martes, 17 de febrero de 2015

Gibran Jalil Gibran. 1883-1931. Ensayista, novelista y poeta libanés.

El segundo de cuatro hermanos, vivió con ellos hasta los 11 años, cuando gran parte de su familia emigra a Estados Unidos en busca de nuevas oportunidades para trabajar y vivir. Antes de ese viaje, aprende de otras personas, entre ellas su abuelo materno, del conocimiento del arte y del saber universal, que fueron base para la literatura y la pintura. Ya con el tiempo aprendió y cultivó con devoción el inglés, lengua que haría famosas sus novelas, aunque no olvidó el árabe, que perfeccionó tras su regreso a Líbano en 1898. Durante esa estancia en su país natal, destaca por su habilidad en el dibujo y nace en él la idea de escribir un libro, El Profeta, que con el tiempo sería su obra cumbre.
Su habilidad por el dibujo y la pintura lo llevó a crear obras tan importantes que se exhibieron en varias partes del mundo y llegaron a compararse con trabajos de Auguste Rodin o William Blake.
En 1902, Gibrán regresó a Boston y sin dejar de escribir, inicia su vocación por la pintura, que le llevaría a ser famoso por doquier; y es en París donde hace exponer sus obras y gana el elogio de la crítica. Luego, en la capital francesa, saca su mejor provecho cultural. En 1912 es publicado el libro Las Alas Rotas que había comenzado en 1906. Sus primeros textos los publica en la revista libanesa "Al-Manarah", una publicación fundada por el propio Gibrán, junto a Youssef Howayek. Inicia también en esa época una serie de viajes por Europa que enriquecerán su bagaje cultural.
Gibrán trabaja en la confección de El Profeta, que finalmente logra publicarse en 1923, con éxito total e imágenes de su propia autoría. Antes había publicado El Loco y posteriormente El Precursor. En esa época, malos presentimientos le invaden el alma y desea retornar a su patria. Su salud entonces decae constantemente hasta el final de su vida. Se casó con la mujer de sus sueños y siempre la amó hasta que murió.En 1917 fija su residencia en Nueva York (ciudad en la que falleció en 1931, a los 48 años).
De Wikipedia


El Profeta (1923)

Almustafá, el elegido y bienamado, el que era un amane­cer en su propio día, había esperado doce años en la ciudad de Orfalese la vuelta del barco que debía devolverlo a su isla natal.
A los doce años, en el séptimo día de Yeleol, el mes de las cosechas, subió a la colina, más allá de los muros de la ciudad, y contempló él mar. Y vio su barco llegando con la bruma.
Se abrieron, entonces, de par en par las puertas de su corazón y su alegría voló sobre el océano. Cerró los ojos y oró en los silencios de su alma.
Sin embargo, al descender de la colina, cayó sobre él una profunda tristeza, y pensó así, en su corazón. ¿Cómo podría partir en paz y sin pena? No; no abandonaré esta ciudad sin una herida en el alma.
Largos fueron los días de dolor que pasé entre sus muros y largas fueron las noches de soledad y, ¿quién puede separar­se sin pena de su soledad y su dolor?
Demasiados fragmentos de mi espíritu he esparcido por estas calles y son muchos los hijos de mi anhelo que marchan desnudos entre las colinas. No puedo abandonarlos sin aflic­ción y sin pena.
No es una túnica la que me quito hoy, sino mi propia piel, que desgarro con mis propias manos.
Y no es un pensamiento el que dejo, sino un corazón, endulzado por el hambre y la sed.
Pero, no puedo detenerme más.
El mar, que llama todas las cosas a su seno, me llama y debo embarcarme.
Porque el quedarse, aunque las horas ardan en la noche, es congelarse y cristalizarse y ser ceñido por un molde. Desearía llevar conmigo todo lo de aquí, pero, ¿cómo lo haré?
Una voz no puede llevarse la lengua y los labios que le dieron alas. Sola debe buscar el éter.
Y sola, sin su nido, volará el águila cruzando el sol. Entonces, cuando llegó al pie de la colina, miró al mar otra vez y vio a su barco acercándose al puerto y, sobre la proa, los marineros, los hombres de su propia tierra.
Y su alma los llamó, diciendo:
Hijos de mi anciana madre, jinetes de las mareas; ¡cuántas veces habéis surcado mis sueños! Y ahora llegáis en mi vigilia, que es mi sueño más profundo.
Estoy listo a partir y mis ansias, con las velas desplegadas,, esperan el viento.
Respiraré otra vez más este aire calmo, contemplaré otra vez tan sólo hacia atrás, amorosamente.
Y luego estaré con vosotros, marino entre marinos. Y tú, inmenso mar, madre sin sueño.
Tú que eres la paz y la libertad para el río y el arroyo. Permite un rodeo más a esta corriente, un murmullo más a esta cañada.
Y luego iré hacia ti, como gota sin límites a un océano sin límites.

Y, caminando, vio a lo lejos cómo hombres abandonaban sus campos y sus viñas y se encaminaban apresuradamente hacia las puertas de la ciudad.
Y oyó sus voces llamando su nombre y gritando de lugar a lugar, contándose el uno al otro de la llegada de su barco. Y se dijo a sí mismo:
¿Será el día de la partida el día del encuentro? ¿Y será mi crepúsculo, realmente, mi amanecer?
¿Y, qué daré a aquel que dejó su arado en la mitad del surco, o a aquel que ha detenido la rueda de su lagar?
¿Se convertirá mi corazón en un árbol cargado de frutos
que yo recoja para entregárselos?
¿Fluirán mis deseos como una fuente para llenar sus copas?
¿Será un arpa bajo los dedos del Poderoso o una flauta a través de la cual pase su aliento?
Buscador de silencios soy ¿qué tesoros he hallado en ellos que pueda ofrecer confiadamente?
Si es este mi día de cosecha ¿en qué campos sembré la semilla y en qué estaciones, sin memoria?
Si esta es, en verdad, la hora en que levante mi lámpara, no es mi llama la que arderá en ella.
Oscura y vacía levantaré mi lámpara.
Y el guardián de la noche la llenará de aceite y la encen­derá.
En palabras decía estas cosas. Pero mucho quedaba sin decir en su corazón. Porque él no podía expresar, su más profundo secreto.
Y, cuando entró en la ciudad, toda la gente vino a él, llamándolo a voces.
Y los viejos se adelantaron y dijeron:
No nos dejes.
Has sido un mediodía en nuestros crepúsculo y tu juven­tud nos ha dado motivos para soñar.
No eres un extraño entre nosotros; no eres un huésped, sino nuestro hijo bienamado.
Que no sufran aún nuestros ojos el hambre de su rostro.

Y los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron:
No dejes que las olas del mar nos separen ahora, ni que los años que has pasado aquí se conviertan en un recuerdo. Has caminado como un espíritu entre nosotros y tu sombra ha sido una luz sobre nuestros rostros.
Te hemos amado mucho. Nuestro amor no tuvo palabras y con velos ha estado cubierto.
Pero ahora clama en alta voz por ti y ante ti se descubre. Siempre ha sido verdad que él amor no conoce su hondura hasta la hora de la separación.
Y vinieron otros también a suplicarle. Pero él no les res­pondió. Inclinó la cabeza y aquellos que estaban a su lado vieron cómo las lágrimas caían sobre su pecho.
El y la gente se dirigieron, entonces, hacia la gran plaza ante el templo.

Y salió del santuario una mujer llamada Almitra. Era una profetisa.
Y él la miró con enorme ternura, porque fue la primera que lo buscó y creyó en él cuando tan sólo había estado un día en la ciudad.
Y ella lo saludó, diciendo:
Profeta de Dios, buscador de lo supremo; largamente has escudriñado las distancias buscando tu barco.
Y ahora tu barco ha llegado y debes irte.
Profundo es tu anhelo por la tierra de tus recuerdos y por el lugar de tus mayores deseos y nuestro amor no te atará, ni nuestras necesidades detendrán tu paso.
Pero sí te pedimos que antes de que nos dejes, nos hables y nos des tu verdad.
Y nosotros la daremos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, y así no perecerá.
En tu soledad has velado durante nuestros días y en tu vigilia has sido el llanto y la risa de nuestro sueño. Descúbrenos ahora ante nosotros mismos y dinos todo lo que existe entre el nacimiento y la muerte, como te ha sido mostrado.
Y él respondió:
Pueblo de Orfalese ¿de qué puedo yo hablar sino de lo que aún ahora se agita en vuestras almas?



Sueños y Primaveras 

Y uno de sus discípulos dijo: Háblanos de lo que alienta en tu corazón, en este mismo instante.
Y el profeta miró profundamente a ese discípulo suyo, y hubo en su voz un sonido como de estrella que canta, y le dijo:
En vuestro sueño despierto, cuando estáis absortos, escu­chando a vuestro más profundo yo, vuestros pensamientos, como copos de nieve, caen, vibran y engalanan todos los sonidos de vuestros espacios con blanco silencio. 

Y, ¿qué son los sueños despiertos, si no nubes que brotan como capullos, y florecen en el árbol del cielo de vuestro corazón? Y, ¿qué son vuestros pensamientos, si no pétalos que los vientos de vuestro corazón esparcen en las colinas y en los campos?
Y aunque anheléis la paz, hasta que lo informe en voso­tros cobre forma, así la nube se acumulará y vagará por los cielos, hasta que los Dedos Benditos moldeen los grises anhe­los en pequeños cristales que serán soles, y lunas, y estrellas. Luego, Sarkis, aquel que era a medias escéptico, habló, y dijo:
Pero vendrá la primavera, y todas las nieves de vuestros pensamientos se derretirán, y ya no serán nada.
Y el profeta replicó:
Cuando llegue la Primavera buscando a su amado entre las somnolientas arboledas y entre los sueños, ciertamente las nieves se derretirán, y correrán en arroyos a buscar al río del valle, para ser coperos de los mirtos y del lirio.
Así se derretirá la nieve de vuestro corazón cuando llegue la primavera; y así correrá vuestro secreto en arroyos que buscarán al río de la Vida, en el valle. Y el río llevará vuestro secreto, y lo llevarán al anchuroso mar.
Todas las cosas se derretirán y se transformarán en cantos, cuando llegue la primavera. Hasta las estrellas, esos grandes copos de nieve que caen lentamente en los campos más vastos, se derretirán para formar arroyos cantarines. Cuando el Sol de Su rostro surja del más vasto horizonte, ¿qué simetría congelada no se transformará en melopea líqui­da? Y entonces, ¿quién de vosotros no querrá ser el copero del mirto y el lirio?
Fue ayer, apenas, cuando estabais vagando en el ancho mar, y erais seres sin playas, y sin ego. Después, el viento soplo de la Vida, os tejió, como velo de luz en su rostro luego, su mano os reunió y os dio forma, y con la cabeza erguida buscasteis las alturas. Pero el mar siguió con vosotros, y aún mora su canto en vosotros. Y aunque hayáis olvidado quién fue vuestra primera madre, el vasto mar afirmará para siempre, en vosotros, su maternidad, y eternamente os llama­rá a su seno.
En nuestro vagar por las montañas y el desierto, siempre recordaréis la profundidad de su frío corazón. Y aunque a menudo no sepáis por qué anheláis, o por qué sentís ansias, sin duda alguna tenéis nostalgia de su vasta y rítmica paz.
Y, ¿cómo podría ser de otro modo? En las arboledas y en las emparradas, cuando la lluvia danza en hojas en las coli­nas, cuando cae la nieve, como bendición y alianza, en el valle, cuando conducís vuestros ganados al río; en vuestros campos, cuando los hilos de plata de los arroyos hacen juntos el verde vestido de la tierra; en vuestros jardines, cuando el rocío temprano refleja los cielos; en vuestros prados, cuando la niebla de la noche casi os oculta el camino... En todo esto, el vasto mar está con vosotros, testigo de vuestro legado, y objeto de vuestro amor.
Es el copo de nieve, en vosotros, que corre hacia el vasto mar.
 


El Matrimonio

Entonces, Almitra habló otra vez: 
¿Qué nos diréis sobre el Matrimonio, Maestro? 

Y él respondió, diciendo:
Nacisteis juntos y juntos para siempre.
Estaréis juntos cuando las alas blancas de la muerte espar­zan vuestros días.
Sí; estaréis juntos aun en la memoria silenciosa de Dios. Pero dejad que haya espacios en vuestra cercanía.
Y dejad que los vientos del cielo dancen entre vosotros. Amaos el uno al otro, pero no hagáis del arnor una ata­dura.
Que sea, más bien, un mar movible entre las costas de vuestras almas.
Llenaos uno al otro vuestras copas, pero no bebáis de una sola copa.
Daos el uno al otro de vuestro pan, pero no comáis del mismo trozo.
Cantad y bailad juntos y estad alegres, pero que cada uno de vosotros sea independiente.
Las cuerdas de un laúd están solas, aunque tiemblen con la misma música.
Dad vuestro corazón, pero no para que vuestro compañe­ro lo tenga.
Porque sólo la mano de la Vida puede contener los cora­zones.
Y estad juntos, pero no demasiado juntos. Porque los pilares del templo están aparte.
Y, ni el roble crece bajo la sombra del ciprés ni el ciprés bajo la del roble.

 

El trabajo

Entonces, dijo el labrador: Háblanos del trabajo.
Y él respondió, diciendo:
Trabajáis para seguir el ritmo de la tierra y del alma de la tierra.
Porque estar ocioso es convertirse en un extraño en medio de las estaciones -y salirse de la procesión de la vida, que marcha en amistad y sumisión orgullosa hacia el infinito.
Cuando trabajáis, sois una flauta a través de cuyo corazón el murmullo de las horas se convierte en música.
¿Cuál de vosotros querrá ser una caña silenciosa y muda cuando todo canta al unísono?

Se os ha dicho siempre que el trabajo es una maldición y la labor una desgracia.
Pero yo os digo que, cuando trabajáis, realizáis una parte del más lejano sueño de la tierra, asignada a vosotros cuando ese sueño fue nacido.
Y, trabajando, estáis, en realidad, amando a la vida.
Y amarla, a través del trabajo, es estar muy cerca del más recóndito secreto de la vida.
Pero si, en vuestro dolor, llamáis al nacer una aflicción y al soportar la carne una maldición escrita en vuestra frente, yo os responderé que nada más que el sudor de vuestra frente lavará lo que está escrito.
Se os ha dicho también que la vida es oscuridad y, en vuestra fatiga, os hacéis eco de la voz del fatigado. 


Y yo os digo que la vida es, en verdad, oscuridad cuando no hay un impulso.
Y todo impulso es ciego cuando no hay conocimiento. Y todo saber es vano cuando no hay trabajo.
Y todo trabajo es vacío cuando no hay amor.
Y cuando trabajáis con amor, os unís con vosotros mismos, y con los otros, y con Dios.
¿Y qué es trabajar con amor?
Es tejer la tela con hilos extraídos de vuestro corazón como si vuestro amado fuera a usar esa tela.
Es construir una casa con afecto, como si vuestro amado fuera a habitar en ella.
Es plantar semillas con ternura y cosechar con gozo, como si vuestro amado fuera a gozar del fruto.
Es infundir en todas las cosas que hacéis el -aliento de vuestro propio espíritu.
Y saber que todos los muertos benditos se hallan ante vosotros observando.
He oído a menudo decir, como si fuera en sueños: "El que trabaja en mármol y encuentra la forma de su propia alma en la piedra es más noble que el que labra la tierra."
"Aquel que se apodera del arco iris para colocarlo en una tela transformada en la imagen de un hombre es más que el que hace las sandalias para nuestros pies."
Pero, yo digo, no en sueños, sino en la vigilia del medio­día, que el viento no habla más dulcemente a los robles gigan­tes que a la menor de las hojas de la hierba.
Y solamente es grande el que cambia la voz del viento en una canción, hecha más dulce por-u propio amor.
El trabajo es el amor hecho visible.
Y si no podéis trabajar con amor, sino solamente con disgusto, es mejor que dejéis vuestra tarea y os sentéis a la puerta del templo y recibáis limosna de los que trabajan gozo­samente.
Porque, si horneáis el pan con indiferencia estáis hornean­do un pan amargo que no calma más que a medias el hambre del hombre.
Y si refunfuñáis al apretar las uvas, vuestro murmurar destila un veneno en el vino.
Y si cantáis, aunque fuera como los ángeles, y no amáis el cantar, estáis ensordeciendo los oídos de los hombres para las voces del día y las voces de la noche.




El Dolor

Y una mujer pidió: Háblanos del Dolor.


Y él dijo:
Vuestro dolor es la ruptura de la celda que encierra vuestra comprensión.
Así como la semilla de la fruta debe romperse para que su corazón se muestre al sol, así debéis vosotros conocer el dolor.
Y, si pudiérais mantener vuestro corazón maravillado ante los diarios milagros de la vida, vuestro dolor no os pareciera menos prodigioso que vuestra alegría.
Y aceptaríais las estaciones de vuestro corazón así como habéis aceptado siempre las estaciones que pasan sobre vuestros campos.
Y esperaríais con serenidad a través de los inviernos de vuestra pena.

Mucho de vuestro dolor es elegido por vosotros mismos. Es la porción amarga con la que el médico que hay dentro de vosotros cura vuestro ser enfermo.
Por tanto, confiad en el médico, y bebed el remedio en silencio y tranquilidad;
Porque su mano, aunque dura y pesada, guiada está por la tierna mano del Invisible.
Y el vaso con que brinda, aunque queme vuestros labios, ha sido moldeado de la arcilla que el Alfarero ha humedecido con sus propias lágrimas sagradas.

 
La Muerte

Almitra, entonces, habló, diciendo: Os preguntaríamos ahora sobre la Muerte.


Y él respondió:
Desearíais saber el secretó de la muerte.
¿Pero cómo lo encontraréis a menos de buscarlo en el corazón de la vida?
El mochuelo, cuyos ojos atados a la noche son ciegos en el día, no puede descubrir el misterio de la luz.
Si, en verdad, queréis contemplar el espíritu de la muerte, abrid de par en par vuestro corazón en el cuerpo de la vida. Porque la vida y la muerte son una, así como el río y el mar son uno también.
En el arcano de vuestras ;esperanzas , y deseos reposa vuestro conocimiento silencioso del más allá:
Y, como las semillas soñando bajo la nieve, vuestro cora­zón sueña con la primavera.

Confiad en los sueños, porque en ellos el camino a la eternidad está escondido.
Vuestro miedo a la muerte no es más que el temblor del pastor cuando está en pie ante el rey, cuya mano va a posarse sobre él como un honor.
¿No está, acaso, contento el pastor, bajo su miedo de llevar la marca del rey?
¿No lo hace eso, sin embargo, más consciente de su temblor?
Porque, ¿qué es morir sino erguirse desnudo?
Y, ¿qué es dejar de respirar, sino el liberar el aliento de sus inquietos vaivenes para que pueda elevarse y expandirse y, ya sin trabas, buscar a Dios?
Sólo cuando bebáis el río del silencio cantaréis de verdad. Y, cuando hayáis alcanzado la cima de la montaña es cuando comenzaréis a ascender.
Y, cuando la tierra reclame vuestros miembros, es cuando bailaréis de verdad.



La tempestad (1920)

CONÓCETE A TI MISMO

Salim Efendi Deaibes, en una noche lluviosa de Beirut, meditaba sobre la frase de Sócrates: "Conócete a ti mismo".
-Sí -decía-, esta es la llave y la base de todo el saber. Necesito conocerme a mi mismo. -Y levantándose, se paró frente a un enorme espejo y, después de contemplarse larga­mente, comenzó a enumerar sus características:
-Soy de baja estatura. Así eran Napoleón y Víctor Hugo.
-Tengo la frente estrecha. Así era la de Sócrates y Spi­noza.
-Soy calvo. Así era Shakespeare.
-Tengo una nariz grande y aguileña. Así era la de Savona­rola y Voltaire y George Washington.
-Tengo los ojos melancólicos. Así eran los de Pablo el Apóstol y Nietzsche.
-Tengo los labios gruesos. Así eran los de Aníbal y Marco Antonio.
Después de enumerar decenas de características semejan­tes, Salim concluyó:
-Es mi personalidad. Es mi verdad. Soy un conjunto de cualidades que distinguieron a los grandes hombres desde el comienzo de la Historia. ¿Puede un hombre así dotado dejar de realizar algo grande en este mundo?
Una hora más tarde, nuestro héroe estaba durmiendo vestido, sobre la cama deshecha y sus ronquidos, más que la respiración de un ser humano, semejaban el ruido de un molino.



ESCLAVITUD

Los hombres son esclavos de la Vida, y es una esclavitud que llena sus días con miseria y desesperación, e inunda sus noches con lágrimas y angustia.
Siete mil años han pasado desde el día de mi primer na­cimiento, y desde aquel día he presenciado los esclavos de la vida, arrastrando sus pesados grilletes. He recorrido el Este y el Oeste de la Tierra, y he vagado a la luz y a la sombra de la Vida. He visto las procesiones de la civilización movién­dose de la luz hacia la oscuridad, y cada una fue arrastrada al infierno por almas humilladas, doblegadas bajo el yugo de la esclavitud. El poderoso es reprimido y sometido, y el fiel se arrodilla adorando a los ídolos. He seguido al hombre desde Babilonia hasta El Cairo, desde Ain Dour hasta Bagdad y he observado las huellas de sus cadenas sobre la arena. He escuchado los ecos tristes de los cambiantes siglos, repetidos por las praderas y los eternos valles.
He visitado templos y altares y entrado a palacios, y sentado ante los tronos. Y vi al aprendiz ser esclavo del artesano, y al artesano ser esclavo del emperador, y al emplea­dor ser esclavo del soldado, y al soldado ser esclavo del go­bernador, y al gobernador ser esclavo del rey, y al rey ser esclavo del sacerdote, y al sacerdote ser esclavo del ídolo... y el ídolo es nada más que tierra modelada por Satanás y erigida sobre una pila de cráneos.
Entré a las mansiones de los ricos, y visité las chozas de los pobres. Encontré al infante mamando del pecho de su madre la leche de la esclavitud, y a los niños aprendiendo sumisión con el alfabeto.
Acompañé a los siglos desde las riberas del Ganges hasta las costas del Eufrates; desde la desembocadura del Nilo hasta las planicies de Asiria; desde las arenas de Atenas hasta las iglesias de Roma; desde los suburbios de Constantinopla hasta los palacios de Alejandría... Sin embargo, vi a la escla­vitud moverse sobre todo, en una gloriosa y majestuosa procesión de ignorancia. Vi a la gente sacrificando jóvenes y doncellas a los pies del ídolo, llamándolo el Rey; quemando incienso delante de su imagen, y llamándolo Profeta; arro­dillándose y adorándolo, y llamándolo la Ley; peleando y muriendo por él, y llamándolo la Sombra de Dios sobre la tierra; destruyendo y demoliendo hogares e instituciones por su causa, y llamándolo Fraternidad; luchando y robando y trabajando por él y llamándolo Fortuna y Felicidad; ma­tando por él, y llamándolo igualdad.
Posee varios nombres, pero una realidad. Tiene muchas apariencias, pero está hecho de un solo elemento. En verdad, es un mal eterno legado por cada generación a su sucesor.
Encontré la esclavitud ciega, que ata el presente de las personas al pasado de sus padres, y los incita a ceder a sus tradiciones y costumbres poniendo espíritus ancianos dentro de los nuevos cuerpos.
Encontré la esclavitud muda, que liga la vida de un hom­bre, a una esposa que aborrece, y coloca el cuerpo de una mujer en el lecho de un esposo odiado, desvitalizando ambas vidas espiritualmente.
Encontré la esclavitud sorda, que sofoca el alma y el corazón, dando al hombre sólo el eco vacío de una voz, y la lastimosa sombra de un cuerpo.
Encontré la esclavitud coja que pone el cuello del hombre bajo el dominio del tirano y somete cuerpos fuertes y mentes débiles a los hijos de la Codicia para ser usados como instru­mento de su poder.
Encontré la esclavitud cruel, que desciende con el espí­ritu del infante desde el amplio firmamento hasta el hogar de la miseria; donde la Necesidad vive junto a la Ignorancia, y la Humillación reside al lado de la Desesperación. Y los niños crecen como miserables, y viven como criminales, y mueren como despreciados y rechazados seres inexistentes. Encontré la esclavitud sutil, que nombra a las cosas de otra manera... llamando inteligencia a la astucia, y vacío a la sabiduría, y debilidad a la ternura, y cobardía a un firme rechazo.
Encontré la esclavitud retorcida, que hace que la lengua de los débiles se mueva con miedo, y hable sin sentimiento, y ellos fingen estar meditando su súplica, pero son como sacos vacíos que hasta un niño puede doblar y colgar.
Encontré la esclavitud sumisa que induce a una nación a cumplir con las leyes y reglas de otra nación, y la sumisión es cada día mayor.
Encontré la esclavitud perpetua, que corona a los hijos de monarcas como reyes, sin ofrecer consideración al mérito. Encontré la esclavitud negra, que marca para siempre con vergüenza y desgracia a los hijos de los criminales.
Al contemplar la esclavitud, vemos que posee los viciosos poderes de continuación y contagio.

Cuando me cansé de seguir detrás de los disolutos siglas y me aburrí de observar procesiones de gente apedreada, caminé solitario por el "Valle de la Sombra de la Vida, donde el pasado trata de esconderse detrás de las culpa, y el alma del futuro se repliega y descansa demasiado tiempo. Allí, al borde del Río de Sangre y Lágrimas que se arrastraba como una víbora ponzoñosa y se retorcía como los sueños de un criminal, escuché el asustado susurro del fantasma de esclavos, y contemplé la nada.
Cuando llegó la medianoche y los espíritus emergieron de sus escondites, vi a un cadavérico y agonizante espectro caer de rodillas, contemplando la luna. Me acerqué diciendo:
-¿Cuál es tu nombre?
-Mi nombre es Libertad -contestó esta espantosa sombra de un cadáver.
-¿Dónde están tus hijos? -le pregunté. Y la libertad, llorosa y débil, jadeó.
-Uno murió crucificado, otro murió loco, y el tercero todavía no ha nacido.
Se fue cojeando, hablando todavía, pero las lágrimas en mis ojos y los gritos de mi corazón no me impidieron ver ni oír. 





DIENTES CARIADOS

Había en mi boca un diente cariado. Era un diente astuto y malvado: permanecía quieto todo el día y sólo comenzaba a molestar y a doler por la noche, cuando los dentistas dormían y las farmacias estaban cerradas.
Cierto día, perdí la paciencia, busqué un dentista y le dije:
-Líbreme, por favor, de este diente hipócrita.
-Sería tonto arrancar un diente que podemos tratar -objetó el dentista.
Y comenzó a raspar, limpiar y desinfectar. Cuando el diente estuvo libre de la caries, el dentista lo obturó y declaró con orgullo:
-Este diente es, ahora, más sólido que los otros.
Creí sus palabras, llené sus manos de dinero y me retiré satisfecho.
Pero una semana después, el maldito diente volvió a atormentarme.

Busqué otro dentista y le dije:
-Arranque este diente sin discutir. Porque sufrir es dife­rente de ver sufrir.
El dentista arrancó el diente. Fue una hora terrible pero beneficiosa. El odontólogo, examinando el diente dijo: -Hizo bien en extraerlo, la caries había llegado a las raíces. No había forma de recuperarlo.
Y dormí en paz, aquella noche y todas las noches si­guientes.
En la boca del ser que llamamos Humanidad, también hay dientes cariados. Y las caries ya alcanzaron las raíces, pero la Humanidad no los arranca. Prefiere tratarlos y limpiarlos y obturarlos con oro brillante.
¡Cuántos dentistas están ocupados en tratar los dientes de la Humanidad! ¡Y cuántos enfermos se entregan a esos médicos!; y sufren y aguantan, para después morir.
Y la nación que se debilita y muere, no resucita para na­rrar su enfermedad al mundo, ni para hablar de la ineficacia de los remedios sociales que la llevaron a la tumba.
En la boca de la naciones de Oriente, también hay dientes cariados, sucios y nauseabundos. Nuestros dentistas tratan de obturarlos. Pero esos dientes no se curarán. Es necesario arrancarlos. Pues las naciones que tienen dientes cariados tienen estómagos débiles.
Quien quiera ver los dientes cariados de una nación oriental, visite sus escuelas, donde los niños y niñas de hoy se preparan para ser los hombres y mujeres de mañana. Visite los tribunales y sea testigo de los actos fraudulentos y co­rruptos de aquellos que debieran hacer justicia. Verá como se burlan de los sentimientos y pensamientos de los hombres simples, tal como el gato se burla del ratón.
Visite las casas de los ricos, donde reinan la vanidad, la falsedad y la hipocresía.
Y recuerde visitar, también, los tugurios miserables donde habitan el miedo, la ignorancia, la envidia y la cobardía. Después, visite a los dentistas de dedos hábiles, posee­dores de instrumentos delicados, panaceas y sedantes, aque­llos que gastan sus días llenando las cavidades de los dientes podridos de la nación para disfrazar las caries.
Hablé con esos reformadores que se presentan como la inteligencia de Siria y organizan sociedades y promueven conferencias y hacen pronunciamientos. Cuando -los oiga hablar, escuchará melodías que, quizá, suenen más sublimes que el reconfortante son de la piedra del molino, y más solemne que el croar de los sapos en una noche de verano.
Cuando usted les diga que la nación siria muerde su pan con dientes cariados y que cada trozo masticado y mezclado con saliva infectada enferma el estómago de la nación, ellos le responderán:
-Sí, pero estamos buscando, justamente, las drogas modernas y los medicamentos más eficaces.
Y si les preguntaran: -¿Y qué es lo que pensáis de la extracción? -Se reirán del que los interroga, ya que no estudió la noble ciencia de la odontología.
Y si insisten en preguntar, se enfadan y, apartándose dirán: - ¡Cuántos ignorantes en este mundo! ¡Y como inco­moda su ignorancia!





VIERNES SANTO

Hoy, y en cada Viernes Santo, el hombre despierta de su profundo sueño y se pone de pie ante la sombra de las edades, y, con los ojos llenos de lágrimas mira hacia el Gólgota con­templando a Jesús el Nazareno clavado en su cruz... Pero cuando el sol se pone y anochece, vuelve a ponerse de rodillas para adorar a sus ídolos cotidianos, levantados en todos los rincones de su vida.
Hoy, las almas de los cristianos en alas del recuerdo, vuelan hasta Jerusalén. Allá, se aglomeran en multitudes golpeándose el pecho, para contemplar al Crucificado con su corona de espinas, extendiendo los brazos hacia el infinito y penetrando el velo de la Muerte para alcanzar la profundidad de la Vida...
Pero, cuando el telón de la noche desciende sobre el esce­nario del día, dando por finalizado el breve drama, los cristia­nos vuelven y, en grupos, se pierden entre las sombras del olvido, hundiéndose en la ignorancia y la indolencia.
En este mismo día de cada año, los filósofos dejan sus grutas tenebrosas, los pensadores abandonan sus frías celdas y los poetas se alejan de sus torres de marfil y todos, en el Monte del Calvario, escuchan reverentemente las palabras de aquel hombre, joven aún, diciendo: "Perdónalos Padre, pues no saben lo que hacen."
Mas, apenas las tinieblas del silencio apagan las voces de la luz, los filósofos, los pensadores y los poetas regresan a la estrechez de sus preocupaciones y se sumergen en las páginas de su vana literatura.
Las mujeres que pierden el tiempo con los esplendores de la vida, abandonan el confort de sus mullidos cojines para ver a la mujer, triste y angustiada que se acerca a la cruz y allí se queda como una pequeña plantita desamparada frente a la tempestad devastadora y, cuando se aproximan a ella, escu­chan su profundo lamento, su penoso llanto...
Los jóvenes, que se dejan llevar por la corriente de la vida sin saber adonde van, se detienen hoy, por un instante, para contemplar a Magdalena lavar con sus lágrimas la sangre que mancha los pies del hombre erguido entre el cielo y la tierra. Pero, cuando se cansan del espectáculo, desvían los ojos y retornan a la corriente entre carcajadas, para ser arrastrados nuevamente.
En este mismo día, cada año, la Humanidad se despierta con el despertar de la primavera y se echa a llorar frente al Nazareno sufriente, mas luego, cierra los ojos y retorna a su profundo sueño. Pero la primavera permanecerá despierta, sonriente y festiva hasta que llegue el verano, con sus dora­dos ropajes.
La Humanidad es una plañidera que se deleita en lamen­tarse por los héroes muertos. Si fuera hombre, se regocijaría por sus grandezas y por sus glorias.
La Humanidad ve a Jesús naciendo y viviendo como un pobre, humillado como un débil, y tiene piedad de El, pues fue crucificado como un criminal... Todo lo que la Humani­dad tiene para ofrecerle son lágrimas y lamentos. Durante siglos la Humanidad viene adorando la debilidad en la persona del Señor. Los hombres no comprenden el verdadero sentido de la fuerza.
Jesús, no vivió una vida de miedo ni murió sufriendo y quejándose. El vivió como un rebelde, fue crucificado como un revolucionario y murió con un heroísmo que atemorizó a sus torturadores.
Jesús, no fue un ave con alas rotas, sino una tempestad que rompe con su fuerza todas las alas torcidas.
Jesús no vino del más allá para hacer del dolor un símbo­lo de la vida, sino para hacer de la vida el símbolo de la verdad y la libertad.
Jesús, no tuvo miedo de sus perseguidores ni sufrió frente a sus asesinos. El, era libre, valiente y osado. Desafiaba a tira­nos y déspotas y opresores. Y cuando veía pústulas infecta­das, las punzaba. Y acallaba la voz del Mal, destruía la False­dad y ahogaba la Traición.
Jesús no vino desde el círculo de la luz para destruir hogares y construir sobre sus ruinas conventos y monasterios. El, vino a esta tierra para insuflar un espíritu nuevo, que destruye con su poder, las monarquías construidas sobre huesos y calaveras humanas. El vino para demoler los palacios majestuosos construidos sobre las tumbas de los débiles y derrumbar los ídolos asentados sobre los cuerpos de los mise­rables.
El vino para hacer del corazón un templo, del alma un altar y del espíritu un sacerdote.
Esa era la misión de Jesús y esas las enseñanzas por cuya causa fue crucificado. Y si la Humanidad fuera sensata, ella se alzaría hoy, y cantaría, vigorosa, el canto del triunfo y la victoria.
Oh, Jesús crucificado, que contemplas, triste desde el Gólgota, la procesión de los siglos y oyes el clamor de las naciones y comprendes los sueños de la Eternidad. ¡Tú eres, en la cruz, más glorioso y digno que mil reyes en mil tronos de mil imperios!
¡Tú eres, en la agonía de lá muerte, más poderoso que mil generaciones en mil guerras!
Y en tu tristeza, más alegre que la primavera con sus flores...
Y en tus dolores, más sereno que los ángeles del cielo.
Y cautivo, en manos de tus verdugos, eres más libre que la luz del sol y más firme que una montaña.
Y tu corona de espinas, es más esplendorosa y brillante que la corona de Brahma...
Y el clavo que atraviesa tu mano, es más imponente que el cetro de Júpiter.
Y las gotas de sangre que se deslizan en tus pies, más resplandecientes que el collar de Venus.
Perdona la debilidad de los que Te lamentan hoy, pues ellos no saben lamentarse por sí mismos...
Perdónalos, pues no saben que conquistaste a la muerte con la muerte y diste vida a la muerte...
Perdónalos, pues no saben ellos que todo día es tu día... 






EL EXTRANJERO

La Pascua llego y, mejor que todas las señales, las alegres multitudes lo anunciaban. Sólo y melancólico, me aparto de la multitud. Pienso en el hijo del Hombre, que nació y vivió en la indigencia y después murió crucificado. Pienso en aquel Fuego Divino que el Espíritu encendió en una pequeña aldea y que sobrevivió a los siglos y puso su marca en todas las civilizaciones.

En el parque desierto, un hombre, también solo, pa­recía estar esperándome. Se sentó a mi lado y comenzó a dibujar en la arena figuras misteriosas. Sus vestimentas eran modestas, mas de su presencia emanaba una grandeza inex­presable.
-¿El señor es, tal vez, extranjero? -le pregunté con simpatía.
-Yo soy extranjero en esta ciudad y en todas las ciu­dades.
-Pero en días festivos, el extranjero olvida la amargura del exilio y se deja consolar por el afecto de los corazones abiertos.
-Yó soy más extranjero aún, en estos días, que en otro cualquiera. -Y dirigió al cielo una mirada soñadora, como si estuviera buscando en el más allá, una patria desconocida.
Lo observé nuevamente y le dije:
-Me parece que el señor necesita ayuda, ¿no aceptaría la mía?
-Sí, necesito ayuda, pero mi necesidad no es de dinero -me respondió.
-¿Y que es lo que usted necesita?
-Necesito un abrigo. Necesito un lugar donde descansar mi cabeza.
-Pero, si acepta mi dinero, podrá alojarse en un hotel.
-Ya fui a todos los hoteles y ninguno me aceptó. Ya golpeé todas las puertas sin hallar un amigo.

-Venga entonces conmigo. Pasará la noche en mi casa.
-Mil veces llamé á tu puerta pero jamás me abriste. Y ahora, si supieras quién soy, no me invitarías.
-Y, ¿quienes el señor?
-Yo soy quien derriba lo que los siglos establecieron. Soy el huracán que arranca las raíces secas. Soy quien trae al mundo la justicia y la piedad.
Dijo eso y se levantó. Era de gran estatura y su voz, profunda como la noche, evocaba el sonido de la tempestad. Después, su rostro se iluminó. Extendió sus brazos y vi en sus manos rastros de heridas. Me arrojé a sus pies bal­buceando:
-Jesús, el Nazareno.
Y le oí decir:
-El mundo celebra en mi nombre las tradiciones que los siglos tejieron a mi alrededor. Pero yo permanezco extran­jero, recorriendo el universo y atravesando los siglos sin encontrar, entre los pueblos, quien comprenda mi verdad. Los zorros tienen sus madrigueras y las aves del cielo tienen nidos, mas el Hijo del Hombre no tiene un lugar donde recli­nar su cabeza.
Cuando levanté mis ojos, nada vi sino una columna de incienso. Y oí el eco de una canción llegarme desde la eter­nidad.




EL LOCO (1918)


Me preguntáis como me volví loco. Así sucedió:
Un día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado todas mis máscaras -si; las siete máscaras que yo mismo me había confeccionado, y que llevé en siete vidas distintas-; corrí sin máscara por las calles atestadas de gente, gritando:
-¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!
Hombres y mujeres se reían de mí, y al verme, varias personas, llenas de espanto, corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome gritó:
-Miren! ¡Es un loco!
Alcé la cabeza para ver quién gritaba, y por vez primera el sol besó mi desnudo rostro, y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. Y como si fuera presa de un trance, grité:
-¡Benditos! ¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!
Así fue que me convertí en un loco.
Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser.
Pero no dejéis que me enorgullezca demasiado de mi seguridad; ni siquiera el ladrón encarcelado está a salvo de otro ladrón.


LOS DOS ERMITAÑOS

En una lejana montaña vivían dos ermitaños que rendían culto a Dios y que se amaban uno al otro.
Los dos ermitaños poseían una escudilla de barro que constituía su única posesión.
Un día, un espíritu malo entró en el corazón del ermitaño más viejo, el cual fue a ver al más joven.
-Hace ya mucho tiempo que hemos vivido juntos -le dijo-. Ha llegado la hora de separarnos. Por tanto, dividamos nuestras posesiones.
Al oírlo, el ermitaño más joven se entristeció.
-Hermano mío -dijo-, me causa pesar que tengas que dejarme. Pero si es necesario que te marches, que así sea. Y fue por la escudilla de barro, y se la dio a su compañero, diciéndole
-No podemos repartirla, hermano; que sea para ti.
-No acepto tu caridad -replicó el otro-. No tomaré sino lo que me pertenece. Debemos partirla.
El joven razonó:
-Si rompemos la escudilla, ¿de qué nos servirá a ti o a mí? Si te parece, propongo que la juguemos a suerte.
Pero el ermitaño persistió en su empeño.
-Sólo tomaré lo que en justicia me corresponde, y no confiaré la escudilla ni mis derechos a la suerte. Debe partirse la escudilla.
El ermitaño más joven, viendo que no salían razones, dijo:
-Está bien: si tal es tu deseo, y si te niegas a aceptar la escudilla, rompámosla y repartámosla.
Y entonces el rostro del ermitaño más viejo se descompuso de ira, y gritó:
- ¡Ah, maldito_ cobarde! no te atreves a pelear, ¿eh?



LOS SIETE EGOS

En la hora más silente de la noche, mientras estaba yo acostado y dormitando, mis siete egos sentáronse en rueda a conversar en susurros, en estos términos:
Primer Ego: -He vivido aquí, en este loco, todos estos años, y no he hecho otra cosa que renovar sus penas de día y reavivar su tristeza de noche. No puedo soportar más mi destino, y me rebelo.
Segundo Ego: -Hermano, es mejor tu destino que el mío, pues me ha tocado ser el ego alegre de este loco. Río cuando está alegre y canto sus horas de dicha, y con pies alados danzo sus más alegres pensamientos. Soy yo quien se rebela contra tan fatigante existencia.
Tercer Ego: - ¿Y de mi qué decís, el ego aguijoneado por el amor, la tea llameante de salvaje pasión y fantásticos deseos? Es el ego enfermo de amor el que debe rebelarse contra este loco.
Cuarto Ego: -El más miserable de todos vosotros soy yo, pues sólo me tocó en suerte el odio y las ansias destructivas. Yo, el ego tormentoso, el que nació en las negras cuevas del infierno, soy el que tiene más derecho a protestar por servir a este loco.
Quinto Ego: -No; yo soy, el ego pensante, el ego de la imaginación, el que sufre hambre y sed, el condenado a vagar sin descanso en busca de lo desconocido y de lo increado... soy yo, y no vosotros, quien tiene más derecho a rebelarse.
Sexto Ego: -Y yo, el ego que trabaja, el agobiado trabajador que con pacientes manos y ansiosa mirada va modelando los días en imágenes y va dando a los elementos sin forma contornos nuevos y eternos... Soy yo, el solitario, el que más motivos tiene para rebelarse contra este inquieto loco.
Séptimo Ego: - ¡Qué extraño que todos os rebeléis contra este hombre por tener a cada uno de vosotros una misión prescrita de antemano! ¡Ah! ¡Cómo quisiera ser uno de vosotros, un ego con un propósito y un destino marcado! Pero no; no tengo un propósito fijo: soy el ego que no hace nada; el que se sienta en el mudo y vacío espacio que no es espacio y en el tiempo que no es tiempo, mientras vosotros os afanáis recreándoos en la vida. Decidme, vecinos, ¿quién debe rebelarse: vosotros o yo?
Al terminar de hablar el Séptimo Ego, los otros seis lo miraron con lástima, pero no dijeron nada más; y al hacerse la noche más profunda, uno tras otro se fueron a dormir, llenos de una nueva y feliz resignación.Sólo el Séptimo Ego permaneció despierto, mirando y atisbando a la Nada, que está detrás de todas las cosas.



LA NOCHE Y EL LOCO


Soy como tú, ¡oh Noche!, oscuro y desnudo; camino por la flameante senda que está por encima de mis sueños diurnos, y siempre que mi planta toca la tierra brota de ella un roble.
-No; no eres como yo, ¡oh Loco!, pues aún te vuelves a ver cuán grande es la huella de tus pasos en la arena.
-Soy como tú, ¡oh Noche!, silente y profundo, y en el corazón de mi soledad yace una diosa en trabajo de parto; y en el ser que de ella está naciendo el Cielo toca al infierno.
-No; no eres como yo, ¡oh Loco!, pues te estremeces aún antes de sentir el dolor, y el canto del abismo te aterroriza.
-Soy como tú, ¡oh Noche!, salvaje y terrible; pues mis oídos perciben los gritos de naciones conquistadas y suspiros de olvidadas tierras.
-No; no eres como yo, ¡oh Loco!, pues aún consideras a tu pequeño ego un compañero, y no puedes ser amigo de tu monstruoso ego.
-Soy como tú, ¡oh Noche!, cruel y terrible, pues mi pecho está alumbrado por barcos que arden en el mar, y mis labios están húmedos de sangre de guerreros degollados.
-No; no eres como yo, ¡oh Loco!, pues aún está en tí el anhelo de encontrar a tu alma gemela, y no has llegado a ser ley para ti mismo.
-Soy como tú, ¡oh Noche!, gozoso y alegre; pues quien mora en mi sombra está ahora ebrio de vino virgen, y quien me sigue va pecando con regocijo.
-No; no eres como yo, ¡oh Loco!, pues tu alma está envuelta en el velo de los siete pliegues, y no llevas en la mano el corazón.
-Soy como tú, ¡oh Noche!, paciente y apasionado; pues en mi pecho están enterrados mil amantes muertos, envueltos en sudarios de marchitos besos.
Loco, ¿de veras piensas que eres como yo? ¿Te pareces a mí? ¿Puedes cabalgar en la tempestad como un potro salvaje, y asir el relámpago cual si fuera una espada?
-Sí; como tú, ¡oh Noche!, como tú, soy poderoso y alto, y mi trono se asienta sobre montañas de dioses caídos; y también ante mí desfilan los días para besar la orla de mi veste, sin atreverse a mirarme al rostro.
-¿Piensas que eres como yo, tú, el hijo de mi más oscuro corazón? ¿Puedes pensar mis indómitos pensamientos y hablar mi vasto lenguaje?
-Sí; somos hermanos gemelos, ¡oh Noche!; pues tú revelas el espacio, y yo revelo mi alma.



EL GRAN ANHELO


Aquí estoy, sentado entre mi hermana la montaña y mi hermana la mar.
Los tres somos uno en nuestra soledad, y el amor que nos une es profundo, fuerte y extraño. En realidad, este amor es más profundo que mi hermana la mar y más fuerte que mi hermana la montaña, y más extraño que lo insólito de mi locura.
Han pasado eones y más eones desde que la primera alborada gris nos hizo visibles uno al otro; y aunque hemos visto el nacimiento, la plenitud y la muerte de muchos mundos, aún somos vehementes y jóvenes.
Somos jóvenes y vehementes, y no obstante estamos solos y nadie nos visita, y a pesar de que yacemos en un abrazo casi completo y sin trabas, no hemos hallado consuelo. Pues, decidme: ¿qué consuelo puede haber para el deseo controlado y la pasión inexhausta? ¿De dónde vendrá el flamígero dios que dé calor al lecho de mi hermana la mar? ¿Y qué torrentes aplacará el fuego de mi hermana la montaña? ¿Y qué mujer podrá adueñarse de mi corazón?
En el silencio de la noche, en sueños, mi hermana la mar susurra el ignoto nombre del dios flamígero, y mi hermana la montaña llama a lo lejos al fresco y distante dios-torrente. Pero yo no sé a quién llamar en mi sueño.
Aquí estoy sentado, entre mi hermana la montaña y mi hermana la mar. Los tres somos uno en nuestra soledad, y el amor que nos une es en verdad profundo, fuerte, y extraño... 





LA CIUDAD DE LOS MUERTOS



Ayer me aparté de la bulliciosa muchedumbre y me interné en los campos, hasta una colina sobre laque la Naturaleza había desplegado sus atractivas galas. Ahora sí podía respirar.

Miré hacia atrás, y la ciudad surgió ante mí con sus magníficas mezquitas y suntuosas residencias, velada por el humo de las fábricas.

Comencé a meditar en la misión del hombre, pero sólo pude sacar en conclusión que su vida se identificaba con la lucha y el sufrimiento. Luego traté de no pensar en lo que habían hecho los hijos de Adán, y me concentré en los campos que son el trono de la gloria de Dios. En un lugar apartado pude ver un cementerio rodeado de álamos.

Allá, entre la ciudad de los muertos y la ciudad de los vivos, me senté a meditar. Pensé en el eterno silencio de aquellos primeros y en la tristeza infinita de estos últimos.

En la ciudad de los vivos hallé esperanza y desesperanza, amor y odio, alegría y tristeza, riqueza y pobreza, fidelidad e infidelidad.

En la ciudad de los muertos está sepultada la tierra que en el silencio de la noche la Naturaleza convierte en vegetales, luego en animales y luego en hombres. Mientras mi alma se perdía en ese laberinto, vi que un cortejo se acercaba lenta y respetuosamente acompañado por una música que llenaba el cielo de triste melodía. Era un suntuoso funeral. El muerto era seguido por los vivos que vertían lágrimas por su partida. Al llegar a la sepultura, los sacerdotes comenzaron a orar y a quemar incienso, y los músicos a tocar sus instrumentos llorando al desaparecido. Entonces los sumos sacerdotes se adelantaron uno tras otro y recitaron sus réquiems con palabras cuidadosamente escogidas.

Finalmente la multitud se alejó, dejando que el muerto descansara en la bóveda más bella y espaciosa, diseñada en mármol y bronce por manos expertas y rodeada de las más caras y elaboradas coronas de flores.

Los que habían ido a despedirlo volvieron a la ciudad, y yo permanecí observándolos desde lejos, mientras hablaba en voz baja conmigo mismo el sol se hundía en el horizonte y la Naturaleza se ocupaba de los mil y un preparativos del sueño.

Entonces vi a dos hombres jadeando bajo el peso de un ataúd de madera, y detrás de ellos a una mujer pobremente vestida con un bebé en brazos. Tras esta última corría un perro que, con ojos descorazonadores, miró primero a la mujer y luego al ataúd.
Fue un humilde funeral. Este huésped de la Muerte dejó librados a la impasible sociedad una esposa desdichada y un bebé que compartiera sus pesares, y a un fiel perro cuyo corazón sabía la partida de su amo.
Al llegar a la sepultura depositaron el ataúd en un pozo alejado de los cuidados pastos y los mármoles, y se alejaron después de elevar unas sencillas palabras a Dios. El perro se volvió por última vez para mirar el sepulcro de su amigo, mientras el reducido grupo desaparecía tras los árboles.
Miré hacia la ciudad de los vivos y me dije: "Aquel sitio es sólo de unos pocos." Luego observé la armoniosa ciudad de los muertos y me dije: "También ese sitio es de unos pocos. Oh, Señor, ¿dónde está el cielo de todos?"
Al decir esto miré hacia las nubes que se mezclaban con el dorado de los más largos y bellos rayos del sol. Escuché en mi interior una voz que me decía: " ¡Allí!".