jueves, 30 de abril de 2015

Confucio


Confucio

Conocido como el Señor de la Gran Sabiduría, Confucio fue un hombre coherente con sus principios y enseñanzas y, aunque no se le puede considerar un maestro espiritual de la talla de Buda o Jesús, ni un filósofo místico de la de Lao-Tsé o un matemático, filósofo e iniciado como Pitágoras, el pensamiento de este personaje ejerce una influencia extraordinaria en su país a lo largo de siglos. En su memoria se han elevado innumerables templos y santuarios y sus escritos han sido acogidos y celebrados por millones de personas. Fue distinguido con el título de duque por la dinastía Han y con el de príncipe por la dinastía Tang. Cuando murió, el duque de Ngai pronunció la siguiente oración fúnebre en su memoria: «El cielo no me ha dejado al venerable hombre. No queda nadie que me pueda ayudar. ¡Ay de mí! ¡Qué desgracia la mía! ¡Oh, venerable Ni!»

La vida

La venida al mundo de Kung-Fu-Tsu

Fueron los jesuítas los que latinizaron el nombre de KungFu-Tsu y lo convirtieron en Confucio. Era descendiente de los reyes Chang y nació en Tseu, aldea del principado de Lu, en el distrito de Shangtung, en el noreste de China, allá por el día del «segundo ratón» del décimo mes del año veintiuno, bajo el ducado del duque Hsiang de Lu; o sea, el 27 de agosto del año 551 a. de C. Fue contemporáneo de Buda, Mahavira, Nabucodonosor, Pitágoras y su compatriota Lao-Tsé. Lu era un pequeño principado fundado por el duque de Cheu, donde destacaba la montaña sagrada de Tai Shan, cubierta de frondosos bosques. El padre de Confucio era Shu Liang-ho, hijo de Po-hia y nieto de Kong Fan-chu, gobernador de Seu.

Shu Liang-ho se desposó por segunda vez con más de setenta años con un hermosa joven de quince llamada Cheng-tsai, que se casó con el anciano por deseo de su padre. Quedó encinta y dio a luz un hermoso niño, al que le dieron el nombre de Kung- I Fu-Tsu. El bebé creció en el seno de una familia muy noble pero venida a menos en el transcurso de tiempos azarosos.

Educación y formación

Confució perdió a su padre cuando sólo tenía tres años. Desde corta edad se mostró inclinado hacia la práctica ritual, pero en lo demás era un niño completamente común. La madre sólo tenía dieciocho años cuando enviudó y le tocó encargarse activamente del cuidado y educación de su hijo. Como sólo contaba con la paga que recibían las viudas de los funcionarios, sus medios eran muy escasos y por ello el niño tuvo que ayudar en diversos trabajos manuales a la madre para que la familia pudiera obtener algunos medios extra.

Confucio era un niño alegre y juguetón, atento y vivo, que se emocionaba cuando tenía ocasión de contemplar los objetos del culto. Tenía siete años cuando fue enviado a la escuela, en la que impartía instrucción Yen Ping-chung, y dio enseguida pruebas de una extraordinaria capacidad mental y de una óptima disponibilidad para profundizar en las diferentes ramas del saber: etiqueta, prácticas ceremoniales, aritmética, música y otras.

Confucio habría de decir de sí mismo mucho más adelante: «A los quince años estudiaba; a los treinta estaba completamente formado; a los cuarenta ya no dudaba; a los sesenta comprendía lo que oía y a los setenta, siguiendo las inclinaciones de mi corazón, no transgredía las reglas.»

Probablemente el muchacho también se adiestró en la danza y la caligrafía, así como en el tiro al arco. En esa época se dedicaba especial atención a la observancia de las tres virtudes cardinales: fidelidad al príncipe, al maestro y al padre.

Cuando Confucio acabó sus estudios, fue distinguido, como era habitual, con el birrete viril, y con esa ocasión se celebraba una pomposa ceremonia a la que asistían los familiares y amigos. El que así iba a ser distinguido se dejaba crecer la trenza y antes de la «coronación» se escuchaba en el oficio público: «En este excelente día, en este fausto día, se pone el birrete en vuestra cabeza. Que sean desterrados vuestros sentimientos de niño; actuad conforme a vuestra virtud de hombre formado; que vuestra vejez sea feliz; que sea acrecentada vuestra resplandeciente felicidad.»

Era una ceremonia muy emocionante, como tantas otras chinas, y que representaba el paso de niño a adulto. Tras la imposición del birrete se procedía a poner el sobrenombre de adulto, que en el caso de Confucio fue «Ni, el segundón», para así diferenciarlo de su hermanastro, que era «Ni, el primogénito». Antes de recibir el sobrenombre, escuchó las palabras que eran de rigor: «Los ritos y las ceremonias han finalizado. En este favorable mes, en este fausto día, yo proclamo vuestro sobrenombre. El sobrenombre es perfectamente favorable; a un patricio que lleva su moño es un nombre que le conviene; os conviene a vos, que habéis alcanzado la edad de hombre; recibidlo y conservadlo para siempre.» Y así quedaban atrás los juegos y diversiones infantiles. Era públicamente reconocido como un adulto y, por tanto, adquiría un alto grado de responsabilidad y tenía que ser maduro.

Entre otras de sus habilidades, Confucio era tan magnífico intérprete de laúd que su propio maestro se inclinó ante él en señal de reverencia. Parece ser que aprendió a tocar el laúd en el Chow oriental, que estaba ubicado en la provincia de Honan, donde acudió Confucio a visitar el templo que se había alzado en honor del ministro de Agricultura durante la época Shun. Allí tuvo ocasión de contemplar una estatua de bronce precintada por tres sellos y que dejaba leer las siguientes palabras: «No hables mucho; muchas palabras, muchas tonterías.» «Nunca digas que esto o aquello es malo. La desgracia puede mucho.» «Que todos se prevengan a tiempo, porque la previsión es la fuente de la felicidad. La despreocupación es, en cambio, la puerta de las calamidades.» «El violento no puede morir en paz.» «Los ambiciosos encuentran a veces rivales dignos de su ambición.»

A Confucio le encantaron aquellas instrucciones y tomó buena cuenta de ellas a lo largo de toda su vida, pues en cierto modo es como si aquellas palabras hubieran surgido de su mente joven. Al leerlas sonrió y les dio toda su aprobación.

De intendente a maestro

Confucio se casó con sólo diecinueve años de edad con una agradable joven de la familia de Chien-kuan del principado de Soné. Los jóvenes se querían mucho y se sentían felices, sobre todo al tener un varón, al que se dio el nombre de Li, que significa «carpa». ¿Por qué este nombre? Porque el cumplido y siempre agradecido Confucio había recibido una carpa del duque de Chu para festejar su paternidad. Al poco de ser padre, Confucio fue nombrado intendente de los graneros públicos, cargo que, aunque modesto, le procuraba unos medios imprescindibles, pues el matrimonio no vivía nada holgado. Posteriormente fue nombrado vigilante de los postes que servían para atar los carneros y bueyes que se sacrificaban. Como era un hombre de mentalidad escueta y práctica, sabía acomodarse a las circunstancias, y entonces dijo: «Yo cuido de que mis rentas sean exactas; eso es todo. Cuido de que los bueyes y los carneros estén gordos y vigorosos y crezcan. Sería una tontería hablar de cosas elevadas en una situación humilde.»

Siempre trataba de hacer su tarea con precisión y sentido de la responsabilidad. Pero cuando realmente puso su corazón en el trabajo fue al tener ocasión tiempo después, en el año 530 a. de C, de ejercer como maestro, que era la ilusión de su vida. A su escuela podían acudir toda clase de alumnos y no exigía un pago fijo, sino que cada uno diera lo que podía según sus posibilidades económicas. Pedía a sus alumnos disciplina y esfuerzo para desarrollar sus potenciales mentales. Decía: «Yo no puedo hacer comprender a aquel que no se esfuerza con todo su corazón en comprender. Yo no puedo enseñar a hablar a aquel que no se esfuerza en hablar. Si yo he descubierto un rincón del problema y él no vislumbra los otros tres, renunció a enseñarle.»

Confucio siempre valoró la disciplina, el esfuerzo y la responsabilidad. No se negaba a instruir a nadie, aunque, como decía, sólo le entregaran diez rebanadas de carne seca. La suya era una escuela de lo más normal, que seguía la enseñanza oficial. Se limitaba, como él dijo, a transmitir sin innovar. Con veintidós años que tenía, se tomaba muy en serio la enseñanza e impartía reglas para el ceremonial: poesía, caligrafía, música, historia y otras materias. Fue una época feliz de su vida, sin altibajos, debido a sus alumnos. Pero en el año 528 muere su madre, lo que le afectó mucho. Recuperó los restos de su padre y los inhumó junto a los de su madre en el monte Fang. Al lugar se le conoce como La Floresta de los Padres del Sabio. Confucio, como era de rigor, observó el luto a lo largo de veintisiete meses. Sólo después comenzó de nuevo a tocar el laúd. La muerte de su madre fue el anuncio de tiempos difíciles.



Con el dragón cara a cara

Durante el tiempo que duró el luto, Confucio suspendió las actividades en la escuela y se dedicó a la meditación y al estudio de los clásicos. De los movimientos de Confucio en los años siguientes no hay suficiente información fiable, si bien parece que peregrinó incansablemente de un lado para otro, de corte en corte, a la búsqueda de algún señor feudal que contratase sus servicios. Eran tiempos difíciles y los señores feudales, ávidos de poder, no dejaban de guerrear unos contra otros. Pero un golpe de fortuna lo esperaba: un ministro llamado Mong Hi, jefe de uno de los tres clanes existentes en el país, antes de morir tomó consciencia de su desconocimiento de los ritos y de la ignorancia general que había sobre el tema. Entonces Llamó a su hijo Mong Y y le dijo: «Hijo mío, el conocimiento de los ritos es el fundamento de una persona y sin el mismo ésta no puede mantenerse firme. Existe un hombre que los conoce perfectamente y que se llama Confucio. Tras mi muerte debes acudir a estudiar con él.»

Una vez falleció el ministro, el hijo cumplió la última voluntad de su padre, fue a visitar a Confucio y le pidió que le aceptase como discípulo. Con Mong Y y un amigo de éste, Confucio partió para Lo Yang, capital del imperio de los Chpo, célebre por sus lugares de culto. En un carruaje, llenos de felicidad, atravesaron las colinas de Shantung y la llanura de Honan bordeando las orillas del río Amarillo. Confucio por tanto se trasladó de Lu a Lo Yang.

Se ha dicho que fue en Lo Yang donde Confucio se entrevisto con Lao-Tse, quien entonces era archivero e historiógrafo de la ciudad. Según una de las abundantes versiones de este encuentro, Confucio pidió entrevistarse con Lao-Tsé; éste se negó, pero dada la insistencia del joven finalmente el huraño filósofo cedió. Cuando Confucio iba a exponerle sus puntos de vista, Lao Tsé le interrumpió para decirle: 


-Tan sólo quiero conocer los principios básicos.

Confucio le dijo:
-Son la justicia y la humanidad.

Lao-Tsé le miró con escepticismo y replicó:
-¿La justicia y la humanidad acaso se encuentran en la naturaleza humana?

-Sin duda —aseveró Confucio—. ¡Ellas son la naturaleza misma del verdadero hombre!
-Me es dado preguntarte qué entiendes por justicia y humanidad.

Confucio repuso sin vacilar:
-Amar a todos los seres con un amor desinteresado y encontrar goce en todas las cosas, eso es humanidad y justicia.

Lao-Tsé se dirigió con mirada fija y escrutadora a Confucio, que le devolvió la mirada y sólo pudo ver la expresión de un rostro impenetrable. 

El conocido como viejo-niño dijo:

—No comprendo tu punto de vista. Ese amor universal del que me hablas, ¿no es acaso una perversión de los sentimientos naturales, no es una intromisión, no es acaso interesarse diciéndose desinteresado? Mira el cielo, el Sol, la Luna, las plantas y los animales de la naturaleza; ellos no tienen necesidad de que nadie se interese por ellos, los ame y ordene. Buscar la humanidad y la justicia es como perseguir a golpes de tambor a un fugitivo que se nos escapa. El cisne para ser blanco no necesita lavarse cada mañana; ni el cuervo necesita teñir sus plumas para ser negro. Los peces fuera del agua se asfixian, con o sin ayuda de nadie; lo que ellos necesitan es la profundidad del río, su libertad y sus sombras.

Aquí quedaba contrastada la diferencia de caracteres, enseñanzas y modos de ver la vida entre Lao-Tsé y Confucio. Lao Tsé había expuesto en pocas palabras su doctrina de la no acción, pero no sabemos si Confucio llegó a entenderla. Confucio se quedó perplejo y cuando ya se hubo ido Lao-Tsé pudo reaccionar y dijo:

—Sé que el pájaro vuela, que el pez nada, que las bestias andan; pero a las bestias se las puede coger por el freno, a los peces con el sedal, a los pájaros con la flecha. En cuanto al dragón no sé nada, salvo que es elevado al cielo por las nubes y el viento. Hoy he visto a Lao-Tsé. Es como un dragón.

Nunca se sabrá si realmente se produjo este encuentro o si forma parte de la leyenda. Meses después Confucio regresó a Lu, donde reanudó con gran éxito la enseñanza y llegó a contar con miles de alumnos. Él seguía, como siempre, siendo un amante del perfecto orden moral alababa la justicia respetaba la ley y honraba a las grandes personalidades del pasado. Era un hombre siempre leal consigo mismo y una vez más lo volvió a demostrar cuando a finales del 516 a. de C, aproximadamente, decide exiliarse porque el príncipe de Lu era vejado y sus ideas rechazadas. Pero los hombres justos y fieles ganan tantos amigos como enemigos, aunque ello parezca incomprensible. Son muchos los que no gustan de los incorruptibles e imposibles de manipular. Por ello, aunque muchos admiraban al conocido como Señor de la Gran Sabiduría, Confucio no lograba que nadie adquiriese sus servicios. Entonces el duque de King quiso obsequiarle con valiosas tierras, pero Confucio se negó por no creerse merecedor de las mismas.

La vida de Confucio vuelve a velarse durante varios años. Se sabe muy poco de los años que van desde el 514 al 501. Permaneció mucho tiempo en el anonimato, seguramente continuando con el estudio de los clásicos y la práctica de la meditación; también debió de detentar algunos cargos públicos con desigual fortuna, y de nuevo tuvo que exilarse y realizar largas peregrinaciones, ya que la ambición desmesurada de los clanes oligárquicos (mal endógeno de la China de aquel entonces) tenía su desaprobación.

Venturas y desventuras

La verdad es que la vida de Confucio fue bastante agitada. Se exilió varias veces, emprendió largos peregrinajes, fue ensalzado y humillado, detentó importantes cargos y durante algunos periodos nadie quiso tomar sus servicios; en suma, las venturas y desventuras se sucedían y no sería de otro modo a partir de sus cincuenta años en el 501 a. de C. Entonces fue nombrado gobernador de Chng-tu y ésta fue una ocasión de oro para demostrar de cuánta utilidad podía ser para su pueblo, la enorme capacidad de sacrificio que poseía y cuan infranqueable era su honestidad. Elaboró leyes importantes, como que los hijos debían sustentar a sus padres hasta la muerte y realizar exequias cuando ésta se producía; los comerciantes debían abstenerse de explotar a sus clientes; los robustos y los débiles no soportarían los mismos pesos; los ancianos y los jóvenes debían ser alimentados de distinto modo; nadie debería apoderarse de lo que no fuera suyo, ni siquiera de los objetos que se pudiesen encontrar en plena calle. Su gobierno duró un año y resultó excelente. Tanto es así que el duque Ting le preguntó si esa forma de administración podría aplicarse a todo el país, a lo que Confucio afirmó positivamente. Y entonces fue nombrado intendente de Obras Públicas y más adelante ministro de Justicia.

Siempre desarrolló esos cargos con inteligencia y equidad. Gracias a él la agricultura experimentó un gran auge, porque enseñó a los agricultores lo que debían sembrar de acuerdo a las diferencias de tierras y regiones. Siempre supo mantener su equilibrio y gozar de un tacto adecuado, y nunca se dejó abatir por las circunstancias. Era un buen diplomático y no se dejaba influir ni desestabilizar. Así pues, sus éxitos políticos fueron notables, de forma que obtuvo mucho prestigio en la corte y sus servicios fueron altamente estimados; sin embargo, al comprobar que ministros y el mismo duque llevaban una vida negligente, indisciplinada y disipada, en el año 497 decidió abandonar Lu en compañía de sus discípulos. No era un político transigente a costa de los principios de su propia ética, todo lo contrario. Y cuando sus discípulos se afligieron, les dijo: «¿Por qué os afligís de que vuestro maestro haya perdido su cargo? Hace ya mucho tiempo que el mundo se ha salido de su eje. El cielo se sirve de vuestro maestro como una campana del badajo para advertir al pueblo.»

Los años siguientes no fueron fáciles para Confucio. Fue de aquí para allá. Nadie quería tomarle a su servicio. Era un legista implacable, y eso asustaba a la mayoría. Un político decente era un peligro para muchos y un hombre honesto aún más. Al regresar después de algunos años a Wei, se dedicó a la enseñanza de las Seis Artes: el Libro de los cambios, el Libro de las odas, los Cánones de la historia, el Libro de los ritos, Anales de la primavera y del otoño, y el Libro de los principios musicales.

Su incesante peregrinar continuó y pocos meses después partió hacia otras regiones del país, como un peregrino errante, año tras año, de región en región, de estado en estado. Era un hombre digno, sabio y honrado: justo lo que nadie parecía necesitar, y menos querer. No se dudaba de su calidad de vida moral ni de sus buenos sentimientos y era muy reputado por ello... Eran motivos para ser alabado, pero no contratado. Era demasiado rígido y virtuoso y abogaba por el retorno a las antiguas costumbres.

Cuando llega a los sesenta años, ya cansado, aunque sin perder la ecuanimidad, de regreso de nuevo a Wei, le ofrecen un cargo, pero entonces, quizá ya más místico que legista, o quizá demasiado decepcionado de gobernantes y políticos, lo rehusa. Durante los seis años siguientes se mantiene en un total anonimato. Aunque había sido un hombre corpulento y con mucho autocontrol, las venturas y desventuradas de su vida debían de haber hecho mella en su salud, a pesar de que siempre aparentaba estar sosegado y ecuánime. Esos años de hermetismo debió de dedicarlos al cuidado de su espíritu, tal vez bastante frustrado por no haber podido llevar a cabo sus sueños de idealista, pues Confucio deseaba un gobierno justo para todo el mundo, en el que gobernantes y políticos se mostrasen éticos y desinteresados, libres de mezquinas ambiciones. En una ocasión, Yen Yuan le preguntó:

—¿Qué se entiende por la perfecta virtud?

Y Confucio repuso:

—Consiste en el olvido de sí mismo y en la solemne observancia de las reglas de la etiqueta, todo el mundo diría de él que es un vivo ejemplo de virtud perfecta. Ésta es una cosa que está en nosotros mismos.

Y al preguntarle por los medios para alcanzarla, dijo:
 

—Que nadie pida con insistencia nada, porque ello es contrario a las reglas de la etiqueta. No saber oír también lo es. No hablar y estar quieto es también contrario a la etiqueta.

Nunca se pudo apartar de las formas, pero siempre abogó por la justicia verdadera y la paz, y dijo: «Un mal gobierno es más de temer que un tigre.» Era un reformador mas que un maestro espiritual de altura, pero sus instrucciones invitaban a la nobleza, el equilibrio y el autocontrol. Él mismo decía: «No oso pretender la santidad y la perfección humanas. Todo lo que podrá decirse de mí es que cultivo la virtud sin descanso y que enseño sin desanimarme jamás.» Invitaba al autodominio, al continuo mejoramiento humano y a una actitud estoica. Sus preocupaciones eran, según confesaba: «No aplicarme en realizar la virtud; no explicar claramente lo que estudio; no cumplir lo que comprendo que es mi deber; no corregirme de mis defectos.»

En la cuarta Luna

Cuando Confucio cumple setenta y tres años de edad, en el año 499 a. de C, ve que su vida ha estado cuajada de honores y menosprecios, situaciones afortunadas y desafortunadas, pero siempre ha tratado de comportarse de acuerdo con sus ideas, en el prestigio y el desprestigio, en el poder y el exilio, en la grandeza y la miseria. Ha sido igual entre aristócratas que plebeyos, niños que ancianos, acaudalados que miserables. Ha tratado de mantener la firmeza de mente y el equilibrio de ánimo ante unas circunstancias y otras, afincado en sus ideales, inconmovible en sus actitudes.

Una mañana apacible, frente a la puerta de su casa, se puso a entonar una cancioncilla:
 

«He aquí que el Tai Chan se derrumba;
que el gran árbol va a ser destruido.
¡Y el sabio se va como una planta marchita!»

Tan vital y animoso estaba que nadie hubiera dicho que le quedaba una semana de vida. No parece preocuparle la muerte, ahora que ya no le preocupa la vida. Se había empeñado siempre en ser un hombre leal a los demás y fiel a sí mismo. Y las palabras entonadas por el maestro llegaron a oídos de su amante y discípulo Tse-Kong, que acudió a visitarle y le preguntó:

—¿Sucede algo, maestro?
—¡Oh Tse! ;Por qué llegas tan tarde?

Entonces Confucio guardó silencio durante unos minutos y luego relató a su discípulo su último sueño:

-Bajo los Hia se deposita el ataúd en lo alto de la escalera del este; bajo los Cheu, en lo alto de la escalera del oeste; bajo los Yin, entre las dos columnas. La noche última he soñado que estaba sentado entre las dos columnas, delante de las ofrendas que se hacen a un muerto. Sin duda, es porque desciendo de los Yin.

Tras narrarle el sueño a su discípulo, volvió a guardar silencio. Después se retiró a su habitación a meditar. Una semana después, el día de Ki-cheu, el undécimo del mes cuarto del decimosexto año del reinado del duque de Nagai, murió en la cuarta Luna. El desconsuelo de los discípulos fue enorme.

El cadáver de Confucio fue enterrado en el actual estado de Vchou-Fou, al sur del río Ize, considerado desde entonces lugar sagrado. Sus discípulos observaron el luto a lo largo de tres años. Y antes de partir hacia sus respectivos hogares, colocaron sus capas, laúdes y sombreros sobre la tumba del amado maestro. Ellos le consideraban el maestro más digno, que les había insistido en la vuelta a los orígenes, el orden social, la virtud (que es lo que hace al hombre, no su nacimiento), que es la que otorga dignidad a la persona y la armoniza con el cosmos y con las otras criaturas, la autodisciplina y la diligencia, la corrección y la fidelidad a los propios principios; el maestro que había ejemplificado sus enseñanzas con su propia rectitud y corrección y que anhelaba, para sí mismo y para los demás, la suprema excelencia.

Fue Confucio quien dijo: «El sabio no se aflige por el hecho de que los hombres no le conozcan; se aflige por no conocer a los hombres.» Nunca hubiera podido sospechar hasta qué punto decenas de millones y millones de personas le conocerían y le recordarían.

La enseñanza

Confucio no era un guía espiritual en el sentido habitual, ni sabía de éxtasis ni de estados superiores de la consciencia, ni le devoraba el anhelo de la Divinidad, ni pretendía que sus discípulos modificasen su vida anímica persiguiendo el conocimiento más elevado y la aprehensión de la última y liberadora realidad. Era un hombre concreto y práctico, esforzado en mantener el equilibrio sin mentalidad mágica ni especialmente filosófica, demasiado apegado a sus puntos de vista pero, a la vez siempre respetuoso con los de los demás y nunca obcecado. No se extraviaba en cuestiones metafísicas ni era un investigador de las ataduras de la mente humana y cómo liberarlas. El mismo reconocía que no pretendía la santidad ni la perfección, pero sí se empeñaba sin tregua en el cultivo de la virtud. Sabía que el ser humano es mejorable, y empezaba por mejorarse a sí mismo. Éstas son palabras suyas:

«Para amar la ciencia, es preciso estar próximo a la sabiduría. Para practicar el bien apasionadamente es necesario estar próximo a la benevolencia. Para tener sentimiento de la dignidad es necesario estar próximo al valor. Cuando se conocen estas tres cosas ya sabemos cómo nos tenemos que conducir en la vida. Conociendo la manera de conducirse a sí mismo, ya se conoce la manera de conducir a los hombres, se sabe dirigir y gobernar el Imperio, el Estado y la familia. Ahora bien, si un hombre ama la ciencia, el saber que adquiere puede aumentar día a día si se repite a sí mismo: “Para amar la ciencia es preciso estar próximo a la sabiduría.” Esforzándose por ser bueno, la inteligencia le impulsará cada vez más hacia las buenas acciones, hasta hacerle pensar: “Para practicar el bien apasionadamente es necesario estar próximo a la benevolencia.” Deseando enmendarse de sus yerros es cuando debe pensar: “Para tener el sentimiento de la dignidad es necesario estar próximo al valor.” Lo que hay de bueno en la vida del hombre es que puede mejorarse a sí mismo, para lo cual es necesario que sepa las tres cuestiones anteriores.»

Confucio no era un místico, aunque algo de místico sí tenía; no era un asceta, aunque sabía ser austero llegado el caso. No le gustaban los extremos y valoraba la sinceridad y la verdad, asegurando que así podía vencerse la corriente. A sus discípulos les recordaba un proverbio «Que vuestras palabras sean sinceras y verdaderas y que vuestras acciones sean honrosas y respetables.» Y les apostillaba: «Ésta es la conducta que deben seguir hasta los bárbaros y salvajes. Si vuestras palabras o vuestras acciones no poseyesen tales virtudes, ¿con qué derecho podríais aspirar al respeto ajeno?»

Su mentalidad era la típica de un chino cultivado de su época, muy amante de la ética y del justo medio, preciso en las palabras, contenido en los actos, aunque a veces quebraba su severidad o solemnidad con un carácter distendido y cordial. Era asimismo un idealista, empeñado en un gobierno justo para todo el mundo. No obstante, y por lo que sabemos, se nos presenta a veces como un hombre demasiado «encorsetado» y riguroso, con una desorbitada tendencia hacia la etiqueta.

La enseñanza o doctrina de Confucio es eminentemente práctica, demasiado tradicionalista y se esfuerza por revivir el pensamiento clásico. La suya no es una instrucción soteriológica, es decir, liberadora ni espiritualista y, sin embargo, sus enseñanzas han tenido durante siglos un eco extraordinario en China, y sus obras han sido muy leídas en los diferentes idiomas. No se preocupaba por las cuestiones metafísicas, aunque no es que no creyese en Dios, en la supervivencia e incluso en las artes adivinatorias. Él mismo se rendía ante lo incognoscible de tales aspectos y declaraba: «Puesto que no comprendéis la vida, ¿cómo podréis comprender la muerte?» O bien: «Si no lográis servir al hombre , ¿cómo podréis servir a los espíritus?» Por tanto, no se perdía en abstracciones metafísicas y predicaba sobre aquello que era tangible, afanándose por reinstaurar los viejos ritos y activar las costumbres tradicionales. Ha sido tildado de incorregible legista y de moralista, y su doctrina se basa en la educación, la corrección, la honradez, la sinceridad y la templanza. Tenía el convencimiento de que para que el ser humano pudiera obtener bienestar terrenal era necesario contar con dirigentes inteligentes y honestos, cultos y generosos.

Añoraba el pasado, la sociedad rural de antaño y la fructífera relación entre padres e hijos, gobernantes y subditos. Consideraba que en toda sociedad era imprescindible la existencia de un príncipe virtuoso que ofreciese un noble ejemplo a su pueblo y tenía la certeza de que todo ser humano que recibiera una correcta educación era bondadoso por principio y que innatamente la naturaleza del hombre tendía al bien, y así sería en el curso de su vida si la sociedad era justa y estaba gobernada por sabios que propiciaran esos inmanentes impulsos de bondad. Para Confucio había pocos males mayores que el egoísmo, y el monarca adecuado sería aquel que pusiera los medios para combatirlo y fomentara la caridad.

Era un hombre pacífico y fundamentalmente antibelicista, siempre amante de la paz y contrario a la violencia. Alentaba el culto a los antepasados y la piedad filial. Exhortaba a que los hijos honraran a sus padres, les protegieran, respetasen y cuidasen; señalaba que unas relaciones maduras entre padres e hijos redundarían en unas más armónicas entre los subditos y los gobernantes. Su enseñanza tiene como piedra angular una moral patriarcal, así como el adiestramiento en el justo medio y la corrección.

Toda persona debía esforzarse por mantener vivo su sentido ético y hacer equilibradas y felices las relaciones con sus semejantes. En la Gran Enseñanza hay un párrafo muy significativo al respecto: «Cuando los antiguos quisieron establecer las virtudes ilustres a través del Imperio, comenzaron por ordenar debidamente sus Estados. Para arreglar debidamente sus Estados, empezaron por arreglar bien las familias. Para arreglar bien las familias, comenzaron por cultivarse a sí mismos. Deseando cultivarse a sí mismos, rectificaron sus propósitos. Queriendo rectificar sus propósitos, exigiéronse absoluta sinceridad en sus pensamientos. Para ser sinceros, extendieron sus conocimientos el máximo posible. Y esto lo obtuvieron por la investigación de las cosas. Por la investigación de las cosas, su conocimiento se hizo extenso. Siendo este conocimiento extenso, sus pensamientos devinieron sinceros. Siendo sinceros sus pensamientos, sus propósitos se rectificaron. Habiendo rectificado sus propósitos, ellos se cultivaron a sí mismos. Habiéndose cultivado a sí mismos, sus familias se pusieron en orden y sus Estados estuvieron bien gobernados. Siendo sus Estados bien gobernados, el Imperio fue tranquilo y próspero.»

Anhelaba un florecimiento de la consciencia moral entre sus compatriotas, considerando que sin dicha eclosión eran inútiles las esperanzas de un gobierno honesto y eficaz. Había, pues, que esforzarse por alcanzar ese hombre éticamente superior que en potencia todos llevamos dentro, superando los defectos y acentuando las virtudes.

Las que se han venido denominando las «cuatro virtudes cardinales» del confucianismo son:

Bondad: Honestidad, piedad filial, espíritu público, caridad.
Rectitud: Fraternidad, valor, pureza, integridad, lealtad.
Conocimiento: Conocimiento de la vida, del destino, de la naturaleza, del ser humano.
Buena fe: Sinceridad, honradez, sencillez, verdad.


También según el confucionismo hay «cinco relaciones fundamentales»:

Relación de soberano a subdito.
Relación de padre a hijo.
Relación de hermano mayor a hermano menor.
Relación de esposo a esposa.
Relación de amigo a amigo.

Confucio siempre estaba anhelando un mundo mejor, más próspero y sosegado. Por un lado era un hombre muy práctico y por otro un idealista. Valoraba mucho la reflexión e invitaba a ella a sus discípulos. Para él una persona sabia era la que podía mantener la imparcialidad sentir amor hacia todos los seres humanos. Insistía en la educación de la virtud y en su cultivo y desarrollo. El sabio es el que respeta la justicia que merece ser llamada tal. Apreciaba la rectitud y el afecto desinteresado diciendo: «El que en sus empresas busca tan sólo su propio interés provoca desdichas que lesionan los intereses de los otros.»

Insistía en el perfeccionamiento de sí mismo y también en que se tiene que llegar a amar a los demás como a sí mismo. Le obsesionaba aplicarse a lo que él consideraba la virtud y la corrección de sus defectos, y señalaba que para llegar a ser sabio hay que proceder de ese modo. Para él la sabiduría no era, como para los grandes maestros del espíritu, un conocimiento de orden superior que permite captar la última realidad y el sentido de lo existencial, sino comportarse recta y correctamente Por tanto, ponía todo el énfasis en la virtud a diferencia de otros grandes maestros, que también hacen hincapié en la práctica de la meditación y en el desarrollo de la sabiduría liberadora. Para Confucio la virtud era:

«Vencerse a sí mismo, dotar al corazón de la honestidad que recibió de la naturaleza; tal es la virtud perfecta. Si un día llegas a vencerte a ti mismo, a recuperar totalmente la honestidad del corazón, todo el Universo dirá que tu virtud es perfecta. Depende de cada uno ser perfectamente virtuoso.»

Esta virtud entraña también un modo correcto de comportarse y da importancia a la etiqueta, para que los demás no se sientan desengañados o tengan quejas sobre uno. Incluye, desde luego, no hacer a los otros nada que no queramos para nosotros mismos, también ser educado, cortés y diligente. El hombre sabio, para Confucio, estará libre de toda inquietud y temor, lo que se produce cuando no se comete ninguna falta. Confucio da mucha importancia a la voluntad: su desarrollo y correcta aplicación para conocerse y perfeccionarse. Gusta del comedimiento, la mesura, el proceder controlado, la sinceridad no hiriente, la capacidad para compartir lo mejor de uno con los demás y la superación del egoísmo, que es una fuente de males y desigualdades sociales. 



Ramiro A. Calle
Grandes maestros espirituales
 

ediciones martínez roca

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