sábado, 22 de noviembre de 2014

Francisco Brines


FRANCISCO BRINES
Francisco Brines Bañó.
 

(Oliva, Valencia, 1932). Poeta español.  Licenciado en Derecho, Filosofía y Letras Románicas e Historia. Ha compaginado su producción poética con su actividad como profesor universitario. Fue lector de literatura española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en la Universidad de Oxford.
Su primer libro, Las brasas, apareció en 1959 y con él ganó el Premio Adonais. Seguidamente publicó Palabras en la oscuridad (1966) que le mereció el galardón con el Premio Nacional de la Crítica. En 1987, recibe el Premio Nacional de Literatura por El Otoño de las Rosas (1986), uno de sus libros más conocidos y populares, integrado por sesenta poemas escritos a lo largo de diez años. En 1998 recibió el Premio Fastenrath que otorga la Real Academia Española por su obra La última costa (1995), una obra melancólica en la que el poeta recuerda su infancia, desde una orilla apartada, ante la inminencia de un último viaje. En 1999 recibe el Premio Nacional de las Letras Españolas por el conjunto de su obra poética. En abril de 2000 fue elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua y, a partir del 19 de abril de 2001, ocupa el sillón ‘x’ en sustitución del fallecido dramaturgo Antonio Buero Vallejo.
El poeta valenciano fue también investido Doctor “Honoris Causa” en el acto académico de apertura del nuevo curso 2001-2002 de la Universidad Politécnica de Valencia. En abril del 2010, recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana que reconoce la aportación literaria relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España, realizada por un autor vivo.
En la final se impuso a candidatos tan ilustres como Carlos Edmundo de Ory, Julia Uceda y María Victoria Atencia. Brines pertenece a la ‘generación de los cincuenta’, también llamada ‘generación de los niños de la guerra’, en la que figuran los poetas Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Carlos Barral, Claudio Rodríguez, José Agustín Goytisolo y los novelistas Rafael Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Luis Martín Santos, García Hortelano y Luis Goytisolo.
En 1990 presentó en Oviedo, junto con otros miembros de dicha generación poética, el libro Encuentro con los 50. La poesía de Brines se caracteriza por el tono hondamente elegíaco de sus versos. Los dos polos entre los que se mueve toda su poesía son, por un lado, el colorido de su tierra natal y el lirismo encendido, y, por otro, los tonos sensitivos y una visión melancólica de la belleza. El tema capital de la poesía de Brines es el paso del tiempo, la decadencia de todo lo vivo, la degradada condición del ser humano sometido a sus limitaciones. El escritor Jaime Siles, miembro del jurado del Premio Reina Sofía, definió al ganador como “un gran poeta metafísico”, alguna de cuyas obras, como El otoño de las rosas (1986), constituye “una de las cimas” de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX.

Del Instituto Cervantes.

Como en Garcilaso, en la poesía de Francisco Brines se da esa perfecta confluencia entre pasión y comedimiento, entre sensualidad absorbente ; y melancolía creciente, entre ilusión arrobada por la existencia y consciencia temprana de sus limitaciones. Pero hay mucho más, porque lo que la poesía profunda, la que ni siquiera es conocida por el poeta antes de escribir porque escribir, precisamente, es un acto que devuelve a la superficie transfigurada de las palabras esos arcanos que influyen misteriosamente en la necesidad de elegir un arte —en este caso la poesía— para ser desvelados y, al final, comunicados. 
De la presentación de la colección Austral.


LE DETUVO LA NOCHE

Le detuvo la noche,
la transparente oscuridad del cielo
caía en la colina.
Sintió en el pecho el bosque,
al fuerza incontenible de su altura,
y el paso de la sangre.
El hombre es una fuente, se decía,
cerrada, más oculta
que el fuego de la tierra.
Y miraba las luces,
la ciudad esperaba su regreso.
Amó feliz. Lloraba.
Y oyó. Iban los aires por las hojas
altos, locos los grillos,
y oyó el empuje de su sangre, fuerte
como un golpe de mar.
Oyó la lucha sorda de la luna
penetrando en el bosque, más arriba
el roce delicado de los astros,
y abrió los brazos, y ensanchó su pecho
desolado, nocturno,
y le invadió la tierra,
y el bosque, el viento, le invadió la madre.
Y tuvo buen sabor de su regreso.
Después miró sus manos
grandes, fieles, desnudas,
y en ellas ocultó su quieto rostro.
Presentía ya el alba,
y, libre, alzó la voz,
dejó su grito en el azar del viento,
se pobló la colina de rumores
estremecidos, largos.
Lejos, dormida, la ciudad temblaba.



MERE ROAD

A Felicidad Blanc 

Todos los días pasan,
y yo los reconozco. Cuando la tarde se hace oscura,
con su calzado y ropa deportivos,
yo ya conozco a cada uno de ellos, mientras suben en        grupos
o aislados
en el ligero esfuerzo de la bicicleta.
Y yo los reconozco, detrás de los cristales de mi cuarto.
Y nunca han vuelto su mirada a mí,
y soy como algún hombre que viviera perdido en una casa de una extraña ciudad,
una ciudad lejana que nunca han conocido,
o alguien que, de existir, ya hubiera muerto
o todavía ha de nacer;
quiero decir, alguien que en realidad no existe.
Y ellos llenan mis ojos con su fugacidad,
Y un día y otro día cavan en mi memoria este recuerdo
de ver cómo ellos llegan con esfuerzos, voces, risas, o pensamientos silenciosos,
o amor acaso.
Y los miro cruzar delante de la casa que ahora enfrente construyen
y hacia allí miran ellos,
comprobando cómo los muros crecen,
y adivinan la forma, y alzan sus comentarios
cada vez,
y se les llena la mirada, por un solo momento, de la fugacidad de la madera y de la piedra.
Cuando la vida, un día, derribe en el olvido sus jóvenes edades,
podrá alguno volver a recordar, con emoción, este suceso mínimo…
De pasar por la calle montado en bicicleta, con esfuerzo ligero
y fresca voz.
Y de nuevo la casa se estará construyendo, y esperará el jardín a que se acaben estos muros
para poder ser flor, aroma, primavera
(y es posible que sienta ese misterio del peso de mis ojos,
de un ser que no existió,
que le mira, con el cansancio ardiente de quien vive,
pasar hacia los muros del colegio),
y al recordar el cuerpo que ahora sube
solo bajo la tarde,
feliz porque la brisa le mueve los cabellos,
ha cerrado los ojos
para verse pasar, con el cansancio ardiente de quien sabe
que aquella juventud
fue vida suya.
Y ahora lo mira, ajeno, cómo sube
feliz, encendiendo la brisa,
y ha sentido tan fría soledad
que ha llevado la mano hasta su pecho,
hacia el hueco profundo de una sombra.



LA MANO DEL POETA (CERNUDA) 
A Claudio y Clara

(En viaje a Cambridge) 

I

Y recordé la mano muerta de la muchacha egipcia,
tras el cristal expuesta, en el vario y camótico museo de la ciudad,
contemplada por los turbados ojos de aquel niño
y por mí, indiferente.
Allí, en el polvo, petrificada por el tiempo,
supe que mutilar un cuerpo no era bárbara acción
porque sin vida es menos que lo menos.
Y no sentí vergüenza
por contemplar, emocionado,
el duro escarabajo en el podrido dedo.
Aquella piedra verde, más fresca que la carne,
tenía una hendidura,
porque el tiempo también la había corroído.
Era piedra difunta, que regresaba al polvo
con una lentitud mayor que la del hombre.
Y al recordar la mano aquella
dirigí la mirada hacia la mía,
y sentí en la otra mano su calor. 


II 


Fuera del coche estaba
desvaída la luz, y el cielo miserable,
y un cierto frío de mendigo.
Tuve extrañeza de la tierra aquella,
y percibí el consuelo de la noche ocultándola;
y miré aquellos días, pude abarcarlos todos con la memoria,
y los sentí vividos sin dolor, y sin amor vividos.
Viajaba a la ciudad donde quemaste
un breve plazo de tu escaso tiempo;
años de dura soledad, ya que eran años de tu vida.
Tuviste un mal destino,
pues tu constante huésped fue el fracaso;
sabías que en la lucha
siempre es el hombre puro el que perece.
Pero tú más inerme que los demás,
con menos fuerza que nosotros,
pues tu apetencia de la luz era más poderosa;
otros, para poder vivir, nos contentamos con mendrugos,
y aún nos arrasa en lágrimas los ojos
el sentimiento vil del agradecimiento.
Pero tú estabas hecho con el divino fuego de los héroes;
y se llenó tu pecho de mayor soledad,
de más fracaso, de la amargura más humana,
y ya nadie podía acercarse a tu persona.
Te contemplábamos de lejos, la lucha desigual,
y tú de pie;
la injusticia del hombre, las gigantes pasiones de tu espíritu,
y tú de pie;
la vejez que iba entrando en tu cansancio, y con perfidia te tino el cabello,
y tú de pie;
sosteniendo las piernas con las manos,
pero de pie,
con tu sola defensa: tu desdeñoso gesto, tu soberano orgullo
Y era tu espíritu el más débil,
pues tu apetencia de la vida era la más intensa;
advirtieron tu voz, cuando nacía
como el sonido que dejaba al aire
desvanecido por su ligereza;
en el oído de los hombres, tu voz sonaba ahora
con sonido de sombra perdurable.
Y aquí está tu valor, y aquí el fracaso,
pues tú amabas la vida, de tal modo la amaste
que no hubo queja en ti contra el misterio nunca.
Y a pesar del dolor y la amargura del alentar humano
defendiste la vida con amor,
y con amor la muerte:
aceptaste un destino rencoroso.
Miré fuera del coche, y alcé los ojos a la luz,
y estaba ya en su muerte
(y miré aquellos días, pude abarcarlos todos con la memoria,
y los sentí vividos sin dolor, y sin amor vividos),
y amé tan poca vida con una fuerza poderosa.
Pensaste acaso que aquí tú fuiste desamado,
y ahora tu oído es fino y no hay engaño: oyes
las no visibles ondas del amor
llegar hasta tu cuarto oscuro,
llegar en oleadas de esa vida
que detrás de tu puerta se ha quedado.

III

Y recordé la mano muerta del museo porque pensé en la tuya;
tu torpe mano en que se deshacía
la posible amistad, el necesario afecto de los hombres:
esa mano segura que imponía
soberbia servidumbre a la palabra.
Y la vi también muerta,
anónima en la sala de un museo, desnudo el largo dedo,
deteniendo, con invencible fuerza,
el caminar curioso de los cansados visitantes.
Después de tantos siglos
daba tu mano testimonio de este pasado tiempo
en que acordar la vida y la verdad es doloroso para el hombre,
y hace gemir tanto la vida
que el prodigio perdura ante el mirar humano.
Mas nadie allí sabría que, además de vivir,
aquella mano repartió la vida.
Y vi tu mano muerta en el viaje
que me llevaba a la ciudad donde viviste
sin tierra y sin amor,
con el deseo solo del amor y la tierra.
Y percibí que el mundo estaba oscuro, más allá de los faros.
Con sequedad nacida de un grave pensamiento
seguí trenzando el hilo del futuro:
mientras la vida alienta, el hombre quiere
mirar la muerte expuesta
en aquello que, un tiempo, retuvo en sí la vida,
para pensar que no se acaba completamente todo;
así procura vida la memoria
en el informe bulto de la muerte.
Y vi después tu mano, en la sala vacía del museo,
roto el frío cristal, ya solo polvo, naufragio indiferente
que la tierra y el cielo contemplaban.
Y al sentir en mi mano aún el calor
apresuré la marcha del viaje.



EN UN MISMO ESPEJO 

La luz se ha retirado del espacio,
y en la nieve se queda. Las montañas
dejan caer sus fatigadas sombras
en los valles. Y alguna llama late,
tan lejana y tan débil en la altura,
que añade soledad. Mi pensamiento,
dentro de mí, me duele. Tú has llegado,
y en esta oscuridad eres la música
que me desgarra, y en mis ojos quedan
estragos abundantes de tu fuego.
Ahora aloja tu casa también sombra,
y es la misma de aquí, y un pensamiento
te ha abrasado los ojos, mi figura
borrándote. La música ha logrado
trastornar tu belleza, como el tiempo.
La luz se ha retirado de la nieve,
la oscuridad rodea el mundo todo,
y en torno de mi cuerpo gimen sombras,
gimen sombras en torno de tu cuerpo.
Ciegos, miramos a la altura; yerra
sobre el mundo el dolor, y apresuramos,
con vasto desaliento, el tiempo vano.


ESTÁ EN PENUMBRA EL CUARTO 

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuantas cosas, como un puerto,
le estremecieron de muchacho. Antes
se tendía en la alfombra largo tiempo,
y conquistaba la aventura. Nada
queda de aquel fervor, y en el presente
no vive la esperanza. Va pasando
con lentitud las hojas. Este rito
de desmontar el tiempo cada día
le da sabia mirada, la costumbre
de señalar personas conocidas
para que le acompañen. Y retornan
aquellas viejas vidas, los amigos
más jóvenes y amados, cierta muerta
mujer, y los parientes. No repite
los hechos como fueron, de otro modo
los piensa, más felices, y el paisaje
se puebla de una historia casi nueva
(y es doloroso ver que, aun con engaño,
hay un mismo final de desaliento).
Recuerda una ciudad, de altas paredes,
donde millones de hombres viven juntos,
desconocidos, solitarios; sabe
que una mirada allí es como un beso.
Mas él ama una isla, la repasa
cada noche al dormir, y en ella sueña
mucho, sus fatigados miembros ceden
fuerte dolor cuando apaga los ojos.
Un día partirá del viejo pueblo
y en un extraño buque, sin pesar,
navegará. Sin emoción la casa
se abandona, ya los rincones húmedos
con la flor del verdín, mustias las vides;
los libros, amarillos. Nunca nadie
sabrá cuándo murió, la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.
(Las brasas)


AMOR EN AGRIGENTO 

(Empédocles en Akragas) 

Es la hora del regreso de las cosas,
cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta
y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;
tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.
Yo te recuerdo, con más hermosura tú
que las divinidades que aquí fueron adoradas;
con más espíritu tú, pues que vives.
Hay una angustia en el corazón
porque te ama,
y estas viejas columnas nada explican:
unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra
y descubrieron orígenes diversos en las cosas,
y advirtieron que espíritus opuestos los enlazaban
para que hubiese cambio, y así explicar la vida.
Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto la intimidad del mundo:
con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,
extendí la mirada sobre el valle;
mas pide el universo para existir el odio y el dolor,
pues al mirar el movimiento creado de las cosas
las vi que, en un momento, se extinguían,
y en las cosas el hombre.
La ciudad, elevada, se ha encendido,
y oyen los vivos largos ladridos por el campo:
este es el tránsito de la muerte, confundiéndose con la vida.
Estas piedras más nobles, que sólo el tiempo las tocara,
no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello
y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.
Yo sé por ti que vivo en desmesura,
y este fuerte dolor de la existencia
humilla al pensamiento.
Hoy repugna al espíritu
tanta belleza misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.
Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada
y el corazón alienta ya con frío,
contemplar la caída de los días,
desvanecer la carne.
Mas hoy, junto a los templos de los dioses,
miro caer en tierra el negro cielo
y siento que es mi vida quien aturde a la muerte.
(Poemas a la oscuridad)



LA DAMA 

Hemos gozado mucho de la dama,
aunque alguno, inocente en demasía,
detrás de la apariencia vio algún engaño oculto,
y no siguió nuestro gozar frenético;
como dama escogió a la insípida muerte.
Gocemos de la vieja prostituta, tan sabia
en el amor, y aunque nos manche nuestra joven carne
con hediondos afeites,
no hay otra vida que escoger podamos
sino esta vieja y negra prostituta. 


MÉTODOS DE CONOCIMIENTO 

En el cansancio de la noche,
penetrando la más oscura música,
he recobrado tras mis ojos ciegos
el frágil testimonio de una escena remota.
Olía el mar, y el alba era ladrona
de los cielos; tornaba fantasmales
las luces de la casa.
Los comensales eran jóvenes, y ahítos
y sin sed, en el naufragio del banquete,
buscaban la ebriedad
y el pintado cortejo de alegría. El vino
desbordaba las copas, sonrosaba
la acalorada piel, enrojecía el suelo.
En generoso amor sus pechos desataron
a la furiosa luz, la carne, la palabra,
y no les importaba después no recordar.
Algún puñal fallido buscaba un corazón.
Yo alcé también mi copa, la más leve,
hasta los bordes llena de cenizas:
huesos conjuntos de halcón y ballestero,
y allí bebí, sin sed, dos experiencias muertas.
Mi corazón se serenó, y un inocente niño
me cubrió la cabeza con gorro de demente.
Fijé mis ojos lúcidos
en quien supo escoger con tino más certero:
aquel que en un rincón, dando a todo la espalda,
llevó a sus frescos labios
una taza de barro con veneno.
Y brindando a la nada
se apresuró en las sombras.




DEFINICIÓN DE LA NADA 

No se trata de un hueco, que es carencia,
ni del reverso de la luz;
pues todo lo que niega constituye.
Tampoco del silencio, que aunque no es supresión,
difunde en un sinfín naturaleza extensa.
Porque hablamos desde este fiel engaño de la ficción de la palabra
podemos enunciar esta pausa solemne:
no se trata de la existencia cierta del concepto de Dios como Imposible.
Ni siquiera es tampoco la previa negación de alguna insuficiencia.
Lo pensáis como un frío, mas esa es vuestra carne.
No afirma y nada niega su firme coherencia.



SÁBADO 

Esta es la noche sorprendente;
surge, de un mundo oscuro, la soledad, y se une a la alegría,
y anda libre el deseo en pos de su inminencia.
El alborozo de los ojos desnuda a la ciudad,
hermosa igual que un firmamento.
Quizás hallemos hoy la dicha,
pues cada sábado nocturno, en estas calles, la hace siempre posible,
sin que, a primeras horas, aún importe la edad.
Cabinas telefónicas en donde la memoria marca secretos números,
o bares sucesivos y abundantes esquinas,
te ofrecen la belleza que persigues,
y para disfrutarla tú dispondrás después de alguna oscuridad.
Y todo podrá ser, porque lo fue otras veces.
Mas no te sientas nunca el dueño de la noche:
son rostros numerosos, y también desatentos;
puede el hado no serte favorable,
y hace algún tiempo ya que lo sabes hostil.
Mas no abandones nunca la esperanza
de ese dormir, si en ello va tu vida:
cansado, y por rutina, busca atento
el rostro alegre y ciego de tanta juventud.
(Insistencias en Luzbel)




RELATO SUPERVIVIENTE 


A Carlos Bousoño 

(Feria de julio en Valencia) 

Después del espectáculo brillante, del entusiasmo
de la apretada multitud,
poseído de una creciente repugnancia,
he subido las laderas de Delfos,
en donde el sol enloquecía los moribundos gritos de las aves,
y he asistido desde el mísero templo, desde el lugar famoso
de las antiguas vanidades (nidal de la rapiña,
trofeo de la guerra, solar arruinado de las artes,
cascara de la vida),
a ese momento que justifica al hombre,
pues otra vez yo vi cómo su rostro se mudaba,
y la emoción de aquel hundido valle de olivos silenciosos
reposando en el mar
apagaba la luz del fatigado cuerpo adolescente,
y lo dejaba como una piedra desvaída, de oro;
y pude así pensar,
con el terror que da el conocimiento más profundo,
en el azar de los encuentros de los hombres,
no solo en el espacio,
también en la oquedad ilímite del tiempo.
Imaginando las más sutiles traiciones del artista
—desnuda y fría piedra,
o en el calor mentido de algún bronce—,
cosa más fácil fuera aproximarse a su persona
en el sueño apagado de algún museo venerable;
pero su carne verdadera, esa que el tiempo muerde
con infame castigo, latía,
y era vida, y en ella había espíritu.
Y aquel suceso natural pudo no ser, mas fue,
y así es posible hoy la nobleza, la feliz dignidad,
como en otros momentos la degradada condición del hombre.
He regresado el tiempo hasta París, y soy ese muchacho
que avanza por la noche entre banderas, y ruidos de músicas,
por la avenida iluminada donde los bailes giran, y giran las cinturas de las niñas,
las piernas enlazadas, quebrados pantalones, sucias barbas, besos extintos, huecas risas,
y en los ciegos umbrales de locales nocturnos
gasta el muchacho su mirada
no para ver virtud, sino la paz de los pecados en penumbra,
porque la calle es vómito,
y el cuerpo del muchacho es todavía
un lugar inocente.
Avanzaba la noche, la fiesta nacional, bulliciosas cohortes callejeras,
y una vergüenza súbita por no estar degradado;
con asco del pecado, entonces supe
que hay un peor castigo para el hombre:
la soledad sentida como infame.
Y en el calor de julio, agolpado el cansancio en mi mirada
y extraño de mi vida, me senté en un café
no lejano del río. El tiempo no era nada,
solo calor.
Y, de repente, gotas
gruesas, los distanciados golpes
de la lluvia que cae,
el raudal reunido de su música,
súbitas carreras, agudos gritos,
y el agua cae en la desierta calle, potente, victoriosa.
(El tiempo no es ya nada: un estupor del ojo.)
Pronto cesa.
y ahora se llaman todos, gritan, ríen.
Y vamos hacia el puente, por donde regresamos,
con amor confiado,
al reposo del lecho.
El tiempo, rodadizo, llega de los caminos polvorientos
con crecido cansancio, y el buen olor de los bosques ocultos.
Y así, sin que mis manos golpeasen las aldabas de plata
me he adentrado en Salzburgo,
en la mansión del aire claro;
he penetrado el centro de la rosa.
Desde el cercano cielo
la luz cae en las ramas de los montes,
roza con labios rosas largos muros,
y en las plazas hay fresca sombra, y alas.
Mana la claridad del río, vive
la gracia en el jardín, los aros ruedan,
ruedan las bicicletas entre flores,
sube una voz, hay revuelo de faldas,
fuentes, silencio en las ventanas, un castillo
elevado, la paz de un cementerio,
tras la penumbra el oro de un altar.
Miro la luz, la música del aire,
las altas curvas de las torres,
la vida de este día…
… Y ahora muere.
En este lago alpino,
lejos de la ciudad,
donde solo se escucha la imprecisa cascada,
debajo de una luz desvanecida
te llevo de la mano.
Hemos mirado, en el silencio,
caer las sombras de los montes (altos
muros subiendo hacia una luz ya no posible),
caer en estas hondas aguas,
cegar la noche el bosque.
Y ahora el pecho palpita, nuestros labios
queman su piel, el alma
gime. Cercanos, se han abierto tus ojos,
y en ellos he sabido, trastornado,
que la felicidad existe.
Con ella regresamos. Sobre el suelo
posa la sombra del olvido,
aún nuestros pasos resonando
junto a la orilla negra, por el borrado bosque;
yacen gritos de pájaros, los perezosos roces
de las barcas, el amor de los pechos.
Me quiero recordar, y recordarte. Juntos los dos
volvíamos del lago,
con el cuerpo inmortal,
pues la dicha habitaba nuestra carne.
También cae el olvido en la mirada:
en la cueva del bosque
veíamos volar miles de luces
diminutas; silenciosos insectos que vivían
para que adivináramos su muerte.
Estos lugares pasan traídos del azar
hasta mis ojos,
tocando el corazón.
Ahora llega Ferrara: apenas el labrado recuerdo
de una esquina de piedra.
Es la emoción del orden
lo que Ferrara en mí revive,
y no hay recuerdos casi de su imagen.
Esta ciudad nacida de unas mentes robustas
deja en la soledad humana
orden afortunado.
La noche de Corfú no la diré;
que la sepulte el polvo de otras noches,
pues la felicidad del hombre, así vivida,
demanda solo muerte.
Mas vivo en esta tarde, y otros días
vendrán, y otros lugares
de la tierra. Ocasiones de amor
o de dolor que, con firmeza,
me irán envejeciendo.
Tarde aspiro un aroma,
y es la lejana primavera de Oxford
nacida junto al río, que me trae
de anchos sombreros de ceniza, jóvenes voces
que enronquecen súbitas, chaquetas colegiales
de abundantes colores y un seco tacto.
Desciende el sol, un sol igual al de Faestos.
Muchachos con levita lanzan, subidos en los árboles,
los sombreros de copa, los graznidos,
un humo negro de pistolas.
Y por el río bajan los veloces remeros
centelleando al sol, rodeados de gritos
ahora sordos, y con los huesos húmedos.
Es un esfuerzo hermoso, como el verdín
que les recubre, una tarde dichosa
de juventud y de belleza;
transcurren las carreras, y en su fervor
sigo bebiendo un líquido viscoso, y asisto todavía
al espectáculo correcto de una cortés conversación
de centenares de personas, bajo abiertas sombrillas,
aunque yo siento frío, y los ojos se nublan
y una tierra me da nuevo sabor,
Y hondo caigo
por el vacío inmenso de la vida acabada,
con ese gesto inútil, en el terror del ojo,
del esfuerzo de un brazo
rompiendo con el remo la quieta superficie
de las aguas, el silencio del sol.


LA PERVERSIÓN DE LA MIRADA 


La niña, 
con los ojos dichosos, 
iba —rodeada 
de luz, su sombra por las viñas— 
a la mar. 
Le cantaban los labios, 
su corazón pequeño le batía. 
Los aires de las olas 
volaban su cabello. 
Un hombre, tras las dunas, 
sentado estaba, 
al acecho del mar. 
Reconocía la miseria humana 
en el gemido de las olas, 
aullando de dolor, 
de soledad, ante un destino ciego. 
Absorto las veía 
Llegar del horizonte, eran 
el profundo cansancio del tiempo. 
Oyó, sobre la arena, 
el rumor de unos pies 
detenidos. 
Ladeó la cabeza, pesadamente 
volvió los ojos: 
la sombría visión que imaginara 
viró con él, todavía prendida, 
con esfuerzo. 
Y el joven vio que el rostro 
de la niña 
envejecía misteriosamente. 
Con ojos abrasados 
miró hacia el mar: las aguas 
eran fragor, ruina. 
Y humillado vio un cielo 
que, sin aves, estallaba de luz. 
Dentro le dolía una sombra 
muy vasta y fría. 
Sintió en la frente un fuego: 
con tristeza se supo 
de un linaje de esclavos. 


EL MENDIGO 
A Ángel González 

Extraño, en esta noche, he recordado
una borrada imagen. El mendigo
de mi niñez, de rostro hirsuto, torna
desde otro mundo su mirada dura.
Llegaba al mediodía, y un gruñido
de animal viejo le anunciaba. (Toda
la casa estaba abierta, y el verano
llegaba de la mar.) Andaba el niño
con temor a la puerta, y en su mano
depositaba una moneda. Era
hosca la voz, los ojos fríos de odio,
y sentía un gran miedo al acercarme,
la piedad disipada. Violenta
la muerte me rondaba con su sombra.
Solo después, al ver a los mayores
hablar indiferentes, ya de vuelta,
se serenaba el pecho. Me quedaba
cerca de la ventana, y frente al mar
recordaba las sombrías historias.
Esta noche, pasado tanto tiempo,
su presencia terrible y misteriosa
me ha desvelado el sueño. Ningún daño
he sufrido de aquella voluntad,
y el hombre ya habrá muerto, miserable
como vivió. Aquellos años, otros
muchos mendigos iban por las casas
del pueblo. Todos, sin venganza, yacen.
Surgen sus sombras; la memoria turba
un reino frío y solitario y vasto.
Poderosos, ahora me devuelven
la mísera limosna, la piedad
que el hombre, cada día, necesita
para seguir viviendo. Y aquel miedo
que de niño sentí, remuerde ahora
mi vida, su fracaso: un anciano
me miraba con ojos inocentes.



DIALOGANTE HEDOR

En un rincón, con frío, viendo cómo la noche
entra por la ventana, oculta el mundo,
y el viento de la noche se apodera del cuarto,
ingresa negro en mis oídos,
se aloja en mí con vivas desventuras,
y sé que no reposa.
Yo recogí en los ojos sol, y cielos,
hojas mojadas de alta luz, ríos quemados,
la violenta caída de la luz
en barrancos de adelfas, luces que eran mi vida.
Recogí mucha luz, y la devuelvo
amada, y más oscura,
a la abierta región que ella renueva.
Brama el viento hospedado, me muerde la cabeza,
y el amor es un frío.
Ha llegado otra vez,
siempre me agita ver la que conmigo dialoga,
sus sentencias son hueras, pues es muda,
su figura es estable, pues es siempre,
me humilla su improperio, pues es mueca.
Negra es la luz, y hiede.
Mi vana castidad es repugnancia,
y es más débil el odio que su amor.
Ha cesado la luz, no existen días,
y será inacabable este acto inmundo.


RESPIRACIÓN HACIA LA NOCHE
A Eusebio Sempere 

¿En dónde está la noche, donde existe
sólo la noche?
hablo de la perduración.
Se extiende allí la dicha en la desdicha
y se anulan las sombras,
la apagada alegría en el hueco invisible,
segregados lo bello y el deseo
(sin servidor el abolido).
Porque aún estoy en la cárcava del día,
Y todo es flor, y día,
y el ojo de mi frente ve las cosas
irremisibles,
y la severidad de la belleza
me pide prestación como a un esclavo.
Alegría es la luz, el aire,
la carne es alegría,
y cuando se fatigan y se apagan
entonces son visibles
la luz, la carne, el aire, el daño.
No pude soportar el clamor de la dicha.
y un generoso dios
me quebrantó el oído.
Mas está la memoria, sabe
que hubo el ofrecimiento:
la vida pudo ser.
Por ello la amo tanto.
¿Y en dónde está la noche
de la noche?



AULLIDOS Y SIRENAS 
A Alejandro Duque Amusco 

Hace ya un tiempo, más allá de esta casa que se aísla en la noche,
y en esta habitación del único habitante, y la callada luz que da sonido a un libro,
se escucha la inquietud de esta ciudad que estaba confiada,
pues se repiten, raudas, las sirenas, y se extinguen, retornan,
y el silencio no puede reposar.
También en el verano, en las desnudas noches de la luna más grande,
a la casa escondida entre los pinos,
en otra habitación de un único habitante, y una luz que desvela la ceguedad profusa de otro libro,
se extinguen y retornan, junto al cercano aullido de un perro solitario, los gritos angustiados de otros perros,
y solo en la mañana, que apaga las estrellas y nos borra el misterio,
y hace la realidad de nuevo conocida, aunque nos llega lívida,
enmudecen sus fauces fatigadas, y el sueño, como a ellos, me consuela, desde su corrupción, de tanta inmerecida corrupción.
En la lenta caída de la tarde, distantes ya las horas del oro de la siesta,
la intimidad del campo hace feliz la vida;
va la tierra, con flores y con montes, a la orilla del mar,
y deliran los pájaros en la rosa de luz,
antes que sea el cielo el panal bullicioso y callado de los astros.
Envuelta en sombra y tiempo está la casa,
los espejos vacíos, y ahora mis ojos miran, tras del cristal, allí, los huertos invernales y las sendas con humo,
y escucho en la ciudad estos largos aullidos de sirenas y perros.
Estoy, sin realidad, en Elca y en Madrid. Ahora pasáis la página. Me rozáis el collar. La habitación, a oscuras y cansada.



EN LOS ESPEJOS DE LOS ASTROS 

Observan que, en la noche iluminada,
rueda una estrella de cristal que tiembla,
Y allí encuentran sus ojos, en lo oscuro,
el misterio encendido.
Y esa llama es tan solo nuestra vida,
que abre también sus ojos, y pregunta
a quien así nos mira, qué encendido
misterio es su belleza. Todo acaba
borrándose, y el más duro fracaso
y el más digno, es la muerte que rueda.
Los astros se avecinan en la noche,
y acaso el pensamiento del que mira
su rostro en el espejo de este cielo
de tantos rayos de oro, y tan helado,
sea también gustar, aunque me ignore,
la ceniza caliente de una carne,
saber que la respuesta es no saber,
y que toda materia es soledad
que daña, y no se queda, y nos apaga.
Aleja tu mirada de la Tierra,
igual que aparto yo tu luz cansada.
No acerques mi existencia a tu vacío,
y que tu olvido cubra mi silencio.



EL OJO SOLITARIO DE LA NOCHE 

Tras del cristal el aire oscuro es vuelo
que a ningún sitio va
y que nadie detiene,
y todo es un triángulo vacío, y un silencio
quiero apresurar.
Pasa un ave de sombra que no veo
entre los eucaliptos y los astros,
y golpea el vacío con las alas:
sorda el ala de vida,
rauda el ala de la muerte
Ha entrado ya en la noche,
y me golpea el pecho desde allí y desde adentro,
y ahora el silencio se oye
ingresar, y morar, en el triángulo,
allí donde no iré
y en donde me reflejo.
Escribo estas palabras, y no entiendo
por qué tan solo soy (yo que no soy)
la confusión de unos sordos sonidos.



EL OSCURO OYE CANTAR LA LUZ 

Ese canto del pájaro en la luz, que pulsa el mediodía,
pues nada ahora contemplo sino la luz
que breve se estaciona, o fluye rauda
o es espaciosa sala de los verdes
o caudal amarillo de los aires.
Se ha instalado en la luz, y no es visible,
el delirio, la música del pájaro.
Todo está en la mañana, ¿y en dónde yo,
que escucho la delicia, y no me veo?
Pues solo puedo ver el lugar que ahora canta,
la deslumbrada luz del mundo entero,
desde este rostro a oscuras, misterioso,
porción sola del mundo que no puedo mirar.
Abierto a lo creado, y deseoso de él,
y ciego para mí, desconocido,
en la busca hacedera de un espejo
en donde luminoso conocerme:
y, al fin, saber si el ojo que así mira
es también luz,
o sólo oscuridad, como ahora palpo.
Un pájaro sin voz, sin luz, está cantando
su canto perdurable.
Pues no tuvo principio, no tendrá acabamiento.
Atiendo en mí su tránsito.
Me golpean sus alas desde su inexistencia
y es, por ello, que nada significo.
Y llega, sorda y fría, la ausente luz final,
la hueca luz final de su negro aletazo.



DISCURSO DEL AGRAVIO 

Después de atravesar la luz el ojo
y la carne saber la propia carne
el amor de la vida llena el pecho.
Mas tengo ya una edad tan prevenida
que es desatino amar con fuerza el mundo,
pues en él no hay memoria, y es avara
la vida en sentimiento a quien lo exige.
No me exceda el amor, pues no merezco
sufrir la sequedad de la belleza.
Te llamé prostituta y vieja un día,
pues eres lo real: goces innobles
que a tu negar yo iba arrebatando
y, apagado el ardor, el daño oscuro
de quien se sabe a la intemperie, y solo.
Si tú conciertas siempre tu figura
con engaño de eterna, es el cambio
la condición con que se ausenta el hombre,
y tú su causa eres. Mi fortuna
pudiera ser mejor, pues aunque siempre
es el llegar, querer, después rompernos,
no siempre eres funesta: es tu estado
no sólo aquel con que me obligas, sabes
ser de algunos mujer. Y siempre viuda.
De ti nada me llevo, mas tampoco
de mí te queda nada: vanas quejas
que el viento restituye en el olvido.
Y eres viuda de nadie, que al dichoso
tampoco necesitas; no recuerdas,
pues nunca has conocido a quien te ama.
Roza el aire una rosa suavemente
y me trae su aliento, y estoy vivo,
y dejo estas palabras en la tarde.
La vida no se salva, y el presente
rescata del pasado solo sombras.
La ingrata desmemoria, poca y seca,
me previene otra estancia, ya absoluta,
donde el no haber vivido nos afirma. 



NO ES VANO ANDAR POR EL CAMINO INCIERTO 

No es vano andar por el camino incierto
de un extraño país, si con la tarde
se acercan las muchachas para verte
pasar, y se enamoran. Oh, tú escoge
la que de hermoso cuerpo llorar sepa
más tiernamente tu partida. Allí
tu don deja en su vientre, de tus labios
incomprensibles las palabras salgan
y turbadoras. Tiembla si en tu pecho
su cabeza descansa con fatiga
después, mirándote a los ojos. Tú,
con los primeros astros del verano,
levántate del lecho y deja el bosque.
Tu nombre no lo sepa. Ya, extranjero,
puedes silbar, el occidente muere
de roja luz de sol, dormirás solo,
con la tibieza de la noche encima.
Tiempo de recordar las amarguras
de tu pequeña vida, los dos ojos
cierras para dormir y se humedecen
como las flores en el alba. Sueña
que hay Dios, y que hay amor en el camino,
y que tus hijos crecerán hermosos.



EN LA REPÚBLICA DE PLATÓN 

Recuerdo que aquel día la luz caía envejecida
en los fértiles valles extranjeros,
contemplada, desde la cumbre del mediano monte,
por mis ojos cansados.
Los guerreros de mayor juventud
y algunos de mis hijos, escogidos por su hermosura,
pusieron en mi frente sucesivas coronas de laurel,
y estrecharon mis manos con las suyas.
Cuando él llegó hasta mí, temblé; y arrebatando
de sus manos la rama de laurel
le cubrí la cabeza juvenil con la fronda de dios.
Posé mi mano en el desnudo hombro.
Aquellos días de campaña
fueron lentos, afortunados de valor,
y anidaba en mis ojos
la oscura luz de la felicidad del hombre.
Adornada de mirto y flor, compartimos la tienda,
¡vigilada por el fuego campamento!
y la insomne mirada de centinelas escogidos,
el vino y la comida compartimos, y en el festín
nadie, respetando mi más secreta voluntad, mostraba la alegría
mientras Licio ocultara la suya tras los labios.
Y al par que conquistamos aquel reino enemigo
hice mío su corazón, y le di vida.
Hoy miro las fogatas del viejo campamento,
bajo la fosca noche,
desde esta vil litera humedecida
en la que, consumido por la fiebre,
sostengo el cuerpo sin vigor momentáneo;
y oigo lejano el juvenil clamor por Trasímaco el héroe.
Sobre el hombro de Licio, me contaron mis hijos,
puso su mano con firmeza,
y este le abraza, según ley, y es por él abrazado.
Hoy visitó la retaguardia, y fueron complacientes con él
los magistrados, y admirado por los muchachos que aprenden en la guerra,
y obsequiado de todas las mujeres.
Y yo le di el abrazo, y el discurso amistoso de la bienvenida.
Iba con él el joven Licio.
Dejando el campamento mujeril
pasaron ante mi,
y vi en los ojos del muchacho turbación y reproche.
Corren rumores que la campaña del Asia está ya próxima,
y urge curar el cuerpo con gran prisa
ejercitarlo en el gimnasio,
acudir otra vez al campo de batalla.
Y pienso, sin embargo, que es inútil mi sueño,
pues las fatigas de los años tributan consunción en el cuerpo,
y hace sufrir la mordedura del dolor.
Hundido en la litera, miro hacia el fuego que rodea su tienda,
y puedo interpretar la mirada de Licio:
todavía me ama.
Excelsas son las aptitudes de su cuerpo y su espíritu,
y harán de él un héroe de los griegos.
Próxima está la campaña en el viejo continente,
de condición cruel y largos años,
y nadie igualará su decisión briosa.
Caerá la sombra entonces sobre mí; cuando regrese
no sentiré su mano sobre el hombro.
Licio presidirá gloriosos funerales.



EN UN MISMO ESPEJO 

La luz se ha retirado del espacio, 
y en la nieve se queda. Las montañas 
dejan caer sus fatigadas sombras 
en los valles. Y alguna llama late, 
tan lejana y tan débil en la altura, 
que añade soledad. Mi pensamiento, 
dentro de mí, me duele. Tú has llegado, 
y en esta oscuridad eres la música 
que me desgarra, y en mis ojos quedan 
estragos abundantes de tu fuego. 
Ahora aloja tu casa también sombra, 
y es la misma de aquí, y un pensamiento 
te ha abrasado los ojos, mi figura 
borrándote. La música ha logrado 
trastornar tu belleza, como el tiempo. 
La luz se ha retirado de la nieve, 
la oscuridad rodea el mundo todo, 
y en torno de mi cuerpo gimen sombras, 
gimen sombras en torno de tu cuerpo. 
Ciegos, miramos a la altura; yerra 
sobre el mundo el dolor, y apresuramos, 
con vasto desaliento, el tiempo vano. 



ESTÁ EN PENUMBRA EL CUARTO 

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuantas cosas, como un puerto,
le estremecieron de muchacho. Antes
se tendía en la alfombra largo tiempo,
y conquistaba la aventura. Nada
queda de aquel fervor, y en el presente
no vive la esperanza. Va pasando
con lentitud las hojas. Este rito
de desmontar el tiempo cada día
le da sabia mirada, la costumbre
de señalar personas conocidas
para que le acompañen. Y retornan
aquellas viejas vidas, los amigos
más jóvenes y amados, cierta muerta
mujer, y los parientes. No repite
los hechos como fueron, de otro modo
los piensa, más felices, y el paisaje
se puebla de una historia casi nueva
(y es doloroso ver que, aun con engaño,
hay un mismo final de desaliento).
Recuerda una ciudad, de altas paredes,
donde millones de hombres viven juntos,
desconocidos, solitarios; sabe
que una mirada allí es como un beso.
Mas él ama una isla, la repasa
cada noche al dormir, y en ella sueña
mucho, sus fatigados miembros ceden
fuerte dolor cuando apaga los ojos.
Un día partirá del viejo pueblo
y en un extraño buque, sin pesar,
navegará. Sin emoción la casa
se abandona, ya los rincones húmedos
con la flor del verdín, mustias las vides;
los libros, amarillos. Nunca nadie
sabrá cuándo murió, la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.



AMOR EN AGRIGENTO 
(Empédocles en Akragas) 

Es la hora del regreso de las cosas,
cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta
y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;
tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.
Yo te recuerdo, con más hermosura tú
que las divinidades que aquí fueron adoradas;
con más espíritu tú, pues que vives.
Hay una angustia en el corazón
porque te ama,
y estas viejas columnas nada explican:
unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra
y descubrieron orígenes diversos en las cosas,
y advirtieron que espíritus opuestos los enlazaban
para que hubiese cambio, y así explicar la vida.
Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto la intimidad del
mundo:
con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,
extendí la mirada sobre el valle;
mas pide el universo para existir el odio y el dolor,
pues al mirar el movimiento creado de las cosas
las vi que, en un momento, se extinguían,
y en las cosas el hombre.
La ciudad, elevada, se ha encendido,
y oyen los vivos largos ladridos por el campo:
este es el tránsito de la muerte, confundiéndose con la vida.
Estas piedras más nobles, que sólo el tiempo las tocara,
no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello
y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.
Yo sé por ti que vivo en desmesura,
y este fuerte dolor de la existencia
humilla al pensamiento.
Hoy repugna al espíritu
tanta belleza misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.
Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada
y el corazón alienta ya con frío,
contemplar la caída de los días,
desvanecer la carne.
Mas hoy, junto a los templos de los dioses,
miro caer en tierra el negro cielo
y siento que es mi vida quien aturde a la muerte.
(Poemas a la oscuridad) 


LA DAMA 

Hemos gozado mucho de la dama,
aunque alguno, inocente en demasía,
detrás de la apariencia vio algún engaño oculto,
y no siguió nuestro gozar frenético;
como dama escogió a la insípida muerte.
Gocemos de la vieja prostituta, tan sabia
en el amor, y aunque nos manche nuestra joven carne
con hediondos afeites,
no hay otra vida que escoger podamos
sino esta vieja y negra prostituta. 



DISCURSO DEL AGRAVIO 

Después de atravesar la luz el ojo 
y la carne saber la propia carne 
el amor de la vida llena el pecho. 
Mas tengo ya una edad tan prevenida 
que es desatino amar con fuerza el mundo, 
pues en él no hay memoria, y es avara 
la vida en sentimiento a quien lo exige. 
No me exceda el amor, pues no merezco 
sufrir la sequedad de la belleza. 
Te llamé prostituta y vieja un día, 
pues eres lo real: goces innobles 
que a tu negar yo iba arrebatando 
y, apagado el ardor, el daño oscuro 
de quien se sabe a la intemperie, y solo. 
Si tú conciertas siempre tu figura 
con engaño de eterna, es el cambio 
la condición con que se ausenta el hombre, 
y tú su causa eres. Mi fortuna 
pudiera ser mejor, pues aunque siempre 
es el llegar, querer, después rompernos, 
no siempre eres funesta: es tu estado 
no sólo aquel con que me obligas, sabes 
ser de algunos mujer. Y siempre viuda. 
De ti nada me llevo, mas tampoco 
de mí te queda nada: vanas quejas 
que el viento restituye en el olvido. 
Y eres viuda de nadie, que al dichoso 
tampoco necesitas; no recuerdas, 
pues nunca has conocido a quien te ama. 
Roza el aire una rosa suavemente 
y me trae su aliento, y estoy vivo, 
y dejo estas palabras en la tarde. 
La vida no se salva, y el presente 
rescata del pasado solo sombras. 
La ingrata desmemoria, poca y seca, 
me previene otra estancia, ya absoluta, 
donde el no haber vivido nos afirma. 




PALABRAS DESDE UNA PAUSA 

A Elizabeth Lipton 

El tiempo es un anciano que descansa.
El hombre mira el mundo cada día
con el fervor de aquel que se despide
de todo y de sí mismo. Y apresura
unas palabras rotas, más ardientes
que el mismo amor, y escucha los latidos
sordos y solos de su ser oscuro.
El quisiera crear un Dios eterno
que le pudiera amar, y así salvarle
ojos, dicha, secretos, la memoria
y este conocimiento del dolor.
Mas ese torpe anciano se levanta
para andar otra vez, no sabe adonde,
sin ver el mar, oler las rosas rojas,
oír cantar los mirlos. Con su tacto
de hielo va en busca de más frío.
Y el hombre abandonado entra en su noche
para perder la carne y la memoria.
Se ausenta de la luz; y luego ingresa
sin rencor ni sonrisa en el olvido.
que le pudiera amar, y así salvarle
ojos, dicha, secretos, la memoria
y este conocimiento del dolor.
Mas ese torpe anciano se levanta
para andar otra vez, no sabe adonde,
sin ver el mar, oler las rosas rojas,
oír cantar los mirlos. Con su tacto
de hielo va en busca de más frío.
Y el hombre abandonado entra en su noche
para perder la carne y la memoria.
Se ausenta de la luz; y luego ingresa
sin rencor ni sonrisa en el olvido.




¿Quién yace aquí, debajo de estas losas?
Ahora la sombra, pero fue locura
de amor cuando viviera; no perdura
la humana luz, ni su pasión, hermosas.
Siempre acaba el amor. Todas las cosas
su luz menguada extinguen, y en la hondura
vacía de la nada tanto dura
olor de los humanos o de rosas.
Pensáis que yo estoy vivo porque canto
con viva voz, junto al que escucha, un sueño
que pudiera ser vuestro y sólo es mío.
Bien muerto estoy, pues ni siquiera hay llanto
después de este dolor, y no soy dueño
suyo. No tiene mar mi pobre río.