciegos. A veces el príncipe padecía crisis existenciales, pero cuando pasaban volvía a absorberse en la vida de lujos y placeres que le había sido dada. No obstante, cada vez más se avivaba el sentimiento en su joven corazón de que estaba desperdiciando su vida y consumiéndola inútilmente.

Un amanecer, tras una fiesta que fue más bien una vacanal, el príncipe, hastiado, vio los cuerpos ebrios, inconscientes y afeados de los hombres y las concubinas. Entonces le tomó un sentimiento desgarrador de que estaba traicionando sus ideales espirituales y de que se estaba dejando arrebatar por las ilusiones de la cenagosa ruta de lo fenoménico. Tenía veintinueve años y no podía seguir malgastando su vida y viviendo de espaldas a sus aspiraciones espirituales.

Las cuatro salidas del palacio

Unos días después, Siddharta salió a pasear fuera del palacio, en el carro conducido por el fiel Channa. Amanecía cuando los corceles galopaban por las tierras del reino. De repente, Channa se vio obligado a tirar violentamente de las riendas y detener los caballos para no arrollar a un decrépito anciano. El príncipe se sobrecogió al ver a aquel hombre enflaquecido y demacrado, un amasijo de huesos resecos y una boca fea y desdentada.

-Pero ¿qué le ocurre a este hombre? —preguntó angustiado.

—Es un viejo, señor —repuso el fiel conductor.

—Pero su estado es desastroso.

—Así es, señor, pero en su día fue joven y fuerte como tú.

-¿Y todos nos volveremos así? —preguntó el príncipe atenazado por la ansiedad.

-Todos seremos así al envejecer.

El príncipe se quedó pensativo y cabizbajo. De vuelta al palacio, algo se había modificado en lo más profundo de sí mismo.

Dos días después, y de nuevo conducido por Channa, recorrió las tierras alrededor del palacio donde su padre le había ocultado la realidad de la existencia humana, temeroso de que se cumplieran las palabras del yogui Ashita. De repente vio al borde del camino a un hombre retorcido entre sus vómitos, con la carne amarillenta y apergaminada.

—Channa, ¿qué le pasa a ese hombre?

-Está enfermo, señor. Todos terminaremos por enfermar.

O sea, pensó el príncipe, que el hombre envejece y enferma. Se sintió sobrecogido e inerme. Días después tuvo lugar una tercera salida del palacio. A lo lejos divisó a un grupo de personas y cómo algunas de ellas portaban sobre los hombros unas parihuelas.

-¿Qué es aquello, mi fiel Channa?

-Un cortejo fúnebre, señor. Ha muerto una persona y la llevan a incinerar.

—¿Todos hemos de morir?

—Todos, señor, sin excepción.

Espantado, supo que las criaturas envejecen, enferman y mueren. Se sentía realmente horrorizado, él que durante casi tres décadas sólo había visto el lado más amable de la existencia. Se dio cuenta de que había sufrimiento inevitable y alcanzaba a todos los seres sensibles.

Días después, tuvo lugar la cuarta salida. De súbito, vio a un hombre meditando bajo un árbol y le llamó la atención la inefable paz que había en su rostro y la atmósfera de sosiego que irradiaba de ese desconocido.

-¿Qué hace aquel hombre, Channa? Nunca he visto una paz tal en un rostro humano.

Sannyasin (renunciante) señor dedica su vida a la realización de sí mismo. Ha cortado todos sus vínculos y está en meditación profunda. Vive de la caridad pública.

Entonces volvió al palacio. Había tomado la firme resolución de renunciar a su vida de fastos, convertirse en un asceta y dedicarse a la búsqueda de la sublime paz interior y la visión que libera. Su esposa estaba encinta, pero ni aun así desistiría de su propósito. Se estaba despidiendo de su padre para abandonar el palacio cuando una de las damas de compañía de la princesa anunció que había dado a luz un precioso niño.

El príncipe exclamó:

—¡Rahula!

Este término significa «obstáculo, impedimento o atadura». Entonces el monarca dijo:

—Los Devas (dioses) proporcionen una larga vida y mucha felicidad a mi nieto. Como representa un obstáculo para mi hijo, le llamaré Rahula.

De madrugada, el príncipe le ordenó a Channa que ensillara su caballo más amado, Kantakha. Acudió sigilosamente al cuarto de la princesa, que dormía profundamente, la abrazó y besó en las mejillas con amor. Se dirigió después al establo y montó en el caballo. Emprendió el galope seguido por el leal Channa. El reino dormía mientras su príncipe huía del palacio en busca de la conquista más preciada: la de su propio ser.

Unas horas después, el príncipe y su acompañante se detuvieron para que descansaran los caballos. El príncipe dejó durmiendo a Channa y se acercó al pueblo cercano de Anomiya para adquirir tres túnicas anaranjadas, una escudilla, una aguja, un cinto y un filtro para las aguas; y esas serían sus únicas posesiones. Bajo un árbol se rasuró la cabeza en señal de renuncia, se despojó de sus lujosas y principescas prendas y se colocó una de las túnicas. Le pidió a Channa que se llevara su corcel, pues desde ese instante, como renunciante, caminaría a pie y viviría de la caridad pública, mendigando él mismo los alimentos. El rostro del fiel escudero se cubrió de lágrimas y el leal Kantakha se arrojó al suelo y murió de pena.

—Vete sin mirar hacia atrás, Channa.

Amanecía cuando Channa partía a galope, sin mirar hacia atrás, pero con el rostro empapado de lágrimas. Siddharta comenzó a caminar por los campos desiertos a la tenue luz de un tibio amanecer; con la escudilla en una mano y la mente anhelante de la libertad total. Ya no era un príncipe, sino un sannyasin más, un sadhu errante, un anacoreta en busca de su destino.

Años de austeridad

Siddharta se desplazó hasta el territorio de Magadha y llegó a su ciudad más destacada, Rajagaha. Diariamente mendigaba su alimento, en silencio, con la escudilla a la altura del pecho. Comenzó a encontrarse con sadhus, eremitas, penitentes, peregrinos, ascetas y maestros de yoga. De todos aprendía. Encontró al maestro Alara Kalama en la ciudad de Vaisali, y de él aprendió muchos métodos para la concentración de la mente y la suspensión del pensamiento. Logró conducir su mente a la esfera de la nada y experimentar la quietud inconmovible, pero quiso ir más allá y se despidió de Alara tras agradecerle sus enseñanzas. Después conoció a otro gran maestro, de nombre Udraka Ramaputra, y practicó las técnicas que le brindó para llegar hasta la esfera de la percepción y la no percepción, pero Siddharta quiso ir allende esa esfera y, agradecido, dejó a su maestro.

Siddharta viajó hasta Uruvela, se instaló junto al río Nairanjana y allí emprendió toda suerte de penitencias, ayunos y mortificaciones muy propias de los ascetas de esa época en India. Después de un tiempo se unieron a él cinco ascetas. Todos ellos, y Siddharta como el más destacado, se dedicaron durante meses y meses a las más implacables penitencias. Los meses se sucedían, pero Siddharta no hallaba la paz interior. Su cuerpo era una ruina y sus ojos parecían los de un cadáver. Estaba realmente al límite de sus fuerzas. Una mañana, de repente, se fijó en su rostro reflejado en las nítidas aguas del río y, espantado, se dio cuenta de hasta qué punto había envejecido y su cuerpo era una calamidad. Incluso le costaba reconocerse. Llevaba seis años de penitencias y austeridades. En tales momentos comprendió que dañar el cuerpo era innoble y que lo importante era trabajar sobre la mente y sobre el corazón. Dejó todas las penitencias, se alimentó y comenzó a recuperarse, todo ello ante la estupefacción y desagrado de los ascetas que, finalmente, decepcionados, le abandonaron. Siddharta empezó a meditar sin tregua. Un día se dijo: «Aunque se agoten mi piel, mis nervios y mis huesos, aunque se seque la sangre que me proporciona la vida, no me levantaré de aquí hasta que no haya alcanzado la suprema liberación.» Había cambiado la senda espinosa de las penitencias por la difícil senda de la meditación.

La iluminación

Ese glorioso atardecer comenzó, en perfecta postura meditacional, sumamente vigilante y ecuánime, por estar atento a la respiración, purificando su entendimiento y desarrollando la percepción clara. Logró así la primera absorción de la mente y una notable calma, para acceder después a la segunda absorción mental y sucesivamente a la tercera y la cuarta. Cada vez obtenía un conocimiento más alto y una comprensión más clara y profunda, y desenraizó los condicionamientos y tendencias latentes de la mente. Luego se le fueron presentando sus pasadas existencias, y la noche comenzó a teñirlo todo con su manto negro. Meditó sobre la aparición y desvanecimiento de todos los fenómenos, percibió su transitoriedad y vacuidad, así como el sufrimiento inherente a todo lo que es mudable. De madrugada, se hizo más intensa y reveladora la percepción de todo lo fenoménico y con visión supraconsciente realizó el sufrimiento, su causa, su cesación y el sendero que conduce a la cesación y al nirvana. Sobrevino la iluminación y al amanecer se dijo a sí mismo: «Yo mismo sometido al nacimiento, envejecimiento, enfermedad, muerte y contaminación; apreciando el peligro que se cierne sobre cuanto está sujeto a estas cosas; anhelando aquello que no está sometido a nacimiento, envejecimiento, enfermedad, muerte, pena ni contaminación, la suprema emancipación, el Nirvana, lo experimenté. Nacieron en mí el conocimiento y la visión; mi liberación espiritual es inconmovible. Éste es mi último nacimiento; ya no habrá devenir ni renacer.»

Había obtenido el estado de liberación mental que pone fin a la ofuscación, la avidez, el odio e incluso a todas las tendencias subyacentes de la mente. Se había convertido en un iluminado (Buda). Había extirpado el deseo y puesto fin al sufrimiento. Lo que tenía que ser logrado había sido logrado. Se sentía pleno y dichoso, y durante los siguientes cuarenta y nueve días permaneció en un estado de inefable gozo. Podía haberse dedicado a gozar de su experiencia incesante de paz y contento interior pero, por compasión, decidió instruir a los otros, pensando que los que no tuvieran la mente demasiado empañada comprenderían la enseñanza.

Puesta en marcha de la Rueda de la Ley

Nada más decidir impartir enseñanzas, quiso reunirse con sus maestros de yoga, Alara y Udraka, para darles la nueva y mostrarles su agradecimiento, pero se enteró de que habían muerto. Tuvo noticias, empero, de que sus antiguos compañeros, los cinco ascetas, estaban reunidos en Isipatana, el parque de los Ciervos, cerca de Benarés. Hacia allá se dirigió Buda y allí se encontró con sus compañeros que, al percibir la profunda transformación de Siddharta, fueron hacia él y le abrazaron con sobre lo que es el núcleo de la enseñanza:

«¿Cuál es la Noble Verdad del Sufrimiento? Nacer es sufrir, envejecer es sufrir, morir es sufrir; la pena, el lamento, el dolor, la aflicción, la tribulación son sufrimiento; estar sujeto a lo que desagrada es sufrimiento; no conseguir lo que uno desea es sufrimiento. En una palabra, los cinco agregados de apego a la existencia son sufrimiento.

»¿Y cuál es la Noble Verdad del Origen del Sufrimiento? Es el deseo que, indisoluble del deleite y de la pasión, persiguiendo el placer por doquiera, os lleva a renacer una y otra vez.

»¿Y cuál es la Noble Verdad de la Cesación del Sufrimiento? El completo cesar y desvanecerse del deseo, abandonarlo, renunciar a él, liberarse y desapegarse de él. Esto se llama la Noble Verdad de la Cesación del Sufrimiento.

»¿Y cuál es la Noble Verdad del Camino que conduce a la Cesación del Sufrimiento? Entregarse a los placeres de los sentidos es cosa baja, indigna, vulgar, innoble y nada provechosa; entregarse a mortificaciones rigurosas es cosa dolorosa, innoble y nada provechosa. Estos son los extremos que evita el camino del medio, comprendido a la perfección por el perfecto, el camino que proporciona la visión y el conocimiento, y que conduce a la paz, al conocimiento directo, a la iluminación, al nirvana. Éste es el Noble Óctuple Sendero, que conduce a la cesación del sufrimiento y que está integrado por: recta opinión, recto modo de pensar, recta palabra, recta conducta, recto sustentamiento, recto esfuerzo, recta atención y recta concentración.»

Así había puesto Buda en marcha la Rueda de la Ley y esos cinco ascetas fueron los primeros en ingresar en la orden y convertirse en monjes. En meses sucesivos se fueron incorporando innumerables personas a la orden y entre los discípulos los hubo tan aventajados espiritualmente como Sariputra y Mogaliana.

Los primeros tiempos de ministerio

Buda impartiría la enseñanza nada menos que a lo largo de cuarenta y cinco años sin tregua, sin descanso, mendigando la comida como un monje más y teniendo que soportar muchas veces los insultos y desprecios de las gentes aviesas o de los fanáticos.

Cuando el monarca supo dónde estaba su hijo, unos meses después de su iluminación, le envió uno de sus ministros para que le convenciera de volver al reino. Tras escuchar un sermón del Buda, el ministro pidió ingresar en la orden. El monarca envió otros emisarios, pero todos, tras escuchar las enseñanzas de labios de Buda, solicitaban entrar en la orden. Cuando llegó la estación de las lluvias, Buda decidió ir a visitar a su familia. Fue un viaje largo y Buda ya contaba con millares de discípulos, que le acompañaron. Se encontró con su padre y luego con la princesa.

Buda y sus discípulos se quedaron en un bosque a las afueras de la ciudad. La princesa Yasodhara le dijo a su hijo Rahula:

-Tu padre tiene un tesoro; una herencia que te puede dar.

El muchachito entonces fue hasta el bosque, encontró a Buda y le dijo:

-Siendo tu hijo y tu heredero, ¿no debo recibir tu tesoro?

Buda dijo:

—Hijo mío, ninguna riqueza perdura; ningún tesoro permanece. Hay un solo tesoro verdadero y se llama Dharma. El debe ser tu aliento y tu guía. Entra en la orden.

El joven entró en la orden y el padre le instruyó en la doctrina y en los métodos de meditación; también se hizo cargo del muchacho Sariputra y otro aventajado discípulo llamado Vangisa. Muchos de los hijos de los capitanes de los sakyas también ingresaron en la orden.

Buda y sus discípulos se desplazaban sin cesar. Eran monjes errantes y sólo se detenían durante los meses del monzón, que dedicaban muy intensamente al estudio y la meditación. Se alojaban a menudo en los bosques y todos mendigaban la comida. Era necesario mantener la disciplina, sobre todo cuando el número de monjes fue enorme. Inevitablemente surgieron las reglas, nada menos que en número de doscientas veintisiete, porque el Buda desde los primeros momentos de su ministerio dejó muy claro que una cosa era la vida de monje y otra la vida de seglar, aunque este último también siguiera la doctrina.

Por los caminos de India

Cuando el Buda cumplió cuarenta años, su padre enfermó de gravedad. Al tener noticias de ello, acudió a visitarle, le mostro la enseñanza y le enseñó a morir en meditación. En esa época el Buda y sus discípulos ya se desplazaban impartiendo enseñanzas por los caminos de la cuenca del Ganges, entraban en pueblos y ciudades, mendigaban la comida y dormían por lo general en bosquecillos. El primo de Buda, llamado Ananda se convirtió en su asistente personal. Buda enseñaba a sus monjes todas las técnicas de la meditación para el desarrollo de la visión penetrativa y liberadora y meditaba a menudo con ellos.

Durante las siguientes cuatro décadas Buda se dedicó a llevar la enseñanza a la mente y al corazón de todos los que querían servirse de ella. Él consideraba la enseñanza una balsa para cruzar de la orilla de la ignorancia a la de la sabiduría. Antes que él murieron sus dos discípulos más aventajados: Sariputra y Mogallana.

Buda insistía en la necesidad de alcanzar el nirvana, al que se refería como la dicha sin igual. Les exhortaba de este modo: «Seguid siempre el camino que conduce a la cesación de las impurezas. Meditad sin descanso y desarrollad la visión cabal que libera de la avidez, la malevolencia, el autoengaño y los venenos de la mente. Seguid siempre la vía de los budas, los que os enseñan el incomparable logro de la más alta sabiduría. No cejéis en el empeño, porque la meta siempre es posible para el que persevera.»

La extinción del maestro

Cuando Buda cumple ochenta años su salud se debilita. El maestro y sus discípulos se dirigen hacia Beluva para recluirse con motivo de la estación de las lluvias. Este será su último viaje. Se siente enfermo. Concluida la estación de las lluvias, todos se ponen en marcha hacia Vaisali. Reunió a todos sus discípulos y les anunció que su muerte estaba próxima. Cuando su esposa se enteró de que había anunciado su muerte, fue a verle y estuvieron hablando durante mucho rato. Yasodhara le dijo:

—Querría extinguirme antes que tú; ¿me será dado?

Buda repuso:

—Te será dado, mi muy querida Yasodhara; te será dado. Un mes después de ese encuentro, Yasodhara murió y alcanzó el nirvana definitivo. El mismo Buda dio la noticia a su hijo Rahula.

Buda y sus discípulos caminaban por el país de los Mallas. Al enterarse de la proximidad de su muerte, muchos monjes de todas partes procedieron a reunirse con el maestro. Llegaron a Pava y se instalaron en un bosque de mangos que pertenecía al hijo del orfebre llamado Chunda. Chunda invitó a Buda y a algunos de sus monjes a comer a su casa.

Los criados de Chunda prepararon gran cantidad de alimentos para el Buda y los monjes, y entre ellos una olla con carne de cerdo, que el mismo hijo del orfebre había cocinado con todo cariño. Aunque Buda se dio cuenta de que no estaba en buenas condiciones, por no desairarle empezó a comer, pero entonces le dijo a Chunda:

—Yo seguiré tomando este guiso, pero que no lo haga nadie más. El resto de este guiso que sea enterrado y nadie lo pruebe.

Buda habló a Chunda sobre la doctrina y le exhortó a que no dejase de esforzarse en la senda de la liberación.

Buda y sus discípulos volvieron a ponerse en marcha hacia la localidad de Kusinagara. Buda se sentía muy enfermo y difícilmente podía caminar. Tuvo que apoyarse en un árbol y luego echarse en el suelo a descansar y solicitar un poco de agua. El guiso le había envenenado. Con la ayuda de Ananda se bañó en el río Kukuttha. Buda previno a Ananda de que nadie fuera a culpar al bueno de Chunda por lo sucedido.

Después se reunió con los monjes y le pidió a Ananda que fuera a anunciar su muerte a las familias de los mallas. Estos, en cuanto recibieron la noticia, se desplazaron hasta donde se hallaba el maestro. Buda entonces se dirigió a sus monjes para decirles:

—Podría ser, monjes, que hubiera dudas o recelos en la mente de alguno de vosotros acerca del Buda o de la doctrina o del sendero o del método. Preguntad libremente y así no tendréis que reprocharos después pensando que teníais ante vosotros al maestro y no le preguntasteis aprovechando su presencia.

Ningún monje preguntó nada. Buda entonces dijo:
Inherente a todo lo compuesto es que ha de descomponerse. Os exhorto a trabajar diligentemente por vuestra propia liberación.

También, por amor infinito a sus monjes, les dijo:

—Que cada uno de vosotros sea su propia isla, cada uno su propio refugio, sin tratar de acogerse a ningún otro. Que cada uno de vosotros tenga la enseñanza por isla, tenga la enseñanza por refugio, sin tratar de acogerse a ninguno otro. Monjes, todo esto que yo he comprendido por experiencia propia, que os he enseñado, y que vosotros habéis aprendido bien, todo esto hay que practicarlo, hay que cultivarlo y ejercitarlo con asiduidad, para que esta misma vida de pureza se conserve y perdure por mucho mucho tiempo, para bien y felicidad de muchos, por compasión del mundo, para bien y felicidad de todos los seres humanos y divinos.

Guardó silencio y se sumió en la meditación. Penetró en las más elevadas esferas de la mente y se extinguió apaciblemente.


La enseñanza 

La liberación del sufrimiento

Buda impartió su enseñanza para aquellos que no tenían los ojos demasiado empañados y, por tanto, podían despertar piritualmente. El núcleo de la doctrina de Buda son las Cuatro Nobles Verdades ya referidas y que puso de manifiesto en el parque de los Ciervos. El mismo Buda sabía bien que no era fácil comprender en lo más íntimo y revelador estas Cuatro Nobles Verdades y que él mismo no halló la liberación hasta obtener un conocimiento perfectamente claro de las mismas, lo que no es sencillo, puesto que no sólo tienen que ser entendidas a través del razonamiento ordinario, sino que deben ser penetradas intuitivamente, es decir mediante un conocimiento directo y experiencial. Aunque se comprendan intelectualmente las Cuatro Nobles Verdades, ello no transforma si no se consigue tener una visión cabal de estas verdades a través de la percepción penetrativa y el entendimiento supremo.
La doctrina de Buda es un medio para liberarse del sufrimiento. Para ello Buda diagnostica la causa y procura los medicamentos para sanarse. Estos medicamentos son los entregados en el Noble Sendero Óctuple que conduce a la meta, es decir, al nirvana o iluminación. El sufrimiento viene dado porque disponemos de lo que se llaman los «agregados de apego a la existencia», y que son la materia, las sensaciones, las percepciones, las actividades mentales y la consciencia. Estos agregados son interdependientes y todos ellos son, al decir de Buda, dolorosos o insatisfactorios, no permanentes e insustanciales, características comunes a todos los fenómenos y que para el budismo son las tres características básicas de la existencia. Como nada permanece o todo es transitorio, y ausente de una entidad perdurable, provoca sufrimiento cuando el apego no ha sido trascendido y no se ha conseguido la visión cabal que reporta una inconmovible ecuanimidad. Lo que urge es modificar las actitudes de la mente para que no sigan engendrando sufrimiento. La mente es el fundamento de todo y todo se fundamenta en la mente y, por tanto, el trabajo para esclarecer la mente es esencial. Las reacciones de apego o aversión crean servidumbre y aflicción.

El sufrimiento puede cesar. La enseñanza de Buda, como la de otros grandes maestros espirituales, es un método para la liberación del sufrimiento. La ofuscación mental, que activa la avidez y el odio, es causa de tribulación y dolor. Entonces uno se hace daño a sí mismo y a los demás. Pero en la medida en que la mente se ilumina, el apego y el odio cesan y uno se va aproximando a la experiencia del nirvana, de la que Buda dice:

«Eso es paz, eso es sublimidad, es decir, el fin de todo lo constituido, el abandono de los fundamentos de la existencia, la cesación, la pérdida de la fuerza y el aniquilamiento del deseo.» El que alcanza el nirvana es un iluminado o arahant, del que se dice: «Habiendo considerado toda la variedad del mundo, ya no se conmueve por nada del mundo; sosegado, sin pasiones, sin agitación, sin anhelos, yo os digo que éste ha ido más allá del nacimiento y de la vejez.»

El nirvana es la cesación de la ignorancia, el apego y el odio, y produce una dicha inmensurable y una paz incomparable. No obstante, es imposible explicar conceptualmente lo que es el Nirvana, porque es irreductible al simple razonamiento ordinario y por eso el mismo Buda tuvo que referirse a esta experiencia conmovedora y sublime de una manera un poco intencionadamente difusa:

«Hay, monjes, algo no nacido, no originado, no creado, no constituido. Si no hubiese, monjes, ese algo no nacido, no originado, no creado, no constituido, no cabría liberarse de todo lo nacido, originado, creado y constituido. Pero puesto que hay algo no nacido, no originado, no creado, no constituido, cabe librarse de todo lo nacido, originado, creado y constituido.»

Y también afirma:

«Hay, monjes, algo sin tierra, ni agua, ni fuego, ni aire, sin espacio ilimitado, sin consciencia ilimitada, sin nada, sin estado de percepción ni ausencia de percepción; algo sin este mundo ni otro mundo, sin Luna ni Sol; esto, monjes, yo no lo llamo ni ir ni venir, ni estar, ni nacer, ni morir; no tiene fundamento, duración ni condición. Esto es el fin del sufrimiento.»

El sendero hacia el nirvana

Como un insuperable médico de la mente que fue, Buda diagnosticó el mal, su causa, su cese y los medios para sanar. Todos los medicamentos están contenidos en el Noble Sendero Óctuple, que se basa en tres disciplinas o entrenamientos: el ético, el mental y el de desarrollo de la sabiduría liberadora. Aunque tenga que ser forzosamente de modo sucinto, describiremos cada uno de los eslabones del sendero toda vez que son los medios útiles para reorganizar la mente en una dimensión de libertad total. Pertenecen al entrenamiento o disciplina ética: la recta palabra, la recta conducta y el recto sustentamiento; forman parte del entrenamiento mental: el recto esfuerzo, la recta atención y la recta concentración; favorecen el desarrollo de la sabiduría: la recta opinión y el recto propósito. Es el camino que conduce a la paz, el conocimiento directo y la iluminación y que, por tanto, recorrido, convierte a la persona en un iluminado o arahant.


1) La recta opinión. También puede denominarse a este factor del sendero el recto modo de ver y comprender o la recta comprensión. Consiste en conocer la verdad del sufrimiento, la verdad de su origen y la verdad de su cesación; en entender lo que es provechoso (la claridad mental o lucidez, la generosidad o desapego y el amor o compasión) y lo que es perjudicial (la ofuscación, la avidez y el odio. El que tiene recta opinión o recto modo de ver evita los actos mentales perjudiciales (la codicia, la malevolencia y las opiniones erróneas), los actos vocales perjudiciales (mentir, chismorrear, decir groserías o frivolidades) y los actos corporales perjudiciales (matar, robar o abusar de placeres sensuales) y, por el contrario, promueve los actos mentales provechosos (generosidad, benevolencia, superación de opiniones erróneas), los actos vocales provechosos (veracidad, amabilidad y superación de chismorreos y frivolidades) y los actos corporales provechosos (evitar la violencia y el robo y no abusar del placer sensual).

El que despliega un recto modo de ver y comprender sabe a qué atender y a qué no, y se ocupa de lo esencial y no de lo trivial; no se extravía en preguntas o indagaciones irrelevantes o improcedentes ni se entretiene en opiniones indebidas, y va superando las trabas, que son: la ilusión de tener un yo fijo, la duda escéptica o sistemática, el apego a ritos y ceremonias religiosas, la concupiscencia, la malevolencia, el deseo de estados sutiles, el deseo de estados inmateriales, la presunción, el desasosiego y la ignorancia. Desarrollando el modo recto de ver, se penetra en las tres características básicas de la existencia: sufrimiento, impermanencia e insustancialidad. También se percibe intuitivamente el origen condicionado de todos los fenómenos y se van superando las raíces de lo pernicioso.

2) El recto propósito. También es conocido como el recto modo de pensar y proceder. Estriba en el propósito de abstenerse y renunciar a la malevolencia y a la crueldad, y también en proponerse el desarrollo y despliegue de intenciones y actos nobles, conducta impecable y relaciones compasivas.

3) La recta palabra. Buda decía: «Si no tienes nada bueno que decir, guarda el noble silencio.» Invitaba a ser muy prudente, vigilante y cuidadoso con la palabra, pues muchas personas utilizan la lengua como un estilete para herir a los demás y son inclinadas a difamar, calumniar, herir, decir mentiras y chismorreos, frivolizar y engañar, pudiendo arruinar las vidas ajenas y la propia. La recta palabra representa el saludable control sobre la misma y trata de que los actos vocales se basen en la honestidad, la sinceridad, la benevolencia, la amabilidad, la precisión, la bondad y la concordia. Se debe evitar el chismorreo y los enredos, decir groserías o ser sarcástico o acre con la palabra. Por tanto hay que eliminar los malos modos de expresarse y suscitar y propiciar los buenos.

4) La recta conducta. El que la observa evita perjudicar a los otros o ejercer violencia o crueldad; no se apropia de lo que no le pertenece y no abusa de placeres sensuales; se esfuerza por eliminar la mala conducta y propiciar la noble y laudable.

5) Recto sustentamiento. Consiste en ganarse el sustento de modo lícito y no perjudicando a las otras criaturas, evitando todo lo que tenga que ver con el ejercicio de armas, el comercio de seres vivientes, tóxicos o bebidas embriagadoras; hay que, asimismo, evitar los engaños, estafas, trampas, ardides y usuras.

6) Recio esfuerzo. Tradicionalmente en la enseñanza de Buda se ha hablado de cuatro clases de esfuerzo correcto y que son: el esfuerzo por impedir, el esfuerzo por alejar, el esfuerzo por suscitar y el esfuerzo por fomentar. El esfuerzo por impedir consiste en evitar que se produzcan en la mente estados nocivos que antes no se habían originado; el esfuerzo por alejar estriba en desprenderse de los estados perjudiciales que ya se hubieran originado; el esfuerzo por suscitar es el de propiciar estados beneficiosos en la mente y el esfuerzo por fomentar es cuando estos estados se cultivan y despliegan. La persona, vigilante y con un esfuerzo consciente y bien aplicado, va logrando así modificar sus modelos mentales y se va despojando de actitudes nocivas y poco provechosas para desarrollar las beneficiosas y productivas. Para ello se requiere la atención consciente y el autodominio.

Uno también se va ejercitando en el control de los pensamientos y para ello existen diferentes «estrategias», como hacer caso omiso de los pensamientos, desviar la mente de un pensamiento a otro, conscienciar la naturaleza del peligro que entrañan los pensamientos nocivos, explorar la naturaleza y la constitución de los pensamientos, o inhibirlos con la fuerza de voluntad.

Mediante el esfuerzo, la virtud y el ejercicio mental se van estimulando los factores de iluminación, como son la atención, la investigación de la realidad, la energía, el contento interior, el sosiego, la concentración y la ecuanimidad. Y uno se esfuerza por seguir fomentando y desplegando estos factores de autodesarrollo y realización.

7) La recta atención. Una de las funciones más preciosas de la mente es la atención. Buda aseguraba: «Gloria para aquel que se esfuerza, permanece vigilante, es puro en conducta, considerado, autocontrolado, recto en su forma de vida y capaz de permanecer en creciente atención.» Y también: «Declaro que la atención es útil en cualquier circunstancia.» La atención consciente, bien encauzada, debidamente aplicada, tiene un gran poder integrador y liberador. Nos ayuda tanto a mejorar las condiciones de vida externa como las de vida interna, desarrolla la consciencia clara, desencadena visión cabal y coopera activa y contundentemente en la liberación de la mente. El practicante debe ir ejercitándose en estar lúcido, consciente, vigilante de todo y de sí mismo. La atención es una formidable fuerza reguladora y desarrolla un papel esencial en el autoconocimiento y en el dominio de actos mentales, vocales y corporales. Una atención penetrativa permite la visión de lo que está más allá de las apariencias, y cuando está altamente desarrollada reporta el conocimiento del surgimiento y desvanecimiento de todos los fenómenos. La atención bien entrenada conduce a la lucidez y la lucidez a la sabiduría.

En la enseñanza de Buda existen numerosos ejercicios para el cultivo metódico y armónico de la atención mental. Mediante ellos y aplicando la inquebrantable ecuanimidad, el practicante va desencadenando la visión penetrativa y esclarecedora (Vipassana), que limpia la mente de oscurecimientos e induce a la experiencia iluminativa. En la medida en que se practican los ejercicios de cultivo de la atención mental, se van superando los cinco impedimentos: sensualidad, pereza, desasosiego, duda escéptica y malevolencia.

Los ejercicios para el cultivo y desarrollo de la atención mental se sirven de la meditación y de la aplicación y establecimiento de la atención en las actividades de la vida diaria. Así se va purificando toda la mente y se van desenraizando la ofuscación, la avidez y el odio. Los factores de iluminación van actualizándose y desplegándose.

El desarrollo de la atención consciente para ir conquistando la visión penetrativa se sirve de la enseñanza de Buda entre otros soportes de atención, así como de todos los procesos psicofísicos de la persona misma. De este modo se está atento y ecuánime, en meditación, al cuerpo, las sensaciones, las percepciones y los estados de la mente, observando sin reaccionar cómo surgen y se desvanecen y captando así experiencial y vivencialmente su transitoriedad, su insustancialidad y su insatisfacción. El practicante se aplica en lo que se llaman los cuatro fundamentos de la atención (cuerpo, sensaciones, percepciones y estados mentales) a través de ellos va progresando espiritualmente. Éste es el camino para superar la pena y para realizar el nirvana.

8) La recta concentración. La concentración es la fijación de la mente en un objeto con absoluta exclusión de todo lo demás. La práctica asidua de la concentración permite ir obteniendo grados muy profundos de absorción o abstracción mental que reportan valiosos frutos y cooperan en la transformación interior y la actualización de potenciales anímicos. En el budismo existen muchos ejercicios de concentración para ir consiguiendo las diferentes abstracciones. La mente se puede concentrar en un objeto exterior, en la respiración o en otros soportes. Buda decía: «La concentración de la mente que se obtiene a través de la atención a la respiración, si se cultiva y se practica con regularidad, es sosegada y sublime, es un estado puro y feliz de la mente, que permite que se desvanezcan inmediatamente las ideas perniciosas y no saludables en el momento en que surjan.»

La concentración nos enseña a dirigir la mente y prevenir su volubilidad. Poco a poco la mente se torna más estable, penetrativa y gobernada. Como reza el Dhammapada: «Es bueno gobernar la mente: difícil de dominar, voluble y tendente a posarse allí donde le place. Una mente controlada conduce a la felicidad.»

Desarrollando el Noble Sendero Óctuple el aspirante se va aproximando al nirvana o liberación definitiva, y sobre esto decía Buda: «He aquí la suprema sabiduría y la más noble: conocer la aniquilación de todo el sufrimiento. He aquí la suprema paz y la más noble: el apaciguamiento de la avidez, del odio y de la ofuscación.» 

Ramiro A. Calle 
Grandes maestros espirituales 
Ediciones martínez roca



De
Mircea Elíade
HISTORIA DE LAS CREENCIAS Y LAS IDEAS RELIGIOSAS
Volumen II
PAIDÓS


El mensaje de Buda: del terror del eterno retorno a la bienaventuranza de lo inefable

EL HOMBRE HERIDO POR UNA FLECHA ENVENENADA...

Buda nunca quiso dar a su enseñanza la estructura de un sistema. No sólo se negó a hablar sobre problemas filosóficos, sino que tampoco se pronunció sobre numerosos puntos esenciales de su doctrina, por ejemplo, sobre la situación del santo que ha entrado en el nirvana. Este silencio hizo posibles desde muy temprana fecha las interpretaciones divergentes, dando origen posteriormente a la aparición de diversas escuelas y sectas. La transmisión oral de las enseñanzas del Bienaventurado y la redacción del canon plantean numerosos problemas; sería inútil confiar en que se llegue algún día a resolverlos de manera satisfactoria. Sin embargo, a pesar de que parezca imposible reconstruir íntegramente el «mensaje auténtico» de Buda, sería excesivo sacar de ahí la conclusión de que ya los textos más antiguos presentan radicalmente modificada su doctrina de la salvación.

Desde sus orígenes, la comunidad búdica (samgha) se organizó mediante unas reglas monásticas (vinaza) que le aseguraban la unidad. En cuanto a la doctrina, los monjes compartían ciertas ideas fundamentales acerca de la transmigración y la retribución de los actos, las técnicas de meditación que conducían al nirvana y a la «condición búdica» (lo que suele llamarse budología). Por otra parte, ya desde los tiempos del Bienaventurado existió una masa de laicos simpatizantes que, aceptando la doctrina, no renuncian al mundo. Los laicos, en virtud de su fe en Buda y de su generosidad para con los monjes, adquieren «méritos» que les aseguran una existencia ultraterrena en uno de los diferentes «paraísos», a la que seguirá una mejor reencarnación. Este tipo de devoción caracteriza el «budismo popular». Posee una gran importancia en la historia religiosa de Asia por las mitologías, los ritos y las obras literarias y artísticas a que ha dado origen.

Esencialmente puede afirmarse que Buda se oponía tanto a las especulaciones cosmológicas y filosóficas de los brahmanes y de los sramanas como a los diversos métodos y técnicas del Samkhya y el Yoga preclásicos. En cuanto a la cosmología y la antropogonía, que se negaba a discutir, es evidente que, para Buda, el mundo no ha sido creado ni por un dios ni por un demiurgo ni por el espíritu maligno (como piensan los gnósticos y los maniqueos), sino que existe continuamente, es decir, que es creado constantemente por los actos, buenos o malos, de los hombres. En efecto, mientras aumentan la ignorancia y los pecados, no sólo decae la vida humana, sino que el universo mismo se degrada. (La idea es panindia, pero deriva de concepciones arcaicas sobre la decadencia progresiva del mundo, que hace necesaria su recreación periódica.)

En cuanto al Samkhya y el Yoga, Buda asume y desarrolla el análisis de los maestros del primero y las técnicas contemplativas de los yoguis, al mismo tiempo que rechaza sus presupuestos teóricos, y en primer lugar la idea del yo (purushá). Su negativa a dejarse arrastrar por las especulaciones de todo orden es tajante. Queda admirablemente ilustrada en el célebre diálogo con Malunkyaputta. Aquel monje se lamentaba de que Buda dejara sin respuesta problemas tales como el de si el universo es o no eterno, finito o infinito; de si el alma es la misma cosa que el cuerpo o diferente; si el Tathagata existe o no existe después de la muerte, etc. Malunkyaputta pidió al Maestro que precisara sus ideas y, si tal fuera el caso, que reconociera ignorar la respuesta. Buda le contó entonces la historia del hombre herido por una flecha envenenada. Los amigos y parientes mandan llamar a un médico, pero el hombre grita: «No dejaré que me retiren esta flecha sin antes saber quién me ha herido, si es un kshatriya o un brahmán … cuál es su familia, si es grande, pequeño o de talla mediana, de qué aldea o ciudad procede; no dejaré que me retiren esta flecha sin antes saber con qué clase de arco me la han lanzado … qué cuerda se empleó en el arco … qué pluma se usó en la flecha … de qué forma estaba hecha la punta de la flecha». Aquel hombre murió sin saber todas aquellas cosas, siguió el Bienaventurado, del mismo modo que quien se niega a seguir el camino de la santidad hasta resolver tal o cual problema filosófico. ¿Por qué se negaba Buda a discutir tales cosas? «Porque ello no es útil, porque ello no está relacionado con la vida santa y espiritual ni contribuye a sentir disgusto del mundo, al desasimiento, a la interrupción del deseo, a la tranquilidad, a la penetración profunda, a la iluminación, al nirvana.» Buda recordó además a Malunkyaputta que sólo había enseñado una cosa: las cuatro Nobles Verdades.

LAS CUATRO «NOBLES VERDADES» Y EL «SENDERO MEDIO»

Estas cuatro «Nobles Verdades» contienen la sustancia de cuanto enseñó Buda, que las predicó ya en su primer sermón de Benarés, poco después del «despertar», ante sus cinco antiguos compañeros - La primera verdad se refiere al dolor (en pali, dukkha). Para Buda, al igual que para la mayor parte de los pensadores y hombres religiosos indios posteriores a la época de las Upanishads, todo es dolor. En efecto, «el nacimiento es dolor, la decadencia es dolor, la muerte es dolor. Estar unido a lo que no se ama significa sufrir. Estar separado de lo que se ama … no poseer lo que se desea significa sufrir. En una palabra: todo contacto con (uno cualquiera de) los cinco skandha significa dolor». Hemos de precisar que el término dukkha, que habitualmente se traduce por «dolor» o «sufrimiento», tiene en realidad una significación mucho más amplia. Diversas formas de felicidad e incluso algunos estados espirituales obtenidos mediante la meditación se describen también como dukkha. Despues de hacer el elogio de la beatitud espiritual de tales estados yoguieos, el Buda añade que son «efímeros, dukkha y sometidos al cambio». Son dukkha precisamente por efímeros. Como veremos más adelante, Buda reduce el «yo» a una combinación de cinco agregados (skandhá) de las fuerzas físicas y psíquicas, y precisa que el dukkha es en última instancia los cinco agregados.

La segunda noble verdad identifica el deseo como origen del dolor (dukkha). En efecto, es el deseo, el apetito o la «sed» (tanha) lo que determina las reencarnaciones. Esta «sed» busca constantemente nuevos goces; se distinguen el deseo de los placeres de los sentidos, el deseo de perpetuarse y el deseo de extinguirse (o autoaniquilación). Señalemos que el deseo de la autoaniquilación se condena junto con las restantes manifestaciones de la «sed». En efecto, por tratarse también de un «apetito», el deseo de extinción, que puede llevar al suicidio, no constituye una solución, pues es incapaz de detener el ciclo de las transmigraciones.

La tercera noble verdad proclama que la liberación del dolor (dukkha) consiste en la extinción de los apetitos (tanha). Equivale al nirvana. En efecto, uno de los nombres del nirvana es «extinción de la sed» (tanhakkhaga). Finalmente, la cuarta verdad revela los caminos que conducen a la cesación, del dolor.

En su formulación de las cuatro Nobles Verdades, el Buda aplica un método de la medicina india que consiste en definir ante todo la enfermedad, descubrir a continuación la causa, decidir luego la supresión de esta causa y presentar finalmente los medios capaces de suprimirla. La terapéutica elaborada por el Buda constituye, en efecto, la cuarta verdad, que prescribe los medios para sanar el mal de la existencia. Este método se conoce con el nombre de «camino intermedio», pues trata de evitar dos extremos: la búsqueda de la felicidad a través de los placeres de los sentidos y el camino contrario, que sería la búsqueda de la beatitud espiritual mediante los excesos ascéticos. El «camino intermedio» es llamado también «camino de ocho miembros», pues consiste en: a) visión u opinión correcta (o justa), b) pensamiento correcto, c) palabra correcta, d) actividad correcta, e) medios de vida correctos, f) esfuerzo correcto, g) atención correcta y h) concentración correcta.

Buda vuelve una y otra vez sobre las ocho reglas del «camino», que explica de distintas maneras, pues se dirigía a auditorios diversos. Estas ocho reglas se clasifican a veces conforme a sus objetivos. Así, por ejemplo, un texto define la enseñanza budista como: a) conducta ética (sila), b) disciplina mental (samadhi), c) sabiduría (pañña, sánscrito, prajña). La conducta ética, fundada en el amor universal y en la compasión hacia todos los seres, consiste de hecho en la práctica de las tres reglas del Sendero Óctuple, a saber: palabra justa o correcta, actividad correcta, forma de vida correcta. Numerosos textos explican qué se entiende por estas fórmulas. La disciplina mental (samadhi) consiste en la práctica de las tres últimas reglas del Sendero Óctuple : el esfuerzo, la atención y la concentración correctos. Se trata de ejercicios ascéticos de tipo yóguico, en los que insistiremos más adelante, pues constituyen la esencia del mensaje budista. En cuanto a la sabiduría (prajña), es el fruto de las dos primeras reglas: visión u opinión correcta, pensamiento correcto.

LA CADUCIDAD DE LAS COSAS Y LA DOCTRINA DE LA «ANATTA»

Meditando en las dos primeras nobles verdades —el dolor y el origen del dolor— descubre el monje la caducidad de las cosas, su insustancialidad (pali, anatta), y a la vez la insustancialidad de su propio ser. No es que se sienta extraviado en medio de las cosas (como es el caso, por ejemplo, del asceta védico, del órfico o del gnóstico), sino que advierte que comparte con ellas un mismo modo de existir. En efecto, la totalidad cósmica y la actividad psicomental constituyen un universo único. Mediante un análisis implacable el Buda demostró que todo cuanto existe en el mundo puede ser clasificado en cinco categorías, «conjuntos» o «agregados» (skandha): a) conjunto de las «apariencias» o de lo sensible (que abarca la totalidad de las cosas materiales, los órganos de los sentidos y sus objetos); b) las sensaciones (provocadas por el contacto con los cinco órganos de los sentidos); c) las percepciones y las nociones que de ahí resultan (es decir, los fenómenos del conocimiento); d) las construcciones psíquicas (samskhara), que incluyen la actividad psíquica consciente e inconsciente); e) los pensamientos (vijñana), o conocimientos producidos por las facultades sensoriales, especialmente por el espíritu (manas), cuya sede es el corazón y que además organiza las experiencias sensoriales. Sólo el nirvana no está condicionado ni «construido»; en consecuencia, no puede ser clasificado entre los «agregados».

Estos «agregados» o «conjuntos» describen, de manera sumaria, el mundo de las cosas y la condición humana. Otra fórmula célebre sirve para recapitular e ilustrar en tono más dinámico aún la concatenación de causas y efectos que rige el ciclo de las vidas y los renacimientos. Esta fórmula, conocida como «coproducción condicionada» (pratityasamutpada; pali, paticcasamuppada), enumera doce factores («miembros»), de los que el primero es la ignorancia. Esta ignorancia produce las voliciones, que a su vez producen las «construcciones psíquicas» (samskara), condicionantes de los fenómenos psíquicos y mentales, etc., hasta el deseo, y más en especial el deseo sexual, que engendra una nueva existencia y desemboca finalmente en la vejez y en la muerte. En esencia, la ignorancia, el deseo y la existencia son interdependientes y bastan para explicar la concatenación ininterrumpida de los nacimientos, muertes y transmigraciones.

Este método de análisis y clasificación no es un descubrimiento de Buda. Los análisis del Samkhya y del Yoga preclásicos, igual que las especulaciones de los Brahmanas y las Upanishads, habían disociado y clasificado la totalidad cósmica y la actividad psicomental en cierto número de elementos o categorías. Por otra parte, desde la época posvédica, el deseo y la ignorancia habían sido denunciados como causas primeras del dolor y de la transmigración. Pero las Upanishads, al igual que el Samkhya y el Yoga, reconocen además la existencia de otro principio espiritual autónomo, el atman o el purusha. Buda, sin embargo, negó al parecer, o al menos silenció, la existencia de tal principio.

En efecto, numerosos textos, considerados como exponentes de la enseñanza original del Maestro, ponen en duda la realidad de la persona humana (pudgala), del principio vital (jiva) o del atman. En uno de sus discursos declara el Maestro «completamente insensata» la doctrina que afirma «este universo es este atman; después de la muerte yo seré esto, que es permanente, que subsiste, que dura, que no cambia, y como tal existiré por toda la eternidad». Se entiende la intención y la funcionalidad ascética de esta negación: meditando sobre la irrealidad de la persona, se destruye el egoísmo hasta sus mismas raíces.

Por otra parte, la negación de un «yo», sujeto de las transmigraciones, pero al mismo tiempo capaz de liberarse y alcanzar el nirvana, era una materia que no dejaba de plantear problemas. De ahí que el Buda se negara en diversas ocasiones a responder a las preguntas referentes a la existencia o no existencia del atman. Así, quedó en silencio cuando un religioso itinerante, Vacchagotta, le interrogó sobre estos problemas. Pero poco más tarde explicaría a Ananda el significado de su silencio: de haber respondido que existía un «yo», habría mentido; por otra parte, Vacchagotta habría clasificado al Bienaventurado entre los partidarios de la «teoría eternalista» (es decir, que lo habría considerado como un «filósofo» más entre los muchos que había). De haber respondido que no existía un «yo», Vacchagotta lo habría tomado por un partidario de la «teoría aniquilacionista», y lo que es más, Buda habría aumentado su confusión, pues habría pensado: antes yo tenía efectivamente un atman, pero ahora ya no lo tengo». Comentando este famoso episodio concluía Vasubandhu (siglo v d.C): «Creer en la existencia de un “yo” es caer en la herejía de la permanencia; negar el “yo” es caer en la herejía de la aniquilación con la muerte».

Negando la realidad del «yo» (nairatmya) se llega a una paradoja: una doctrina que exalta la importancia del acto y de su «fruto», la retribución del acto, niega el agente, «el que come el fruto». Dicho de otro modo: como lo expresa un doctor tardío, Buddhaghosa, «únicamente el dolor existe, pero no hay modo de hallar un doliente. Existen los actos, pero no hay modo de hallar un agente». Pero hay algunos textos que matizan más: «El que come el fruto del acto en una determinada existencia no es el mismo que ha realizado el acto en una existencia anterior, pero tampoco es distinto».

Estas dudas y ambigüedades reflejan la incomodidad provocada por la negativa de Buda a zanjar determinadas cuestiones controvertidas. Si el Maestro negaba la existencia de un «yo» irreducible e indestructible, ello era porque sabía bien que la creencia en un atman provoca interminables disputas metafísicas y fomenta el orgullo intelectual; en resumidas cuentas, sólo sirve para estorbar la obtención del Despertar. Como recordaba incesantemente, el objeto de su predicación era la cesación del dolor y los medios para lograrlo. Las innumerables controversias en torno al «yo» o la «naturaleza del nirvana» tenían la correspondiente solución en la experiencia del Despertar; eran insolubles a través del pensamiento y al nivel de las formulaciones.

A pesar de todo, parece que Buda aceptaba una cierta unidad y continuidad de la «persona» (pudgala). En un sermón sobre la carga y el portador de la carga afirma: «La carga son los cinco skandha: materia, sensaciones, ideas, voliciones, conocimiento; el portador de la carga es el pudgata, por ejemplo, este venerable religioso de tal familia, de tal nombre, etc.». Pero se negó a tomar partido en las controversias entre los «partidarios de la persona» (pudgalavadin) y los «partidarios de los agregados» (skandhavadiri), manteniéndose en una posición «intermedia». A pesar de todo, la creencia en la continuidad de la persona se mantuvo, y no sólo en los ambientes populares. Los Jatakas narran las existencias anteriores de Buda, de su familia y de sus compañeros, y siempre se reconoce la identidad de sus personalidades. ¿Cómo entender de otro modo las palabras que pronuncia Siddharta, apenas nacido: «Éste es mi último nacimiento», si se niega la continuidad de la «verdadera persona» (aun cuando se dude en llamarla «yo» o pudgala)?.

EL SENDERO QUE LLEVA AL NIRVANA

Las dos últimas Nobles Verdades han de meditarse juntas. Se afirma ante todo que la cesación del dolor se obtiene mediante la anulación total de la sed (tanha), es decir, «el hecho de apartarse (de esta sed), de renunciar a ella, de rechazarla, de liberarse de ella, de no apegarse a ella». Se precisa a continuación que los caminos conducentes a la interrupción del dolor son los enumerados en el Sendero Óctuple. Estas : dos últimas verdades afirman explícitamente: a) que el nirvana existe, pero b) que no es posible obtenerlo sino mediante el recurso a técnicas especiales de concentración y de meditación. Implícitamente quiere esto decir también que toda discusión acerca de la naturaleza del nirvana y de la modalidad existencial de quien penetró en él carece de sentido para quien no ha alcanzado al menos el umbral de este estado inefable.

Buda no ofrece ninguna «definición» del nirvana, pero vuelve una y otra vez sobre algunos de sus «atributos». Afirma que los arhats (los santos liberados) «han alcanzado una bienaventuranza inquebrantable», que el nirvana «es beatitud», que él mismo, el Bienaventurado, «alcanzó la inmortalidad» y que también los monjes pueden alcanzarla: «Os haréis presente ya en esta vida, viviréis poseyendo esta inmortalidad». El arhat, «ya en esta vida, recogido, “nirvanado” (nibbuta), sintiendo en sí la felicidad, pasa su tiempo en compañía de Brahmán».

Buda, por consiguiente, enseña que el nirvana es «visible aquí abajo», «manifiesto», «actual» o «de este mundo». Pero insiste al mismo tiempo en que sólo él entre todos los yoguis «ve» y posee el nirvana. (Entiéndase bien: él y aquellos que siguen su camino, su «método».) La «visión», designada en el canon como «el ojo de los santos» (ariya chakkhu), permite el «contacto» con lo incondicionado, lo «no construido», el nirvana. Pero esta visión «trascendental» se obtiene mediante ciertas técnicas contemplativas practicadas ya desde los tiempos védicos y de las que hallamos paralelos en el Irán antiguo.

En resumen, sea cual fuere la «naturaleza» del nirvana, lo cierto es que sólo se puede alcanzar siguiendo el método enseñado por Buda. Es evidente la estructura yóguica de este método; en efecto, comprende una serie de meditaciones y concentraciones conocidas ya desde hacía siglos. Pero se trata de un Yoga desarrollado y reinterpretado por el genio religioso del Bienaventurado. El monje se prepara ante todo para reflexionar constantemente sobre su vida fisiológica, para tomar conciencia de todos los actos que hasta entonces realizaba automática e inconscientemente. Por ejemplo, «aspirando lentamente, comprende a fondo esta prolongada inspiración; espirando brevemente, comprende, etc. Y se ejercita para ser consciente de todas sus espiraciones … de todas sus inspiraciones. Y se ejercita para hacer cada vez más lentas sus espiraciones … y sus inspiraciones». También se esfuerza el monje por «comprender perfectamente» lo que hace cuando camina, cuando levanta un brazo, cuando come, habla o guarda silencio. Esta lucidez ininterrumpida le confirma la inconsistencia del mundo fenoménico y la irrealidad del «alma», pero contribuye sobre todo a «transmutar» la experiencia profana.

El monje puede pasar ya con una cierta confianza a las técnicas propiamente dichas. La tradición budista las clasifica en tres categorías: las «meditaciones» (jhana; sánscrito, dhyana), los «recogimientos» (samapattí) y las «concentraciones» (samadhi). Empezaremos por describirlas brevemente; trataremos luego de interpretar sus resultados. En la primera meditación (jhana), el monje, desasiéndose del deseo, experimenta «alegría y felicidad», acompañadas de una actividad intelectual (razonamiento y reflexión). En la segunda jhana obtiene el apaciguamiento de esta actividad intelectual; en consecuencia, conoce la serenidad interior, la unificación del pensamiento y «la alegría y felicidad» que brotan de esta concentración. Con la tercera jhana se desase de la alegría y permanece indiferente, pero plenamente consciente, y experimenta la beatitud en su propio cuerpo. Finalmente, en la cuarta etapa, renunciando a la alegría lo mismo que al dolor, obtiene un estado de pureza absoluta, de indiferencia y de pensamiento despierto.

Los cuatro samapatti («recogimientos» u «obtenciones») prosiguen el proceso de purificación del pensamiento. Vacío ya de sus contenidos, el pensamiento se concentra sucesivamente en la infinitud del espacio, en la infinitud de la conciencia, en la «nihilidad» y, ya en la cuarta etapa, obtiene un estado que «no es ni consciente ni inconsciente. Pero el bhikkhu debe ir aún más lejos en este trabajo de purgación espiritual, hasta lograr la suspensión de toda percepción y de toda idea (nirodhasamapatti). Desde el punto de vista fisiológico, el monje parece hallarse sumido en un estado cataléptico; se dice que «toca el nirvana con su cuerpo». En efecto, un autor tardío declara que «el bhikkhu que ha sabido hacer esta adquisición ya no tiene nada más que hacer». En cuanto a las «concentraciones» (samadhi), se trata de ejercicios yóguicos de duración más limitada que los jhana y los samapatti; sirven especialmente de entrenamiento psicomental. El pensamiento se fija en ciertos objetos o ideas a fin de obtener la unificación de la conciencia y la supresión de las actividades racionales. Se conocen diferentes especies de samadhi, cada una de las cuales persigue un objetivo preciso.

Con la práctica y el dominio de estos ejercicios yóguicos, y de algunos otros, en los que no podemos detenernos el bhikkhu avanza por el «camino de la liberación». Se distinguen cuatro etapas: a) la «entrada en la corriente» es la que corresponde al monje despojado de los errores y las dudas, que ya no renacerá más que siete veces sobre la tierra; b) el «retorno único», etapa correspondiente a quien ha reducido la pasión, el odio y la estupidez, que ya sólo conocerá otra reencarnación; c) el «sin retorno», en el que el monje se ha liberado definitiva y completamente de los errores, dudas y deseos; renacerá con cuerpo de dios y obtendrá seguidamente la liberación; d) el «merecedor» (arhat), purgado de todas las impurezas y pasiones, dotado de saberes sobrenaturales y de poderes maravillosos (siddhi), alcanzará el nirvana ya desde el término de su vida.

TÉCNICAS DE MEDITACIÓN Y SU ILUMINACIÓN POR LA «SABIDURÍA»

Sería ingenuo creer que es posible «entender» estos ejercicios yóguicos, ni siquiera multiplicando las citas de los textos originales y elaborando el correspondiente comentario. Únicamente la práctica, bajo la dirección de un maestro, es capaz de revelar su estructura y su función. Ello era cierto ya en la época de las Upanishads y lo es también en nuestros días.

Retengamos, sin embargo, ciertos puntos esenciales.
1) Ante todo, estos ejercicios yóguicos están guiados por la «sabiduría» (prajna), es decir, por una perfecta comprensión de los estados psíquicos y parapsíquicos experimentados por el bhikkhu. El esfuerzo por «tomar conciencia» de las actividades psicológicas más sencillas (respiración, marcha, movimiento de los brazos, etc.) se prolonga en los ejercicios que revelan al yogui unos «estados» inaccesibles a la conciencia profana.

2) AI hacerse «inteligibles», las experiencias yóguicas terminan por transmutar la conciencia normal. Por otra parte, el monje se libera de los errores ligados a la estructura misma de una conciencia no iluminada (por ejemplo, creer en la realidad de la «persona» o en la unidad de la materia, etc.); por otra parte, gracias a sus experiencias supranormales, alcanza un nivel de clarividencia que está por encima de todo sistema nocional; esta clarividencia se resiste a toda formulación verbal.

3) AI progresar en la práctica, el monje encuentra nuevas confirmaciones de la doctrina, especialmente la evidencia de un «absoluto», de algo «no construido» que trasciende todas las modalidades accesibles a una conciencia no iluminada, la realidad evidente de lo
«inmortal» (o nirvana), de que nada puede decirse sino que existe. Un doctor tardío resume muy acertadamente el origen experimental (es decir, yóguico) de la creencia en la realidad del nirvana. «Se afirma en vano que el nirvana no existe por el hecho de que no es objeto de conocimiento. Sin duda el nirvana no es conocido directamente a la manera que son conocidos el color, la sensación, etc., ni es conocido indirectamente a través de su actividad, a la manera en que son conocidos los órganos de los sentidos. Pero su naturaleza y su actividad … son objeto de conocimiento … El yogui que entra en recogimiento conoce el nirvana, su naturaleza, su actividad. Cuando sale de la contemplación, exclama: “Oh el nirvana, destrucción, calma, excelente evasivo”. Los ciegos, por el hecho de que no ven ni el azul ni el amarillo, no tienen derecho a decir que los videntes no ven los colores y que los colores no existen.»

La aportación más genial de Buda consistió probablemente en la articulación de un método de meditación en el que logró integrar las prácticas ascéticas y las técnicas yóguicas en unos procesos específicos de conocimiento profundo. Así lo confirma el hecho de que Buda atribuyera igual valor a la ascesis-meditación de tipo yóguico que al conocimiento profundo de la doctrina. Pero, tal como era de esperar, las dos vías, que por lo demás corresponden a dos tendencias divergentes del espíritu, sólo en raras ocasiones han sido dominadas a la vez por la misma persona. Ya desde muy pronto, los textos canónicos trataron de armonizarlas. «Los monjes que se consagran a la meditación yóguica (los jhain) critican a los que prefieren la doctrina (los dhammayoga), y a la inversa. Deben, por el contrario, estimarse unos a otros. Raros son, en efecto, los hombres que pasan su tiempo tocando con su cuerpo (es decir, “realizando experimentalmente”) el elemento inmortal (o nirvana) Raros son también los que contemplan la profunda realidad y la penetran mediante la prajna (inteligencia).»

Todas las verdades reveladas por Buda debían ser «realizadas» a la manera yóguica, es decir, meditadas y «experimentadas». De ahí que Ananda, el discípulo favorito del Maestro, sin rival en cuanto al conocimiento de la doctrina, fuera excluido del Concilio ; en efecto, no era arhat, lo que significa que no poseía una «experiencia yóguica perfecta». Un célebre texto pone frente a frente a Musila y Narada, cada uno de los cuales representaba un cierto grado de la perfección búdica. Los dos poseían el mismo saber, pero Narada no se consideraba arhat, pues no había realizado experimentalmente el «contacto con el nirvana». Esta dicotomía se ha mantenido y hasta acentuado a lo largo de toda la historia del budismo. Algunos doctores han afirmado incluso que la «sabiduría» (prajna) es capaz de asegurar por sí sola el nirvana, sin necesidad de recurrir a las experiendas yóguicas. En esta apología del «santo seco», del liberado en virtud de la prajna, se adivina una tendencia «antimística», una resistencia de los «metafísicos» ante los excesos yóguicos.

Hemos de añadir que el camino hacia el nirvana —al igual que en el Yoga clásico, el que conduce hacia el samadhi— lleva también a la posesión de los «poderes milagrosos» (siddhi; pali, iddhi). Pero ello planteaba a Buda, lo mismo que más tarde a Patañjali, un nuevo problema. En efecto, por una parte es inevitable la adquisición de los poderes milagrosos en el curso de la práctica, a la vez que, por ello mismo, constituyen indicios seguros de los progresos espirituales realizados por el monje: son la prueba de que éste se halla a punto de «descondicionarse», de que ha suspendido las leyes de la naturaleza en cuyos engranajes estaba preso. Pero, por otra parte, los «poderes» resultan doblemente peligrosos, ya que tientan al bhihkhu con un vano «dominio mágico del mundo» y entrañan además el riesgo de crear confusiones entre los profanos.

Los «poderes maravillosos» forman parte de las cinco clases de «ciencias elevadas» (abhijna), que son: a) siddhi, b) el ojo divino, c) el oído divino, d) el conocimiento del pensamiento ajeno, y e) el recuerdo de las existencias anteriores. Ninguno de estos cinco abhijna difiere de los «poderes» que pueden ser obtenidos por los yoguis no budistas. En cierto pasaje afirma el Buda que el bhikkhu, mientras medita, es capaz de multiplicarse, hacerse invisible, atravesar la tierra sólida, caminar sobre el agua, volar por el cielo o escuchar los sonidos celestes, conocer los pensamientos de los demás, rememorar sus existencias anteriores. Pero no se olvida de añadir que la posesión de estos «poderes» podría apartar al monje de su verdadero fin, el nirvana. Por otra parte, la acumulación de tales «poderes» de nada serviría para propagar la salvación, ya que otros yoguis y extáticos podían realizar los mismos milagros, y lo que es más, los profanos podrían creer que se trataba simplemente de magia. De ahí que el Buda prohibiera estrictamente las demostraciones de «poderes milagrosos» en presencia de los laicos.

LA PARADOJA DE LO INCONDICIONADO

Si tenemos en cuenta la transmutación de la conciencia profana obtenida por el bhikkhu, así como las extravagantes experiencias yóguicas y parapsicológicas que lleva a cabo, se entenderán la perplejidad, las dudas y hasta las contradicciones de los textos canónieos en lo referente a la «naturaleza» del nirvana y la «situación» del liberado. Se ha discutido mucho para saber si la condición del «nirvanado» equivale a una extinción total o a una beatitud más allá de la existencia que nadie podría expresar. Buda comparó la entrada en eílnirvana con la extinción de una llama. Pero se ha observado que, para el pensamiento indio, la extinción del fuego no significaba su aniquilamiento, sino la regresión a un estado virtual. Por otra parte, si el nirvana es lo incondicionado por excelencia, el Absoluto, trascenderá no sólo las estructuras cósmicas, sino también las categorías del conocimiento. En este caso podrá decirse que el ser que ha penetrado en el nirvana ya no existe (si entendemos la existencia como un modo de ser en el mundo), pero puede afirmarse también que «existe» en el nirvana, en lo incondicionado, en un modo de ser, por tanto, que no cabe ni imaginar.

Con razón dejó Buda abierta esta cuestión. En efecto, sólo quienes se han adentrado en el camino, quienes han realizado al menos algunas experiencias yóguicas y las han iluminado oportunamente con la prajna se dan cuenta de que, con la transmutación de la conciencia, quedan abolidas las construcciones verbales y las estructuras del pensamiento. Se desemboca entonces en un plano paradójico, y aparentemente contradictorio, en el que el ser coincide con el no ser; se puede afirmar, en consecuencia, a la vez que el «yo» existe o que no existe, que la liberación supone a la vez extinción y tiempo de beatitud. En cierto sentido, y a pesar de las diferencias entre el Samkhya Yoga y el budismo, podemos comparar al ser que ha penetrado en el nirvana con el jivanmukta, el «liberado en vida».

Pero es importante subrayar que la equivalencia entre nirvana y trascendencia absoluta del cosmos, es decir, su aniquilamiento, se ilustra también mediante numerosos símbolos e imágenes. Ya hemos aludido al simbolismo cosmológico y temporal de los «siete pasos del Buda». A esto hemos de añadir la parábola del «huevo roto», que Buda utilizó para proclamar que había roto la rueda de las existencias (samsara); dicho de otro modo: que había trascendido el cosmos y el tiempo cíclico a la vez. No menos espectaculares son las imágenes de la «destrucción de la casa» por el Buda y del «techo roto» por el arhat, imágenes que traducen la aniquilación de todo mundo condicionado. Si recordamos la importancia de la homología cosmos-casa-cuerpo humano en el pensamiento indio (y en general en todo pensamiento tradicional y arcaico), entenderemos mejor la novedad revolucionaria del objetivo propuesto por Buda. Al ideal arcaico de «instalarse en una morada estable» (es decir, de asumir una determinada situación existencial en un cosmos perfecto), Buda opone el ideal sustentado por una minoría espiritual de sus contemporáneos: la aniquilación del mundo y la trascendencia de toda «situación» condicionada.

Pero Buda nunca pretendió predicar una doctrina «original». Repite en muchas ocasiones que se limita a seguir «la senda antigua», la doctrina atemporal (akaliko) compartida por los «santos» y los «despiertos perfectos» de los tiempos antiguos. Era otra manera de subrayar la verdad «eterna» y la universalidad de su mensaje.