miércoles, 10 de abril de 2013

Pedro Salinas

(Madrid, 1891 - Boston, 1951) Poeta español, miembro de la Generación del 27, en la que destacó como poeta del amor. Profundo intelectual y humanista, Salinas estudió las carreras de derecho y de filosofía y letras. Fue lector de español en la Universidad de París entre 1914 y 1917, año en que se doctoró en letras. Catedrático de lengua y literatura españolas en las universidades de Sevilla y Murcia. Trabajó como lector de español en Cambridge. Emigró a Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte. Poeta subjetivo, heredero de la tradición amorosa de Garcilaso de la Vega y de Gustavo Adolfo Bécquer, el gran tema de su poesía fue el amor, a través del cual matizó y recreó la realidad y los objetos. Fruto de su apasionada relación con la profesora norteamericana Katherine Whitmore celebra el amor que da sentido al mundo. El amor de su lírica no es atormentado y sufrido; es una fuerza prodigiosa que da sentido a la vida (La voz a ti debida, 1933; Razón de amor, 1936 y Largo lamento, 1939). Utiliza elementos métricos muy tenues y leves (metros cortos, con asonancias de una gran flexibilidad, que subrayan el ritmo interno de las metáforas, las ideas y la fluida elocución), halla su mejor representación en "La voz a ti debida", obra que ha influido profundamente en la poesía española.


 Suelo. Nada más. 
Suelo. Nada menos. 
Y que te baste con eso. 
Porque en el suelo los pies hincados, 
en los pies torso derecho, 
en el torso la testa firme, 
y allá, al socaire de la frente, 
la idea pura, y en la idea pura 
el mañana, la llave 
—mañana— de lo eterno. 
Suelo. Ni más ni menos. 
Y que te baste con eso. 


Mis ojos ven en el árbol
el fruto redondo y fresco. 
Mis manos se van certeras 
a cogerlo. Pero tú, 
pero tú, mano de ciego, 
¿qué estás haciendo? 
La mano da vueltas, vueltas 
por el aire; si se posa 
sobre cosa material, 
huye tras palpo suave, 
sin llegar nunca a cogerla. 
Siempre abierta. Es que no sabe 
cerrarse, es que tiene 
ambiciones más profundas 
que las de los ojos, tiene 
ambiciones de esa bola 
imperfecta de este mundo, 
buen fruto para una mano 
de ciego, ambición de luz, 
eterna ambición de asir
lo inasidero. 
Cuando se cansa de inútiles 
devaneos, tristemente, 
se va en busca de su hermana 
y se entrecruzan las manos 
del ciego. 
Y sólo así se están quietas, 
enclavijadas, 
asidas ansia con ansia 
y deseo con deseo. 
Mano de ciego no es ciega:
una voluntad la manda, 
no los ojos de su dueño. 


 Cigarra que estás cantando 
en un rincón ignorado
del árbol que me da sombra, 
no tengo ningún deseo
de saber cuál es la rama, 
de tantas que me cobijan, 
en que apoyas tu cantar. 
Y no me importa si existes,
y no me importa si existe 
algo más que ese vaivén 
de tu lanzadera, esos 
hilillos áureos y tensos 
con que tejes el cordaje 
de ese barco mañanero 
de la mañana de agosto, 
barco de los rumbos dulces
que no lleva a ningún puerto.  


Estoy sentado al sol en la puerta de casa,
sin otra compañía que la sombra 
de mí mismo tendida por el suelo. 
La criatura extraña 
que entre el sol de setiembre y yo creamos, 
sabe cosas de mí que yo no sé. 
Me define de modos muy distintos, 
es más ágil que yo y en tanto lucho
por dar con el secreto del movimiento 
se hace tenue y vaga como la noche exige 
o se precisa como verso de mármol
si así lo quiere el sol. 
Yo me veo bien claro: 
lo de fuera de mí, sol o luna, y aquello 
que yo soy, haz y envés, 
la sombra lo junta y expresa. 
¿Pero de qué me sirve? 
Si la miro en demanda ansiosa de conciencia,
es burlona, enflaquece risiblemente o hace 
de todo yo una bola grotesca. 
Y por eso la mato cada día 
entrándome en la casa, toda sombra sin sombras, 
asesino pueril y Caín de burla. 


MUERTES

Primero te olvidé en tu voz. 
Si ahora hablases aquí, 
a mi lado, 
preguntaría yo: «¿Quién es?». 
Luego, se me olvidó de ti tu paso. 
Si una sombra se esquiva 
entre el viento, de carne, 
ya no sé si eres tú. 
Te deshojaste toda lentamente, 
delante de un invierno: la sonrisa, 
la mirada, el color del traje, el número
de los zapatos.
Te deshojaste aún más: 
se te cayó tu carne, tu cuerpo. 
Y me quedó tu nombre, siete letras, de ti. 
Y tú viviendo, 
desesperadamente agonizante, 
en ellas, con alma y cuerpo. 
Tu esqueleto, sus trazos, 
tu voz, tu risa, siete letras, ellas. 
Y decirlas tu solo cuerpo ya. 
Se me olvidó tu nombre. 
Las siete letras andan desatadas; 
no se conocen. 
Pasan anuncios en tranvías; letras 
se encienden en colores a la noche, 
van en sobres diciendo 
otros nombres. 
Por allí andarás tú, 
disuelta ya, deshecha e imposible. 
Andarás tú, tu nombre, que eras tú, 
ascendido 
hasta unos cielos tontos, 
en una gloria abstracta de alfabeto.
 



CERO
Y esa Nada, ha causado muchos llantos, 
Y Nada fue instrumento de la Muerte, 
Y Nada vino a ser muerte de tantos.
FRANCISCO DE QUEVEDO 

Ya maduró un nuevo cero 
que tendrá su devoción.
ANTONIO MACHADO

 I
Invitación al llanto. Esto es un llanto, 
ojos, sin fin, llorando, 
escombrera adelante, por las ruinas 
de innumerables días. 
Ruinas que esparce un cero —autor de nadas, 
obra del hombre—, un cero, cuando estalla. 
Cayó ciega. La soltó, 
la soltaron, a seis mil 
metros de altura, a las cuatro. 
¿Hay ojos que le distingan 
a la Tierra sus primores 
desde tan alto? 
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas, 
que se tejen, se destejen, 
mariposas, hombres, tigres, 
amándose y desamándose? 
No. Geometría. Abstractos 
colores sin habitantes, 
embuste liso de atlas. 
Cientos de dedos del viento 
una tras otra pasaban 
las hojas 
—márgenes de nubes blancas— 
de las tierras de la Tierra, 
vuelta cuaderno de mapas. 
Y a un mapa distante, ¿quién 
le tiene lástima? Lástima 
de una pompa de jabón 
irisada, que se quiebra; 
o en la arena de la playa 
un crujido, un caracol 
roto 
sin querer, con la pisada. 
Pero esa altura tan alta 
que ya no la quieren pájaros, 
le ciega al querer su causa 
con mil aires transparentes. 
Invisibles se le vuelven 
al mundo delgadas gracias: 
La azucena y sus estambres, 
colibríes y sus alas, 
las venas que van y vienen, 
en tierno azul dibujadas, 
por un pecho de doncella. 
¿Quién va a quererlas 
si no se las ve de cerca? 
Él hizo su obligación: 
lo que desde veinte esferas 
instrumentos ordenaban, 
exactamente: soltarla 
al momento justo. 
Nada. 
Al principio 
no vio casi nada. Una 
mancha, creciendo despacio, 
blanca, más blanca, ya cándida. 
¿Arrebañados corderos? 
¿Vedijas, copos de lana? 
Eso sería... 
¡Qué peso se le quitaba! 
Eso sería: una imagen 
que regresa. 
Veinte años, atrás, un niño. 
Él era un niño —allá atrás— 
que en estíos campesinos 
con los corderos jugaba 
por el pastizal. Carreras, 
topadas, risas, caídas 
de bruces sobre la grama, 
tan reciente de rocío 
que la alegría del mundo 
al verse otra vez tan claro, 
le refrescaba la cara. 
Sí; esas blancuras de ahora, 
allá abajo 
en vellones dilatadas, 
no pueden ser nada malo: 
rebaños y más rebaños 
serenísimos que pastan 
en ancho mapa de tréboles. 
Nada malo. Ecos redondos 
de aquella inocencia doble 
veinte años atrás: infancia 
triscando con el cordero 
y retazos celestiales, 
del sol niño con las nubes 
que empuja, pastora, el alba. 
Mientras, 
detrás de tanta blancura 
en la Tierra —no era mapa— 
en donde el cero cayó, 
el gran desastre empezaba. 

II 

Muerto inicial y víctima primera: 
lo que va a ser y expira en los umbrales 
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias! 
Heráldicas palabras voladoras 
—«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»— nuncios de dichas 
colman el aire, lo vuelven promesa. 
Pero la anunciación jamás se cumple: 
la que aguardaba el éxtasis, doncella, 
se quedará en su orilla, para siempre 
entre su cuerpo y Dios alma suspensa. 
¡Qué de esparcidas ruinas de futuro 
por todo alrededor, sin que se vean! 
Primer beso de amantes incipientes. 
¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo? 
¿Podrán los labios repetirlo? Vuelan 
hacia el segundo beso; más que beso, 
claridad quieren, buscan la certeza 
alegre de su don de hacer milagros 
donde las bocas férvidas se encuentran. 
¿ Por qué si ya los hálitos se juntan 
los labios a posarse nunca llegan? 
Tan al borde del beso, no se besan. 
Obediente al ardor de un mediodía 
la moza muerde ya la fruta nueva. 
La boca anhela el más celado jugo; 
del anhelo no pasa. Se le niega 
cuando el labio presiente su dulzura 
la condensada dentro, primavera, 
pulpas de mayo, azúcares de junio, 
día a día sumados a la almendra. 
Consumación feliz de tanta ruta, 
último paso, amante, pie en el aire, 
que trae amor adonde amor espera. 
Tiembla Julieta de Romeos próximos, 
ya abre el alma a Calixto, Melibea. 
Pero el paso final no encuentra suelo. 
¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla, 
si ya es nada Verona, y si no hay huerto? 
De imposibles se vuelve la pareja. 
¿Y esa mano —¿de quién?—, la mano trunca 
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana, 
que buscas en el rosal la única abierta, 
y cuando ya la alcanza por el tallo 
se desprende, dejándose a la rosa, 
sin conocer los ojos de su dueña? 
¡Cimeras alegrías tremolantes, 
gozo inmediato, pasmo que se acerca: 
la frase más difícil, la penúltima, 
la que lleva, derecho, hasta el acierto, 
perfección vislumbrada, nunca nuestra! 
¡Imágenes que inclinan su hermosura 
sobre espejos que nunca las reflejan! 
¡Qué cadáver ingrávido: una mañana 
que muere al filo de su aurora cierta! 
Vísperas son capullos. Sí, de dichas; 
sí, de tiempo, futuros en capullos. 
¡Tan hermosas, las vísperas! 
¡Y muertas! 

III 

¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra? 
Polvo que se levanta de la ruina, 
humo del sacrificio, vaho de escombros 
dice que sí se puede. Que hay más pena. 
Vasto ayer que se queda sin presente, 
vida inmolada en aparentes piedras. 
¡Tanto afinar la gracia de los fustes 
contra la selva tenebrosa alzados 
de donde el miedo viene al alma, pánico! 
Junto a un altar de azul, de ola y espuma, 
el pensar y la piedra se desposan; 
el mármol, que era blanco, es ya blancura. 
Alborean columnas por el mundo, 
ofreciéndole un orden a la aurora. 
No terror, calma pura da este bosque, 
de noble savia pórtico. 
Vientos y vientos de dos mil otoños 
con hojas de esta selva inmarcesible 
quisieran aumentar sus hojarascas. 
Rectos embisten, curvas les engañan. 
Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda? 
No pájaros, sus copas, procesiones 
de doncellas mantienen en lo alto, 
que atraviesan el tiempo, sin moverse. 
Este espacio que no era más que espacio 
a nadie dedicado, aire en vacío, 
la lenta cantería lo redime 
piedras poniendo, de oro, sobre piedras, 
de aquella indiferencia sin plegaria. 
Fiera luz, la del sumo mediodía, 
claridad, toda hueca, de tan clara 
va aprendiendo, ceñida entre altos muros 
mansedumbres, dulzuras; ya es misterio. 
Cantan coral callado las ojivas. 
Flechas de alba cruzan por los santos 
incorpóreos, no hieren, les traen vida 
de colores. La noche se la quita. 
La bóveda, al cerrarse abre más cielo. 
Y en la hermosura vasta de estos límites 
siente el alma que nada la termina. 
Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora 
el torno la conduce hasta su auge: 
suave concavidad, nido de dioses. 
Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas 
en su seno se posan. A esta crátera 
ojos, siempre sedientos, a abrevarse 
vienen de agua de mito, inagotable. 
Guarda la copa en este fondo oscuro 
callado resplandor, eco de Olimpo. 
Frágil materia es, mas se acomodan 
los dioses, los eternos, en su círculo. 
Y así, con lentitud que no descansa, 
por las obras del hombre se hace el tiempo 
profusión fabulosa. Cuando rueda 
el mundo, tesorero, va sumando 
—en cada vuelta gana una hermosura— 
a belleza de ayer, belleza inédita. 
Sobre sus hombros gráciles las horas 
dádivas imprevistas acarrean. 
¿Vida? Invención, hallazgo, lo que es 
hoy a las cuatro, y a las tres no era. 
Gozo de ver que si se marchan unas 
trasponiendo la ceja de la tarde, 
por el nocturno alcor otras se acercan. 
Tiempo, fila de gracias que no cesa. 
¡Qué alegría, saber que en cada hora 
algo que está viniendo nos espera! 
Ninguna ociosa, cada cual su don; 
ninguna avara, todo nos lo entregan. 
Por las manos que abren somos ricos 
y en el regazo, Tierra, de este mundo 
dejando van sin pausa 
novísimos presentes: diferencias. 
¿Flor? Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor! 
Todo, en lo igual, distinto: primavera. 
Cuando se ve la Tierra amanecerse 
se siente más feliz. La luz que llega 
a estrecharle las obras que este día 
la acrece su plural. ¡Es más diversa! 

IV 

El cero cae sobre ellas. 
Ya no las veo, a las muchas, 
las bellísimas, deshechas, 
en esa desgarradora 
unidad que las confunde, 
en la nada, en la escombrera. 
Por el escombro busco yo a mis muertos; 
más me duele su ser tan invisibles. 
Nadie los ve: lo que se ve son formas 
truncas; prodigios eran, singulares, 
que retornan, vencidos, a su piedra. 
Muertos añosos, muertos a lo lejos, 
cadáveres perdidos, 
en ignorado osario perfecciona 
la Tierra, lentamente, su esqueleto. 
Su muerte fue hace mucho. Esperanzada 
en no morir, su muerte. Ánima dieron 
a masas que yacían en canteras. 
Muchas piedras llenaron de temblores. 
Mineral que camina hacia la imagen, 
misteriosa tibieza, ya corriendo 
por las vetas del mármol, 
cuando, curva tras curva, se le empuja 
hacia su más, a ser pecho de ninfa. 
Piedra que late así con un latido 
de carne que no es suya, entra en el juego 
—ruleta son las horas y los días—: 
el jugarse a la nada, o a lo eterno 
el caudal de sus formas confiado: 
el alma de los hombres, sus autores. 
Si es su bulto de carne fugitivo, 
ella queda detrás, la salvadora 
roca, hija de sus manos, fidelísima, 
que acepta con marmóreo silencio 
augusto compromiso: eternizarlos. 
Menos morir, morir así: transbordo 
de una carne terrena a bajel pétreo 
que zarpa, sin más aire que le impulse 
que un soplo, al expirar, último aliento. 
Travesía que empieza, rumbo a siempre; 
la brújula no sirve, hay otro norte 
que no confía a mapas su secreto; 
misteriosos pilotos invisibles, 
desde tumbas los guían, mareantes 
por aguja de fe, según luceros. 
Balsa de dioses, ánfora. 
Naves de salvación con un polícromo 
velamen de vidrieras, y sus cuentos 
mármol, que flota porque vista de Venus. 
Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo 
inmóviles, con proas tajadoras 
auroras y crepúsculos, espumas 
del tumbo de los años; años, olas 
por los siglos alzándose y rompiendo. 
Peripecia suprema día y noche, 
navegar tesonero 
empujado por racha que no atregua: 
negación del morir, ansia de vida, 
dando sus velas, piedras, a los vientos. 
Armadas extrañísimas de afanes, 
galeras, no de vivos, no de muertos, 
tripulaciones de querencias puras, 
incansables remeros, 
cada cual con su remo, lo que hizo, 
soñando en recalar en la celeste 
ensenada segura, la que está 
detrás, salva, del tiempo. 


¡Y todos, ahora, todos, 
qué naufragio total, en este escombro! 
No tibios, no despedazados miembros 
me piden compasión, desde la ruina: 
de carne antigua voz antigua, oigo. 
Desgarrada blancura, torso abierto, 
aquí, a mis pies, informe. 
Fue ninfa geométrica, columna. 
El corazón que acaban de matarle, 
Leucipo, pitagórico, 
calculador de sueños, arquitecto, 
de su pecho lo fue pasando a mármoles. 
Y así, edad tras edad, en estas cándidas 
hijas de su diseño 
su vivir se salvó. Todo invisible, 
su pálpito y su fuego. 
Y ellas abstractos bultos se fingían, 
pura piedra, columnas sin misterio. 
Más duelo, más allá: serafín trunco, 
ángel a trozos, roto mensajero. 
Quebrada en seis pedazos 
sonrisa, que anunciaba, por el suelo. 
Entre el polvo guedejas 
de rubia piedra, pelo tan sedeño 
que el sol se lo atusaba a cada aurora 
con sus dedos primeros. 
Alas yacen usadas a lo altísimo, 
en barro acaba su plumaje célico. 
(A estas plumas del ángel desalado 
encomendó su vuelo 
sobre los siglos el hermano Pablo, 
dulce monje cantero). 
Sigo escombro adelante, solo, solo. 
Hollando voy los restos 
de tantas perfecciones abolidas. 
Años, siglos, por siglos acudieron 
aquí, a posarse en ellas; rezumaban 
arcillas o granitos, 
linajes de humedad, frescor edénico. 
No piso la materia; en su pedriza 
piso al mayor dolor, tiempo deshecho. 
Tiempo divino que llegó a ser tiempo 
poco a poco, mañana tras su aurora, 
mediodía camino de su véspero, 
estío que se junta con otoño, 
primaveras sumadas al invierno. 
Años que nada saben de sus números, 
llegándose, marchándose sin prisa, 
sol que sale, sol puesto, 
artificio diario, lenta rueda 
que va subiendo al hombre hasta su cielo. 
Piso añicos de tiempo. 
Camino sobre anhelos hechos trizas, 
sobre los días lentos 
que le costó al cincel llegar al ángel; 
sobre ardorosas noches, 
con el ardor ardidas del desvelo 
que en la alta madrugada da, por fin, 
con el contorno exacto de su empeño... 
Hollando voy las horas jubilares: 
triunfo, toque final, remate, término 
cuando ya, por constancia o por milagro, 
obra se acaba que empezó proyecto. 
Lo que era suma en un instante es polvo. 
¡Qué derroche de siglos, un momento! 
No se derrumban piedras, no, ni imágenes; 
lo que se viene abajo es esa hueste 
de tercos defensores de sus sueños. 
Tropa que dio batalla a las milicias 
mudas, sin rostro, de la nada; ejército 
que matando a un olvido cada día 
conquistó lentamente los milenios. 
Se abre por fin la tumba a que escaparon; 
les llega aquí la muerte de que huyeron. 
Ya encontré mi cadáver, el que lloro. 
Cadáver de los muertos que vivían 
salvados de sus cuerpos pasajeros. 
Un gran silencio en el vacío oscuro, 
un gran polvo de obras, triste incienso, 
canto inaudito, funeral sin nadie. 
Yo sólo le recuerdo, al impalpable, 
al NO dicho a la muerte, sostenido 
contra tiempo y marea: ése es el muerto. 
Soy la sombra que busca en la escombrera. 
Con sus siete dolores cada una 
mil soledades vienen a mi encuentro. 
Hay un crucificado que agoniza 
en desolado Gólgota de escombros, 
de su cruz separado, cara al cielo. 
Como no tiene cruz parece un hombre. 
Pero aúlla un perro, un infinito perro 
—inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?—, 
voz clamante entre ruinas por su Dueño. 


FIGURACIONES 
2
Parecen nubes. Veleras, 
voladoras, lino, pluma, 
al viento, al mar, a las ondas 
—parecen el mar— del viento, 
al nido, al puerto, horizontes, 
certeras van como nubes. 
Parecen rumbos. Taimados 
los aires soplan al sesgo, 
el sur equivoca al norte, 
alas, quillas, trazan rayas, 
—aire, nada, espuma, nada—, 
sin dondes. Parecen rumbos. 
Parece el azar. Flotante 
en brisas, olas, caprichos, 
¡qué disimulado va, 
tan seguro, a la deriva 
querenciosa del engaño! 
¡Qué desarraigado, ingrávido, 
entre voces, entre imanes, 
entre orillas, fuera, arriba, 
suelto! Parece el azar. 


VOCACIÓN 
4
Abrir los ojos. Y ver 
sin falta ni sobra, a colmo 
en la luz clara del día 
perfecto el mundo, completo. 
Secretas medidas rigen 
gracias sueltas, abandonos 
fingidos, la nube aquella, 
el pájaro volador, 
la fuente, el tiemblo del chopo. 
Está bien, mayo, sazón. 
Todo en el fiel. Pero yo... 
u, de sobra. A mirar, 
y nada más que a mirar 
la belleza rematada 
que ya no te necesita. 
Cerrar los ojos. Y ver 
incompleto, tembloroso, 
de será o de no será, 
—masas torpes, planos sordos— 
sm luz, sin gracia, sin orden 
un mundo sin acabar, 
necesitado, llamándome 
a mí, o a ti, o a cualquiera 
que ponga lo que le falta, 
que le dé la perfección. 
En aquella tarde clara, 
en aquel mundo sin tacha, 
escogí: 
           el otro. 
Cerré los ojos.


DON DE LA MATERIA

Entre la tiniebla densa

el mundo era negro: nada.
Cuando de un brusco tirón
—forma recta, curva forma—
le saca a vivir la llama.
Cristal, roble, iluminados,
¡qué alegría de ser tienen,
en luz, en líneas, ser
en brillo y veta vivientes!
Cuando la llama se apaga,
fugitivas realidades,
esa forma, aquel color,
se escapan.
¿Viven aquí o en la duda?
Sube lenta una nostalgia
no de luna, no de amor,
no de infinito. Nostalgia
de un jarrón sobre una mesa.
¿Están?
Yo busco por donde estaban.
Desbrozadora de sombras
tantea la mano. A oscuras
vagas huellas, sigue el ansia.
De pronto, como una llama
sube una alegría altísima
de lo negro: la luz del tacto.
Llegó al mundo de lo cierto.
Toca el cristal, frío, duro,
toca la madera, áspera.
¡Están!
La sorda vida perfecta,
sin color, se me confirma,
segura, sin luz, la siento:
realidad profunda, masa.




EL POEMA 


Y ahora, aquí está frente a mí. 
Tantas luchas que ha costado, 
tantos afanes en vela, 
tantos bordes de fracaso 
junto a este esplendor sereno 
ya son nada, se olvidaron. 
Él queda, y en él, el mundo, 
la rosa, la piedra, el pájaro, 
aquéllos , los del principio, 
de este final asombrados. 
¡Tan claros que se veían, 
y aún se podía aclararlos! 
Están mejor; una luz 
que el sol no sabe, unos rayos 
los iluminan, sin noche, 
para siempre revelados. 
Las claridades de ahora 
lucen más que las de mayo. 
Si allí estaban, ahora aquí; 
a más transparencia alzados. 
¡Qué naturales parecen, 
qué sencillo el gran milagro! 
En esta luz del poema, 
todo, 
desde el más nocturno beso 
al cenital esplendor, 
todo está mucho más claro. 


AFÁN 

No, no me basta, no. 
Ni ese azul en delirio 
celeste sobre mí, 
cúspide de lo azul. 
Ni esa reiteración 
cantante de la ola, 
espumas afirmando, 
síes, síes sin fin. 
Ni tantos irisados 
primeros de las nubes 
—ópalo, blanco y rosa—, 
tan cansadas de cielo 
que duermen en las conchas. 
No, no me bastan, no. 
Colmo, tensión extrema, 
suma de la belleza 
el mundo, ya no más. 
Y yo más. 
Más azul que el azul 
alto. Más afirmar 
amor, querer, que el sí 
y el sí y el sí. 
La tarde, ya en el límite 
de dar, de ser, 
agota sus reservas: 
gozos, colores, triunfos; 
me descubre los fondos 
de mares y de glorias, 
se estira, vibra, tiembla, 
no puede más. 
Lo sé, se va a romper 
si yo le grito esto 
que ya le estoy gritando 
irremisiblemente 
a golpes: 
«Tú, ya no más; yo, más». 



LA VOZ A TI DEBIDA (1933)

 Si por detrás de las gentes
te busco. 
No en tu nombre, si lo dicen, 
no en tu imagen, si la pintan.
Detrás, detrás, más allá.  
 Por detrás de ti te busco. 
No en tu espejo, no en tu letra, 
ni en tu alma. 
Detrás, más allá. 
También detrás, más atrás 
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti. 
No eres 
con sangre mía en las venas, 
sin ser yo. 
Detrás, más allá te busco. 
Por encontrarte. Helar 
de vivir en ti, y en mí, 
y en los otros. 
Vivir va detrás de todo, 
al otro lado de todo 
—por encontrarte—,  
como si fuese morir. 


¡QUÉ GRAN VÍSPERA EL MUNDO! 
No había nada hecho.
Ni materia, ni números, 
ni astros, ni siglos, ni nada. 
El Carbón no era negro 
ni la rosa era tierna.   
Nada era nada, aún. 
¡Qué inocencia creer 
que fue el pasado de otros 
y en otros tiempo, ya 
irrevocable, siempre! 
No, el pasado era nuestro: 
no tenía ni nombre. 
Podíamos llamarlo 
a nuestro gusto: estrella, 
colibrí, teorema, 
en vez de así, «pasado»; 
quitarle su veneno. 
un gran viento soplaba 
hacia nosotros minas, 
continentes, motores. 
¿Minas de qué? Vacías. 
Estaban aguardando 
nuestro primer deseo, 
para ser enseguida 
de cobre, de amapolas. 
Las ciudades, los puertos 
flotaban sobre el mundo, 
sin sitio todavía: 
esperaban que tú 
les dijeses: «Aquí», 
para lanzar los barcos, 
las máquinas, las fiestas. 
Máquinas impacientes 
de sin destino, aún; 
porque harían la luz 
si tú se lo mandabas, 
o las noches de otoño 
si las querías tú. 
Los verbos, indecisos, 
te miraban los ojos 
como los perros fieles, 
trémulos. Tu mandato 
iba a marcarles ya 
sus rumbos, sus acciones. 
¿Subir? Se estremecía 
su energía ignorante. 
¿Sería ir hacia arriba 
«subir»? ¿E ir hacia dónde 
sería «descender»? 
Con mensajes a antípodas, 
a luceros, tu orden 
iba a darles conciencia 
súbita de ser, 
de volar o arrastrarse. 
El gran mundo vacío, 
sin empleo, delante 
de ti estaba: su impulso 
se lo darías tú. 
Y junto a ti, vacante, 
por nacer, anheloso, 
con los ojos cerrados, 
preparado ya el cuerpo 
el dolor y el beso, 
con la sangre en su sitio, 
yo, esperando 
—av, si no me mirabas
a que tú me quisieses 
y me dijeras: «Ya». 


 AMOR, AMOR, CATÁSTROFE. 
¡Qué hundimiento del mundo!  
Un gran horror a techos 
quiebra columnas, tiempos; 
los reemplaza por cielos 
intemporales. Andas, ando 
por entre escombros 
de estíos y de inviernos 
derrumbados. Se extinguen 
las normas y los pesos. 
Toda hacia atrás la vida 
se va quitando siglos, 
frenética, de encima; 
desteje, galopando, 
su curso, lento antes; 
se desvive de ansia 
de borrarse la historia, 
de no ser más que el puro 
anhelo de empezarse 
otra vez. El futuro 
se llama ayer. Ayer 
oculto, secretísimo, 
que se nos olvidó 
y hay que reconquistar 
con la sangre y el alma, 
detrás de aquellos otros 
ayeres conocidos. 
¡Atrás y siempre atrás! 
¡Retrocesos, en vértigo, 
por dentro, hacia el mañana! 
¡Que caiga todo! Ya 
lo siento apenas. Vamos, 
a fuerza de besar, 
inventando las ruinas 
del mundo, de la mano 
tú y yo 
por entre el gran fracaso 
de la flor y del orden. 
Y ya siento entre tactos, 
entre abrazos, tu piel 
que me entrega el retorno 
al palpitar primero, 
sin luz, antes del mundo, 
total, sin forma, caos.  




¡QUÉ DÍA SIN PECADO! 
La espuma, hora tras hora, 
infatigablemente, 
fue blanca, blanca, blanca. 
Inocentes materias, 
los cuerpos y las rocas 
—desde cénit total 
mediodía absoluto— 
estaban  
 viviendo de la luz, 
y por la luz y en ella. 
Aún no se conocían 
la conciencia y la sombra. 
Se tendía la mano 
a coger una piedra, 
una nube, una flor, 
un ala. 
Y se las alcanzaba 
a todas, porque era 
antes de las distancias. 
El tiempo no tenía 
sospechas de ser él. 
Venía a nuestro lado, 
sometido y elástico. 
para vivir despacio, 
de prisa, le decíamos: 
«Para», o «Echa a correr». 
Para vivir, vivir 
sin más, tú le decías: 
«Vete.» 
entonces nos dejaba  
ingrávidos, flotantes 
en el puro vivir 
sm sucesión, 
salvados de motivos, 
de orígenes, de albas. 
Ni volver la cabeza 
ni mirar a lo lejos 
aquel día supimos 
tú y yo. No nos hacía 
falta. Besarnos, sí. 
Pero con unos labios 
tan lejos de su causa, 
que lo estrenaban todo, 
beso, amor, al besarse, 
sin tener que pedir 
perdón a nadie, a nada. 



No quiero que te vayas
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.




Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida —¡qué transporte ya!—, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte. 




¡QUÉ DE BESOS INMENSOS, 
órbitas celestiales, 
se apoyan 
-maravilla, milagro— 
en aires, en ausencias, 
 en papeles, en nada!
Roca descansa en roca, 
cuerpos yacen en cunas, 
en tumbas: ni las islas 
nos engañan, ficciones 
de falsos paraísos, 
flotantes sobre el agua. 
Pero a ti, a ti, memoria 
de un ayer que fue carne 
tierna, materia viva, 
y que ahora ya no es nada 
más que peso infinito, 
gravitación, ahogo, 
dime, ¿quién te sostiene 
si no es la esperanzada 
soledad de la noche? 
A ti, afán de retorno, 
anhelo de que vuelvan 
invariablemente, 
exactas a sí mismas, 
las acciones más nuevas 
que se llaman futuro, 
¿quién te va a sostener? 
Signos y simulacros 
trazados en papeles 
blancos, verdes, azules, 
querrían ser tu apoyo 
eterno, ser tu suelo, 
tu prometida tierra. 
Pero, luego, más tarde, 
se rompen —unas manos—, 
se deshacen, en tiempo, 
polvo, dejando sólo 
vagos rastros fugaces, 
recuerdos, en las almas. 
¡Sí, las almas, finales! 
¡Las últimas, las siempre 
elegidas, tan débiles, 
para sostén eterno 
de los pesos más grandes! 
Las almas, como alas 
sosteniéndose solas 
a fuerza de aleteo 
desesperado, a fuerza 
de no pararse nunca, 
de volar, portadoras 
por el aire, en el aire, 
de aquello que se salva. 


¿Y SI NO FUERAN LAS SOMBRAS 
sombras? ¿Si las sombras fueran 
—yo las estrecho, las beso, 
me palpitan encendidas 
entre los brazos
cuerpos finos y delgados, 
todos miedosos de carne? 
¿Y si hubiese 
otra luz más en el mundo 
para sacarles a ellas, 
cuerpos ya de sombra, otras 
sombras más últimas, sueltas 
de color, de forma, libres 
y que no se viesen ya 
y que hubiera que buscarlas 
a ciegas, por entre cielos, 
desdeñando ya las otras, 
sin escuchar ya las voces 
de esos cuerpos disfrazados
de sombras, sobre la tierra? 


 ¿LAS OYES CÓMO PIDEN REALIDADES,
ellas, desmelenadas, fieras,
ellas, las sombras que los dos forjamos 
en este inmenso lecho de distancias? 
Cansadas ya de infinitud, de tiempo 
sin medida, de anónimo, heridas 
por una gran nostalgia de materia, 
piden límites, días, nombres. 
No pueden 
vivir así ya más: están al borde 
del morir de las sombras, que es la nada. 
Acude, ven, conmigo. 
Tiende tus manos, tiéndeles tu cuerpo. 
Los dos les buscaremos 
un color, una fecha, un pecho, un sol. 
Que descansen en ti, sé tú su carne. 
Se calmará su enorme ansia errante, 
mientras las estrechamos 
ávidamente entre los cuerpos nuestros 
donde encuentren su pasto y su reposo. 
Se dormirán al fin en nuestro sueño 
abrazado, abrazadas. Y así luego, 
al separarnos, al nutrirnos sólo 
de sombras, entre lejos, 
ellas 
tendrán recuerdos ya, tendrán pasado 
de carne y hueso, 
el tiempo que vivieron en nosotros. 
Y su afanoso sueño 
de sombras, otra vez, será el retorno 
a esta corporeidad mortal y rosa 
donde el amor inventa su infinito. 


SIN VOZ, DESNUDA  

Sin armas. Ni las dulces
sonrisas, ni las llamas

rápidas de la ira.
Sin armas. Ni las aguas
de la bondad sin fondo,
ni la perfidia, corvo pico.
Nada. Sin armas. Sola.
Ceñida en tu silencio.
«Sí» y «no», «mañana» y «cuando»,
quiebran agudas puntas
de inútiles saetas
en tu silencio liso
sin derrota ni gloria.
¡Cuidado!, que te mata
—fría, invencible, eterna—
eso, lo que te guarda,
eso, lo que te salva,
el filo del silencio que tú aguzas. 




Poesía
¿Tú sabes lo que eres
de mí?
¿Sabes tú el nombre?
No es
el que todos te llaman
esa palabra usada
que se dicen las gentes,
si besan o se quieren,
porque ya se lo han dicho
otros que se besaron.
Yo no lo sé, lo digo,
se me asoma a los labios
como una aurora virgen
de la que no soy dueño.
Tú tampoco lo sabes,
lo oyes. Y lo recibe
tu oído igual que el silencio
que nos llega hasta el alma
sin saber de qué ausencias
de ruidos está hecho.
¿Son letras, son sonidos?
Es mucho más antiguo.
Lengua de paraíso,
sones primeros, vírgenes
tanteos de los labios,
cuando, antes de los números,
en el aire del mundo
se estrenaban los nombres
de los gozos primeros.
Que se olvidaban luego
para llamarlo todo
de otro modo al hacerlo
otra vez nuevo son
para el júbilo nuevo.
En ese paraíso
de los tiempos del alma,
allí, en el más antiguo,
es donde está tu nombre.
Y aunque yo te lo llamo
en mi vida, a tu vida,
con mi boca, a tu oído,
en esta realidad,
como él no deja huella
en memoria ni en signo,
y apenas lo percibes,
nítido y momentáneo,
a su cielo se vuelve
todo alado de olvido,
dicho parece en sueños,
sólo en sueños oído.
Y así, lo que tú quieres,
cuando yo te lo diga
no podrá serlo nadie,
nadie podrá decírtelo.
Porque ni tú ni yo
conocemos su nombre
que sobre mi desciende,
pasajero de labios,
huésped
fugaz de los oídos
cuando desde mi alma
lo sientes en la tuya,
sin poderlo aprender,
sin saberlo yo mismo.




RAZÓN DE AMOR 

Aquí
en esta orilla blanca  
del lecho donde duermes, 
estoy al borde mismo 
de tu sueño. Si diera 
un paso más, caería 
en sus ondas, rompiéndolo 
como un cristal. Me sube 
el calor de tu sueño 
hasta el rostro. Tu hálito 
te mide la andadura 
del soñar: va despacio. 
Un soplo alterno, leve, 
me entrega ese tesoro 
exactamente: el ritmo 
de tu vivir soñando. 
Miro. Veo la estofa 
de que está hecho tu sueño. 
La tienes sobre el cuerpo 
como coraza ingrávida. 
Te cerca de respeto. 
A tu virgen te vuelves 
toda entera, desnuda, 
cuando te vas al sueño. 
En la orilla se paran 
las ansias y los besos: 
esperan, ya sin prisa, 
a que abriendo los ojos 
renuncies a tu ser 
invulnerable. Busco 
tu sueño. Con mi alma 
doblada sobre ti, 
las miradas recorren, 
traslúcida, tu carne 
y apartan dulcemente 
las señas corporales, 
por ver si hallan detrás 
las formas de tu sueño. 
No lo encuentran. Y entonces 
pienso en tu sueño. Quiero 
descifrarlo. Las cifras 
no sirven, no es secreto. 
Es sueño y no misterio. 
Y de pronto, en el alto 
silencio de la noche,  
un sonar mío empieza 
al borde de tu cuerpo; 
en él el tuyo siento
Tú dormida, yo en vela, 
hacíamos lo mismo. 
No había que buscar: 
tu sueño era mi sueño.  

 

LA FELICIDAD INMINENTE

Miedo, temblor en mí, en mi cuerpo;
temblor como de árbol cuando el aire 
viene de abajo y entra en él por las raíces, 
y no mueve las hojas, ni se le ve. 
Terror terrible, inmóvil. 
Es la felicidad. Está ya cerca. 
Pegando el oído al cielo se la oiría 
en su gran marcha subceleste, hollando nubes. 
Ella, la desmedida, remotísima, 
se acerca aceleradamente, 
a una velocidad de luz de estrella, 
y tarda 
todavía en llegar porque procede 
de más allá de las constelaciones. 
Ella, tan vaga e indecisa antes,
tiene escogido cuerpo, sitio y hora. 
Me ha dicho: «Voy». Soy ya su destinada presa. 
Suyo me siento antes de su llegada, 
como el blanco se siente de la flecha, 
apenas deja el arco, por el aire. 
No queda el esperarla 
indiferentemente, distraído, 
con los ojos cerrados y jugando 
a adivinar, entre los puntos cardinales, 
cuál la prohijará. Siempre se tiene 
que esperar a la dicha con los ojos 
terriblemente abiertos: 
insomnio ya sin fin si no llegara. 
Por esa puerta por la que entran todos 
franqueará su paso lo imposible, 
vestida de un ser más que entre en mi cuarto. 
En esta luz y no en luces soñadas, 
en esta misma luz en donde ahora 
se exalta en blanco el hueco de su ausencia, 
ha de lucir su forma decisiva. 
Dejará de llamarse 
felicidad, nombre sin dueño. Apenas 
llegue se inclinará sobre mi oído 
y me dirá: «Me llamo...» 
La llamaré así, siempre, aun no sé cómo, 
y nunca más felicidad. 
Me estremece 
un gran temblor de víspera y de alba, 
porque viene derecha, toda, a mí. 
Su gran tumulto y desatada prisa 
este pecho eligió para romperse en él, 
igual que escoge cada mar 
su playa o su cantil donde quebrarse. 
Soy yo, no hay duda; el peso incalculable 
que alas leves transportan y se llama 
felicidad, en todos los idiomas 
y en el trino del pájaro, 
sobre mí caerá todo, 
como la luz del día entera cae 
sobre los dos primeros ojos que la miran. 
Escogido estoy ya para la hazaña 
del gran gozo del mundo
de soportar la dicha, de entregarla 
todo lo que ella pide, carne, vida, 
todo lo que ella pide, carne, viaa, 
de acostumbrarme a su caricia indómita, 
a su rostro tan duro, a sus cabellos
desmelenados,
a la quemante lumbre, beso, abrazo, 
entrega destructora de su cuerpo. 
Lo fácil en el alma es lo que tiembla 
al sentirla venir. Para que llegue 
hay que irse separando, uno por uno, 
de costumbres, caprichos, 
hasta quedarnos 
vacantes, sueltos, 
al vacar primitivo del ser recién nacidos, 
para ella.
Quedarse bien desnudos, 
tensas las fuerzas vírgenes 
dormidas en el ser, nunca empleadas,
que ella, la dicha, sólo en el anuncio 
de su ardiente inminencia galopante, 
convoca y pone en pie. 
Porque viene a luchar su lucha en mí.
Veo su doble rostro, 
su doble ser partido, como el nuestro, 
las dos mitades fieras, enfrentadas. 
En mi temblor se siente su temblor, 
su gran dolor de la unidad que sueña, 
imposible unidad, la que buscamos, 
ella en mí, en ella yo. Porque la dicha 
quiere también su dicha. 
Desgarrada, en dos, llega con el miedo 
de su virginidad inconquistable, 
anhelante de verse conquistada. 
Me necesita para ser dichosa, 
lo mismo que a ella yo. 
Lucha entre darse y no, partida alma; 
su lidiar 
lo sufrimos nosotros al tenerla. 
Viene toda de amiga 
porque soy necesano a su gran ansia 
de ser 
algo más que la idea de su vida; 
como la rosa, vagabunda rosa 
necesita posarse en un rosal, 
y hacerle así feliz, al florecerse. 
Pero a su lado, inseparable doble, 
una diosa humillada se retuerce, 
toda enemiga de la carne esa 
en que viene a buscar mortal apoyo. 
Lucha consigo. 
Los elegidos para ser felices 
somos tan sólo carne 
donde la dicha libra su combate. 
Quiere quedarse e irse, se desgarra, 
por sus heridas nuestra sangre brota, 
ella, inmortal, se muere en nuestras vidas, 
y somos los cadáveres que deja. 
Viva, ser viva, en algo humano quiere, 
encarnarse, entregada; pero al fondo 
su indomable altivez de diosa pura 
en el último don niega la entrega, 
si no es por un minuto, fugacísima. 
si no es por un minuto, fugacísima. 
En un minuto sólo, pacto, 
se la siente total y dicha nuestra. 
Rendida en nuestro cuerpo, 
ese diamante lúcido y soltero 
que en los ojos le brilla, 
rodará rostro abajo, tibio par, 
mientras la boca dice: «Tenme». 
Y ella, divino ser, logra su dicha 
sólo cuando nosotros la logramos 
en la tierra, prestándola 
los labios que no tiene. Así se calma 
un instante su furia. Y ser felices 
es el hacernos campo de sus paces.




VOLVERSE SOMBRA

Estoy triste esta noche 
porque soy lo que soy, como los árboles 
que esclavizados a su tronco sufren 
tanto a los lados de las carreteras 
por esas pobres vidas 
que podrían matar, si hay algún choque. 
Estoy tan triste porque soy un hombre, 
porque el hombre hace daño, 
hace daño, hace daño. 
Y eso sólo se sabe 
en las noches de enero como esta, 
en que la nieve quita 
todas sus ilusiones al futuro, 
y el mundo ya sin labios 
parece todo blanco una conciencia, 
que grita fríamente esa luz cruda 
que nos callamos tantos años 
con la complicidad de muchos besos. 
Un pájaro enjaulado me lo dijo: 
el daño que hace el hombre a tantos pájaros 
porque su canto es dulce 
se llama jaula. 
Una lámina triste de agua inmóvil 
me lo dijo: 
el daño que hace el hombre al agua,
orgía de sí misma, bailarina de oficio,
es pararla. 
Entre cuatro paredes
la corta su destino y por las tardes 
acude a los jardines
a hablar con sus amigas 
de tanta pobre muerta allí extendida 
con los ojos abiertos: los estanques. 
Y el daño que hace el hombre 
a los seres más tiernos 
que nos arrancan siempre lágrimas 
porque los vemos, 
tan sólo con mirarlos a los ojos 
—igual que a las gacelas y a las diosas
a ellos y a su destino al mismo tiempo 
está en enamorarse. Se llama amor. 
Como la nieve es el confesionario 
en donde la blancura, 
esa indulgencia triste nos escucha 
la noche entera, voy a confesarme: 
nunca le robé al aire 
un vuelo, ni su cántico; 
no he hecho daño a las aves. 
Nunca metí una mano en un arroyo 
por no romperle su querencia al agua. 
Pero a ti te he hecho daño, te he querido. 
Tu hermosura empezó, yo hice lo otro: 
el gran daño de amarte 
que tú constantemente me perdonas. 
Yo te he hecho daño. Tengo manos, míralas. 
Cuando se quiere con los brazos, 
sus músculos fatales, 
con las manos, y sus dedos duros y sus uñas, 
las estrellas más candidas se asustan: 
ya no hay jazmín seguro en los jardines, 
ni seno a salvo en pecho de doncella. 
Mis manos y mis brazos te han querido. 
¡Cuántas veces mis manos 
se quedaron tranquilas, en paz, puras, 
saciadas de su sed por lo infinito, 
tan sólo acariciándote las alas 
que disimulan ciertas formas tuyas! 
Y fueron ya manos felices, sí, manos felices 
por tu gran parecido con la luna 
cuando está llena y se la ve que tiene 
un matiz sonrosado, el de tu carne. 
Tengo unos labios. Mira. Yo recuerdo 
que antes de conocerte, 
es decir cuando Dios 
no había separado todavía 
la tierra de los mares, 
tú andabas por tus labios, 
yo por los míos, como si anduviéramos 
por dos caminos diferentes. 
Despacio yo, como indeciso día 
que no renuncia a sol, a nube o viento, 
sin saber lo que quiere, hasta que al fin 
la noche le decide a la negrura. 
Deprisa tú, saltando, tan derecha
como un aliento, que jamás vacila
 porque hay que respirar. (Lo que vacila 
está en el pecho, sí, pero a otro lado). 
Hasta que un día en que el azul estío 
pareció no tener más herederos, 
tus labios se olvidaron que eran tuyos 
exactamente en ese punto mismo 
del espacio y del tiempo 
en que dejé por siempre de acordarme 
de que los míos eran míos. 
Desde entonces 
no son míos ni tuyos, son ya nuestros, 
y no hay para nosotros 
más que un camino: el beso 
que empezó aquella tarde y que termina 
en una duda de si termina. 
Perdóname en los labios, 
si es que me has perdonado ya en las manos. 
Y yo tengo un amor. Sí, míralo: 
si traes los ojos con que yo te amo 
y si las condiciones atmosféricas 
permiten distinguir rayos de rayos, 
a los cinco minutos de estar juntos 
acaso puedas verle 
cerrándote muy bien todos los huecos 
del alma por donde entran
recuerdos de mazurkas y de valses: 
porque el amor que yo te ofrezco es 
como una oscuridad al principio y exige 
cerrar el paso a tantas luces fáciles 
para encontrar la suya, en las entrañas. 
Tengo, tuve un amor. Y eso no es culpa 
tuya, ni mía ni de nadie. 
¿A quien podría echársele 
la culpa de la sangre 
por las venas oscuras o de esa 
palabra que inventamos entre sueños? 
Y como no hay amor ni ave que puedan 
estar de vuelo siempre, 
y toda ala de querer o pájaro 
necesita posarse, te hice sufrir. 
Por la misma razón que muchos pájaros 
hacen sufrir a alguna rama, 
mi amor se fue a posar en una fecha 
que por curioso azar, tan inocente 
como es el sino de la golondrina, 
fue la misma en que tú 
pusiste entre mis ojos y tu alma 
la forma con que el mundo te distingue 
de entre todas las otras fantasías 
que quieren parecerse a ti y fracasan. 
Y por eso empezó el terrible daño 
que hacen las manos y los labios 
sobre todo las almas, cuando piden 
amor y amor, a un día y a otro día: 
necesitadas almas, como ojos 
que al abrirse, mañana tras mañana, 
si no está allí la luz lloran de pena. 
Ese daño que abril hace sufrir 
a los jardines por la sed que tiene 
de encontrar otra rosa entre las rosas. 
Conocido dolor 
que tanto nos fatiga 
cuando ya son las once 
y se quiere dormir en paz, tranquilos, 
aunque sea en almohadas vacías 
que no autorizan a esperar la aurora 
tan confiadamente 
como cuando se duerme 
en la marea alta de algún pecho. 
Perdóname en mi alma que te quiso, 
si ya me perdonaste manos, labios. 
Y ahora, después de confesarla tanto, 
he cogido la nieve 
y la he visto morir, de mi calor, 
la prematura muerte que a la nieve 
salva de la desgracia. Pero antes, 
al borde ya de su asunción al agua, 
me dio un consejo y tengo que seguirle, 
porque es de agonizante, es decir claro: 
volverme sombra. 
Volverse sombra es dulce para todos 
los que han llorado por quererse tanto 
al borde de un arroyo o en un coche. 
Es dulce para el cuerpo suicida 
que se deshace porque nazca ella. 
Las manos de la sombra 
pueden llamarse así, manos, tan sólo 
porque acarician 
con el tacto sin daño que jamás 
aprendieron las manos corporales. 
Las almas de las sombras 
lo único ya que piden a lo amado 
es irlo acompañando
tan delicadamente 
que ya no duela nunca 
estar solo o no estarlo, 
y es porque no se sabe si lo estamos. 
Su claro privilegio 
es romper soledades en los labios 
con que el amor las quiebra, nuevo beso. 
Volverme sombra, sí, 
porque la sombra no hace nunca daño. 
O hace ese daño apenas perceptible, 
hermano en su dulzura de los céfiros,
recordar, recordar sombras de sombras,
echar de menos lo que hacía daño, 
y amar el dolor que nos hicimos, 
y que ahora ya se llama de otro modo. 
Y por eso no llores, si algún día 
a la hora de la cita a que acudimos 
con la puntualidad de lo astronómico, 
en esa calle tan dorada siempre 
por el derroche de oro del anuncio, 
sientes, en vez del beso,
una aparente soledad y el trémulo 
saludo que inclinándose 
hacen las sombras por el aire 
a aquello que han amado antes de serlo.


 LO INÚTIL 
Me haces falta en la vida 
porque no eres el pan 
nuestro de cada día.
Porque no se te triza con los dientes 
y así se lleva al cuerpo nueva fuerza 
con que pedir mañana, lo que ayer: 
lo mismo, otra vez pan, hasta la muerte. 
Me haces falta 
porque tú no te empiezas en las uvas 
y acabas en delirio o en mentira. 
Porque no eres el vino 
en que unos hombres desenamorados 
encuentran las palabras 
de amor, las que les dicen
a un espectro de amiga descotada   
en trescientos salones, de once a doce. 
Embriaguez que tú inspiras es hermana 
de balanza en el fiel o mediodía. 
Me haces falta 
porque no eres la luz amanecida 
a la hora que la anuncian los diarios, 
la luz que hiere al despertar los ojos 
siempre en la misma cicatriz, ayer. 
Tan de pronto te alumbras, imprevista, 
que hay que esperarte, sin saber por cuál 
oscuridad vendrás, dolor o noche. 
Me haces falta 
porque no se distingue tu materia.  
No eres del raso o de los terciopelos 
que el gran dolor consuelan del desnudo. 
No del metal que ciñe en cerco de aire 
para que no se escapen 
las promesas del día de las bodas. 
Ni eres, casi tampoco, de tu carne. 
El inocente tacto 
—ilusión antiquísima y con guantes 
de que el mundo es tangible y se le toca—,
en el marfil atina con el canto, 
en el metal con las precisas letras, 
con el amor en la trémula mano. 
Pero a ti no te acierta, y de buscarte 
vacío todo vuelve, y derrotado. 
Me haces falta 
porque no eres un techo, ni los muebles, 
ni lecho blando ni candada puerta. 
Me amparas sin confines ni tejado. 
En templanza infinita me cobijas 
como en marzo, al final, el aire, al pájaro. 
Me haces falta 
porque a ti nunca te cortejan jueces 
en busca de verdades, ni el filósofo. 
Nunca tienes razón, y asi no matas. 
Ni hay angustiado al que le des la prueba 
de que existe en el mundo 
algo más que un afán de que algo exista. 
Innecesaria pura, puro exceso, 
tú, la invisible sobra de las cuentas 
que el mundo se va echando, 
contable triste, siglo a siglo historia, 
sin ti todos se pasan. 
                    Menos yo. Yo que sé  
que tú, la demasía, tú la sobra, 
en estos cortos cálculos del suelo, 
eres, en una altísima 
celeste matemática 
que los astros aprenden por las noches 
y nunca el hombre, exacta-
mente lo que me falta.  
Y todo está entendido: 
el sino de la vida es lo incompleto. 




EL AIRE YA ES APENAS RESPIRABLE

El aire ya es apenas respirable 
porque no me contestas:
tú sabes bien que lo que yo respiro 
son tus contestaciones. Y me ahogo. 
La primera pregunta que te hice 
fue cuando tú tenías 
los brazos apoyados 
en una barandilla de recuerdos, 
una tarde inclinada 
sobre ese lago azul que llevas dentro, 
mirando a cuatro dudas 
con plumaje de penas, 
tan blancas y calladas como cisnes, 
que lo surcaban, sin moverlo casi. 
Tú mirabas la estampa 
confusa de ti misma, te veías 
en ella reflejada 
pero con tal temblor, tan insegura 
de tu propio existir, de lo que eras, 
que te marchaste huyendo 
a buscar en tu armario algún vestido 
de denso terciopelo, y a probártelo. 
Como está hecho a medida, 
meter el cuerpo en él 
es persuadirse unos instantes 
por el consolador 
y ajustado contacto de la tela, 
de que se vive y de que somos algo 
más que un reflejo trémulo 
del que tenemos miedo, en aquel lago. 
Y yo te pregunté: «¿Buscamos juntos? 
Lo que se quiere hallar 
en un agua tan vaga y tan borrosa 
hay que buscarlo, 
por el aire hacia arriba. 
Porque en lo hondo de un lago lo que hay siempre 
es la copia de un ángel o de un dios, 
la figura de un ser que allí se mira,
desde su verdadero ser celeste. 
Y hay que buscarlo donde está; si buscas
como otras engañadas hacia abajo, 
sólo te encontrarás ramas o piedras, 
limo blando y sortijas oxidadas. 
¿Quieres, di, que vayamos por los años, 
los años del futuro, como cielos, 
en busca de tu ángel? 
¿Quieres que sea yo tu compañero 
para lo mismo que en las golondrinas 
un ala es compañera de otra ala?12 
Yo saldré por la vía 
más rápida que haya, 
dentro de un radiograma, si me aceptas». 
Comprendo tu silencio. La pregunta
la hice a seis mil kilómetros 
y como hablé muy bajo 
para que sólo tú me oyeses, 
no me pudiste oír. Y continúas 
probándote vestidos que te calman.  
La segunda pregunta la escribí 
el mes de octubre, en una hoja del árbol 
que hay cerca de tu casa. Tú sentías 
el otoño llegar, aquella tarde, 
en grandes cantidades 
de viento gris y de proyectos vagos, 
apenas defendida 
por una fe tan leve en tu calor 
como la seda de tus medias. 
Tu paso acelerado contra el aire 
se hacía la ilusión de que corriendo, 
a primeros de octubre,
se llega antes a la primavera. 
Yo te escribí: «Tengo un verano 
que se abre, sólo, cuando dos personas 
que aman lo verde y tienen miedo al frío 
al mismo tiempo llaman a su puerta. 
No hay más invierno que la soledad. 
Lo que funde la nieve es un amor 
que se sirve del sol como su intérprete. 
Toma mi brazo, acéptame este modo 
sencillo de abolir, al mismo tiempo, 
invierno y soledad, llamado amarse. 
¿Quieres que entremos 
en esa fiesta de las claridades 
que empieza al iniciarse una pareja, 
donde gracias a ciertas 
sutiles transparencias y trasluces 
de carne o de cristal, siempre anochece 
mucho, mucho más tarde que en el mundo,
y la aurora coincide 
con el primer deseo de la luz?». 
El árbol entregó oportunamente 
mi mensaje a tus pies. ¿Tú no recuerdas 
una hoja que cayó cuando pasabas, 
un rumor tierno por el suelo, 
con las silabas rotas de tu nombre 
apenas susurradas, y un rodar 
de materia muy leve, sobre piedras, 
que iba detrás de ti, para salvarte 
de tantas inclemencias solitarias? 
Nunca me has contestado. Estoy seguro 
de que, por no ir pensando en mí, la confundiste 
con cualquier hoja de esas 
que editan por millones los otoños 
para hacer propagandas de lo ausente. 
La tercera pregunta te la hice, 
estando cerca, sí, muy cerca. 
Abrazados estábamos. 
Nuestro techo era abrazo, 
las paredes y el suelo abrazo eran, 
de ese color intenso 
con que lo pinta todo el abrazarse. 
Abrazo fue la puerta por que entramos. 
La ventana era abrazo. 
La noche, sus praderas, 
el rebaño de mansos rascacielos 
pastando estrellas con el cuello erguido, 
a través del abrazo lo veíamos. 
La visión era abrazo y oír abrazo. 
Y estaban los sentidos 
tan apretados unos contra otros 
brindando a nuestra unión sus diferencias, 
que hasta entonces mis ojos 
no habían visto lo que vio el abrazo. 
Por eso yo te pregunté sin voz, 
sólo estrechando aun más contra mi pecho 
el cuerpo que los cielos me prestaban, 
si tú sabías escribir 
promesas con los ojos 
y si en la hoja primera 
del primer pliego de la aurora tu 
me querrías trazar 
cualquier palabra, por ejemplo: «eterno». 
Mi afán era saber 
cómo es tu letra cuando el alma escribe. 
Tú no me has respondido. Lo comprendo. 
Te habías ya dormido allí en mi pecho; 
y mi pregunta como un ala se deshizo 
al chocar con los ojos ya cerrados. 
Algunas de sus plumas o palabras 
—promesa, aurora, eterno— te rozaron 
el alma, sí, pero tan levemente 
que tú, creyendo que eran 
uno de tantos sueños sin pregunta, 
nunca has pensado en responder a un sueño.