jueves, 24 de octubre de 2013

E. T. A. Hoffmann: Antonia canta.


E. T. A. Hoffmann

Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (Königsberg,24 de enero de 1776 – Berlín, 25 de junio de 1822), escritor, jurista, dibujante y caricaturista, pintor, cantante (tenor) y compositor musical alemán, que participó activamente en el movimiento romántico de la literatura alemana. Conocido como E. T. A. Hoffmann, su nombre de nacimiento era Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann, pero adoptó el de Amadeus en honor del compositor Wolfgang Amadeus Mozart


Aquella noche, los miembros del regocijado Club Serapion habían comparecido puntualmente en casa de Teodoro. El viento invernal corría en anchas ráfagas, se retorcía en torbellino y con lágrimas de nieve atizaba los cristales mal asegurados en sus ribeteadas emplomaduras. Menos mal que resplandecía en la habitación, debajo del revellín de la vieja chimenea, una ancha solera de brasas; su cálida luz acariciaba con innumerables reflejos los muebles severos de obscuro color que contrastaban con la rebosante alegría de sus dueños.

Pronto humean las pipas y los reunidos se colocan, en orden de edad, alrededor de la vasija del ponche de la amistad, lamida por las llamas. No falta nadie. El decano tiene allí a todos sus invitados. La copa de Bohemia se llena y pasa de mano en mano, la conversación agota sus recursos y se renuevan de cabo a cabo de la velada el ponche y las anécdotas, hasta que, exaltadas las imaginaciones, llegan a las zonas más elevadas de la excentricidad.

- Querido Teodoro -exclama de pronto uno de los reunidos, jovial vividor-, la conversación va a decaer si tú no la atizas con una de tus historias, pero algo raro, ¿me entiendes?, algo que sea al mismo tiempo sentimental, fantástico y antinarcótico.

- Brindemos -dice Teodoro- y voy a complaceros. Se trata de una anécdota, no poco chocante, de la vida del consejero Krespel. Ese digno personaje, que ha existido como vosotros y como yo, era, no hay duda, el hombre más singular que en todos los días de mi vida haya visto. Llegaba yo a las aulas de la Universidad de H… con el propósito de cursar Filosofía, cuando corrían de boca en boca por allí las particularidades del consejero Krespel. ¡Qué hombre más desconcertante! Sabed, por otra parte, que el consejero Krespel gozaba en aquella época de una reputación excepcional como sabio jurista y por su destreza como diplomático.

Uno de los pequeños príncipes que reinaban a la sazón en Alemania, hombre cuya vanidad excedía todo límite, le había llamado a su residencia para confiarle la redacción de una memoria con vistas a justificar sus derechos sobre cierto territorio lindante con sus estados que estaba dispuesto a reclamar ante la corte imperial. Tan buen éxito tuvo el asunto que el Príncipe juró, en medio de su regocijo, conceder en recompensa a su favorito lo que más deseara, por exorbitante que fuera. El honrado Krespel, que se había pasado toda la vida lamentándose de no tener casa a su gusto, quiso que le construyeran una a su capricho, pagando el Príncipe, desde luego. El Serenísimo había llevado la generosidad a adquirir también a su costa el terreno que el Consejero indicara. Pero éste se contentó con un jardín, no muy extenso, a las puertas de su residencia, en un sitio de lo más pintoresco.

Desde aquel momento Krespel no descansó; intervino en el acarreo de los materiales de construcción, y él en persona, cubierto de una extravagante indumentaria de confección propia, un día tras otro desleía la cal, cribaba la arena y ponía en hilera los ladrillos.

Para nada se le ocurrió llamar a un arquitecto, ni parece que se preocupara por tener un plano. Amaneció un día, y el hombre se llegó a la ciudad de M… para elegir un maestro albañil experto, y le rogó que desde el día siguiente mandara a su jardín el número de jornaleros suficiente para construir su casa. El maestro albañil, que intentaba regateos a propósito de la dirección de la mano de obra, veía visiones cuando Krespel le aseguró, muy formal, que holgaban las prevenciones y que todo se arreglaría sin disputa, porque no había dificultad, ni podría haber divergencia ninguna. Cuando el maestro constructor llegó al sitio indicado con sus hombres, vio abierta una zanja en forma de cuadrado regular; y Krespel le dijo: -Aquí deben echarse los cimientos de mi casa; y luego levantad las cuatro paredes del recinto; levantad hasta que yo os diga: -Basta.

- Pero… ¿sin puertas, ni ventanas, ni tabiques?… ¿Lo ha pensado usted bien? -exclamaba el albañil, mirando a Krespel como se mira a un loco-. Ea, buen hombre, limítese a cumplir lo que le pido -respondió el Consejero con frialdad-. Cada cosa en su tiempo.

La certeza de que le pagarían generosamente decidió al albañil a emprender la construcción que tan absurda le parecía. Con alegre presteza se pusieron a la tarea los jornaleros, calentándose la garganta a costas del propietario, trabajando incansables día y noche, y comiendo y bebiendo a su sabor a expensas del Consejero, que estaba siempre vigilando. Las cuatro paredes subían, subían, hasta que una mañana Krespel dijo a los obreros: -¡Basta!-. Obedecieron ellos al unísono como verdaderos autómatas, y bajando de los andamios fueron a alinearse en círculo alrededor de Krespel, y se quedaron mirándole con aire zumbón como diciendo: -Y ahora, maestro, ¿qué vamos a hacer? -¡Sitio! ¡Dejen pasar! -exclamó el Consejero, al cabo de una pausa de reflexión. Corrió inmediatamente hacia un extremo del jardín, inclinó la cabeza con gesto de descontento, volvió luego a pasos contados hasta llegar al pie de sus cuatro paredes, y repitió la pantomima a cada lado del recinto hasta que, de improviso, como al empuje de una idea luminosa, agachó la cabeza y se fue hacia un punto de la parel, gritando con todas sus fuerzas: - ¡A mí, a mí, muchachos! ¡Coged los azadones y abridme aquí una puerta! -. Y luego se puso a dibujarla con tiza en la pared, en sus exactas dimensiones. Fue cosa de unos momentos. Entró por ella en la casa, y sonreía como encantado de su obra maestra. Pero el patrón albañil le hizo presente que la altura de las paredes no pasaba de la de una casa de dos pisos. Circulaba Krespel, seguido de los trabajadores armados de martillos y azadas. Estaba en todo: medía, calculaba, daba órdenes: -Aquí una ventana, seis pies de altura, cuatro de ancho… Aquí una muy pequeña; tres pies de alto, dos de ancho…-. Y la palabra se convertía inmediatamente en obra.

Ahora bien, amigos míos, en el pleno de este incidente del cual hablaban todos, llegaba yo a H… y en realidad nada he visto tan regocijante como los centenares de mirones que apretaban las narices contra la verja del jardín de Krespel, y que vitoreaban cada vez que se desprendía una piedra o que se abría en la pared, como por ensalmo, otra ventana. Por el mismo estilo fueron ejecutados los trabajos restantes de la famosa construcción, sin que les precediera un plan o un razonamiento, a medida de las corazonadas de maese Krespel.

La chispeante singularidad de la empresa, el íntimo convencimiento de que todo saldría a medida de las mejores esperanzas, y por encima de todo la generosidad del consejero Krespel, mantenían despierto el afán de sus obreros, gracias a cuya actividad constante la casa quedó pronto terminada. Por fuera presentaba la más rara irregularidad, ya que ninguna ventana se parecía a la otra y cada uno de sus detalles se desentendía de los restantes; vista por dentro era, en verdad, la más cómoda de todas las habitaciones imaginables, y hube de reconocerlo yo misma cuando, al cabo de unos días de alternar con él, maese Krespel me hizo los honores de su nueva estancia. Puso remate a su originalidad con un convite de ceremonia, al que únicamente fueron admitidos los varios tipos de obreros que habían colaborado en la edificación. Este convite debió de ofrecer el más original de los cuadros. En él devoraron los platos más rebuscados unas bocas no acostumbradas a apreciar tales refinamientos. De sobremesa, las esposas y las hijas de aquella buena gente improvisaron un baile, en el cual no dejó de participar el señor Krespel.

Cuando las piernas empezaron a flaquearle echó mano a un violín, y se divirtió viendo brincar a sus convidados como verdaderos títeres, hasta que lució la aurora.

Un martes, di con el señor Krespel en casa del profesor M… Figura más extraña que la de Krespel aquella noche no creo haberla visto en mi vida. Cada uno de sus movimientos llevaba impreso una torpeza tal, que me tenía con el alma en un hilo, esperando de un momento a otro cualquier percance. Pero según parece los anfitriones ya estaban familiarizados con sus cosas, y el ama de la casa no parecía extrañarse en lo más mínimo al verle tan pronto agitado cerca de un grupo de porcelana china como balanceando las piernas delante de un espejo, como agitando los puños bordados mientras hacía prestidigitación a base de unas piezas de cristal, a las que hacía dar vueltas una tras otra a la luz de las velas. El cuadro cambió durante la cena. Krespel había pasado de la curiosidad a la charla más viva; saltaba sin cesar de una idea a otra, y de todo hablaba, voluble y con una voz alternativamente quejumbrosa, velada, decidida o lánguida. Se habló de música y de un compositor que se había puesto de moda. Krespel sonreía y dijo por fin con un acento sibilante: -¡Quisiera que cien millones de diablos se llevaran al fondo del infierno a ese musicastro!-. Pero de pronto prorrumpió con voz de trueno: - ¡Es un serafín en la armonización! ¡Es el genio del canto! -. Al decirlo se le empañaban los ojos de lágrimas furtivas. Para no tacharle de loco, más bien que distraído, convenía recordar que una hora antes había hablado con entusiasmo de una cantante célebre. Al ser servido un plato de liebre, Krespel puso aparte los huesos y reclamó las patas, que la hija del Profesor, una encantadora niña de cinco años, le trajo alegremente al cabo de unos momentos. Los chicos de aquel hogar parecían sentir un gran cariño por el Consejero, y no tardé en descubrir el motivo cuando después de la cena vi a Krespel sacar del bolsillo una caja que contenía un torno de acero, con el cual empezó a moldear los huesos de la liebre en forma de una serie de juguetes minúsculos, que sus amiguitos, rodeándole a tres pasos, se repartieron entre gritos de júbilo.

De pronto, a la sobrina del Profesor se le ocurrió preguntar: -¿Y qué se ha hecho, querido señor Krespel, de nuestra buena Antonia?-. El Consejero puso la misma cara que un goloso que ha mordido en una naranja agria. En una súbita mueca sus facciones se obscurecieron, y tenía un aspecto muy desagradable cuando respondió entre dientes: -¿Nuestra… nuestra querida Antonia…?

El Profesor, que se dio cuenta del efecto que la desgraciada pregunta había causado, dirigió a su sobrina una mirada de reconvención, y como para distraer al malhumorado Krespel, le preguntó, animadamente: -¿Cómo van los violines? -al tiempo que estrechaba amistosamente las manos de su invitado. Desaparecieron las arrugas en el rostro de Krespel:

- Inmejorablemente, querido Profesor. Me he puesto ya a desmontar el célebre Amati, el violín que he adquirido hace poco por una feliz casualidad. Espero que Antonia pondrá lo restante. -Antonia es una criatura que merece todo cariño -repuso el Profesor-. Es cierto, ¡como un ángel! -exclamó Krespel, sollozando. Y cogiendo bastón y sombrero salió precipitadamente, con todas las apariencias de un hombre desolado. Esta rareza me impresionó y pedí al Profesor algunos detalles acerca de la historia del Consejero. -¡Ah! -me dijo-. ¡Es un hombre muy raro! Es tan diestro en construir un violín como hábil en redactar un escrito. Una vez ha dado el último toque al violín lo prueba durante una hora o dos, arrancando de él una música que deleita el oído; lo cuelga luego al lado de los otros, y allí queda. Si acaso tiene noticia del violín de un ejecutante célebre, lo adquiere, lo toca una sola vez, lo desmonta pieza por pieza y echa los fragmentos en un arca, que ya tiene casi colmada.

- Pero, ¿en qué relaciones está con Antonia? - pregunté con impaciencia. Y el Profesor me respondió con gravedad: -El Consejero vivía años atrás en una casa aislada de la calle X…, con una anciana ama de llaves. Lo raro de sus costumbres excitó la curiosidad del vecindario, y él, para desmentirlos, podríamos decir, se puso a cultivar el trato de algunos conocidos, y se le vio en los salones, donde se captó muchas simpatías por su inesperada amabilidad. Le creían soltero, y no hablaba nunca de su familia. Más adelante se ausentó durante unos meses. El día de su regreso se notó en la casa el reflejo de una iluminación insólita, y pronto una voz femenina encantadora mezclaba sus acordes a los del acompañamiento de clavicordio y violín vigorosamente pulsado. Se paraban en la calle los transeúntes, y los vecinos escuchaban asomados a las ventanas aquella música y aquellos cantos que brotaban en el encanto silencioso de la noche. Serían las doce cuando cesó el canto; fue entonces la voz del Consejero la que se impuso, ruda y autoritaria, alternando con otra voz masculina, que parecía hacerle cargos. De vez en cuando interrumpían la discusión los lamentos de una joven. Un grito penetrante de ésta puso fin a la crisis; pero se oyó todavía en la escalera un ruido singular, como de cuerpos que chocan, y salió un joven de la casa, llorando, precipitándose hacia una silla de posta que le esperaba a pocos pasos, y todo volvió a quedar en silencio.

Los curiosos se preguntaban qué secreto se encerraría en aquella dramática escena. Al día siguiente Krespel estaba tranquilo y sereno, como de ordinario, y nadie se atrevía a interrogarle; pero el ama de llaves no pudo resistir a la tentación de decir al oído a quien quisiera escucharla, que el señor Consejero había llegado del viaje con una joven que era una hermosura y se llamaba Antonia. Había más. Un joven perdidamente enamorado de Antonia les había seguido en el viaje y luego hasta la casa, y había sido necesario para echarle que el Consejero pusiera en juego todo su caudal de indignación. En cuanto a las relaciones entre Antonia y el señor Consejero, la anciana las ignoraba. De todos modos no supo callar que el señor Krespel tenía a la joven odiosamente secuestrada, que no cesaba de vigilarla y que ni siquiera le permitía la distracción de cantar acompañándose al clavicordio.

Una sola vez se la había oído cantar, y este recuerdo se convirtió en leyenda del barrio, aureolada de maravilla, pretendiendo que Antonia era una cantante única y que ninguna otra de las que se presentan en escena la superaría jamás.

Me causó tal impresión lo que el Profesor me contaba, imperaba en mis sueños con tal fuerza, que, locamente enamorado, no pensé más que en los recursos de que me valdría para entrar en la casa de Krespel, ver a la misteriosa Antonia, y después de jurarle amor eterno, sustraerla a su tirano. En perjuicio de mi novela, las cosas tomaron un rumbo muy pacífico. Apenas hube hablado un par de veces con el Consejero en casuales encuentros y halagado su manía hablándole de violines, él mismo me invitó a que le hiciera una visita en su casa.

Dios sabe lo que sentí. Fue como si se me abrieran las puertas del cielo. El señor Krespel sometió a mi examen todos y cada uno de sus violines, y me hizo observar los más mínimos detalles. ¡Y los violines eran más de treinta! Había uno de muy vieja hechura, colgado a mayor altura que los otros y adornado de una corona de flores. Me aseguró Krespel que se trataba de la obra maestra de un constructor de nombre desconocido y que sus notas tenían sobre los sentidos un poder magnético irresistible, obligando al sonámbulo a revelar los más secretos pensamientos. -No me he sentido nunca con arrestos -me decía- para desmontar ese violín y estudiar su estructura. Es como si encerrara una vida de la cual yo sería como el asesino. Bien pocas veces he tocado en él, y únicamente para mi Antonia, que experimenta al oírlo las más dulces sensaciones-. Recorrió mis venas el escalofrío del misterio, pensando en Antonia. -Mi buen señor Consejero -le dije, con el acento de la más amable insinuación-, ¿no me haría usted el favor de tocarlo para mí unos instantes?-. Krespel se revistió de ironía, y con voz nasal, apoyando en cada sílaba, me respondió: -No, mi buen señor estudiante-. Su actitud me desconcertó y no supe qué replicarle. Entre tanto Krespel persistía en enseñarme las curiosidades de su colección.

A punto de despedirnos, sacó de un cofrecillo un papel plegado y me lo dio, diciendo en tono casi solemne -Joven, es usted amante de las artes; acepte lo que le doy, como precioso recuerdo-. Y sin esperar la respuesta me empujó suavemente en dirección al umbral y me cerró la puerta en las narices. Desplegado el papel, vi que contenía el cabo de una cuerda quinta y esta inscripción: «Fragmento de la cuerda quinta que el divino Stamitz había puesto a su violín cuando dio su último concierto». A pesar de la despedida algo extravagante con que me había obsequiado el Consejero, no supe resistir al deseo de volver a su casa, y estuve acertado; en el momento en que llegué, Antonia, al lado de Krespel, se ocupaba en ordenar las piezas de un violín que él desmontaba. Era una joven extremadamente pálida, que un soplo de aire hubiera ruborizado y que apagado el rubor volvía a una blancura y a una frialdad de alabastro. Me sorprendió notar aquel día en Krespel una naturalidad y una cordialidad que contrastaban vivamente con los celos tiránicos de que el Profesor me había hablado. Conversé particularmente con Antonia delante de él, sin que demostrara desagrado. Desde aquel día mis visitas fueron frecuentes y bien acogidas, hasta llegar a la franca y amable intimidad, a despecho de los chismosos, que en todo buscan pretexto para urdir sus malicias.

Las raras ocurrencias de Krespel me divertían, pero me es forzoso confesar que el imán que me atraía a la casa era Antonia, y que únicamente por consideración a ella toleraba yo el carácter de Krespel, que a momentos resultaba francamente insoportable. Cada vez que yo llevaba la conversación al tema musical, se ponía como un gato enfurecido, y quieras que no debía darle la razón en cuanto dijera, y salir con las orejas gachas.

Una noche le encontré de un humor muy feliz; había descubierto en su viejo violín de Cremona un secreto que importaba mucho al arte. Aprovechándome de aquellos momentos de viva satisfacción, logré por fin que hablara de música. Pusimos en tela de juicio el talento fanfarrón de una caterva de virtuosos, a quienes la masa admiraba. Krespel reía mis agudezas y Antonia fijaba en los míos sus grandes ojos. -¿No es cierto -le dije- que ni para el canto ni para el acompañamiento sigue usted el ejemplo de ninguno de nuestros pretendidos vencedores de dificultades?-. Las mejillas pálidas de la muchacha se bañaron de un delicado tinte encarnado, y como si algo electrizante hubiera recorrido todo su ser, abrió los labios. ¡Iba a cantar! Inmediatamente, Krespel, empujándola hacia atrás, y cogiéndome a mí por un hombro, me gritó en voz estridente: -¡Caballero! ¡Caballerito…!-. Y volviendo a los modales ceremoniosos de otras veces, añadió: -Soy demasiado cortés todavía, mi querido señor estudiante, para rogar al diablo que le rompa la crisma; pero, como usted ve, bastan las tinieblas que reinan afuera para que pueda rompérsela sin que yo me moleste en hacerlo echándole escalera abajo. Así, pues, hágame un favor: vuelva al sitio de donde ha venido, y conserve un buen recuerdo de su amigo, si… entiéndame… si por acaso no le encuentra usted en casa otra vez-. Diciendo esto me abrazó como en la primera visita y me puso fuera, sin que yo pudiera dirigir a Antonia una sola mirada de adiós.

El Profesor no dejó perder la ocasión de hacer burla de mí. Me dijo y repitió que mi nombre quedaba borrado para siempre de los libros del Consejero. Poco a poco, la ausencia y el alejamiento atenuaron la violencia de la pena que me tenía con la muerte en el alma.

La figura de Antonia y la idea de aquel canto del cielo que no me había sido posible oír se borraban, se velaban tenuamente con las misteriosas tintas de un sueño abismado en el fondo de mi alma.

Dos años después estaba yo de viaje por el sur de Alemania. Mi itinerario me llevaba a cruzar la ciudad de H… Una sensación de congoja me oprimía el pecho a medida que me acercaba a aquella ciudad. Anochecía y se destacaban en el horizonte los campanarios, envueltos en la bruma que precede a la noche cerrada. De pronto me faltó el aire, y hube de decidirme a bajar del carruaje y seguir la carretera andando, y aquella sensación adquiría cada vez un carácter más extraño. Creía oír en el espacio los acentos de un canto dulce y fantástico; distinguía unas voces que salmodiaban. -¿Qué será? ¿Qué será?- grité para mí mismo con un acento de temor que llamó la atención de otro caminante que acertaba a pasar-. ¿No ve usted allá a la izquierda el cementerio? -dijo el hombre-.

Acaban de enterrar a alguien-. En esto, la carretera en pendiente dominaba el cementerio y vi efectivamente que acababan de echar las últimas paletadas de tierra a una fosa.

Descorazonado, se me antojó que en aquella sepultura se encerraba toda una vida de felicidad y de esperanza. Cerca de las primeras casas de la ciudad encontré al profesor M. apoyado en el brazo de su sobrina; volvían ambos de la lúgubre ceremonia; pasaron cerca de mí sin verme y me di cuenta de que la joven estaba llorando.

Me fue imposible frenar la impaciencia que me devoraba. Mandé a un lacayo con el equipaje a una fonda de que tenía recuerdo, y corrí desesperadamente hacia la casita de Krespel. Al abrir la verja del jardín vi pasar por la avenida de tilos al Consejero, gesticulando como un desesperado, en medio de dos personas enlutadas.

Llevaba el traje gris que él mismo se había cortado, según el más extravagante modelo; la misma indumentaria que antaño, a no ser el largo crespón que colgaba del tricornio exiguo, y el cinturón negro que le ceñía el vientre y prendido del cual se balanceaba un arco de violín en lugar de espada. Su aspecto era escalofriante. -¡ Está loco! -me decía yo. Los hombres que le acompañaban se separaron en el umbral de la casita y Krespel les abrazó riendo, con una risa que no pasaba de la garganta. Ellos se despidieron, y al volverse notaron mi presencia. -Bienvenido, señor estudiante -me dijo Krespel-. Usted sí me comprenderá-. Y cogido de la mano me llevó al cuarto donde tenía la ristra de violines, esta vez cubiertos de un crespón negro. Uno faltaba: el del maestro desconocido; una corona de ciprés señalaba el sitio que antaño ocupaba. Comprendí el drama. - ¡Antonia! ¡Antonia! -exclamé con voces de delirio. Y Krespel seguía plantado delante de mí, petrificados los ojos y con los brazos cruzados.

- Cuando ella expiró -me dijo, con una voz que pretendía contener la emoción-, el alma de aquel violín emitió al romperse una nota de dolor y la tabla armónica se resquebrajó. El viejo instrumento, al que tanto cariño tenía, no pudo sobrevivir; lo he encerrado en su ataúd-. Así me habló el Consejero. Alterados los rasgos, con la voz ronca y cascada, preludió una canción grotesca y era una cosa horrible verle saltar sobre un pie, de uno a otro lado del cuarto, mientras alrededor de su sombrero flotaba el crespón de luto, que se enredaba en las cuerdas de los violines, y al rozarme la cara arrancó de mi garganta un grito agudo. Entonces se detuvo. - ¡Muchacho!… ¡Muchacho!… ¿Por qué grita usted así. ¿Acaso ha visto alguna vez el Ángel de la Muerte? Es el que va delante de todos en los entierros…-. Dichas estas palabras se situó en el centro del cuarto, y levantando con ambas manos el arco de violín colgado de su cinturón, lo rompió con ensañamiento y echó los pedazos lejos de sí-. ¡Ahora estoy libre! ¡Libre, libre! ¡Basta ya de violines; no haré ni uno más!-. El desventurado Krespel aullaba esas frases en un tono infernal; y después empezó de nuevo a recorrer el cuarto andando en un pie. Helado de espanto intenté la huida, pero él me detuvo con brazo nervioso. -Puede quedarse, señor estudiante; no atribuya a la locura mis convulsiones. Todo eso me viene encima porque el otro día mandé que me cortaran una bata, bajo la cual quería parecerme al Destino o a Dios-. El desventurado me declaró una serie de extravagancias por el estilo, hasta que agotado por la exaltación cayó como muerto. Acudió a mis voces la anciana ama de llaves, y le dejé en sus brazos.

Al ver de nuevo al profesor M. le sostuve mi opinión de que el consejero Krespel estaba loco. -Yo opino lo contrario -me respondió-. La fermentación del pensamiento que en otro consumiría el cerebro, en nuestro pobre amigo se desahogaba por medio de la actividad. La desordenada agitación que agotaba sus nervios es lo que le ha de salvar. La muerte repentina de Antonia ha sido como el rayo que le cayera encima. Pero dejemos que pasen unos días, tal vez uno solo, y apuesto a que por sí mismo volverá a encariñarse con sus hábitos y con la vida cotidiana.

Al día siguiente, Krespel se había calmado casi por completo, aunque de vez en cuando repetía que nunca más montaría un violín, ni siquiera lo tendría en las manos. La predicción del Profesor se realizaba.

A mí en particular todo esto no me dilucidaba el misterio que envolvía las relaciones que tuviera Antonia con el consejero Krespel. Cuantas más vueltas le daba, más podía en mí la instintiva creencia de que había existido entre aquellos dos seres algo odioso. No me conformaba a dar el adiós a aquella ciudad antes de haber provocado las explicaciones que tal vez acarrearían la revelación de algo punible. Me iba excitando cada vez más, hasta que decidí volver al gabinete del Consejero. Estaba tranquilo, sentado ante su mesita de trabajado, torneando unos juguetes. -Hombre abominable -éste fue mi saludo- ¿cómo puede usted gozar de un momento siquiera de bienestar, sintiendo en el corazón el gusano roedor? ¿No le reprocha nada la conciencia?

Aunque perplejo, el Consejero sostuvo la mirada de mis ojos, y abandonando el torno replicó: -¿Qué significado tiene lo que me está diciendo? Tome usted asiento, querido-. Su despreocupación, su misma amabilidad me irritaban y le acusé abiertamente de la muerte de Antonia, jurándole que en mi calidad de abogado, pondría en juego todos mis recursos para provocar una investigación judicial acerca de las causas de tal crimen. Mi exaltación acabó desahogándose en un torrente de palabras. Al terminar observé que el Consejero no había cesado de sostener con toda tranquilidad mis miradas. -Es usted joven e impulsivo -me dijo, poniendo en la voz una gravedad solemne que me confundía-. ¿Con qué derecho, joven, se atreve a penetrar en los secretos de una vida que desconoce? Antonia no vive ya. ¿Qué importa lo restante…?-. Había algo profundamente triste en la calma de aquel hombre. Avergonzado de mi insensatez, apelé a la generosidad de su corazón para que me confiara algunos detalles de la vida de aquel ángel que removía en mí las fuentes del llanto.

Me cogió de la mano, me llevó hasta el balcón y me confió una historia de la que únicamente puedo recordar lo que hace referencia a Antonia.

Ya de joven se había iniciado en el Consejero Krespel la afición apasionada que le llevaba a adquirir a toda costa los violines de los viejos maestros. Esta afición le había conducido a Italia. En el Teatro de San Benedetto de Venecia oyó a la famosa cantatriz Angela X… No menos que su talento artístico, deslumbre al Consejero su belleza, y se unió con ella en matrimonio secreto. Pero, ángel de la escena, la bella cantatriz era el diablo en el hogar. Al cabo de innumerables escenas borrascosas, Krespel optó por refugiarse en el campo, donde consolaba sus cuitas pulsando un excelente violín construido en Cremona.

Pero la signora, celosa como buena italiana, corrió a su retiro para seguir atormentándole sin compasión. Un día entró en el pabellón de verano, donde Krespel estaba improvisando, engolfado en los mundos de la música, apoyó la linda cabecita sobre el hombro del marido y le miró con el amor en los ojos. El Consejero, que vagaba por unas zonas ideales, hacía revolotear el arco con tanto ardor, que éste, sin él intentarlo, rozó la garganta satinada de Ángela. Dio ella un brinco furioso, le increpó llamándole bestia tedesca, y en un arranque de cólera le arrebató el violín de Cremona y lo estrelló contra el mármol de una mesa que había en la sala.

Quedó el Consejero -como suele decirse- de piedra, y luego, por uno de esos movimientos nerviosos que escapan al análisis, todo su cuerpo se crispó, y arrojó por la ventana de su propia casa a la bella cantatriz, huyendo luego hacia Alemania. Pero, por el camino, al recordar aquel extraño suceso, si bien había obrado sin premeditación, le asaltaron los remordimientos; contribuiría también a ello el recuerdo de cómo la señora le había arrullado últimamente con la dulce esperanza de la paternidad. Imagínese, pues, su grata sorpresa cuando, al cabo de ocho meses recibió en un extremo de Alemania una carta rebosando ternura, en la cual su mujer querida, sin hacer la más mínima mención del accidente de la villa, le anunciaba el nacimiento de una hija, y le instaba a que volviera a Venecia. Receloso Krespel, temiendo que le tendieran un lazo, mandó tomar informes y supo que efectivamente la bella italiana, al ser echada por la ventana tuvo la suerte de caer sobre un macizo de flores y césped que habían suavizado la caída, y que en cuanto a los resultados del vuelo de aquel ruiseñor, el único conocido era un cambio feliz en su genio.

Habían cesado los antojos y los arranques de cólera. El remedio conyugal resultaba maravilloso. La noticia caló tan hondo en el buen Consejero, que hizo enganchar inmediatamente los caballos a su berlina. Pero cuando ya estaba en el carruaje cambió de opinión: -¡Diablo! -se dijo-. Si la dama no estuviera curada del todo, ¿he de exponerme a echarla una segunda ver por la ventana?-. Era una pregunta difícil de contestar.

Subió, pues, a su casa, puso una carta muy extensa a su querida esposa, felicitándola de que su hijita tuviera como él, una motita de vello detrás de la oreja, y luego… no se movió de Alemania. Cruzáronse otras cartas. De Venecia a H… revoloteaban como bandadas de tórtolas las protestas de cariño, los planes para mañana, las lamentaciones y los dulces ruegos. Y cierto día, Ángela se presentó en Alemania; y dejó pasmados con su arte a los concurrentes del teatro de F… Le sobraban unos años para que la llamaran joven, pero, aun así, encendió alguna pasión, procuró a más de uno la dicha que anhelaba y causó con estas cosas muchas habladurías.

Entre tanto, la niña de Krespel había crecido. La llamaban Antonia, y la madre presentía en ella una cantante de su misma categoría. Sabiendo tan cerca a los suyos, Krespel ansiaba ir a abrazar a su hija, pero le retenía el temor a las locuras de su señora y no se decidía a abandonar sus violines, que nunca le contrariaban.

Un músico joven de gran porvenir, que brillaba en aquel entonces, se enamoró de Antonia. Llamado a dar su beneplácito, Krespel se declaró encantado de que su hija se uniera con un artista sin rival en el violín, y esperaba de un día a otro la participación de la boda, cuando recibió una carta enlutada y de letra desconocida, anunciándole que Ángela acababa de morir de pleuresía, precisamente el día anterior al señalado para la boda de Antonia; le notificaba también que la última voluntad de la cantatriz había sido que Krespel acudiera inmediatamente para hacerse cargo de la huérfana.

El novio, que no se había separado de Antonia durante el doloroso trance, estaba presente a la llegaba de Krespel. Una noche en que se reunieron y Krespel soñaba con la difunta, se sentó Antonia al piano y cantó una melodía. Hubiérase dicho al oírla que latía en su garganta el alma de la madre, Krespel sollozaba, dominado por la emoción; se levantó y estrechó en los brazos a la muchacha.-No, hija mía -exclamaba-. ¡Si me amas deja de cantar! ¡Se me rompe el corazón! ¡No cantes nunca más!-. Ella posó largo rato en su padre los ojos brillantes de lágrimas, en el ensueño de una dicha que iba a desvanecerse. Se desbordaban sus bucles como un torrente de ébano encima de los hombros de nieve, y su talle se inclinaba como un lirio a punto de quebrarse. Krespel lloraba al verla tan bella, atormentada por el instinto que acababa de revelarle el porvenir. Se acentuaba la palidez en el rostro de Antonia, y él había descubierto en sus rasgos uno que era mortal, y contemplaba aterrorizado aquel germen que iría desarrollándose. -No, amigo, no -decía al cabo de un tiempo al famoso doctor R.-. Las manchas rojas que asoman a sus mejillas cuando canta no son efectos de la animación… Serán lo que ya me temía-. No he de ocultarle mis inquietudes -respondía el Doctor-. Sea que la muchacha se haya esforzado en el canto, o debido a un defecto orgánico, yo entiendo que ese brillo sonoro de la voz, que está por encima de las facultades de su edad, es un indicio de peligro, y no le concedo ni seis meses de vida si le permite usted que cante.

Temblando bajo esta amenaza, el Consejero veía la suerte de su hija como la del arbusto embellecido por las primeras flores y que una mano sin piedad se dispone a cortar de raíz. Se resolvió a señalar a Antonia los dos caminos para su porvenir: el uno conducía en poco tiempo a la tumba, pasando por el casamiento y las seducciones de la vida artística; el segundo conservaría al padre anciano la hija querida, su único gozo y su postrera felicidad.

Antonia se hizo cargo del sacrificio que le imploraba su padre, y le abrazó sin acertar a decirle en palabras lo que sentía. Krespel despidió al novio y dos días más tarde llegaba a H.. con su hija, único tesoro de su existencia. Pero el novio no podía renunciar tan fácilmente a la dicha que se había prometido, y siguiendo las huellas de Krespel le alcanzó en el umbral de la nueva residencia. El Consejero le rechazó con dureza. -¡Que le vea otra vez al menos! -exclamó Antonia-. ¡Que le oiga una vez más, y no me importa luego morir! - ¡Morir! ¡Morir! Hija mía, eres el único ser que me reconcilia con este mundo. Sea como tú quieres. ¡Pero, si llegaras a morir no maldigas al menos a tu desdichado padre!

El sacrificio era decisivo. El joven músico se vio obligado a acercarse al clavicordio, y Antonia cantó. Tenía Krespel la mirada pendiente de su hija, hasta que vio aparecer en los pómulos las manchas rojas que contrastaban con su palidez. Entonces interrumpió el concierto con violencia, invitando al músico con el gesto a que se retirara. Al verle partir, Antonia dio un grito desgarrador y cayó desvanecida.

- Por un momento -me decía Krespel, después de contarme esta triste historia- creí que mi pobre hija había muerto. Empujé por la espalda al maldito novio hacia la calle-. ¡Váyase! ¡Pero, pronto! ¡No sé cómo no le hundo un cuchillo en el corazón, para reanimarla y devolver el color a sus mejillas con la sangre de usted!-. Debía ser tan terrible mi aspecto al decirle estas palabras, que el joven músico salió corriendo, como alocado, para no volver más.

La muchacha había abierto los ojos al cabo de un rato; y volvió a cerrarlos. El médico, llamado con urgencia, afirmó que el accidente, aunque grave, no tendría probablemente peores consecuencias. Antonia pareció restablecerse casi del todo a los pocos días. Su amor filial ofrecía el más conmovedor espectáculo. Abnegada, con admirable resignación, soportaba las manías y los antojos de su padre, y le ayudaba con angelical paciencia a desmontar los viejos violines que iba adquiriendo y a fabricarlos de nuevo. -No, padre mío -le decía a menudo con una sonrisa melancólica-, no volveré a cantar, ya que esto te aflige. Mi único deseo es vivir y respirar para ti-. Y Krespel se sentía dichoso de oírla.

Al adquirir el violín famoso que más tarde había de ser encerrado en el ataúd de Antonia, y disponerse a desmontarlo, la joven le miró con tristeza. -¿Éste también? -le preguntó. Y Krespel oyó en su interior una voz que le instaba a salvar aquel violín y a servirse de él. No bien empezó a tocarlo, la joven dio unas palmadas. -¡Pero, si es mi voz! -exclamaba-. ¡Vuelvo a cantar! -. Y, en efecto, las notas del violín maravilloso parecían rodar como perlas del empíreo. Krespel estaba conmovido; el arco creaba prodigios bajo sus dedos. Y Antonia volvía sonriendo a su idea. - ¡Padre, quisiera cantar! -. Y él arrancaba del instrumento deliciosas variaciones.

Pocos días antes de mi segundo viaje a H…, al Consejero le había parecido oír -era una noche de calma- que el clavicordio recobraba su alma en el cuarto inmediato, y reconoció la pulsación del pretendiente de Antonia recorriendo rápidamente las teclas de marfil. Iba a levantarse, pero una mano de hierro parecía atenazarle. Le pareció luego que la voz de su hija murmuraba débilmente, como en la lejanía, y poco a poco las modulaciones eran más cercanas, en un crescendo fantástico, y cada una de las vibraciones le hería como una flecha en el corazón. De pronto, una aureola azulada rasgó las tinieblas en que estaba sumida la habitación. Y Krespel vio a su hija en los brazos de su pretendiente. Sus labios se unían, y a pesar de ello el canto celeste continuaba. Bajo el dominio de un miedo y una angustia sobrenaturales, el consejero Krespel permaneció en su inmovilidad hasta la aurora, paralizado el pensamiento por una torpeza de plomo.

Cuando el primer rayo de luz se deslizó en tintas rosadas a través de las cortinas de su cama, se levantó como de un sueño penoso y corrió al cuarto de Antonia.

La vio tendida en el sofá, caídos los párpados, juntas las manos y con una sonrisa dulce, pero fija, que rozaba sus labios pálidos.

Parecía el ángel dormido de la virginidad. Su alma había vuelto a Dios.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Juana I la Loca. De Carlos Fisas


Doña Juana nació el 6 de noviembre de 1479 en el viejo Alcázar de Toledo. Se le impuso el nombre de Juana en recuerdo de su abuela Juana Enríquez, madre del rey católico don Fernando, a la que llegó a parecerse tanto que, en broma, la reina Isabel la llamaba "suegra" y don Fernando "madre".
No era hermosa, pero, según los retratos de Juan de Flandes, tenía un rostro ovalado muy fino, ojos bonitos y un poco rasgados; el cabello fino y castaño, lo que la hacía muy atractiva. Se conservan dos retratos hechos por el mismo pintor, uno en la colección del barón Thyssen-Bornemisza, en que aparece vestida muy pacatamente, tal como correspondía al ambiente de la corte española. El otro, actualmente en el Museo de Viena, la muestra ya provista de un generoso escote, tal como correspondía al ambiente más liberal de la corte borgoñona. Este último fue realizado, naturalmente, cuando doña Juana ya estaba en Flandes, después de su casamiento.De que Juana estaba loca no hay duda, aunque algunos historiadores opinen lo contrario. Su abuela Isabel, madre de Isabel la Católica y que reinó en Castilla desde 1447 hasta 1454, acabó sus días en total locura. También por otros antepasados la enajenación mental pudo recurrir en Juana.
Desde pequeña dio muestras de tener un carácter muy extremado. Educada piadosamente, a veces dormía en el suelo o se flagelaba siguiendo las historias de los santos que le contaban. Como es lógico, sus padres y sus educadores procuraban frenar estas tendencias. Por otra parte aprendió no sólo a leer y a escribir, sino que tuvo una educación esmerada, y a los quince años leía y hablaba correctamente en francés y en latín: no en balde había tenido como maestra en esta última lengua a la conocida Beatriz Galindo, llamada "la Latina", fundadora del convento que después dio su nombre a un conocido barrio de Madrid.

A Felipe se le conoce con el sobrenombre de "el Hermoso", aunque parece seguro que este apodo se lo pusieron posteriormente. Según nuestros cánones de belleza no nos parece tan hermoso como decían, pero sin duda debía tener mucho "sex appeal", puesto que sólo al verse y pensando que la boda tenía que celebrarse cuatro días después decidieron, de común acuerdo, llamar al sacerdote Diego Villaescusa para que los casara aquella misma tarde y poder adelantar la noche de bodas; lo que indica la prisa que debían de tener los jóvenes, especialmente él, que había sido educado en un ambiente más liberal que el de la corte española y había tenido varias aventuras, si no sentimentales, por lo menos sexuales; y por lo que sucedió después no parece que el matrimonio le reprimiese sus impulsos, lo que provocó desde los primeros momentos escenas de celos, peleas y recriminaciones.

Al parecer, doña Juana se sintió herida en su amor o, tal vez, para ser más precisos, en su amor propio, que a veces estos dos sentimientos se confunden.

La vida en la corte flamenca era muy distinta a la española, hasta el punto de que la reina Isabel, a la que habían llegado noticias de que Juana se confesaba con clérigos franceses tachados en España de "frívolos, libertinos y bebedores empedernidos", envió a Flandes a un fraile de su confianza para que la informase. A su regreso, fray Tomás de Matienzo, que tal era su nombre, aseguró a la reina que la religiosidad de su hija no corría peligro, aunque el ambiente chocaba un poco y aun un mucho con las costumbres hispanas.

Desde los primeros momentos ya dio muestra Juana de un notable desequilibrio sentimental. Bien conocida es la anécdota acaecida con una de sus damas, muy bella, joven y rubia, a la que Juana descubrió con un billete en su mano y, suponiéndolo -seguramente con fundamento- escrito por su consorte, le exigió que se lo entregara. La damita, por un exceso de coraje o de miedo, desobedeció la orden, prefiriendo comerse la misiva, a lo que respondió la archiduquesa de Austria abalanzándose sobre la chica y produciéndole daño que algunos cronistas reducen a una bofetada y otros elevan a un corte de trenzas y posterior señalización del bello rostro con las mismas tijeras utilizadas para el corte.

Juana, a los dieciséis años, siendo todavía doncella, en todo tenía el aire de una mujer: bien proporcionada, el rostro ovalado, con la frente muy despejada, el cabello recogido y trenzado sobre la nuca, el cuello airoso, fino y alargado, y el busto bien dotado y poco recatado, según la costumbre de la época, que vedaba a los caballeros el lucirlo, mas no así a las mujeres, pues, como razonaba fray Hernando de Talavera, confesor que fuera de la Reina Católica, "verdad es que las mujeres que crían deben traer los pechos ligeros de sacar".

El matrimonio de Juana con Felipe el Hermoso fue acordado por motivos políticos. Como dice Olaizola, "esta obsesión de arreglar los reinos mediante matrimonios dinásticos era común a todos los monarcas cristianos, hasta el punto de que un teólogo de Salamanca, de nombre Bartolomé Márquez, de la Orden de Predicadores, se atrevió a decir a la Reina Católica que mirase bien lo que hacía, pues Nuestro Señor Jesucristo había dispuesto el sacramento del matrimonio para fines que poco tenían que ver con tales arreglos; y que los padres de la Iglesia eran unánimes en determinar que matrimonio celebrado sin libertad ni consentimiento de los contrayentes, de tal sólo tenía la apariencia pues "quod ab initio nullum est non potest tractus tempore convalescere", que era tanto como decir que era nulo. ¿Y qué libertad podía haber en príncipes que se casaban forzadamente? La Reina Católica dicen que le escuchó con el respeto que le merecían los teólogos de tan ilustre universidad y prometió que les razonaría a sus hijos para que se casaran de grado, y no por fuerza. Ahora bien, qué es lo que entendía esta reina tan católica por casarse de buen grado es algo que quedaba al fuero de su conciencia".

Felipe era un hombre vano, ambicioso y de poco seso, amigo de la adulación y de dejarse guiar por falsos consejeros. Vanidoso, estaba acostumbrado a que las damas de su corte cayeran rendidas a sus pies a la menor indicación suya, y no estaba dispuesto a cambiar sus costumbres licenciosas por el mero hecho de estar casado. El amor que doña Juana profesaba a su esposo era excesivo y pueril, empalagoso, rayando con la idolatría, siendo más propenso a suscitar el disgusto que el amor. Sus celos extremos, que eran fundados, la llevaban a provocar los escándalos más extravagantes. No es de extrañar que don Felipe acabara aburriéndose. El archiduque sólo tenía un remedio para calmar los ataques de celos de su esposa: cumplir con sus deberes matrimoniales. No hay que sorprenderse entonces de que, pese a la frivolidad y desdén de 

don Felipe, doña Juana trajese al mundo seis hijos.
No es de extrañar que Felipe, acostumbrado a la libertad sexual que reinaba en Flandes, no pudiese aguantar ni la fidelidad conyugal ni los celos de su esposa. En Flandes tan relajada estaba la moral que tenían en poco la virtud de las doncellas, no siendo cuestión de honor, como en Castilla, el que se les mancillase la honra, al extremo de que no era extraño que muchachas de humilde condición reuniesen los dineros para su dote ganándoselos en las mancebías, que abundaban no menos que las tabernas, aunque tanto unas como otras poco tenían que ver con las de España por lo impropias y bien provistas que estaban.

La fidelidad conyugal tampoco era tenida en mucho y la legitimación de hijos bastardos ocupaba tomos enteros en los archivos de las municipalidades.

A los hijos bastardos los llamaban sobrinos y, según un dicho de la época, resultaba verdaderamente singular que, habiendo tan pocos padres, hubiera tantos tíos.

Felipe tenía los dientes cariados y procuraba disimular ese defecto con piezas de oro, y por eso se puso de moda en la corte de Bruselas lucir dientes de oro aunque no hubiera mellas en la dentadura.

Juan Antonio Vallejo-Nájera, en su magnífico libro "Locos egregios", llama la atención sobre el hecho de que ya entonces daba doña Juana muestras de alteración síquica, que los médicos llamaron "melancolía".

"Si hubiera resultado evidente para su entorno que la melancolía derivaba primariamente de la separación del esposo, así lo hubieran advertido los médicos. Esta interpretación, ahora siempre presente, sólo aparece después formando parte de la leyenda. Tampoco los síntomas son de una "depresión reactiva", sino que aparecen coloreados del embotamiento afectivo-esquizofreniforme del que ya tuvo atisbos cuatro años antes. Los médicos de cámara Soto y Gutiérrez de Toledo los describen así: "Algunas veces no quiere hablar; otras da muestras de estar "transportada"…, días y noches recostada en un almohadón con la mirada fija en el vacío".

Sale con doña Isabel hacia Segovia y allí continúan las anormalidades. Pasa noches en vela y días enteros sin comer, para hacerlo de pronto vorazmente. Alterna la inmovilidad del "transporte" con arrebatos de ira, en los que nadie osa contrariarla.

A su madre le parece clara la posibilidad de una pérdida permanente de la razón. No se explica de otro modo que, a poco de marchar don Felipe, presente a las Cortes de Castilla el proyecto de ley en que hace constar la significativa salvedad de que si Juana se encontrara ausente, o mal dispuesta, o incapaz de ejercer en persona las funciones reales, ejercería la regencia su padre don Fernando.

En 1503, la princesa doña Juana da a luz un hijo que se llamó Fernando y que después fue emperador de Alemania. Don Felipe quiere regresar a Flandes, donde se divierte mucho más que en España. Doña Juana se trastornó hasta tal punto que, según palabras de González Doria, "al ver partir a su esposo cayó en estado de desesperación”. Trasladados los reyes con su hija y su nieto Fernando a Medina del Campo, pronto dio en pensar doña Juana que podía aún alcanzar al marido antes de que embarcara si corría tras él por cualquier camino, y pensarlo e intentarlo todo fue uno.

Tal y como se encontraba en el lecho, descalza y sin ropa de abrigo, echó a andar los corredores del castillo de Mota. La detuvo el obispo de Córdoba, que estaba encargado de su custodia esa noche; la princesa forcejeaba con él, y el prelado ordenó se avisase a la reina en vista de que doña Juana se resistía a abandonar la plaza de armas de la fortaleza, hasta donde había conseguido llegar pretendiendo que alzaran los guardias el rastrillo y le franquearan el puente levadizo. Estaba doña Isabel indispuesta aquel día y se había retirado temprano a descansar, pero, a pesar de ello, acudió a la llamada del obispo, y no sin trabajo pudo reducir a su hija, si bien escuchó estas insolentes palabras que "jamás las habría tolerado si no oviese conocido su estado mental", según refería la propia doña Isabel en carta dirigida a su embajador en Bruselas".

La escena fue terrible porque Juana rechazaba airada a las damas de la corte y a la servidumbre y sacudía los barrotes de las rejas. No consiguieron vestirla; pasó al raso aquella fría noche de noviembre y el otro día.

A la noche siguiente encendieron una gran hoguera en el patio, a la que se acercó algunas veces aterida de frío.

La Reina Católica pensó en su madre, que en 1493 había muerto, no lejos de Medina, en Arévalo, víctima de una dolencia mental.

La situación entre la reina Isabel y su hija doña Juana se hizo tan tensa que Cisneros, confesor de la Reina Católica, aconsejó a la reina que la dejara partir, y el 1 de marzo Juana salía hacia Laredo, donde permaneció dos meses, esperando que el tiempo fuera propicio para la navegación hacia Flandes.

Al llegar a Flandes vuelven a desatarse los celos incontrolados.

Atribuye a don Felipe amores con todas las damas de su palacio.

No quiere a damas flamencas a su alrededor y se rodea de esclavas moriscas que ha traído de España y que se ocupan a diario de ella, bañándola y perfumándola.

Por consejo de su médico se acicaló tal vez en exceso, lo cual fue motivo de escándalo en la corte de Castilla, adonde llegaron noticias de que la princesa se bañaba todos los días, y algunos hasta dos veces. Habían de pasar muchos siglos antes de que los castellanos se aficionaran al baño, que lo consideraban costumbre mora que a nada bueno podía conducir; de ahí el asombro que produjo esa afición de la princesa y el que lo tomaran como actitud de persona que no está en su sano juicio
.

De primeras no disgustó a don Felipe esta nueva disposición de su esposa, ya que más quería verla fresca y bien aromada que no sucia y desaliñada. Pero como doña Juana se estuviera volviendo tan extremada en todo, se empeñó en que don Felipe también había de bañarse y acicalarse como ella, a lo cual el soberano se opuso como contrario a su dignidad real, y a tanto llegó la cosa que dijo que no había de dormir con la princesa en tanto no se desprendiera de aquellas manías que le estaban trastornando el seso. Por motivo tan banal las tuvieron muy sonadas, pues ninguno quería ceder, y don Felipe se consideró justificado para frecuentar otros lechos, puesto que le era negado el de su esposa, que apestaba a almizcle y a otros perfumes poco cristianos
.

En uno de los viajes que hizo desde Flandes a España, a la altura del estrecho de Calais, se levantó una tormenta del suroeste, que son las peores en aquella mar, que desbarató la escuadra, quedando cada navío a su suerte. El de sus majestades, que era una carraca de cuatrocientas cincuenta toneladas, salió muy malparado ya que, separado del resto de la flota, sufrió los peores embates del temporal, hasta el punto de que perdió el mástil principal y a poco estuvo de zozobrar. En trance de irse a pique estuvieron tres días los caballeros y las damas de la corte y las meretrices que los acompañaban postrados por el mareo y el temor, sin poder comer ni beber, y sólo con fuerzas para rezar, salvada la reina doña Juana, que en ningún momento perdió ni la compostura ni el apetito. Por contra, el archiduque don Felipe, que siempre fue muy mal marinero y estaba descompuesto, se hizo colocar un odre hinchado bien cosido al cuerpo para que le sirviera de salvavidas, y se admiró de que su esposa no tuviera miedo a lo que esta replicó:

- ¿Por qué había de tenerlo? ¿Es que acaso se conoce de algún monarca que haya perecido ahogado?

Los que la oyeron se quedaron pasmados, aunque algunos pensaban que no estaba en su sano juicio, pero los siglos transcurridos le vienen a dar la razón, pues no se conoce de ningún rey o reina que haya muerto ahogado.

Varias veces al día se lava la cabeza, síntoma que, según los siquiatras, es característico de la esquizofrenia. Cuando sabe que su marido está en la habitación de al lado se pasa la noche dando golpes en la pared.

En el asunto de la infidelidad conyugal la costumbre en los matrimonios reales era que cuando llegaban los meses mayores del embarazo se abstuvieran de relaciones carnales, para asegurar su feliz término, y si bien hubo reyes prudentes y temerosos de Dios, que no por ello faltaban al respeto debido al sagrado vínculo matrimonial, los más se permitían licencias contando con la comprensión, y hasta la complicidad, de quienes debían cuidar su alma.

A la Reina Católica mucho le tocó padecer en este punto con su esposo el rey Fernando, pero acertó a disimularlo. No así su hija Juana, que no supo "ahormarse" a la conducta de su madre y reprendió públicamente a su esposo por el desvío que le mostró durante aquellos meses; no que le constara que tuviera amante, sino que no la atendía en el lecho conyugal como le era debido, dándosele poco de que fueran meses mayores o menores. En este punto la reprendió fray Tomás de Matienzo haciéndole ver que una vez que diera a luz las aguas volverían a su cauce, y que tomara ejemplo de su egregia madre, que hasta consintió que fueran educados en la corte los hijos bastardos de su esposo, el rey Fernando, a lo que la archiduquesa replicó que estaría conforme si su marido también lo estaba en tomar ejemplo de su tío, el rey Fernando IV de Castilla, que consintió en que su esposa, la reina, tuviera una hija con don Beltrán de la Cueva, a la que reconoció como propia, pese a que pasó a la historia con el sobrenombre de "la Beltraneja"
.

El tesorero de doña Juana, Martín de Moxica, lleva un diario, que se ha perdido, en él anota los sucesos de cada día y las anormalidades, cada vez mayores de doña Juana, y lo envía a los Reyes Católicos. El efecto que produjo nos lo podemos imaginar cuando la reina Isabel, tres días antes de su muerte, modifica su testamento indicando que si "su muy querida y amada hija, aun estando en España, no quisiera o no pudiera desempeñar las funciones de gobierno, el rey Fernando debía reinar, gobernar y administrar en su nombre".

Castilla se dividió en dos bandos: uno partidario de don Fernando, en quien veían dotes de gobernante y continuador de la política de doña Isabel, y otro, afín a don Felipe, del que esperaban la concesión de privilegios otorgados antiguamente por los monarcas castellanos y que habían sido recortados por los Reyes Católicos.

Por otra parte, algo de ambición debía de haber, por cuanto, sabiendo que don Felipe estaba ignorante de las leyes y costumbres de Castilla, era forzoso que acudiese a la nobleza para aconsejarse, lo cual les permitiría la libertad de abusar del poder.

Don Felipe, hostil al Rey Católico, se pone en contacto con Francia, y don Fernando, para contrarrestar estas negociaciones, concierta su matrimonio con Germana de Foix, sobrina de Luis XII, lo que hace que los cortesanos flamencos intenten que Juana firme documentos que comprometan al rey, a lo que se negó doña Juana, exclamando:

- ¡Dios me libre de hacer nada contra la voluntad de mi padre y de permitir que en vida de mi padre reine en Castilla otra persona! Que si el rey Fernando se casa otra vez es para vivir como buen cristiano.

Don Felipe se propone entonces ir a Castilla sin su esposa, pero don Fernando le avisa que, de hacerlo así, será tratado como extranjero.

El 8 de enero de 1506, don Felipe y doña Juana embarcan para trasladarse a España definitivamente. Un grupo de damas de la corte tuvo que ser embarcado a escondidas, pues doña Juana se negó a hacerlo si había otras mujeres en la comitiva.

Vallejo-Nájera, en el libro ya citado, comenta el hecho diciendo: "En doña Juana se perfila en esta primera etapa una forma de esquizofrenia llamada "paranoide" porque en ella dominan 
las ideas delirantes, parcialmente sistematizadas, en este caso, en un delirio de celos. El que los celos estén ampliamente motivados, como en doña Juana, no contradice que su formulación sea enfermiza y se lleven a exageraciones irreales, como la de pretender que no acompañase ninguna mujer a la flota. A ello no puede acceder don Felipe, pues el desembarco en España sin una sola dama acompañando a la reina sería interpretado automáticamente como que llegaba prisionera. Por eso las vuelve a embarcar sin que Juana se percate de ello".

Los visitantes de doña Juana se dividían entre los que, como don Pedro López de Padilla, procurador de Toledo, aseguraban al salir de la entrevista:

- Las primeras palabras eran las de una persona en su juicio, pero al seguir hablando parecía como si se saliese de la razón.

Y que conste que don Pedro fue leal a la reina hasta su muerte. Otros, como el almirante de Castilla, visitan a la reina y luego declaran:

- Nada contestó que no fuese de razón.

El 17 de septiembre, encontrándose Felipe con la reina en Burgos, se puso a jugar a pelota; al concluir la partida, sudoroso como estaba, bebió un jarro de agua helada. Al día siguiente no pudo levantarse a causa de la fiebre. La reina le cuidó, no separándose ni un momento de su lado, hizo que le montasen una cama al lado de la de su marido y allí estuvo hasta la muerte de Felipe I el 25 de septiembre de 1506. 
Empieza ahora la parte de la vida de doña Juana más explotada por los autores románticos. La reina no derramó una sola lágrima y dio severas órdenes para que solamente hombres velasen el cadáver, prohibiendo que ninguna mujer se acercase a él. Dicen que estuvo presente mientras lo embalsamaban y no quiso que le enterrasen, sino que, pasados algunos días, mandó que el féretro fuese trasladado a la cartuja de Miraflores por ser el monasterio de cartujos -es decir, de hombres-, e hizo que lo instalasen en una dependencia de clausura para que ninguna mujer pudiese verlo, salvo ella por privilegio especial. Llevaba doña Juana colgada del cuello la llave del ataúd y, cada vez que lo visitaba, lo abría para contemplar el cadáver, que por cierto estaba mal embalsamado y hedía.

Por el mes de noviembre hubo un brote de epidemia en Burgos y la corte decidió trasladarse a otra ciudad, a lo que se opuso doña Juana por no alejarse de la cartuja de Miraflores.

Por fin, el 20 de diciembre se consiguió que doña Juana consintiese en trasladar el cuerpo de su esposo a Granada para ser enterrado junto al de Isabel I. Dice González Doria:

"Envió su corte por delante de ella y solamente llevó en su cortejo varios frailes y una media docena de criadas viejas feas; a la pobre doña Juana la atormentaban los celos, incluso ahora que el hermoso don Felipe no era ya nada más que unos míseros despojos pestilentes. Escoltaban el féretro soldados armados portando antorchas, los cuales tenían órdenes muy rigurosas de la reina de impedir que al pasar por las aldeas pudiese ninguna mujer acercarse al ataúd de don Felipe.

Iba ella unos ratos en carruaje y otros cabalgando en enlutado corcel para poder acercarse a quienes llevaban las andas sobre las que se transportaba el féretro; ¡infelices porteadores que debían ser renovados frecuentemente por serles insufrible el hedor! Como solamente se caminaba de noche, se hacía parada al llegar el día en la iglesia de algún lugar en donde los frailes del cortejo decían misas y pasaban la jornada entonando una vez tras otra el oficio de difuntos. Una de estas paradas se efectuó en un convento que había en mitad de la campiña, pero al darse cuenta la reina de que se trataba de un cenobio de monjas, aunque eran de clausura, ordenó se sacase de allí rápidamente el féretro y se acampase fuera del convento; es éste el momento que, idealizado en bastantes detalles sin excesivo rigor histórico, ha inmortalizado Francisco Pradilla en un famosísimo cuadro".

Dos cosas son de notar en este célebre cuadro. Primero, que tanto la reina como las damas que la acompañan van vestidas de negro, lo cual era una novedad, pues el luto en aquella época se representaba con el color blanco.

Fueron precisamente los Reyes Católicos los que en su Pragmática de Luto y Cera impusieron el color negro. Poco antes, un edicto del concejo de Burgos mandaba que en caso de luto no se llevase el vestido blanco "so pena que sea rasgada la ropa que trajesen e si alguno por pobreza no pudiera haber ni comprar luto o margas que haya ropas pretas". Marga, dice el diccionario, es: "jerga que se emplea para sacos, jergones y otras cosas semejantes y que en época antigua se llevó como luto riguroso", preto o prieto significa negro. Lo segundo a notar es la presencia de mujeres en el cortejo de la reina. Esta había autorizado a unas cuantas damas viejas y feas a que la acompañasen, manteniéndose siempre lejos del féretro. Puesto que su marido había muerto ya no había peligro de seducción.

Ludwig Pfandl dice que algunos contemporáneos pretendían saber que doña Juana estaba poseída por la idea fija de que el muerto había sido embrujado por mujeres envidiosas, que su muerte era sólo aparente y temporal, que al cabo de cierto plazo volvería a la vida y que ella vivía con el constante temor de que podría dejar escapar este momento.

A todo esto, doña Juana estaba embarazada, y al llegar a Torquemada dio a luz una niña que se llamó Catalina y llegó a ser reina de Portugal.

Aunque el alumbramiento fue rápido y feliz, pasáronse apuros por no haber comadrona en el lugar y tuvo que ejercer de tal doña María de Ulloa.

Mientras la reina se disponía a continuar su camino hasta depositar en Granada los restos del archiduque y cundía el descontento y se levantaban las pasiones contra los ambiciosos que disponían de los asuntos de gobierno por desidia e incapacidad de la soberana, llegó la primavera y encendióse la peste en Torquemada y, aunque morían muchos y el azote no respetaba a los palaciegos, la reina, desoyendo consejos bien enderezados, no disponía su salida del pueblo, esperando la resurrección de su esposo, y sólo accedió a establecerse en Hornillos, distante una legua de Torquemada, adonde se llevó, como siempre, el fúnebre depósito.

Procedente de Nápoles y Valencia, el rey don Fernando se entrevistó con su hija en Tórtoles, y allí la desgraciada reina dio a conocer su decisión de no meterse en asuntos de gobierno.

Desde Tórtoles pasó la corte a Santa María del Campo y de aquí a los Arcos. Doña Juana, precedida del cofre mortuorio, caminaba de noche, según su costumbre, y tenía la imaginación tan llena del recuerdo de su marido, tan vivo se mantenía su delirio amoroso, tanto se iba acentuando su frenalgia, que su espíritu no tenía aptitud para ocuparse de otros asuntos que los que giraban alrededor de su vesania, y en esta situación, cuando la reina no había consentido en autorizar el sepelio del archiduque, propusiéronle los cortesanos que ¡contrajese segundas nupcias con el rey de Inglaterra!… En efecto, creyendo el tal monarca que el estado de doña Juana no procedía ni más ni menos que de los malos tratos de su esposo, solicitó la mano de la reina loca por convenir a sus planes y, como la política no tiene entrañas, don Fernando el Católico, no obstante creer en lo disparatado del proyecto, no quiso desairar al inglés y llevó adelante la farsa, consintiendo se hiciese a la reina la petición formal de su mano, a lo que no estuvo de acuerdo ella, como era de esperar.

En noviembre de 1510, al visitarla su padre la halló en tan lastimoso estado que parece había perdido la soberana toda noción de limpieza, decencia y consideración que a su persona debía, hasta el punto de temerse que no podría resistir muchos días a tales extravíos. Flaquísima, desfigurada, harapienta, durmiendo poco y no comiendo nada algunos días, daba lástima a la misma compasión. Para remediarlo, puso el rey a su lado doce mujeres nobles
, "para que mirasen por ella y la vistiesen aunque fuese contra la voluntad de la reyna que no quería sino andar sucia y rota, y dormir en el suelo sin mudar camisa, lo cual se remedió de alguna manera porque las damas la forzaban cuando ella por su porfía y falta de juicio no quería".

En otoño de 1517 llegaron a España desde los Países Bajos sus hijos Carlos y Leonor. El primero, de diecisiete años de edad, había sido proclamado en Bruselas rey de Castilla y Aragón. Fueron a visitar a su madre. Carlos, que no sabía hablar todavía en castellano, se le dirigió en francés:

- Señora, vuestros obedientes hijos se alegran de encontraros en buen estado de salud y os ruegan que les sea permitido expresaros su más sumiso acatamiento.

La reina se les quedó mirando un rato como haciendo un esfuerzo para concentrarse.

- ¿Sois vosotros mis hijos?… ¡Cuánto habéis crecido en tan poco tiempo!… Puesto que debéis de estar muy cansados de tan largo viaje, bueno será que os retiréis a descansar.

Y esto fue todo después de doce años de no haberlos visto.

En Tordesillas quedó con su madre la pequeña Catalina, que ya tenía diez años. Llevaba una triste vida.

Aparte de sarna, que le producía grandes comezones, no tenía otra diversión que mirar desde la ventana a la gente que pasaba hacia la iglesia.

A veces echaba unas monedas a la calle para que los niños fuesen a jugar bajo su ventana y no tenía otra compañía que dos antiguas y viejas criadas.

Se decidió sacarla de allí y pasó un día entero sin que doña Juana se diese cuenta de su ausencia, pero cuando lo hizo empezó a llorar y a lamentarse en forma tan lastimera que no hubo más remedio que devolver a la infanta a su encierro. Eso sí, lo hizo acompañada de una pequeña corte de damas y doncellas, algunas de su misma edad, y se procuró que ocupase aposentos distantes de los de su madre, que se divirtiese en lo posible y saliese a montar a caballo por los alrededores de Tordesillas.

Doña Juana ignoraba que había muerto su padre y no le chocaba que no fuese a verla porque ella, en su abulia, tampoco tenía deseos de verle.

Un acontecimiento sucedió en España que pudo haber cambiado la historia del país: fue el alzamiento de los comuneros, en el que desempeñó Juana un papel, aunque pasivo, muy importante:

"Los revolucionarios afirmaban, porque ello era favorable a sus intereses, que estaba prisionera con toda injusticia y además sana de juicio.

Penetraron en el Castillo y quisieron libertarla; ella no se movió del sitio. Le dijeron que hacía mucho tiempo que había muerto el rey don Fernando; no quiso creerlo. Pusiéronle a la firma decretos sobre la nueva organización del gobierno; la letargia no le permitió levantarse para ello ni leer siquiera uno; se negó a firmarlos. La amenazaron diciéndole que, mientras negara la firma, ni ella ni la infantita lograrían comer un bocado; Juana no se conmovió lo más mínimo. Hincáronse de rodillas delante de ella, le pusieron ante sus ojos los decretos escritos, la pluma de ave y el tintero y la importunaron con vehementes ruegos; pero ella miró por encima de sus cabezas y buscó con vacía mirada una lejanía indecisa. Por último, entraron varios sacerdotes para exorcizar a la pobre reina y librarla de la violencia del espíritu malo que moraba en ella. Pero todo fue en vano: Juana perseveraba en su indiferencia y en su resistencia pasiva.

Sin saberlo salvó la soberanía de su hijo, pues su firma hubiera hecho gobierno legítimo lo que ante la ley era un conjunto de rebeldes". Son palabras de Ludwig Pfandl.

Y así pasaron años y años. Cada vez se va acentuando la enfermedad de la reina. Tiene arrebatos de furia, golpea a las criadas y a las damas de su servicio, come sentada en el suelo y, al terminar, arroja la vajilla y los restos de comida detrás de los muebles. Se pasa dos días sin dormir y luego, durante otros dos, no se mueve de la cama. Va andrajosa y sucia, no se lava. Como una gran cosa, un mes se cambia tres veces de vestido y duerme con ellos puestos.

Durante cuarenta y seis años vive, si a eso se le puede llamar vivir, encerrada en Tordesillas. Sólo recobra la razón en la primavera de 1555, cuando Francisco de Borja, que había sido duque de Gandía, la visita y logra que se confiese; pero es sólo un instante, pues rechaza toda práctica religiosa. Una vez Francisco la abandona, vuelve a caer en su locura habitual. El confesor de doña Juana, Francisco de Borja, será, tiempo después, elevado a los altares.

Doña Juana está cada vez más enferma, sus piernas se ulceran, se infectan las heridas, tiene fiebre y vómitos. Sus dolores son tales que no grita sino aúlla día y noche. Muere en la madrugada del 12 de abril de 1555, Viernes Santo, a los setenta y cinco años de edad, después de haber estado encerrada desde los veintinueve.

Su hijo Carlos abdica seis meses después. Los únicos seis meses en que legalmente había sido rey de España.

En el momento de su muerte está a su lado Francisco de Borja, el que había sido marqués de Lombay y que, desengañado ante la visión del cadáver de la emperatriz Isabel, había abandonado la vida mundana y entrado en la nueva Orden de la Compañía de Jesús.

Francisco recita el credo, que ella repite trabajosamente:

- ¡Jesús crucificado, ayúdame!…
Son sus últimas palabras. Es la mañana del Viernes Santo. 
Día doloroso; también toda su vida, larga, dramática. Más de cuarenta años en aquella reclusión de Tordesillas. 
En el convento de Santa Clara quedan sus restos. Más tarde, el nieto, Felipe II dispondrá el traslado a Granada. Allí quedarán, junto a los del esposo, junto a los de los padres.

jueves, 17 de octubre de 2013

El flautista de Hamelin. Anónimo.


Había una vez......Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.

Pero... un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas!

Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además... Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.

¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!

...Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué exaltados estaban todos!
No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.

-¡Abajo el alcalde! -gritaban unos.

-¡Ese hombre es un pelele! -decían otros.

-¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! exigían los de más allá.

Con las mujeres la cosa era peor.
-Pero, ¿qué se creen? -vociferaban-. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!

Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.

¿Qué hacer?

Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.

Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo que yo daría por una buena ratonera!

Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.

-¡Dios nos ampare! -gritó el alcalde, lleno de pánico-. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?

Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.

-¡Pase adelante el que llama! -vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.

Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar.

Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.

Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.

El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
-Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.

En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.

El flautista continuó hablando así: -Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras.
Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?

-¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.

Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.

Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.

Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.

¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.

Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.

Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una vez allí contó lo que había sucedido.

-Igual les hubiera sucedido a todos ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: "¡Anda, atrévete!" Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias a mi fortaleza me he salvado!

Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.

¡Había que ver a las gentes de Hamelin!


Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.

El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!

Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.

El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
-Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.

¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!


El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.

¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?

-¿Mil florines... ?-dijo el alcalde-. ¿Por qué?

-Por haber ahogado las ratas -respondió el flautista.

-¿Que tú has ahogado las ratas? -exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales-. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos...! Toma cincuenta.

El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.

-¡No diga más tonterías, alcalde! -exclamó-. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!

-¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? -dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.

Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.

El flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.

Tales palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo se entiende? -bramó-. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?

El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.

Así que siguió vociferando:
-¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!

-¡Se arrepentirán!

-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor-. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!

El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.

Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.

Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.

El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también. Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.

No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.

Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río. ¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!

Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.

Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.

-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! -se dijeron las personas mayores-.

Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.

Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.

Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.

A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Y lo hallaron triste y cariacontecido.

Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:

-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.

-¿Y qué les prometía? -preguntó su padre, curioso.

-Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren 
más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.

-Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?

-No pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño-. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.

¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!

El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños.

Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!

Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.

Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Cólquico




CÓLQUICO Colchicum autumnale. Azafrán bastardo. Azafrán silvestre. Cebolla montés. Cholquicos. Cólchico. Colchico común. Cólchico de otoño. Colchico que mata. Cólquico. Matacán. Mataperros. Quitameriendas. Villorita.

Brota de un tuberobulbo subterráneo, florece antes de que se desarrollen las hojas, que miden 15 cm de largo y rodean al fruto, una cápsula verde, a nivel del suelo. Las flores son de color rosa, con 6 tépalos soldados, formando un largo tubo, con 6 estambres.

Floración: finales de verano-principios de otoño

Las zonas de crecimiento natural para el cólquico son casi todos los países de Europa. Con fines medicinales se utilizan de manera casi exclusiva los bulbos y las semillas de esta planta. En la composición química de esta planta se cuentan algunos elementos como la colihicina (alcaloide que puede presentarse en concentraciones de hasta el 1%), taninos y diferentes aceites esenciales.

El cólquico es una especie que tiene la particular característica de ejercer un efecto vasodilatador sobre diferentes vías de circulación sanguínea. Por esta razón está especialmente recomendado en caso de gota y ácido úrico, entre otras afecciones. La planta de cólquico también tiene un poderoso efecto antiinflamatorio y es un muy buen analgésico natural. Esta especie puede ser empleada para combatir dolores de reuma y de otras afecciones articulares.

Es planta tóxica, ya que la colquicina es un violento tóxico celular. Su acción es semejante a la del arsénico, por ello llamada "arsénico vegetal". Los médicos de la antigua Grecia lo utilizaban contra la artritis aguda. La colchicina se elimina lentamente y presenta problemas de acumulación.

Principios activos: alcaloides fenetilisoquinoleínicos, en semillas y en bulbo (0´30 - 1´20 %), principalmente la colchicina, democolchicina, y colchicósico: taninos, aceite esencial. .

Acción farmacológica: los alcaloides le confieren una acción analgésica, antiinflamatoria y diurética.

Indicaciones: reumatismo articular, ataques de gota. Herpes zoster. Tumores cutáneos y verrugas. Dermatosis precancerígenas. Psoriasis. La acción analgésica antiinflamatoria del cólquico es aplicable de forma específica en la gota, ya que actúa sobre los fenómenos secundarios a la aparición de cristales de urato en el líquido sinovial.

Precauciones/intoxicación: Los alcaloides, especialmente la colchicina, son muy tóxicos comportándose como emetocatártico (vomitivo), pudiendo producirse la muerte por colapso respiratorio, o dejando graves secuelas: leucopenia, alopecia, depresión de la inmunidad. 2 flores pueden causar la muerte en niños. 10 gramos de semillas en adultos. Es muy tóxica por vía interna: la toxicidad se atribuye a sus productos de degradación. El envenenamiento se instaura lentamente y comienza con disturbios gastrointestinales (vómitos y diarrea), bradicardia, oliguria y cianosis. La muerte sobreviene por parálisis respiratoria.

Las hojas y el bulbo, contienen colquicina, que ha sido causa de frecuentes envenenamientos del ganado, sobre todo del vacuno, porque las ovejas y en especial las cabras, la resisten mejor. Esta planta de porte elegante pero venenosa, posee ciertas propiedades terapéuticas indiscutidas si es usada bajo control facultativo, pero según dosis ejerce una acción paralizante para el sistema nervioso central llegando a provocar la muerte.