miércoles, 8 de octubre de 2014

Kjell Askíldsen

Sus obras en español están publicadas por la editorial “Lengua de Trapo”. 
Nace el 30 de septiembre de 1929, Mandal, Noruega siendo uno de los grandes maestros actuales del relato breve. Dice de él el escritor argentino Rodolfo Fogwil:
“Es un artista del narrar y ha creado un estilo indeleble. Puede narrarlo todo y de la mejor manera con personajes sin rostro ni más rasgos físicos que el detalle indispensable, con nombres que se olvidan de inmediato, sin tonos de voz; representando diálogos reducidos al mínimo y muy a menudo sin saltos de párrafo ni comillas; con emociones transmitidas por una palabra o por un impulso a actuar; con climas y estaciones indicadas apenas por la luz o por ínfimas señales del cuerpo o del espacio natural; con tragedias resumidas por la simple evocación de una imagen visual y un clímax erótico logrados por el leve desplazamiento de una mano, o con odio significado por el movimiento de un cuerpo que sale a prender un cigarrillo. Con semejante material ha podido crear un mundo. Su mundo: algo que invita a ser revisitado para recuperar la noción de ficciones verdaderas”.


Ajedrez 

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por qué vivir, tampoco tiene nada por qué morir. Tal vez sea ese el motivo.

Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez. «Sigues vivo», dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. «La vida es dura –dijo- no hay quien la aguante». Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo sólo unas cuantas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, me e pregunto dónde lo habrá aprendido.

Seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de ta, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. «Eso lleva mucho tiempo — y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes». Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo hubiera merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas. «No lleva más de una hora», dije. «La partida sí —contestó—, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo». No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: «De modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya». «Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida». Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. «Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos», dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. «No ha sido mi intención herirte», dijo. «¿Herirme?», contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. «Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito». Me puse de pie y le solté un discurso: «Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo». Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: «Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez». Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: «Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante».

Exactamente así era mi hermano. Por cierto, se murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que hubiera querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.

Al fin y al cabo éramos hermanos.




En el café 

Una de las últimas veces que estuve en un café fue un domingo de verano, lo recuerdo bien, porque casi todo el mundo iba en mangas de camisa y sin corbata, y pensé: tal vez no sea domingo, como yo creía, y el hecho de que pensara exactamente eso hace que me acuerde. Me senté en una local, a mi alrededor había mucha gente tomando canapés y bollos, pero casi todas las sola persona. Daba una gran impresión de soledad, y como llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie, no me hubiera importado intercambiar unas cuantas palabras con alguien. Estuve meditando un buen rato sobre cómo hacerlo, pero cuanto más estudiaba las caras a mi alrededor, más difícil me parecía, era como si nadie tuviera mirada, desde luego el mundo se ha vuelto muy deprimente. Pero ya había tenido la idea de que sería agradable que alguien me dirigiera un par de palabras, de modo que seguí pensando, pues es lo único que sirve. Al cabo de un rato supe lo que haría. Dejé caer mi cartera al suelo fingiendo que no me daba cuenta. Quedó tirada junto a mi silla, completamente visible a la gente que estaba sentada cerca, y vi que muchos la miraban de reojo. Yo había pensado que tal vez una o dos personas se levantarían a recogerla y me la darían, pues soy un anciano, o al menos me gritarían, por ejemplo: «Se le ha caído la cartera». Si uno albergara esperanzas, se ahorraría un montón de decepciones. Estuve unos cuantos minutos mirando de reojo y esperando, y al final hice como si de repente me hubiera dado cuenta de que se me había caído. No me atreví a esperar más, pues me entró miedo de que alguno de aquellos mirones abalanzara de pronto sobre la cartera y desapareciera con ella. Nadie podía estar completamente seguro de que no contuviera un montón de dinero, pues a veces los viejos no son pobres, incluso puede que sean ricos, así es el mundo, el que roba en la juventud o en los mejores años de su vida tendrá su recompensa en su vejez.

Así se ha vuelto la gente en los cafés, eso sí que lo aprendí, se aprende mientras se vive, aunque no sé de qué sirve, así, justo antes de morir.




El significado 

Ella llegó sigilosamente a casa, no encendió la luz. El se despertó justo cuando ella se estaba acostando. Preguntó qué hora era. Las dos, contestó ella. Él preguntó qué tal había estado. Bueno, contestó ella, no ha estado mal. Él necesitaba ir al baño, se había bebido tres cervezas antes de acostarse, sobre las doce. Miró su reloj. Eran las tres. Son las tres, dijo al volver al dormitorio. Ah, bueno, contestó ella, dispuesta a acurrucarse junto a él. El se apartó y dijo: Cierran a las dos. Me acompañaron hasta casa, dijo ella, el tipo se parecía a Stalin, bueno, no exactamente hasta casa. No quiero seguir, dijo él. No me acosté con él, dijo ella. No quiero seguir, repitió él. No es fácil venirse directamente a casa, dijo ella. Claro que no, contestó él. Había un tipo que quería acostarse conmigo, pero le dije que estaba casada y entonces se marchó. ¿De verdad se lo dijiste? Qué valiente por tu parte. No me quieres nada, dijo ella. Ahora quiero dormir, dijo él. Todo lo que hago está mal, dijo ella. Él no contestó. No he hecho nada malo. No, qué va, dijo él. El tipo sólo intentaba mostrarse amable, dijo ella. Claro que sí, contestó él, durante una hora. Lo que pasa es que estás celoso, dijo ella. ¿Solo eso? Preguntó él. Ni siquiera te atreves a preguntar si me besó, dijo ella. Así es, dijo él, o si tú le besaste a él. No significó nada, dijo ella. Claro que no, dijo él, esas cosas nunca significan nada, ¿qué pueden significar? Claro que no significan nada, lo único que significa algo es… ¿Qué?, preguntó ella. Nada, nada, contestó él.




Thomas 

Soy terriblemente viejo. Ya me resulta casi tan difícil escribir como andar. Voy despacio. No logro más que unas cuantas frases al día. Y hace poco me desmayé. Se estará acercando el final. Fue mientras estaba resolviendo un problema de ajedrez. De repente, me sentí extenuado. Tuve la sensación de que la vida misma se estaba extinguiendo. No dolía. Sólo era un poco incómodo. Y luego debí de perder el conocimiento, porque cuando lo recobré, tenía la cabeza sobre el tablero de ajedrez. Reyes y peones tirados. Es exactamente como desearía morirme. Será pedir demasiado, supongo, poder morirse sin dolores. Si cayera enfermo con muchos dolores y supiera que la enfermedad y los dolores iban a ser para siempre, me gustaría tener un amigo que pudiera facilitarme la entrada en la nada. Es cierto que las leyes lo prohíben. Desgraciadamente, las leyes son conservadoras, de modo que los médicos alargan los dolores de un ser humano, incluso cuando saben que no hay esperanza. Eso se llama ética médica. Pero nadie se ríe. Las personas que tienen dolores no suelen reírse. El mundo no es misericordioso. Se dice que, durante las grandes depuraciones en la Unión Soviética, a los condenados a muerte se les mataba de un tiro en la nuca, camino del tiempo de espera en sus celdas. De repente, sin previo aviso. A mí eso me parece un atisbo de humanidad en medio de tanta miseria. Pero el mundo protestó: al menos habrían de tener derecho a morir cara al pelotón de ejecución. El humanismo no es poco cínico, ay, o el humanismo en general.

Pero como dije, me desperté con la cara entre las fichas de ajedrez. Por lo demás, era casi como despertarse después de un sueño normal y corriente. Me sentía un poco aturdido. Sólo se me ocurrió volver a colocar las fichas, pero era incapaz de concentrarme. Estaba a punto de sentarme junto a la ventana cuando llamaron a la puerta. No abro, pensé. Será un evangelista para hacerme creer en la vida eterna. Últimamente han proliferado mucho. Parece que la superstición esté viviendo un auge. Pero volvieron a llamar y empecé a dudar. Los evangelistas suelen llamar sólo una vez. De manera que grité «Un momento» y fiíi a abrir. Tardé. Era un chico. Vendía lotería de la banda de música del colegio local. Los premios constituían una burla no intencionada hacia los viejos: bicicleta, mochila, botas de fútbol y cosas así. Pero no quise mostrarme negativo y le compré un boleto. Y eso que no me gusta la música de banda. Pero el monedero estaba encima de la cómoda, y tuve que decirle al chico que entrara conmigo. De otro modo, hubiera tenido que esperar muchísimo. Iba justo detrás de mí. Seguro que jamás había andado tan despacio. De camino hacia la habitación, acorté el tiempo preguntándole qué instrumento tocaba. «Bueno, no sé», contestó. Me pareció una respuesta extraña, pero supuse que era tímido. Yo podría ser su bisabuelo. Tal vez incluso lo fuera. Sé que tengo muchos bisnietos, pero no conozco a ninguno de ellos. «¿Te duelen mucho las piernas?», preguntó el chico. «No, lo que pasa es que son muy viejas», contesté. «Ah, bueno», dijo, probablemente más tranquilo. Ya habíamos llegado a la cómoda, y le di el dinero. Entonces me invadió un ataque de sentimentalismo. Me pareció que el chico había empleado mucho tiempo para vender un solo boleto. De modo que le compré otro más. «No hace falta», dijo él. En ese instante sentí un mareo. La habitación empezó a dar vueltas. Tuve que agarrarme a la cómoda, y el monedero abierto se me cayó al suelo. «Una silla», dije. Cuando me la hubo dado, el chico se puso a recoger el dinero, que estaba disperso por el suelo. «Gracias, chico», dije. «De nada», contestó. Dejó el monedero encima de la cómoda, me miró muy serio y dijo: «¿Nunca sales?». En ese momento me di cuenta de que seguramente había salido por última vez. No quiero correr el riesgo de desmayarme en la acera. Eso significaría hospital o residencia de ancianos. «Ya no», contesté. «Ah», dijo él, de un modo que me hizo ponerme sentimental de nuevo. No soy ya más que un viejo bufón. «¿Cómo te llamas?», pregunté, y la respuesta no hizo más que empeorar el asunto. «Thomas». Por supuesto, no quise decirle que yo me llamaba igual, pero me dejó con una sensación muy rara, casi solemne. Bueno, no era de extrañar, pues las campañas acababan de doblar por mí, por así decirlo. De manera que de repente se me ocurrió darle al chico algo para que se acordará de mí. Ya lo sé, ya lo sé, pero yo no era yo. Le dije que cogiera de la librería el búho tallado. «Es para ti —dije—, es aún más viejo que yo». «Ah, no —dijo él—, ¿por qué?». «Por nada, chico, por nada. Gracias por tu ayuda. Cierra la puerta cuando salgas, por favor». «Muchas gracias». Luego se marchó. Parecía muy contento. Pero tal vez estaba disimulando.

Desde entonces he tenido más mareos. Pero he colocado las sillas en lugares estratégicos. La habitación parece muy desordenada así. Da la impresión de que no vive nadie. Pero yo aún vivo aquí. Vivo y espero.




Final del verano 

La verdad es, aunque tal vez no sea esa la palabra más adecuada para empezar, no pretendo… mi intención no es sino aportar una versión, mi versión, porque yo lo seguí todo muy de cerca, a distancia, bien es verdad, normalmente no habría podido pronunciarme de no haber sido por los prismáticos de mi padre, con los que tenía prohibido enfocar a las personas, era un telescopio, de manera que todo lo veía boca abajo, pero uno se acostumbra a eso. Así pues, veía todo sin oír nada, tenía dieciséis años, mi padre estaba de congreso en Irlanda, era otoño o final del verano, a principios de septiembre, mi madre había ido a casa de una amiga y yo había cogido los prismáticos del despacho y estaba incumpliendo la prohibición de mi padre —la mujer estaba sentada leyendo un libro fino, con un cigarrillo en la mano, y yo nunca había estado tan cerca de ella—; entonces comprendí perfectamente el sentido de aquellas palabras que mi padre había escrito, creo que con tinta, en el estuche de los prismáticos: «Para el que es limpio, todo es limpio, excepto unos prismáticos». Es cierto que ya la había visto una vez a través de los prismáticos, claro está, pero en aquella ocasión todo fue muy rápido, ella cogió tres rosas en un abrir y cerrar de ojos, el grado de cercanía tiene que ver con el tiempo, y aunque esperé con infinita paciencia, ella no volvió a salir.

Estaba sentada de espaldas a la casa, y cuando levantaba la vista del libro tenía delante el campo de centeno y el estrecho camino de carruajes que dividía el campo en dos y conducía al Bosque de las Cornejas, que no era un bosque de verdad, sino un grupo de árboles, de un tiro de piedra de largo y la mitad de ancho, donde había igual de cornejas que en todas partes; más allá, demasiado lejos ya para verlo a simple vista, estaba el Peñasco Gris, que tampoco se correspondía con su nombre, pues no era un peñasco, sino una montaña que resguardaba de los vientos del mar.

Debí de perderme en ensoñaciones, porque sin que me diera cuenta ella había desaparecido, la silla estaba vacía, no, vacía no, pues el libro seguía allí, lo que significaba que volvería. Pero antes llegó otra persona, un desconocido, que cogió el libro, se sentó y se puso a leer. Aunque yo lo estaba viendo boca abajo, estaba seguro de no haberlo visto nunca. Ella volvió a salir enseguida y él se levantó, puso un dedo bajo la barbilla de la mujer y acto seguido le plantó un rápido y ligero beso en la boca. Luego hablaron, ella vehemente, él sonriente; yo estaba muy excitado, no por celos, eso no puede decirse, no en aquel momento, estaban los dos muy juntos, cuando él no la miraba a los ojos, le miraba los pechos; sacaba a la mujer casi una cabeza, debían de estar muy seguros de que nadie los veía, solo podían ser vistos desde mi habitación, y la distancia era tan grande que si yo no hubiera tenido los prismáticos… No pensarían en eso, claro está, tendrían la casa para ellos solos, suponía yo, el marido estaría fuera. El marido era un hombre muy simpático, siempre cortés y casi siempre pre amable; una vez que me lo encontré en el camino de carruajes, entre el Bosque de las Cornejas y el Peñasco Gris, se detuvo y dijo: Si no fuera por nosotros dos, este camino acabaría cubierto por la vegetación. Pues sí, te he visto, chico, esa es una buena manera de llegar a ser tú mismo. No puedo asegurar que esas fueran sus palabras exactas, las repito tal y como aparecieron ante mí cuando las extraje de mi memoria y las pesé o me pesé a mí en ellas, él no sabe, no puede saber lo que esas palabras significaron para mí, coronaron mi soledad; bueno, basta ya de eso, como estaba diciendo, seguramente tenían la casa para ellos solos y no creo que se sintieran vigilados, y cuando él la besó por segunda vez, ella lo abrazó y vi cómo la mano de él estaba muy… yo solo tenía dieciséis años y era completamente pudoroso en el sentido de que nunca había puesto en práctica mis deseos, no me había atrevido a realizar mis sueños por temor a Dios y al sexo; además, mis padres no habían abierto ni una rendija de la cortina a su vida erótica en común, estaban tan desprovistos de sexo como solo pueden estarlo los padres, incluso hoy, cuando ya llevan un montón de años bajo tierra, soy incapaz de pensar en el instante en que fui concebido sin asquearme, admito que esto tiene poco que ver con el asunto que nos ocupa, pero bueno, allí estaba yo, viendo la mano de él, sin que ella protestara o se alejara, y no es de extrañar que aquella noche no consiguiera dormir, que tuviera miedo de morirme con tanto pecado sobre la retina, ni tampoco es de extrañar que la tarde del día siguiente y el resto de las tardes me quedara en mi cuarto con los prismáticos preparados en la mesa junto a la ventana. Y esa persistente atención mía sería la razón de que presenciara parte del drama, y si no drama, esa no es en cierto modo la palabra adecuada, tal vez porque lo vi todo boca abajo o porque no oí ni un sonido, aunque pude ver cómo se gritaban; o porque los decorados eran tan idílicos que constituían un contraste demasiado grande: los árboles con sus copas tupidas e inmóviles, los dos arriates paralelos de dalias que acababan en una pila para pájaros en la que un amorcillo apuntaba al sol, la hiedra que subía por la pared y los rosales trepadores que cubrían la madera del porche, las losas bajo la ventana del salón, la pequeña mesa con mantel azul junto a la que tal vez había estado sentada ella por la mañana mientras yo estaba en el colegio; no había nada que augurara lo que iba a ocurrir, nada.

Lo primero que sucedió fue que Ferdinand Storm bajó por la escalera del porcne. Yo no 10 habría reconocido de no haber sido por los prismáticos, él había herido mis sentimientos al menos en dos ocasiones, no diré de aué manera, como si yo no tuviera ya suficientes complejos, siempre parecía ser el dueño del suelo que pisaba, ahora también —yo era demasiado inexperto como para entender lo que haría él en el jardín de ella, ni siquiera se me ocurrió—, tenía las manos en los bolsillos del vestida con vestida con falda y jersey, con un cigarrillo en la mano, no pude ver a los dos a la vez hasta que se sentaron junto a la mesa, él de espaldas —si a ella no se le ocurrió que yo podía verla sería por el gran árbol que había delante de mi ventana—, así suele ser, lo lejano cubre lo que está detrás, yo estaba sentado a horcajadas en una silla, con los prismáticos apoyados en el alto respaldo, disfrutando así de una buena vista sobre ese jardín antaño del Edén. Ella se esforzaba por agradarle, él estaba en el último curso de bachillerato y ella casi podía ser su madre, yo no sospeché nada hasta que vi la manera en la que ella jugueteaba con los dedos de él, y una vez él le apretó con fuerza el antebrazo desnudo: daba la impresión de haberle hecho daño y me pareció que ella dio ioh! Oero con una sonnsa. Estaba tan absorto en ellos dos que no repare en el marido que de repente estaba allí, al pie de la escalera del porche, como si hubiera estado allí siempre, inmóvil, callado, tenía que saberlo, nada indicaba que estuviera sorprendido. Entonces avanzó cuatro o cinco pasos, se detuvo y dijo algo. Ferdinand Storm se levantó y contestó. Ya no parecía el dueño del suelo que pisaba, estaba desafiando el derecho a la propiedad. Sus respuestas eran escuetas, acompañadas de un movimiento de cabeza, tenía que estar empleando palabras descaradas, porque de repente Beck avanzó tres pasos y le golpeó con la palma de la mano. Ferdinand Storm le devolvió el golpe, rápido y preciso y probablemente con todo el peso de su sentimiento de culpa. Beck se tambaleó. Su mujer se levantó e intentó… ella, la manzana de la discordia, intentó impedir más actos violentos colocándose entre ellos, de lo que no podía salir nada bueno, claro está; Beck le dio un empujón para que se apartara, con tanta fuerza que ella cayó de espaldas sobre el seto bajo, no resultó cómico, aunque no se hizo daño, y no mereció más miradas que la mía; Beck sólo tenía ojos para Ferdinand Storm, quien, según dijo Beck luego en el juicio, representaba la suma de intrusos en el territorio de su matrimonio; no es pues de extrañar que empleara todas sus fuerzas. La lucha no fue larga, creo que duró menos de un minuto, y eso que Ferdinand Storm no era un alfeñique, ni un cobarde; tal vez perdió por sentirse moralmente inferior. Por un instante llevó ventaja, pero vaciló, y enseguida Beck se abalanzó sobre él, golpeándole, según pude ver, la cabeza contra una de las losas de pizarra, y la lucha acabó. Aunque no hubiese oído ni un solo sonido, pude ver el silencio que se instaló. Beck estaba al lado del joven, no podía verle la cara, pero sí la estrecha espalda y los brazos colgando, así permaneció un rato, luego se acercó a la escalera del porche y entró en la casa sin echar siquiera un vistazo en dirección a su mujer. Ella se levantó lentamente y se inclinó sobre Ferdinand Storm, que yacía inmóvil con la cara vuelta hacia el otro lado. No lo tocó, se limitó a mirar, yo no sabía si estaba muerto o solo inconsciente: luego ella se enderezó y echó a andar muy pensativa por el sendero del iardín entre las dalias, pasó por delante de la pila para los pájaros y el amorcillo, salió por la verja, se internó en el camino de carruajes donde yo nunca la había visto, y desapareció entre los árboles del Bosque de las Cornejas. Entonces dejé los prismáticos; entiendo lo que quería decir Beck al asegurar que no sabía lo que hacía, pero no podía haber hecho otra cosa —yo sí sabía lo que hacía cuando puse a seguirla, presa de un impulso que borraba en mí cualquier reserva—, me metí por los campos de centeno y crucé el Bosque de las Cornejas, ella no estaba en ninguna parte, tendría que haber llegado hasta el Peñasco Gris, pero no, no era así, porque de repente estaba sentada a solo veinte metros de mí, donde el camino se desviaba; ella me vio a mí antes de que yo la viera a ella, me vio vacilar —yo seguí andando, con las piernas rígidas y la espalda demasiado recta—lo sabía, pero no podía remediarlo, tampoco podía remediar mi sonrojo, agaché la cabeza y me acerqué, ella estaba sentada con la barbilla apoyada en una rodilla, miré la hora, estaba ya muy cerca de ella, levanté la vista y la saludé sin mediar palabra, pero ella no me vio, ni siquiera… me ignoró… me…

… Y cuando regresé, no sé al cabo de cuánto tiempo, pues me había tumbado boca arriba entre los árboles, despojando el futuro de todas sus plumas, en lo que tardé lo mío, el sol estaba a punto de ponerse, pues era septiembre; entonces ella ya no estaba allí, pero pude ver donde había estado sentada. Volví a casa, subí a mi cuarto y dirigí los prismáticos hacia un jardín vacío.



María 

Un otoño me encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería; estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla. No recuerdo ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante, porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya salido justamente hoy. Pareció alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa suya, lo había heredado de su madre. «María —dije—, eres realmente tú, tienes buen aspecto». «Sí, bebo orina y soy vegetariana», contestó. Me eché a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso. Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima. Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida. «Te estás burlando de mí —dijo—, pero si yo te contara…». «Me pareció haberte oído decir orina», contesté. «Orina, sí, y me he convertido en otra persona». No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber empezado a beber orina. «Bueno, bueno», dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de algo agradable, nunca se sabe. Entonces me fijé en que llevaba una alianza y le comenté: «Veo que te has casado». Ella miró el anillo. «Ah, lo llevo sólo para mantener a raya a los pesados». Eso sí que tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera. «¿De qué te ríes?», preguntó. «Creo que me estoy haciendo mayor», contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más, «con que es así como se hace hoy en día». Ella no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa de los nuevos tiempos. Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?

Nos quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas. «Ya no me obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme». No sé por qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo hecho. «Será la edad», dijo ella. «Desde luego que es la edad —contesté—, ¿qué otra cosa iba a ser?». «Pero supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?». «Sí tú lo dices —contesté—, si tú lo dices». Al menos captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma, porque dijo: «Todo lo que digo está mal». No supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el que habla mucho no puede mantener lo dicho.

«Bueno, tengo que seguir mi camino —dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo suficientemente larga—, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos veremos» Y mano. «Adiós, María», dije. Y se marchó. Esa era mi hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil descubrirla.




La señora M.

Una de las pocas personas que saben que aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy de tarde en tarde, porque tiene una llave del piso y deja la compra en la entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación pacífica, casi diría amistosa.

Pero una vez que la oí abrir la puerta con su llave, me vi obligado a llamarla. Me había caído y me había dado un golpe en la rodilla, y era incapaz de llegar hasta el diván. Por suerte, era uno de los días en que le tocaba subirme la compra, así que sólo tuve que esperar cuatro horas. La llamé cuando llegó. Quiso ir a buscar un médico inmediatamente, su intención era buena, sólo es la familia más allegada la que llama al médico de mala fe, cuando quiere librarse de la gente mayor. Le expliqué lo necesario sobre hospitales y residencias de ancianos sin retorno, y la buena mujer me puso una venda. Luego hizo tres sándwiches que me dejó en una mesa junto a la cama, además de una botella de agua. Al final, llegó con una vieja jarra que encontró en la cocina. “Por si la necesita”, dijo.

Y se marchó. Por la noche me comí un sándwich, y mientras me lo estaba comiendo vino a verme. Su visita fue tan inesperada que he de admitir que me vencieron los sentimientos, y dije: “Qué buena persona es usted”. “Bueno, bueno”, dijo escuetamente, y se puso a cambiarme la venda. “Esto le irá bien”, dijo, y añadió: “Así que no quiere saber nada de las residencias de ancianos; por cierto, supongo que sabe que ahora no se llaman residencias de ancianos, sino residencias de la tercera edad”. Nos reímos los dos de buena gana, el ambiente era casi alegre. Es un placer encontrarse con personas que tienen sentido del humor.

La pierna me estuvo doliendo durante casi una semana, y ella vino a verme todos los días. El último día dije: “Ahora estoy bien, gracias a usted”. “Bueno, no se ponga solemne –me interrumpió–, todo ha ido perfectamente”. En eso tuve que darle la razón, pero insistí en que, sin ella, mi vida podría haber tomado una desgracia sin rumbo. “Bah, se las hubiera arreglado de una u otra manera –contestó–, es usted muy terco. Mi padrese parecía a usted, así que sé muy bien de lo que hablo”. Me pareció que estaba sacando conclusiones sobre una base demasiado endeble, pues no me conocía, pero no quise que pareciera una reprimenda, de modo que me limité a decir: “Me temo que piensa demasiado bien de mí”. “Oh, no –contestó–, debería usted haberlo conocido, era un hombre muy difícil y muy testarudo”. Lo decía completamente en serio, admito que me impresionó, me entraron ganas de reírme de alegría, pero me mantuve serio y dije: “Comprendo. ¿También su padre llegó a muy mayor?” “Ah sí, muy mayor: Hablaba siempre mal de la vida, pero nunca he conocido a nadie que se esforzara tanto por conservarla”. A eso podía sonreír sin problemas, resultó liberador, incluso me reí un poco, y ella también. “Supongo que usted también es así”, dijo, y me preguntó impulsiva si le dejaba leerme la mano. Le tendí una, no recuerdo cuál de las dos, pero quiso la otra. La miró atenta durante unos instantes, luego sonrió y dijo: “Justo lo que me figuraba, debería usted haber muerto hace mucho tiempo”.

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